BEATA ANA MARÍA TAIGI
1837 d.C.
9 de junio
Tal vez no hubo en toda Roma,
durante el siglo diecinueve, una mujer más notable que Ana María
Taigi, la abnegada y trabajadora esposa de un criado y la madre ejemplar de
muchos hijos, quien fue honrada con la particular estimación de tres
sucesivos Pontífices y cuya pobre casa fue el centro de reunión
para muchos de los altos personajes de la Iglesia y el Estado que buscaban
su intercesión, su consejo y su opinión, en las cosas de Dios.
Ana María Antonia Gesualda nació el 29 de mayo
de 1769, en Siena, donde su padre era boticario. La familia perdió
sus bienes y, reducida a la pobreza, emigró a Roma, donde los padres
de Ana trabajaron en el servicio doméstico en casas particulares, mientras
que la joven se internaba en una institución que se encargaba de educar
a los niños sin recursos. A la edad de trece años, Ana comenzó
a ganarse el pan con su trabajo. Durante algún tiempo estuvo empleada
en una fábrica de tejidos de seda y después entró al
servicio ce una noble dama en su palacio.
Al convertirse en mujer, experimentó una fuerte inclinación
por los vestidos ostentosos y el deseo de ser admirada, lo que en ocasiones
la puso al borde del mal y, si no cayó en los abismos del pecado fue
por sus buenos principios. Además, en 1790, cuando tenía veintiún
años, se salvó de las tentaciones al casarse con Domenico Taigi,
un servidor del palacio Chigi. Aun entonces seguían atrayéndola
las cosas del mundo, pero poco a poco, la gracia se iba adueñando de
su corazón y sintió remordimientos de conciencia que la impulsaron
a hacer una confesión general.
Esposa y madre ejemplar Su primer intento de abrir el corazón
ante un sacerdote, chocó con una seca negativa; pero la segunda tentativa
tuvo éxito. Encontró la guía espiritual que necesitaba..
en un fraile servita, el padre Angelo, quien habría de ser su confesor
durante muchos años. El sacerdote se dio cuenta desde un principio
que estaba tratando con un alma elegida y ella, por su parte, siempre consideró
el momento en que conoció al padre Angelo como la hora de su conversión.
Desde aquel día renunció a todas las vanidades del mundo y se
contentó con vestir las ropas más sencillas. No volvió
a tomar parte en diversiones mundanas, a menos que su esposo se lo pidiera
especialmente. Su mayor consuelo y alegría los encontró en la
oración, y su generoso deseo de someterse a mortificaciones externas,
tuvo que ser moderarlo por su confesor quién lo adaptó a los
límites en que no afectara los deberes de su vida diaria como ama de
casa. Su marido era un buen hombre, pero de escasas luces y muy quisquilloso;
si bien apreciaba las evidentes cualidades de su esposa, nunca pudo comprender
los heroicos esfuerzos de Ana por adquirir la santidad ni sus dones especiales.
Ella siempre cumplía su deberes cotidianos del hogar con extraordinaria
entrega.
Con referencia a la época en que la beata comenzaba
ya a ser conocida y admirada, Domenico declaró: "Con frecuencia sucedía
que. al regresar a casa, la encontraba llena de gente desconocida. Pero en
cuanto Ana me veía, dejaba cualquiera, ya fuese una gran señora
o tal vez un prelado el que tuviese con ella, se levantaba y acudía
a atenderme con el afecto y la solicitud de siempre. Se podía ver que
lo hacía con todo el corazón; se habría arrodillado en
el suelo a quitarme los zapatos, si yo se lo hubiese permitido. En resumidas
cuentas, aquella mujer era una felicidad para mí y un consuelo para
todos... Con su maravilloso tacto, era capaz de mantener una paz celestial
en el hogar, a pesar de que éramos muchos, de muy distinto temperamento
y había toda clase de problemas, sobre todo cuando Camilo, mi hijo
mayor, se quedó a vivir con nosotros durante los primeros tiempos de
su matrimonio. Mi nuera era una mujer que se complacía en crear la
discordia y se empeñaba en desempeñar el papel de ama de casa
para molestar a Ana; pero aquella alma de Dios sabía cómo mantener
a cada cual en el puesto que le correspondía y lo hacía de
una manera tan sutil, tan suave, que no la puedo describir. A veces llegaba
yo a la casa cansado, de mal humor y hasta enojado, pero ella siempre se las
arreglaba para aplacarme y hacerme alegre la existencia."
La familia que Ana debía cuidar estaba formada por sus
siete hijos, dos de los cuales murieron cuando eran pequeños, su marido
y sus padres, que vivían con ella. Cada mañana, los reunía
a todos para orar; a los que podían. Los llevaba a oír misa
y por la noche volvían a reunirse todos para escuchar lecturas espirituales
y rezar las plegarias. Ana se preocupaba, sobre todo, de vigilar la conducta
de los niños.
También tenía tiempo la beata para trabajar en
sus costuras con las que, muchas veces, complementó el escaso salario
de su marido, y, otras, pudo socorrer a los más pobres que ella, porque
siempre fue extraordinariamente generosa y enseñó a sus hijos
a serlo.
Visiones y experiencias místicas Se diría que
un trabajo doméstico tan excesivo hubiese monopolizado las energías
de cualquier mujer; sin embargo, las obligaciones familiares no la privaban
de entregarse a experiencias místicas de gran altura. Para dar una
idea de lo que era aquello, recurrimos a las memorias sobre la beata, escritas
después de su muerte por el cardenal Pedicini, a quien conoció
por intermedio de su confesor y con quien compartió, durante treinta
años la dirección espiritual de aquella alma elegida. Muy posiblemente,
a través del cardenal se dieron a conocer las excelsas virtudes y dones
sobrenaturales de la beata. Desde el momento de su conversión, Dios
la gratificó con maravillosas intuiciones sobre sus designios respecto
a los peligros que amenazaban a la Iglesia, sobre acontecimientos futuros
y sobre los misterios de la fe. Estas cosas se le revelaron a Ana en un "sol
místico" que reverberaba ante sus ojos y en el que vio también
las iniquidades que los hombres cometían continuamente contra Dios.
En aquellas ocasiones sentía que era su deber dar satisfacciones al
Señor por aquellos agravios y ofrecerse como víctima.
Por eso sufría Ana verdaderamente agonías físicas
y mentales cuando se entregaba a la plegaria por la conversión de algún
pecador endurecido. Con frecuencia leía los pensamientos y adivinaba
los motivos entre las gentes que la visitaban y, en consecuencia, podía
ayudarlas de una manera que parecía sobrenatural. Entre las personalidades
que estuvieron relacionadas con ella, debe mencionarse a San Vicente Strambi,
a quien ella pronosticó la fecha exacta de su muerte.
En los primeros años después de su conversión,
Ana María tuvo abundantes consuelos espirituales y arrobamientos, pero
más tarde, especialmente durante los últimos años de
su vida, sufrió grandemente por los ataques de Satanás. Estas
pruebas, aunadas a los quebrantos de su salud y a las murmuraciones y calumnias,
le dieron ocasión para mostrar resignación y soportarlas alegremente.
El 9 de junio de 1837 murió, al cabo de nueve meses de agudos sufrimientos,
a la edad de sesenta años.
Fue beatificada en 1920 y su sepulcro se encuentra en Roma,
en la iglesia San Crisógono, de los padres Trinitarios, en cuya orden
la beata era terciaria. Su cuerpo yace en ataúd de cristal para que
su cuerpo incorrupto pueda contemplarse.