De nombre Julio de Médicis, era hijo bastardo de Julián de Médicis, sobrino de Lorenzo el Magnífico y primo de León X, fue cardenal de 1513 hasta 1523.
Su nacimiento se produjo cuando su padre ya había fallecido, asesinado durante los disturbios que siguieron a la Conspiración de los Pazzi. Fue reconocido como hijo legítimo de Julián y educado por su tío Lorenzo.
La elección
como Papa de su primo, León X, le supuso ser nombrado cardenal en
1513 y convertirse en uno de sus principales consejeros y uno de los personajes
más influyentes en la curia. Esta influencia, que se mantendrá
durante el pontificado de Adriano VI, será la que le permitirá
ser elegido pontífice el 19 de noviembre de 1523 y adoptar el nombre
de Clemente VII en el momento de su consagración el 26 de noviembre.
El tratado de Noyón no se había cumplido, de forma que en 1521, poco antes de morir León X, las tropas coaligadas del papa y el emperador, con la ayuda también de Inglaterra, habían expulsado a los franceses de Milán. Francisco I se propuso recuperarlo, mas no sólo no lo consiguió, sino que acabó prisionero de Carlos I de España en la batalla de Pavía (1525). Recluido en la capital de España, obtuvo su libertad tras la firma del Tratado de Madrid (1526), protocolo por el que se comprometía a devolver al Habsburgo el ducado de Borgoña, a renunciar a Italia y a no entrometerse en Flandes.
El desastre francés de Pavía, al que había precedido el de Bicocca, traspasaba la hegemonía en Italia a España y sembraba, por lo mismo, la inquietud en el ánimo del papa que veía cómo Carlos I se convertía en el dueño de gran parte de la península y se constituía en potencial amenaza para la preponderancia eclesiástica y para la continuidad en el poder de su propia familia al frente del ducado de Florencia. Le pareció momento de actuar y lo hizo; pero calculó mal y se equivocó. Retomando el grito de «¡fuera los bárbaros!» que había lanzado Julio II contra los franceses, aplicado ahora a los españoles, y siguiendo la desacreditada práctica de aquél de aliarse alternativamente con los unos para desembarazarse de los otros, Clemente buscó la asistencia de Francisco I. Estaba éste comprometido por el Tratado de Madrid a no intervenir en Italia, pero fue el propio papa quien le disipó cualquier escrúpulo de moral caballeresca y le animó a su incumplimiento haciendo alarde de una amplia laxitud de conciencia; le manifestó por escrito que los tratados que se firman bajo la presión del miedo carecen de valor y no obligan a su observancia. Con la dispensa papal que legitimaba su resistencia a someterse a las cláusulas del tratado, Francisco I se dispuso a hacer frente al emperador, y a tal efecto se formó el 22 de mayo de 1526 la liga de Cognac o liga Clementina, integrada por el papa, Francia, Venecia y Florencia.
Carlos I se sintió burlado por Clemente VII y pidió justificaciones que no le fueron dadas. Los enviados del emperador, defraudados, unieron sus fuerzas a las de Colonna que, en septiembre de 1526, atacó Roma, penetró en la ciudad, la sometió a saqueo y encerró al papa en el castillo de Sant'Angelo. Carlos no aprobó aquella acción pero se sirvió de la coyuntura para que el pontífice le prometiera su adhesión y sellara una supuesta paz unida al compromiso de pago de una indemnización de 60.000 ducados. Quien había convencido al monarca francés de que los tratados que se firman por temor no atan en conciencia a quien los suscribe, no iba a ser precisamente quien obrara de otra manera en desacuerdo con su teoría: se resistió a pagar y espoleó a la liga a actuar de inmediato.
Ante la amenaza, Carlos envió a Italia un potente ejército que salvaguardara sus posesiones. Lo componían soldados profesionales de diversa extracción: españoles, italianos y, sobre todo, lansquenetes alemanes; lo mandaba el condestable de Borbón, rebelde francés pasado a las filas imperiales, auxiliado por el alemán Georg von Frundsberg. La siempre precaria economía del emperador se agudizó por entonces de tal manera que los 45.000 mercenarios que componían el ejército destacado en Italia hacía dos meses que habían dejado de percibir sus soldadas y estaban faltos de pertrechos y aun de víveres. Amenazaban con amotinarse y abandonar las armas cuando les llegó la noticia de que el papa se había obligado al desembolso de una importante cantidad pero que se mostraba remiso a librarla. En el Vaticano se hallaba la solución a sus penurias y en Roma una fuente inagotable de riquezas al alcance de la mano. Únase a esta deslumbrante perspectiva el que los lansquenetes alemanes eran en su inmensa mayoría luteranos y su jefe, Frundsberg, un visceral antipapista que les imbuyó un sentimiento de cruzada contra el anticristo Clemente VII. No le resultó laborioso a Carlos de Borbón animar a sus hombres a marchar sobre Roma y cobrarse de ella largamente los salarios atrasados. El 5 de mayo de 1527 se presentaron las huestes del condestable de Borbón ante los muros de la ciudad eterna y al día siguiente procedieron a su embestida. Durante el asalto murió el Borbón alcanzado por una granada y las tropas quedaron sin guía ni moderador. Ciegos de odio, ebrios de sangre y poseídos de avaricia, los soldados imperiales se entregaron durante ocho días a la más atroz devastación que haya sufrido nunca la capital de la cristiandad, al expolio de cuanto de valor había en ella, a la violación de sus mujeres, al linchamiento de los hombres (unos 6.000), a la profanación de los templos y a la destrucción sistemática hasta no dejar piedra sobre piedra. Se había consumado un horrible episodio de la historia conocido como el Saqueo de Roma.
Clemente VII buscó refugio en el castillo de Sant'Angelo que se convirtió en su prisión durante siete meses. Antes de obtener la libertad se le exigió una capitulación formal y el pago de una ingente cantidad de dinero (300.000 ducados). Carlos V negó cualquier implicación personal en los hechos; es más, los lamentó profundamente, o eso aparentó. Pero lo cierto es que extrajo un pingüe provecho político del dramático acontecimiento. El papa se vio forzado por las circunstancias a cambiar la orientación de sus alianzas: vencido, humillado y preso, sin opción a la hora de comprar su propia libertad, necesitado de la ayuda del emperador para detener el progresivo avance de los luteranos en Alemania, dispuesto a cualquier sacrificio por reponer a un Médicis en la corte de Florencia de la que habían sido apartados, Clemente se plegó sin condiciones a los requerimientos del emperador y se entregó a su causa como firme aliado. Carlos, por su parte, también deseaba ganarse al papa que debía dictar resolución en el proceso de divorcio planteado por Enrique VIII de Inglaterra en el que la afectada, su esposa Catalina de Aragón, era tía del emperador. El tratado de Barcelona de junio de 1529 suscrito por Clemente VII y Carlos V marcaba el inicio de una nueva paz y concordia, aunque precaria, como luego se demostró, entre el imperio y el pontificado.
El papa adoptó un talante complaciente con el emperador, lo que trajo una doble consecuencia inmediata. Por un lado, el hasta hacía poco tiempo enemigo y luego prisionero de Carlos V, le imponía la corona del imperio en una pomposa ceremonia celebrada en Bolonia el 24 de febrero de 1530 (fecha del aniversario de su nacimiento). Por otro, tras muchos titubeos y vacilaciones, se negó a consentir el divorcio de Enrique VIII, que deseaba volver a casarse con Ana Bolena, y declaró válido su primer matrimonio con Catalina de Aragón. Esta decisión fue trascendental; la relación del rey inglés con el papa se degradó por su causa hasta tal extremo que determinó el apartamiento del monarca, previamente excomulgado, y con él de toda la iglesia de Inglaterra, de la obediencia del sumo pontífice romano. El cisma anglicano perdura hasta hoy.
Se derivaron más secuelas del entendimiento entre el papa y el emperador. Francisco I creyó necesario de todo punto romper la alianza y emprendió nuevas acciones ofensivas contra su perpetuo rival, a las que se unió Inglaterra tan distante políticamente del imperio como religiosamente de Roma. Clemente VII dudaba una vez más ante su persistente dilema de a cuál de los dos contendientes aproximarse, y también una vez más tomó una decisión desacertada. Consideró oportuno dar por concluida su colaboración con Carlos, que volvía a adquirir enorme poder e influencia en Italia, y, para granjearse el favor del monarca francés, planeó y consiguió enlazar matrimonialmente a su sobrina Catalina de Médicis con un hijo de aquél, el futuro rey de Francia Enrique II. El teórico respaldo de Francisco I de nada le sirvió al infortunado papa, pues, con Andrea Doria militando ahora en la escuadra del emperador, el francés no hizo sino cosechar derrotas que le condujeron a la forzada firma de la paz de Crépy en 1544. Clemente no llegó disfrutar de aquella paz; la muerte se lo había llevado diez años antes.
Y mientras tanto
la reforma protestante ganaba adeptos. ¿Podría un papa como
Clemente VII, preocupado en exceso por mantener a su familia en el gobierno
de Florencia y mezclado en la pugna entre los poderosos, poner remedio a
la escisión religiosa? No podía. Y, además, no quería.
Una vía para intentar acabar con la disidencia luterana era la conciliar.
Pero tras los sínodos de Constanza y Basilea todos los papas renacentistas
padecieron una alergia crónica a tales asambleas. En las dos citadas
se había cuestionado la primacía del papa sobre el concilio
y habían sido muchos los que habían defendido la doctrina según
la cual las decisiones tomadas en un sínodo ecuménico eran
dogmáticas, en cuanto a la fe, e inapelables en el ámbito de
la administración de la iglesia. Carlos V puso todo su empeño
en conseguir de Clemente VII la convocatoria de un concilio; lo reclamó
hasta la saciedad. Con motivo de la coronación imperial en Bolonia,
el papa se comprometió a reunirlo, cosa que no hizo nunca. Cuatro años
después, en 1534, el emperador cursó al Vaticano una propuesta
formal para que se convocase, pero el papa la rehusó. Más allá
del rechazo generalizado que sentían aquellos papas por los concilios,
mediaban en este caso concreto circunstancias de interés político
que prevalecían sobre el religioso. Carlos veía el sínodo
como un foro de discusión en el que cabría la posibilidad de
conciliación de ideas y principios y, por ende, de reconciliación
de sus súbditos alemanes. Era esa situación la que alarmaba
a Carlos V y la que, por lo mismo, se esforzaba su eterno enemigo, Francisco
I, en sostener. Si el emperador se hubiese visto libre de aquel problema
interno, que por entonces no afectaba considerablemente a Francia, podría
haberse volcado en las empresas italianas con grave daño para el rey
francés. Por desgracia, el papa tasó en mayor medida los inconvenientes
de Francisco I que las súplicas de Carlos V y el concilio hubo de
esperar. ¡Tremendo absurdo! El emperador queriendo poner remedio al
cisma, aunque fuese por motivos extraconfesionales, y el papa obstaculizándolo.
El Concilio de Trento no se inició hasta 1545, once años después
de fallecido Clemente VII.
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(Samuel Miranda)