BEATA BONIFACIA RODRIGUEZ CASTRO
1905 d.C.
8 de agosto
Bonifacia Rodríguez
Castro es una sencilla trabajadora que, en medio de lo cotidiano, se abre
al don de Dios, dejándolo crecer en su corazón con actitudes
auténticamente evangélicas. Fiel a la llamada de Dios, se abandona
en sus brazos de Padre, dejándole imprimir en ella los rasgos de Jesús,
el trabajador de Nazaret, que vive oculto en compañía de sus
padres la mayor parte de su vida.
Nace en Salamanca (España) el 6 de junio de 1837 en
el seno de una familia artesana. Sus padres, Juan y María Natalia,
eran profundamente cristianos, siendo su principal preocupación la
educación en la fe de sus seis hijos, de los cuales Bonifacia era
la mayor. Su primera escuela es el hogar de sus padres, donde Juan, sastre,
tenía instalado su taller de costura, por lo que Bonifacia lo primero
que ve al nacer es un taller.
Terminados los estudios primarios, aprende el oficio de cordonera,
con el que comienza a ganarse la vida por cuenta ajena a los quince años,
a la muerte de su padre, para ayudar a su madre a sacar adelante la familia.
La necesidad de trabajar para vivir configura desde muy pronto su recia personalidad,
experimentando en carne propia las duras condiciones de la mujer trabajadora
de la época: horario agotador y exiguo jornal.
Pasadas las primeras estrecheces económicas, monta su
propio taller de “cordonería, pasamanería y demás labores”,
en el que trabaja con el mayor recogimiento posible e imita la vida oculta
de la Familia de Nazaret. Tenía gran devoción a María
Inmaculada y a san José, devociones de suma actualidad después
de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción en
1854 y de la declaración de san José como patrono de la Iglesia
universal en 1870.
A partir de 1865, fecha del matrimonio de Agustina, única
de sus hermanos que alcanza la edad adulta, Bonifacia y su madre, que se
habían quedado solas, se entregan a una vida de intensa piedad, acudiendo
todos los días a la cercana Clerecía, iglesia regentada por
la Compañía de Jesús.
Un grupo de chicas de Salamanca, amigas suyas, atraídas
por su testimonio de vida, comienzan a acudir a su casa-taller los domingos
y festivos por la tarde para verse libres de las peligrosas diversiones de
la época. Buscaban en Bonifacia una amiga que las ayudara. Juntas deciden
formar la Asociación de la Inmaculada y san José, llamada después
Asociación Josefina. Adquiere así el taller de Bonifacia una
clara proyección apostólica y social de prevención de
la mujer trabajadora.
Bonifacia se siente llamada a la vida religiosa. Su gran devoción
a María hace que su corazón vaya acariciando el proyecto de
hacerse dominica en el convento salmantino de Santa María de Dueñas.
Pero un acontecimiento de trascendental importancia va a cambiar
el rumbo de su vida: el encuentro con el jesuita catalán Francisco
Javier Butinyà i Hospital, natural de Bañolas-Girona (1834-1899),
que llega a Salamanca en octubre de 1870 con una gran inquietud apostólica
hacia el mundo de los trabajadores manuales. Para ellos estaba escribiendo
“La luz del menestral, o sea, colección de vidas de fieles esclarecidos
que se santificaron en profesiones humildes”. Atraída por su mensaje
evangelizador en torno a la santificación del trabajo, Bonifacia se
pone bajo su dirección espiritual. A través de ella Butinyà
entra en contacto con las chicas que frecuentaban su taller, la mayor parte
también trabajadoras manuales. Y el Espíritu Santo le sugiere
la fundación de una nueva congregación femenina, orientada a
la prevención de la mujer trabajadora, valiéndose de aquellas
mujeres trabajadoras.
Bonifacia le confía su decisión de hacerse dominica,
pero Butinyà le propone fundar con él la Congregación
de Siervas de san José, a lo que Bonifacia accede con docilidad. Juntamente
con otras seis chicas de la Asociación Josefina, entre ellas su madre,
da inicio en Salamanca, en su proprio taller, a la vida de comunidad el 10
de enero de 1874, momento muy conflictivo en la vida política del país.
Tres días antes, el 7 de enero, el Obispo de Salamanca,
D. Joaquin Lluch i Garriga, había firmado el Decreto de Erección
del Instituto. Catalán como Butinyà, natural de Manresa-Barcelona
(1816‑1882), desde el primer momento había secundado con el mayor entusiasmo
la nueva fundación.
Se trataba de un novedoso proyecto de vida religiosa femenina,
inserta en el mundo del trabajo a la luz de la contemplación de la
Sagrada Familia, recreando en las casas de la Congregación el Taller
de Nazaret. En este taller las Siervas de san José ofrecían
trabajo a las mujeres pobres que carecían de él, evitando así
los peligros que en aquella época suponía para ellas salir a
trabajar fuera de casa.
Era una forma de vida religiosa demasiado arriesgada para no
tener oposición. En seguida es combatida por el clero diocesano de
Salamanca, que no capta la hondura evangélica de esta forma de vida
tan cercana al mundo del trabajo.
A los tres meses de la fundación Francisco Butinyà
es desterrado de España con sus compañeros jesuitas y en enero
de 1875 el obispo Lluch i Garriga es trasladado como obispo a Barcelona. Bonifacia
se ve sola al frente del Instituto a tan sólo un año de su
nacimiento.
Los nuevos directores de la comunidad, nombrados por el obispo
entre los sacerdotes seculares, siembran imprudentemente la desunión
entres las hermanas, algunas de las cuales, apoyadas por ellos, comienzan
a oponerse al taller como forma de vida y a la acogida de la mujer trabajadora
en él. Bonifacia Rodríguez, fundadora, que encarnaba con perfección
el proyecto que había dado origen a las Siervas de san José,
no consiente cambios en el carisma definido por el P. Butinyà en las
Constituciones.
Pero el director de la Congregación, aprovechando un
viaje de Bonifacia a Girona en 1882, efectuado para establecer la unión
con otras casas de Siervas de san José que Francisco Butinyà
había fundado en Cataluña a su vuelta del destierro, promueve
su destitución como superiora y orientadora del Instituto.
Humillaciones, rechazo, desprecios y calumnias recaen sobre
ella para hacerla salir de Salamanca. La única respuesta de Bonifacia
es el silencio, la humildad y el perdón. Sin una palabra de reivindicación
o protesta, deja que se impriman en ella los rasgos de Jesús, silencioso
ante quienes lo acusaban (Mt 26, 59-63).
Como solución al conflicto, Bonifacia propone al obispo
de Salamanca, D. Narciso Martínez Izquierdo, la fundación de
una nueva comunidad en Zamora. Aceptada jurídicamente por él
y por el obispo de Zamora, D. Tomás Belestá y Cambeses, Bonifacia
sale acompañada de su madre camino de esta ciudad el 25 de julio de
1883, llevando en su corazón el Taller de Nazaret, su tesoro. Y en
Zamora le da vida con toda fidelidad, mientras en Salamanca comienzan las
rectificaciones a un proyecto incomprendido.
Bonifacia, cordonera, en su taller de Zamora, codo a codo con
otras mujeres trabajadoras, niñas, jóvenes y adultas,
— teje la dignidad de la mujer pobre sin trabajo, “preservándola
del peligro de perderse” (Decreto de Erección del Instituto. 7 de
enero de 1874),
— teje la santificación del trabajo hermanándolo con la oración
al estilo de Nazaret: “así la oración no os será estorbo
para el trabajo ni el trabajo os quitará el recogimiento de la oración”
(Francisco Butinyà, carta desde Poyanne, 4 de junio de 1874),
— teje relaciones humanas de igualdad, fraternidad y respeto en el trabajo:
“debemos ser todas para todas, siguiendo a Jesús” (Bonifacia Rodríguez,
primer discurso, Salamanca, 1876).
La casa madre de Salamanca se desentiende totalmente de Bonifacia
y de la fundación de Zamora, dejándola sola y marginada, y,
bajo la guía de los superiores eclesiásticos, lleva a cabo modificaciones
en las Constituciones de Butinyà para cambiar los fines del Instituto.
El 1 de julio de 1901 León XIII concede la aprobación
pontificia a las Siervas de San José, solicitada por la casa madre,
quedando excluida la casa de Zamora. Es el momento cumbre de la humillación
y despojo de Bonifacia, lo es también de su grandeza de corazón.
No recibiendo contestación del obispo de Salamanca, D. Tomás
Cámara y Castro, llevada por su fuerza de comunión, se pone
en camino hacia Salamanca para hablar personalmente con aquellas hermanas.
Pero al llegar a la Casa de santa Teresa le dicen: “tenemos órdenes
de no recibirla”, y se vuelve a Zamora con el corazón partido de dolor.
Sólo se desahoga mansamente con estas palabras: “No volveré
a la tierra que me vio nacer ni a esta querida Casa de santa Teresa”. Y de
nuevo el silencio sella sus labios, de modo que la comunidad de Zamora sólo
después de su muerte se entera de lo ocurrido.
Ni siquiera este nuevo rechazo la separa de sus hijas de Salamanca
y, llena de confianza en Dios, comienza a decir a las hermanas de Zamora:
“cuando yo muera”, segura de que la unión se realizaría cuando
ella faltase. Con esta esperanza, rodeada del cariño de su comunidad
y de la gente de Zamora que la veneraban como a una santa, fallece en esta
ciudad el 8 de agosto de 1905.
El 23 de enero de 1907 la casa de Zamora se incorpora al resto
de la Congregación.
Cuando su vida se apaga, escondida y fecunda como grano de
trigo echado en el surco, Bonifacia Rodríguez deja como herencia a
toda la Iglesia:
— el testimonio de su fiel seguimiento de Jesús en el misterio de
su vida oculta en Nazaret,
— una vida trasparentemente evangélica,
— y un camino de espiritualidad, centrado en la santificación del
trabajo hermanado con la oración en la sencillez de la vida cotidiana.