BEATO AMBROSIO SANSEDONI
1286 d.C.
20 de marzo

Beato Ambrosio Sansedoni

   En este día, Siena venera la memoria de uno de los más notables de sus hijos, Ambrosio Sansedoni. Sus padres pertenecían a dos distinguidas familias sienesas y su padre, apodado por su valor «Buonattaco», fue el primero en la defensa de la cristiandad contra los moros. El niño había nacido con la cabeza anormalmente grande y, al parecer, sin el uso de sus brazos y sus piernas. Un día, cuando su aya lo llevó a la iglesia dominica de Sta. María Magdalena, se le vio agitarse y, después de haber sido sacado de los lienzos en los que estaba envuelto, se dieron cuenta de que sus miembros estaban tan vigorosos como los de cualquier otro chico normal. Sus biógrafos dan muchos ejemplos de su exquisita piedad y, conforme crecía, desarrollaba una gran devoción por los enfermos y los pobres, visitando el hospital cada sábado y la cárcel cada viernes. A los 17 años, Ambrosio decidió entrar a la Orden de Predicadores. No tardaron sus superiores en reconocer su habilidad y lo enviaron a Colonia, donde tuvo a san Alberto Magno como maestro y a santo Tomás de Aquino como condiscípulo. Un alumno tan inteligente, no podía por menos que progresar bajo tal maestro y, al poco tiempo, se encontraba asediado en su celda por estudiantes que acudían a él para consultarlo. Esta fama le disgustaba y rogó a sus superiores que le permitieran retirarse a la soledad.

   Habiendo obtenido el consentimiento, se retiró de la vida pública, pero no por mucho tiempo. Gente influyente pidió a los dominicos que lo llamaran y lo pusieran a predicar. Durante tres años enseñó teología en París, donde multitud de estudiantes acudían a sus clases. Fue enviado a predicar a Alemania, Francia e Italia y se dice que sus sermones parecían inspirados. Los pecadores se convertían y los enemigos zanjaban sus diferencias amistosamente. Algunos de sus oyentes declaran que, mientras él estaba de pie en el pulpito, habían visto descender al Espíritu Santo sobre su cabeza, en forma de paloma.

   Como muchos otros santos italianos, hombres y mujeres, el elocuente fraile no limitaba sus energías a exhortaciones espirituales, sino que fue llamado a tomar parte en importantes asuntos públicos. Con persuasivas palabras, trató de reconciliar a los príncipes electores quienes, en sus sectores privados, se encontraban en vísperas de provocar una guerra civil. Detuvo una nueva herejía en Bohemia que estaba causando singular desorden y, cuando el papa beato Gregorio X le encargó predicar la cruzada, obtuvo generosa respuesta a sus llamados. Dos veces reconcilió con la Santa Sede al pueblo de Siena, quien, habiéndose puesto de parte de Manfredo, el hijo bastardo de Federico II, había sido declarado en entredicho. Varios escritores afirman que, cuando Ambrosio entró al consistorio para interceder por sus conciudadanos, su cara se iluminó con luz sobrenatural y el papa exclamó: «¡Padre Ambrosio, no necesitas explicar tu misión; te concedo lo que deseas!»

   A pesar de todas las importantes misiones que se le habían confiado y el éxito que coronaba sus esfuerzos, Ambrosio permaneció siempre singularmente humilde. El papa deseaba hacerlo obispo, pero nunca pudo convencérsele de que aceptara, aunque desempeñó el cargo de maestro del sacro palacio. Después de la muerte de Gregorio, buscó el retiro en una de las casas de su orden. Allí con frecuencia barría la iglesia, los dormitorios, los claustros y nunca dio más de cuatro horas al sueño. Después de maitines, oraba durante dos horas en el coro y estudiaba el resto de la noche, hasta prima. Durante los cuarenta y cinco años de su vida religiosa, no comió carne una sola vez -sin que hubiera una orden al respecto- y los viernes no tomaba más que pan y agua. No dejó de predicar, pese a su avanzada edad, y sus sermones no perdieron nada de su fuego y de su elocuencia. A principios de la cuaresma de 1286, predicando un día contra la usura, habló con tal vehemencia, que se le reventó una vena. Al día siguiente, contenida ya la hemorragia, intentó continuar su sermón, pero el mal volvió a presentarse. Evidentemente, sus días estaban contados. Murió a la edad de sesenta y seis años. El culto que se le había tributado en Siena desde su muerte, fue confirmado en 1622.
 
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(Samuel Miranda)