BEATO CASIANO DE NANTES
1638 d.C.
7 de agosto
Casiano de Nantes que
había nacido en 1607 en Nantes (Francia). Sus padres eran portugueses:
así lo atestiguan sus apellidos López-Netto y Almeras. En el
bautismo, su padrino y tío le puso por nombre Gonzalo Vaz. A los diecisiete
años, abandona el mundo y sus quimeras, y toma el hábito capuchino
en el noviciado de Angers, con el nombre de fray Casiano de Nantes. Es humilde,
sin acordarse de sus brillantes triunfos pasados; es mortificado y obediente,
como lo sabe muy bien el padre maestro que le ha sometido a tremendas contradicciones.
Tres años más tarde, sigue sus estudios de Filosofía
y Teología en el convento de Rennes, el mismo que, dos años
antes, había presenciado la partida del padre Agatángelo de
Vendôme para las misiones de Siria. En 1631, el padre Casiano termina
sus estudios y es ordenado de sacerdote. Sus primeros pasos en el nuevo estado
son los de un héroe de la caridad por su asistencia a los apestados.
Por aquellos días, el padre José de Tremblay,
andaba en sus afanes por buscar misioneros de sólida formación
espiritual y científica para la evangelización del Oriente.
Avezado a distinguir el oro fino de sus imitaciones falsas, eligió
a los padres Casiano de Nantes y Benito de Dijón, para las misiones
de Egipto.
Estaban ambos misioneros dedicados con alma y vida a su intensa
labor, cuando llegaron a El Cairo las noticias dolorosas de una sangrienta
persecución contra los católicos en el vecino reino de Etiopía
o Abisinia. Agatángelo y Casiano sintieron un mismo pesar e idénticos
deseos al oír las tristes nuevas de Etiopía. Sin pérdida
de tiempo, escribieron al padre José de Tremblay pidiéndole
licencia para dirigirse al teatro de tan lamentables sucesos; y mientras
llegaba la respuesta, el padre Agatángelo consiguió, gracias
a su hábil intervención en el asunto, que la lucha religiosa
de Abisinia cesara momentáneamente. Hizo consagrar obispo de aquel
país al monje copto semiconvertido Arminio, que tomó el nombre
de Marcos, y con ese nombramiento se calmaron un tanto las pasiones.
Y aquí debe aparecer, como una mancha, el nombre fatídico
de Pedro León, cuyo verdadero nombre es Pedro Heyling; astuto, erudito,
habla varios idiomas. Llegó a El Cairo con fines aparentemente comerciales;
pero es un formidable propagandista de sus errores y un temible enemigo del
cristianismo.
Pedro León se hizo monje en el monasterio de San Macario, con
la secreta intención de ir más tarde a Etiopía acompañando
al nuevo obispo de aquella agitada región. A los pocos meses, el falso
monje conseguía ser admitido en la comitiva del prelado y llegar a
Etiopía, campo propicio para sus nefandas intenciones. En los últimos
días de diciembre de 1637, Agatángelo y Casiano salieron de
El Cairo. Apenas se internaron algunos kilómetros, fueron apresados
como sospechosos y enemigos de la fe. Su antiguo rival, Pedro León,
había preparado astutamente la emboscada, después de hábiles
manejos que le hicieron dueño de la situación. Hizo creer al
obispo Marcos que el padre Agatángelo venía a desposeerle de
su título y de sus derechos episcopales, y consiguió que el
Negus Basílides se pusiera en guardia contra una posible revolución
provocada por los dos capuchinos.
Después de un mes de cárcel, una orden del Negus
los llamó a la ciudad de Gondar para ser juzgados por el supuesto
delito de lesa majestad. Allí se encontraron con un nuevo y más
terrible tormento: el obispo Marcos, su antiguo protector y amigo, dominado
ahora por el infame Pedro León, se declaraba abiertamente adversario
de la fe católica y juez inexorable de los dos misioneros. Únicamente
podrían verse libres y ser colmados de honores si renegaban de Cristo
y de la Iglesia de Roma. Los capuchinos contestaron que no renegarían
jamás de su fe.
El juicio, en presencia del emperador y del obispo, ofreció
un espectáculo de intenso contraste: de una parte, los dos acusados,
cargados de cadenas, demacrados, enfermos, pero llenos de serenidad y de
inmutable alegría; enfrente de ellos, el obispo acusador, estallando
de cólera en cada palabra, enfurecido hasta la locura, temblando de
despecho y de rabia. Mientras tanto, Pedro León no perdía el
tiempo: con violentos discursos ante la multitud que esperaba impaciente
el resultado del juicio, consiguió que el pueblo se amotinase tumultuosamente
y que pidiese a gritos la cabeza del emperador o los cuerpos de los capuchinos.
La sentencia vino a calmar la excitación popular: los
dos misioneros habían sido condenados a la horca, por el delito de
intentar convertir al pueblo etíope a la fe católica. Al pie
de los árboles que habían de servir de horcas, fueron despojados
de sus hábitos, quedando medio desnudos y expuestos a las burlas de
la multitud. Entonces sucedió un pequeño contratiempo: a los
verdugos se les habían olvidado las cuerdas de la horca. Los capuchinos
lo notaron, y en un sublime acto de cortesía, ofrecieron sus blancos
cordones franciscanos... ¡y con ellos fueron suspendidos de los árboles!
Aquello pareció demasiado al obispo Marcos que estaba
presente, y tomando del suelo una piedra, hizo que enmudecieran para siempre
aquellas lenguas incansables. Volviéndose después al pueblo,
amenazó con la excomunión a todos los que no tiraran por lo
menos una piedra contra los cuerpos de los capuchinos. La multitud, como
movida por un resorte, obedeció; y en breves momentos, un montón
de guijarros fue la sepultura de los dos cadáveres.
Era el día 7 de agosto de 1638. Pedro León había
satisfecho sus deseos de venganza; pero Dios le esperaba con su justicia.
Pocos meses más tarde, el sanguinario monje moría degollado
por orden del Pachá de Suakim. En 1905, Pío X beatificó
a Agatángelo de Vendóme, uno de los más notables misioneros
del siglo XVII, y a su fiel compañero, Casiano de Nantes.