BEATO PABLO BURALI
1578 d.C.
17 de junio
La palabra "reforma" fue reiteradamente
proferida a lo largo del siglo XVI con las más dispares intenciones
y con muy variada fortuna. Eran los días del Renacimiento. Toda Italia,
hondamente sacudida por el afán de la cultura grecolatina, vivía
en la embriaguez de la belleza y de las formas estéticas. Pero el retorno
al clasicismo, perdida la moderación, no pudo verificarse sin grave
daño para la piedad y la vida cristiana. El espíritu del paganismo
se infiltraba en las artes plásticas y en la literatura, en las diversiones
públicas y en las costumbres, llegando a contaminar al mismo clero.
Lutero en los castillos de Germania lanzaba su grito de reforma
aprovechando la corrupción reinante en ciertas esferas clericales para
rebelarse contra el Pontificado y propagar los errores de su secta. El Papa
León X reunía en 1512 el V concilio de Letrán para promover
una auténtica y sana reforma de costumbres, bajo el lema con que Egidio
Canisio de Viterbo iniciaba el programa de renovación en el discurso
inaugural del concilio: “Los hombres han de ser trocados por la religión,
no la religión por los hombres", pero la legislación conciliar
había quedado en letra muerta por la ineficacia de la acción
oficial ante los estragos de la Roma pagana, que intentaba arrollar a traición
la Roma de Pedro y de Pablo.
El Oratorio del Amor Divino, aparecido en Roma y otras ciudades
de Italia como un cenáculo de almas selectas dedicadas totalmente al
servicio de Jesucristo y su Iglesia, brindaba un fermento de enorme capacidad
constructiva y renovadora, creando un clima de austeridad y de vida sobrenatural
que iniciaba la tan ansiada Reforma sobre las bases seguras de la santificación
personal.
Uno de los fundadores del Oratorio romano fue San Cayetano
de Thiene, protonotario apostólico en la corte Pontificia. Pronto
comprendió el virtuoso prelado que las metas del Oratorio del Amor
Divino debían ser rebasadas con un despliegue más general de
fuerzas y una estrategia más acusadamente sacerdotal y apostólica.
Para ello, en aquel mismo ambiente de fervor religioso, elaboró su
plan genial de reforma católica, cifrado en la restauración
de la forma de vida apostólica para la santificación del clero,
a fin de que, restituido éste a su excelsa categoría de sal
de la tierra y luz del mundo, fuera digno instrumento para lograr, a las
órdenes del Papa, la ansiada renovación de la vida cristiana.
Con tan santos y ambiciosos proyectos fundaba Cayetano de Thiene
en la basílica de San Pedro, el día de la Exaltación
de la Santa Cruz de 1524, la Orden de los clérigos regulares, llamados
después teatinos, en compañía de Juan Pedro Carafa, arzobispo
de Brindis y obispo de Chieti, que había renunciado a las dos sedes;
de Bonifacio de Coille y de Pablo Consiglieri. Sobre el mismo sepulcro de
San Pedro, del centro de la iglesia santa, como escribió Pío
XI, surgió, pues, el gran movimiento de la reforma católica
encabezado por Cayetano y sus hijos, los cuales abrieron un nuevo capítulo
en la historia del estado religioso al señalar rutas inéditas
a la vida canónica sacerdotal y dar paso a las sucesivas Ordenes de
clérigos regulares. Este fermento renovador de la obra de San Cayetano
penetró en las altas esferas eclesiásticas y transfundió
su savia a los más delicados órganos del gobierno pastoral.
Cuando el Papa Paulo III decidió, por fin, convocar un concilio ecuménico
que acometiera la reforma católica con garantías de éxito,
no podía fiarse del ambiente frívolo que le rodeaba, so pena
de repetir la triste experiencia de una legislación inoperante. Era
de absoluta necesidad crear un clima adecuado e instalar en la curia romana
a los personajes más caracterizados por sus ardientes deseos de reforma
para encargarles la preparación del concilio. Con tal motivo fueron
llamados al Vaticano para recibir la púrpura cardenalicia las figuras
más señeras del Oratorio del Amor Divino, y en primera línea
el obispo de Chieti, Juan Pedro Carafa, el más ilustre compañero
de San Cayetano y que más tarde fue Papa con el nombre de Paulo IV.
Cuando, reunido ya el concilio de Trento, los Padres acuñaban
en sapientísimos cánones todo el vasto programa de reforma católica,
las Ordenes de clérigos regulares ofrecían en numerosas e importantes
facetas de la vida y del apostolado sacerdotales la norma justa y esplendente
que había preparado e hizo fructificar la reforma tridentina. Una
vez terminado el concilio debía comenzar la ingente y humanamente
ingrata tarea de poner en marcha todo el colosal engranaje de la legislación
reformadora, la cual, sin un nutrido cuadro de obispos celosos y competentísimos,
podía quedar reducida a un mero código, ineficaz.
Uno de los mayores méritos que puede atribuirse a la
obra de San Cayetano es el haber brindado a la Sede Apostólica una
cantera de varones integérrimos que, elevados a las sillas episcopales,
supieron infundir espíritu y vida a la legislación del Tridentino
para implantar con firmeza y sabiduría en sus diócesis la auténtica
reforma católica. Entre ellos destaca, con fulgores de santidad y exquisitas
dotes de gobierno, el Beato Pablo Burali d'Arezzo.
En la población de Itri, situada cerca de la costa meridional
de Italia, entre Fondi y Gaeta, nacía en 1511 el segundo de los cuatro,
hijos que concedió el cielo a los nobles esposos Pablo Burali de Arezzo
y Victoria Olivers, siéndole impuesto en el bautismo el nombre de Escipión.
La antigua familia de los Burali procedía de la ciudad toscana de
Arezzo y se había distinguido por los meritorios servicios prestados
a la monarquía en el reino de Nápoles. El padre de Escipión
era gentilhombre del rey católico de España y diplomático
al servicio de Clemente VII. Su madre, Victoria Olivers, pertenecía
a la alta nobleza de Barcelona.
La infancia del gentil retoño de los Burali se caracterizó
por precoces manifestaciones de una inteligencia despejada, ardientes muestras
de amor a Dios y generosos sentimientos de compasión y afecto hacia
los pobres y desgraciados. En el año 1524, en que Cayetano de Thiene
fundaba en Roma su Orden de clérigos regulares, la antigua universidad
de Salerno abría sus puertas al joven Escipión, que en la flor
de sus trece años emprendía la ruta de sus estudios literarios
para ser más tarde gloria fulgente de la misma Orden.
Pocos años después fue Bolonia, la milenaria
y docta ciudad de las cien torres, la que con el prestigio de su rancio abolengo
cultural atrajo las miradas y el corazón del joven D'Arezzo. En su
célebre Universidad, que resplandecía como "antorcha del derecho",
completó su formación intelectual y cursó con brillantez
los estudios de derecho civil y canónico, desentrañando ágilmente
los áridos latines del Digesto, del Decreto de Graciano y de las decretales
de los pontífices, que eran los textos vigentes en aquel tiempo. En
la grave teoría de sus togados profesores emerge la relevante figura
de Hugo Buoncompagni, el futuro Papa reformador del calendario, del cual será
Burali, al correr de los años, colega en el Sacro Colegio Cardenalicio.
En una época en que no existía una clara línea divisoria
entre las disciplinas sacras y profanas, el novel jurisconsulto fue investido
a los veinticinco años con la birreta doctoral en ambos derechos,
avalando su ciencia jurídica con una profunda formación en
teología dogmática y moral.
El foro napolitano fue la palestra donde, por espacio de doce
años, ejerció el flamante jurista su carrera de abogado. Sus
excepcionales dotes de prudencia y sinceridad, su insobornable lealtad y su
acrisolado amor a los pobres, le granjearon bien pronto las generales simpatías
de los napolitanos, los cuales rindieron homenaje a su sabiduría y
a su virtud al designarle con este mote asaz honorable y expresivo: "el doctor
de la verdad".
En 1550 una fuerte crisis religiosa, acompañada de lacerantes
escrúpulos, le obligó a dejar las ocupaciones del foro para
retirarse a su amada soledad de Itri y buscar en el silencio y trato íntimo
con Dios la ruta definitiva que diera paz y consuelo a su espíritu,
A los dos años el virrey de Felipe II, don Pedro de Toledo, le llamó
otra vez a Nápoles y le nombró consejero regio y juez de lo
criminal. Con repugnancia, y sólo por consejo de su director espiritual,
aceptó Burali estos importantes cargos, que procuró servir
con toda fidelidad y diligencia.
Cinco años antes, en 1547, había fallecido santamente,
en la casa teatina de San Pablo el Mayor, Cayetano de Thiene. La bella Parténope,
que había recibido con gozo el apostolado multiforme del fundador de
los teatinos, postrada ahora ante su sepulcro, se nutría de su enjundiosa
espiritualidad e imploraba su celestial protección. El padre Juan
Marinonio, compañero e íntimo amigo de Cayetano, había
recogido su herencia y presidía la Casa de San Pablo con la madurez
de un magisterio lúcido en la dirección de los espíritus.
El jurisconsulto Burali frecuentaba la Casa de San Pablo y
era hijo espiritual de Marinonio, lo mismo que otro abogado famoso, Andrés
Avelino, que era ya sacerdote. Conquistados ambos por la espiritualidad teatina,
suplicaron a su director y prepósito de la Casa su ingreso en la Orden,
haciendo juntos el noviciado bajo la sabia dirección del mismo Marinonio.
Exquisita amistad de tres almas excelsas, que se compenetraron tan intensamente
hasta escalar las tres cumbres de la santidad y ser venerados en los altares.
Más tarde un discípulo de Avelino, el padre Lorenzo Escúpoli,
acuñará en uno de los más famosos libros de ascética,
El combate espiritual, esa recia espiritualidad teatina que provocó
el clima de la reforma católica y troqueló tan egregias figuras
de santidad.
Al ingresar Burali, en 1557, en la Orden de clérigos
regulares cambió su nombre de Escipión por el de Pablo, cuyo
amor a Cristo deseaba imitar. La humildad y el desprecio absoluto de los bienes
terrenos son notas básicas de la espiritualidad teatina. Por ello,
al solicitar a sus cuarenta y seis años su entrada en la Orden, pidió
ser admitido en calidad de hermano coadjutor, porque se reputaba indigno
del ministerio sacerdotal. Marinonio no sólo no accedió a sus
deseos, sino que, antes de terminar el noviciado, le mandó recibir
las órdenes menores y el subdiaconado. En la festividad de la Purificación
de María de 1558 emitió el antiguo consejero regio su profesión
religiosa, y pocos meses después fue ordenado diácono y presbítero,
celebrando su primera misa el domingo de Pascua de Resurrección.
Entonces comenzó la lucha entre la humildad del padre
Burali, que desplegaba toda su sagacidad para esquivar honores y dignidades,
y la providencia del Señor, que se complacía en elevarlo a los
más altos cargos para que fuera uno de los mejores adalides de la
reforma católica, Venció el brazo de Dios, que quiso hacer cosas
grandes en su siervo. Pero éste exclamará humildemente a lo
largo de su vida, con los ojos arrasados en lágrimas: “Dios le perdone
al padre Juan, que quiso que yo me ordenase sacerdote".
El capítulo general le nombró en 1560 prepósito
de la Casa de San Pablo, y poco después Felipe II le ofreció
el obispado de Cortona y el arzobispado de Brindis. El padre Burali los rehusó
muy de corazón, no sin haber recibido un aviso del Papa Pío
IV, que le decía: "Te ruego aceptes estos cargos, que podrán
ser gravosos para ti, pero serán provechosos para las almas".
En 1565, temerosos los napolitanos de que Felipe II implantara
en el reino la Inquisición española, decidieron enviar a Madrid
una embajada prestigiosa que disuadiera al monarca de tal propósito.
La ciudad escogió al padre Burali para llevar a término tan
delicada misión diplomática. La elección fue vista con
muy buenos ojos por el virrey don Perafán de Ribera, duque de Alcalá,
y por la misma Santa Sede. Burali se resistía con todas sus fuerzas.
Carlos Borromeo, secretario de Estado de Pío IV, tuvo que escribirle
varias cartas en nombre del Papa y, por fin, un mandato formal para que aceptara
la embajada.
El padre Burali fue acogido en Madrid con singulares muestras
de consideración y de afecto. Felipe II le recibió con toda
deferencia, escuchó atento el mensaje de la ciudad y prometió
estudiarlo con cariño, queriendo que el embajador napolitano celebrara
la misa en su presencia en la capilla del real alcázar. Con motivo
de las fiestas de Navidad se ausentó el monarca de la capital, esquivando
dar en un asunto tan vidrioso como el de la Inquisición una respuesta
categórica. Burali se mantuvo impertérrito en la corte, fiel
a su legacía. Después de varios meses de ausencia regresó
Felipe II a Madrid y accedió, en parte, a los deseos de los napolitanos,
a los cuales prometió en breve una visita. Conmovida la ciudad, tributó
a su embajador un recibimiento triunfal, que revistió caracteres de
fervoroso plebiscito.
Nombrado en abril de 1567 prepósito de la Casa de San
Silvestre, de Roma, el padre Burali pasó a residir en la Ciudad Eterna.
El Papa San Pío V desplegaba una enérgica actividad apostólica
para convertir en sustancia y vida de la Iglesia los decretos reformadores
del concilio de Trento. San Carlos Borromeo, cardenal arzobispo de Milán,
implantaba en su sede la reforma con celo enardecido. La vecina diócesis
de Plasencia vegetaba en franca decadencia religiosa. El padre Burali fue
preconizado obispo de la misma en el consistorio de julio de 1568. Esta vez
su humildad no pudo hallar escapatoria, Obligado por el Papa, recibió
la consagración episcopal el 1 de agosto siguiente en la propia iglesia
de San Silvestre, de manos del cardenal de Pisa, monseñor Escipión
Rebiba, haciendo su entrada solemne en la diócesis el 29 de septiembre.
El celo pastoral del prelado, unido al talento y sentido humano
del antiguo jurista, transformaron en plazo breve la diócesis placentina,
promulgando en ella la legislación del Tridentino. Animado por el espíritu
litúrgico de la Orden, restauró la catedral y veló por
el esplendor del culto divino, asistiendo cada domingo a la misa mayor y
a las vísperas. Llamó a los teatinos, capuchinos y somascos
para que fundaran en la diócesis. Pero centró toda su actividad
apostólica en tres empresas importantísimas, pilares básicos
de la reforma católica: la visita pastoral, que realizó meticulosamente
varias veces; el sínodo diocesano, que celebró dos veces, y
la fundación del seminario, uno de los primeros de Italia, y cuyo
primer director espiritual fue San Andrés Avelino, el cual se multiplicaba
para complacer a sus dos amigos Burali y Borromeo.
En el consistorio del 27 de mayo de 1570, San Pío V
creó al obispo de Plasencia cardenal presbítero del título
de Santa Pudenciana. Otra gran "tribulación" para el obispo teatino
-así calificaba él a los honores-, al cual no quedó
más remedio que ir a Roma para recibir el capelo de manos de Su Santidad.
Al retornar a su diócesis, toda Plasencia saltó de júbilo
y dispensó al que llamaba "el obispo santo" un recibimiento apoteósico.
Mas los cantos de alegría se trocaron en lágrimas
de dolor al ser promovido en 1576 a la sede arzobispal de Nápoles.
Durante ocho años había laborado incansable en la diócesis
placentina, en amigable colaboración con San Carlos Borromeo, asistiendo
al III concilio provincial de Milán que éste convocó.
Reunido en 1572 el cónclave que debía dar sucesor a San Pío
V, los votos de los purpurados se polarizaron en torno a dos grandes figuras
del Sacro Colegio: Hugo Buoncompagni y Pablo Burali. Elevado aquél
al solio de San Pedro con el nombre de Gregorio XIII, quiso recompensar el
celo reformador de su antiguo alumno de Bolonia enviándole a la sede
de San Jenaro.
En Nápoles desplegó el cardenal Burali el mismo
celo apostólico y renovador. Pero a los dos años escasos, macerado
por las mortificaciones y agobiado por los achaques, la fractura de una pierna
le llevó al sepulcro. Devotísimo siempre de la Santísima
Virgen, había hecho edificar un templo en su honor y visitaba con fervor
sus imágenes más veneradas. Con frecuencia se le veía
con el rosario en la mano y cada noche lo rezaba con sus familiares. Postrado
ahora en el lecho del dolor, recibidos con ejemplar piedad los Santos Sacramentos,
hizo colocar junto a su cama una imagen de María y, fijando en ella
su mirada de hijo amantísimo, expiró santamente en el ósculo
del Señor el día 16 de junio de 1578, a los sesenta y siete
años de edad.
El Papa Clemente XIV, el día 18 de junio de 1772, procedió
a la beatificación de este hijo insigne de San Cayetano, que por su
extraordinario celo en favor de la reforma católica mereció
el título de "obispo ideal del renacimiento tridentino".