SAN CARLOS GARNIER
1649 d.C.
7 de diciembre
Este santo es muy querido
en la Compañía de Jesús. Desde muy joven se entregó
con gran generosidad al llamado de Dios. Siempre fue un hombre feliz. En
su vida no parece haber una sombra de tristeza. La consolación espiritual
lo acompaña en todas las etapas.
Carlos Garnier nace el 25 de mayo de 1606, en la ciudad de París.
Sus padres tienen grandes medios económicos. Son católicos
fervorosos y se preocupan por la buena formación de los hijos. La
prudencia del padre y la devoción de la madre fueron su mejor escuela.
De esa familia, tan religiosa, salieron cuatro hombres consagrados: Carlos
para la Compañía, Enrique para los Carmelitas, José
para los Capuchinos y Antonio para el clero diocesano.
Cuando llega la edad de empezar los estudios secundarios, Carlos
es matriculado en el Colegio de Clermont de la Compañía de
Jesús, el más importante de Francia. Es bien acogido. Se siente
a gusto y pronto se distingue en todo. Tiene facilidad para los estudios,
y con agrado ingresa a la Congregación Mariana de los alumnos mayores
(hoy, Comunidades de Vida cristiana, CVX).
Su padre es generoso con el dinero. Carlos recibe siempre una
buena cantidad para sus gastos personales. Pero el muchacho gasta solamente
lo indispensable. El resto, todos los meses, va a parar a la alcancía
que los jesuitas han destinado para la ayuda de los presos de la cárcel.
Un día pasea por el Puente Nuevo. En los escaparates
hay algunos libros inconvenientes. Los compra todos y los destruye. Cuando
le preguntan, dice con natural simpatía: "Alguno podría comprarlos
y al leerlos podría, tal vez, ofender a Dios".
Sin dudar, como algo muy natural, decide a los 18 años
ingresar a la Compañía de Jesús. Su padre siente tristeza
cuando el buen hijo decide partir. Sufre en silencio. Se sobrepone y, con
entereza, lo acompaña hasta el Noviciado, el 5 de septiembre de 1624.
Las palabras del señor Garnier al Superior le muestran
a Carlos el temple de su padre: "Estoy tranquilo. Si yo no quisiera a la
Compañía no daría a mi hijo. Desde que nació
jamás ha desobedecido, jamás ha dado la menor molestia".
En el Noviciado, Carlos se entrega como él sabe hacerlo,
como es su costumbre. No parece sentir la menor molestia. La vida religiosa
le es agradable. Con suavidad, se acomoda a todo hasta en los pequeños
detalles. Sus compañeros de noviciado pasan a ser, ahora, sus mejores
amigos. A algunos los conoce desde el Colegio. Pedro Chastellain es su compañero
de ingreso, desde el primer día. La amistad va a continuar en las
misiones del Canadá. Francisco José Le Mercier será
también su compañero en la misión. En una carta a su
hermano Enrique, el carmelita, le escribe: "Cuando ruegues por mí,
ruega también por Pedro, mi mejor amigo".
Carlos con alegría y paz, sin sobresaltos, continúa
la formación que dan los jesuitas a los ingresados para el sacerdocio.
Los votos de pobreza, castidad y obediencia los hace el 6 de septiembre de
1626, en la casa del Noviciado. Para él es un día de plena
felicidad.
De inmediato, es destinado al Colegio de Clermont para hacer
los estudios de filosofía. ¿Qué pasa? Todo parece resultarle
fácil. Ni siquiera se imagina que puedan venir dificultades. En octubre
de 1629, está en el Colegio de Eu, en la Normandía francesa.
Es la experiencia del magisterio. Debe enseñar literatura. Las dificultades
tampoco se presentan en esta etapa. Tiene cualidades y mucho ánimo.
Con gusto se entrega a sus alumnos. Él siente que el Señor
le allana los caminos.
En el Colegio de Eu se encuentra con un gigante. Es el P. Juan
de Brébeuf, el fundador de la misión de los hurones, quien
ha debido volver a Francia al ser expulsado por los ingleses después
de la caída de Quebec. Las conversaciones con Brébeuf son interminables.
Con él sigue las peripecias por el gran río San Lorenzo. Parece
ir por los bosques y las nieves sin fin. Conoce las costumbres, las supersticiones
y las guerras de las tribus. Comparte con Juan el anhelo de convertir a esos
pueblos tan abandonados. El deseo por la misión empieza a anidar en
el corazón de Carlos.
Los estudios de teología los hace también en el
Colegio de Clermont. El caminar en la Compañía lo hace dichoso.
Ahí madura su vocación a las misiones del Canadá. La
preparación al sacerdocio y a la misión, para él, corren
paralelas.
La ordenación sacerdotal la recibe en París, al
terminar su tercer año de teología. Es una gracia que Carlos
recibe con honda gratitud. Considera como un regalo de Dios el poder asistir
al año siguiente, en ese mismo altar, a la ordenación del P.
Isaac Jogues, otro de sus amigos que quiere ser misionero como él.
Carlos Garnier es destinado al Canadá al terminar la
teología. Él lo ha pedido con insistencia. Los Superiores lo
conocen bien. Saben que la misión es dura, pero él tiene el
corazón firme y una virtud muy bien probada. Le ponen, eso sí,
una condición: hablar con su padre y obtener su aprobación
y bendición.
Al señor Garnier le resulta muy difícil bendecir,
por esta separación, al hijo tan querido. Ha sido muy dura la separación
cuando se hizo jesuita, pero esta segunda es extremadamente dolorosa. Carlos
respeta, siente el cariño del padre. Pero ante Dios insiste con mucha
fuerza. Un año dura el combate. Al fin obtiene lo que quiere.
El 8 de abril de 1636 sale la flota desde el puerto de Dieppe.
Él va feliz. Su amigo, el P. Isaac Jogues, viaja en la misma nave.
Juntos comienzan la conquista del nuevo mundo. La travesía resulta
fácil, sin tormentas. Con Isaac tiene el consuelo de decir la misa
casi diariamente. Fueron dos meses. Una carta a su padre encierra sus sentimientos:
"El viaje podría haber sido duro, pero el capitán
lo hizo fácil. En estos dos meses, solamente, doce días no
pudimos celebrar Misa. Nuestra capilla era la cabina del capitán.
Una parte de la tripulación asistía a la primera misa, la otra
a la segunda. A la elevación se disparaban los mosquetes. En los domingos
truena la artillería. El capitán y muchos otros comulgan. Enseñamos
catecismo y leímos a todos las vidas de los santos". Su corazón
va lleno de alegría. El agradecimiento a Dios es grande. No sólo
porque él va en viaje a la misión, sino también porque
sabe que en otra de las ocho naves de la flota va también su amigo
el P. Pedro Chastellain.
El 1 de julio de 1636, recibe el encargo de dirigirse a Trois
Rivières. Desde allí deberá salir hacia los hurones.
Su compañero de misión es el P. Pedro Chastellain, su gran
amigo. Ambos tienen la misma edad, 29 años. Juntos han ingresado a
la Compañía de Jesús y juntos van a la misión
que tanto han deseado. Carlos se siente como un preferido de Dios.
El viaje resulta también sin mayores tropiezos. Los hurones
se muestran buenos y los tratan con cariño. Pedro y Carlos parecen
encantados. Cada uno va en canoa distinta. A Carlos los hurones lo empiezan
a llamar Uracha.
Escribe Carlos, el 8 de agosto: "Dios sea bendito. Ayer llegamos
a Nipissirinien, sanos y salvos. El Señor se portó bien conmigo.
No he remado en demasía. No he cargado sino mi propio equipaje. Solamente,
por dos o tres días, debí cargar el equipaje de un hurón
enfermo. A la isla llegamos en la vigilia de San Ignacio. Compramos grano.
No encontramos enemigos, ni peligros".
El 13 de agosto, llega a Ihonatiria. El P. Chastellain está
ahí desde el día anterior. El Superior es su amigo el P. Juan
de Brébeuf, el más cariñoso de los padres. En la capilla
de troncos agradece al Señor. Después, en la cabaña
de paja comparte con los amigos. Todos cantan, y comen la pobre comida de
los indios hurones.
La alegría no puede ser eterna. Unos días después
de la llegada del P. Isaac Jogues, la peste irrumpe en la misión.
Los jesuitas también caen. Carlos interrumpe los Ejercicios espirituales,
que ha comenzado, y se entrega al cuidado de sus hermanos. Acompaña
al gigante Brébeuf, pero pronto también lo derriba la fiebre.
Fue duro el recibimiento de la misión tanto tiempo apetecida.
Una vez restablecido, el P. Juan de Brébeuf lo destina
a hacer los primeros recorridos por las aldeas huronas. El 4 de diciembre,
Carlos está en Ossossané, el 14 en Anenatea, para ayudar a
una muchacha moribunda. Este viaje lo hace con su amigo el P. Francisco José
Le Mercier.
Asiste a la fiesta que dan los hurones por su niña enferma,
después a la danza de la muerte. Con los hurones canta y danza golpeando
las ramas. Contempla con pena cómo colocan cenizas ardientes en las
manos de la enferma. Terminada la fiesta, Carlos bautiza a la niña.
Un tiempo después, es destinado a iniciar la misión
de Ossossané. Su trabajo es visitar, enseñar catecismo y practicar
la amistad. No le parece difícil. Con agrado nota que el idioma de
los hurones empieza pronto a perder sus secretos. Cada día lo habla
con más soltura. A Uracha los hurones no le tienen miedo. Lo
dejan entrar a sus cabañas y bendecir a los niños. Uracha es
incansable, cariñoso y un buen amigo.
Cuando los hurones abandonan a sus parientes moribundos, incapaces
de soportar ellos mismos el hedor de la peste y el terrible temor a la muerte,
ahí está Uracha. Con caridad, Carlos logra acercarse. Los lava,
los acaricia, los alimenta y a los que van a partir los bautiza. Después
llora con sus amigos los hurones.
En una carta a su padre, de 1637, manifiesta su temple: "Estamos
en las manos de Dios. El cuida de nosotros. Por supuesto, tenemos dificultades,
pero somos felices. Te cuento, en Ossossané tenemos una fortaleza
mejor que la Bastilla. Aquí, no hay cañones españoles
que puedan asustar como en París. Estamos en paz. Nuestra defensa
es de madera, palos de diez y doce pies. Tenemos una torre en un ángulo
de la empalizada y estamos construyendo otras dos para asegurar los caminos
de acceso.
¿Te acuerdas de mi fastidio por los estudios de medicina?
Ahora ésta es una de mis principales ocupaciones. Preparo cataplasmas
y suministro polvos. No te preocupes por mi salud. Nunca me he sentido mejor.
Si tus amigos en Francia vivieran como yo, sé que estarían
libres de muchas enfermedades.
Respecto al idioma, hago progresos. Anoto todas las palabras
que escucho. Es cierto, no tengo mucho tiempo para escribir porque dedico
casi todo el tiempo, desde la mañana hasta la noche, a predicar, a
visitar a los enfermos, a recibir a los hurones en mi tienda".
Sobre los gustos artísticos de los pieles rojas escribe
en una carta a su hermano Enrique, el carmelita: "Necesito una pintura
de Jesucristo, pero que no tenga barba. Si no es posible, que tenga muy poca,
como si tuviera dieciocho años. La figura sobre la cruz debe ser muy
clara, sin nadie al lado, para no distraer la atención. Sobre la cabeza
de la Virgen María, haz poner una corona y un cetro en las manos,
que el Niño esté en las rodillas. Esto ayuda a la imaginación
de los hurones. No debes poner ninguna aureola, cámbiala por un sombrero.
Los rayos pueden prestarse a equívocos, las cabezas deben estar siempre
cubiertas.
Mándame un cuadro sobre la resurrección del último
día, pero haz que las almas de los bienaventurados aparezcan extraordinariamente
felices. Cuando representes el Juicio final, preocúpate de no confundir.
Los muertos resucitados deben estar fuera de sus tumbas y, si se puede, iluminados.
Las caras no deben pintarse de perfil, sino de frente y con los ojos muy
grandes. Los cuerpos no deben estar completamente vestidos, por lo menos
una parte debe estar desnuda. Los cabellos no deben ser rizados. Ninguna
cabeza puede ser calva. Nadie debe usar barba. Nuestro Señor y Nuestra
Señora deben ser muy blancos. Sus vestidos deben tener colores vivos:
rosado, azul, escarlata; nunca verde ni café. Los santos que descienden
del cielo deben ser blancos, como la nieve, con ornamentos relucientes, con
una cara llena de risa y felicidad. Los condenados deben estar pintados de
color negro y asados al fuego. Pon algunas llamas encima y dentro de la cabeza.
Los ojos deben ser como brasas. La boca que esté abierta y de ella
debe salir fuego, también de la nariz y de las orejas. Toda la cara
debe aparecer atormentada, llena de arrugas. Las manos, los pies y los costados
deben tener cadenas de fierro. Pon un terrible dragón, que se retuerza
alrededor de las víctimas, y les muerda las orejas. Recuerda que las
escamas de la bestia deben ser horribles, jamás de color azul. A cada
lado de un condenado, pon dos demonios que lo torturen con arpones de fierro
y un tercero que lo tire de los cabellos".
Después de establecer la Residencia central de Santa
María para la misión de los hurones, el nuevo Superior, el
P. Pablo Raguenau, destinó a los Padres Isaac Jogues y Carlos Garnier
a la región habitada por los petuns o tribu del Tabaco. Ambos deben
iniciar allí un nuevo campo de evangelización.
El territorio de la nueva misión dista, hacia el occidente,
a unas doce a quince leguas de la región de los hurones. El nombre
de la tribu se debe a las grandes plantaciones de tabaco. Los dos misioneros
parten en noviembre de 1639. Para Carlos es un desafío que lo llena
de alegría. El camino es duro en el invierno, tanto que ningún
hurón acepta acompañarlos.
Se pierden en el bosque, los senderos han sido borrados por
la nieve. Con hambre llegan a la primera aldea. Ellos la bautizan con el
nombre de los Apóstoles Pedro y Pablo. El recibimiento es muy duro.
Nadie se atreve a darles hospitalidad. Las mujeres huyen espantadas a esconderse
en las tiendas. Los muchachos siguen a sus madres dando gritos. Todos piensan
que los carapálidas traen enfermedad y hambre. ¿Qué
otra cosa pueden pensar al verlos arrodillados? Sin duda están preparando
los maleficios.
Cada dos días deben seguir a otra aldea. Nadie desea
tenerlos más tiempo. Isaac y Carlos no desmayan. Como les permiten
vivir, ellos pueden continuar recorriendo los pueblos. No se quejan. Sólo
están agradecidos. Fueron tres meses muy duros. Al fin, regresan a
Santa María con la cara llena de risa. No han logrado casi nada, pero
están contentos porque piensan en el futuro.
Ocho meses después, Carlos Garnier regresa a la tribu
de los hombres del tabaco. Esta vez, él es el Superior. Su compañero
es el P. Pijart. Sabe que será mal recibido, pero tiene la decisión
de quedarse entre ellos. Al llegar a la aldea de los Apóstoles
Pedro y Pablo, convoca a los jefes. Les habla con dulzura, distribuye regalos
y solicita quedarse. Es escuchado sin interrupción. Cuando termina,
uno de los sachems le responde: "No queremos tus regalos. Deja pronto
nuestro país si no quieres sufrir las consecuencias". Pero Carlos,
a pesar de la amenaza, decide quedarse. Son otros meses de trabajo difícil
y peligroso. Carlos sabe lo que busca y no desmaya. En dos ocasiones está
a punto de morir, pero Dios parece liberarlo. "Nosotros te arrancaremos de
la tierra, raíz venenosa".
En 1642, Carlos queda encargado de la misión de San José,
en la aldea hurona de Teanaustayé. Esta es la época de la cosecha
para Carlos Garnier. Domina el idioma, quiere profundamente a los hurones,
sabe su oficio. A los pocos meses recoge a manos llenas.
"En un mes o dos han progresado en el conocimiento y en el amor
de Dios, más de lo que yo hubiera esperado con un trabajo de uno o
dos años". La alegría de Carlos se interrumpe con la noticia
terrible de la prisión de sus amigos Isaac Jogues y René Goupil
en manos de los iroqueses. El martirio de René lo llora junto a sus
hermanos. La oración, entonces, la dirige por la preservación
de Isaac.
El día 30 de agosto de 1643, en la capilla de la misión
de Santa María, Carlos hace su profesión solemne de cuatro
votos en manos del Superior del Canadá, el P. Jerónimo Lalement.
Carlos agradece a Dios la incorporación definitiva a esa Compañía
de Jesús que tanto ama.
En el mes de agosto de 1644, Carlos Garnier recibe las más
increíbles noticias de sus hermanos jesuitas. Isaac Jogues, su entrañable
amigo, ha regresado al Canadá. Sano y salvo. Ha sido torturado por
los iroqueses. Ha podido huir gracias a la ayuda de los holandeses. Estuvo
en Francia y ha regresado. ¡Cómo quisiera volar a su lado para
abrazarlo! Con muchas lágrimas de consuelo, agradece a Dios por la
vida del amigo. Pero la obediencia y los trabajos lo obligan a permanecer
en Teanaustayé.
Los detalles de la odisea de Isaac los va sabiendo, uno tras
otro. Ya conocía el hecho de la prisión, en manos iroquesas,
el triste día del 30 de junio de 1642. Por la narración entregada
por Isaac, ahora se impone del terrible viaje al interior del país
de los mohaws. Una a una le cuentan las torturas. También los detalles
del martirio de San René Goupil. En su interior, Carlos envidia al
joven cirujano.
Isaac Jogues no ha querido decir mucho sobre su tiempo de esclavitud
entre los iroqueses. Algo más ha contado sobre los holandeses del
fuerte de Rensselaerswyck y de New Amsterdam. Han sido palabras agradecidas
hacia esos amigos hugonotes. Ha narrado la huida, el viaje en velero, la
llegada a Francia. Carlos cree merecida la acogida triunfal en la corte
francesa. Se alegra con la dispensa del Papa y goza con su regreso. Y ahora,
admira el temple de su amigo que ha decidido partir nuevamente al país
de los iroqueses.
En octubre de 1646, la misión de Teanaustayé es
encargada al P. Antonio Daniel. Carlos Garnier y el P. Leonardo Garreau deben
partir a la siempre deseada misión en la tribu del Tabaco. Esta vez,
Carlos ha sido llamado por los sachems. Eso lo llena de alegría. La
aldea Etharita del Clan de los Lobos y la aldea Ekarenniondi del Clan de
los Ciervos solicitan que Uracha sea quien los lleve a la verdadera fe.
En ese terreno, que bien puede ser considerado virgen, Carlos
siente que ha encontrado el campo y la perla tanto tiempo pesquisados. Es
duro, pero también el consuelo es grande. Muy pronto establece firmemente
dos misiones: la de San Juan y la de San Matías.
Lleva dos meses en su nuevo puesto. Una carta le trae pronto
las noticias del martirio de sus amigos Isaac Jogues y Juan de La Lande en
el país de los iroqueses. Carlos y Leonardo lloran, pero se consuelan
en la fe. Saben que ambos son ahora sus mejores intercesores.
Una carta escrita al P. General, d el 25 de abril de 1647, dice
casi todo de su trabajo entre los petuns: "El buen P. Garreau y yo
estamos casi siempre separados, porque él vive en una aldea distante
de la mía, unos diez o doce días de camino. Él viene
a mí y yo a él de tanto en tanto. Y después de permanecer
unos días juntos él regresa al poblado donde yo estaba y yo
al de él. Así vivimos".
Pero la cruz del aislamiento no es la más pesada. Las
incursiones de los iroqueses son su mayor preocupación. Carlos sabe
que la guerra hace estragos entre los hurones. No se hace ilusiones. Un día
la violencia llegará también a sus dos misiones de la tribu
del Tabaco.
En julio de 1648, con pena conoce la destrucción de su
querida misión de Teanaustayé y la muerte violenta del P. Antonio
Daniel, su sucesor entre los hurones. El Superior, en su carta, les pide
discernir. Carlos y Leonardo deciden quedarse con sus pueblos.
Poco después, el Superior, al conocer la decisión,
determina enviarles compañeros. El P. Natal Chabanel será el
compañero de Carlos en San Juan, y el P. Adrián Grélon
acompañará a Leonardo, en San Matías. En el mes de marzo
de 1649, la amenaza de los iroqueses parece acercarse cada vez más.
Hasta el país de los petuns, con la rapidez del rayo, ha llegado la
noticia del martirio de los PP. Juan de Brébeuf y Gabriel Lalement.
Después del incendio, nada queda de las aldeas huronas.
Ese día del 16 de marzo de 1649, en Santa María
de los hurones, el P. Pablo Raguenau observa la espiral de humo que se eleva
por encima de los bosques. Parece venir desde la vecina misión de
San Luis. Poco después, llegan las mujeres llorando y los niños
hurones espantados. Con aullidos anuncian el ataque de los iroqueses. Los
PP. Juan de Brébeuf y Gabriel Lalement habían decidido quedarse
con los hurones.
La sangre del P. Raguenau se hiela en las venas. Sin duda, a
estas horas ambos pueden estar en poder de los iroqueses. De inmediato, el
P. Raguenau organiza la defensa de Santa María. Si llegan los iroqueses,
todos pueden perecer.
Al día siguiente, llegan trescientos hurones de la nación
del Oso. Ellos anuncian la llegada de otros doscientos de sus guerreros.
Sigilosamente salen los hurones hacia San Luis y San Ignacio. Primeramente
son vencidos; después, con los socorros, viene la victoria.
El 19 de marzo llegan a Santa María los hurones que, con el
desastre iroqués, se han liberado. El sachem Esteban Annaotaha cuenta
a los horrorizados jesuitas los detalles del martirio de Juan de Brébeuf
y de Gabriel Lalement. Todos lloran.
Al amanecer del día veinte, los jesuitas con algunos
guerreros viajan a San Luis y a San Ignacio. Sólo encuentran ruinas,
silencio y muerte. Sollozando, recogen el cuerpo ennegrecido de Juan y el
cadáver del atormentado Gabriel. Con veneración los llevan
a Santa María.
En una semana, los hurones abandonan quince aldeas. Algunos
buscan refugio en la nación de los neutrales. Otros se dirigen al
norte, hacia los algonquines. Centenares parten hacia la tierra de los petuns.
La nación hurona parece morir.
Los jesuitas deciden, entonces, acompañarlos. Determinan
abandonar la Misión de Santa María y reconstruirla en otro
sitio. Con doce hurones mayores celebran consejo, y deciden trasladarse a
la isla Ahoendoe. De inmediato, el P. Raguenau organiza los trabajos.
Con sus hurones, construye una barcaza de 16 metros de longitud y una balsa
de troncos de 25 metros. Empaquetan y enfardan todo: ropa, maíz, provisiones,
semillas y pescado ahumado. Con especial cuidado envuelven los vasos sagrados,
ornamentos, imágenes y los libros. Las reliquias de los mártires
las ponen en una caja, con fuertes cerraduras.
El 14 de junio de 1649, después de asegurarse de que
no hay iroqueses en la cercanía, se embarcan todos, aun los animales.
Los hurones los siguen en sus canoas. Santa María es destruida a fuego.
Desembarcan en Ahoendoe, y febrilmente comienzan a levantar las construcciones.
Los hurones, hambrientos, llegan de todas partes. Los problemas de alimentación
son extremadamente duros y ésta es la primera preocupación
del Superior.
En noviembre, algunos hurones, que regresan de la tierra de
los petuns, comunican la aterradora noticia de que los iroqueses han levantado
también el hacha de guerra contra la tribu del Tabaco. El P.
Pablo Raguenau queda aterrado, pues ahora cuatro de sus misioneros viven
en los poblados de los petuns. En Etarita, están los PP. Carlos Garnier
y Natal Chabanel y, a 15 kilómetros más lejos, los PP. Adrián
Grélon y Leonardo Garreau. De inmediato, el P. Raguenau escribe a
Carlos Garnier, ordenándole a él y a los otros tres dirigirse
a la nueva Santa María de Ahoendoe, cuanto antes, a menos que alguna
poderosa razón lo impida.
En Etarita, a principios de diciembre, los PP. Carlos Garnier
y Natal Chabanel reciben la orden del P. Raguenau. Silenciosamente y con
tristeza se miran ambos. Cada uno da sus razones. Sí, el peligro de
los iroqueses existe. Pero ése no puede ser un motivo para abandonar
a los cristianos. Conversan, discuten, rezan y disciernen, como tal vez jamás
lo han hecho en sus vidas.
Al fin, Carlos Garnier, el superior de los dos, toma la decisión.
Partirá el P. Natal Chabanel y él se quedará con los
petuns. En carta al P. Pablo Raguenau, explica: "No tengo temor alguno
por mi vida. Lo que más sentiría sería abandonar a mis
cristianos. Ellos me necesitan en su hambre, miseria y en el terror de la
guerra. Dejaría de utilizar la oportunidad que Dios me da, de morir
por Él. Pero en todo momento estoy dispuesto a dejarlo todo y a morir
en la obediencia". Bajo el doble mandato de la obediencia, el P. Natal
Chabanel sale de Etarita el 5 de diciembre de 1649.
El martes 7 de diciembre, a las tres de la tarde, mientras Carlos
hace su acostumbrada visita apostólica, oye el grito aterrorizado
de sus cristianos: ¡Los iroqueses! ¡Los iroqueses!. De
inmediato corre. Ve a los iroqueses, con sus pinturas de guerra, entrando
al poblado y derribando todo. Corre a la Capilla. Grita a los petuns para
que huyan sin tardanza. Bendice a los cristianos.
"¡Uracha, sálvate! ¡Huye con nosotros! Él
hace un gesto, negándose. De pronto, siente en su pecho la herida
de una bala de mosquete. Después, otra bala le perfora el estómago.
Pierde entonces el conocimiento. Al recobrarlo, se encuentra totalmente
desnudo, con la sangre manando de las heridas. Musita el acto de contrición.
A poca distancia ve a un petun que se retuerce en agonía.
Carlos entonces se levanta, penosamente, y se desploma. Haciendo
un esfuerzo, intenta taponar la sangre y se arrastra hacia el moribundo.
Entonces, un iroqués se precipita sobre él, le corta el cuero
cabelludo y le clava el hacha en la cabeza.
Los restos de Carlos fueron recogidos por los PP. Adrián
Grélon y Leonardo Garreau, dos días después. Sentados
en tierra permanecieron todo el día, como estatuas de bronce, la cabeza
inclinada y los ojos fijos en el suelo. No debían llorar, porque eso
era indigno de un valiente. Lo enterraron en lo que había sido su
Capilla.