CATEDRAL Y SAGRARIO METROPOLITANO
México, D.F.



    El principal centro religioso del Virreinato es hoy la iglesia más grande de América Latina; destacan en su interior obras de arte pictórico, el Altar de los Reyes, el órgano monumental que data del siglo XVIII y la cripta. El Sagrario Metropolitano posee una de las más bellas portadas barrocas de México. Los domingos a las 19 horas la misa es con mariachi.

   Las catedrales imponen el sentimiento de la confianza, de la seguridad, de la paz; ¿cómo? Por la armonía. Así se expresa uno de los más grandes artistas de nuestra época: Rodin. Sus palabras sugieren un mundo de ideas acerca de estas grandes creaciones. La catedral y la confianza. La confianza surge de un monumento que nos acoge con la más amplia de las benevolencias, que nos brinda en sus naves anchurosas la tranquilidad, el reposo, el bienestar que sólo pueden conseguirse cuando las obras humanas han logrado equipararse a las grandes obras de Dios. La seguridad nos tranquiliza por la fuerza que esos edificios implican en su construcción titánica, que nos parece obra de siglos, que nos imaginamos producto de esfuerzos de gigante. El poder destructor de los años, sumándose a la furia que a veces enloquece a los hombres, no han podido derribar estas enormes construcciones del esfuerzo humano; por eso nos sugieren seguridad absoluta. La paz.

   Encontramos en la catedral la expresión máxima de la paz porque el magno monumento se abre, para recibirnos siempre con un espíritu de bondad, de misericordia hacia nuestras flaquezas, de reconciliación con los principios del bien. La catedral, santuario máximo de Dios, no puede albergar sino la paz. La paz, ese don de las almas privilegiadas que han sabido equilibrar en sí mismas la vida externa, mundanal y pasajera, con la esperanza de una vida sin límite, sin asechanzas, sin dolores. Dice Rodin que estas ideas surgen por la armonía. Es que la armonía es el principio fundamental de toda arquitectura, así sea en las obras más arcaicas y primitivas, como en las más modernas y audaces. La armonía debe imperar como ley en todo monumento arquitectónico digno de ser así llamado. La armonía de la catedral se encuentra en su plano sobriamente trazado, en forma de cruz inscrita en un rectángulo y limitado por capillas en la periferia. Las dos grandes torres son como atalayas que vigilan los contornos del edificio. La nave central parece destinada a los escogidos. En las naves procesionales los fieles se acurrucan en muchedumbre. El altar de los Reyes preserva un sitio al gobernante que debe representar a Dios en la tierra. El crucero sirve de desahogo al interior y, en el centro, la cúpula vuela como una imagen anticipada de la gloria eterna. Tal es el esquema la estructura de, una catedral. El equilibrio entre las partes y el todo, el engace que llamaban los viejos arquitectos; la armonía entre esas mismas partes, sostenida por las sabias proporciones, produce ese sentimiento de reposo espiritual que hace del monumento la creación más intensa y más fecunda de toda la arquitectura eclesiástica.

   Para el arte de las colonias españolas de América, la construcción de las grandes catedrales significa la máxima altura a que podía llegar el esfuerzo arquitectónico de cada país, a, la vez que la expresión del criterio artístico más ortodoxo, más apegado a las formas europeas. La primera gran catedral de América, la de Santo Domingo, fue comenzada en 1515 por el arquitecto Alonso Rodríguez, maestro mayor que había sido de la catedral de Sevilla, según lo afirma Llaguno.3 Hoy la critica niega que Alonso Rodríguez haya pasado a América; parece que fue un convenio que no se llevó a cabo. Sea como fuere, el templo nos muestra un interior gótico de tres naves, cubiertas con bóvedas de crucería sostenidas por gruesas columnas. Las nervaduras penetran directamente en el fuste, pues no existe capitel: apenas un anillo de pomas marca el límite; todo ello es característica de la arquitectura del siglo XV. En el exterior vemos dos portadas: una aparece reciamente fortificada, en tanto que la otra, de pleno Renacimiento, pone un destello de gracia en la vetustez del edificio.

   La primera gran catedral de la Nueva España fue -aparte del enorme esfuerzo de don Vasco de Quiroga lastimosamente fracasado para construir una gran catedral en Pátzcuaro4 - la de Mérida de Yucatán, concluida por Juan Miguel de Agüero, arquitecto al parecer montañés, después de reconocida la fábrica con Gregorio de la Torre, entre los años de 1574 y 1578. "En atención a los buenos servicios que contrajo en esta obra y en la fortificación de la Habana de donde se le ordenó pasase a Mérida, el Gobernador de Mérida de Yucatán le concedió la asignación anual de doscientos pesos de oro de minas, doscientas fanegas de maíz y cuatrocientas gallinas."5 La conclusión de esta catedral tuvo lugar en 1598, como podía leerse en la inscripción que aparecía en el anillo de la cúpula.6 La catedral de Mérida olvida el sistema ojival de bóvedas con nervaduras, para cubrir sus tramos con bóvedas decoradas con casetas ajedrezadas, es decir, ya en espíritu de pleno Renacimiento. Su exterior, desgraciadamente, no fue concluido conforme a los planos del arquitecto primitivo.7

   La catedral de Puebla fue comenzada un poco después que la de México; pero su conclusión tuvo lugar antes, gracias a la actividad y energía de aquel hombre extraordinario que se llamó don Juan de Palafox y Mendoza. Su arquitecto, Francisco Becerra, había proyectado una gran iglesia de tipo salón, como la actual catedral de Cuzco, en el Perú, en la que sin duda intervino el mismo maestro.8 Sin embargo, cuando el señor Palafox reanudó la obra, la Catedral de México iba tan adelantada en su fábrica que influyó sobre su hermana de Puebla y así la nave central, que era de la misma altura de las colaterales como en todas las iglesias de tipo salón, fue levantada como en la de México. Por eso ambas catedrales parecen gemelas. No obstante, el hecho de que la catedral de Puebla fuese terminada en el relativamente corto período de tiempo que gobernó la mitra poblana el señor Palafox, hace que el edificio presente un estilo más homogéneo que el de la Catedral de México en su exterior. Ese estilo es mucho más cercano al desornamentado de Juan de Herrera. Parte hay en el templo, como las torres, que, salvo los remates barrocos de ladrillo y azulejo, que son muy posteriores, recuerdan vivamente el Escorial.

   La Catedral de México resume en si misma todo el arte de la Colonia. Su construcción tardó casi tres siglos, de manera que en ella se compendian todos los estilos, desde las bóvedas ojivales de sus primeros tiempos, el severo herreriano de sus portadas del lado del norte, de las de la sala capitular y la sacristía, hasta el neoclásico de Ortiz de Castro y el Luis XVI de Tolsá, pasando por el barroco de las demás portadas y el churrigueresco coruscante del altar de los Reyes. Acontece en ella lo mismo que en sus grandes hermanas españolas cada época le imprime un tono en el estilo que impera. Lo admirable es haber conseguido la unidad dentro de lo diverso; unidad espiritual si se quiere, ya que no visual, pero al fin unidad. No podemos menos de pensar que aquellos hombres, que sentían el arte de modo diverso de como lo habían sentido sus antecesores, obraban inspirados por un mismo espíritu, aunque el resultado de su creación fuese distinto. Por eso sería absurdo pretender artificialmente que el templo regresase a una unidad estilística que nunca tuvo. Debemos respetarlo en su variedad pintoresca de estilos. Sólo cuando los agregados son de nula calidad o de escaso valor artístico, es permitido suprimirlos para buscar una mayor armonía.

   La Catedral de México representa, como las demás catedrales de América, la continuación de la serie magnífica de catedrales españolas. Su parentesco no es simplemente el que implica una semejanza de conjunto. Viene de más hondas raíces: al ser construida, sus autores tuvieron presentes las catedrales españolas que habían sido edificadas antes. La idea primordial fue construir una catedral semejante a la de Sevilla y aun parece que el templo fue trazado así, pero tan loca ambición por grandiosa, era desproporcionado: el arzobispo Montúfar hubo de contentarse con edificar un templo semejante a la catedral nueva de Salamanca o la de Segovia. Su estructura es muy parecida a la de estos últimos templos, pero también influyó no poco la de Jaén.

   Desde el punto de vista social, la historia de la Catedral de México nos enseña cómo las grandes creaciones son obra en este país del esfuerzo personal, a la inversa de las viejas catedrales europeas, nacidas, como lo prueba Violet-Le-Duc, del esfuerzo del pueblo coligado con la clerecía y el poder regio contra el feudalismo. La Catedral de México debe su existencia a determinadas personas: los arzobispos que se dieron cuenta de la necesidad de la obra y la solicitaron con toda energía; los reyes de España que ordenaron su construcción; los virreyes que pusieron en obedecer el mismo entusiasmo que en crear y los artífices que levantaron el edificio muchas veces con su propia sangre. Estas voluntades, ideas fuerza de la obra, eran fecundadas y servidas por los maestros, los aparejadores y los millares de indígenas que, a veces contra su voluntad, a veces de buena gana, consagraron su esfuerzo a la fábrica material del templo.

   La sociedad mexicana puede decirse que en aquella época, a mediados del siglo XVI, aún no existía. La Colonia era un campamento de guerreros y la iglesia viene a sumar sus esfuerzos evangelizadores a la situación aún militar y bélica del momento. Buena prueba de ello son los grandes templos fortalezas que se construyen hacia esa época, algunos con una estrategia militar tan perfecta como el de San Francisco en Tepeaca, que parece, más que iglesia, castillo. Hábil idea política fue la del primer virrey don Antonio de Mendoza, que hizo que, en vez de construir fortalezas en cada pueblo, se levantasen templos fortificados: así, los indios no sentían el yugo del conquistador; era en el mismo seno de la iglesia que los protegía y les daba el alimento espiritual donde existía el símbolo guerrero de la dominación, en las almenas, pasos de ronda y garitones que lo coronaban; pero, a la vez, de protección contra los indios aún rebeldes. Al transcurrir de los años la obra de la Catedral se impone como una necesidad latente, a la cual hay que consagrar todo el esfuerzo. Y no faltaron contradictores a la obra: toda obra grandiosa suscita rivalidades; mientras más grandiosa es, mayores son éstas, como lo prueba el magno proyecto de don Vasco de Quiroga para su catedral de Pátzcuaro. La fuerza de voluntad de quienes se consideraban obligados a llevar adelante la obra venció todas las dificultades, y así pudo desarrollarse lentamente, sin más interrupciones que las necesarias: los años de hambre o cuando la inundación asolaba terriblemente a la capital.

   Naturalmente, la edificación exigió enormes cantidades de indios y no siempre se les trató con la justicia debida. Los frailes, siempre protectores de sus neófitos, elevaron más de una ocasión su protesta contra la obra. Puede haber habido en el fondo cierta rivalidad hacia una iglesia que tal vez juzgaban innecesaria, puesto que ellos tenían numerosas iglesias conventuales, pero no debe dejar de mencionarse el hecho para justicia de unos como para desdoro de otros. Así, aunque con palpable exageración, fray Jerónimo de Mendieta escribía en 1592: "Mas si a la iglesia mayor dé México le bastan para entender en su edificio ciento o doscientos indios, ¿por qué han de llevar allí millares de ellos con tanta violencia y pesadumbre para darlos el repartidor a quien se le antojaré (o a quien el virrey lo mandare)?". Es evidente que fray Jerónimo se ofusca cuando afirma que semejante obra podía ser construida con cien o doscientos indios, pero no podemos menos de alabar su celo cuando se queja con toda justicia de que los indios destinados a la Catedral eran enviados a otras obras.

   El esfuerzo de los virreyes que concluyeron la Catedral demuestra que casi era el asunto más importante que en su gobierno desarrollaban. Verdadera emulación surge entre los gobernantes de Nueva España para ver quién cerraba más bóvedas de la naciente Catedral. En verdad puede afirmarse que, en la historia que va a leerse, cada piedra lleva inscrito un nombre.

   Debemos considerar ahora el significado de la Catedral desde el punto de vista religioso. Cuando se erigen los obispados de Nueva España se encuentra ésta, en lo que a religión toca, bajo el dominio exclusivo de las órdenes religiosas. Los apostólicos franciscanos, los dominicos, los agustinos se han repartido el país para evangelizar a los indios y administrar los sacramentos. Cada convento es una parroquia y los frailes gozan de prerrogativas especiales, concedidas envista de la necesidad por los Papas, para la administración parroquias, sin tener que dar cuenta a ningún obispo. La obra de los misioneros está ya definitivamente juzgada.11

   Aquellos hombres heroicos no vacilaron muchas veces en afrontar el martirio para propagar la fe de Cristo entre los indios indómitos; pero otros, más heroicos quizás, interpusieron sus débiles armas entre la tiranía feroz de conquistadores y encomenderos y la debilidad vencida de los indios. Mas es indudable que, una vez consumada la conquista, incorporado el nuevo país a la cultura de occidente, así en sus manifestaciones del pensamiento como del espíritu, era necesario que la organización religiosa se encontrase en consonancia con la organización del clero secular europeo.

   Que no hubo la menor intención por parte de los reyes de España de perjudicar a los frailes, así en su obra como en su instituto, nos lo demuestra el hecho de que los primeros obispos fueron escogidos entre miembros de las órdenes mendicantes. Don fray Juan de Zumárraga, varón extraordinario, primer obispo y arzobispo de México, fue franciscano. Y que no solo aprovechaba las actividades de sus hermanos de hábito, sino que existía una colaboración intima entre los franciscanos y la mitra, se puede demostrar con múltiples hechos.

   A este primer periodo de colaboración mutua entre prelados y frailes sigue una época en que, por incomprensión de algunos o por intolerancia de otros, no reina ya semejante armonía. El carácter enérgico del señor Montúfar, que tuvo que obrar con rectitud para corregir los males que invadían a la Colonia; los privilegios concedidos por el Vaticano o el rey a los frailes, siempre en vigor, aunque en demérito muchas veces de la autoridad episcopal, produjeron choques inevitables. La culpa quizás no haya sido de los mismos actores, sino más bien de las autoridades que no supieron armonizar la obra de los frailes con las necesidades de los obispos y su régimen perfectamente organizado. Los privilegios concedidos a aquéllos, que bien merecidos los tenían, eran causa, a veces, de que, espiritualmente, fuesen mucho más poderosos que los obispos porque los indios, agradecidos por el bien que les habían otorgado desde un principio, se declaraban sin discusión partidarios de los frailes y de sus conventos y enemigos de los clérigos.

   Llegó un momento, cuando la evangelización puede decirse que había terminado en el núcleo del país y sólo era necesaria en las regiones más lejanas, en que se imponía una modificación a la organización eclesiástica de la Nueva España; los frailes deberían volver a su vida contemplativa, propiamente monástica, con su clausura, y dejar la administración de las parroquias a los señores obispos que designaban sus clérigos. Tal hecho fue convirtiéndose en realidad paulatinamente, pero por desgracia no fue implantado siempre en una forma pacífica y amistosa, sino que hubo choques lamentables, y los señores obispos, fundándose en el derecho indudablemente, se excedieron un tanto en la secularización de las parroquias. Para el siglo XVIII esta secularización es completa; las órdenes religiosas se encuentran en decadencia en tanto que los obispados florecen, cada vez mejor organizados. Parece que aquel esfuerzo heroico de los frailes para arrebatar del mal a las, almas de los indios, era lo que les daba la grandeza, la energía y el espíritu que tanto admiramos en ellos durante el siglo XVI. Continúa la evangelización; todavía hay hombres que sufren el martirio por propagar la fe de Cristo más allá de las fronteras habituales de la Nueva España. Su labor, desde el punto de vista del espíritu y de la religión, es no menos grandiosa, pero los tiempos habían cambiado los países en que trabajaban eran de suma pobreza y, así, no puede compararse nunca la obra extraordinaria de los frailes en la Nueva España durante el siglo XVI, con la que produce esta evangelización posterior, no menos santa, pero sí mucho menos creadora en lo que al arte se refiere.

   La Catedral de México ocupa un espacio rectangular y mide interiormente ciento nueve metros, noventa y seis centímetros de largo, por cincuenta y cuatro metros, cincuenta centímetros de ancho. Consta de cinco naves atravesadas por el crucero. La nave central, más alta, está techada con bóvedas de cañón con lunetos; las naves procesionales las presentan vaidas cuyos ornatos las hacen parecer de platillo. Las naves más exteriores forman siete capillas hornacinas de cada lado y a los lados del ábside se abren, del lado de la Epístola, la sacristía, y del Evangelio, la sala capitular. Las capillas están techadas, las más antiguas, con bóvedas de crucería, así como la sala capitular, la sacristía y los vestíbulos del lado del norte. El ábside ocupado por la capilla real, ofrece la forma de un rectángulo terminado por un trapecio. La nave central presenta una puerta al sur y otras dos las procesionales; éstas ofrecen también puertas del lado del norte con vestíbulos, como se ha dicho.

   Los brazos del crucero, que también están cubiertos con bóvedas de cañón con lunetos, tienen en sus extremidades sendas puertas, al oriente y al poniente; en el centro del crucero se forman cuatro pechinas que sostienen la airosa cúpula con su tambor.

   Presenta, pues, nuestro edificio una forma piramidal, ascendiendo desde las partes más bajas, o sean las capillas, a las bóvedas de las naves procesionales; en seguida a las de las bóvedas de la nave central y del crucero y luego al cimborrio. En el esquema constructivo que publicamos puede verse la lógica de la construcción, que comenzó por las partes inferiores para llegar a poder edificar el cimborrio y después lo que resta del edificio hacia el sur para concluir con su fachada.

   La estructura viene a complementarse por los botareles que trasmiten los empujes de las bóvedas más altas sobre las más bajas, para ser nulificados por los sólidos muros que rematan el edificio. Las naves se encuentran separadas por gruesos machones que presentan cuatro medias muestras en sus caras y la misma disposición se ve en las separaciones de las capillas; en la parte alta los arcos formeros y torales están formados por la prolongación del fuste de cada media muestra hasta encontrar su correspondiente, sistema original que no se encuentra en otros edificios. La disposición de las naves permite iluminar perfectamente el templo con ciento setenta y cuatro ventanas.

   Ocupando dos espacios de la nave central se ve el coro, que se halla rodeado de muros en tres de sus lados. El trascoro está ocupado por el altar del Perdón, frente al cual quedan dos tramos de la nave central y corresponde a la puerta principal que también se llama del Perdón. Cierra el coro una hermosísima reja que da salida a una crujía que conduce al presbiterio, donde se alza un altar que ha sido llamado ciprés. En la parte exterior del coro se ve una riquísima tribuna, volada en que unos hermosos ángeles sostienen el ambulatorio y su balaustrada. Sobre los dos primeros espacios que ocupa el coro, se levantan órganos monumentales, de madera tallada y dorada. Tal es, a grandes rasgos descrita, la parte arquitectónica de nuestra Catedral; vamos ahora a hablar del interior y, al hacerlo, detallaremos la historia de cada uno de los elementos que constituyen esta obra magna.

Las torres

El modelo para la construcción fue el cuerpo bajo de la torre del lado del oriente, terminado desde el - siglo XVII. Efectivamente, si lo analizamos en detalle, vemos que su estructura se apega a la concepción clásica, en tal forma que casi diríamos que es una torre herreriana. Es un cuerpo simplemente apilastrado con cuatro pilastras dóricas en cada lado, que descansan sobre un basamento. Su entablamiento es completo: arquitrabe, friso, con gotas en los triglifos y cornisa ampliamente volada. En cada cara hay cinco campaniles; uno grande al centro, arriba del cual se ve claramente un espacio en blanco en el que se encontraba antiguamente el escudo de las armas reales de España. En las entrecalles de las pilas trillas laterales hay otros dos campaniles, uno sobre otro, de modo que, en conjunto, tiene el primer cuerpo veinte campaniles, aparte de la gran campana que debía colgar en el centro. En el apartado siguiente vemos cuáles fueron las campanas que se colgaron en estos campaniles de las torres. Cada campanil se halla limitado por una balaustrada de piedra que indudablemente fue colocada al fin, cuando la iglesia fue concluida.

El segundo cuerpo de la torre ostenta antes que nada una balaustrada que circunda toda la cornisa del cuerpo bajo, con perillones en las pilastrillas que corresponden a las pilastras inferiores.

   Hemos dicho que el arquitecto que resolvió el problema de las torres fue José Damián Ortiz de Castro, y en la resolución de tales cuerpos y del remate vemos el genio de este extraordinario arquitecto. El problema se presentaba en erecto difícil, porque el primer cuerpo era bastante pesado, casi para soportar dos más, como en la catedral de Puebla. Pero entonces las torres hubieran resultado desproporcionadamente altas, como lo son las de la catedral angelopolitana. Entonces construye un segundo cuerpo que procura aligerar lo más posible y un remate que en su altura corresponde casi a un tercer cuerpo. Vamos por partes: el segundo cuerpo se halla constituí do por pilastrones formados de un núcleo y dos pilastras adosadas de orden jónico que sostienen un entablamiento también jónico. Mas en vez de ser una estructura compacta como la del primer cuerpo, Ortiz de Castro imagina una estructura ochavada, inscrita dentro del rectángulo que forman los cuatro pilastrones, y lo logra mediante pilastras aisladas que ofrecen un campanil con arco de medio punto en la parte baja, y una ventana en la parte alta. La división entre estos dos miembros arquitectónicos se halla constituida por una faja de piedra que se prolonga horizontalmente dentro de las pilastras hasta encontrar su compañera en el otro espacio, y así sucesivamente. Para asegurar la estabilidad, establece cinchos de acero que ligan las pilastras exteriores con el cuerpo interior. Por tal sistema logra construir un segundo cuerpo que, a la vez que continúa el estilo del cuerpo inferior, es más ligero y ofrece a la torre un aspecto calado desde diversos puntos de vista.

   Sobre el gran cornisamiento volado se ve la balaustrada, correspondiente a la del primer cuerpo, con sus pilastrillas a los ejes de las pilastras inferiores y con basamentos que corresponden a los pilastrones angulares, sobre los cuales se levantan grandes esculturas que completan el ornamento de las torres, dándole una escala ascendente de ornato que se encuentra dentro de la más perfecta lógica. Hemos hablado ya de estas estatuas y sus autores en la parte histórica. Debemos describir el remate. Sobre una especie de ático, con ojos de buey ovales hacia las caras de las torres y ventanillas en los ángulos, entre ménsulas invertidas que parecen sostener el remate, se desplantan grandes campanas de planta elíptica y vigorosamente tratadas. Su borde, en efecto, está constituido por una gran moldura ya las ménsulas invertidas corresponden fajas que dividen la superficie de las campanas. Tales fajas terminan en otra gran moldura que sirve de imposta para sostener cuatro grandes medallones ovalados de eje vertical, flanqueados por guirnaldas rematadas en florones. La campana se prolonga hacia lo alto y tiene por remate un ensanchamiento semiovoide con el borde rebajado en curvas y resaltado por una moldura angular. En este remate se prolongan las fajas del cuerpo de la campana hasta terminar en su centro, el cual sostiene una gran esfera de piedra rematada por una cruz. Hemos hecho la historia de estas grandes esferas con sus cruces, pero bueno es señalar que la cruz de piedra no tiene ninguna alma de hierro, sino que es simplemente la piedra la que se sostiene por sí sola y las esferas tienen un vástago de acero de tres varas que están sostenidos en la bóveda que se sostiene por sí sola y las esferas tienen un vástago por medio de una cruceta de hierro.

   Tales son las torres de esta catedral, torres solemnes pero llenas de espíritu, de personalidad, que no se parecen a ningunas otras como hemos dicho, rematadas en esas dos gigantescas campanas que parecen sonar al unísono de los bronces que cuelgan en los campaniles, como si toda la iglesia quisiese uniformarse en un repique en que hasta la piedra se había vuelto sonora. Y así llaman a nuestros corazones cada vez que las vemos, cada vez que cruzamos frente a la plaza, cuando no podemos dejar de admiradas.

Las campanas



   La historia de las campanas de la Catedral de México, es por extremo interesante. Parecen seres dotados de vida, delicados en sus cuerpos que están expuestos a los cambios de temperatura que alteran su constitución, sobre todo cuando ésta no ha sido bien cuidada desde que nacieron. Cada campana tiene su nombre. Cada campana tiene su historia. Hay algunas veteranas que vienen desde los tiempos lejanísimos, desde aquella catedral paupérrima que tuvo que ceder el puesto, humildemente, desgarrada de enfermedades y años, cuando la nueva fábrica se levantaba a su vera, orgullosa pero benévola.

   Todo un libro podría escribirse acerca de estas campanas. Hay algunas más nobles que las otras y cuya historia podemos hacer al detalle, pero en su mayoría, seres anónimos cuyo padre mismo no se atrevió a estampar su nombre en ellas, pasan inadvertidas y las más de las veces ignoradas. No sabemos el fin que tendría la primera campana que hubo en nuestra Catedral, pero sí conocemos su noble origen: fue fundida de un cañón que Hernán Cortés había cedido para ello y la operación se efectuó en las casas que ocupaban la esquina de las calles llamadas actualmente Emiliano Zapata y Licenciado Verdad, donde estuvieron más tarde las casas arzobispales.2 Con el tiempo se fueron fundiendo otras campanas para el propio templo, algunas de las cuales podemos historiar al hablar de las del nuevo monumento.

   Una vez concluido el primer cuerpo de la torre del lado del oriente, pensó el virrey que era necesario colocar las campanas, aun antes de que se cerrase la bóveda que iba a cubrir ese primer cuerpo. Fue el duque de Alburquerque quien primero colocó las campanas que todavía existen en nuestra Catedral.

   Un punto dudoso en la historia de nuestro gran templo se descubre al estudiar este asunto. Efectivamente, se dice que se conservaban ocho campanas en el campanario de la iglesia vieja; ahora bien, dicha iglesia había sido demolida desde 1626. ¿Es posible que se haya conservado únicamente el campanario para guardar las campanas? Los documentos del archivo de la Catedral así lo atestiguan y de ellos seguramente toma sus datos Marroqui. Dicho autor3 afirma que el virrey, conociendo la dificultad del trabajo que implicaba bajar las campanas de la torre vieja, trasladarlas cerca del nuevo edificio y subirlas a donde habría de quedar definitivamente, convocó a diversos maestros del arte para resolver el problema. Dice que fueron presentados cinco proyectos: uno de fray Diego Rodríguez, mercedario; otro de un señor Murillo; el que sigue se debió al capitán Navarro; un hombre de nación romano presentó el suyo y además Melchor Pérez de Soto, maestro mayor de la catedral, también hizo su plano. Curioso es observar que el Melchor Pérez, absorto en sus astrologías y en sus viejos libracos, no obtuvo la aprobación para su proyecto, sino que se adoptó el del fraile merced ario. Se hicieron los apara- tos necesarios para la maniobra, en cuya manufactura tardaron veinticuatro días a partir del primero de marzo de 1654, y el martes 24 del mismo fue bajada la campana mayor que se llamaba "Doña María" y pesaba cuatrocientos cuarenta quintales. Esta campana cuyo verdadero nombre era "Santa María de la Asunción", pero que era nombrada castizamente por el pueblo Doña María, fue fundida en 1578 por los hermanos Simón y Juan Buenaventura, según consta en el libro de Cabildo del 5 y 12 de agosto y 6 de diciembre de 1577. Como dicha campana todavía existe en nuestra Catedral y es, indudablemente, una de las joyas más preciadas, resulta conveniente dar los datos alusivos que poseemos. Todavía pueden leerse en ella dos inscripciones: "Regi saeculorum immortali, et invisibilisoli Deo honor et gloria in saecula. A-3. JHS. MAR.-D. Martin Enrrivio (sic) de Almanza novae Hispaniae Pro=rege meritissimo et optimo Principe hoc ab aliis frustra temtatum opus. Simon me fecit 1578."4

   El 25 de marzo del mismo año fue trasladada hasta cerca de la torre nueva; el día 26 fue bajada otra mediana con la cual se tocaba la queda. Esta campana se llamaba "Santa María de los Ángeles", fue fundida por Hernán Sánchez en 1616 y pesa ochenta arrobas. Más tarde se bajó otra campana que por su sonido grave y solemne era llamada "La Ronca." A todas estas operaciones se halló presente el virrey; igualmente estuvo el Domingo de Ramos (29 de marzo) en que, después de los oficios, fue subida la campana mayor a su sitio. El duque subió a la torre acompañado de los Cabildos secular y eclesiástico y otras personas y al comenzar a subir la campana se hicieron rogativas en todas las iglesias y no bajó el virrey hasta no verla colocada. El mismo Domingo de Ramos se subió la campana de la queda y el lunes 30 las restantes, de suerte que a la oración de la noche se tocaron todas las ocho. No eran suficientes tales campanas para la torre, cuyo primer cuerpo solo tenía veinte campaniles; entonces las autoridades acordaron que ciertos pueblos cuyos habitantes habían venido a menos, cedieran a la catedral algunas campanas que ya no servían en las viejas iglesias conventuales. Puede conocerse la relación de dichas campanas por el diario de Guijo. Marroqui hace además una relación de las mismas: la primera proviene del pueblo de Jiquipilco, cuya conducción fue pagada por la Catedral, y a cambio de ella se les dio un terno de lama blanca compuesto de casulla, dalmáticas y capas, bastante apreciable. El día 5 de abril del mismo año de 1654 los indios del pueblo de Hueyapan trajeron una campana grande en un carro tirado por bueyes. Fue pagada en dinero y su transporte costó novecientos pesos; se le colocó en el mismo día. Otras tres campanas pequeñas se subieron el viernes 24 del mismo mes, obtenidas de diversos pueblos por orden del virrey.

   En el mes de noviembre del propio año se trajeron cinco campanas más: una vino del convento de Yecapixtla, en el Estado de Morelos, famosa construcción de frailes agustinianos que todavía asombra por su grandiosidad y reminiscencias ojivales. Los indios pedían por ella seis mil pesos, pero como era la autoridad quien compraba, sólo les dieron seiscientos. El día 7 trajeron otra de Ozumba, en que se admira un convento franciscano; inmediatamente fue subida al campanario. La tercera campana vino de Atzcapotzalco, del convento dominicano que aún existe en esa población. Campana grande, su ascenso a la torre fue presenciado por el propio virrey. La cuarta campana llegó el día 12; provenía de Tlalnepantla, del convento Franciscano que todavía se ve allí, y la última del convento agustiniano de Tlayacapan, Estado de Morelos. El virrey mismo recibió ambas y quiso ver cómo subían a sus lugares. La de Tlayacapan estaba rajada y los frailes se la llevaron para volverla a fundir, pero no sabemos si ya fundida de nuevo volvió a México.

   En 1655 se colocaron en la torre cuatro campanas más, de lo cual dio cuenta el virrey a la Corte escribiendo acerca de ello, además de lo que había hecho en las bóvedas del templo, de las veintiún campanas que tenía colocadas en la torre.

   La Catedral continuó durante largos años teniendo sólo el primer cuerpo de la torre del oriente, la torre vieja que le llamaban. Cuando, a fines del siglo XVIII, como hemos visto, se inició y llevó a feliz término la conclusión de la fachada y torres de nuestro templo máximo, fue necesario hacer nuevas campanas para el segundo cuerpo de la torre vieja y para la torre nueva completa. Se puede recomponer la historia de estas nuevas campanas con todo detalle, gracias a las cuentas que los comisionados por el Cabildo catedralicio rindieron acerca de tan importante material. Las campanas más importantes de la torre nueva son las que a seguidas mencionamos y que fueron fundidas especialmente para esta torre.

   Se pensó por el Cabildo de la catedral que debía hacerse una gran campana que pesase cuando menos cuatrocientos quintales para dicha torre nueva. Consultado el maestro mayor de la obra, José Damián Ortiz de Castro,  fue de opinión que era preferible hacer varias campanas más pequeñas… Para fundirlas se ofreció don Salvador de la Vega español que trabajaba en la Real Casa de moneda y en el molino de pólvora. Los directores de ambas instituciones certificaron la habilidad de Vega y él hizo una escritura de concierto Para fundir las campanas, obligándose a que si no se encontraban a satisfacción, así en su calidad como en su sonido, volvería a fundirlas a su costa. El expediente del archivo de la catedral proporciona preciosos detalles acerca del asunto y hasta dos dibujos. Uno se reproduce grabado en la presente obra; uno del horno que se construyó para la fundición y otro de la campana mayor Santa María de Guadalupe, con su corte. Puede verse en el segundo de dichos hasta la nomenclatura especial que tiene cada parte de la campana, en las anotaciones que allí aparecen.

   Es indudable que el cronista Sedano conoció algunos de los datos citados, pues da bastantes detalles acerca del asunto. La campana, como sus dos compañeras que a seguidas estudiamos, fueron fundidas en las Lomas y. superficie presenta en relieve la imagen Guadalupana. Una vez concluida, así como sus dos compañeras, fueron suspendidas en el mismo terreno de la fundición y examinadas por comisionados del Cabildo, los cuales rindieron dictámenes satisfactorios. Son tan curiosos, que fijan en ellos hasta la gradación musical del sonido que producen las campanas.

   Concluida la campana mayor fue trasladada con todo cuidado a la Catedral por cuenta y riesgo del propio fundidor de la Vega. El día 8 de marzo de 1792 la consagró al pie de la torre el Ilustrísimo señor Núñez de Haro y Peralta; el día 13 del mismo marzo fue subida al primer cuerpo de la torre y el 12 de abril al siguiente: "Se subió con una máquina de veinticuatro poleas de bronce y cuatro cabrestantes o sogas de lechuguilla y dos grúas a cuyos ejes se afianzaron los cabrestantes; las grúas las movían dando vuelta en torno dos hombres que andaban dentro de cada una de ellas, y causó admiración la facilidad con que subía y bajaba las veces que se hizo experiencia, y cuando se subió sin estrépito ni ruido, y lo que es más, sin peligro de los operarios. Dirigió la subida don J. Damián Ortiz, natural de la Villa de Jalapa, maestro de arquitectura de la santa iglesia catedral para la fábrica de las torres. Se estrenó la campana el día de Corpus, 7 de junio de 1792 al toque de alzar en la misa mayor".6 Sedano da las siguientes medidas para esta campana: alto, tres varas una tercia; circunferencia, diez varas; diámetro, tres varas diez pulgadas; el badajo mide dos varas y media y pesa veintidós arrobas y diecinueve libras; es de fierro, y el miércoles de ceniza de 1850 llamando a sermón se cayó, aunque afortunadamente no causó desgracias.

   El mismo artífice Salvador de la Vega fundió otras dos campanas más pequeñas para la misma torre. La primera se llamó Los Santos Ángeles Custodios y no el Santo Ángel de la Guarda, como la llama Sedano. Pesa ciento cuarenta y nueve quintales; fue consagrada en el mismo sitio de la fundición por el Ilustrísimo señor doctor don Gregario de Omaña, obispo de Oaxaca, el 19 de marzo de 1793. Fue subida a la torre el 9 de marzo del propio año con el mismo aparejo que se había usado para la campana estudiada anteriormente y su estreno tuvo lugar el 27 del propio marzo, después de las tinieblas del miércoles santo, con el toque de oración y repique.

   La tercera campana fue fundida por el propio Salvador de la Vega, en 1791, y se llama Jesús; se trata de un esquilón que pesa treinta y cuatro quintales y es, en consecuencia, el mayor de todos los que existen en la catedral. Fue consagrado y colocado en el campanil principal de la torre que ve a la plaza mayor. Las demás campanas que decoran la catedral fueron reseñadas en el expediente citado y son las que a continuación estudiamos. Existían ellas en 1796.

   Santiago Apóstol. Campana fundida por Bartolomé Espinosa, el 25 de mayo de 1784. Fue subida el 27 de junio siguiente y se le colocó en el campanil bajo del lado derecho de Doña María. Fue estrenada el 28 del mismo mes, vísperas de la festividad de San Pedro. Pesa ciento cuatro arrobas.

Campana llamada San Agustín. No se conoce su autor ni su peso; se sabe que fue fundida en 1684 y está colocada al lado izquierdo.

Esquilón nombrado La Purísima Concepción. Fue fundido por Bartolomé Espinosa en 1767 Y colocado en el campanil alto del lado derecho. Pesa setenta arrobas.

Esquila llamada Santo Ángel Custodio. Fundida por el mismo Espinosa, el 2 de junio de 1784. Fue colocada el 27 del mismo mes en el campanil alto del lado izquierdo y estrenado el 17 de julio del propio año. Pesa ochenta y cuatro arrobas.

Campana llamada San Pedro y San Pablo. Fue fundida por José Contreras, en Atzcapotzalco, el 17 de febrero de 1752. Su metal se elaboró en la Real Casa de Moneda por el ensayador don Manuel de León, refinando el cobre hasta ponerlo en el punto de ligar plata. La consagró el Ilustrísimo señor Rubio y Salinas el 12 de marzo del mismo año y el 18 fue subida al campanil principal que mira al oeste. Su estreno tuvo lugar el 22 del mismo mes. Pesa ciento treinta y siete quintales.

Campana llamada San Gregorio. Fundida en 1707 por Manuel López. Se encuentra en el campanil izquierdo y pesa noventa arrobas.

Esquila llamada San Paulino Obispo. No se conoce su autor ni lo que pesa, sino sólo que fue fundida en 1788. Se encuentra en el campanil alto de la derecha, hacia el oriente.

Esquilón llamado San Juan Bautista y San Juan Evangelista. Era el mayor de la Catedral, antes de fundir el Jesús de que hemos hablado. Tiene voz muy sonora; fue fundido por Juan Soriano en 1751. Lo consagró el Ilustrísimo señor Rubio y Salinas y se encuentra en el campanil izquierdo. Pesa noventa arrobas.

Campana llamada Señor San Joseph. Se halla colocada en el arco principal del lado que ve al Colegio de Infantes. No se conoce su autor ni el año en que fue fundida, pero por su forma parece ser contemporánea de la
Doña María. Pesa noventa quintales y ostenta inscripciones que con el tiempo se han vuelto ilegibles.

Campana llamada Nuestra Señora del Carmen. Fundida en 1746, no se sabe por quién. Se encuentra en el campanil bajo de la derecha hacia el mismo lado que la anterior y pesa veintidós arrobas.

Nuestra Señora de la Piedad, campana fundida por el mismo Espinosa de que antes hemos hablado, en 1787. Se encuentra en un campanil semejante al de la anterior y pesa dieciséis arrobas.

Nuestra Señora de Guadalupe. No se conoce su autor, pero sí que fue fundida en 1654 y está colocada en el mismo campanil que la anterior. Esta, así como la de la Piedad y la del Carmen, son tiples. Pesa doce arrobas.

Campana llamada Señor San Joseph. Es tiple y fue fundida en 1757 con el peso de diez arrobas, sin que se sepa quién la hizo.

Campana llamada Santa Bárbara, también tiple. Hecha en 1731 y colocada con la anterior en el campanil alto de la derecha. Se ignora su peso.

Campana Santo Domingo de Guzmán, tiple, consagrada y colocada en el campanil del lado izquierdo, con peso de dieciocho arrobas.

Campana llamada San Rafael Arcángel. Fue fundida por Juan Soriano en 1745 y se le colocó en el campanil principal que mira a la plaza. Esta campana sirvió para el reloj y pesa ciento sesenta arrobas.

Campana llamada San Miguel Arcángel. Fue fundida en 1658, no sabemos por quién. Se halla colocada en el mismo campanil principal que da los cuartos del reloj. Se desconoce su peso.

Campana llamada Santa Bárbara. Fundida en 1589, sin nombre de autor. Estuvo en la torre de la iglesia vieja y se encuentra en el campanil bajo de la derecha. No conocemos su peso.
Señor San Joseph Campana fundida en 1658, no se sabe por quién. Pesa cincuenta arrobas y se encuentra del lado de la izquierda.

Esquila llamada San Joaquín y Santa Ana, fundida en Tacubaya por Bartolomé y Anastasio Murillo, en 1766. Se encuentra en el campanil alto de la derecha y pesa sesenta arrobas.

Esquila denominada Señor San Miguel, hecha en 1684 por el señor Parra. Está en el campanil de la 'izquierda y pesa sesenta arrobas.


El coro

   La primitiva Catedral de México debe haber tenido un coro bastante humilde. Sin embargo, por los documentos que poseemos se puede conjeturar que ese coro ocupaba el mismo sitio que ocupan los coros en las grandes catedrales de España, es decir, en la nave principal, cerrando varios tramos de ella inmediatos a la puerta de los pies de la iglesia y que en el espacio así delimitado se formó la sillería necesaria para albergar a los canónigos en las ceremonias inherentes al coro. Hemos visto ya algunas informaciones acerca del primer coro de la catedral vieja. También hemos reseñado cómo en 1585, cuando el templo fue reparado íntegramente con motivo del tercer concilio provincial mexicano, se construyó un coro nuevo cuyas sillas deben haber sido magníficas dada la época en que se edificaba, de estilo renacentista, del que fueron autores el escultor Juan Montaña y el ensamblador Adrián Suster.

   Derribada la catedral antigua en 1628, no sabemos qué suerte haya corrido el coro de este viejo templo. La catedral nueva no estaba en posibilidad de que en ella se reconstruyese el antiguo coro. Lo más probable es que se haya hecho uno provisional en alguna parte que no conocemos.

   Concluida en su arquitectura la catedral nueva, era necesario edificarle un coro que estuviese de acuerdo con la suntuosidad del nuevo templo metropolitano. Posterior fue, y con mucho, a las obras del altar mayor que antes hemos reseñado. Así, no fue sino en enero de 1695 cuando se propuso en el Cabildo de la santa iglesia que se edificase un nuevo coro. Para lograr tal objeto el Cabildo organizó un concurso, como era costumbre en aquella época, para que los maestros escultores y entalladores presentasen. Sus proyectos y posturas para realizar la obra. El edicto que convocó a dichos artífices fue dado con fecha de enero 28 de 1695.2 Varios maestros presentaron proyectos para la misma sillería, como Tomás Juárez y Joaquín Rendón, pero el remate se hizo en Juan de Rojas, a quien se le libraron dos mil pesos para empezar la obra.

   Es la sillería de la Catedral de México obra muy notable del arte barroco que florecía a la sazón en el mundo. Claro es que no puede comparársele con obras similares que existen en las grandes catedrales españolas. Tan es así, que el propio Cabildo de la Catedral de México propuso a los frailes del convento de San Agustín adquirir la sillería que habían labrado para su coro, dándoles cien mil pesos de ganancia. El hecho de que esta sillería sea menos rica de lo que sería de desearse, estriba en las condiciones pecuniarias que el Cabildo de México impuso para esta obra, pero no a la incapacidad de los artífices para realizar obras más suntuosas. Considerado como es el coro de la Catedral de México, resulta bastante decoroso dentro del estilo que se observa en sus demás partes.

   Consta de dos hileras de sitiales. Los altos, separados por columnillas salomónicas rodeadas de vides, ostentan en cada intercolumnio una escultura de medio relieve que aparece dorada sobre el fondo del color natural de la madera. No sabemos si este dorado Sea contemporáneo de la hechura del coro o se le haya añadido más tarde. Casi nos inclinamos a creer esto último, pues no se encuentran obras de la época colonial que presentasen ese contraste dorado con la madera original, Se usaba el estofado, más de acuerdo con el espíritu realista español, que no está decoración un tanto moderna.

   El muro que cierra el coro por el lado del altar del Perdón se halla cubierto, en su remate, por una bella pintura de tonos azulosos que recuerdan al Greco, la cual representa "El Apocalipsis". Fue autor de esta gran tela Juan Correa y su conclusión se efectuó antes de que estuviese esculpida la sillería, pues por un testimonio expedido el 20 de junio de 1684, se ordena "que los jueces hacedores paguen a Juan Correa Maestro de pintor el costo y precio de los dos lienzos que pintó para el frontispicio del Coro".


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(Samuel Miranda)