Arcanum Divinae Sapientiae
Encíclica de LEÓN XIII
Sobre matrimonio cristiano
Del 10 de febrero de 1880
Venerables Hermanos
INTRODUCCIÓN:
1. Restauración de todas las cosas en Cristo
El arcano designio de la
sabiduría divina que Jesucristo, Salvador de los hombres, había
de llevar a cabo en la tierra tuvo por finalidad restaurar El mismo divinamente
por sí y en sí al mundo, que parecía estar envejeciendo.
Lo que expresó en frase espléndida y profunda el apóstol
San Pablo, cuando escribía a los efesios: «El sacramento de su
voluntad..., restaurarlo todo en Cristo, lo que hay en el cielo y en la tierra»[i].
Y, realmente, cuando Cristo Nuestro Señor decidió cumplir el
mandato que recibiera del Padre, lo primero que hizo fue, despojándolas
de su vejez, dar a todas las cosas una forma y una fisonomía nuevas.
El mismo curó, en efecto, las heridas que había causado a la
naturaleza humana el pecado del primer padre; restituyó a todos los
hombres, por naturaleza hijos de ira, a la amistad con Dios; trajo a la luz
de la verdad a los fatigados por una larga vida de errores; renovó
en toda virtud a los que se hallaban plagados de toda impureza, y dio a los
recobrados para la herencia de la felicidad eterna la esperanza segura de
que su propio cuerpo, mortal y caduco, había de participar algún
día de la inmortalidad y de la gloria celestial. Y para que unos tan
singulares beneficios permanecieran sobre la tierra mientras hubiera hombres,
constituyó a la Iglesia en vicaria de su misión y le mandó,
mirando al futuro, que, si algo padeciera perturbación en la sociedad
humana, lo ordenara; que, si algo estuviere caído, que lo levantara.
2. Influencia de la religión en el orden temporal
Mas, aunque esta divina restauración de que hemos hablado
toca de una manera principal y directa a los hombres constituidos en el orden
sobrenatural de la gracia, sus preciosos y saludables frutos han trascendido,
de todos modos, al orden natural ampliamente; por lo cual han recibido perfeccionamiento
notable en todos los aspectos tanto los individuos en particular cuanto la
universal sociedad humana. Pues ocurrió, tan pronto como quedó
establecido el orden cristiano de las cosas, que los individuos humanos aprendieran
y se acostumbraran a confiar en la paternal providencia de Dios y a alimentar
una esperanza, que no defrauda, de los auxilios celestiales; con lo que se
consiguen la fortaleza, la moderación, la constancia, la tranquilidad
del espíritu en paz y, finalmente, otras muchas preclaras virtudes
e insignes hechos. Por lo que toca a la sociedad doméstica y civil,
es admirable cuánto haya ganado en dignidad, en firmeza y honestidad.
Se ha hecho más equitativa y respetable la autoridad de los príncipes,
más pronta y más fácil la obediencia de los pueblos,
más estrecha la unión entre los ciudadanos, más seguro
el derecho de propiedad. La religión cristiana ha favorecido y fomentado
en absoluto todas aquellas cosas que en la sociedad civil son consideradas
como útiles, y hasta tal punto que, como dice San Agustín, aun
cuando hubiera nacido exclusivamente para administrar y aumentar los bienes
y comodidades de la vida terrena, no parece que hubiera podido ella misma
aportar más en orden a una vida buena y feliz.
Pero no es nuestro propósito tratar ahora por completo
de cada una de estas cosas; vamos a hablar sobre la sociedad doméstica,
que tiene su princípio y fundamento en el matrimonio.
II. EL MATRIMONIO CRISTIANO
3. Origen y propiedades
Para todos consta, venerables hermanos, cuál es el verdadero
origen del matrimonio. Pues, a pesar de que los detractores de la fe cristiana
traten de desconocer la doctrina constante de la Iglesia acerca de este punto
y se esfuerzan ya desde tiempo por borrar la memoria de todos los siglos,
no han logrado, sin embargo, ni extinguir ni siquiera debilitar la fuerza
y la luz de la verdad. Recordamos cosas conocidas de todos y de que nadie
duda: después que en el sexto día de la creación formó
Dios al hombre del limo de la tierra e infundió en su rostro el aliento
de vida, quiso darle una compañera, sacada admirablemente del costado
de él mismo mientras dormía. Con lo cual quiso el providentísimo
Dios que aquella pareja de cónyuges fuera el natural principio de todos
los hombres, o sea, de donde se propagara el género humano y mediante
ininterrumpidas procreaciones se conservara por todos los tiempos. Y aquella
unión del hombre y de la mujer, para responder de la mejor manera
a los sapientísimos designios de Dios, manifestó desde ese
mismo momento dos principalísimas propiedades, nobilísimas sobre
todo y como impresas y grabadas ante sí: la unidad y la perpetuidad.
Y esto lo vemos declarado y abiertamente confirmado en el Evangelio por la
autoridad divina de Jesucristo, que atestiguó a los judíos y
a los apóstoles que el matrimonio, por su misma institución,
sólo puede verificarse entre dos, esto es, entre un hombre y una mujer;
que de estos dos viene a resultar como una sola carne, y que el vínculo
nupcial está tan íntima y tan fuertemente atado por la voluntad
de Dios, que por nadie de los hombres puede ser desatado o roto. Se unirá
(el hombre) a su esposa y serán dos en una carne. Y así no son
dos, sino una carne. Por consiguiente, lo que Dios unió, el hombre
no lo separe[ii].
4. Corrupción del matrimonio antiguo
Pero esta forma del matrimonio, tan excelente y superior, comenzó
poco a poco a corromperse y desaparecer entre los pueblos gentiles; incluso
entre los mismos hebreos pareció nublarse y oscurecerse. Entre éstos,
en efecto, había prevalecido la costumbre de que fuera lícito
al varón tener más de una mujer; y luego, cuando, por la dureza
de corazón de los mismos[iii], Moisés les permitió indulgentemente
la facultad de repudio, se abrió la puerta a los divorcios. Por lo
que toca a la sociedad pagana, apenas cabe creerse cuánto degeneró
y qué cambios experimentó el matrimonio, expuesto como se hallaba
al oleaje de los errores y de las más torpes pasiones de cada pueblo.
Todas las naciones parecieron olvidar, más o menos,
la noción y el verdadero origen del matrimonio, dándose por
doquiera leyes emanadas, desde luego, de la autoridad pública, pero
no las que la naturaleza dicta. Ritos solemnes, instituidos al capricho de
los legisladores, conferían a las mujeres el título honesto
de esposas o el torpe de concubinas; se llegó incluso a que determinara
la autoridad de los gobernantes a quiénes les estaba permitido contraer
matrimonio y a quiénes no, leyes que conculcaban gravemente la equidad
y el honor. La poligamia, la poliandria, el divorcio, fueron otras tantas
causas, además, de que se relajara enormemente el vínculo conyugal.
Gran desorden hubo también en lo que atañe a los mutuos derechos
y deberes de los cónyuges, ya que el marido adquiría el dominio
de la mujer y muchas veces la despedía sin motivo alguno justo; en
cambio, a él, entregado a una sensualidad desenfrenada e indomable,
le estaba permitido discurrir impunemente entre lupanares y esclavas, como
si la culpa dependiera de la dignidad y no de la voluntad[iv]. Imperando
la licencia marital, nada era más miserable que la esposa, relegada
a un grado de abyección tal, que se la consideraba como un mero instrumento
para satisfacción del vicio o para engendrar hijos. Impúdicamente
se compraba y vendía a las que iban a casarse, cual si se tratara de
cosas materiales[v], concediéndose a veces al padre y al marido incluso
la potestad de castigar a la esposa con el último suplicio. La familia
nacida de tales matrimonios necesariamente tenía que contarse entre
los bienes del Estado o se hallaba bajo el dominio del padre, a quien las
leyes facultaban, además, para proponer y concertar a su arbitrio los
matrimonios de sus hijos y hasta para ejercer sobre los mismos la monstruosa
potestad de vida y muerte.
5. Su ennoblecimiento por Cristo
Tan numerosos vicios, tan enormes ignominias como mancillaban
el matrimonio, tuvieron, finalmente, alivio y remedio, sin embargo, pues Jesucristo,
restaurador de la dignidad humana y perfeccionador de las leyes mosaicas,
dedicó al matrimonio un no pequeño ni el menor de sus cuidados.
Ennobleció, en efecto, con su presencia las bodas de Caná de
Galilea, inmortalizándolas con el primero de sus milagros[vi], motivo
por el que, ya desde aquel momento, el matrimonio parece haber sido perfeccionado
con principios de nueva santidad. Restituyó luego el matrimonio a
la nobleza de su primer origen, ya reprobando las costumbres de los hebreos,
que abusaban de la pluralidad de mujeres y de la facultad de repudio, ya
sobre todo mandando que nadie desatara lo que el mismo Dios había
atado con un vínculo de unión perpetua. Por todo ello, después
de refutar las objeciones fundadas en la ley mosaica, revistiéndose
de la dignidad de legislador supremo, estableció sobre el matrimonio
esto: "Os digo, pues, que todo el que abandona a su mujer, a no ser por causa
de fornicación, y toma otra, adultera; y el que toma a la abandonada,
comete adulterio"[vii].
6. Transmisión de su doctrina por los apóstoles
Cuanto por voluntad de Dios ha sido decretado y establecido
sobre los matrimonios, sin embargo, nos lo han transmitido por escrito y más
claramente los apóstoles, mensajeros de las leyes divinas. Y dentro
del magisterio apostólico, debe considerarse lo que los Santos Padres,
los concilios y la tradición de la Iglesia universal han enseñado
siempre[viii], esto es, que Cristo Nuestro Señor elevó el matrimonio
a la dignidad de sacramento, haciendo al mismo tiempo que los cónyuges,
protegidos y auxiliados por la gracia celestial conseguida por los méritos
de El, alcanzasen en el matrimonio mismo la santidad, y no sólo perfeccionando
en éste, admirablemente concebido a semejanza de la mística
unión de Cristo con la Iglesia, el amor que brota de la naturaleza[ix],
sino también robusteciendo la unión, ya de suyo irrompible,
entre marido y mujer con un más fuerte vínculo de caridad. "Maridos
—dice el apóstol San Pablo—, amad a vuestras mujeres igual que Cristo
amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para
santificarla... Los maridos deben amar a sus mujeres como a sus propios cuerpos..,
ya que nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la nutre y la
abriga, como Cristo también a la Iglesia; porque somos miembros de
su cuerpo, de su carne y de sus huesos. Por esto dejará el hombre
a su padre y a su madre y se unirá a su esposa y serán dos
en una carne. Sacramento grande es éste; pero os lo digo: en Cristo
y en la Iglesia"[x]. Por magisterio de los apóstoles sabemos igualmente
que Cristo mandó que la unidad y la perpetua estabilidad, propias del
matrimonio desde su mismo origen, fueran sagradas y por siempre inviolables.
"A los casados —dice el mismo San Pablo— les mando, no yo, sino el Señor,
que la mujer no se aparte de su marido; y si se apartare, que permanezca sin
casarse o que se reconcilie con su marido"[xi]. Y de nuevo: "La mujer está
ligada a su ley mientras viviere su marido; y si su marido muere, queda libre"[xii].
Es por estas causas que el matrimonio es "sacramento grande y entre todos
honorable"[xiii], piadoso, casto, venerable, por ser imagen y representación
de cosas altísimas.
7. La finalidad del matrimonio en el cristianismo
Y no se limita sólo a lo que acabamos de recordar su
excelencia y perfección cristiana. Pues, en primer lugar, se asignó
a la sociedad conyugal una finalidad más noble y más excelsa
que antes, porque se determinó que era misión suya no sólo
la propagación del género humano, sino también la de
engendrar la prole de la Iglesia, conciudadanos de los santos y domésticos
de Dios[xiv], esto es, la procreación y educación del pueblo
para el culto y religión del verdadero Dios y de Cristo nuestro Salvador[xv].
En segundo lugar, quedaron definidos íntegramente los deberes de ambos
cónyuges, establecidos perfectamente sus derechos. Es decir, que es
necesario que se hallen siempre dispuestos de tal modo que entiendan que mutuamente
se deben el más grande amor, una constante fidelidad y una solícita
y continua ayuda. El marido es el jefe de la familia y cabeza de la mujer,
la cual, sin embargo, puesto que es carne de su carne y hueso de sus huesos,
debe someterse y obedecer al marido, no a modo de esclava, sino de compañera;
esto es, que a la obediencia prestada no le falten ni la honestidad ni la
dignidad. Tanto en el que manda como en la que obedece, dado que ambos son
imagen, el uno de Cristo y el otro de la Iglesia, sea la caridad reguladora
constante del deber. Puesto que el marido es cabeza de la mujer, como Cristo
es cabeza de la Iglesia... Y así como la Iglesia está sometida
a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo[xvi].
Por lo que toca a los hijos, deben éstos someterse y obedecer a sus
padres y honrarlos por motivos de conciencia; y los padres, a su vez, es
necesario que consagren todos sus cuidados y pensamientos a la protección
de sus hijos, y principalísimamente a educarlos en la virtud: Padres...,
educad (a vuestros hijos) en la disciplina y en el respeto del Señor[xvii].
De lo que se infiere que los deberes de los cónyuges no son ni pocos
ni leves; mas para los esposos buenos, a causa de la virtud que se percibe
del sacramento, les serán no sólo tolerables, sino incluso
gratos.
8. La potestad de la Iglesia
Cristo, por consiguiente, habiendo renovado el matrimonio con
tal y tan grande excelencia, confió y encomendó toda la disciplina
del mismo a la Iglesia. La cual ejerció en todo tiempo y lugar su potestad
sobre los matrimonios de los cristianos, y la ejerció de tal manera
que dicha potestad apareciera como propia suya, y no obtenida por concesión
de los hombres, sino recibida de Dios por voluntad de su fundador. Es de
sobra conocido por todos, para que se haga necesario demostrarlo, cuántos
y qué vigilantes cuidados haya puesto para conservar la santidad del
matrimonio a fin de que éste se mantuviera incólume. Sabemos,
en efecto, con toda certeza, que los amores disolutos y libres fueron condenados
por sentencia del concilio de Jerusalén[xviii]; que un ciudadano incestuoso
de Corinto fue condenado por autoridad de San Pablo[xix]; que siempre fueron
rechazados y combatidos con igual vigor los intentos de muchos que atacaban
el matrimonio cristiano: los gnósticos, los maniqueos y los montanistas
en los orígenes del cristianismo; y, en nuestros tiempos, los mormones,
los sansimonianos, los falansterianos y los comunistas. Quedó igualmente
establecido un mismo y único derecho imparcial del matrimonio para
todos, suprimida la antigua diferencia entre esclavos y libres[xx]; igualados
los derechos del marido y de la mujer, pues, como decía San Jerónimo,
entre nosotros, lo que no es lícito a las mujeres, justamente tampoco
es lícito a los maridos, y una misma obligación es de igual
condición para los dos[xxi]; consolidados de una manera estable esos
mismos derechos por la correspondencia en el amor y por la reciprocidad de
los deberes; asegurada y reivindicada la dignidad de la mujer; prohibido
al marido castigar a la adúltera con la muerte[xxii] y violar libidinosa
o impúdicamente la fidelidad jurada. Y es grande también que
la Iglesia limitara, en cuanto fue conveniente, la potestad de los padres
de familia, a fin de que no restaran nada de la justa libertad a los hijos
o hijas que desearan casarse[xxiii]; prohibiera los matrimonios entre parientes
y afines de determinados grados[xxiv], con objeto de que el amor sobrenatural
de los cónyuges se extendiera por un más ancho campo; cuidara
de que se prohibieran en los matrimonios, hasta donde fuera posible, el error,
la violencia y el fraude[xxv], y ordenara que se protegieran la santa honestidad
del tálamo, la seguridad de las personas[xxvi], el decoro de los matrimonios[xxvii]
y la integridad de la religión[xxviii]. En fin, defendió con
tal vigor, con tan previsoras leyes esta divina institución, que ningún
observador imparcial de la realidad podrá menos que reconocer que,
también por lo que se refiere al matrimonio, el mejor custodio y defensor
del género humano es la Iglesia, cuya sabiduría ha triunfado
del tiempo, de las injurias de los hombres y de las vicisitudes innumerables
de las cosas.
III. ATAQUES DE QUE ES OBJETO
9. Negación de la potestad de la Iglesia
No faltan, sin embargo, quienes, ayudados por el enemigo del
género humano, igual que con incalificable ingratitud rechazan los
demás beneficios de la redención, desprecian también
o tratan de desconocer en absoluto la restauración y elevación
del matrimonio. Fue falta de no pocos entre los antiguos haber sido enemigos
en algo del matrimonio; pero es mucho más grave en nuestros tiempos
el pecado de aquellos que tratan de destruir totalmente su naturaleza, perfecta
y completa en todas sus partes. La causa de ello reside principalmente en
que, imbuidos en las opiniones de una filosofía falsa y por la corrupción
de las costumbres, muchos nada toleran menos que someterse y obedecer, trabajando
denodadamente, además, para que no sólo los individuos, sino
también las familias y hasta la sociedad humana entera desoiga soberbiamente
el mandato de Dios. Ahora bien: hallándose la fuente y el origen de
la sociedad humana en el matrimonio, les resulta insufrible que el mismo esté
bajo la jurisdicción de la Iglesia y tratan, por el contrario, de
despojarlo de toda santidad y de reducirlo al círculo verdaderamente
muy estrecho de las cosas de institución humana y que se rigen y administran
por el derecho civil de las naciones. De donde necesariamente había
de seguirse que atribuyeran todo derecho sobre el matrimonio a los poderes
estatales, negándoselo en absoluto a la Iglesia, la cual, si en un
tiempo ejerció tal potestad, esto se debió a indulgencia de
los príncipes o fue contra derecho. Y ya es tiempo, dicen, que los
gobernantes del Estado reivindiquen enérgicamente sus derechos y reglamenten
a su arbitrio cuanto se refiere al matrimonio. De aquí han nacido los
llamados matrimonios civiles, de aquí esas conocidas leyes sobre las
causas que impiden los matrimonios; de aquí esas sentencias judiciales
acerca de si los contratos conyugales fueron celebrados válidamente
o no. Finalmente, vemos que le ha sido arrebatada con tanta saña a
la Iglesia católica toda potestad de instituir y dictar leyes sobre
este asunto, que ya no se tiene en cuenta para nada ni su poder divino ni
sus previsoras leyes, con las cuales vivieron durante tanto tiempo unos pueblos,
a los cuales llegó la luz de la civilización juntamente con
la sabiduría cristiana.
10. Carácter religioso del matrimonio
Los naturalistas y todos aquellos que se glorían de
rendir culto sobre todo al numen popular y se esfuerzan en divulgar por todas
las naciones estas perversas doctrinas, no pueden verse libres de la acusación
de falsedad. En efecto, teniendo el matrimonio por su autor a Dios, por eso
mismo hay en él algo de sagrado y religioso, no adventicio, sino ingénito;
no recibido de los hombres, sino radicado en la naturaleza. Por ello, Inocencio
III[xxix] y Honorio III[xxx], predecesores nuestros, han podido afirmar, no
sin razón ni temerariamente, que el sacramento del matrimonio existe
entre fieles e infieles. Nos dan testimonio de ello tanto los monumentos de
la antigüedad cuanto las costumbres e instituciones de los pueblos que
anduvieron más cerca de la civilización y se distinguieron por
un conocimiento más perfecto del derecho y de la equidad: consta que
en las mentes de todos éstos se hallaba informado y anticipado que,
cuando se pensaba en el matrimonio, se pensaba en algo que implicaba religión
y santidad. Por esta razón, las bodas acostumbraron a celebrarse frecuentemente
entre ellos, no sin las ceremonias religiosas, mediante la autorización
de los pontífices y el ministerio de los sacerdotes. ¡Tan gran
poder tuvieron en estos ánimos carentes de la doctrina celestial la
naturaleza de las cosas, la memoria de los orígenes y la conciencia
del género humano! Por consiguiente, siendo el matrimonio por su virtud,
por su naturaleza, de suyo algo sagrado, lógico es que se rija y se
gobierne no por autoridad de príncipes, sino por la divina autoridad
de la Iglesia, la única que tiene el magisterio de las cosas sagradas.
Hay que considerar después la dignidad del sacramento, con cuya adición
los matrimonios cristianos quedan sumamente ennoblecidos. Ahora bien: estatuir
y mandar en materia de sacramentos, por voluntad de Cristo, sólo puede
y debe hacerlo la Iglesia, hasta el punto de que es totalmente absurdo querer
trasladar aun la más pequeña parte de este poder a los gobernantes
civiles. Finalmente, es grande el peso y la fuerza de la historia, que clarísimamente
nos enseña que la potestad legislativa y judicial de que venimos hablando
fue ejercida libre y constantemente por la Iglesia, aun en aquellos tiempos
en que torpe y neciamente se supone que los poderes públicos consentían
en ello o transigían. ¡Cuán increíble, cuán
absurdo que Cristo Nuestro Señor hubiera condenado la inveterada corruptela
de la poligamia y del repudio con una potestad delegada en El por el procurador
de la provincia o por el rey de los judíos! ¡O que el apóstol
San Pablo declarara ilícitos el divorcio y los matrimonios incestuosos
por cesión o tácito mandato de Tiberio, de Calígula o
de Nerón! Jamás se logrará persuadir a un hombre de sano
entendimiento que la Iglesia llegara a promulgar tantas leyes sobre la santidad
y firmeza del matrimonio[xxxi], sobre los matrimonios entre esclavos y libres[xxxii],
con una facultad otorgada por los emperadores romanos, enemigos máximos
del cristianismo, cuyo supremo anhelo no fue otro que el de aplastar con
la violencia y la muerte la naciente religión de Cristo; sobre todo
cuando el derecho emanado de la Iglesia se apartaba del derecho civil, hasta
el punto de que Ignacio Mártir[xxxiii], Justino[xxxiv], Atenágoras[xxxv]
y Tertuliano[xxxvi] condenaban públicamente como injustos y adulterinos
algunos matrimonios que, por el contrario, amparaban las leyes imperiales.
Y cuando la plenitud del poder vino a manos de los emperadores cristianos,
los Sumos Pontífices y los obispos reunidos en los concilios prosiguieron,
siempre con igual libertad y conciencia de su derecho, mandando y prohibiendo
en materia de matrimonios lo que estimaron útil y conveniente según
los tiempos, sin preocuparles discrepar de las instituciones civiles. Nadie
ignora cuántas instituciones, frecuentemente muy en desacuerdo con
las disposiciones imperiales, fueron dictadas por los prelados de la Iglesia
sobre los impedimentos de vínculo, de voto, de disparidad de culto,
de consanguinidad, de crimen, de honestidad pública en los concilios
Iliberitano[xxxvii], Arelatense[xxxviii], Calcedonense[xxxix], Milevitano
II[xl] y otros. Y ha estado tan lejos de que los príncipes reclamaran
para sí la potestad sobre el matrimonio cristiano, que antes bien
han reconocido y declarado que, cuanta es, corresponde a la Iglesia. En efecto,
Honorio, Teodosio el Joven y Justiniano[xli] no han dudado en manifestar
que, en todo lo referente a matrimonios, no les era lícito ser otra
cosa que custodios y defensores de los sagrados cánones. Y si dictaminaron
algo acerca de impedimentos matrimoniales, hicieron saber que no procedían
contra la voluntad, sino con el permiso y la autoridad de la Iglesia[xlii],
cuyo parecer acostumbraron a consultar y aceptar reverentemente en las controversias
sobre la honestidad de los nacimientos[xliii], sobre los divorcios[xliv]
y, finalmente, sobre todo lo relacionado de cualquier modo con el vínculo
conyugal[xlv]. Con el mejor derecho, por consiguiente, se definió
en el concilio Tridentino que es potestad de la Iglesia establecer los impedimentos
dirimentes del matrimonio[xlvi] y que las causas matrimoniales son de la
competencia de los jueces eclesiásticos[xlvii].
11. Intento de separar contrato y sacramento
Y no se le ocurra a nadie aducir aquélla decantada distinción
de los regalistas entre el contrato nupcial y el sacramento, inventada con
el propósito de adjudicar al poder y arbitrio de los príncipes
la jurisdicción sobre el contrato, reservando a la Iglesia la del sacramento.
Dicha distinción o, mejor dicho, partición no puede probarse,
siendo cosa demostrada que en el matrimonio cristiano el contrato es inseparable
del sacramento. Cristo Nuestro Señor, efectivamente, enriqueció
con la dignidad de sacramento el matrimonio, y el matrimonio es ese mismo
contrato, siempre que se haya celebrado legítimamente. Añádese
a esto que el matrimonio es sacramento porque es un signo sagrado y eficiente
de gracia y es imagen de la unión mística de Cristo con la
Iglesia. Ahora bien: la forma y figura de esta unión está expresada
por ese mismo vínculo de unión suma con que se ligan entre
sí el marido y la mujer, y que no es otra cosa sino el matrimonio
mismo. Así, pues, queda claro que todo matrimonio legítimo
entre cristianos es en sí y por sí sacramento y que nada es
más contrario a la verdad que considerar el sacramento como un cierto
ornato sobreañadido o como una propiedad extrínseca, que quepa
distinguir o separar del contrato, al arbitrio de los hombres. Ni por la
razón ni por la historia se prueba, por consiguiente, que la potestad
sobre los matrimonios de los cristianos haya pasado a los gobernantes civiles.
Y si en esto ha sido violado el derecho ajeno, nadie podrá decir,
indudablemente, que haya sido violado por la Iglesia .
12. Los principios del naturalismo
¡Ojalá que los oráculos de los naturalistas,
así como están llenos de falsedad y de injusticia, estuvieran
también vacíos de daños y calamidades! Pero es fácil
ver cuánto perjuicio ha causado la profanación del matrimonio
y lo que aún reportará a toda la sociedad humana. En un principio
fue divinamente establecida la ley de que las cosas hechura de Dios o de la
naturaleza nos resultaran tanto más útiles y saludables cuanto
se conservaran más íntegras e inmutables en su estado nativo,
puesto que Dios, creador de todas las cosas, supo muy bien qué convendría
a la estructura y conservación de las cosas singulares, y las ordenó
todas en su voluntad y en su mente de tal manera que cada cual llegara a
tener su más adecuada realización. Ahora bien: si la irreflexión
de los hombres o su maldad se empeñara en torcer o perturbar un orden
tan providentísimamente establecido, entonces las cosas más
sabia y provechosamente instituidas o comienzan a convertirse en un obstáculo
o dejan de ser provechosas, ya por haber perdido en el cambio su poder de
ayudar, ya porque Dios mismo quiera castigar la soberbia y el atrevimiento
de los mortales. Ahora bien: los que niegan que el matrimonio sea algo sagrado
y, despojándolo de toda santidad, lo arrojan al montón de las
cosas humanas, éstos pervierten los fundamentos de la naturaleza,
se oponen a los designios de la divina Providencia y destruyen, en lo posible,
lo instituido. Por ello, nada tiene de extrañar que de tales insensatos
e impíos principios resulte una tal cosecha de males, que nada pueda
ser peor para la salvación de las almas y el bienestar de la república.
13. Frutos del matrimonio cristiano
Si se considera a qué fin tiende la divina institución
del matrimonio, se verá con toda claridad que Dios quiso poner en él
las fuentes ubérrimas de la utilidad y de la salud públicas.
Y no cabe la menor duda de que, aparte de lo relativo a la propagación
del género humano, tiende también a hacer mejor y más
feliz la vida de los cónyuges; y esto por muchas razones, a saber:
por la ayuda mutua en el remedio de las necesidades, por el amor fiel y constante,
por la comunidad de todos los bienes y por la gracia celestial que brota del
sacramento. Es también un medio eficacísimo en orden al bienestar
familiar, ya que los matrimonios, siempre que sean conformes a la naturaleza
y estén de acuerdo con los consejos de Dios, podrán de seguro
robustecer la concordia entre los padres, asegurar la buena educación
de los hijos, moderar la patria potestad con el ejemplo del poder divino,
hacer obedientes a los hijos para con sus padres, a los sirvientes respecto
de sus señores. De unos matrimonios así, las naciones podrán
fundadamente esperar ciudadanos animados del mejor espíritu y que,
acostumbrados a reverenciar y amar a Dios, estimen como deber suyo obedecer
a los que justa y legítimamente mandan amar a todos y no hacer daño
a nadie.
14. La ausencia de religión en el matrimonio
Estos tan grandes y tan valiosos frutos produjo realmente el
matrimonio mientras conservó sus propiedades de santidad, unidad y
perpetuidad, de las que recibe toda su fructífera y saludable eficacia;
y no cabe la menor duda de que los hubiera producido semejantes e iguales
si siempre y en todas partes se hubiera hallado bajo la potestad y celo de
la Iglesia, que es la más fiel conservadora y defensora de tales propiedades.
Mas, al surgir por doquier el afán de sustituir por el humano los derechos
divino y natural, no sólo comenzó a desvanecerse la idea y
la noción elevadísima a que la naturaleza había impreso
y como grabado en el ánimo de los hombres, sino que incluso en los
mismos matrimonios entre cristianos, por perversión humana, se ha
debilitado mucho aquélla fuerza procreadora de tan grandes bienes.
¿Qué de bueno pueden reportar, en efecto, aquellos matrimonios
de los que se halla ausente la religión cristiana, que es madre de
todos los bienes, que nutre las más excelsas virtudes, que excita e
impele a cuanto puede honrar a un ánimo generoso y noble? Desterrada
y rechazada la religión, por consiguiente, sin otra defensa que la
bien poco eficaz honestidad natural, los matrimonios tienen que caer necesariamente
de nuevo en la esclavitud de la naturaleza viciada y de la peor tiranía
de las pasiones. De esta fuente han manado múltiples calamidades, que
han influido no sólo sobre las familias, sino incluso sobre las sociedades,
ya que, perdido el saludable temor de Dios y suprimido el cumplimiento de
los deberes, que jamás en parte alguna ha sido más estricto
que en la religión cristiana, con mucha frecuencia ocurre, cosa fácil
en efecto, que las cargas y obligaciones del matrimonio parezcan apenas soportables
y que muchos ansíen liberarse de un vínculo que, en su opinión,
es de derecho humano y voluntario, tan pronto como la incompatibilidad de
caracteres, o las discordias, o la violación de la fidelidad por cualquiera
de ellos, o el consentimiento mutuo u otras causas aconsejen la necesidad
de separarse. Y si entonces los códigos les impiden dar satisfacción
a su libertinaje, se revuelven contra las leyes, motejándolas de inicuas,
de inhumanas y de contrarias al derecho de ciudadanos libres, pidiendo, por
lo mismo, que se vea de desecharlas y derogarlas y de decretar otra más
humana en que sean lícitos los divorcios.
Los legisladores de nuestros tiempos, confesándose partidarios
y amantes de los mismos principios de derecho, no pueden verse libres, aun
queriéndolo con todas sus fuerzas, de la mencionada perversidad de
los hombres; hay, por tanto, que ceder a los tiempos y conceder la facultad
de divorcio. Lo mismo que la propia historia testifica. Dejando a un lado,
en efecto, otros hechos, al finalizar el pasado siglo, en la no tanto revolución
cuanto conflagración francesa, cuando, negado Dios, se profanaba todo
en la sociedad, entonces se accedió, al fin, a que las separaciones
conyugales fueran ratificadas por las leyes. Y muchos propugnan que esas mismas
leyes sean restablecidas en nuestros tiempos, pues quieren apartar en absoluto
a Dios y a la Iglesia de la sociedad conyugal, pensando neciamente que el
remedio más eficaz contra la creciente corrupción de las costumbres
debe buscarse en semejantes leyes.
15. Males del divorcio
Realmente, apenas cabe expresar el cúmulo de males que
el divorcio lleva consigo. Debido a él, las alianzas conyugales pierden
su estabilidad, se debilita la benevolencia mutua, se ofrecen peligrosos incentivos
a la infidelidad, se malogra la asistencia y la educación de los hijos,
se da pie a la disolución de la sociedad doméstica, se siembran
las semillas de la discordia en las familias, se empequeñece y se
deprime la dignidad de las mujeres, que corren el peligro de verse abandonadas
así que hayan satisfecho la sensualidad de los maridos. Y puesto que,
para perder a las familias y destruir el poderío de los reinos, nada
contribuye tanto como la corrupción de las costumbres, fácilmente
se verá cuán enemigo es de la prosperidad de las familias y
de las naciones el divorcio, que nace de la depravación moral de los
pueblos, y, conforme atestigua la experiencia, abre las puertas y lleva a
las más relajadas costumbres de la vida privada y pública. Y
se advertirá que son mucho más graves estos males si se considera
que, una vez concedida la facultad de divorciarse, no habrá freno suficientemente
poderoso para contenerla dentro de unos límites fijos o previamente
establecidos. Muy grande es la fuerza del ejemplo, pero es mayor la de las
pasiones: con estos incentivos tiene que suceder que el prurito de los divorcios,
cundiendo más de día en día, invada los ánimos
de muchos como una contagiosa enfermedad o como un torrente que se desborda
rotos los diques.
16. Su confirmación por los hechos
Todas estas cosas son ciertamente claras de suyo; pero con
el renovado recuerdo de los hechos se harán más claras todavía.
Tan pronto como la ley franqueó seguro camino al divorcio, aumentaron
enormemente las disensiones, los odios y las separaciones, siguiéndose
una tan espantosa relajación moral, que llegaron a arrepentirse hasta
los propios defensores de tales separaciones; los cuales, de no haber buscado
rápidamente el remedio en la ley contraria, era de temer que se precipitara
en la ruina la propia sociedad civil. Se dice que los antiguos romanos se
horrorizaron ante los primeros casos de divorcio; tardó poco, sin embargo,
en comenzar a embotarse en los espíritus el sentido de la honestidad,
a languidecer el pudor que modera la sensualidad, a quebrantarse la fidelidad
conyugal en medio de tamaña licencia, hasta el punto de que parece
muy verosímil lo que se lee en algunos autores: que las mujeres introdujeron
la costumbre de contarse los años no por los cambios de cónsules,
sino de maridos. Los protestantes, de igual modo, dictaron al principio leyes
autorizando el divorcio en determinadas causas, pocas desde luego; pero ésas,
por afinidad entre cosas semejantes, es sabido que se multiplicaron tanto
entre alemanes, americanos y otros, que los hombres sensatos pensaran en
que había de lamentarse grandemente la inmensa depravación
moral y la intolerable torpeza de las leyes. Y no ocurrió de otra
manera en las naciones católicas, en las que, si alguna vez se dio
lugar al divorcio, la muchedumbre de los males que se siguió dejó
pequeños los cálculos de los gobernantes. Pues fue crimen de
muchos inventar todo género de malicias y de engaños y recurrir
a la crueldad, a las injurias y al adulterio al objeto de alegar motivos
con que disolver impunemente el vínculo conyugal, de que ya se habían
hastiado, y esto con tan grave daño de la honestidad pública,
que públicamente se llegara a estimar de urgente necesidad entregarse
cuanto antes a la enmienda de tales leyes. ¿Y quién podrá
dudar de que los resultados de las leyes protectoras del divorcio habrían
de ser igualmente lamentables y calamitosas si llegaran a establecerse en
nuestros días? No se halla ciertamente en los proyectos ni en los
decretos de los hombres una potestad tan grande como para llegar a cambiar
la índole ni la estructura natural de las cosas; por ello interpretan
muy desatinadamente el bienestar público quienes creen que puede trastocarse
impunemente la verdadera estructura del matrimonio y, prescindiendo de toda
santidad, tanto de la religión cuanto del sacramento, parecen querer
rehacer y reformar el matrimonio con mayor torpeza todavía que fue
costumbre en las mismas instituciones paganas. Por ello, si no cambian estas
maneras de pensar, tanto las familias cuanto la sociedad humana vivirán
en constante temor de verse arrastradas lamentablemente a ese peligro y ruina
universal, que desde hace ya tiempo vienen proponiendo las criminales hordas
de socialistas y comunistas. En esto puede verse cuán equivocado y
absurdo sea esperar el bienestar público del divorcio, que, todo lo
contrario, arrastra a la sociedad a una ruina segura.
17. Conducta de la Iglesia frente al divorcio
Hay que reconocer, por consiguiente, que la Iglesia católica,
atenta siempre a defender la santidad y la perpetuidad de los matrimonios,
ha servido de la mejor manera al bien común de todos los pueblos, y
que se le debe no pequeña gratitud por sus públicas protestas,
en el curso de los últimos cien años, contra las leyes civiles
que pecaban gravemente en esta materia[xlviii]; por su anatema dictado contra
la detestable herejía de los protestantes acerca de los divorcios y
repudios[xlix]; por haber condenado de muchas maneras la separación
conyugal en uso entre los griegos[l]; por haber declarado nulos los matrimonios
contraídos con la condición de disolverlos en un tiempo dado[li];
finalmente, por haberse opuesto ya desde los primeros tiempos a las leyes
imperiales que amparaban perniciosamente los divorcios y repudios[lii]. Además,
cuantas veces los Sumos Pontífices resistieron a poderosos príncipes,
los cuales pedían incluso con amenazas que la Iglesia ratificara los
divorcios por ellos efectuados, otras tantas deben ser considerados como defensores
no sólo de la integridad de la religión, sino también
de la civilización de los pueblos. A este propósito, la posteridad
toda verá con admiración los documentos reveladores de un espíritu
invicto, dictados: por Nicolás II contra Lotario; por Urbano II y Pascual
II contra Felipe I, rey de Francia; por Celestino III e Inocencio III contra
Felipe II, príncipe de Francia; por Clemente VII y Paulo III contra
Enrique VIII, y, finalmente, por el santo y valeroso pontífice Pío
VII contra Napoleón, engreído por su prosperidad y por la magnitud
de su Imperio.
IV. LOS REMEDIOS
18. El poder civil
Siendo las cosas así, los gobernantes y estadistas,
de haber querido seguir los dictados de la razón, de la sabiduría
y de la misma utilidad de los pueblos, debieron preferir que las sagradas
leyes sobre el matrimonio permanecieran intactas y prestar a la Iglesia la
oportuna ayuda para tutela de las costumbres y prosperidad de las familias,
antes que constituirse en sus enemigos y acusarla falsa e inicuamente de haber
violado el derecho civil.
Y esto con tanta mayor razón cuanto que la Iglesia, igual que no
puede apartarse en cosa alguna del cumplimiento de su deber y de la defensa
de su derecho, así suele ser, sobre todo, propensa a la benignidad
y a la indulgencia en todo lo que sea compatible con la integridad de sus
derechos y con la santidad de sus deberes. Por ello jamás dictaminó
nada sobre matrimonios sin tener en cuenta el estado de la comunidad y las
condiciones de los pueblos, mitigando en más de una ocasión,
en cuanto le fue posible, lo establecido en sus leyes, cuando hubo causas
justas y graves para tal mitigación. Tampoco ignora ni niega que el
sacramento del matrimonio, encaminado también a la conservación
y al incremento de la sociedad humana, tiene parentesco y vinculación
con cosas humanas, consecuencias indudables del matrimonio, pero que caen
del lado de lo civil y respecto de las cuales con justa competencia legislan
y entienden los gobernantes del Estado.
19. El poder eclesiástico
Nadie duda que el fundador de la Iglesia, nuestro Señor
Jesucristo, quiso que la potestad sagrada fuera distinta de la civil, y libres
y expeditas cada una de ellas en el desempeño de sus respectivas funciones;
pero con este aditamento: que a las dos conviene y a todos los hombres interesa
que entre las dos reinen la unión y la concordia, y que en aquellas
cosas que, aun cuando bajo aspectos diversos, son de derecho y juicio común,
una, la que tiene a su cargo las cosas humanas, dependa oportuna y convenientemente
de la otra, a que se han confiado las cosas celestiales. En una composición
y casi armonía de esta índole se contiene no sólo la
mejor relación entre las potestades, sino también el modo más
conveniente y eficaz de ayuda al género humano, tanto en lo que se
refiere a los asuntos de esta vida cuanto en lo tocante a la esperanza de
la salvación eterna. En efecto, así como la inteligencia de
los hombres, según hemos expuesto en anteriores encíclicas,
si está de acuerdo con la fe cristiana, gana mucho en nobleza y en
vigor para desechar los errores, y, a su vez, la fe recibe de ella no pequeña
ayuda, de igual manera, si la potestad civil se comporta amigablemente con
la Iglesia, las dos habrán de salir grandemente gananciosas. La dignidad
de la una se enaltece, y yendo por delante la religión, jamás
será injusto su mandato; la otra obtendrá medios de tutela y
de defensa para el bien común de los fieles.
Nos, por consiguiente, movidos por esta consideración
de las cosas, con el mismo afecto que otras veces lo hemos hecho, invitamos
de nuevo con toda insistencia en la presente a los gobernantes a estrechar
la concordia y la amistad, y somos Nos el primero en tender, con paternal
benevolencia, nuestra diestra con el ofrecimiento del auxilio de nuestra suprema
potestad, tanto más necesario en estos tiempos cuanto que el derecho
de mandar, cual si hubiera recibido una herida, se halla debilitado en la
opinión de los hombres. Ardiendo ya los ánimos en el más
osado libertinaje y vilipendiando con criminal audacia todo yugo de autoridad,
por legítima que sea; la salud pública postula que las fuerzas
de las dos potestades se unan para impedir los daños que amenazan
no sólo a la Iglesia, sino también a la sociedad civil.
20. Exhortación a los obispos
Mas, al mismo tiempo que aconsejamos insistentemente la amigable
unión de las voluntades y suplicamos a Dios, príncipe de la
paz, que infunda en los ánimos de todos los hombres el amor de la concordia,
no podemos menos de incitar, venerables hermanos, exhortándoos una
y otra vez, vuestro ingenio, vuestro celo y vigilancia, que sabemos que es
máxima en vosotros. En cuanto esté a vuestro alcance, con todo
lo que pueda vuestra autoridad, trabajad para que entre las gentes confiadas
a vuestra vigilancia se mantenga íntegra e incorruptible la doctrina
que enseñaron Cristo Nuestro Señor y los apóstoles, intérpretes
de la voluntad divina, y que la Iglesia católica observó religiosamente
ella misma y mandó que en todos los tiempos observaran los fieles
cristianos.
Tomaos el mayor cuidado de que los pueblos abunden en los preceptos
de la sabiduría cristiana y no olviden jamás que el matrimonio
no fue instituido por voluntad de los hombres, sino en el principio por autoridad
y disposición de Dios, y precisamente bajo esta ley, de que sea de
uno con una; y que Cristo, autor de la Nueva Alianza, lo elevó de menester
de naturaleza a sacramento y que, por lo que atañe al vínculo,
atribuyó la potestad legislativa y judicial a su Iglesia. Acerca de
esto habrá que tener mucho cuidado de que las mentes no se vean arrastradas
por las falaces conclusiones de los adversarios, según los cuales esta
potestad le ha sido quitada a la Iglesia. Todos deben igualmente saber que,
si se llevara a cabo entre fieles una unión de hombre con mujer fuera
del sacramento, tal unión carece de toda fuerza y razón de
legítimo matrimonio; y que, aun cuando se hubiera verificado convenientemente
conforme a las leyes del país, esto no pasaría de ser una práctica
o costumbre introducida por el derecho civil, y este derecho sólo puede
ordenar y administrar aquellas cosas que los matrimonios producen de sí
en el orden civil, las cuales claro está que no podrán producirse
sin que exista su verdadera y legítima causa, es decir, el vínculo
nupcial.
Importa sobre todo que estas cosas sean conocidas de los esposos,
a los cuales incluso habrá que demostrárselas e inculcárselas
en los ánimos, a fin de que puedan cumplir con las leyes, a lo que
de ningún modo se opone la Iglesia, antes bien quiere y desea que los
efectos del matrimonio se logren en todas sus partes y que de ningún
modo se perjudique a los hijos. También es necesario que se sepa, en
medio de tan enorme confusión de opiniones como se propagan de día
en día, que no hay potestad capaz de disolver el vínculo de
un matrimonio rato y consumado entre cristianos y que, por lo mismo, son reos
de evidente crimen los cónyuges que, antes de haber sido roto el primero
por la muerte, se ligan con un nuevo vínculo matrimonial, por más
razones que aleguen en su descargo. Porque, si las cosas llegaran a tal extremo
que ya la convivencia es imposible, entonces la Iglesia deja al uno vivir
separado de la otra y, aplicando los cuidados y remedios acomodados a las
condiciones de los cónyuges, trata de suavizar los inconvenientes de
la separación, trabajando siempre por restablecer la concordia, sin
desesperar nunca de lograrlo. Son éstos, sin embargo, casos extremos,
los cuales sería fácil soslayar si los prometidos, en vez de
dejarse arrastrar por la pasión, pensaran antes seriamente tanto en
las obligaciones de los cónyuges cuanto en las nobilísimas causas
del matrimonio, acercándose a él con las debidas intenciones,
sin anticiparse a las nupcias, irritando a Dios, con una serie ininterrumpida
de pecados. Y, para decirlo todo en pocas palabras, los matrimonios disfrutarán
de una plácida y quieta estabilidad si los cónyuges informan
su espíritu y su vida con la virtud de la religión, que da al
hombre un ánimo fuerte e invencible y hace que los vicios dado que
existieran en ellos, que la diferencia de costumbres y de carácter,
que la carga de los cuidados maternales, que la penosa solicitud de la educación
de los hijos, que los trabajos propios de la vida y que los contratiempos
se soporten no sólo con moderación, sino incluso con agrado.
21. Matrimonios con acatólicos
Deberá evitarse también que se contraigan fácilmente
matrimonios con acatólicos, pues cuando no existe acuerdo en materia
religiosa, apenas si cabe esperar que lo haya en lo demás. Más
aún: dichos matrimonios deben evitarse a toda costa, porque dan ocasión
a un trato y comunicación vedados sobre cosas sagradas, porque crean
un peligro para la religión del cónyuge católico, porque
impiden la buena educación de los hijos y porque muchas veces impulsan
a considerar a todas las religiones a un mismo nivel, sin discriminación
de lo verdadero y de lo falso. Entendiendo, por último, que nadie puede
ser ajeno a nuestra caridad, encomendamos a la autoridad de la fe y a vuestra
piedad, venerables hermanos, a aquellos miserables que, arrebatados por la
llama de las pasiones y olvidados por completo de su salvación, viven
ilegalmente, unidos sin legítimo vínculo de matrimonio. Empeñad
todo vuestro diligente celo en atraer a éstos al cumplimiento del
deber, y, directamente vosotros o por mediación de personas buenas,
procurad por todos los medios que se den cuenta de que han obrado pecaminosamente,
hagan penitencia de su maldad y contraigan matrimonio según el rito
católico.
V. CONCLUSIÓN
Estas enseñanzas y preceptos acerca del matrimonio cristiano,
que por medio de esta carta hemos estimado oportuno tratar con vosotros, venerables
hermanos, podéis ver fácilmente que interesan no menos para
la conservación de la comunidad civil que para la salvación
eterna de los hombres. Haga Dios, pues, que cuanto mayor es su importancia
y gravedad, tanto más dóciles y dispuestos a obedecer encuentren
por todas partes los ánimos. Imploremos para esto igualmente todos,
con fervorosas oraciones, el auxilio de la Santísima Inmaculada Virgen
María, la cual, inclinando las mentes a someterse a la fe, se muestre
madre y protectora de los hombres. Y con no menor fervor supliquemos a los
Príncipes de los Apóstoles, San Pedro y San Pablo, vencedores
de la superstición y sembradores de la verdad, que defiendan al género
humano con su poderoso patrocinio del aluvión desbordado de los errores.
Entretanto, como prenda de los dones celestiales y testimonio
de nuestra singular benevolencia, os impartimos de corazón a todos
vosotros, venerables hermanos, y a los pueblos confiados a vuestra vigilancia,
la bendición apostólica.
Dada en Roma, junto a San Pedro, a 10 de febrero de 1880, año segundo
de nuestro pontificado. León XIII.
--------------------------------------------------------------------------------
[i] Ef 1,9-10.
[ii] Mt 19,5-6.
[iii] Ibíd., 8.
[iv] San Jerónimo,Opera t.l co1.455.
[v] Arnobio, Contra los gentiles 4.
[vi] Jn c.2.
[vii] Mt 19,9.
[viii] Concilio Tridentino Ses.24
[ix] Ibíd., c.l De reform. matr.
[x] Ef 5,25ss.
[xi] 1 Cor 7,10-11.
[xii] Ef 5,39.
[xiii] Heb 13,4
[xiv] Ef 2,19.
[xv] Catecismo Romano c.8.
[xvi] Ef 5,23-24.
[xvii] Ef 6,4.
[xviii] Hech 15,29.
[xix] 1 Cor 5,5.
[xx] C.1 De coniug. serv.
[xxi] Opera t.l co1.455.
[xxii] Canon Interfectores y canon Admonere cuest.2.
[xxiii] C.30 cuest.3 c.3 De cognat. spirit
[xxiv] C.8 De consang. et affin; c.l De cognat. legali.
[xxv] C.26 De sponsal.; c.13,15-29 De sponsal. et matrim. et alibi.
[xxvi] C.1 De convers. infid.; c.5 y 6 De eo que duxit in matr.
[xxvii] C.3.5.8 De sponsal. et matrim.; Concilio Tridentino, ses.24 c.3
De reform. matrim.
[xxviii] C.7 De divort.
[xxix] C.8 De divort.
[xxx] C.11 De transact.
[xxxi] Can. apost. 16.17.18.
[xxxii] Philosophum. Oxon (1851).
[xxxiii] Carta a Policarpo c.5.
[xxxiv] Apolog. mai n.15.
[xxxv] Legat. pro Christian. n.32-33.
[xxxvi] De coron. milit. c.13.
[xxxvii] De Aguirre, Conc. Hispan. t.l can.13.15.16.17.
[xxxviii] Harduin, Act. Concil. t.l can.l l.
[xxxix] Ibíd., can.l6.
[xl] Ibíd., can.l7.
[xli] Novel. 137.
[xlii] Feier, Matrim. ex institut. Christ. (Pest 1835).
[xliii] C.3 De ordin. cognit.
[xliv] C.3 De divort.
[xlv] C.13 Qui filii sint legit.
[xlvi] Concilio Tridentino, ses.24 can.4.
[xlvii] Ibíd., can.l2.
[xlviii] Pío VI, epístola al obispo lucionense, de 28 de mayo
de 1793; Pío VII, encíclica de 17 de febrero de 1809 y constitución
de fecha 19 de julio de 1817; Pío VIII, encíclica de 29 de mayo
de 1829; Gregorio XVI, constitución del 15 de agosto de 1832; Pío
IX, alocución de 22 de septiembre de 1852.
[xlix] Concilio Tridentino, ses.24 can.5 y 7.
[l] Concilio Florentino e instrucción de Eugenio IV a los armenios;
Benedicto XIV, constitución Etsi pastoralis, de 6 de mayo de 1742.
[li] C.7 De condit. apost.
[lii] San Jerónimo, Epist. 79, ad Ocean; San Ambrosio, 1.8 sobre
el c.16 de San Lucas, n.5; San Agustín, De nuptiis c.10.