BIBLIA
¿Es cierto que en tiempos pasados
la Iglesia Católica prohibió la lectura de la Biblia?
No es cierto. Lo que la Iglesia afirmó en el pasado es
que su lectura no era estrictamente necesaria para todos(Clemente XI, año
1713, Denzinger 1429) ni conveniente para las personas impreparadas (Pío
VII, año 1816, Denzinger 1604), puesto que pueden fácilmente
caer en la herejía, «porque no han nacido las herejías,
sino porque las Escrituras buenas son entendidas mal» (San Agustín).
Y es precisamente lo que ahora está pasando con las sectas,
que se meten a interpretar las Escrituras sin ninguna preparación,
cayendo en un sinfín de errores, como fácilmente podemos comprobar,
y arrastrando tras sí a otra gente.
Al mismo tiempo, la Iglesia ha afirmado siempre la enorme utilidad
de la Biblia para alimentar la propia fe y piedad. He aquí las palabras
del papa Gregorio XVI, tomadas de la Encíclica «Inter Praecipuas»
del 16 de mayo de 1844.
Cosa averiguada es para vosotros que ya desde la edad primera
del hombre cristiano, fue traza propia de los herejes, repudiada la palabra
divina recibida y la autoridad de la Iglesia, interpolar por su propia mano
las Escrituras o pervertir la interpretación de su sentido. Y no ignoráis,
finalmente, cuánta diligencia y sabiduría son menester para
trasladar fielmente a otra lengua las palabras del Señor; de suerte
que nada por ello resulta más fácil que el de esas versiones,
multiplicadas por medio de las sociedades bíblicas, se mezclen gravísimos
errores por inadvertencia o mala fe de tantos intérpretes; errores,
por cierto, que la misma multitud y variedad de aquellas versiones ocultan
durante largo tiempo para perdición de muchos. Poco o nada, en absoluto,
sin embargo, les importa a tales sociedades bíblicas que los hombres
han de leer aquellas Biblias interpretadas en lengua vulgar caigan en estos
o aquellos errores, con tal de que poco a poco se acostumbren a reivindicar
para sí mismos el libre juicio sobre el sentido de las Escrituras,
a despreciar las tradiciones divinas que, tomadas de la doctrina de los Padres,
son guardadas en la Iglesia Católica y a repudiar en fin el magisterio
mismo de la Iglesia (Denzinger 1630).
A este fin, esos mismos socios bíblicos no cesan de calumniar
a la Iglesia y a esta Santa Sede de Pedro, como si de muchos siglos acá
estuviera empeñada en alejar al pueblo fiel del conocimiento de las
Sagradas Escrituras; siendo así que existen muchísimos y clarísimos
documentos del singular empeño que aun en los mismos tiempos modernos
han mostrado los Sumos Pontífices y, siguiendo su guía, los
demás prelados católicos porque los pueblos católicos
fueran más intensamente instruidos en la Palabra de Dios, ora escrita,
ora legada por Tradición ... (Denzinger 1631).
Lo que la Iglesia siempre ha recalcado, es que se trate de buenas
traducciones, «aprobadas por la Sede Apostólica o publicadas
con notas tomadas de los Santos Padres de la Iglesia o de varones doctos
y católicos» (Gregorio XVI, encíclica citada, Denzinger
1632).
A este respecto, he aquí lo que afirma el Concilio Ecuménico
Vaticano II:
Es menester que el acceso a la Sagrada Escritura esté
de par en par abierto a los fieles.
Por esta razón ya desde los orígenes recibió
la Iglesia como suya la antiquísima versión del Antiguo Testamento
llamada de los Setenta, y mira siempre con honor otras versiones orientales,
así como las latinas, señaladamente la llamada Vulgata. Ahora
bien, como la Palabra de Dios ha de estar a mano para todos los tiempos,
la Iglesia procura con maternal solicitud que se compongan versiones adecuadas
y bien hechas a las varias lenguas, señaladamente de los textos primigenios
de los libros sagrados. Estas versiones si, dada la oportunidad y con aprobación
de la Iglesia, se llevaren a cabo en esfuerzo mancomunado con los hermanos
separados, podrán ser usadas por todos los cristianos. (Concilio Ecuménico
Vaticano II, Constitución Dogmática sobre la Divina Revelación,
18 de noviembre 1965, No. 22).
La sagrada teología estriba, como un fundamento perenne,
en la Palabra de Dios escrita, juntamente con la sagrada Tradición,
y en ella se robustece firmísimamente, constantemente se rejuvenece,
escudriñando a la luz de la fe toda la verdad escondida en el misterio
de Cristo. Ahora bien, las sagradas Escrituras contienen la Palabra de Dios,
y puesto que son inspiradas, son verdaderamente Palabra de Dios, por lo que
el estudio de las sagradas páginas ha de ser como el alma de la sagrada
teología. Además con la misma palabra de la Escritura se nutre
saludablemente, y santamente se vigoriza también el ministerio de
la palabra, es decir la predicación pastoral, la catequesis y toda
la instrucción cristiana, en que la homilía es menester que
tenga lugar preeminente (Documento citado, No. 24).
De ahí la necesidad de que todos los clérigos,
y en primer término los sacerdotes de Cristo y los demás que,
como los diáconos y catequistas se consagran legítimamente
al ministerio de la Palabra, estén familiarizados con las Escrituras
por la asidua lección sagrada y el esmerado estudio, para que ninguno
de ellos se torne «vano por fuera de la Palabra de Dios por no ser
oyente de ella por dentro» cuando su deber es comunicar a los fíeles
que les han sido confiados las riquezas copiosísimas de la palabra
divina. El sagrado Concilio exhorta igualmente a todos los fieles, señaladamente
a los religiosos vehemente y ahincadamente, a que, por la frecuente lectura
de las Escrituras divinas, aprendan la ciencia eminente de Cristo (Fil 3,8).
«Y así la ignorancia de las Escrituras es ignorancia de Cristo».
Acérquense pues de buen grado al texto mismo sagrado, ora por medio
de la sagrada liturgia, que está henchida de palabras divinas, ora
por medio de la piadosa lectura, ora por instituciones apropiadas a este
fin y por otros procedimientos que, con aprobación y por empeño
de los pastores de la Iglesia se difunde laudablemente por dondequiera en
nuestro tiempo. Recuerden sin embargo, que a la lección de la Sagrada
Escritura debe acompañar la oración, de modo que se entable
coloquio entre Dios y el hombre, pues «a Él hablamos cuando
oramos; a Él oímos cuando leemos los oráculos divinos».
Ahora bien, compete a los obispos, «en quienes está
la doctrina apostólica», formar oportunamente a los fieles que
les han sido encomendados en el uso de los libros divinos, señaladamente
del Nuevo Testamento, y en especial de los Evangelios, por medio de versiones
de los textos sagrados que lleven las explicaciones necesarias y verdaderamente
suficiente, a fin de que, con seguridad y provecho, traten los hijos de la
Iglesia con las Escrituras sagradas y se imbuyan de su espíritu.
Prepárense además ediciones de la Sagrada Escritura, provistas
de las anotaciones adecuadas, para uso de los no-cristianos y acomodadas
a su situación, ediciones que procurarán difundir prudentemente,
de la mejor manera posible, los pastores de almas o los cristianos de cualquier
estado. (Documento citado, No. 25).