Ad abolendam
Lucio III
Bula
Para abolir la depravación
de las diversas herejías que en los tiempos presentes han comenzado
a pulular en diversas partes del mundo, debe encenderse el vigor eclesiástico,
a fin de que -ayudado por la potencia de la fuerza imperial- no sólo
la insolencia de los herejes sea aplastada en sus mismos conatos de falsedad,
sino también para que la verdad de la católica simplicidad
que resplandece en la Santa Iglesia, aparezca limpia de toda contaminación
de los falsos dogmas.
Por ello nos, sostenidos por la presencia y el vigor de nuestro
queridísimo hijo Federico, ilustre emperador de los Romanos, siempre
augusto, con el común acuerdo de nuestros hermanos, y de otros patriarcas,
arzobispos y de muchos príncipes que acudieron de diversas partes
del mundo, por la sanción del presente decreto general, nos levantamos
contra dichos herejes, cuyos diversos nombres indican la profesión
de diversas falsedades, y condenamos por la presente constitución
todo tipo de herejía cualquiera sea el nombre con que se la conozca.
En primer lugar determinamos condenar con anatema perpetuo a
los cátaros y patarinos, y a aquellos que se llaman a si mismos con
el falso nombre de Humillados o Pobres de Lyon, a los Pasaginos, Josefinos
y Arnaldistas.
Y puesto que algunos bajo apariencia de piedad y como dice el
apóstol, pervirtiendo su significado, se arrogan la autoridad de predicar,
aun cuando el mismo apóstol dice "cómo predicarán si
no son enviados?", [condenamos] a todos aquellos que, bien impedidos, bien
no enviados, presumieran predicar ya sea en público o en privado,
sin haber recibido la autorización de la Santa Sede o del obispo del
lugar.
También ligamos con el mismo vínculo de anatema perpetuo
a todos aquellos que respecto al sacramento del Cuerpo y la Sangre de Nuestro
Señor Jesucristo, o sobre el bautismo, o la remisión de los
pecados, el matrimonio, o sobre los demás sacramentos de la Iglesia,
se atreven a sentir o enseñar algo distinto de lo que la sacrosanta
Iglesia Romana predica y observa; y en general [ligamos con el mismo vínculo]
a quien quiera que sea juzgado como hereje por la misma Iglesia Romana, o
por cada obispo en su diócesis, o bien , en caso de sede vacante,
por los mismos clérigos, con el consejo -si fuera necesario- de los
obispos vecinos.
Determinamos que queden sujetos a la misma sentencia todos sus
encubridores y defensores y todos aquellos que prestasen alguna ayuda o favor
a los predichos herejes con el fin de fomentar en ellos la depravación
de la herejía, bien a aquellos [que llaman] consolados, o creyentes,
o perfectos, o con cualquiera de los nombres supersticiosos con que se los
llame.
Y puesto que a veces sucede -a causa de los pecados- que sea
censurada la severidad de la disciplina eclesiástica por aquellos
que no comprenden su significado; por la presente ordenación establecemos
que aquellos que manifiestamente fueran sorprendidos en las acciones antes
nombradas, si es clérigo, o se ampara engañosamente en alguna
religión, sea despojado de todo orden eclesiástico y del mismo
modo sea expoliado de todo oficio y beneficio eclesiástico y sea entregado
al juicio de la potestad secular, para ser castigado con la pena debida,
a no ser que inmediatamente después de haber sido descubierto el error
retornase espontáneamente a la unidad de la fe católica y consintiese
-según el juicio del obispo de la región- a abjurar de su error
y a dar una satisfacción congrua.
En cambio, el laico al cual manchase una culpa -ya sea privada
o pública- de las pestes predichas, sea entregado al fallo del juez
secular para que reciba el castigo debido a la calidad del crimen, a no ser
que como se ha dicho, habiendo abjurado de su herejía, y habiendo
dado satisfacción, al instante se refugiase en la fe ortodoxa.
Aquellos empero, que provocasen la sospecha de la Iglesia serán
sometidos a la misma sentencia, a no ser que a juicio del obispo y consideradas
la sospecha y la cualidad de las personas demostrase la propia inocencia
con una justificación pertinente.
Aquellos, no obstante, que después de la abjuración
del error, o después de que -como dijimos- se hubiesen justificado
frente al obispo, fuesen sorprendidos reincidiendo en la herejía abjurada,
determinamos que deben ser entregados al juicio secular sin ninguna otra
investigación; y los bienes de los condenados, con arreglo a las legítimas
sentencias, sean entregados a las iglesias a las cuales servían.
Determinamos pues, que la excomunión predicha, a la cual
queremos que sean sometidos todos los herejes sea renovada por todos los
patriarcas, arzobispos y obispos en todas las solemnidades, o en cualquier
ocasión, para gloria de Dios y para reprensión de la depravación
herética. Estableciendo con autoridad apostólica que si alguien
del orden de los obispos fuese encontrado negligente o perezoso en este punto,
sea suspendido de la dignidad y administración episcopal por el espacio
de tres años.
A las anteriores disposiciones, por consejo de los obispos y
por sugerencia de la autoridad imperial y los príncipes, agregamos
el que cualquier arzobispo u obispo, por si o por su archidiácono(7)
o por otras personas honestas e idóneas, una o dos veces al año,
inspeccione las parroquias en las que se sospeche que habitan herejes; y
allí obligue a tres o más varones de buena fama, o si pareciese
necesario a toda la vecindad, a que bajo juramento indiquen al obispo o al
archidiácono si conocen allí herejes, o a algunos que celebren
reuniones ocultas o se aparten de la vida, las costumbres o el trato común
de los fieles. El obispo o el archidiácono convoque ante su presencia
a los acusados, los cuales sean castigados según el juicio del obispo,
a no ser que a juicio de aquellos y según las costumbres patrias hubiesen
purgado el reato imputado, o si después de haber hecho penitencia
recayesen en la perfidia primera. Pero si alguno de ellos rechazando el juramento
por una superstición condenable, se negasen tal vez a prestar juramento,
sea considerado por este mismo hecho como hereje y sea sometido a las penas
que fueron indicadas más arriba.
Establecemos además que los condes, barones, magistrados,
cónsules de las ciudades y de otros lugares, que bajo advertencia
de los arzobispos y obispos, prometan bajo juramento, que ayudarán
a la Iglesia con fortaleza y eficacia contra los herejes y sus cómplices
de acuerdo a todo lo prescrito cuando les fuera requerido; y se ocuparán
de buena fe de hacer ejecutar según su oficio y su poder todos los
estatutos eclesiásticos e imperiales que hemos dicho. Empero, si no
quisieran observar esto, sean despojados del honor que han obtenido, y no
obtengan ningún otro de ninguna forma, y sean sujetos a excomunión
y sus tierras a entredicho eclesiástico. La ciudad que se resistiera
a cumplir con las decretales establecidas, o que contra la advertencia del
obispo se negase a castigar a los opositores, carezca del comercio con las
demás ciudades y sepa que será privada de la dignidad episcopal.
Todos los fautores de los herejes sean excluidos de todo oficio
público y no sean aceptados como abogados ni como testigos considerándoselos
como condenados a perpetua infamia.
Si hubiera algunos que, exentos de la jurisdicción diocesana
están sometidos únicamente a la potestad de la Sede Apostólica,
no obstante, quedan sometidos al juicio de los arzobispos y obispos respecto
a lo que más arriba ha sido establecido contra los herejes, y aquellos
sean obedecidos en este asunto como legados de la Sede Apostólica,
no obstante los privilegios de exención.
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(Samuel Miranda)