LA ETERNA FELICIDAD DEL CIELO

Para llegar al Cielo debemos pasar por la Cruz  El Cielo es el lugar de la eterna felicidad donde Dios recompensa a los justos: "Vengan benditos de mi Padre, a poseer el reino que les tengo preparado desde el principio del mundo" (Mateo 25,34). Es tan diferente a todo lo que conocemos, que nos es difícil imaginar ese premio. Por la fe, sin embargo, sabemos que existe.

   La gloria del cielo es esa felicidad que el hombre desea vehementemente en esta tierra. El corazón humano está hecho para amar a Dios, y algunas veces lo consigue y otras, en cambio, se queda en las criaturas, que nos ocultan a Dios.

   Pero en la tierra el gozo es incompleto, mientras que en el cielo la dicha es perfecta y no tendrá ya fin: es la felicidad poseída eternamente, sin descanso y sin cansancio.  

   No podemos expresar con palabras humanas la gloria del cielo. San Pablo nos advierte que "ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman" (1 Corintios 2,9).

   El Apocalpisis canta que "Dios mismo será con ellos su Dios y enjugará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasado" (Apocalipsis 21,3-4).

   San Agustín comenta: "Descansaremos y contemplaremos y amaremos, y alabaremos" (De civitate Dei, 22, 30: PL 41, 804).

   Es lo que enseña la Iglesia "veremos con claridad al mismo Dios, Trino y Uno, tal cual es " (Concilio de Florencia, Dz. 693). Este contemplar a Dios cara a cara es lo que llamamos visión beatífica, y ocupará nuestra vida en el cielo, llenándonos de felicidad.

   La visión beatífica es la visión directa e intuitiva de Dios. En este mundo no conocemos a Dios sino por raciocinio, en cuanto las criaturas nos revelan su existencia. En la otra vida "lo veremos tal como es", en su misma esencia y belleza infinita (1 Juan 3,2).

   Para poder ver a Dios, éste nos eleva a un modo de conocer mucho más perfecto, que se llama la luz de la gloria (lumen gloriae), la luz sobrenatural que perfecciona nuestro entendimiento. Ya que la visión de la esencia de Dios, está sobre la naturaleza del hombre.

   El objeto principal de la visión beatífica es Dios mismo. Pero en la esencia divina verán las almas cuanto les cause placer, como los misterios que creyeron en la tierra, y muchas verdades y sucesos de este mundo.

   La visión de Dios produce el amor beatífico. Conciendo su infinita bondad y belleza no podemos menos de amarlo con todo nuestro corazón.

   Nos advierte el Apóstol que la fe y la esperanza desaparecen en la otra vida. Ahí ya no creemos, sino que vemos; ya no esperamos, sino que poseemos; mientras que el amor en el cielo se aumenta y perfecciona.

   El amor de Dios nos hará felices, porque comprendemos que Dios, infinito Bien e infinita Belleza, es nuestro bien propio, esto es, se nos dará para saciar la sed de felicidad de nuestro corazón.

   En el cielo tendremos en Dios todo Bien, toda felicidad, y la realización de todo deseo, porque Dios es el Bien infinito. "Quedarán embriagados con la abundancia de tu casa, y les harás beber en el torrente de tus delicias", dice el Rey David (Salmo 35,9).

   Ningún mal puede haber en el cielo, ni pecado, ni posibilidad de él, pues seremos confirmados en gracia; ni dolor, ni inquietudes, ni siquiera necesidades o deseos, porque todos se verán de antemano satisfechos.

   No podemos comprender la felicidad del cielo, porque para ello necesitaríamos comprender la infinita Bondad y Belleza de Dios. Sabemos, sí, que es una felicidad que no tendrá fin, y será sin interrupción ni menoscabo.

   Además de la felicidad de la visión beatífica, en el cielo los justos gozarán de una bienaventuranza accidental: la compañía de Jesucristo, de María Santísima y de San José, de los Ángeles y de los Santos; el bien realizado en este mundo; y, después del juicio universal, la posesión del propio cuerpo resucitado y glorioso.

   Por otra parte, los gozos del cielo no serán iguales para todos, sino en proporción a los méritos de cada uno. El amor de Dios hace con los justos algo parecido a lo que hace el fuego con el hierro candente, que resplandece y arde gracias al calor, que recibe. Todos los Bienaventurados serán eternamente felices, pero serán premiados de modo diverso.

   Habrá premios diferentes según haya merecido cada uno, y, sin embargo, todos serán absolutamente felices porque estarán plenamente llenos de Dios, de acuerdo con su capacidad adquirida por la correspondencia a la gracia durante la vida terrena.
   
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(Samuel Miranda)