Entre los pasionistas escoge el nombre de Grimoaldo (y
con éste parará a la historia); pero en el bautismo, recibido
el día después del nacimiento, lo llamaron Fernando. El papá
Pedro Pablo Santamaría y la mamá Cecilia Ruscio, los dos cristianos
fervientes, trabajan haciendo sogas en Pontecorvo (Frosinone).
A ellos llega cáñamo tosco que con manos expertas
transforman en sogas de varias dimensiones para revenderlas después
en mercados de los pueblos vecinos. En Pontecorvo Fernando, primogénito
de 5 hijos, nace el 4 de mayo de 1883.
En 1890 inicia la escuela primaria, recibe la primera comunión
a los 8 años. Es tan bueno, piensa el párroco, ¿por
qué hacerlo esperar como a sus compañeros que solo se admiten
sobre los 10/12 años? La Iglesia es su lugar preferido, frecuentado
con asiduidad. Sirve al altar como monaguillo con diligencia y concentración.
Si no puede ir, porque debe trabajar, no logra contener el llanto.
Pero cuando está en la Iglesia no es posible que se distraiga.
De rodillas delante de la estatua de la Inmaculada parece también
él una pequeña estatua: inmóvil con las manos juntas
pase lo que pase. El viejo sacristán tiene lágrimas en los
ojos y le encanta mirarlo.
Al párroco se le ensancha el corazón cuando piensa
en el futuro de aquel joven. Es verdad que el papá Pedro Pablo lo
quiere como hacedor de sogas, pero el párroco don Vicente Romano intuye
que no podrá ser así: Fernando que está siempre en la
Iglesia como si fuese atraído por un imán, que tiene una gran
pasión por ayudar en la misa, que está siempre presente en
el coro parroquial para cantar con su bella voz, no será nunca un
hacedor de sogas; aquel niño tiene otra vocación.
Y don Vicente ve bien las cosas. Desde hace tiempo se ha dado
cuenta que el muchacho se queda mucho tiempo en una silenciosa y absorta
contemplación. Por eso no se maravilla tanto cuando un día
corren jadeantes a decirle que han visto a Fernando, hijo del hacedor de
sogas arrebatado en éxtasis delante de la Virgen. Es un muchacho reservado
sí, pero no aislado. Dócil pero no sin iniciativa.
Bueno, pero quiere que también lo sean los demás.
A la mamá le confía que reza por los muchachos malos “para
que se hagan buenos”. Con frecuencia enseña catecismo a los compañeros.
Con la familia Santamaría vive también la anciana tía
Checca, ciertamente devota de la Iglesia pero poco. El sobrino de vez en
cuando le recuerda que “está bien trabajar y orar en casa, pero se
necesita ir a la Iglesia y escuchar misa”. Y después la penitencia.
Fernando tiene un deseo sorprendente: ora con semillas de maíz o con
pequeñas piedras bajo las rodillas, escoge la comida menos sabrosa,
con frecuencia ayuna del todo, busca mortificaciones dignas de un ermitaño.
Repite continuamente que él ha nacido para hacer penitencia.
En la familia saben que a veces pasa parte de la noche en vela haciendo oración.
Dirá un testigo: “Deseaba seguir a Jesús en sus sufrimientos”.
La vida austera de los Pasionistas del cercano santuario de la Virgen de
las Gracias, que frecuenta siempre, parece hecha propiamente para él.
Y lo dice abiertamente. Pero el papá lo empuja hacia el oficio de
las sogas.
Fernando es el primogénito y debe continuar el trabajo
que hoy es de su padre y que ayer ha sido de su abuelo. Trata de quitarlo,
con severos castigos, de aquello que, según él, es un capricho
de adolescente. ¿Los castigos rigurosos no sirven? Probemos con otros
sistemas, se dice su papá Pedro Pablo: le compraré un caballo
y una carreta, lo mandaré por ferias y mercados a vender sogas, hará
dinero y la idea del convento se le quitará de la cabeza. La propuesta
es atrayente, pero cuando Fernando la oye, mira el río que está
a dos pasos y lo señala al papá diciendo: “la vida fluye como
el agua… y nuestros días se van veloces… ¿y después?.
Cierto. ¿y después? Reflexiona Pedro Pablo. Mirándose
dentro, se da cuenta que alguna convicción acerca del futuro del hijo
se le está tambaleando. Pero no es capaz de rendirse definitivamente.
¿Qué no ha hecho y que debe hacer todavía para llevar
adelante su proyecto? Aquel bendito hijo apura y termina bien el trabajo
de ayudante de hacedor de sogas para dedicar más tiempo a la oración.
Las mañana para no despertar a los familiares desciende descalzo hasta
la salida de la casa y después corre velozmente para escuchar misa.
Ni siquiera en las frías y perezosas mañanas de invierno cuando
el frío encadena a todos en la casa, Fernando falta a la cita con
el Señor.
Una noche el muchacho regresando a casa de la Iglesia, encuentra
la puerta de casa ya cerrada, y es obligado a dormir en una casa vecina.
Reflexionando en tanta severidad Pedro Pablo siente un nudo en la garganta
y tiene ganas de llorar. También él comienza a entender aquello
que la mamá Cecilia ha intuido desde hace tiempo. Ella se sorprende
siempre más seguido considerando a su Fernando ya sacerdote y misionero.
Le parece soñar y por la emoción tiembla de estupor.
El muchacho tiene 16 años: sabe lo que quiere. Ha incluso
anticipado el estudio del latín, gramática y retórica
porque está decidido más que nunca a seguir su camino. Ha sido
su maestro don Antonio Roscia que de joven había intentado la vida
conventual; por enfermedad fue obligado a regresar a su familia, pero conservó
la admiración y la simpatía por los Pasionistas. Fernando también
ha estudiado de noche a la luz de las velas; y con un curso rápido
de pocos meses ha recuperado casi tres años de estudio. Supera las
infaltables ironías de sus compañeros que no pueden entender
su extraña decisión.
El papá termina por ceder pues en el fondo es bueno como
un pedazo de pan aunque haya sido más severo de lo permitido. El mismo
lo acompañará hasta la estación de Aquino para darle
su ultima bendición y su ultimo beso. Fernando se vuelve más
alegre y expresivo, la alegría ya incontenible se le ve en el rostro.
Dirá uno de sus mejores amigos: “Encontrándolo y viéndolo
todo transformado, le pregunté que tenía y me dijo que quería
hacerse pasionista”. Parte “con rostro alegre”, advierten los escépticos
en turno: “me voy y no regresaré más”. Deja detrás de
si el ejemplo de un muchacho silencioso, modesto e irreprensible.
Como San Gabriel
El 15 de febrero de 1899 Gernando llega a Paliano (Frosinone)
para iniciar el año de noviciado, el 5 de marzo de 1899 viste el hábito
y toma un nuevo nombre: Grimoaldo por la devoción hacia el santo protector
de Pontecorvo. La vida de novicio que es toda soledad, oración y mortificación
le parece cortada a su medida: una alegría tan cierta e intensa no
la había experimentado nunca antes. Los co hermanos más ancianos
como los compañeros notan en él un empeño constante
por la perfección. Un compañero suyo dice que “nunca noté
en él defecto alguno” y que “hacía todo en grado heroico porque
deseaba ser santo”.
Emitida la profesión religiosa es trasferido a Ceccano,
siempre en la provincia de Frosinone. Aquí retoma los estudios de
las materias clásicas; seguirá después el estudio de
la filosofía y de la teología para prepararse al sacerdocio.
Con tenacidad se inclina sobre los libros deseoso de aprender siempre más
para ser un digno sacerdote. En el estudio sus compañeros están
más adelantados y tienen una preparación de base más
completa y esmerada. Mientras la suya en Pontecorvo ha sido, desafortunadamente
rápida y llena de lagunas. Pero Grimoaldo no pierde el ánimo.
Acepta con gratitud la ayuda que le ofrece algún compañero
en el campo escolástico. Es loable su empeño tanto que “los
profesores lo ponen como ejemplo”. Él vive “siempre jovial aún
en las humillaciones, en la contrariedad y en las dificultades del estudio”.
Los estudiantes tienen poquísimo contacto con el mundo exterior y
viven en prácticas desconocidas a la gente. Sin embargo la fama de
Grimoaldo sobrepasa el recinto de la casa religiosa: las personas que viven
en torno al convento han notado su bondad y se encomiendan confiados a su
oración. Y, dicen, lo hace con resultados positivos. Las oraciones
de Grimoaldo obtienen las gracias solicitadas.
El joven es un “coloso de salud”, robusto, bien proporcionado,
alto 1.75 m. Ninguno puede sospechar lo que está por suceder. El 31
de octubre de 1902 durante un paseo de la tarde en los contornos del convento,
Grimoaldo advierte improvisos y lacerantes dolores en la cabeza con vértigos
y molestias visuales. Regresa al convento y se mete en la cama. El día
siguiente, fiesta de todos los santos, participa en la celebración
de la misa y recibe devotamente la eucaristía. Pero continuando el
mal regresa a la cama y es llamado el médico. El diagnóstico
es cruel y sin esperanza: meningitis aguda a la que se sumarán otras
complicaciones. En los días de la enfermedad deja ver más todavía
su deseo de santidad y su amor a Dios. Y la habitación del enfermo
se vuelve una escuela de virtudes.
Grimoaldo en efecto “brilla en aquella paciencia de la cual
ha dado siempre pruebas admirables y continuamente repite que acepta la enfermedad
como voluntad de Dios, recomienda a los compañeros que lo ayuden con
la oración para no perder la paciencia y el ánimo para abrazar
la cruz. Con una alegría que le brilla en el rostro” se declara “contentísimo
de hacer la voluntad de Dios”. “En los últimos instantes de su vida
su rostro se vuelve espléndido como el sol y sus ojos están
fijos en un punto de la habitación. Se apaga al caer el sol “calmado,
sereno y tranquilo, como niño que dulcemente reposa entre los brazos
de su madre”
Es el 19 de noviembre de 1902. Grimoaldo tiene solo 18 años,
6 meses y 14 días. Los religiosos se animan “en la persuasión
de que se pierde un co-hermano y se adquiere un santo”. Los padres no están
presentes en su muerte: Grimoaldo se les aparecerá confortándoles.
Vivirán serenos; contentos de haber tenido un hijo así. A él
se dirigirán con la oración en sus necesidades.
El joven estudiante “aquel que era tan bueno”, es sepultado
en el cementerio local. Pero no se quedará allí siempre. En
octubre de 1962 es exhumado y los restos mortales son colocados en la Iglesia
del convento de Ceccano. Después de 60 años en la bolsa de
su hábito, reducido a jirones, encuentran un pedacito de tela junto
con una nota escrita: “hábito del venerable Gabriel de la Dolorosa”;
una reliquia que el joven había portado devotamente consigo. Grimoaldo
durante su vida miró con particular afecto a Gabriel, se nutrió
con su ejemplo.
Para quien pretende medir todo con el metro del perfeccionismo,
de la apariencia o de lo ruidoso, Grimoaldo no ha hecho nada particularmente
digno de admiración. Pero para quien mira las cosas con la óptica
de la fe Grimoaldo ha cultivado lo esencial: vehemente anhelo de santidad,
sed ardiente de Dios. Empeñado con todo su ser en las cosas de cada
día celebra el don de la vida y la gracia de la vocación sobre
el altar de la laboriosidad. Suave y sereno, admira por el amor al recogimiento,
el gusto por la oración y también por la contemplación
además de la penitencia, el amor a Jesús crucificado, la filial
devoción a María inmaculada. Maravilla todo esto por la simplicidad
de los pequeños y la constancia de los fuertes. Parece poco. Por el
contrario es todo. Muchas y crecientes las gracias atribuidas a su intercesión.
Los enfermos de tumores parecen ser sus predilectos. En Estados Unidos, donde
viven algunos de sus parientes, Grimoaldo es amado y venerado y hace sentir
siempre su celeste protección. Fue declarado venerable el 14 de mayo
de 1991 y beato el 29 de enero de 1995.
Grimoaldo: el nombre no es de los más comunes. Y quizá ni siquiera
de los más bellos. Pero ahora es familiar y querido. Es el nombre
de un joven fuerte y generoso propuesto como modelo. Es el hacedor de sogas
fallido que quería ser santo y que ya ha ligado a sí innumerables
corazones.
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