CARTA ENCÍCLICA
CARITAS IN VERITATE
DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
A TODOS LOS FIELES LAICOS
Y A TODOS LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD
SOBRE EL DESARROLLO
HUMANO INTEGRAL
EN LA CARIDAD Y EN LA VERDAD
INTRODUCCIÓN
1. La caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con
su vida terrenal y, sobre todo, con su muerte y resurrección, es la
principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona
y de toda la humanidad. El amor —«caritas»— es una fuerza extraordinaria,
que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad
en el campo de la justicia y de la paz. Es una fuerza que tiene su origen
en Dios, Amor eterno y Verdad absoluta. Cada uno encuentra su propio bien
asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo plenamente:
en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y, aceptando esta verdad,
se hace libre (cf. Jn 8,32). Por tanto, defender la verdad, proponerla con
humildad y convicción y testimoniarla en la vida son formas exigentes
e insustituibles de caridad. Ésta «goza con la verdad»
(1 Co 13,6). Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera
auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque
son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente
de cada ser humano. Jesucristo purifica y libera de nuestras limitaciones
humanas la búsqueda del amor y la verdad, y nos desvela plenamente
la iniciativa de amor y el proyecto de vida verdadera que Dios ha preparado
para nosotros. En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en el Rostro
de su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad
de su proyecto. En efecto, Él mismo es la Verdad (cf. Jn 14,6).
2. La caridad es la vía maestra de la doctrina social de la Iglesia.
Todas las responsabilidades y compromisos trazados por esta doctrina provienen
de la caridad que, según la enseñanza de Jesús, es la
síntesis de toda la Ley (cf. Mt 22,36-40). Ella da verdadera sustancia
a la relación personal con Dios y con el prójimo; no es sólo
el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el
pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las
relaciones sociales, económicas y políticas. Para la Iglesia
—aleccionada por el Evangelio—, la caridad es todo porque, como enseña
San Juan (cf. 1 Jn 4,8.16) y como he recordado en mi primera Carta encíclica
«Dios es caridad» (Deus caritas est): todo proviene de la caridad
de Dios, todo adquiere forma por ella, y a ella tiende todo. La caridad es
el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es su promesa y nuestra
esperanza.
Soy consciente de las desviaciones y la pérdida de sentido que ha
sufrido y sufre la caridad, con el consiguiente riesgo de ser mal entendida,
o excluida de la ética vivida y, en cualquier caso, de impedir su correcta
valoración. En el ámbito social, jurídico, cultural,
político y económico, es decir, en los contextos más
expuestos a dicho peligro, se afirma fácilmente su irrelevancia para
interpretar y orientar las responsabilidades morales. De aquí la necesidad
de unir no sólo la caridad con la verdad, en el sentido señalado
por San Pablo de la «veritas in caritate» (Ef 4,15), sino también
en el sentido, inverso y complementario, de «caritas in veritate».
Se ha de buscar, encontrar y expresar la verdad en la «economía»
de la caridad, pero, a su vez, se ha de entender, valorar y practicar la
caridad a la luz de la verdad. De este modo, no sólo prestaremos un
servicio a la caridad, iluminada por la verdad, sino que contribuiremos a
dar fuerza a la verdad, mostrando su capacidad de autentificar y persuadir
en la concreción de la vida social. Y esto no es algo de poca importancia
hoy, en un contexto social y cultural, que con frecuencia relativiza la verdad,
bien desentendiéndose de ella, bien rechazándola.
3. Por esta estrecha relación con la verdad, se puede reconocer a
la caridad como expresión auténtica de humanidad y como elemento
de importancia fundamental en las relaciones humanas, también las de
carácter público. Sólo en la verdad resplandece la caridad
y puede ser vivida auténticamente. La verdad es luz que da sentido
y valor a la caridad. Esta luz es simultáneamente la de la razón
y la de la fe, por medio de la cual la inteligencia llega a la verdad natural
y sobrenatural de la caridad, percibiendo su significado de entrega, acogida
y comunión. Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El
amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente.
Éste es el riesgo fatal del amor en una cultura sin verdad. Es presa
fácil de las emociones y las opiniones contingentes de los sujetos,
una palabra de la que se abusa y que se distorsiona, terminando por significar
lo contrario. La verdad libera a la caridad de la estrechez de una emotividad
que la priva de contenidos relacionales y sociales, así como de un
fideísmo que mutila su horizonte humano y universal. En la verdad,
la caridad refleja la dimensión personal y al mismo tiempo pública
de la fe en el Dios bíblico, que es a la vez «Agapé»
y «Lógos»: Caridad y Verdad, Amor y Palabra.
4. Puesto que está llena de verdad, la caridad puede ser comprendida
por el hombre en toda su riqueza de valores, compartida y comunicada. En efecto,
la verdad es «lógos» que crea «diá-logos»
y, por tanto, comunicación y comunión. La verdad, rescatando
a los hombres de las opiniones y de las sensaciones subjetivas, les permite
llegar más allá de las determinaciones culturales e históricas
y apreciar el valor y la sustancia de las cosas. La verdad abre y une el intelecto
de los seres humanos en el lógos del amor: éste es el anuncio
y el testimonio cristiano de la caridad. En el contexto social y cultural
actual, en el que está difundida la tendencia a relativizar lo verdadero,
vivir la caridad en la verdad lleva a comprender que la adhesión a
los valores del cristianismo no es sólo un elemento útil, sino
indispensable para la construcción de una buena sociedad y un verdadero
desarrollo humano integral. Un cristianismo de caridad sin verdad se puede
confundir fácilmente con una reserva de buenos sentimientos, provechosos
para la convivencia social, pero marginales. De este modo, en el mundo no
habría un verdadero y propio lugar para Dios. Sin la verdad, la caridad
es relegada a un ámbito de relaciones reducido y privado. Queda excluida
de los proyectos y procesos para construir un desarrollo humano de alcance
universal, en el diálogo entre saberes y operatividad.
5. La caridad es amor recibido y ofrecido. Es «gracia» (cháris).
Su origen es el amor que brota del Padre por el Hijo, en el Espíritu
Santo. Es amor que desde el Hijo desciende sobre nosotros. Es amor creador,
por el que nosotros somos; es amor redentor, por el cual somos recreados.
Es el Amor revelado, puesto en práctica por Cristo (cf. Jn 13,1) y
«derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo»
(Rm 5,5). Los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos
de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para
difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad.
La doctrina social de la Iglesia responde a esta dinámica de caridad
recibida y ofrecida. Es «caritas in veritate in re sociali», anuncio
de la verdad del amor de Cristo en la sociedad. Dicha doctrina es servicio
de la caridad, pero en la verdad. La verdad preserva y expresa la fuerza
liberadora de la caridad en los acontecimientos siempre nuevos de la historia.
Es al mismo tiempo verdad de la fe y de la razón, en la distinción
y la sinergia a la vez de los dos ámbitos cognitivos. El desarrollo,
el bienestar social, una solución adecuada de los graves problemas
socioeconómicos que afligen a la humanidad, necesitan esta verdad.
Y necesitan aún más que se estime y dé testimonio de
esta verdad. Sin verdad, sin confianza y amor por lo verdadero, no hay conciencia
y responsabilidad social, y la actuación social se deja a merced de
intereses privados y de lógicas de poder, con efectos disgregadores
sobre la sociedad, tanto más en una sociedad en vías de globalización,
en momentos difíciles como los actuales.
6. «Caritas in veritate» es el principio sobre el que gira la
doctrina social de la Iglesia, un principio que adquiere forma operativa en
criterios orientadores de la acción moral. Deseo volver a recordar
particularmente dos de ellos, requeridos de manera especial por el compromiso
para el desarrollo en una sociedad en vías de globalización:
la justicia y el bien común.
Ante todo, la justicia. Ubi societas, ibi ius: toda sociedad elabora un
sistema propio de justicia. La caridad va más allá de la justicia,
porque amar es dar, ofrecer de lo «mío» al otro; pero nunca
carece de justicia, la cual lleva a dar al otro lo que es «suyo»,
lo que le corresponde en virtud de su ser y de su obrar. No puedo «dar»
al otro de lo mío sin haberle dado en primer lugar lo que en justicia
le corresponde. Quien ama con caridad a los demás, es ante todo justo
con ellos. No basta decir que la justicia no es extraña a la caridad,
que no es una vía alternativa o paralela a la caridad: la justicia
es «inseparable de la caridad»[1], intrínseca a ella. La
justicia es la primera vía de la caridad o, como dijo Pablo VI, su
«medida mínima»[2], parte integrante de ese amor «con
obras y según la verdad» (1 Jn 3,18), al que nos exhorta el apóstol
Juan. Por un lado, la caridad exige la justicia, el reconocimiento y el respeto
de los legítimos derechos de las personas y los pueblos. Se ocupa
de la construcción de la «ciudad del hombre» según
el derecho y la justicia. Por otro, la caridad supera la justicia y la completa
siguiendo la lógica de la entrega y el perdón[3]. La «ciudad
del hombre» no se promueve sólo con relaciones de derechos y
deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad,
de misericordia y de comunión. La caridad manifiesta siempre el amor
de Dios también en las relaciones humanas, otorgando valor teologal
y salvífico a todo compromiso por la justicia en el mundo.
7. Hay que tener también en gran consideración el bien común.
Amar a alguien es querer su bien y trabajar eficazmente por él. Junto
al bien individual, hay un bien relacionado con el vivir social de las personas:
el bien común. Es el bien de ese «todos nosotros», formado
por individuos, familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social[4].
No es un bien que se busca por sí mismo, sino para las personas que
forman parte de la comunidad social, y que sólo en ella pueden conseguir
su bien realmente y de modo más eficaz. Desear el bien común
y esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad. Trabajar por
el bien común es cuidar, por un lado, y utilizar, por otro, ese conjunto
de instituciones que estructuran jurídica, civil, política y
culturalmente la vida social, que se configura así como pólis,
como ciudad. Se ama al prójimo tanto más eficazmente, cuanto
más se trabaja por un bien común que responda también
a sus necesidades reales. Todo cristiano está llamado a esta caridad,
según su vocación y sus posibilidades de incidir en la pólis.
Ésta es la vía institucional —también política,
podríamos decir— de la caridad, no menos cualificada e incisiva de
lo que pueda ser la caridad que encuentra directamente al prójimo fuera
de las mediaciones institucionales de la pólis. El compromiso por
el bien común, cuando está inspirado por la caridad, tiene una
valencia superior al compromiso meramente secular y político. Como
todo compromiso en favor de la justicia, forma parte de ese testimonio de
la caridad divina que, actuando en el tiempo, prepara lo eterno. La acción
del hombre sobre la tierra, cuando está inspirada y sustentada por
la caridad, contribuye a la edificación de esa ciudad de Dios universal
hacia la cual avanza la historia de la familia humana. En una sociedad en
vías de globalización, el bien común y el esfuerzo por
él, han de abarcar necesariamente a toda la familia humana, es decir,
a la comunidad de los pueblos y naciones[5], dando así forma de unidad
y de paz a la ciudad del hombre, y haciéndola en cierta medida una
anticipación que prefigura la ciudad de Dios sin barreras.
8. Al publicar en 1967 la Encíclica Populorum progressio, mi venerado
predecesor Pablo VI ha iluminado el gran tema del desarrollo de los pueblos
con el esplendor de la verdad y la luz suave de la caridad de Cristo. Ha afirmado
que el anuncio de Cristo es el primero y principal factor de desarrollo[6]
y nos ha dejado la consigna de caminar por la vía del desarrollo con
todo nuestro corazón y con toda nuestra inteligencia[7], es decir,
con el ardor de la caridad y la sabiduría de la verdad. La verdad originaria
del amor de Dios, que se nos ha dado gratuitamente, es lo que abre nuestra
vida al don y hace posible esperar en un «desarrollo de todo el hombre
y de todos los hombres»[8], en el tránsito «de condiciones
menos humanas a condiciones más humanas»[9], que se obtiene
venciendo las dificultades que inevitablemente se encuentran a lo largo del
camino.
A más de cuarenta años de la publicación de la Encíclica,
deseo rendir homenaje y honrar la memoria del gran Pontífice Pablo
VI, retomando sus enseñanzas sobre el desarrollo humano integral y
siguiendo la ruta que han trazado, para actualizarlas en nuestros días.
Este proceso de actualización comenzó con la Encíclica
Sollicitudo rei socialis, con la que el Siervo de Dios Juan Pablo II quiso
conmemorar la publicación de la Populorum progressio con ocasión
de su vigésimo aniversario. Hasta entonces, una conmemoración
similar fue dedicada sólo a la Rerum novarum. Pasados otros veinte
años más, manifiesto mi convicción de que la Populorum
progressio merece ser considerada como «la Rerum novarum de la época
contemporánea», que ilumina el camino de la humanidad en vías
de unificación.
9. El amor en la verdad —caritas in veritate— es un gran desafío
para la Iglesia en un mundo en progresiva y expansiva globalización.
El riesgo de nuestro tiempo es que la interdependencia de hecho entre los
hombres y los pueblos no se corresponda con la interacción ética
de la conciencia y el intelecto, de la que pueda resultar un desarrollo realmente
humano. Sólo con la caridad, iluminada por la luz de la razón
y de la fe, es posible conseguir objetivos de desarrollo con un carácter
más humano y humanizador. El compartir los bienes y recursos, de lo
que proviene el auténtico desarrollo, no se asegura sólo con
el progreso técnico y con meras relaciones de conveniencia, sino con
la fuerza del amor que vence al mal con el bien (cf. Rm 12,21) y abre la conciencia
del ser humano a relaciones recíprocas de libertad y de responsabilidad.
La Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer[10] y no pretende
«de ninguna manera mezclarse en la política de los Estados»[11].
No obstante, tiene una misión de verdad que cumplir en todo tiempo
y circunstancia en favor de una sociedad a medida del hombre, de su dignidad
y de su vocación. Sin verdad se cae en una visión empirista
y escéptica de la vida, incapaz de elevarse sobre la praxis, porque
no está interesada en tomar en consideración los valores —a
veces ni siquiera el significado— con los cuales juzgarla y orientarla. La
fidelidad al hombre exige la fidelidad a la verdad, que es la única
garantía de libertad (cf. Jn 8,32) y de la posibilidad de un desarrollo
humano integral. Por eso la Iglesia la busca, la anuncia incansablemente y
la reconoce allí donde se manifieste. Para la Iglesia, esta misión
de verdad es irrenunciable. Su doctrina social es una dimensión singular
de este anuncio: está al servicio de la verdad que libera. Abierta
a la verdad, de cualquier saber que provenga, la doctrina social de la Iglesia
la acoge, recompone en unidad los fragmentos en que a menudo la encuentra,
y se hace su portadora en la vida concreta siempre nueva de la sociedad de
los hombres y los pueblos[12].
CAPÍTULO PRIMERO
EL MENSAJE
DE LA POPULORUM PROGRESSIO
10. A más de cuarenta años de su publicación, la relectura
de la Populorum progressio insta a permanecer fieles a su mensaje de caridad
y de verdad, considerándolo en el ámbito del magisterio específico
de Pablo VI y, más en general, dentro de la tradición de la
doctrina social de la Iglesia. Se han de valorar después los diversos
términos en que hoy, a diferencia de entonces, se plantea el problema
del desarrollo. El punto de vista correcto, por tanto, es el de la Tradición
de la fe apostólica[13], patrimonio antiguo y nuevo, fuera del cual
la Populorum progressio sería un documento sin raíces y las
cuestiones sobre el desarrollo se reducirían únicamente a datos
sociológicos.
11. La publicación de la Populorum progressio tuvo lugar poco después
de la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II. La misma
Encíclica señala en los primeros párrafos su íntima
relación con el Concilio.[14] Veinte años después, Juan
Pablo II subrayó en la Sollicitudo rei socialis la fecunda relación
de aquella Encíclica con el Concilio y, en particular, con la Constitución
pastoral Gaudium et spes[15]. También yo deseo recordar aquí
la importancia del Concilio Vaticano II para la Encíclica de Pablo
VI y para todo el Magisterio social de los Sumos Pontífices que le
han sucedido. El Concilio profundizó en lo que pertenece desde siempre
a la verdad de la fe, es decir, que la Iglesia, estando al servicio de Dios,
está al servicio del mundo en términos de amor y verdad. Pablo
VI partía precisamente de esta visión para decirnos dos grandes
verdades. La primera es que toda la Iglesia, en todo su ser y obrar, cuando
anuncia, celebra y actúa en la caridad, tiende a promover el desarrollo
integral del hombre. Tiene un papel público que no se agota en sus
actividades de asistencia o educación, sino que manifiesta toda su
propia capacidad de servicio a la promoción del hombre y la fraternidad
universal cuando puede contar con un régimen de libertad. Dicha libertad
se ve impedida en muchos casos por prohibiciones y persecuciones, o también
limitada cuando se reduce la presencia pública de la Iglesia solamente
a sus actividades caritativas. La segunda verdad es que el auténtico
desarrollo del hombre concierne de manera unitaria a la totalidad de la persona
en todas sus dimensiones[16]. Sin la perspectiva de una vida eterna, el progreso
humano en este mundo se queda sin aliento. Encerrado dentro de la historia,
queda expuesto al riesgo de reducirse sólo al incremento del tener;
así, la humanidad pierde la valentía de estar disponible para
los bienes más altos, para las iniciativas grandes y desinteresadas
que la caridad universal exige. El hombre no se desarrolla únicamente
con sus propias fuerzas, así como no se le puede dar sin más
el desarrollo desde fuera. A lo largo de la historia, se ha creído
con frecuencia que la creación de instituciones bastaba para garantizar
a la humanidad el ejercicio del derecho al desarrollo. Desafortunadamente,
se ha depositado una confianza excesiva en dichas instituciones, casi como
si ellas pudieran conseguir el objetivo deseado de manera automática.
En realidad, las instituciones por sí solas no bastan, porque el desarrollo
humano integral es ante todo vocación y, por tanto, comporta que se
asuman libre y solidariamente responsabilidades por parte de todos. Este desarrollo
exige, además, una visión trascendente de la persona, necesita
a Dios: sin Él, o se niega el desarrollo, o se le deja únicamente
en manos del hombre, que cede a la presunción de la auto-salvación
y termina por promover un desarrollo deshumanizado. Por lo demás, sólo
el encuentro con Dios permite no «ver siempre en el prójimo solamente
al otro»[17], sino reconocer en él la imagen divina, llegando
así a descubrir verdaderamente al otro y a madurar un amor que «es
ocuparse del otro y preocuparse por el otro»[18].
12. La relación entre la Populorum progressio y el Concilio Vaticano
II no representa una fisura entre el Magisterio social de Pablo VI y el de
los Pontífices que lo precedieron, puesto que el Concilio profundiza
dicho magisterio en la continuidad de la vida de la Iglesia[19]. En este sentido,
algunas subdivisiones abstractas de la doctrina social de la Iglesia, que
aplican a las enseñanzas sociales pontificias categorías extrañas
a ella, no contribuyen a clarificarla. No hay dos tipos de doctrina social,
una preconciliar y otra postconciliar, diferentes entre sí, sino una
única enseñanza, coherente y al mismo tiempo siempre nueva[20].
Es justo señalar las peculiaridades de una u otra Encíclica,
de la enseñanza de uno u otro Pontífice, pero sin perder nunca
de vista la coherencia de todo el corpus doctrinal en su conjunto[21]. Coherencia
no significa un sistema cerrado, sino más bien la fidelidad dinámica
a una luz recibida. La doctrina social de la Iglesia ilumina con una luz
que no cambia los problemas siempre nuevos que van surgiendo[22]. Eso salvaguarda
tanto el carácter permanente como histórico de este «patrimonio»
doctrinal[23] que, con sus características específicas, forma
parte de la Tradición siempre viva de la Iglesia[24]. La doctrina
social está construida sobre el fundamento transmitido por los Apóstoles
a los Padres de la Iglesia y acogido y profundizado después por los
grandes Doctores cristianos. Esta doctrina se remite en definitiva al hombre
nuevo, al «último Adán, Espíritu que da vida»
(1 Co 15,45), y que es principio de la caridad que «no pasa nunca»
(1 Co 13,8). Ha sido atestiguada por los Santos y por cuantos han dado la
vida por Cristo Salvador en el campo de la justicia y la paz. En ella se
expresa la tarea profética de los Sumos Pontífices de guiar
apostólicamente la Iglesia de Cristo y de discernir las nuevas exigencias
de la evangelización. Por estas razones, la Populorum progressio,
insertada en la gran corriente de la Tradición, puede hablarnos todavía
hoy a nosotros.
13. Además de su íntima unión con toda la doctrina
social de la Iglesia, la Populorum progressio enlaza estrechamente con el
conjunto de todo el magisterio de Pablo VI y, en particular, con su magisterio
social. Sus enseñanzas sociales fueron de gran relevancia: reafirmó
la importancia imprescindible del Evangelio para la construcción de
la sociedad según libertad y justicia, en la perspectiva ideal e histórica
de una civilización animada por el amor. Pablo VI entendió claramente
que la cuestión social se había hecho mundial [25] y captó
la relación recíproca entre el impulso hacia la unificación
de la humanidad y el ideal cristiano de una única familia de los pueblos,
solidaria en la común hermandad. Indicó en el desarrollo, humana
y cristianamente entendido, el corazón del mensaje social cristiano
y propuso la caridad cristiana como principal fuerza al servicio del desarrollo.
Movido por el deseo de hacer plenamente visible al hombre contemporáneo
el amor de Cristo, Pablo VI afrontó con firmeza cuestiones éticas
importantes, sin ceder a las debilidades culturales de su tiempo.
14. Con la Carta apostólica Octogesima adveniens, de 1971, Pablo
VI trató luego el tema del sentido de la política y el peligro
que representaban las visiones utópicas e ideológicas que comprometían
su cualidad ética y humana. Son argumentos estrechamente unidos con
el desarrollo. Lamentablemente, las ideologías negativas surgen continuamente.
Pablo VI ya puso en guardia sobre la ideología tecnocrática[26],
hoy particularmente arraigada, consciente del gran riesgo de confiar todo
el proceso del desarrollo sólo a la técnica, porque de este
modo quedaría sin orientación. En sí misma considerada,
la técnica es ambivalente. Si de un lado hay actualmente quien es propenso
a confiar completamente a ella el proceso de desarrollo, de otro, se advierte
el surgir de ideologías que niegan in toto la utilidad misma del desarrollo,
considerándolo radicalmente antihumano y que sólo comporta
degradación. Así, se acaba a veces por condenar, no sólo
el modo erróneo e injusto en que los hombres orientan el progreso,
sino también los descubrimientos científicos mismos que, por
el contrario, son una oportunidad de crecimiento para todos si se usan bien.
La idea de un mundo sin desarrollo expresa desconfianza en el hombre y en
Dios. Por tanto, es un grave error despreciar las capacidades humanas de
controlar las desviaciones del desarrollo o ignorar incluso que el hombre
tiende constitutivamente a «ser más». Considerar ideológicamente
como absoluto el progreso técnico y soñar con la utopía
de una humanidad que retorna a su estado de naturaleza originario, son dos
modos opuestos para eximir al progreso de su valoración moral y, por
tanto, de nuestra responsabilidad.
15. Otros dos documentos de Pablo VI, aunque no tan estrechamente relacionados
con la doctrina social —la Encíclica Humanae vitae, del 25 de julio
de 1968, y la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, del
8 de diciembre de 1975— son muy importantes para delinear el sentido plenamente
humano del desarrollo propuesto por la Iglesia. Por tanto, es oportuno leer
también estos textos en relación con la Populorum progressio.
La Encíclica Humanae vitae subraya el sentido unitivo y procreador
a la vez de la sexualidad, poniendo así como fundamento de la sociedad
la pareja de los esposos, hombre y mujer, que se acogen recíprocamente
en la distinción y en la complementariedad; una pareja, pues, abierta
a la vida[27]. No se trata de una moral meramente individual: la Humanae vitae
señala los fuertes vínculos entre ética de la vida y
ética social, inaugurando una temática del magisterio que ha
ido tomando cuerpo poco a poco en varios documentos y, por último,
en la Encíclica Evangelium vitae de Juan Pablo II[28]. La Iglesia propone
con fuerza esta relación entre ética de la vida y ética
social, consciente de que «no puede tener bases sólidas, una
sociedad que —mientras afirma valores como la dignidad de la persona, la justicia
y la paz— se contradice radicalmente aceptando y tolerando las más
variadas formas de menosprecio y violación de la vida humana, sobre
todo si es débil y marginada»[29].
La Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi guarda una relación
muy estrecha con el desarrollo, en cuanto «la evangelización
—escribe Pablo VI— no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación
recíproca que en el curso de los tiempos se establece entre el Evangelio
y la vida concreta, personal y social del hombre»[30]. «Entre
evangelización y promoción humana (desarrollo, liberación)
existen efectivamente lazos muy fuertes»[31]: partiendo de esta convicción,
Pablo VI aclaró la relación entre el anuncio de Cristo y la
promoción de la persona en la sociedad. El testimonio de la caridad
de Cristo mediante obras de justicia, paz y desarrollo forma parte de la evangelización,
porque a Jesucristo, que nos ama, le interesa todo el hombre. Sobre estas
importantes enseñanzas se funda el aspecto misionero [32] de la doctrina
social de la Iglesia, como un elemento esencial de evangelización[33].
Es anuncio y testimonio de la fe. Es instrumento y fuente imprescindible
para educarse en ella.
16. En la Populorum progressio, Pablo VI nos ha querido decir, ante todo,
que el progreso, en su fuente y en su esencia, es una vocación: «En
los designios de Dios, cada hombre está llamado a promover su propio
progreso, porque la vida de todo hombre es una vocación»[34].
Esto es precisamente lo que legitima la intervención de la Iglesia
en la problemática del desarrollo. Si éste afectase sólo
a los aspectos técnicos de la vida del hombre, y no al sentido de su
caminar en la historia junto con sus otros hermanos, ni al descubrimiento
de la meta de este camino, la Iglesia no tendría por qué hablar
de él. Pablo VI, como ya León XIII en la Rerum novarum[35],
era consciente de cumplir un deber propio de su ministerio al proyectar la
luz del Evangelio sobre las cuestiones sociales de su tiempo[36].
Decir que el desarrollo es vocación equivale a reconocer, por un
lado, que éste nace de una llamada trascendente y, por otro, que es
incapaz de darse su significado último por sí mismo. Con buenos
motivos, la palabra «vocación» aparece de nuevo en otro
pasaje de la Encíclica, donde se afirma: «No hay, pues, más
que un humanismo verdadero que se abre al Absoluto en el reconocimiento de
una vocación que da la idea verdadera de la vida humana»[37].
Esta visión del progreso es el corazón de la Populorum progressio
y motiva todas las reflexiones de Pablo VI sobre la libertad, la verdad y
la caridad en el desarrollo. Es también la razón principal por
lo que aquella Encíclica todavía es actual en nuestros días.
17. La vocación es una llamada que requiere una respuesta libre y
responsable. El desarrollo humano integral supone la libertad responsable
de la persona y los pueblos: ninguna estructura puede garantizar dicho desarrollo
desde fuera y por encima de la responsabilidad humana. Los «mesianismos
prometedores, pero forjadores de ilusiones»[38] basan siempre sus propias
propuestas en la negación de la dimensión trascendente del desarrollo,
seguros de tenerlo todo a su disposición. Esta falsa seguridad se
convierte en debilidad, porque comporta el sometimiento del hombre, reducido
a un medio para el desarrollo, mientras que la humildad de quien acoge una
vocación se transforma en verdadera autonomía, porque hace libre
a la persona. Pablo VI no tiene duda de que hay obstáculos y condicionamientos
que frenan el desarrollo, pero tiene también la certeza de que «cada
uno permanece siempre, sean los que sean los influjos que sobre él
se ejercen, el artífice principal de su éxito o de su fracaso»[39].
Esta libertad se refiere al desarrollo que tenemos ante nosotros pero, al
mismo tiempo, también a las situaciones de subdesarrollo, que no son
fruto de la casualidad o de una necesidad histórica, sino que dependen
de la responsabilidad humana. Por eso, «los pueblos hambrientos interpelan
hoy, con acento dramático, a los pueblos opulentos»[40]. También
esto es vocación, en cuanto llamada de hombres libres a hombres libres
para asumir una responsabilidad común. Pablo VI percibía netamente
la importancia de las estructuras económicas y de las instituciones,
pero se daba cuenta con igual claridad de que la naturaleza de éstas
era ser instrumentos de la libertad humana. Sólo si es libre, el desarrollo
puede ser integralmente humano; sólo en un régimen de libertad
responsable puede crecer de manera adecuada.
18. Además de la libertad, el desarrollo humano integral como vocación
exige también que se respete la verdad. La vocación al progreso
impulsa a los hombres a «hacer, conocer y tener más para ser
más»[41]. Pero la cuestión es: ¿qué significa
«ser más»? A esta pregunta, Pablo VI responde indicando
lo que comporta esencialmente el «auténtico desarrollo»:
«debe ser integral, es decir, promover a todos los hombres y a todo
el hombre»[42]. En la concurrencia entre las diferentes visiones del
hombre que, más aún que en la sociedad de Pablo VI, se proponen
también en la de hoy, la visión cristiana tiene la peculiaridad
de afirmar y justificar el valor incondicional de la persona humana y el sentido
de su crecimiento. La vocación cristiana al desarrollo ayuda a buscar
la promoción de todos los hombres y de todo el hombre. Pablo VI escribe:
«Lo que cuenta para nosotros es el hombre, cada hombre, cada agrupación
de hombres, hasta la humanidad entera»[43]. La fe cristiana se ocupa
del desarrollo, no apoyándose en privilegios o posiciones de poder,
ni tampoco en los méritos de los cristianos, que ciertamente se han
dado y también hoy se dan, junto con sus naturales limitaciones[44],
sino sólo en Cristo, al cual debe remitirse toda vocación auténtica
al desarrollo humano integral. El Evangelio es un elemento fundamental del
desarrollo porque, en él, Cristo, «en la misma revelación
del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre»[45]. Con las enseñanzas de su Señor, la Iglesia
escruta los signos de los tiempos, los interpreta y ofrece al mundo «lo
que ella posee como propio: una visión global del hombre y de la humanidad»[46].
Precisamente porque Dios pronuncia el «sí» más
grande al hombre[47], el hombre no puede dejar de abrirse a la vocación
divina para realizar el propio desarrollo. La verdad del desarrollo consiste
en su totalidad: si no es de todo el hombre y de todos los hombres, no es
verdadero desarrollo. Éste es el mensaje central de la Populorum progressio,
válido hoy y siempre. El desarrollo humano integral en el plano natural,
al ser respuesta a una vocación de Dios creador[48], requiere su autentificación
en «un humanismo trascendental, que da [al hombre] su mayor plenitud;
ésta es la finalidad suprema del desarrollo personal»[49]. Por
tanto, la vocación cristiana a dicho desarrollo abarca tanto el plano
natural como el sobrenatural; éste es el motivo por el que, «cuando
Dios queda eclipsado, nuestra capacidad de reconocer el orden natural, la
finalidad y el “bien”, empieza a disiparse»[50].
19. Finalmente, la visión del desarrollo como vocación comporta
que su centro sea la caridad. En la Encíclica Populorum progressio,
Pablo VI señaló que las causas del subdesarrollo no son principalmente
de orden material. Nos invitó a buscarlas en otras dimensiones del
hombre. Ante todo, en la voluntad, que con frecuencia se desentiende
de los deberes de la solidaridad. Después, en el pensamiento, que no
siempre sabe orientar adecuadamente el deseo. Por eso, para alcanzar el desarrollo
hacen falta «pensadores de reflexión profunda que busquen un
humanismo nuevo, el cual permita al hombre moderno hallarse a sí mismo»[51].
Pero eso no es todo. El subdesarrollo tiene una causa más importante
aún que la falta de pensamiento: es «la falta de fraternidad
entre los hombres y entre los pueblos»[52]. Esta fraternidad, ¿podrán
lograrla alguna vez los hombres por sí solos? La sociedad cada vez
más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos.
La razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre
los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero
no consigue fundar la hermandad. Ésta nace de una vocación
transcendente de Dios Padre, el primero que nos ha amado, y que nos ha enseñado
mediante el Hijo lo que es la caridad fraterna. Pablo VI, presentando los
diversos niveles del proceso de desarrollo del hombre, puso en lo más
alto, después de haber mencionado la fe, «la unidad de la caridad
de Cristo, que nos llama a todos a participar, como hijos, en la vida del
Dios vivo, Padre de todos los hombres»[53].
20. Estas perspectivas abiertas por la Populorum progressio siguen siendo
fundamentales para dar vida y orientación a nuestro compromiso por
el desarrollo de los pueblos. Además, la Populorum progressio subraya
reiteradamente la urgencia de las reformas[54] y pide que, ante los grandes
problemas de la injusticia en el desarrollo de los pueblos, se actúe
con valor y sin demora. Esta urgencia viene impuesta también por la
caridad en la verdad. Es la caridad de Cristo la que nos impulsa: «caritas
Christi urget nos» (2 Co 5,14). Esta urgencia no se debe sólo
al estado de cosas, no se deriva solamente de la avalancha de los acontecimientos
y problemas, sino de lo que está en juego: la necesidad de alcanzar
una auténtica fraternidad. Lograr esta meta es tan importante que exige
tomarla en consideración para comprenderla a fondo y movilizarse concretamente
con el «corazón», con el fin de hacer cambiar los procesos
económicos y sociales actuales hacia metas plenamente humanas.
CAPÍTULO SEGUNDO
EL DESARROLLO HUMANO
EN NUESTRO TIEMPO
21. Pablo VI tenía una visión articulada del desarrollo. Con
el término «desarrollo» quiso indicar ante todo el objetivo
de que los pueblos salieran del hambre, la miseria, las enfermedades endémicas
y el analfabetismo. Desde el punto de vista económico, eso significaba
su participación activa y en condiciones de igualdad en el proceso
económico internacional; desde el punto de vista social, su evolución
hacia sociedades solidarias y con buen nivel de formación; desde el
punto de vista político, la consolidación de regímenes
democráticos capaces de asegurar libertad y paz. Después de
tantos años, al ver con preocupación el desarrollo y la perspectiva
de las crisis que se suceden en estos tiempos, nos preguntamos hasta qué
punto se han cumplido las expectativas de Pablo VI siguiendo el modelo de
desarrollo que se ha adoptado en las últimas décadas. Por tanto,
reconocemos que estaba fundada la preocupación de la Iglesia por la
capacidad del hombre meramente tecnológico para fijar objetivos realistas
y poder gestionar constante y adecuadamente los instrumentos disponibles.
La ganancia es útil si, como medio, se orienta a un fin que le dé
un sentido, tanto en el modo de adquirirla como de utilizarla. El objetivo
exclusivo del beneficio, cuando es obtenido mal y sin el bien común
como fin último, corre el riesgo de destruir riqueza y crear pobreza.
El desarrollo económico que Pablo VI deseaba era el que produjera un
crecimiento real, extensible a todos y concretamente sostenible. Es verdad
que el desarrollo ha sido y sigue siendo un factor positivo que ha sacado
de la miseria a miles de millones de personas y que, últimamente, ha
dado a muchos países la posibilidad de participar efectivamente en
la política internacional. Sin embargo, se ha de reconocer que el
desarrollo económico mismo ha estado, y lo está aún,
aquejado por desviaciones y problemas dramáticos, que la crisis actual
ha puesto todavía más de manifiesto. Ésta nos pone improrrogablemente
ante decisiones que afectan cada vez más al destino mismo del hombre,
el cual, por lo demás, no puede prescindir de su naturaleza. Las fuerzas
técnicas que se mueven, las interrelaciones planetarias, los efectos
perniciosos sobre la economía real de una actividad financiera mal
utilizada y en buena parte especulativa, los imponentes flujos migratorios,
frecuentemente provocados y después no gestionados adecuadamente, o
la explotación sin reglas de los recursos de la tierra, nos induce
hoy a reflexionar sobre las medidas necesarias para solucionar problemas que
no sólo son nuevos respecto a los afrontados por el Papa Pablo VI,
sino también, y sobre todo, que tienen un efecto decisivo para el
bien presente y futuro de la humanidad. Los aspectos de la crisis y sus soluciones,
así como la posibilidad de un nuevo desarrollo futuro, están
cada vez más interrelacionados, se implican recíprocamente,
requieren nuevos esfuerzos de comprensión unitaria y una nueva síntesis
humanista. Nos preocupa justamente la complejidad y gravedad de la situación
económica actual, pero hemos de asumir con realismo, confianza y esperanza
las nuevas responsabilidades que nos reclama la situación de un mundo
que necesita una profunda renovación cultural y el redescubrimiento
de valores de fondo sobre los cuales construir un futuro mejor. La crisis
nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar
nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en las experiencias positivas y a
rechazar las negativas. De este modo, la crisis se convierte en ocasión
de discernir y proyectar de un modo nuevo. Conviene afrontar las dificultades
del presente en esta clave, de manera confiada más que resignada.
22. Hoy, el cuadro del desarrollo se despliega en múltiples ámbitos.
Los actores y las causas, tanto del subdesarrollo como del desarrollo, son
múltiples, las culpas y los méritos son muchos y diferentes.
Esto debería llevar a liberarse de las ideologías, que con frecuencia
simplifican de manera artificiosa la realidad, y a examinar con objetividad
la dimensión humana de los problemas. Como ya señaló
Juan Pablo II[55], la línea de demarcación entre países
ricos y pobres ahora no es tan neta como en tiempos de la Populorum progressio.
La riqueza mundial crece en términos absolutos, pero aumentan también
las desigualdades. En los países ricos, nuevas categorías sociales
se empobrecen y nacen nuevas pobrezas. En las zonas más pobres, algunos
grupos gozan de un tipo de superdesarrollo derrochador y consumista, que contrasta
de modo inaceptable con situaciones persistentes de miseria deshumanizadora.
Se sigue produciendo «el escándalo de las disparidades hirientes»[56].
Lamentablemente, hay corrupción e ilegalidad tanto en el comportamiento
de sujetos económicos y políticos de los países ricos,
nuevos y antiguos, como en los países pobres. La falta de respeto de
los derechos humanos de los trabajadores es provocada a veces por grandes
empresas multinacionales y también por grupos de producción
local. Las ayudas internacionales se han desviado con frecuencia de su finalidad
por irresponsabilidades tanto en los donantes como en los beneficiarios. Podemos
encontrar la misma articulación de responsabilidades también
en el ámbito de las causas inmateriales o culturales del desarrollo
y el subdesarrollo. Hay formas excesivas de protección de los conocimientos
por parte de los países ricos, a través de un empleo demasiado
rígido del derecho a la propiedad intelectual, especialmente en el
campo sanitario. Al mismo tiempo, en algunos países pobres perduran
modelos culturales y normas sociales de comportamiento que frenan el proceso
de desarrollo.
23. Hoy, muchas áreas del planeta se han desarrollado, aunque de
modo problemático y desigual, entrando a formar parte del grupo de
las grandes potencias destinado a jugar un papel importante en el futuro.
Pero se ha de subrayar que no basta progresar sólo desde el punto
de vista económico y tecnológico. El desarrollo necesita ser
ante todo auténtico e integral. El salir del atraso económico,
algo en sí mismo positivo, no soluciona la problemática compleja
de la promoción del hombre, ni en los países protagonistas
de estos adelantos, ni en los países económicamente ya desarrollados,
ni en los que todavía son pobres, los cuales pueden sufrir, además
de antiguas formas de explotación, las consecuencias negativas que
se derivan de un crecimiento marcado por desviaciones y desequilibrios.
Tras el derrumbe de los sistemas económicos y políticos de
los países comunistas de Europa Oriental y el fin de los llamados «bloques
contrapuestos», hubiera sido necesario un replanteamiento total del
desarrollo. Lo pidió Juan Pablo II, quien en 1987 indicó que
la existencia de estos «bloques» era una de las principales causas
del subdesarrollo[57], pues la política sustraía recursos a
la economía y a la cultura, y la ideología inhibía la
libertad. En 1991, después de los acontecimientos de 1989, pidió
también que el fin de los bloques se correspondiera con un nuevo modo
de proyectar globalmente el desarrollo, no sólo en aquellos países,
sino también en Occidente y en las partes del mundo que se estaban
desarrollando[58]. Esto ha ocurrido sólo en parte, y sigue siendo un
deber llevarlo a cabo, tal vez aprovechando precisamente las medidas necesarias
para superar los problemas económicos actuales.
24. El mundo que Pablo VI tenía ante sí, aunque el proceso
de socialización estuviera ya avanzado y pudo hablar de una cuestión
social que se había hecho mundial, estaba aún mucho menos integrado
que el actual. La actividad económica y la función política
se movían en gran parte dentro de los mismos confines y podían
contar, por tanto, la una con la otra. La actividad productiva tenía
lugar predominantemente en los ámbitos nacionales y las inversiones
financieras circulaban de forma bastante limitada con el extranjero, de manera
que la política de muchos estados podía fijar todavía
las prioridades de la economía y, de algún modo, gobernar su
curso con los instrumentos que tenía a su disposición. Por este
motivo, la Populorum progressio asignó un papel central, aunque no
exclusivo, a los «poderes públicos»[59].
En nuestra época, el Estado se encuentra con el deber de afrontar
las limitaciones que pone a su soberanía el nuevo contexto económico-comercial
y financiero internacional, caracterizado también por una creciente
movilidad de los capitales financieros y los medios de producción materiales
e inmateriales. Este nuevo contexto ha modificado el poder político
de los estados.
Hoy, aprendiendo también la lección que proviene de la crisis
económica actual, en la que los poderes públicos del Estado
se ven llamados directamente a corregir errores y disfunciones, parece más
realista una renovada valoración de su papel y de su poder, que han
de ser sabiamente reexaminados y revalorizados, de modo que sean capaces de
afrontar los desafíos del mundo actual, incluso con nuevas modalidades
de ejercerlos. Con un papel mejor ponderado de los poderes públicos,
es previsible que se fortalezcan las nuevas formas de participación
en la política nacional e internacional que tienen lugar a través
de la actuación de las organizaciones de la sociedad civil; en este
sentido, es de desear que haya mayor atención y participación
en la res publica por parte de los ciudadanos.
25. Desde el punto de vista social, a los sistemas de protección
y previsión, ya existentes en tiempos de Pablo VI en muchos países,
les cuesta trabajo, y les costará todavía más en el futuro,
lograr sus objetivos de verdadera justicia social dentro de un cuadro de
fuerzas profundamente transformado. El mercado, al hacerse global, ha estimulado,
sobre todo en países ricos, la búsqueda de áreas en
las que emplazar la producción a bajo coste con el fin de reducir los
precios de muchos bienes, aumentar el poder de adquisición y acelerar
por tanto el índice de crecimiento, centrado en un mayor consumo en
el propio mercado interior. Consiguientemente, el mercado ha estimulado nuevas
formas de competencia entre los estados con el fin de atraer centros productivos
de empresas extranjeras, adoptando diversas medidas, como una fiscalidad favorable
y la falta de reglamentación del mundo del trabajo. Estos procesos
han llevado a la reducción de la red de seguridad social a cambio
de la búsqueda de mayores ventajas competitivas en el mercado global,
con grave peligro para los derechos de los trabajadores, para los derechos
fundamentales del hombre y para la solidaridad en las tradicionales formas
del Estado social. Los sistemas de seguridad social pueden perder la capacidad
de cumplir su tarea, tanto en los países pobres, como en los emergentes,
e incluso en los ya desarrollados desde hace tiempo. En este punto, las políticas
de balance, con los recortes al gasto social, con frecuencia promovidos también
por las instituciones financieras internacionales, pueden dejar a los ciudadanos
impotentes ante riesgos antiguos y nuevos; dicha impotencia aumenta por la
falta de protección eficaz por parte de las asociaciones de los trabajadores.
El conjunto de los cambios sociales y económicos hace que las organizaciones
sindicales tengan mayores dificultades para desarrollar su tarea de representación
de los intereses de los trabajadores, también porque los gobiernos,
por razones de utilidad económica, limitan a menudo las libertades
sindicales o la capacidad de negociación de los sindicatos mismos.
Las redes de solidaridad tradicionales se ven obligadas a superar mayores
obstáculos. Por tanto, la invitación de la doctrina social
de la Iglesia, empezando por la Rerum novarum[60], a dar vida a asociaciones
de trabajadores para defender sus propios derechos ha de ser respetada, hoy
más que ayer, dando ante todo una respuesta pronta y de altas miras
a la urgencia de establecer nuevas sinergias en el ámbito internacional
y local.
La movilidad laboral, asociada a la desregulación generalizada, ha
sido un fenómeno importante, no exento de aspectos positivos porque
estimula la producción de nueva riqueza y el intercambio entre culturas
diferentes. Sin embargo, cuando la incertidumbre sobre las condiciones de
trabajo a causa de la movilidad y la desregulación se hace endémica,
surgen formas de inestabilidad psicológica, de dificultad para abrirse
caminos coherentes en la vida, incluido el del matrimonio. Como consecuencia,
se producen situaciones de deterioro humano y de desperdicio social. Respecto
a lo que sucedía en la sociedad industrial del pasado, el paro provoca
hoy nuevas formas de irrelevancia económica, y la actual crisis sólo
puede empeorar dicha situación. El estar sin trabajo durante mucho
tiempo, o la dependencia prolongada de la asistencia pública o privada,
mina la libertad y la creatividad de la persona y sus relaciones familiares
y sociales, con graves daños en el plano psicológico y espiritual.
Quisiera recordar a todos, en especial a los gobernantes que se ocupan en
dar un aspecto renovado al orden económico y social del mundo, que
el primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la persona
en su integridad: «Pues el hombre es el autor, el centro y el fin de
toda la vida económico-social»[61].
26. En el plano cultural, las diferencias son aún más acusadas
que en la época de Pablo VI. Entonces, las culturas estaban generalmente
bien definidas y tenían más posibilidades de defenderse ante
los intentos de hacerlas homogéneas. Hoy, las posibilidades de interacción
entre las culturas han aumentado notablemente, dando lugar a nuevas perspectivas
de diálogo intercultural, un diálogo que, para ser eficaz, ha
de tener como punto de partida una toma de conciencia de la identidad específica
de los diversos interlocutores. Pero no se ha de olvidar que la progresiva
mercantilización de los intercambios culturales aumenta hoy un doble
riesgo. Se nota, en primer lugar, un eclecticismo cultural asumido con frecuencia
de manera acrítica: se piensa en las culturas como superpuestas unas
a otras, sustancialmente equivalentes e intercambiables. Eso induce a caer
en un relativismo que en nada ayuda al verdadero diálogo intercultural;
en el plano social, el relativismo cultural provoca que los grupos culturales
estén juntos o convivan, pero separados, sin diálogo auténtico
y, por lo tanto, sin verdadera integración. Existe, en segundo lugar,
el peligro opuesto de rebajar la cultura y homologar los comportamientos
y estilos de vida. De este modo, se pierde el sentido profundo de la cultura
de las diferentes naciones, de las tradiciones de los diversos pueblos, en
cuyo marco la persona se enfrenta a las cuestiones fundamentales de la existencia[62].
El eclecticismo y el bajo nivel cultural coinciden en separar la cultura
de la naturaleza humana. Así, las culturas ya no saben encontrar su
lugar en una naturaleza que las transciende[63], terminando por reducir al
hombre a mero dato cultural. Cuando esto ocurre, la humanidad corre nuevos
riesgos de sometimiento y manipulación.
27. En muchos países pobres persiste, y amenaza con acentuarse, la
extrema inseguridad de vida a causa de la falta de alimentación: el
hambre causa todavía muchas víctimas entre tantos Lázaros
a los que no se les consiente sentarse a la mesa del rico epulón, como
en cambio Pablo VI deseaba[64]. Dar de comer a los hambrientos (cf. Mt 25,35.37.42)
es un imperativo ético para la Iglesia universal, que responde a las
enseñanzas de su Fundador, el Señor Jesús, sobre la
solidaridad y el compartir. Además, en la era de la globalización,
eliminar el hambre en el mundo se ha convertido también en una meta
que se ha de lograr para salvaguardar la paz y la estabilidad del planeta.
El hambre no depende tanto de la escasez material, cuanto de la insuficiencia
de recursos sociales, el más importante de los cuales es de tipo institucional.
Es decir, falta un sistema de instituciones económicas capaces, tanto
de asegurar que se tenga acceso al agua y a la comida de manera regular y
adecuada desde el punto de vista nutricional, como de afrontar las exigencias
relacionadas con las necesidades primarias y con las emergencias de crisis
alimentarias reales, provocadas por causas naturales o por la irresponsabilidad
política nacional e internacional. El problema de la inseguridad alimentaria
debe ser planteado en una perspectiva de largo plazo, eliminando las causas
estructurales que lo provocan y promoviendo el desarrollo agrícola
de los países más pobres mediante inversiones en infraestructuras
rurales, sistemas de riego, transportes, organización de los mercados,
formación y difusión de técnicas agrícolas apropiadas,
capaces de utilizar del mejor modo los recursos humanos, naturales y socio-económicos,
que se puedan obtener preferiblemente en el propio lugar, para asegurar así
también su sostenibilidad a largo plazo. Todo eso ha de llevarse a
cabo implicando a las comunidades locales en las opciones y decisiones referentes
a la tierra de cultivo. En esta perspectiva, podría ser útil
tener en cuenta las nuevas fronteras que se han abierto en el empleo correcto
de las técnicas de producción agrícola tradicional, así
como las más innovadoras, en el caso de que éstas hayan sido
reconocidas, tras una adecuada verificación, convenientes, respetuosas
del ambiente y atentas a las poblaciones más desfavorecidas. Al mismo
tiempo, no se debería descuidar la cuestión de una reforma
agraria ecuánime en los países en desarrollo. El derecho a
la alimentación y al agua tiene un papel importante para conseguir
otros derechos, comenzando ante todo por el derecho primario a la vida. Por
tanto, es necesario que madure una conciencia solidaria que considere la alimentación
y el acceso al agua como derechos universales de todos los seres humanos,
sin distinciones ni discriminaciones[65]. Es importante destacar, además,
que la vía solidaria hacia el desarrollo de los países pobres
puede ser un proyecto de solución de la crisis global actual, como
lo han intuido en los últimos tiempos hombres políticos y responsables
de instituciones internacionales. Apoyando a los países económicamente
pobres mediante planes de financiación inspirados en la solidaridad,
con el fin de que ellos mismos puedan satisfacer las necesidades de bienes
de consumo y desarrollo de los propios ciudadanos, no sólo se puede
producir un verdadero crecimiento económico, sino que se puede contribuir
también a sostener la capacidad productiva de los países ricos,
que corre peligro de quedar comprometida por la crisis.
28. Uno de los aspectos más destacados del desarrollo actual es la
importancia del tema del respeto a la vida, que en modo alguno puede separarse
de las cuestiones relacionadas con el desarrollo de los pueblos. Es un aspecto
que últimamente está asumiendo cada vez mayor relieve, obligándonos
a ampliar el concepto de pobreza [66] y de subdesarrollo a los problemas vinculados
con la acogida de la vida, sobre todo donde ésta se ve impedida de
diversas formas.
La situación de pobreza no sólo provoca todavía en
muchas zonas un alto índice de mortalidad infantil, sino que en varias
partes del mundo persisten prácticas de control demográfico
por parte de los gobiernos, que con frecuencia difunden la contracepción
y llegan incluso a imponer también el aborto. En los países
económicamente más desarrollados, las legislaciones contrarias
a la vida están muy extendidas y han condicionado ya las costumbres
y la praxis, contribuyendo a difundir una mentalidad antinatalista, que muchas
veces se trata de transmitir también a otros estados como si fuera
un progreso cultural.
Algunas organizaciones no gubernamentales, además, difunden el aborto,
promoviendo a veces en los países pobres la adopción de la práctica
de la esterilización, incluso en mujeres a quienes no se pide su consentimiento.
Por añadidura, existe la sospecha fundada de que, en ocasiones, las
ayudas al desarrollo se condicionan a determinadas políticas sanitarias
que implican de hecho la imposición de un fuerte control de la natalidad.
Preocupan también tanto las legislaciones que aceptan la eutanasia
como las presiones de grupos nacionales e internacionales que reivindican
su reconocimiento jurídico.
La apertura a la vida está en el centro del verdadero desarrollo.
Cuando una sociedad se encamina hacia la negación y la supresión
de la vida, acaba por no encontrar la motivación y la energía
necesaria para esforzarse en el servicio del verdadero bien del hombre. Si
se pierde la sensibilidad personal y social para acoger una nueva vida, también
se marchitan otras formas de acogida provechosas para la vida social[67].
La acogida de la vida forja las energías morales y capacita para la
ayuda recíproca. Fomentando la apertura a la vida, los pueblos ricos
pueden comprender mejor las necesidades de los que son pobres, evitar el empleo
de ingentes recursos económicos e intelectuales para satisfacer deseos
egoístas entre los propios ciudadanos y promover, por el contrario,
buenas actuaciones en la perspectiva de una producción moralmente sana
y solidaria, en el respeto del derecho fundamental de cada pueblo y cada
persona a la vida.
29. Hay otro aspecto de la vida de hoy, muy estrechamente unido con el desarrollo:
la negación del derecho a la libertad religiosa. No me refiero sólo
a las luchas y conflictos que todavía se producen en el mundo por motivos
religiosos, aunque a veces la religión sea solamente una cobertura
para razones de otro tipo, como el afán de poder y riqueza. En efecto,
hoy se mata frecuentemente en el nombre sagrado de Dios, como muchas veces
ha manifestado y deplorado públicamente mi predecesor Juan Pablo II
y yo mismo[68]. La violencia frena el desarrollo auténtico e impide
la evolución de los pueblos hacia un mayor bienestar socioeconómico
y espiritual. Esto ocurre especialmente con el terrorismo de inspiración
fundamentalista[69], que causa dolor, devastación y muerte, bloquea
el diálogo entre las naciones y desvía grandes recursos de su
empleo pacífico y civil. No obstante, se ha de añadir que, además
del fanatismo religioso que impide el ejercicio del derecho a la libertad
de religión en algunos ambientes, también la promoción
programada de la indiferencia religiosa o del ateísmo práctico
por parte de muchos países contrasta con las necesidades del desarrollo
de los pueblos, sustrayéndoles bienes espirituales y humanos. Dios
es el garante del verdadero desarrollo del hombre en cuanto, habiéndolo
creado a su imagen, funda también su dignidad trascendente y alimenta
su anhelo constitutivo de «ser más». El ser humano no
es un átomo perdido en un universo casual[70], sino una criatura de
Dios, a quien Él ha querido dar un alma inmortal y al que ha amado
desde siempre. Si el hombre fuera fruto sólo del azar o la necesidad,
o si tuviera que reducir sus aspiraciones al horizonte angosto de las situaciones
en que vive, si todo fuera únicamente historia y cultura, y el hombre
no tuviera una naturaleza destinada a transcenderse en una vida sobrenatural,
podría hablarse de incremento o de evolución, pero no de desarrollo.
Cuando el Estado promueve, enseña, o incluso impone formas de ateísmo
práctico, priva a sus ciudadanos de la fuerza moral y espiritual indispensable
para comprometerse en el desarrollo humano integral y les impide avanzar
con renovado dinamismo en su compromiso en favor de una respuesta humana
más generosa al amor divino[71]. Y también se da el caso de
que países económicamente desarrollados o emergentes exporten
a los países pobres, en el contexto de sus relaciones culturales,
comerciales y políticas, esta visión restringida de la persona
y su destino. Éste es el daño que el «superdesarrollo»[72]
produce al desarrollo auténtico, cuando va acompañado por el
«subdesarrollo moral»[73].
30. En esta línea, el tema del desarrollo humano integral adquiere
un alcance aún más complejo: la correlación entre sus
múltiples elementos exige un esfuerzo para que los diferentes ámbitos
del saber humano sean interactivos, con vistas a la promoción de un
verdadero desarrollo de los pueblos. Con frecuencia, se cree que basta aplicar
el desarrollo o las medidas socioeconómicas correspondientes mediante
una actuación común. Sin embargo, este actuar común necesita
ser orientado, porque «toda acción social implica una doctrina»[74].
Teniendo en cuenta la complejidad de los problemas, es obvio que las diferentes
disciplinas deben colaborar en una interdisciplinariedad ordenada. La caridad
no excluye el saber, más bien lo exige, lo promueve y lo anima desde
dentro. El saber nunca es sólo obra de la inteligencia. Ciertamente,
puede reducirse a cálculo y experimentación, pero si quiere
ser sabiduría capaz de orientar al hombre a la luz de los primeros
principios y de su fin último, ha de ser «sazonado» con
la «sal» de la caridad. Sin el saber, el hacer es ciego, y el
saber es estéril sin el amor. En efecto, «el que está
animado de una verdadera caridad es ingenioso para descubrir las causas de
la miseria, para encontrar los medios de combatirla, para vencerla con intrepidez»[75].
Al afrontar los fenómenos que tenemos delante, la caridad en la verdad
exige ante todo conocer y entender, conscientes y respetuosos de la competencia
específica de cada ámbito del saber. La caridad no es una añadidura
posterior, casi como un apéndice al trabajo ya concluido de las diferentes
disciplinas, sino que dialoga con ellas desde el principio. Las exigencias
del amor no contradicen las de la razón. El saber humano es insuficiente
y las conclusiones de las ciencias no podrán indicar por sí
solas la vía hacia el desarrollo integral del hombre. Siempre hay que
lanzarse más allá: lo exige la caridad en la verdad[76]. Pero
ir más allá nunca significa prescindir de las conclusiones de
la razón, ni contradecir sus resultados. No existe la inteligencia
y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia
llena de amor.
31. Esto significa que la valoración moral y la investigación
científica deben crecer juntas, y que la caridad ha de animarlas en
un conjunto interdisciplinar armónico, hecho de unidad y distinción.
La doctrina social de la Iglesia, que tiene «una importante dimensión
interdisciplinar»[77], puede desempeñar en esta perspectiva una
función de eficacia extraordinaria. Permite a la fe, a la teología,
a la metafísica y a las ciencias encontrar su lugar dentro de una colaboración
al servicio del hombre. La doctrina social de la Iglesia ejerce especialmente
en esto su dimensión sapiencial. Pablo VI vio con claridad que una
de las causas del subdesarrollo es una falta de sabiduría, de reflexión,
de pensamiento capaz de elaborar una síntesis orientadora[78], y que
requiere «una clara visión de todos los aspectos económicos,
sociales, culturales y espirituales»[79]. La excesiva sectorización
del saber[80], el cerrarse de las ciencias humanas a la metafísica[81],
las dificultades del diálogo entre las ciencias y la teología,
no sólo dañan el desarrollo del saber, sino también
el desarrollo de los pueblos, pues, cuando eso ocurre, se obstaculiza la
visión de todo el bien del hombre en las diferentes dimensiones que
lo caracterizan. Es indispensable «ampliar nuestro concepto de razón
y de su uso»[82] para conseguir ponderar adecuadamente todos los términos
de la cuestión del desarrollo y de la solución de los problemas
socioeconómicos.
32. Las grandes novedades que presenta hoy el cuadro del desarrollo de los
pueblos plantean en muchos casos la exigencia de nuevas soluciones. Éstas
han de buscarse, a la vez, en el respeto de las leyes propias de cada cosa
y a la luz de una visión integral del hombre que refleje los diversos
aspectos de la persona humana, considerada con la mirada purificada por la
caridad. Así se descubrirán singulares convergencias y posibilidades
concretas de solución, sin renunciar a ningún componente fundamental
de la vida humana.
La dignidad de la persona y las exigencias de la justicia requieren, sobre
todo hoy, que las opciones económicas no hagan aumentar de manera excesiva
y moralmente inaceptable las desigualdades [83] y que se siga buscando como
prioridad el objetivo del acceso al trabajo por parte de todos, o lo mantengan.
Pensándolo bien, esto es también una exigencia de la «razón
económica». El aumento sistémico de las desigualdades
entre grupos sociales dentro de un mismo país y entre las poblaciones
de los diferentes países, es decir, el aumento masivo de la pobreza
relativa, no sólo tiende a erosionar la cohesión social y,
de este modo, poner en peligro la democracia, sino que tiene también
un impacto negativo en el plano económico por el progresivo desgaste
del «capital social», es decir, del conjunto de relaciones de
confianza, fiabilidad y respeto de las normas, que son indispensables en toda
convivencia civil.
La ciencia económica nos dice también que una situación
de inseguridad estructural da origen a actitudes antiproductivas y al derroche
de recursos humanos, en cuanto que el trabajador tiende a adaptarse pasivamente
a los mecanismos automáticos, en vez de dar espacio a la creatividad.
También sobre este punto hay una convergencia entre ciencia económica
y valoración moral. Los costes humanos son siempre también costes
económicos y las disfunciones económicas comportan igualmente
costes humanos.
Además, se ha de recordar que rebajar las culturas a la dimensión
tecnológica, aunque puede favorecer la obtención de beneficios
a corto plazo, a la larga obstaculiza el enriquecimiento mutuo y las dinámicas
de colaboración. Es importante distinguir entre consideraciones económicas
o sociológicas a corto y largo plazo. Reducir el nivel de tutela de
los derechos de los trabajadores y renunciar a mecanismos de redistribución
del rédito con el fin de que el país adquiera mayor competitividad
internacional, impiden consolidar un desarrollo duradero. Por tanto, se han
de valorar cuidadosamente las consecuencias que tienen sobre las personas
las tendencias actuales hacia una economía de corto, a veces brevísimo
plazo. Esto exige «una nueva y más profunda reflexión
sobre el sentido de la economía y de sus fines»[84], además
de una honda revisión con amplitud de miras del modelo de desarrollo,
para corregir sus disfunciones y desviaciones. Lo exige, en realidad, el estado
de salud ecológica del planeta; lo requiere sobre todo la crisis cultural
y moral del hombre, cuyos síntomas son evidentes en todas las partes
del mundo desde hace tiempo.
33. Más de cuarenta años después de la Populorum progressio,
su argumento de fondo, el progreso, sigue siendo aún un problema abierto,
que se ha hecho más agudo y perentorio por la crisis económico-financiera
que se está produciendo. Aunque algunas zonas del planeta que sufrían
la pobreza han experimentado cambios notables en términos de crecimiento
económico y participación en la producción mundial, otras
viven todavía en una situación de miseria comparable a la que
había en tiempos de Pablo VI y, en algún caso, puede decirse
que peor. Es significativo que algunas causas de esta situación fueran
ya señaladas en la Populorum progressio, como por ejemplo, los altos
aranceles aduaneros impuestos por los países económicamente
desarrollados, que todavía impiden a los productos procedentes de los
países pobres llegar a los mercados de los países ricos. En
cambio, otras causas que la Encíclica sólo esbozó, han
adquirido después mayor relieve. Este es el caso de la valoración
del proceso de descolonización, por entonces en pleno auge. Pablo VI
deseaba un itinerario autónomo que se recorriera en paz y libertad.
Después de más de cuarenta años, hemos de reconocer lo
difícil que ha sido este recorrido, tanto por nuevas formas de colonialismo
y dependencia de antiguos y nuevos países hegemónicos, como
por graves irresponsabilidades internas en los propios países que
se han independizado.
La novedad principal ha sido el estallido de la interdependencia planetaria,
ya comúnmente llamada globalización. Pablo VI lo había
previsto parcialmente, pero es sorprendente el alcance y la impetuosidad de
su auge. Surgido en los países económicamente desarrollados,
este proceso ha implicado por su naturaleza a todas las economías.
Ha sido el motor principal para que regiones enteras superaran el subdesarrollo
y es, de por sí, una gran oportunidad. Sin embargo, sin la guía
de la caridad en la verdad, este impulso planetario puede contribuir a crear
riesgo de daños hasta ahora desconocidos y nuevas divisiones en la
familia humana. Por eso, la caridad y la verdad nos plantean un compromiso
inédito y creativo, ciertamente muy vasto y complejo. Se trata de ensanchar
la razón y hacerla capaz de conocer y orientar estas nuevas e imponentes
dinámicas, animándolas en la perspectiva de esa «civilización
del amor», de la cual Dios ha puesto la semilla en cada pueblo y en
cada cultura.
CAPÍTULO TERCERO
FRATERNIDAD,
DESARROLLO ECONÓMICO
Y SOCIEDAD CIVIL
34. La caridad en la verdad pone al hombre ante la sorprendente experiencia
del don. La gratuidad está en su vida de muchas maneras, aunque frecuentemente
pasa desapercibida debido a una visión de la existencia que antepone
a todo la productividad y la utilidad. El ser humano está hecho para
el don, el cual manifiesta y desarrolla su dimensión trascendente.
A veces, el hombre moderno tiene la errónea convicción de ser
el único autor de sí mismo, de su vida y de la sociedad. Es
una presunción fruto de la cerrazón egoísta en sí
mismo, que procede —por decirlo con una expresión creyente— del pecado
de los orígenes. La sabiduría de la Iglesia ha invitado siempre
a no olvidar la realidad del pecado original, ni siquiera en la interpretación
de los fenómenos sociales y en la construcción de la sociedad:
«Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal,
da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política,
de la acción social y de las costumbres»[85]. Hace tiempo que
la economía forma parte del conjunto de los ámbitos en que se
manifiestan los efectos perniciosos del pecado. Nuestros días nos ofrecen
una prueba evidente. Creerse autosuficiente y capaz de eliminar por sí
mismo el mal de la historia ha inducido al hombre a confundir la felicidad
y la salvación con formas inmanentes de bienestar material y de actuación
social. Además, la exigencia de la economía de ser autónoma,
de no estar sujeta a «injerencias» de carácter moral,
ha llevado al hombre a abusar de los instrumentos económicos incluso
de manera destructiva. Con el pasar del tiempo, estas posturas han desembocado
en sistemas económicos, sociales y políticos que han tiranizado
la libertad de la persona y de los organismos sociales y que, precisamente
por eso, no han sido capaces de asegurar la justicia que prometían.
Como he afirmado en la Encíclica Spe salvi, se elimina así
de la historia la esperanza cristiana[86], que no obstante es un poderoso
recurso social al servicio del desarrollo humano integral, en la libertad
y en la justicia. La esperanza sostiene a la razón y le da fuerza
para orientar la voluntad[87]. Está ya presente en la fe, que la suscita.
La caridad en la verdad se nutre de ella y, al mismo tiempo, la manifiesta.
Al ser un don absolutamente gratuito de Dios, irrumpe en nuestra vida como
algo que no es debido, que trasciende toda ley de justicia. Por su naturaleza,
el don supera el mérito, su norma es sobreabundar. Nos precede en
nuestra propia alma como signo de la presencia de Dios en nosotros y de sus
expectativas para con nosotros. La verdad que, como la caridad es don, nos
supera, como enseña San Agustín[88]. Incluso nuestra propia
verdad, la de nuestra conciencia personal, ante todo, nos ha sido «dada».
En efecto, en todo proceso cognitivo la verdad no es producida por nosotros,
sino que se encuentra o, mejor aún, se recibe. Como el amor, «no
nace del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone
al ser humano»[89].
Al ser un don recibido por todos, la caridad en la verdad es una fuerza
que funda la comunidad, unifica a los hombres de manera que no haya barreras
o confines. La comunidad humana puede ser organizada por nosotros mismos,
pero nunca podrá ser sólo con sus propias fuerzas una comunidad
plenamente fraterna ni aspirar a superar las fronteras, o convertirse en una
comunidad universal. La unidad del género humano, la comunión
fraterna más allá de toda división, nace de la palabra
de Dios-Amor que nos convoca. Al afrontar esta cuestión decisiva, hemos
de precisar, por un lado, que la lógica del don no excluye la justicia
ni se yuxtapone a ella como un añadido externo en un segundo momento
y, por otro, que el desarrollo económico, social y político
necesita, si quiere ser auténticamente humano, dar espacio al principio
de gratuidad como expresión de fraternidad.
35. Si hay confianza recíproca y generalizada, el mercado es la institución
económica que permite el encuentro entre las personas, como agentes
económicos que utilizan el contrato como norma de sus relaciones y
que intercambian bienes y servicios de consumo para satisfacer sus necesidades
y deseos. El mercado está sujeto a los principios de la llamada justicia
conmutativa, que regula precisamente la relación entre dar y recibir
entre iguales. Pero la doctrina social de la Iglesia no ha dejado nunca de
subrayar la importancia de la justicia distributiva y de la justicia social
para la economía de mercado, no sólo porque está dentro
de un contexto social y político más amplio, sino también
por la trama de relaciones en que se desenvuelve. En efecto, si el mercado
se rige únicamente por el principio de la equivalencia del valor de
los bienes que se intercambian, no llega a producir la cohesión social
que necesita para su buen funcionamiento. Sin formas internas de solidaridad
y de confianza recíproca, el mercado no puede cumplir plenamente su
propia función económica. Hoy, precisamente esta confianza ha
fallado, y esta pérdida de confianza es algo realmente grave.
Pablo VI subraya oportunamente en la Populorum progressio que el sistema
económico mismo se habría aventajado con la práctica
generalizada de la justicia, pues los primeros beneficiarios del desarrollo
de los países pobres hubieran sido los países ricos[90]. No
se trata sólo de remediar el mal funcionamiento con las ayudas. No
se debe considerar a los pobres como un «fardo»[91], sino como
una riqueza incluso desde el punto de vista estrictamente económico.
No obstante, se ha de considerar equivocada la visión de quienes piensan
que la economía de mercado tiene necesidad estructural de una cuota
de pobreza y de subdesarrollo para funcionar mejor. Al mercado le interesa
promover la emancipación, pero no puede lograrlo por sí mismo,
porque no puede producir lo que está fuera de su alcance. Ha de sacar
fuerzas morales de otras instancias que sean capaces de generarlas.
36. La actividad económica no puede resolver todos los problemas
sociales ampliando sin más la lógica mercantil. Debe estar
ordenada a la consecución del bien común, que es responsabilidad
sobre todo de la comunidad política. Por tanto, se debe tener presente
que separar la gestión económica, a la que correspondería
únicamente producir riqueza, de la acción política, que
tendría el papel de conseguir la justicia mediante la redistribución,
es causa de graves desequilibrios.
La Iglesia sostiene siempre que la actividad económica no debe considerarse
antisocial. Por eso, el mercado no es ni debe convertirse en el ámbito
donde el más fuerte avasalle al más débil. La sociedad
no debe protegerse del mercado, pensando que su desarrollo comporta ipso facto
la muerte de las relaciones auténticamente humanas. Es verdad que
el mercado puede orientarse en sentido negativo, pero no por su propia naturaleza,
sino por una cierta ideología que lo guía en este sentido.
No se debe olvidar que el mercado no existe en su estado puro, se adapta
a las configuraciones culturales que lo concretan y condicionan. En efecto,
la economía y las finanzas, al ser instrumentos, pueden ser mal utilizados
cuando quien los gestiona tiene sólo referencias egoístas. De
esta forma, se puede llegar a transformar medios de por sí buenos en
perniciosos. Lo que produce estas consecuencias es la razón oscurecida
del hombre, no el medio en cuanto tal. Por eso, no se deben hacer reproches
al medio o instrumento sino al hombre, a su conciencia moral y a su responsabilidad
personal y social.
La doctrina social de la Iglesia sostiene que se pueden vivir relaciones
auténticamente humanas, de amistad y de sociabilidad, de solidaridad
y de reciprocidad, también dentro de la actividad económica
y no solamente fuera o «después» de ella. El sector económico
no es ni éticamente neutro ni inhumano o antisocial por naturaleza.
Es una actividad del hombre y, precisamente porque es humana, debe ser articulada
e institucionalizada éticamente.
El gran desafío que tenemos, planteado por las dificultades del desarrollo
en este tiempo de globalización y agravado por la crisis económico-financiera
actual, es mostrar, tanto en el orden de las ideas como de los comportamientos,
que no sólo no se pueden olvidar o debilitar los principios tradicionales
de la ética social, como la trasparencia, la honestidad y la responsabilidad,
sino que en las relaciones mercantiles el principio de gratuidad y la lógica
del don, como expresiones de fraternidad, pueden y deben tener espacio en
la actividad económica ordinaria. Esto es una exigencia del hombre
en el momento actual, pero también de la razón económica
misma. Una exigencia de la caridad y de la verdad al mismo tiempo.
37. La doctrina social de la Iglesia ha sostenido siempre que la justicia
afecta a todas las fases de la actividad económica, porque en todo
momento tiene que ver con el hombre y con sus derechos. La obtención
de recursos, la financiación, la producción, el consumo y todas
las fases del proceso económico tienen ineludiblemente implicaciones
morales. Así, toda decisión económica tiene consecuencias
de carácter moral. Lo confirman las ciencias sociales y las tendencias
de la economía contemporánea. Hace algún tiempo, tal
vez se podía confiar primero a la economía la producción
de riqueza y asignar después a la política la tarea de su distribución.
Hoy resulta más difícil, dado que las actividades económicas
no se limitan a territorios definidos, mientras que las autoridades gubernativas
siguen siendo sobre todo locales. Además, las normas de justicia deben
ser respetadas desde el principio y durante el proceso económico, y
no sólo después o colateralmente. Para eso es necesario que
en el mercado se dé cabida a actividades económicas de sujetos
que optan libremente por ejercer su gestión movidos por principios
distintos al del mero beneficio, sin renunciar por ello a producir valor económico.
Muchos planteamientos económicos provenientes de iniciativas religiosas
y laicas demuestran que esto es realmente posible.
En la época de la globalización, la economía refleja
modelos competitivos vinculados a culturas muy diversas entre sí. El
comportamiento económico y empresarial que se desprende tiene en común
principalmente el respeto de la justicia conmutativa. Indudablemente, la
vida económica tiene necesidad del contrato para regular las relaciones
de intercambio entre valores equivalentes. Pero necesita igualmente leyes
justas y formas de redistribución guiadas por la política, además
de obras caracterizadas por el espíritu del don. La economía
globalizada parece privilegiar la primera lógica, la del intercambio
contractual, pero directa o indirectamente demuestra que necesita a las otras
dos, la lógica de la política y la lógica del don sin
contrapartida.
38. En la Centesimus annus, mi predecesor Juan Pablo II señaló
esta problemática al advertir la necesidad de un sistema basado en
tres instancias: el mercado, el Estado y la sociedad civil[92]. Consideró
que la sociedad civil era el ámbito más apropiado para una economía
de la gratuidad y de la fraternidad, sin negarla en los otros dos ámbitos.
Hoy podemos decir que la vida económica debe ser comprendida como
una realidad de múltiples dimensiones: en todas ellas, aunque en medida
diferente y con modalidades específicas, debe haber respeto a la reciprocidad
fraterna. En la época de la globalización, la actividad económica
no puede prescindir de la gratuidad, que fomenta y extiende la solidaridad
y la responsabilidad por la justicia y el bien común en sus diversas
instancias y agentes. Se trata, en definitiva, de una forma concreta y profunda
de democracia económica. La solidaridad es en primer lugar que todos
se sientan responsables de todos[93]; por tanto no se la puede dejar solamente
en manos del Estado. Mientras antes se podía pensar que lo primero
era alcanzar la justicia y que la gratuidad venía después como
un complemento, hoy es necesario decir que sin la gratuidad no se alcanza
ni siquiera la justicia. Se requiere, por tanto, un mercado en el cual puedan
operar libremente, con igualdad de oportunidades, empresas que persiguen
fines institucionales diversos. Junto a la empresa privada, orientada al
beneficio, y los diferentes tipos de empresa pública, deben poderse
establecer y desenvolver aquellas organizaciones productivas que persiguen
fines mutualistas y sociales. De su recíproca interacción en
el mercado se puede esperar una especie de combinación entre los comportamientos
de empresa y, con ella, una atención más sensible a una civilización
de la economía. En este caso, caridad en la verdad significa la necesidad
de dar forma y organización a las iniciativas económicas que,
sin renunciar al beneficio, quieren ir más allá de la lógica
del intercambio de cosas equivalentes y del lucro como fin en sí mismo.
39. Pablo VI pedía en la Populorum progressio que se llegase a un
modelo de economía de mercado capaz de incluir, al menos tendencialmente,
a todos los pueblos, y no solamente a los particularmente dotados. Pedía
un compromiso para promover un mundo más humano para todos, un mundo
«en donde todos tengan que dar y recibir, sin que el progreso de los
unos sea un obstáculo para el desarrollo de los otros»[94]. Así,
extendía al plano universal las mismas exigencias y aspiraciones de
la Rerum novarum, escrita como consecuencia de la revolución industrial,
cuando se afirmó por primera vez la idea —seguramente avanzada para
aquel tiempo— de que el orden civil, para sostenerse, necesitaba la intervención
redistributiva del Estado. Hoy, esta visión de la Rerum novarum, además
de puesta en crisis por los procesos de apertura de los mercados y de las
sociedades, se muestra incompleta para satisfacer las exigencias de una economía
plenamente humana. Lo que la doctrina de la Iglesia ha sostenido siempre,
partiendo de su visión del hombre y de la sociedad, es necesario también
hoy para las dinámicas características de la globalización.
Cuando la lógica del mercado y la lógica del Estado se ponen
de acuerdo para mantener el monopolio de sus respectivos ámbitos de
influencia, se debilita a la larga la solidaridad en las relaciones entre
los ciudadanos, la participación, el sentido de pertenencia y el obrar
gratuitamente, que no se identifican con el «dar para tener»,
propio de la lógica de la compraventa, ni con el «dar por deber»,
propio de la lógica de las intervenciones públicas, que el Estado
impone por ley. La victoria sobre el subdesarrollo requiere actuar no sólo
en la mejora de las transacciones basadas en la compraventa, o en las transferencias
de las estructuras asistenciales de carácter público, sino
sobre todo en la apertura progresiva en el contexto mundial a formas de actividad
económica caracterizada por ciertos márgenes de gratuidad y
comunión. El binomio exclusivo mercado-Estado corroe la sociabilidad,
mientras que las formas de economía solidaria, que encuentran su mejor
terreno en la sociedad civil aunque no se reducen a ella, crean sociabilidad.
El mercado de la gratuidad no existe y las actitudes gratuitas no se pueden
prescribir por ley. Sin embargo, tanto el mercado como la política
tienen necesidad de personas abiertas al don recíproco.
40. Las actuales dinámicas económicas internacionales, caracterizadas
por graves distorsiones y disfunciones, requieren también cambios profundos
en el modo de entender la empresa. Antiguas modalidades de la vida empresarial
van desapareciendo, mientras otras más prometedoras se perfilan en
el horizonte. Uno de los mayores riesgos es sin duda que la empresa responda
casi exclusivamente a las expectativas de los inversores en detrimento de
su dimensión social. Debido a su continuo crecimiento y a la necesidad
de mayores capitales, cada vez son menos las empresas que dependen de un único
empresario estable que se sienta responsable a largo plazo, y no sólo
por poco tiempo, de la vida y los resultados de su empresa, y cada vez son
menos las empresas que dependen de un único territorio. Además,
la llamada deslocalización de la actividad productiva puede atenuar
en el empresario el sentido de responsabilidad respecto a los interesados,
como los trabajadores, los proveedores, los consumidores, así como
al medio ambiente y a la sociedad más amplia que lo rodea, en favor
de los accionistas, que no están sujetos a un espacio concreto y gozan
por tanto de una extraordinaria movilidad. El mercado internacional de los
capitales, en efecto, ofrece hoy una gran libertad de acción. Sin
embargo, también es verdad que se está extendiendo la conciencia
de la necesidad de una «responsabilidad social» más amplia
de la empresa. Aunque no todos los planteamientos éticos que guían
hoy el debate sobre la responsabilidad social de la empresa son aceptables
según la perspectiva de la doctrina social de la Iglesia, es cierto
que se va difundiendo cada vez más la convicción según
la cual la gestión de la empresa no puede tener en cuenta únicamente
el interés de sus propietarios, sino también el de todos los
otros sujetos que contribuyen a la vida de la empresa: trabajadores, clientes,
proveedores de los diversos elementos de producción, la comunidad de
referencia. En los últimos años se ha notado el crecimiento
de una clase cosmopolita de manager, que a menudo responde sólo a las
pretensiones de los nuevos accionistas de referencia compuestos generalmente
por fondos anónimos que establecen su retribución. Pero también
hay muchos managers hoy que, con un análisis más previsor, se
percatan cada vez más de los profundos lazos de su empresa con el
territorio o territorios en que desarrolla su actividad. Pablo VI invitaba
a valorar seriamente el daño que la trasferencia de capitales al extranjero,
por puro provecho personal, puede ocasionar a la propia nación[95].
Juan Pablo II advertía que invertir tiene siempre un significado moral,
además de económico[96]. Se ha de reiterar que todo esto mantiene
su validez en nuestros días a pesar de que el mercado de capitales
haya sido fuertemente liberalizado y la moderna mentalidad tecnológica
pueda inducir a pensar que invertir es sólo un hecho técnico
y no humano ni ético. No se puede negar que un cierto capital puede
hacer el bien cuando se invierte en el extranjero en vez de en la propia patria.
Pero deben quedar a salvo los vínculos de justicia, teniendo en cuenta
también cómo se ha formado ese capital y los perjuicios que
comporta para las personas el que no se emplee en los lugares donde se ha
generado[97]. Se ha de evitar que el empleo de recursos financieros esté
motivado por la especulación y ceda a la tentación de buscar
únicamente un beneficio inmediato, en vez de la sostenibilidad de la
empresa a largo plazo, su propio servicio a la economía real y la
promoción, en modo adecuado y oportuno, de iniciativas económicas
también en los países necesitados de desarrollo. Tampoco hay
motivos para negar que la deslocalización, que lleva consigo inversiones
y formación, puede hacer bien a la población del país
que la recibe. El trabajo y los conocimientos técnicos son una necesidad
universal. Sin embargo, no es lícito deslocalizar únicamente
para aprovechar particulares condiciones favorables, o peor aún, para
explotar sin aportar a la sociedad local una verdadera contribución
para el nacimiento de un sólido sistema productivo y social, factor
imprescindible para un desarrollo estable.
41. A este respecto, es útil observar que la iniciativa empresarial
tiene, y debe asumir cada vez más, un significado polivalente. El predominio
persistente del binomio mercado-Estado nos ha acostumbrado a pensar exclusivamente
en el empresario privado de tipo capitalista por un lado y en el directivo
estatal por otro. En realidad, la iniciativa empresarial se ha de entender
de modo articulado. Así lo revelan diversas motivaciones metaeconómicas.
El ser empresario, antes de tener un significado profesional, tiene un significado
humano[98]. Es propio de todo trabajo visto como «actus personae»[99]
y por eso es bueno que todo trabajador tenga la posibilidad de dar la propia
aportación a su labor, de modo que él mismo «sea consciente
de que está trabajando en algo propio»[100]. Por eso, Pablo
VI enseñaba que «todo trabajador es un creador»[101]. Precisamente
para responder a las exigencias y a la dignidad de quien trabaja, y a las
necesidades de la sociedad, existen varios tipos de empresas, más allá
de la pura distinción entre «privado» y «público».
Cada una requiere y manifiesta una capacidad de iniciativa empresarial específica.
Para realizar una economía que en el futuro próximo sepa ponerse
al servicio del bien común nacional y mundial, es oportuno tener en
cuenta este significado amplio de iniciativa empresarial. Esta concepción
más amplia favorece el intercambio y la mutua configuración
entre los diversos tipos de iniciativa empresarial, con transvase de competencias
del mundo non profit al profit y viceversa, del público al propio de
la sociedad civil, del de las economías avanzadas al de países
en vía de desarrollo.
También la autoridad política tiene un significado polivalente,
que no se puede olvidar mientras se camina hacia la consecución de
un nuevo orden económico-productivo, socialmente responsable y a medida
del hombre. Al igual que se pretende cultivar una iniciativa empresarial diferenciada
en el ámbito mundial, también se debe promover una autoridad
política repartida y que ha de actuar en diversos planos. El mercado
único de nuestros días no elimina el papel de los estados,
más bien obliga a los gobiernos a una colaboración recíproca
más estrecha. La sabiduría y la prudencia aconsejan no proclamar
apresuradamente la desaparición del Estado. Con relación a
la solución de la crisis actual, su papel parece destinado a crecer,
recuperando muchas competencias. Hay naciones donde la construcción
o reconstrucción del Estado sigue siendo un elemento clave para su
desarrollo. La ayuda internacional, precisamente dentro de un proyecto inspirado
en la solidaridad para solucionar los actuales problemas económicos,
debería apoyar en primer lugar la consolidación de los sistemas
constitucionales, jurídicos y administrativos en los países
que todavía no gozan plenamente de estos bienes. Las ayudas económicas
deberían ir acompañadas de aquellas medidas destinadas a reforzar
las garantías propias de un Estado de derecho, un sistema de orden
público y de prisiones respetuoso de los derechos humanos y a consolidar
instituciones verdaderamente democráticas. No es necesario que el
Estado tenga las mismas características en todos los sitios: el fortalecimiento
de los sistemas constitucionales débiles puede ir acompañado
perfectamente por el desarrollo de otras instancias políticas no estatales,
de carácter cultural, social, territorial o religioso. Además,
la articulación de la autoridad política en el ámbito
local, nacional o internacional, es uno de los cauces privilegiados para
poder orientar la globalización económica. Y también
el modo de evitar que ésta mine de hecho los fundamentos de la democracia.
42. A veces se perciben actitudes fatalistas ante la globalización,
como si las dinámicas que la producen procedieran de fuerzas anónimas
e impersonales o de estructuras independientes de la voluntad humana[102].
A este respecto, es bueno recordar que la globalización ha de entenderse
ciertamente como un proceso socioeconómico, pero no es ésta
su única dimensión. Tras este proceso más visible hay
realmente una humanidad cada vez más interrelacionada; hay personas
y pueblos para los que el proceso debe ser de utilidad y desarrollo[103],
gracias a que tanto los individuos como la colectividad asumen sus respectivas
responsabilidades. La superación de las fronteras no es sólo
un hecho material, sino también cultural, en sus causas y en sus efectos.
Cuando se entiende la globalización de manera determinista, se pierden
los criterios para valorarla y orientarla. Es una realidad humana y puede
ser fruto de diversas corrientes culturales que han de ser sometidas a un
discernimiento. La verdad de la globalización como proceso y su criterio
ético fundamental vienen dados por la unidad de la familia humana y
su crecimiento en el bien. Por tanto, hay que esforzarse incesantemente para
favorecer una orientación cultural personalista y comunitaria, abierta
a la trascendencia, del proceso de integración planetaria.
A pesar de algunos aspectos estructurales innegables, pero que no se deben
absolutizar, «la globalización no es, a priori, ni buena ni mala.
Será lo que la gente haga de ella»[104]. Debemos ser sus protagonistas,
no las víctimas, procediendo razonablemente, guiados por la caridad
y la verdad. Oponerse ciegamente a la globalización sería una
actitud errónea, preconcebida, que acabaría por ignorar un
proceso que tiene también aspectos positivos, con el riesgo de perder
una gran ocasión para aprovechar las múltiples oportunidades
de desarrollo que ofrece. El proceso de globalización, adecuadamente
entendido y gestionado, ofrece la posibilidad de una gran redistribución
de la riqueza a escala planetaria como nunca se ha visto antes; pero, si se
gestiona mal, puede incrementar la pobreza y la desigualdad, contagiando además
con una crisis a todo el mundo. Es necesario corregir las disfunciones, a
veces graves, que causan nuevas divisiones entre los pueblos y en su interior,
de modo que la redistribución de la riqueza no comporte una redistribución
de la pobreza, e incluso la acentúe, como podría hacernos temer
también una mala gestión de la situación actual. Durante
mucho tiempo se ha pensado que los pueblos pobres deberían permanecer
anclados en un estadio de desarrollo preestablecido o contentarse con la filantropía
de los pueblos desarrollados. Pablo VI se pronunció contra esta mentalidad
en la Populorum progressio. Los recursos materiales disponibles para sacar
a estos pueblos de la miseria son hoy potencialmente mayores que antes, pero
se han servido de ellos principalmente los países desarrollados, que
han podido aprovechar mejor la liberalización de los movimientos de
capitales y de trabajo. Por tanto, la difusión de ámbitos de
bienestar en el mundo no debería ser obstaculizada con proyectos egoístas,
proteccionistas o dictados por intereses particulares. En efecto, la participación
de países emergentes o en vías de desarrollo permite hoy gestionar
mejor la crisis. La transición que el proceso de globalización
comporta, conlleva grandes dificultades y peligros, que sólo se podrán
superar si se toma conciencia del espíritu antropológico y
ético que en el fondo impulsa la globalización hacia metas
de humanización solidaria. Desgraciadamente, este espíritu
se ve con frecuencia marginado y entendido desde perspectivas ético-culturales
de carácter individualista y utilitarista. La globalización
es un fenómeno multidimensional y polivalente, que exige ser comprendido
en la diversidad y en la unidad de todas sus dimensiones, incluida la teológica.
Esto consentirá vivir y orientar la globalización de la humanidad
en términos de relacionalidad, comunión y participación.
CAPÍTULO CUARTO
DESARROLLO DE LOS PUEBLOS,
DERECHOS Y DEBERES, AMBIENTE
43. «La solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio para
todos, es también un deber».[105] En la actualidad, muchos pretenden
pensar que no deben nada a nadie, si no es a sí mismos. Piensan que
sólo son titulares de derechos y con frecuencia les cuesta madurar
en su responsabilidad respecto al desarrollo integral propio y ajeno. Por
ello, es importante urgir una nueva reflexión sobre los deberes que
los derechos presuponen, y sin los cuales éstos se convierten en algo
arbitrario[106]. Hoy se da una profunda contradicción. Mientras, por
un lado, se reivindican presuntos derechos, de carácter arbitrario
y superfluo, con la pretensión de que las estructuras públicas
los reconozcan y promuevan, por otro, hay derechos elementales y fundamentales
que se ignoran y violan en gran parte de la humanidad[107]. Se aprecia con
frecuencia una relación entre la reivindicación del derecho
a lo superfluo, e incluso a la transgresión y al vicio, en las sociedades
opulentas, y la carencia de comida, agua potable, instrucción básica
o cuidados sanitarios elementales en ciertas regiones del mundo subdesarrollado
y también en la periferia de las grandes ciudades. Dicha relación
consiste en que los derechos individuales, desvinculados de un conjunto de
deberes que les dé un sentido profundo, se desquician y dan lugar a
una espiral de exigencias prácticamente ilimitada y carente de criterios.
La exacerbación de los derechos conduce al olvido de los deberes. Los
deberes delimitan los derechos porque remiten a un marco antropológico
y ético en cuya verdad se insertan también los derechos y así
dejan de ser arbitrarios. Por este motivo, los deberes refuerzan los derechos
y reclaman que se los defienda y promueva como un compromiso al servicio del
bien. En cambio, si los derechos del hombre se fundamentan sólo en
las deliberaciones de una asamblea de ciudadanos, pueden ser cambiados en
cualquier momento y, consiguientemente, se relaja en la conciencia común
el deber de respetarlos y tratar de conseguirlos. Los gobiernos y los organismos
internacionales pueden olvidar entonces la objetividad y la cualidad de «no
disponibles» de los derechos. Cuando esto sucede, se pone en peligro
el verdadero desarrollo de los pueblos[108]. Comportamientos como éstos
comprometen la autoridad moral de los organismos internacionales, sobre todo
a los ojos de los países más necesitados de desarrollo. En efecto,
éstos exigen que la comunidad internacional asuma como un deber ayudarles
a ser «artífices de su destino»[109], es decir, a que
asuman a su vez deberes. Compartir los deberes recíprocos moviliza
mucho más que la mera reivindicación de derechos.
44. La concepción de los derechos y de los deberes respecto al desarrollo,
debe tener también en cuenta los problemas relacionados con el crecimiento
demográfico. Es un aspecto muy importante del verdadero desarrollo,
porque afecta a los valores irrenunciables de la vida y de la familia[110].
No es correcto considerar el aumento de población como la primera causa
del subdesarrollo, incluso desde el punto de vista económico: baste
pensar, por un lado, en la notable disminución de la mortalidad infantil
y el aumento de la edad media que se produce en los países económicamente
desarrollados y, por otra, en los signos de crisis que se perciben en la
sociedades en las que se constata una preocupante disminución de la
natalidad. Obviamente, se ha de seguir prestando la debida atención
a una procreación responsable que, por lo demás, es una contribución
efectiva al desarrollo humano integral. La Iglesia, que se interesa por el
verdadero desarrollo del hombre, exhorta a éste a que respete los
valores humanos también en el ejercicio de la sexualidad: ésta
no puede quedar reducida a un mero hecho hedonista y lúdico, del mismo
modo que la educación sexual no se puede limitar a una instrucción
técnica, con la única preocupación de proteger a los
interesados de eventuales contagios o del «riesgo» de procrear.
Esto equivaldría a empobrecer y descuidar el significado profundo de
la sexualidad, que debe ser en cambio reconocido y asumido con responsabilidad
por la persona y la comunidad. En efecto, la responsabilidad evita tanto que
se considere la sexualidad como una simple fuente de placer, como que se
regule con políticas de planificación forzada de la natalidad.
En ambos casos se trata de concepciones y políticas materialistas,
en las que las personas acaban padeciendo diversas formas de violencia. Frente
a todo esto, se debe resaltar la competencia primordial que en este campo
tienen las familias[111] respecto del Estado y sus políticas restrictivas,
así como una adecuada educación de los padres.
La apertura moralmente responsable a la vida es una riqueza social y económica.
Grandes naciones han podido salir de la miseria gracias también al
gran número y a la capacidad de sus habitantes. Al contrario, naciones
en un tiempo florecientes pasan ahora por una fase de incertidumbre, y en
algún caso de decadencia, precisamente a causa del bajo índice
de natalidad, un problema crucial para las sociedades de mayor bienestar.
La disminución de los nacimientos, a veces por debajo del llamado «índice
de reemplazo generacional», pone en crisis incluso a los sistemas de
asistencia social, aumenta los costes, merma la reserva del ahorro y, consiguientemente,
los recursos financieros necesarios para las inversiones, reduce la disponibilidad
de trabajadores cualificados y disminuye la reserva de «cerebros»
a los que recurrir para las necesidades de la nación. Además,
las familias pequeñas, o muy pequeñas a veces, corren el riesgo
de empobrecer las relaciones sociales y de no asegurar formas eficaces de
solidaridad. Son situaciones que presentan síntomas de escasa confianza
en el futuro y de fatiga moral. Por eso, se convierte en una necesidad social,
e incluso económica, seguir proponiendo a las nuevas generaciones
la hermosura de la familia y del matrimonio, su sintonía con las exigencias
más profundas del corazón y de la dignidad de la persona. En
esta perspectiva, los estados están llamados a establecer políticas
que promuevan la centralidad y la integridad de la familia, fundada en el
matrimonio entre un hombre y una mujer, célula primordial y vital
de la sociedad[112], haciéndose cargo también de sus problemas
económicos y fiscales, en el respeto de su naturaleza relacional.
45. Responder a las exigencias morales más profundas de la persona
tiene también importantes efectos beneficiosos en el plano económico.
En efecto, la economía tiene necesidad de la ética para su correcto
funcionamiento; no de una ética cualquiera, sino de una ética
amiga de la persona. Hoy se habla mucho de ética en el campo económico,
bancario y empresarial. Surgen centros de estudio y programas formativos de
business ethics; se difunde en el mundo desarrollado el sistema de certificaciones
éticas, siguiendo la línea del movimiento de ideas nacido en
torno a la responsabilidad social de la empresa. Los bancos proponen cuentas
y fondos de inversión llamados «éticos». Se desarrolla
una «finanza ética», sobre todo mediante el microcrédito
y, más en general, la microfinanciación. Dichos procesos son
apreciados y merecen un amplio apoyo. Sus efectos positivos llegan incluso
a las áreas menos desarrolladas de la tierra. Conviene, sin embargo,
elaborar un criterio de discernimiento válido, pues se nota un cierto
abuso del adjetivo «ético» que, usado de manera genérica,
puede abarcar también contenidos completamente distintos, hasta el
punto de hacer pasar por éticas decisiones y opciones contrarias a
la justicia y al verdadero bien del hombre.
En efecto, mucho depende del sistema moral de referencia. Sobre este aspecto,
la doctrina social de la Iglesia ofrece una aportación específica,
que se funda en la creación del hombre «a imagen de Dios»
(Gn 1,27), algo que comporta la inviolable dignidad de la persona humana,
así como el valor trascendente de las normas morales naturales. Una
ética económica que prescinda de estos dos pilares correría
el peligro de perder inevitablemente su propio significado y prestarse así
a ser instrumentalizada; más concretamente, correría el riesgo
de amoldarse a los sistemas económico-financieros existentes, en vez
de corregir sus disfunciones. Además, podría acabar incluso
justificando la financiación de proyectos no éticos. Es necesario,
pues, no recurrir a la palabra «ética» de una manera ideológicamente
discriminatoria, dando a entender que no serían éticas las iniciativas
no etiquetadas formalmente con esa cualificación. Conviene esforzarse
—la observación aquí es esencial— no sólo para que surjan
sectores o segmentos «éticos» de la economía o
de las finanzas, sino para que toda la economía y las finanzas sean
éticas y lo sean no por una etiqueta externa, sino por el respeto de
exigencias intrínsecas de su propia naturaleza. A este respecto, la
doctrina social de la Iglesia habla con claridad, recordando que la economía,
en todas sus ramas, es un sector de la actividad humana[113].
46. Respecto al tema de la relación entre empresa y ética,
así como de la evolución que está teniendo el sistema
productivo, parece que la distinción hasta ahora más difundida
entre empresas destinadas al beneficio (profit) y organizaciones sin ánimo
de lucro (non profit) ya no refleja plenamente la realidad, ni es capaz de
orientar eficazmente el futuro. En estos últimos decenios, ha ido surgiendo
una amplia zona intermedia entre los dos tipos de empresas. Esa zona intermedia
está compuesta por empresas tradicionales que, sin embargo, suscriben
pactos de ayuda a países atrasados; por fundaciones promovidas por
empresas concretas; por grupos de empresas que tienen objetivos de utilidad
social; por el amplio mundo de agentes de la llamada economía civil
y de comunión. No se trata sólo de un «tercer sector»,
sino de una nueva y amplia realidad compuesta, que implica al sector privado
y público y que no excluye el beneficio, pero lo considera instrumento
para objetivos humanos y sociales. Que estas empresas distribuyan más
o menos los beneficios, o que adopten una u otra configuración jurídica
prevista por la ley, es secundario respecto a su disponibilidad para concebir
la ganancia como un instrumento para alcanzar objetivos de humanización
del mercado y de la sociedad. Es de desear que estas nuevas formas de empresa
encuentren en todos los países también un marco jurídico
y fiscal adecuado. Así, sin restar importancia y utilidad económica
y social a las formas tradicionales de empresa, hacen evolucionar el sistema
hacia una asunción más clara y plena de los deberes por parte
de los agentes económicos. Y no sólo esto. La misma pluralidad
de las formas institucionales de empresa es lo que promueve un mercado más
cívico y al mismo tiempo más competitivo.
47. La potenciación de los diversos tipos de empresas y, en particular,
de los que son capaces de concebir el beneficio como un instrumento para conseguir
objetivos de humanización del mercado y de la sociedad, hay que llevarla
a cabo incluso en países excluidos o marginados de los circuitos de
la economía global, donde es muy importante proceder con proyectos
de subsidiaridad convenientemente diseñados y gestionados, que tiendan
a promover los derechos, pero previendo siempre que se asuman también
las correspondientes responsabilidades. En las iniciativas para el desarrollo
debe quedar a salvo el principio de la centralidad de la persona humana,
que es quien debe asumirse en primer lugar el deber del desarrollo. Lo que
interesa principalmente es la mejora de las condiciones de vida de las personas
concretas de una cierta región, para que puedan satisfacer aquellos
deberes que la indigencia no les permite observar actualmente. La preocupación
nunca puede ser una actitud abstracta. Los programas de desarrollo, para
poder adaptarse a las situaciones concretas, han de ser flexibles; y las
personas que se beneficien deben implicarse directamente en su planificación
y convertirse en protagonistas de su realización. También es
necesario aplicar los criterios de progresión y acompañamiento
—incluido el seguimiento de los resultados—, porque no hay recetas universalmente
válidas. Mucho depende de la gestión concreta de las intervenciones.
«Constructores de su propio desarrollo, los pueblos son los primeros
responsables de él. Pero no lo realizarán en el aislamiento»[114].
Hoy, con la consolidación del proceso de progresiva integración
del planeta, esta exhortación de Pablo VI es más válida
todavía. Las dinámicas de inclusión no tienen nada
de mecánico. Las soluciones se han de ajustar a la vida de los pueblos
y de las personas concretas, basándose en una valoración prudencial
de cada situación. Al lado de los macroproyectos son necesarios los
microproyectos y, sobre todo, es necesaria la movilización efectiva
de todos los sujetos de la sociedad civil, tanto de las personas jurídicas
como de las personas físicas.
La cooperación internacional necesita personas que participen en
el proceso del desarrollo económico y humano, mediante la solidaridad
de la presencia, el acompañamiento, la formación y el respeto.
Desde este punto de vista, los propios organismos internacionales deberían
preguntarse sobre la eficacia real de sus aparatos burocráticos y administrativos,
frecuentemente demasiado costosos. A veces, el destinatario de las ayudas
resulta útil para quien lo ayuda y, así, los pobres sirven
para mantener costosos organismos burocráticos, que destinan a la
propia conservación un porcentaje demasiado elevado de esos recursos
que deberían ser destinados al desarrollo. A este respecto, cabría
desear que los organismos internacionales y las organizaciones no gubernamentales
se esforzaran por una transparencia total, informando a los donantes y a
la opinión pública sobre la proporción de los fondos
recibidos que se destina a programas de cooperación, sobre el verdadero
contenido de dichos programas y, en fin, sobre la distribución de
los gastos de la institución misma.
48. El tema del desarrollo está también muy unido hoy a los
deberes que nacen de la relación del hombre con el ambiente natural.
Éste es un don de Dios para todos, y su uso representa para nosotros
una responsabilidad para con los pobres, las generaciones futuras y toda la
humanidad. Cuando se considera la naturaleza, y en primer lugar al ser humano,
fruto del azar o del determinismo evolutivo, disminuye el sentido de la responsabilidad
en las conciencias. El creyente reconoce en la naturaleza el maravilloso
resultado de la intervención creadora de Dios, que el hombre puede
utilizar responsablemente para satisfacer sus legítimas necesidades
—materiales e inmateriales— respetando el equilibrio inherente a la creación
misma. Si se desvanece esta visión, se acaba por considerar la naturaleza
como un tabú intocable o, al contrario, por abusar de ella. Ambas
posturas no son conformes con la visión cristiana de la naturaleza,
fruto de la creación de Dios.
La naturaleza es expresión de un proyecto de amor y de verdad. Ella
nos precede y nos ha sido dada por Dios como ámbito de vida. Nos habla
del Creador (cf. Rm 1,20) y de su amor a la humanidad. Está destinada
a encontrar la «plenitud» en Cristo al final de los tiempos (cf.
Ef 1,9-10; Col 1,19-20). También ella, por tanto, es una «vocación»[115].
La naturaleza está a nuestra disposición no como un «montón
de desechos esparcidos al azar»,[116] sino como un don del Creador que
ha diseñado sus estructuras intrínsecas para que el hombre descubra
las orientaciones que se deben seguir para «guardarla y cultivarla»
(cf. Gn 2,15). Pero se ha de subrayar que es contrario al verdadero desarrollo
considerar la naturaleza como más importante que la persona humana
misma. Esta postura conduce a actitudes neopaganas o de nuevo panteísmo:
la salvación del hombre no puede venir únicamente de la naturaleza,
entendida en sentido puramente naturalista. Por otra parte, también
es necesario refutar la posición contraria, que mira a su completa
tecnificación, porque el ambiente natural no es sólo materia
disponible a nuestro gusto, sino obra admirable del Creador y que lleva en
sí una «gramática» que indica finalidad y criterios
para un uso inteligente, no instrumental y arbitrario. Hoy, muchos perjuicios
al desarrollo provienen en realidad de estas maneras de pensar distorsionadas.
Reducir completamente la naturaleza a un conjunto de simples datos fácticos
acaba siendo fuente de violencia para con el ambiente, provocando además
conductas que no respetan la naturaleza del hombre mismo. Ésta, en
cuanto se compone no sólo de materia, sino también de espíritu,
y por tanto rica de significados y fines trascendentes, tiene un carácter
normativo incluso para la cultura. El hombre interpreta y modela el ambiente
natural mediante la cultura, la cual es orientada a su vez por la libertad
responsable, atenta a los dictámenes de la ley moral. Por tanto, los
proyectos para un desarrollo humano integral no pueden ignorar a las generaciones
sucesivas, sino que han de caracterizarse por la solidaridad y la justicia
intergeneracional, teniendo en cuenta múltiples aspectos, como el ecológico,
el jurídico, el económico, el político y el cultural[117].
49. Hoy, las cuestiones relacionadas con el cuidado y salvaguardia del ambiente
han de tener debidamente en cuenta los problemas energéticos. En efecto,
el acaparamiento por parte de algunos estados, grupos de poder y empresas
de recursos energéticos no renovables, es un grave obstáculo
para el desarrollo de los países pobres. Éstos no tienen medios
económicos ni para acceder a las fuentes energéticas no renovables
ya existentes ni para financiar la búsqueda de fuentes nuevas y alternativas.
La acumulación de recursos naturales, que en muchos casos se encuentran
precisamente en países pobres, causa explotación y conflictos
frecuentes entre las naciones y en su interior. Dichos conflictos se producen
con frecuencia precisamente en el territorio de esos países, con graves
consecuencias de muertes, destrucción y mayor degradación aún.
La comunidad internacional tiene el deber imprescindible de encontrar los
modos institucionales para ordenar el aprovechamiento de los recursos no renovables,
con la participación también de los países pobres, y
planificar así conjuntamente el futuro.
En este sentido, hay también una urgente necesidad moral de una renovada
solidaridad, especialmente en las relaciones entre países en vías
de desarrollo y países altamente industrializados[118]. Las sociedades
tecnológicamente avanzadas pueden y deben disminuir el propio gasto
energético, bien porque las actividades manufactureras evolucionan,
bien porque entre sus ciudadanos se difunde una mayor sensibilidad ecológica.
Además, se debe añadir que hoy se puede mejorar la eficacia
energética y al mismo tiempo progresar en la búsqueda de energías
alternativas. Pero es también necesaria una redistribución planetaria
de los recursos energéticos, de manera que también los países
que no los tienen puedan acceder a ellos. Su destino no puede dejarse en
manos del primero que llega o depender de la lógica del más
fuerte. Se trata de problemas relevantes que, para ser afrontados de manera
adecuada, requieren por parte de todos una responsable toma de conciencia
de las consecuencias que afectarán a las nuevas generaciones, y sobre
todo a los numerosos jóvenes que viven en los pueblos pobres, los
cuales «reclaman tener su parte activa en la construcción de
un mundo mejor»[119].
50. Esta responsabilidad es global, porque no concierne sólo a la
energía, sino a toda la creación, para no dejarla a las nuevas
generaciones empobrecida en sus recursos. Es lícito que el hombre gobierne
responsablemente la naturaleza para custodiarla, hacerla productiva y cultivarla
también con métodos nuevos y tecnologías avanzadas,
de modo que pueda acoger y alimentar dignamente a la población que
la habita. En nuestra tierra hay lugar para todos: en ella toda la familia
humana debe encontrar los recursos necesarios para vivir dignamente, con la
ayuda de la naturaleza misma, don de Dios a sus hijos, con el tesón
del propio trabajo y de la propia inventiva. Pero debemos considerar un deber
muy grave el dejar la tierra a las nuevas generaciones en un estado en el
que puedan habitarla dignamente y seguir cultivándola. Eso comporta
«el compromiso de decidir juntos después de haber ponderado responsablemente
la vía a seguir, con el objetivo de fortalecer esa alianza entre ser
humano y medio ambiente que ha de ser reflejo del amor creador de Dios, del
cual procedemos y hacia el cual caminamos»[120]. Es de desear que la
comunidad internacional y cada gobierno sepan contrarrestar eficazmente los
modos de utilizar el ambiente que le sean nocivos. Y también las autoridades
competentes han de hacer los esfuerzos necesarios para que los costes económicos
y sociales que se derivan del uso de los recursos ambientales comunes se
reconozcan de manera transparente y sean sufragados totalmente por aquellos
que se benefician, y no por otros o por las futuras generaciones. La protección
del entorno, de los recursos y del clima requiere que todos los responsables
internacionales actúen conjuntamente y demuestren prontitud para obrar
de buena fe, en el respeto de la ley y la solidaridad con las regiones más
débiles del planeta[121]. Una de las mayores tareas de la economía
es precisamente el uso más eficaz de los recursos, no el abuso, teniendo
siempre presente que el concepto de eficiencia no es axiológicamente
neutral.
51. El modo en que el hombre trata el ambiente influye en la manera en que
se trata a sí mismo, y viceversa. Esto exige que la sociedad actual
revise seriamente su estilo de vida que, en muchas partes del mundo, tiende
al hedonismo y al consumismo, despreocupándose de los daños
que de ello se derivan[122]. Es necesario un cambio efectivo de mentalidad
que nos lleve a adoptar nuevos estilos de vida, «a tenor de los cuales
la búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien, así como
la comunión con los demás hombres para un crecimiento común
sean los elementos que determinen las opciones del consumo, de los ahorros
y de las inversiones»[123]. Cualquier menoscabo de la solidaridad y
del civismo produce daños ambientales, así como la degradación
ambiental, a su vez, provoca insatisfacción en las relaciones sociales.
La naturaleza, especialmente en nuestra época, está tan integrada
en la dinámica social y cultural que prácticamente ya no constituye
una variable independiente. La desertización y el empobrecimiento productivo
de algunas áreas agrícolas son también fruto del empobrecimiento
de sus habitantes y de su atraso. Cuando se promueve el desarrollo económico
y cultural de estas poblaciones, se tutela también la naturaleza.
Además, muchos recursos naturales quedan devastados con las guerras.
La paz de los pueblos y entre los pueblos permitiría también
una mayor salvaguardia de la naturaleza. El acaparamiento de los recursos,
especialmente del agua, puede provocar graves conflictos entre las poblaciones
afectadas. Un acuerdo pacífico sobre el uso de los recursos puede
salvaguardar la naturaleza y, al mismo tiempo, el bienestar de las sociedades
interesadas.
La Iglesia tiene una responsabilidad respecto a la creación y la
debe hacer valer en público. Y, al hacerlo, no sólo debe defender
la tierra, el agua y el aire como dones de la creación que pertenecen
a todos. Debe proteger sobre todo al hombre contra la destrucción de
sí mismo. Es necesario que exista una especie de ecología del
hombre bien entendida. En efecto, la degradación de la naturaleza está
estrechamente unida a la cultura que modela la convivencia humana: cuando
se respeta la «ecología humana»[124] en la sociedad, también
la ecología ambiental se beneficia. Así como las virtudes humanas
están interrelacionadas, de modo que el debilitamiento de una pone
en peligro también a las otras, así también el sistema
ecológico se apoya en un proyecto que abarca tanto la sana convivencia
social como la buena relación con la naturaleza.
Para salvaguardar la naturaleza no basta intervenir con incentivos o desincentivos
económicos, y ni siquiera basta con una instrucción adecuada.
Éstos son instrumentos importantes, pero el problema decisivo es la
capacidad moral global de la sociedad. Si no se respeta el derecho a la vida
y a la muerte natural, si se hace artificial la concepción, la gestación
y el nacimiento del hombre, si se sacrifican embriones humanos a la investigación,
la conciencia común acaba perdiendo el concepto de ecología
humana y con ello de la ecología ambiental. Es una contradicción
pedir a las nuevas generaciones el respeto al ambiente natural, cuando la
educación y las leyes no las ayudan a respetarse a sí mismas.
El libro de la naturaleza es uno e indivisible, tanto en lo que concierne
a la vida, la sexualidad, el matrimonio, la familia, las relaciones sociales,
en una palabra, el desarrollo humano integral. Los deberes que tenemos con
el ambiente están relacionados con los que tenemos para con la persona
considerada en sí misma y en su relación con los otros. No se
pueden exigir unos y conculcar otros. Es una grave antinomia de la mentalidad
y de la praxis actual, que envilece a la persona, trastorna el ambiente y
daña a la sociedad.
52. La verdad, y el amor que ella desvela, no se pueden producir, sólo
se pueden acoger. Su última fuente no es, ni puede ser, el hombre,
sino Dios, o sea Aquel que es Verdad y Amor. Este principio es muy importante
para la sociedad y para el desarrollo, en cuanto que ni la Verdad ni el Amor
pueden ser sólo productos humanos; la vocación misma al desarrollo
de las personas y de los pueblos no se fundamenta en una simple deliberación
humana, sino que está inscrita en un plano que nos precede y que para
todos nosotros es un deber que ha de ser acogido libremente. Lo que nos precede
y constituye —el Amor y la Verdad subsistentes— nos indica qué es el
bien y en qué consiste nuestra felicidad. Nos señala así
el camino hacia el verdadero desarrollo.
CAPÍTULO QUINTO
LA COLABORACIÓN
DE LA FAMILIA HUMANA
53. Una de las pobrezas más hondas que el hombre puede experimentar
es la soledad. Ciertamente, también las otras pobrezas, incluidas las
materiales, nacen del aislamiento, del no ser amados o de la dificultad de
amar. Con frecuencia, son provocadas por el rechazo del amor de Dios, por
una tragedia original de cerrazón del hombre en sí mismo, pensando
ser autosuficiente, o bien un mero hecho insignificante y pasajero, un «extranjero»
en un universo que se ha formado por casualidad. El hombre está alienado
cuando vive solo o se aleja de la realidad, cuando renuncia a pensar y creer
en un Fundamento[125]. Toda la humanidad está alienada cuando se entrega
a proyectos exclusivamente humanos, a ideologías y utopías
falsas[126]. Hoy la humanidad aparece mucho más interactiva que antes:
esa mayor vecindad debe transformarse en verdadera comunión. El desarrollo
de los pueblos depende sobre todo de que se reconozcan como parte de una
sola familia, que colabora con verdadera comunión y está integrada
por seres que no viven simplemente uno junto al otro[127].
Pablo VI señalaba que «el mundo se encuentra en un lamentable
vacío de ideas»[128]. La afirmación contiene una constatación,
pero sobre todo una aspiración: es preciso un nuevo impulso del pensamiento
para comprender mejor lo que implica ser una familia; la interacción
entre los pueblos del planeta nos urge a dar ese impulso, para que la integración
se desarrolle bajo el signo de la solidaridad[129] en vez del de la marginación.
Dicho pensamiento obliga a una profundización crítica y valorativa
de la categoría de la relación. Es un compromiso que no puede
llevarse a cabo sólo con las ciencias sociales, dado que requiere
la aportación de saberes como la metafísica y la teología,
para captar con claridad la dignidad trascendente del hombre.
La criatura humana, en cuanto de naturaleza espiritual, se realiza en las
relaciones interpersonales. Cuanto más las vive de manera auténtica,
tanto más madura también en la propia identidad personal. El
hombre se valoriza no aislándose sino poniéndose en relación
con los otros y con Dios. Por tanto, la importancia de dichas relaciones es
fundamental. Esto vale también para los pueblos. Consiguientemente,
resulta muy útil para su desarrollo una visión metafísica
de la relación entre las personas. A este respecto, la razón
encuentra inspiración y orientación en la revelación
cristiana, según la cual la comunidad de los hombres no absorbe en
sí a la persona anulando su autonomía, como ocurre en las diversas
formas del totalitarismo, sino que la valoriza más aún porque
la relación entre persona y comunidad es la de un todo hacia otro todo[130].
De la misma manera que la comunidad familiar no anula en su seno a las personas
que la componen, y la Iglesia misma valora plenamente la «criatura nueva»
(Ga 6,15; 2 Co 5,17), que por el bautismo se inserta en su Cuerpo vivo, así
también la unidad de la familia humana no anula de por sí a
las personas, los pueblos o las culturas, sino que los hace más transparentes
los unos con los otros, más unidos en su legítima diversidad.
54. El tema del desarrollo coincide con el de la inclusión relacional
de todas las personas y de todos los pueblos en la única comunidad
de la familia humana, que se construye en la solidaridad sobre la base de
los valores fundamentales de la justicia y la paz. Esta perspectiva se ve
iluminada de manera decisiva por la relación entre las Personas de
la Trinidad en la única Sustancia divina. La Trinidad es absoluta unidad,
en cuanto las tres Personas divinas son relacionalidad pura. La transparencia
recíproca entre las Personas divinas es plena y el vínculo de
una con otra total, porque constituyen una absoluta unidad y unicidad. Dios
nos quiere también asociar a esa realidad de comunión: «para
que sean uno, como nosotros somos uno» (Jn 17,22). La Iglesia es signo
e instrumento de esta unidad[131]. También las relaciones entre los
hombres a lo largo de la historia se han beneficiado de la referencia a este
Modelo divino. En particular, a la luz del misterio revelado de la Trinidad,
se comprende que la verdadera apertura no significa dispersión centrífuga,
sino compenetración profunda. Esto se manifiesta también en
las experiencias humanas comunes del amor y de la verdad. Como el amor sacramental
une a los esposos espiritualmente en «una sola carne» (Gn 2,24;
Mt 19,5; Ef 5,31), y de dos que eran hace de ellos una unidad relacional
y real, de manera análoga la verdad une los espíritus entre
sí y los hace pensar al unísono, atrayéndolos y uniéndolos
en ella.
55. La revelación cristiana sobre la unidad del género humano
presupone una interpretación metafísica del humanum, en la que
la relacionalidad es elemento esencial. También otras culturas y otras
religiones enseñan la fraternidad y la paz y, por tanto, son de gran
importancia para el desarrollo humano integral. Sin embargo, no faltan actitudes
religiosas y culturales en las que no se asume plenamente el principio del
amor y de la verdad, terminando así por frenar el verdadero desarrollo
humano e incluso por impedirlo. El mundo de hoy está siendo atravesado
por algunas culturas de trasfondo religioso, que no llevan al hombre a la
comunión, sino que lo aíslan en la búsqueda del bienestar
individual, limitándose a gratificar las expectativas psicológicas.
También una cierta proliferación de itinerarios religiosos de
pequeños grupos, e incluso de personas individuales, así como
el sincretismo religioso, pueden ser factores de dispersión y de falta
de compromiso. Un posible efecto negativo del proceso de globalización
es la tendencia a favorecer dicho sincretismo[132], alimentando formas de
«religión» que alejan a las personas unas de otras, en
vez de hacer que se encuentren, y las apartan de la realidad. Al mismo tiempo,
persisten a veces parcelas culturales y religiosas que encasillan la sociedad
en castas sociales estáticas, en creencias mágicas que no respetan
la dignidad de la persona, en actitudes de sumisión a fuerzas ocultas.
En esos contextos, el amor y la verdad encuentran dificultad para afianzarse,
perjudicando el auténtico desarrollo.
Por este motivo, aunque es verdad que, por un lado, el desarrollo necesita
de las religiones y de las culturas de los diversos pueblos, por otro lado,
sigue siendo verdad también que es necesario un adecuado discernimiento.
La libertad religiosa no significa indiferentismo religioso y no comporta
que todas las religiones sean iguales[133]. El discernimiento sobre la contribución
de las culturas y de las religiones es necesario para la construcción
de la comunidad social en el respeto del bien común, sobre todo para
quien ejerce el poder político. Dicho discernimiento deberá
basarse en el criterio de la caridad y de la verdad. Puesto que está
en juego el desarrollo de las personas y de los pueblos, tendrá en
cuenta la posibilidad de emancipación y de inclusión en la óptica
de una comunidad humana verdaderamente universal. El criterio para evaluar
las culturas y las religiones es también «todo el hombre y todos
los hombres». El cristianismo, religión del «Dios que
tiene un rostro humano»[134], lleva en sí mismo un criterio
similar.
56. La religión cristiana y las otras religiones pueden contribuir
al desarrollo solamente si Dios tiene un lugar en la esfera pública,
con específica referencia a la dimensión cultural, social, económica
y, en particular, política. La doctrina social de la Iglesia ha nacido
para reivindicar esa «carta de ciudadanía»[135] de la
religión cristiana. La negación del derecho a profesar públicamente
la propia religión y a trabajar para que las verdades de la fe inspiren
también la vida pública, tiene consecuencias negativas sobre
el verdadero desarrollo. La exclusión de la religión del ámbito
público, así como, el fundamentalismo religioso por otro lado,
impiden el encuentro entre las personas y su colaboración para el
progreso de la humanidad. La vida pública se empobrece de motivaciones
y la política adquiere un aspecto opresor y agresivo. Se corre el
riesgo de que no se respeten los derechos humanos, bien porque se les priva
de su fundamento trascendente, bien porque no se reconoce la libertad personal.
En el laicismo y en el fundamentalismo se pierde la posibilidad de un diálogo
fecundo y de una provechosa colaboración entre la razón y la
fe religiosa. La razón necesita siempre ser purificada por la fe,
y esto vale también para la razón política, que no debe
creerse omnipotente. A su vez, la religión tiene siempre necesidad
de ser purificada por la razón para mostrar su auténtico rostro
humano. La ruptura de este diálogo comporta un coste muy gravoso para
el desarrollo de la humanidad.
57. El diálogo fecundo entre fe y razón hace más eficaz
el ejercicio de la caridad en el ámbito social y es el marco más
apropiado para promover la colaboración fraterna entre creyentes y
no creyentes, en la perspectiva compartida de trabajar por la justicia y la
paz de la humanidad. Los Padres conciliares afirmaban en la Constitución
pastoral Gaudium et spes: «Según la opinión casi unánime
de creyentes y no creyentes, todo lo que existe en la tierra debe ordenarse
al hombre como su centro y su culminación»[136]. Para los creyentes,
el mundo no es fruto de la casualidad ni de la necesidad, sino de un proyecto
de Dios. De ahí nace el deber de los creyentes de aunar sus esfuerzos
con todos los hombres y mujeres de buena voluntad de otras religiones, o no
creyentes, para que nuestro mundo responda efectivamente al proyecto divino:
vivir como una familia, bajo la mirada del Creador. Sin duda, el principio
de subsidiaridad[137], expresión de la inalienable libertad, es una
manifestación particular de la caridad y criterio guía para
la colaboración fraterna de creyentes y no creyentes. La subsidiaridad
es ante todo una ayuda a la persona, a través de la autonomía
de los cuerpos intermedios. Dicha ayuda se ofrece cuando la persona y los
sujetos sociales no son capaces de valerse por sí mismos, implicando
siempre una finalidad emancipadora, porque favorece la libertad y la participación
a la hora de asumir responsabilidades. La subsidiaridad respeta la dignidad
de la persona, en la que ve un sujeto siempre capaz de dar algo a los otros.
La subsidiaridad, al reconocer que la reciprocidad forma parte de la constitución
íntima del ser humano, es el antídoto más eficaz contra
cualquier forma de asistencialismo paternalista. Ella puede dar razón
tanto de la múltiple articulación de los niveles y, por ello,
de la pluralidad de los sujetos, como de su coordinación. Por tanto,
es un principio particularmente adecuado para gobernar la globalización
y orientarla hacia un verdadero desarrollo humano. Para no abrir la puerta
a un peligroso poder universal de tipo monocrático, el gobierno de
la globalización debe ser de tipo subsidiario, articulado en múltiples
niveles y planos diversos, que colaboren recíprocamente. La globalización
necesita ciertamente una autoridad, en cuanto plantea el problema de la consecución
de un bien común global; sin embargo, dicha autoridad deberá
estar organizada de modo subsidiario y con división de poderes[138],
tanto para no herir la libertad como para resultar concretamente eficaz.
58. El principio de subsidiaridad debe mantenerse íntimamente unido
al principio de la solidaridad y viceversa, porque así como la subsidiaridad
sin la solidaridad desemboca en el particularismo social, también es
cierto que la solidaridad sin la subsidiaridad acabaría en el asistencialismo
que humilla al necesitado. Esta regla de carácter general se ha de
tener muy en cuenta incluso cuando se afrontan los temas sobre las ayudas
internacionales al desarrollo. Éstas, por encima de las intenciones
de los donantes, pueden mantener a veces a un pueblo en un estado de dependencia,
e incluso favorecer situaciones de dominio local y de explotación en
el país que las recibe. Las ayudas económicas, para que lo
sean de verdad, no deben perseguir otros fines. Han de ser concedidas implicando
no sólo a los gobiernos de los países interesados, sino también
a los agentes económicos locales y a los agentes culturales de la
sociedad civil, incluidas las Iglesias locales. Los programas de ayuda han
de adaptarse cada vez más a la forma de los programas integrados y
compartidos desde la base. En efecto, sigue siendo verdad que el recurso
humano es el más valioso de los países en vías de desarrollo:
éste es el auténtico capital que se ha de potenciar para asegurar
a los países más pobres un futuro verdaderamente autónomo.
Conviene recordar también que, en el campo económico, la ayuda
principal que necesitan los países en vías de desarrollo es
permitir y favorecer cada vez más el ingreso de sus productos en los
mercados internacionales, posibilitando así su plena participación
en la vida económica internacional. En el pasado, las ayudas han servido
con demasiada frecuencia sólo para crear mercados marginales de los
productos de esos países. Esto se debe muchas veces a una falta de
verdadera demanda de estos productos: por tanto, es necesario ayudar a esos
países a mejorar sus productos y a adaptarlos mejor a la demanda. Además,
algunos han temido con frecuencia la competencia de las importaciones de
productos, normalmente agrícolas, provenientes de los países
económicamente pobres. Sin embargo, se ha de recordar que la posibilidad
de comercializar dichos productos significa a menudo garantizar su supervivencia
a corto o largo plazo. Un comercio internacional justo y equilibrado en el
campo agrícola puede reportar beneficios a todos, tanto en la oferta
como en la demanda. Por este motivo, no sólo es necesario orientar
comercialmente esos productos, sino establecer reglas comerciales internacionales
que los sostengan, y reforzar la financiación del desarrollo para hacer
más productivas esas economías.
59. La cooperación para el desarrollo no debe contemplar solamente
la dimensión económica; ha de ser una gran ocasión para
el encuentro cultural y humano. Si los sujetos de la cooperación de
los países económicamente desarrollados, como a veces sucede,
no tienen en cuenta la identidad cultural propia y ajena, con sus valores
humanos, no podrán entablar diálogo alguno con los ciudadanos
de los países pobres. Si éstos, a su vez, se abren con indiferencia
y sin discernimiento a cualquier propuesta cultural, no estarán en
condiciones de asumir la responsabilidad de su auténtico desarrollo[139].
Las sociedades tecnológicamente avanzadas no deben confundir el propio
desarrollo tecnológico con una presunta superioridad cultural, sino
que deben redescubrir en sí mismas virtudes a veces olvidadas, que
las han hecho florecer a lo largo de su historia. Las sociedades en crecimiento
deben permanecer fieles a lo que hay de verdaderamente humano en sus tradiciones,
evitando que superpongan automáticamente a ellas las formas de la civilización
tecnológica globalizada. En todas las culturas se dan singulares y
múltiples convergencias éticas, expresiones de una misma naturaleza
humana, querida por el Creador, y que la sabiduría ética de
la humanidad llama ley natural[140]. Dicha ley moral universal es fundamento
sólido de todo diálogo cultural, religioso y político,
ayudando al pluralismo multiforme de las diversas culturas a que no se alejen
de la búsqueda común de la verdad, del bien y de Dios. Por
tanto, la adhesión a esa ley escrita en los corazones es la base de
toda colaboración social constructiva. En todas las culturas hay costras
que limpiar y sombras que despejar. La fe cristiana, que se encarna en las
culturas trascendiéndolas, puede ayudarlas a crecer en la convivencia
y en la solidaridad universal, en beneficio del desarrollo comunitario y
planetario.
60. En la búsqueda de soluciones para la crisis económica
actual, la ayuda al desarrollo de los países pobres debe considerarse
un verdadero instrumento de creación de riqueza para todos. ¿Qué
proyecto de ayuda puede prometer un crecimiento de tan significativo valor
—incluso para la economía mundial— como la ayuda a poblaciones
que se encuentran todavía en una fase inicial o poco avanzada de su
proceso de desarrollo económico? En esta perspectiva, los estados económicamente
más desarrollados harán lo posible por destinar mayores porcentajes
de su producto interior bruto para ayudas al desarrollo, respetando los compromisos
que se han tomado sobre este punto en el ámbito de la comunidad internacional.
Lo podrán hacer también revisando sus políticas internas
de asistencia y de solidaridad social, aplicando a ellas el principio de
subsidiaridad y creando sistemas de seguridad social más integrados,
con la participación activa de las personas y de la sociedad civil.
De esta manera, es posible también mejorar los servicios sociales
y asistenciales y, al mismo tiempo, ahorrar recursos, eliminando derroches
y rentas abusivas, para destinarlos a la solidaridad internacional. Un sistema
de solidaridad social más participativo y orgánico, menos burocratizado
pero no por ello menos coordinado, podría revitalizar muchas energías
hoy adormecidas en favor también de la solidaridad entre los pueblos.
Una posibilidad de ayuda para el desarrollo podría venir de la aplicación
eficaz de la llamada subsidiaridad fiscal, que permitiría a los ciudadanos
decidir sobre el destino de los porcentajes de los impuestos que pagan al
Estado. Esto puede ayudar, evitando degeneraciones particularistas, a fomentar
formas de solidaridad social desde la base, con obvios beneficios también
desde el punto de vista de la solidaridad para el desarrollo.
61. Una solidaridad más amplia a nivel internacional se manifiesta
ante todo en seguir promoviendo, también en condiciones de crisis económica,
un mayor acceso a la educación que, por otro lado, es una condición
esencial para la eficacia de la cooperación internacional misma. Con
el término «educación» no nos referimos sólo
a la instrucción o a la formación para el trabajo, que son
dos causas importantes para el desarrollo, sino a la formación completa
de la persona. A este respecto, se ha de subrayar un aspecto problemático:
para educar es preciso saber quién es la persona humana, conocer su
naturaleza. Al afianzarse una visión relativista de dicha naturaleza
plantea serios problemas a la educación, sobre todo a la educación
moral, comprometiendo su difusión universal. Cediendo a este relativismo,
todos se empobrecen más, con consecuencias negativas también
para la eficacia de la ayuda a las poblaciones más necesitadas, a
las que no faltan sólo recursos económicos o técnicos,
sino también modos y medios pedagógicos que ayuden a las personas
a lograr su plena realización humana.
Un ejemplo de la importancia de este problema lo tenemos en el fenómeno
del turismo internacional[141], que puede ser un notable factor de desarrollo
económico y crecimiento cultural, pero que en ocasiones puede transformarse
en una forma de explotación y degradación moral. La situación
actual ofrece oportunidades singulares para que los aspectos económicos
del desarrollo, es decir, los flujos de dinero y la aparición de experiencias
empresariales locales significativas, se combinen con los culturales, y en
primer lugar el educativo. En muchos casos es así, pero en muchos otros
el turismo internacional es una experiencia deseducativa, tanto para el turista
como para las poblaciones locales. Con frecuencia, éstas se encuentran
con conductas inmorales, y hasta perversas, como en el caso del llamado turismo
sexual, al que se sacrifican tantos seres humanos, incluso de tierna edad.
Es doloroso constatar que esto ocurre muchas veces con el respaldo de gobiernos
locales, con el silencio de aquellos otros de donde proceden los turistas
y con la complicidad de tantos operadores del sector. Aún sin llegar
a ese extremo, el turismo internacional se plantea con frecuencia de manera
consumista y hedonista, como una evasión y con modos de organización
típicos de los países de origen, de forma que no se favorece
un verdadero encuentro entre personas y culturas. Hay que pensar, pues, en
un turismo distinto, capaz de promover un verdadero conocimiento recíproco,
que nada quite al descanso y a la sana diversión: hay que fomentar
un turismo así, también a través de una relación
más estrecha con las experiencias de cooperación internacional
y de iniciativas empresariales para el desarrollo.
62. Otro aspecto digno de atención, hablando del desarrollo humano
integral, es el fenómeno de las migraciones. Es un fenómeno
que impresiona por sus grandes dimensiones, por los problemas sociales, económicos,
políticos, culturales y religiosos que suscita, y por los dramáticos
desafíos que plantea a las comunidades nacionales y a la comunidad
internacional. Podemos decir que estamos ante un fenómeno social que
marca época, que requiere una fuerte y clarividente política
de cooperación internacional para afrontarlo debidamente. Esta política
hay que desarrollarla partiendo de una estrecha colaboración entre
los países de procedencia y de destino de los emigrantes; ha de ir
acompañada de adecuadas normativas internacionales capaces de armonizar
los diversos ordenamientos legislativos, con vistas a salvaguardar las exigencias
y los derechos de las personas y de las familias emigrantes, así como
las de las sociedades de destino. Ningún país por sí
solo puede ser capaz de hacer frente a los problemas migratorios actuales.
Todos podemos ver el sufrimiento, el disgusto y las aspiraciones que conllevan
los flujos migratorios. Como es sabido, es un fenómeno complejo de
gestionar; sin embargo, está comprobado que los trabajadores extranjeros,
no obstante las dificultades inherentes a su integración, contribuyen
de manera significativa con su trabajo al desarrollo económico del
país que los acoge, así como a su país de origen a través
de las remesas de dinero. Obviamente, estos trabajadores no pueden ser considerados
como una mercancía o una mera fuerza laboral. Por tanto no deben ser
tratados como cualquier otro factor de producción. Todo emigrante es
una persona humana que, en cuanto tal, posee derechos fundamentales inalienables
que han de ser respetados por todos y en cualquier situación[142].
63. Al considerar los problemas del desarrollo, se ha de resaltar la relación
entre pobreza y desocupación. Los pobres son en muchos casos el resultado
de la violación de la dignidad del trabajo humano, bien porque se limitan
sus posibilidades (desocupación, subocupación), bien porque
se devalúan «los derechos que fluyen del mismo, especialmente
el derecho al justo salario, a la seguridad de la persona del trabajador y
de su familia»[143]. Por esto, ya el 1 de mayo de 2000, mi predecesor
Juan Pablo II, de venerada memoria, con ocasión del Jubileo de los
Trabajadores, lanzó un llamamiento para «una coalición
mundial a favor del trabajo decente»[144], alentando la estrategia de
la Organización Internacional del Trabajo. De esta manera, daba un
fuerte apoyo moral a este objetivo, como aspiración de las familias
en todos los países del mundo. Pero ¿qué significa la
palabra «decente» aplicada al trabajo? Significa un trabajo que,
en cualquier sociedad, sea expresión de la dignidad esencial de todo
hombre o mujer: un trabajo libremente elegido, que asocie efectivamente a
los trabajadores, hombres y mujeres, al desarrollo de su comunidad; un trabajo
que, de este modo, haga que los trabajadores sean respetados, evitando toda
discriminación; un trabajo que permita satisfacer las necesidades de
las familias y escolarizar a los hijos sin que se vean obligados a trabajar;
un trabajo que consienta a los trabajadores organizarse libremente y hacer
oír su voz; un trabajo que deje espacio para reencontrarse adecuadamente
con las propias raíces en el ámbito personal, familiar y espiritual;
un trabajo que asegure una condición digna a los trabajadores que llegan
a la jubilación.
64. En la reflexión sobre el tema del trabajo, es oportuno hacer
un llamamiento a las organizaciones sindicales de los trabajadores, desde
siempre alentadas y sostenidas por la Iglesia, ante la urgente exigencia
de abrirse a las nuevas perspectivas que surgen en el ámbito laboral.
Las organizaciones sindicales están llamadas a hacerse cargo de los
nuevos problemas de nuestra sociedad, superando las limitaciones propias
de los sindicatos de clase. Me refiero, por ejemplo, a ese conjunto de cuestiones
que los estudiosos de las ciencias sociales señalan en el conflicto
entre persona-trabajadora y persona-consumidora. Sin que sea necesario adoptar
la tesis de que se ha efectuado un desplazamiento de la centralidad del trabajador
a la centralidad del consumidor, parece en cualquier caso que éste
es también un terreno para experiencias sindicales innovadoras. El
contexto global en el que se desarrolla el trabajo requiere igualmente que
las organizaciones sindicales nacionales, ceñidas sobre todo a la
defensa de los intereses de sus afiliados, vuelvan su mirada también
hacia los no afiliados y, en particular, hacia los trabajadores de los países
en vía de desarrollo, donde tantas veces se violan los derechos sociales.
La defensa de estos trabajadores, promovida también mediante iniciativas
apropiadas en favor de los países de origen, permitirá a las
organizaciones sindicales poner de relieve las auténticas razones
éticas y culturales que las han consentido ser, en contextos sociales
y laborales diversos, un factor decisivo para el desarrollo. Sigue siendo
válida la tradicional enseñanza de la Iglesia, que propone
la distinción de papeles y funciones entre sindicato y política.
Esta distinción permitirá a las organizaciones sindicales encontrar
en la sociedad civil el ámbito más adecuado para su necesaria
actuación en defensa y promoción del mundo del trabajo, sobre
todo en favor de los trabajadores explotados y no representados, cuya amarga
condición pasa desapercibida tantas veces ante los ojos distraídos
de la sociedad.
65. Además, se requiere que las finanzas mismas, que han de renovar
necesariamente sus estructuras y modos de funcionamiento tras su mala utilización,
que ha dañado la economía real, vuelvan a ser un instrumento
encaminado a producir mejor riqueza y desarrollo. Toda la economía
y todas las finanzas, y no sólo algunos de sus sectores, en cuanto
instrumentos, deben ser utilizados de manera ética para crear las condiciones
adecuadas para el desarrollo del hombre y de los pueblos. Es ciertamente
útil, y en algunas circunstancias indispensable, promover iniciativas
financieras en las que predomine la dimensión humanitaria. Sin embargo,
esto no debe hacernos olvidar que todo el sistema financiero ha de tener
como meta el sostenimiento de un verdadero desarrollo. Sobre todo, es preciso
que el intento de hacer el bien no se contraponga al de la capacidad efectiva
de producir bienes. Los agentes financieros han de redescubrir el fundamento
ético de su actividad para no abusar de aquellos instrumentos sofisticados
con los que se podría traicionar a los ahorradores. Recta intención,
transparencia y búsqueda de los buenos resultados son compatibles
y nunca se deben separar. Si el amor es inteligente, sabe encontrar también
los modos de actuar según una conveniencia previsible y justa, como
muestran de manera significativa muchas experiencias en el campo del crédito
cooperativo.
Tanto una regulación del sector capaz de salvaguardar a los sujetos
más débiles e impedir escandalosas especulaciones, como la experimentación
de nuevas formas de finanzas destinadas a favorecer proyectos de desarrollo,
son experiencias positivas que se han de profundizar y alentar, reclamando
la propia responsabilidad del ahorrador. También la experiencia de
la microfinanciación, que hunde sus raíces en la reflexión
y en la actuación de los humanistas civiles —pienso sobre todo en
el origen de los Montes de Piedad—, ha de ser reforzada y actualizada, sobre
todo en estos momentos en que los problemas financieros pueden resultar dramáticos
para los sectores más vulnerables de la población, que deben
ser protegidos de la amenaza de la usura y la desesperación. Los más
débiles deben ser educados para defenderse de la usura, así
como los pueblos pobres han de ser educados para beneficiarse realmente del
microcrédito, frenando de este modo posibles formas de explotación
en estos dos campos. Puesto que también en los países ricos
se dan nuevas formas de pobreza, la microfinanciación puede ofrecer
ayudas concretas para crear iniciativas y sectores nuevos que favorezcan
a las capas más débiles de la sociedad, también ante
una posible fase de empobrecimiento de la sociedad.
66. La interrelación mundial ha hecho surgir un nuevo poder político,
el de los consumidores y sus asociaciones. Es un fenómeno en el que
se debe profundizar, pues contiene elementos positivos que hay que fomentar,
como también excesos que se han de evitar. Es bueno que las personas
se den cuenta de que comprar es siempre un acto moral, y no sólo económico.
El consumidor tiene una responsabilidad social específica, que se añade
a la responsabilidad social de la empresa. Los consumidores deben ser constantemente
educados[145] para el papel que ejercen diariamente y que pueden desempeñar
respetando los principios morales, sin que disminuya la racionalidad económica
intrínseca en el acto de comprar. También en el campo de las
compras, precisamente en momentos como los que se están viviendo,
en los que el poder adquisitivo puede verse reducido y se deberá consumir
con mayor sobriedad, es necesario abrir otras vías como, por ejemplo,
formas de cooperación para las adquisiciones, como ocurre con las
cooperativas de consumo, que existen desde el s. XIX, gracias también
a la iniciativa de los católicos. Además, es conveniente favorecer
formas nuevas de comercialización de productos provenientes de áreas
deprimidas del planeta para garantizar una retribución decente a los
productores, a condición de que se trate de un mercado transparente,
que los productores reciban no sólo mayores márgenes de ganancia
sino también mayor formación, profesionalidad y tecnología
y, finalmente, que dichas experiencias de economía para el desarrollo
no estén condicionadas por visiones ideológicas partidistas.
Es de desear un papel más incisivo de los consumidores como factor
de democracia económica, siempre que ellos mismos no estén
manipulados por asociaciones escasamente representativas.
67. Ante el imparable aumento de la interdependencia mundial, y también
en presencia de una recesión de alcance global, se siente mucho la
urgencia de la reforma tanto de la Organización de las Naciones Unidas
como de la arquitectura económica y financiera internacional, para
que se dé una concreción real al concepto de familia de naciones.
Y se siente la urgencia de encontrar formas innovadoras para poner en práctica
el principio de la responsabilidad de proteger[146] y dar también una
voz eficaz en las decisiones comunes a las naciones más pobres. Esto
aparece necesario precisamente con vistas a un ordenamiento político,
jurídico y económico que incremente y oriente la colaboración
internacional hacia el desarrollo solidario de todos los pueblos. Para gobernar
la economía mundial, para sanear las economías afectadas por
la crisis, para prevenir su empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes,
para lograr un oportuno desarme integral, la seguridad alimenticia y la paz,
para garantizar la salvaguardia del ambiente y regular los flujos migratorios,
urge la presencia de una verdadera Autoridad política mundial, como
fue ya esbozada por mi Predecesor, el Beato Juan XXIII. Esta Autoridad deberá
estar regulada por el derecho, atenerse de manera concreta a los principios
de subsidiaridad y de solidaridad, estar ordenada a la realización
del bien común[147], comprometerse en la realización de un auténtico
desarrollo humano integral inspirado en los valores de la caridad en la verdad.
Dicha Autoridad, además, deberá estar reconocida por todos,
gozar de poder efectivo para garantizar a cada uno la seguridad, el cumplimiento
de la justicia y el respeto de los derechos[148]. Obviamente, debe tener
la facultad de hacer respetar sus propias decisiones a las diversas partes,
así como las medidas de coordinación adoptadas en los diferentes
foros internacionales. En efecto, cuando esto falta, el derecho internacional,
no obstante los grandes progresos alcanzados en los diversos campos, correría
el riesgo de estar condicionado por los equilibrios de poder entre los más
fuertes. El desarrollo integral de los pueblos y la colaboración internacional
exigen el establecimiento de un grado superior de ordenamiento internacional
de tipo subsidiario para el gobierno de la globalización[149], que
se lleve a cabo finalmente un orden social conforme al orden moral, así
como esa relación entre esfera moral y social, entre política
y mundo económico y civil, ya previsto en el Estatuto de las Naciones
Unidas.
CAPÍTULO SEXTO
EL DESARROLLO DE LOS PUEBLOS
Y LA TÉCNICA
68. El tema del desarrollo de los pueblos está íntimamente
unido al del desarrollo de cada hombre. La persona humana tiende por naturaleza
a su propio desarrollo. Éste no está garantizado por una serie
de mecanismos naturales, sino que cada uno de nosotros es consciente de su
capacidad de decidir libre y responsablemente. Tampoco se trata de un desarrollo
a merced de nuestro capricho, ya que todos sabemos que somos un don y no el
resultado de una autogeneración. Nuestra libertad está originariamente
caracterizada por nuestro ser, con sus propias limitaciones. Ninguno da forma
a la propia conciencia de manera arbitraria, sino que todos construyen su
propio «yo» sobre la base de un «sí mismo»
que nos ha sido dado. No sólo las demás personas se nos presentan
como no disponibles, sino también nosotros para nosotros mismos. El
desarrollo de la persona se degrada cuando ésta pretende ser la única
creadora de sí misma. De modo análogo, también el desarrollo
de los pueblos se degrada cuando la humanidad piensa que puede recrearse utilizando
los «prodigios» de la tecnología. Lo mismo ocurre con
el desarrollo económico, que se manifiesta ficticio y dañino
cuando se apoya en los «prodigios» de las finanzas para sostener
un crecimiento antinatural y consumista. Ante esta pretensión prometeica,
hemos de fortalecer el aprecio por una libertad no arbitraria, sino verdaderamente
humanizada por el reconocimiento del bien que la precede. Para alcanzar este
objetivo, es necesario que el hombre entre en sí mismo para descubrir
las normas fundamentales de la ley moral natural que Dios ha inscrito en su
corazón.
69. El problema del desarrollo en la actualidad está estrechamente
unido al progreso tecnológico y a sus aplicaciones deslumbrantes en
campo biológico. La técnica — conviene subrayarlo — es un hecho
profundamente humano, vinculado a la autonomía y libertad del hombre.
En la técnica se manifiesta y confirma el dominio del espíritu
sobre la materia. «Siendo éste [el espíritu] “menos esclavo
de las cosas, puede más fácilmente elevarse a la adoración
y a la contemplación del Creador”»[150]. La técnica permite
dominar la materia, reducir los riesgos, ahorrar esfuerzos, mejorar las condiciones
de vida. Responde a la misma vocación del trabajo humano: en la técnica,
vista como una obra del propio talento, el hombre se reconoce a sí
mismo y realiza su propia humanidad. La técnica es el aspecto objetivo
del actuar humano[151], cuyo origen y razón de ser está en el
elemento subjetivo: el hombre que trabaja. Por eso, la técnica nunca
es sólo técnica. Manifiesta quién es el hombre y cuáles
son sus aspiraciones de desarrollo, expresa la tensión del ánimo
humano hacia la superación gradual de ciertos condicionamientos materiales.
La técnica, por lo tanto, se inserta en el mandato de cultivar y custodiar
la tierra (cf. Gn 2,15), que Dios ha confiado al hombre, y se orienta a reforzar
esa alianza entre ser humano y medio ambiente que debe reflejar el amor creador
de Dios.
70. El desarrollo tecnológico puede alentar la idea de la autosuficiencia
de la técnica, cuando el hombre se pregunta sólo por el cómo,
en vez de considerar los porqués que lo impulsan a actuar. Por eso,
la técnica tiene un rostro ambiguo. Nacida de la creatividad humana
como instrumento de la libertad de la persona, puede entenderse como elemento
de una libertad absoluta, que desea prescindir de los límites inherentes
a las cosas. El proceso de globalización podría sustituir las
ideologías por la técnica[152], transformándose ella
misma en un poder ideológico, que expondría a la humanidad al
riesgo de encontrarse encerrada dentro de un a priori del cual no podría
salir para encontrar el ser y la verdad. En ese caso, cada uno de nosotros
conocería, evaluaría y decidiría los aspectos de su vida
desde un horizonte cultural tecnocrático, al que perteneceríamos
estructuralmente, sin poder encontrar jamás un sentido que no sea producido
por nosotros mismos. Esta visión refuerza mucho hoy la mentalidad tecnicista,
que hace coincidir la verdad con lo factible. Pero cuando el único
criterio de verdad es la eficiencia y la utilidad, se niega automáticamente
el desarrollo. En efecto, el verdadero desarrollo no consiste principalmente
en hacer. La clave del desarrollo está en una inteligencia capaz de
entender la técnica y de captar el significado plenamente humano del
quehacer del hombre, según el horizonte de sentido de la persona considerada
en la globalidad de su ser. Incluso cuando el hombre opera a través
de un satélite o de un impulso electrónico a distancia, su
actuar permanece siempre humano, expresión de una libertad responsable.
La técnica atrae fuertemente al hombre, porque lo rescata de las limitaciones
físicas y le amplía el horizonte. Pero la libertad humana es
ella misma sólo cuando responde a esta atracción de la técnica
con decisiones que son fruto de la responsabilidad moral. De ahí la
necesidad apremiante de una formación para un uso ético y responsable
de la técnica. Conscientes de esta atracción de la técnica
sobre el ser humano, se debe recuperar el verdadero sentido de la libertad,
que no consiste en la seducción de una autonomía total, sino
en la respuesta a la llamada del ser, comenzando por nuestro propio ser.
71. Esta posible desviación de la mentalidad técnica de su
originario cauce humanista se muestra hoy de manera evidente en la tecnificación
del desarrollo y de la paz. El desarrollo de los pueblos es considerado con
frecuencia como un problema de ingeniería financiera, de apertura de
mercados, de bajadas de impuestos, de inversiones productivas, de reformas
institucionales, en definitiva como una cuestión exclusivamente técnica.
Sin duda, todos estos ámbitos tienen un papel muy importante, pero
deberíamos preguntarnos por qué las decisiones de tipo técnico
han funcionado hasta ahora sólo en parte. La causa es mucho más
profunda. El desarrollo nunca estará plenamente garantizado por fuerzas
que en gran medida son automáticas e impersonales, ya provengan de
las leyes de mercado o de políticas de carácter internacional.
El desarrollo es imposible sin hombres rectos, sin operadores económicos
y agentes políticos que sientan fuertemente en su conciencia la llamada
al bien común. Se necesita tanto la preparación profesional
como la coherencia moral. Cuando predomina la absolutización de la
técnica se produce una confusión entre los fines y los medios,
el empresario considera como único criterio de acción el máximo
beneficio en la producción; el político, la consolidación
del poder; el científico, el resultado de sus descubrimientos. Así,
bajo esa red de relaciones económicas, financieras y políticas
persisten frecuentemente incomprensiones, malestar e injusticia; los flujos
de conocimientos técnicos aumentan, pero en beneficio de sus propietarios,
mientras que la situación real de las poblaciones que viven bajo y
casi siempre al margen de estos flujos, permanece inalterada, sin posibilidades
reales de emancipación.
72. También la paz corre a veces el riesgo de ser considerada como
un producto de la técnica, fruto exclusivamente de los acuerdos entre
los gobiernos o de iniciativas tendentes a asegurar ayudas económicas
eficaces. Es cierto que la construcción de la paz necesita una red
constante de contactos diplomáticos, intercambios económicos
y tecnológicos, encuentros culturales, acuerdos en proyectos comunes,
como también que se adopten compromisos compartidos para alejar las
amenazas de tipo bélico o cortar de raíz las continuas tentaciones
terroristas. No obstante, para que esos esfuerzos produzcan efectos duraderos,
es necesario que se sustenten en valores fundamentados en la verdad de la
vida. Es decir, es preciso escuchar la voz de las poblaciones interesadas
y tener en cuenta su situación para poder interpretar de manera adecuada
sus expectativas. Todo esto debe estar unido al esfuerzo anónimo de
tantas personas que trabajan decididamente para fomentar el encuentro entre
los pueblos y favorecer la promoción del desarrollo partiendo del amor
y de la comprensión recíproca. Entre estas personas encontramos
también fieles cristianos, implicados en la gran tarea de dar un sentido
plenamente humano al desarrollo y la paz.
73. El desarrollo tecnológico está relacionado con la influencia
cada vez mayor de los medios de comunicación social. Es casi imposible
imaginar ya la existencia de la familia humana sin su presencia. Para bien
o para mal, se han introducido de tal manera en la vida del mundo, que parece
realmente absurda la postura de quienes defienden su neutralidad y, consiguientemente,
reivindican su autonomía con respecto a la moral de las personas. Muchas
veces, tendencias de este tipo, que enfatizan la naturaleza estrictamente
técnica de estos medios, favorecen de hecho su subordinación
a los intereses económicos, al dominio de los mercados, sin olvidar
el deseo de imponer parámetros culturales en función de proyectos
de carácter ideológico y político. Dada la importancia
fundamental de los medios de comunicación en determinar los cambios
en el modo de percibir y de conocer la realidad y la persona humana misma,
se hace necesaria una seria reflexión sobre su influjo, especialmente
sobre la dimensión ético-cultural de la globalización
y el desarrollo solidario de los pueblos. Al igual que ocurre con la correcta
gestión de la globalización y el desarrollo, el sentido y la
finalidad de los medios de comunicación debe buscarse en su fundamento
antropológico. Esto quiere decir que pueden ser ocasión de humanización
no sólo cuando, gracias al desarrollo tecnológico, ofrecen
mayores posibilidades para la comunicación y la información,
sino sobre todo cuando se organizan y se orientan bajo la luz de una imagen
de la persona y el bien común que refleje sus valores universales.
El mero hecho de que los medios de comunicación social multipliquen
las posibilidades de interconexión y de circulación de ideas,
no favorece la libertad ni globaliza el desarrollo y la democracia para todos.
Para alcanzar estos objetivos se necesita que los medios de comunicación
estén centrados en la promoción de la dignidad de las personas
y de los pueblos, que estén expresamente animados por la caridad y
se pongan al servicio de la verdad, del bien y de la fraternidad natural y
sobrenatural. En efecto, la libertad humana está intrínsecamente
ligada a estos valores superiores. Los medios pueden ofrecer una valiosa ayuda
al aumento de la comunión en la familia humana y al ethos de la sociedad,
cuando se convierten en instrumentos que promueven la participación
universal en la búsqueda común de lo que es justo.
74. En la actualidad, la bioética es un campo prioritario y crucial
en la lucha cultural entre el absolutismo de la técnica y la responsabilidad
moral, y en el que está en juego la posibilidad de un desarrollo humano
e integral. Éste es un ámbito muy delicado y decisivo, donde
se plantea con toda su fuerza dramática la cuestión fundamental:
si el hombre es un producto de sí mismo o si depende de Dios. Los descubrimientos
científicos en este campo y las posibilidades de una intervención
técnica han crecido tanto que parecen imponer la elección entre
estos dos tipos de razón: una razón abierta a la trascendencia
o una razón encerrada en la inmanencia. Estamos ante un aut aut decisivo.
Pero la racionalidad del quehacer técnico centrada sólo en
sí misma se revela como irracional, porque comporta un rechazo firme
del sentido y del valor. Por ello, la cerrazón a la trascendencia
tropieza con la dificultad de pensar cómo es posible que de la nada
haya surgido el ser y de la casualidad la inteligencia[153]. Ante estos problemas
tan dramáticos, razón y fe se ayudan mutuamente. Sólo
juntas salvarán al hombre. Atraída por el puro quehacer técnico,
la razón sin la fe se ve avocada a perderse en la ilusión de
su propia omnipotencia. La fe sin la razón corre el riesgo de alejarse
de la vida concreta de las personas[154].
75. Pablo VI había percibido y señalado ya el alcance mundial
de la cuestión social[155]. Siguiendo esta línea, hoy es preciso
afirmar que la cuestión social se ha convertido radicalmente en una
cuestión antropológica, en el sentido de que implica no sólo
el modo mismo de concebir, sino también de manipular la vida, cada
día más expuesta por la biotecnología a la intervención
del hombre. La fecundación in vitro, la investigación con embriones,
la posibilidad de la clonación y de la hibridación humana nacen
y se promueven en la cultura actual del desencanto total, que cree haber desvelado
cualquier misterio, puesto que se ha llegado ya a la raíz de la vida.
Es aquí donde el absolutismo de la técnica encuentra su máxima
expresión. En este tipo de cultura, la conciencia está llamada
únicamente a tomar nota de una mera posibilidad técnica. Pero
no han de minimizarse los escenarios inquietantes para el futuro del hombre,
ni los nuevos y potentes instrumentos que la «cultura de la muerte»
tiene a su disposición. A la plaga difusa, trágica, del aborto,
podría añadirse en el futuro, aunque ya subrepticiamente in
nuce, una sistemática planificación eugenésica de los
nacimientos. Por otro lado, se va abriendo paso una mens eutanasica, manifestación
no menos abusiva del dominio sobre la vida, que en ciertas condiciones ya
no se considera digna de ser vivida. Detrás de estos escenarios hay
planteamientos culturales que niegan la dignidad humana. A su vez, estas
prácticas fomentan una concepción materialista y mecanicista
de la vida humana. ¿Quién puede calcular los efectos negativos
sobre el desarrollo de esta mentalidad? ¿Cómo podemos extrañarnos
de la indiferencia ante tantas situaciones humanas degradantes, si la indiferencia
caracteriza nuestra actitud ante lo que es humano y lo que no lo es? Sorprende
la selección arbitraria de aquello que hoy se propone como digno de
respeto. Muchos, dispuestos a escandalizarse por cosas secundarias, parecen
tolerar injusticias inauditas. Mientras los pobres del mundo siguen llamando
a la puerta de la opulencia, el mundo rico corre el riesgo de no escuchar
ya estos golpes a su puerta, debido a una conciencia incapaz de reconocer
lo humano. Dios revela el hombre al hombre; la razón y la fe colaboran
a la hora de mostrarle el bien, con tal que lo quiera ver; la ley natural,
en la que brilla la Razón creadora, indica la grandeza del hombre,
pero también su miseria, cuando desconoce el reclamo de la verdad
moral.
76. Uno de los aspectos del actual espíritu tecnicista se puede apreciar
en la propensión a considerar los problemas y los fenómenos
que tienen que ver con la vida interior sólo desde un punto de vista
psicológico, e incluso meramente neurológico. De esta manera,
la interioridad del hombre se vacía y el ser conscientes de la consistencia
ontológica del alma humana, con las profundidades que los Santos han
sabido sondear, se pierde progresivamente. El problema del desarrollo está
estrechamente relacionado con el concepto que tengamos del alma del hombre,
ya que nuestro yo se ve reducido muchas veces a la psique, y la salud del
alma se confunde con el bienestar emotivo. Estas reducciones tienen su origen
en una profunda incomprensión de lo que es la vida espiritual y llevan
a ignorar que el desarrollo del hombre y de los pueblos depende también
de las soluciones que se dan a los problemas de carácter espiritual.
El desarrollo debe abarcar, además de un progreso material, uno espiritual,
porque el hombre es «uno en cuerpo y alma»[156], nacido del amor
creador de Dios y destinado a vivir eternamente. El ser humano se desarrolla
cuando crece espiritualmente, cuando su alma se conoce a sí misma y
la verdad que Dios ha impreso germinalmente en ella, cuando dialoga consigo
mismo y con su Creador. Lejos de Dios, el hombre está inquieto y se
hace frágil. La alienación social y psicológica, y las
numerosas neurosis que caracterizan las sociedades opulentas, remiten también
a este tipo de causas espirituales. Una sociedad del bienestar, materialmente
desarrollada, pero que oprime el alma, no está en sí misma bien
orientada hacia un auténtico desarrollo. Las nuevas formas de esclavitud,
como la droga, y la desesperación en la que caen tantas personas,
tienen una explicación no sólo sociológica o psicológica,
sino esencialmente espiritual. El vacío en que el alma se siente abandonada,
contando incluso con numerosas terapias para el cuerpo y para la psique,
hace sufrir. No hay desarrollo pleno ni un bien común universal sin
el bien espiritual y moral de las personas, consideradas en su totalidad
de alma y cuerpo.
77. El absolutismo de la técnica tiende a producir una incapacidad
de percibir todo aquello que no se explica con la pura materia. Sin embargo,
todos los hombres tienen experiencia de tantos aspectos inmateriales y espirituales
de su vida. Conocer no es sólo un acto material, porque lo conocido
esconde siempre algo que va más allá del dato empírico.
Todo conocimiento, hasta el más simple, es siempre un pequeño
prodigio, porque nunca se explica completamente con los elementos materiales
que empleamos. En toda verdad hay siempre algo más de lo que cabía
esperar, en el amor que recibimos hay siempre algo que nos sorprende. Jamás
deberíamos dejar de sorprendernos ante estos prodigios. En todo conocimiento
y acto de amor, el alma del hombre experimenta un «más»
que se asemeja mucho a un don recibido, a una altura a la que se nos lleva.
También el desarrollo del hombre y de los pueblos alcanza un nivel
parecido, si consideramos la dimensión espiritual que debe incluir
necesariamente el desarrollo para ser auténtico. Para ello se necesitan
unos ojos nuevos y un corazón nuevo, que superen la visión materialista
de los acontecimientos humanos y que vislumbren en el desarrollo ese «algo
más» que la técnica no puede ofrecer. Por este camino
se podrá conseguir aquel desarrollo humano e integral, cuyo criterio
orientador se halla en la fuerza impulsora de la caridad en la verdad.
CONCLUSIÓN
78. Sin Dios el hombre no sabe adonde ir ni tampoco logra entender quién
es. Ante los grandes problemas del desarrollo de los pueblos, que nos impulsan
casi al desasosiego y al abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra
de Jesucristo, que nos hace saber: «Sin mí no podéis hacer
nada» (Jn 15,5). Y nos anima: «Yo estoy con vosotros todos los
días, hasta el final del mundo» (Mt 28,20). Ante el ingente trabajo
que queda por hacer, la fe en la presencia de Dios nos sostiene, junto con
los que se unen en su nombre y trabajan por la justicia. Pablo VI nos ha
recordado en la Populorum progressio que el hombre no es capaz de gobernar
por sí mismo su propio progreso, porque él solo no puede fundar
un verdadero humanismo. Sólo si pensamos que se nos ha llamado individualmente
y como comunidad a formar parte de la familia de Dios como hijos suyos, seremos
capaces de forjar un pensamiento nuevo y sacar nuevas energías al
servicio de un humanismo íntegro y verdadero. Por tanto, la fuerza
más poderosa al servicio del desarrollo es un humanismo cristiano,[157]
que vivifique la caridad y que se deje guiar por la verdad, acogiendo una
y otra como un don permanente de Dios. La disponibilidad para con Dios provoca
la disponibilidad para con los hermanos y una vida entendida como una tarea
solidaria y gozosa. Al contrario, la cerrazón ideológica a
Dios y el indiferentismo ateo, que olvida al Creador y corre el peligro de
olvidar también los valores humanos, se presentan hoy como uno de
los mayores obstáculos para el desarrollo. El humanismo que excluye
a Dios es un humanismo inhumano. Solamente un humanismo abierto al Absoluto
nos puede guiar en la promoción y realización de formas de
vida social y civil —en el ámbito de las estructuras, las instituciones,
la cultura y el ethos—, protegiéndonos del riesgo de quedar apresados
por las modas del momento. La conciencia del amor indestructible de Dios
es la que nos sostiene en el duro y apasionante compromiso por la justicia,
por el desarrollo de los pueblos, entre éxitos y fracasos, y en la
tarea constante de dar un recto ordenamiento a las realidades humanas. El
amor de Dios nos invita a salir de lo que es limitado y no definitivo, nos
da valor para trabajar y seguir en busca del bien de todos, aun cuando no
se realice inmediatamente, aun cuando lo que consigamos nosotros, las autoridades
políticas y los agentes económicos, sea siempre menos de lo
que anhelamos[158]. Dios nos da la fuerza para luchar y sufrir por amor al
bien común, porque Él es nuestro Todo, nuestra esperanza más
grande.
79. El desarrollo necesita cristianos con los brazos levantados hacia Dios
en oración, cristianos conscientes de que el amor lleno de verdad,
caritas in veritate, del que procede el auténtico desarrollo, no es
el resultado de nuestro esfuerzo sino un don. Por ello, también en
los momentos más difíciles y complejos, además de actuar
con sensatez, hemos de volvernos ante todo a su amor. El desarrollo conlleva
atención a la vida espiritual, tener en cuenta seriamente la experiencia
de fe en Dios, de fraternidad espiritual en Cristo, de confianza en la Providencia
y en la Misericordia divina, de amor y perdón, de renuncia a uno mismo,
de acogida del prójimo, de justicia y de paz. Todo esto es indispensable
para transformar los «corazones de piedra» en «corazones
de carne» (Ez 36,26), y hacer así la vida terrena más
«divina» y por tanto más digna del hombre. Todo esto es
del hombre, porque el hombre es sujeto de su existencia; y a la vez es de
Dios, porque Dios es el principio y el fin de todo lo que tiene valor y nos
redime: «el mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo futuro. Todo
es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios» (1 Co 3,22-23). El
anhelo del cristiano es que toda la familia humana pueda invocar a Dios como
«Padre nuestro». Que junto al Hijo unigénito, todos los
hombres puedan aprender a rezar al Padre y a suplicarle con las palabras que
el mismo Jesús nos ha enseñado, que sepamos santificarlo viviendo
según su voluntad, y tengamos también el pan necesario de cada
día, comprensión y generosidad con los que nos ofenden, que
no se nos someta excesivamente a las pruebas y se nos libre del mal (cf. Mt
6,9-13).
Al concluir el Año Paulino, me complace expresar este deseo con las
mismas palabras del Apóstol en su carta a los Romanos: «Que vuestra
caridad no sea una farsa: aborreced lo malo y apegaos a lo bueno. Como buenos
hermanos, sed cariñosos unos con otros, estimando a los demás
más que a uno mismo» (12,9-10). Que la Virgen María, proclamada
por Pablo VI Mater Ecclesiae y honrada por el pueblo cristiano como Speculum
iustitiae y Regina pacis, nos proteja y nos obtenga por su intercesión
celestial la fuerza, la esperanza y la alegría necesaria para continuar
generosamente la tarea en favor del «desarrollo de todo el hombre y
de todos los hombres»[159].
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 29 de junio, solemnidad de San Pedro
y San Pablo, del año 2009, quinto de mi Pontificado.
BENEDICTO XVI
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[1] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 22: AAS
59 (1967), 268; Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 69.
[2] Homilía para la «Jornada del desarrollo» ( 23 agosto
1968): AAS 60 (1968), 626-627.
[3] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2002: AAS
94 (2002), 132-140.
[4] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 26.
[5] Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963): AAS 55 (1963),
268-270.
[6] Cf. n. 16: l.c., 265.
[7] Cf. ibíd., 82: l.c., 297.
[8] Ibíd., 42: l.c., 278.
[9] Ibíd., 20: l.c., 267.
[10] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 36; Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens (14 mayo
1971), 4: AAS 63 (1971), 403-404; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus
(1 mayo 1991), 43: AAS 83 (1991), 847.
[11] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 13: l.c., 263-264.
[12] Cf. Consejo Pontificio de Justicia y Paz, Compendio de la doctrina
social de la Iglesia, n. 76.
[13] Cf. Discurso en la inauguración de la V Conferencia General
del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (13 mayo 2007): L’Osservatore
Romano, ed. en lengua española (25 mayo 2007), pp. 9-11.
[14] Cf. nn. 3-5: l.c., 258-260.
[15] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre
1987) 6-7: AAS 80 (1988), 517-519.
[16] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 14: l.c., 264.
[17] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 18: AAS 98 (2006),
232.
[18] Ibíd., 6: l.c., 222.
[19] Cf. Discurso a la Curia Romana con motivo de las felicitaciones navideñas
(22 diciembre 2005): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (30
diciembre 2005), pp. 9-12.
[20] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 3: l.c., 515.
[21] Cf. ibíd., 1: l.c., 513-514.
[22] Cf. ibíd., 3: l.c., 515.
[23] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens (14 septiembre 1981),
3: AAS 73 (1981), 583-584.
[24] Cf. Id., Carta enc. Centesimus annus, 3: l.c., 794-796.
[25] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 3: l.c., 258.
[26] Cf. ibíd., 34: l.c., 274.
[27] Cf. nn. 8-9: AAS 60 (1968), 485-487; Benedicto XVI, Discurso a los
participantes en el Congreso Internacional con ocasión del 40 aniversario
de la encíclica «Humanae vitae» (10 mayo 2008): L’Osservatore
Romano, ed. en lengua española (16 mayo 2008), p. 8.
[28] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), 93:
AAS 87 (1995), 507-508.
[29] Ibíd., 101: l.c., 516-518.
[30] N. 29: AAS 68 (1976), 25.
[31] Ibíd., 31: l.c., 26.
[32] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 41: l.c., 570-572.
[33] Ibíd.; Id., Carta enc. Centesimus annus, 5. 54: l.c., 799. 859-860.
[34] N. 15: l.c., 265.
[35] Cf. ibíd., 2: l.c., 258; León XIII, Carta enc. Rerum
novarum (15 mayo 1891): Leonis XIII P.M. Acta, XI, Romae 1892, 97-144; Juan
Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 8: l.c., 519-520; Id., Carta
enc. Centesimus annus, 5: l.c., 799.
[36] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 2. 13: l.c., 258. 263-264.
[37] Ibíd., 42: l.c., 278.
[38] Ibíd., 11: l.c., 262; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus,
25: l.c., 822-824.
[39] Carta enc. Populorum progressio, 15: l.c., 265.
[40] Ibíd., 3: l.c., 258.
[41] Ibíd., 6: l.c., 260.
[42] Ibíd., 14: l.c., 264.
[43] Ibíd.; cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 53-62:
l.c., 859-867; Id., Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 13-14: AAS
71 (1979), 282-286.
[44] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 12: l.c., 262-263.
[45] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 22.
[46] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 13: l.c., 263-264.
[47] Cf. Discurso a los participantes en la IV Asamblea Eclesial Nacional
Italiana (19 octubre 2006): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española
(27 octubre 2006), pp. 8-10.
[48] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 16: l.c., 265.
[49] Ibíd.
[50] Discurso en la ceremonia de acogida de los jóvenes (17 julio
2008): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (25 julio 2008),
pp. 4-5.
[51] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 20: l.c., 267.
[52] Ibíd., 66: l.c., 289-290.
[53] Ibíd., 21: l.c., 267-268.
[54] Cf. nn. 3. 29. 32: l.c., 258. 272. 273.
[55] Cf. Carta enc.Sollicitudo rei socialis, 28: l.c., 548-550.
[56] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 9: l.c., 261-262.
[57] Cf. Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 20: l.c., 536-537.
[58] Cf. Carta enc.Centesimus annus, 22-29: l.c., 819-830.
[59] Cf. nn. 23. 33: l.c., 268-269. 273-274.
[60] Cf. l.c., 135.
[61] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 63.
[62] Cf. Juan Pablo II, Carta enc.Centesimus annus, 24: l.c., 821-822.
[63] Cf. Id., Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), 33. 46. 51:
AAS 85 (1993), 1160. 1169-1171. 1174-1175; Id., Discurso a la Asamblea General
de la Organización de las Naciones Unidas (5 octubre 1995), 3: L’Osservatore
Romano, ed. en lengua española
(13 octubre 1995), p. 7.
[64] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 47: l.c., 280-281; Juan Pablo
II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 42: l.c., 572-574.
[65] Cf. Mensaje con ocasión de la Jornada Mundial de la Alimentación
2007: AAS 99 (2007), 933-935.
[66] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae, 18. 59. 63-64: l.c.,
419-421. 467-468. 472-475.
[67] Cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2007, 5: L’Osservatore
Romano, ed. en lengua española (15 diciembre 2006), p. 5.
[68] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2002,
4-7. 12-15: AAS 94 (2002), 134-136. 138-140; Id., Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz 2004, 8: AAS 96 (2004), 119; Id., Mensaje para la Jornada
Mundial de la Paz 2005, 4: AAS 97 (2005), 177-178; Benedicto XVI, Mensaje
para la Jornada Mundial de la Paz 2006, 9-10: AAS 98 (2006), 60-61; Id.,
Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2007, 5. 14: l.c., 5-6.
[69] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2002,
6: l.c., 135; Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2006,
9-10: l.c., 60-61.
[70] Cf. Homilía durante la Santa Misa en la explanada de «Isling»
de Ratisbona (12 septiembre 2006): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española
(22 septiembre 2006), pp. 9-10.
[71] Cf. Carta enc. Deus caritas est, 1: l.c., 217-218.
[72] Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 28: l.c., 548-550.
[73] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 19: l.c., 266-267.
[74] Ibíd., 39: l.c., 276-277.
[75] Ibíd., 75: l.c., 293-294.
[76] Cf. Carta enc. Deus caritas est, 28: l.c., 238-240.
[77] Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 59: l.c., 864.
[78] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 40. 85: l.c., 277. 298-299.
[79] Ibíd., 13: l.c., 263-264.
[80] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998),
85: AAS 91 (1999), 72-73.
[81] Cf. ibíd., 83: l.c., 70-71.
[82] Discurso en la Universidad de Ratisbona (12 septiembre 2006): L’Osservatore
Romano, ed. en lengua española (22 septiembre 2006), pp. 11-13.
[83] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 33: l.c., 273-274.
[84] Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2000, 15:
AAS 92 (2000), 366.
[85] Catecismo de la Iglesia Católica, 407; cf. Juan Pablo II, Carta
enc. Centesimus annus, 25: l.c., 822-824.
[86] Cf. Carta enc. Spe salvi (30 noviembre 2007), 17: AAS 99 (2007), 1000.
[87] Cf. ibíd., 23: l.c., 1004-1005.
[88] San Agustín explica detalladamente esta enseñanza en
el diálogo sobre el libre albedrío (De libero arbitrio II 3,
8 ss.). Señala la existencia en el alma humana de un «sentido
interior». Este sentido consiste en una acción que se realiza
al margen de las funciones normales de la razón, una acción
previa a la reflexión y casi instintiva, por la que la razón,
dándose cuenta de su condición transitoria y falible, admite
por encima de ella la existencia de algo externo, absolutamente verdadero
y cierto. El nombre que San Agustín asigna a veces a esta verdad interior
es el de Dios (Confesiones X, 24, 35; XII, 25, 35; De libero arbitrio II 3,
8), pero más a menudo el de Cristo (De Magistro 11, 38; Confesiones
VII, 18, 24; XI, 2, 4).
[89] Carta enc. Deus caritas est, 3: l.c., 219.
[90] Cf. n. 49: l.c., 281.
[91] Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 28: l.c., 827-828.
[92] Cf. n. 35: l.c., 836-838.
[93] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 38: l.c., 565-566.
[94] N. 44: l.c., 279.
[95] Cf. ibíd., 24: l.c., 269.
[96] Cf. Carta enc. Centesimus annus, 36: l.c., 838-840.
[97] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 24: l.c., 269.
[98] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 32: l.c., 832-833;
Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 25: l.c.,
269-270.
[99] Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 24: l.c., 637-638.
[100] Ibíd., 15: l.c., 616-618.
[101] Carta enc. Populorum progressio, 27: l.c., 271.
[102] Cf. Congregación para la doctrina de la fe, Instr. Libertatis
conscientia, sobre la libertad cristiana y la liberación (22
marzo 1987), 74: AAS 79 (1987), 587.
[103] Cf. Juan Pablo II, Entrevista al periódico «La Croix»,
20 de agosto de 1997.
[104] Juan Pablo II, Discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales
(27 abril 2001): AAS 93 (2001), 598-601.
[105] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 17: l.c., 265-266.
[106] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2003,
5: AAS 95 (2003), 343.
[107] Cf. ibíd.
[108] Cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2007, 13: l.c., 6.
[109] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 65: l.c., 289.
[110] Cf., ibíd., 36-37: l.c., 275-276.
[111] Cf. ibíd., 37: l.c., 275-276.
[112] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, sobre el
apostolado de los laicos, 11.
[113] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 14: l.c., 264; Juan
Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 32: l.c.,
832-833.
[114] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 77: l.c., 295.
[115] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990,
6: AAS 82 (1990), 150.
[116] Heráclito de Éfeso (Éfeso 535 a.C. ca. — 475
a.C. ca.), Fragmento 22B124, en: H. Diels — W. Kranz, Die Fragmente
der Vorsokratiker, Weidmann, Berlín 19526.
[117] Cf. Consejo Pontificio de Justicia y Paz, Compendio de la doctrina
social de la Iglesia, nn. 451-487.
[118] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990,
10: l.c., 152-153.
[119] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 65: l.c., 289.
[120] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2008, 7: AAS 100 (2008),
41.
[121] Cf. Discurso a los miembros de la Asamblea General de la Organización
de las Naciones Unidas (18 abril 2008): L’Osservatore Romano, ed. en lengua
española (25 abril 2008), pp. 10-11.
[122] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990,
13: l.c., 154-155.
[123] Id., Carta enc. Centesimus annus, 36: l.c., 838-840.
[124] Ibíd., 38: l.c., 840-841;cf. Benedicto XVI, Mensaje para la
Jornada Mundial de la Paz 2007, 8: l.c., 6.
[125] Cf. Juan Pablo II, Carta Enc. Centesimus annus, 41: l.c., 843-845.
[126] Ibíd.
[127] Cf. Id., Carta Enc. Evangelium vitae, 20: l.c., 422-424.
[128] Carta Enc. Populorum progressio, 85: l.c., 298-299.
[129] Cf. Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1998,
3: AAS 90 (1998), 150; Id., Discurso a los Miembros de la Fundación
«Centesimus Annus» pro Pontífice (9 mayo 1998), 2: L’Osservatore
Romano, ed. en lengua española (22 mayo 1998), p. 6; Id., Discurso
a las autoridades y al Cuerpo diplomático durante el encuentro en el
«Wiener Hofburg» (20 junio 1998), 8: L’Osservatore Romano, ed.
en lengua española (26 junio 1998), p. 10; Id., Mensaje al Rector Magnífico
de la Universidad Católica del Sagrado Corazón (5 mayo 2000),
6: L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (26 mayo 2000), p.
3.
[130] Según Santo Tomás «ratio partis contrariatur rationi
personae» en III Sent d. 5, 3, 2; también: «Homo non ordinatur
ad communitatem politicam secundum se totum et secundum omnia sua» en
Summa Theologiae, I-II, q. 21, a. 4., ad 3um.
[131] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
1.
[132] Cf. Juan Pablo II, Discurso a la VI sesión pública de
las Academias Pontificias (8 noviembre 2001), 3: L’Osservatore Romano, ed.
en lengua española (16 noviembre 2001), p. 7.
[133] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración
Dominus Iesus, sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo
y de la Iglesia (6 agosto 2000), 22: AAS 92 (2000), 763-764; Id., Nota doctrinal
sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos
en la vida política (24 noviembre 2002), 8: AAS 96 (2004), 369-370.
[134] Carta Enc. Spe salvi, 31: l.c., 1010; cf. Discurso a los participantes
en la IV Asamblea Eclesial Nacional Italiana (19 octubre 2006): l.c., 8-10.
[135] Juan Pablo II, Carta Enc. Centesimus annus, 5: l.c., 798-800; cf.
Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la IV Asamblea Eclesial Nacional
Italiana (19 octubre 2006): l.c., 8-10.
[136] N. 12.
[137] Cf. Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno (15 mayo 1931): AAS
23 (1931), 203; Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 48: l.c., 852-854;
Catecismo de la Iglesia Católica, 1883.
[138] Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: l.c., 274.
[139] Cf. Pablo VI, Carta Enc. Populorum progressio, 10. 41: l.c., 262.
277-278.
[140] Cf. Discurso a los participantes en la sesión plenaria de la
Comisión Teológica Internacional (5 octubre 2007): L’Osservatore
Romano, ed. en lengua española (12 octubre 2007), p. 3; Discurso a
los participantes en el Congreso Internacional sobre «La ley moral natural»
organizado por la Pontificia Universidad Lateranense (12 febrero 2007): L’Osservatore
Romano, ed. en lengua española (16 febrero 2007), p. 3.
[141] Cf. Discurso a los Obispos de Tailandia en visita «ad limina
apostolorum» (16 mayo 2008): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española
(30 mayo 2008), p. 14.
[142] Cf. Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e
Itinerantes, Instr. Erga migrantes caritas Christi (3 mayo 2004): AAS 96
(2004), 762-822.
[143] Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 8: l.c., 594-598.
[144] Jubileo de los Trabajadores. Saludos después de la Misa (1
mayo 2000): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (5 mayo 2000),
p. 6.
[145] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 36: l.c., 838-840.
[146] Cf. Discurso a los Miembros de la Asamblea General de la Organización
de las Naciones Unidas (18 abril 2008): l.c., 10-11.
[147] Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: l.c., 293; Consejo Pontificio
Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 441.
[148] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 82.
[149] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 43:
l.c., 574-575.
[150] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 41: l.c., 277-278; cf.
Conc. Ecum. Vat. II, Const. past, Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el
mundo actual, 57.
[151] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Laborem exercens, 5: l.c., 586-589.
[152] Cf. Pablo VI, Carta apost. Octogesima adveniens, 29: l.c., 420.
[153] Cf. Discurso a los participantes en el IV Asamblea Eclesial Nacional
Italiana, (19 octubre 2006): l.c., 8-10; Homilía durante la Santa Misa
en la explanada de «Isling» de Ratisbona (12 septiembre 2006):
l.c., 9-10.
[154] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Dignitas
personae sobre algunas cuestiones de bioética (8 septiembre 2008):
AAS 100 (2008), 858-887.
[155] Cf. Carta enc. Populorum progressio, 3: l.c., 258.
[156] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 14.
[157] Cf. n. 42: l.c., 278.
[158] Cf. Carta enc. Spe salvi, 35: l.c., 1013-1014.
[159] Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 42: l.c., 278.
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(Samuel Miranda)