HISTORIA DE LA IGLESIA
EPOCA ANTIGUA (SIGLOS I-V)
TERCERA PARTE:
LA REVOLUCION CONSTANTINIANA
CAPÍTULO XXIV
CONSIDERACIONES GENERALES
I. La historia de la Iglesia y su objeto
La historia es una disciplina que se ocupa del hombre en su
suceder espacio-temporal. Se ocupa de los acontecimientos protagonizados
por ese hombre en un tiempo y en un espacio determinados. Fuera del tiempo
y del espacio no hay acontecimientos humanos; no hay historia. La cronología
nos informa de cuándo sucedió un hecho; la geografía,
de dónde tuvo lugar.
La historia siempre lo es de alguien. Vamos a estudiar la historia
de la Iglesia. La Iglesia, en su suceder espacio-temporal, es el objeto de
nuestro estudio. La Iglesia es una sociedad, pero una sociedad que es perfecta
e imperfecta al mismo tiempo. Toda sociedad está encuadrada en un
cierto sistema, y guarda una relación con el Estado que la ALBERGA.
De esa sociedad podemos hablar refiriéndonos a su vida interna o haciendo
alusión a su relación con otra sociedad superior que es el
Estado. La historia de la Iglesia en la Antigüedad coincide en gran
parte con la historia del Imperio romano. El mundo entonces conocido coincidía
con los límites del Imperio romano. Los pueblos que se encontraban
fuera de sus confines estaban llamados a ser Roma. Cuando un germano atravesaba
el Danubio, debía asimilar no sólo las leyes y la cultura del
Imperio romano, sino también su religión: todo. En la época
que estudiaremos, los grandes santos son grandes romanos: Ambrosio, Agustín,
Jerónimo, Dámaso, Basilio, los dos Gregorios... son romanos
en todos los sentidos.
La Iglesia, sociedad dentro de otra, sin embargo es, por naturaleza,
universal. Es una realidad trascendente, que va más allá del
espacio y del tiempo. ¿Cómo una realidad trascendente puede
actualizarse? ¿Cómo algo que trasciende a la historia puede
meterse en la historia? La universalidad del Imperio romano podía
emparejarse, y de hecho se emparejó, con la de la Iglesia. Pero la
Iglesia, que en su origen queda contenida en el Imperio romano, sin embargo
llegará a abrazar ese Imperio: todo el Imperio estará dentro
de la Iglesia.
II. La gran revolución del siglo IV
Comenzamos nuestro estudio con el siglo IV, más en concreto
en el año 312, en tiempos del emperador Constantino. Llegaremos hasta
san Gregorio Magno, cuya muerte acaece en el 604. Con Constantino el Imperio
se devide en dos. Mientras en Oriente la capital, Constantinopla, posee un
gran emperador, Occidente comienza a tener otra vida por la penetración
de los pueblos bárbaros. Serán dos mundos autónomos,
aunque los dos romanos y sintiéndose romanos; habrá tensiones
por mantener un equilibrio que, con el tiempo, desembocará en ruptura1.
Nuestro período comienza con una auténtica revolución
histórica. El Imperio romano —iniciado con Augusto—, anterior al cristianismo,
sufrirá una transformación, una auténtica revolución:
de romano y pagano pasará a romano y cristiano. La revolución
tiene una fecha: año 312. Un Imperio que no sólo contaba con
340 años de existencia, sino con 2.000 años de cultura pagana
—iniciada ya 1.500 años antes de Cristo en Minos, cuajada en los versos
homéricos y desarrollada en la cultura clásica posterior—.
Esta larguísima tradición grecorromana cambia en el 312. Y
el elemento de cambio es la religión. El mundo clásico vive
de las religiones paganas. Ese Estado asume el cristianismo como religión
propia, como religión oficial. Se trata de una revolución profundísima,
la gran revolución de Constantino el Grande: ¡un emperador convertido
a Cristo! Se trata de algo difícilmente comprensible —como si, en
la actualidad, las grandes capitales europeas comenzasen a convertirse al
Islam y las iglesias todas de Europa fueran derruidas para levantar mezquitas—2.
En este período la historia registra una mutación
importantísima. Este cambio revolucionario no hubiera sido posible
de no haber, en lo profundo, una fuerza histórica de cambio. La historia
conlleva, por definición, la transformación, el cambio —si
no hay transformación no se puede hablar de historia—. En la Historia
la sucesión de civilizaciones no ocurre con la aparición de
otra cosa totalmente distinta, sino de una evolución de lo anterior.
Lo nuevo dimana de algo que muere; siempre se renueva, si bien hay elementos
de permanencia. «El objeto histórico tiene una estructura polifónica
y, en la misma época, en los mismos espíritus (...), se superpone
un tema dominante, eco aún perceptible del tema en vía de retroceso,
y un primer esbozo del que solamente más tarde, se situará
en primer plano»3. Acontece algo parecido en la vida biológica:
en la historia la sucesión de civilizaciones es una continuidad. Mas
todo cambio produce nuevas exigencias, nuevas preguntas —como un niño
que crece y va preguntando distintas cosas en cada etapa de su vida—. Nuevas
preguntas que exigen nuevas respuestas. Nuevas situaciones políticas,
económicas, sociales, institucionales, culturales. ¿Por qué
ese organismo glorioso de la civilización grecorromana llega a un
punto final? ¿Quién podía dar una respuesta a estos
cambios culturales? Lo pagano se quedó sin respuesta; mas ésta
vino del cristianismo, el cual no sólo fue al encuentro de las nuevas
exigencias, sino que también las potenció.
El elemento que centra la civilización pagana antigua
era la polis: la ciudad-Estado. La relación del ciudadano con su ciudad
era directa. El hombre, según Aristóteles, era un “animal político”.
No se concebía un hombre sin ser miembro de su ciudad. Pero este concepto
va cambiando a medida que transcurre el Imperio romano, pues todo el mundo
conocido llegará a convertirse en una enorme ciudad-Estado. Todo habitante
del Imperio es un ciudadano romano. Un antioqueno, un alejandrino, un hispano...
eran, antes de nada, ciudadanos romanos. La unidad mediterránea forjaba
una mentalidad cosmopolita que se abría a ideales de universalismo.
Pero, por otra parte, esta unidad mediterránea que construyó
Roma comportaba una centralización de poder. El emperador era el todo:
era la ley, nada se le discutía, todo cuanto le rodeaba era sagrado.
Todo su aparato fue creciendo con el tiempo. Para defender este vastísimo
imperio se necesitaba un ejército enorme, lo cual significaba gran
necesidad de dinero y, por ello, una enorme fiscalidad —una fiscalidad como
la del Imperio romano es muy difícil encontrarla a lo largo de la
historia de la humanidad—. Esto produjo una desafección del ciudadano
respecto al Estado. Se reduce, pues, la dimensión política
del hombre, su interés por la cosa pública, y crece la dimensión
privada —la preocupación por la familia, por el estado del bienestar4—.
Renace el problema de Dios, el cual es sentido de dos maneras:
desde el hombre de la cultura y desde el hombre del pueblo. Para el hombre
de la cultura se trataba de un problema filosófico práctico.
El neoplatonismo, filosofía imperante en este momento, cifra su pensamiento
sobre el comportamiento del hombre; desciende a lo práctico: qué
es lo que se debe hacer. Es una filosofía ética. Filósofo
era aquél que vivía con un alto grado de moralidad. Así,
las obras de Plotino contienen un gran nivel espiritual y moral. Para el
hombre del pueblo, sin embargo, el problema de Dios se le presentaba en conexión
con la salvación. ¿Cómo responde este hombre a su ansia
de salvación? Lo hace acudiendo a la magia y a la superstición.
Sin embargo, el tradicional culto a los dioses ya no le dice nada, lo siente
como algo frío; vinculado este culto, además, a un Estado que
el ciudadano ya no siente como central en su vida5. Surge una nueva exigencia
de salvación6, de vivir la relación con Dios, y que no encuentra
respuesta en los ritos paganos, mas sí en el cristianismo7. Éste
traía el signo de una novedad absoluta: la capacidad de creer por
gracia —y no ya por el esfuerzo de unos pocos intelectuales— en el Dios uno
y personal; y la salvación obtenida serenamente por la mediación
sacramental —y no por turbias prácticas mágicas—.
Estas características esenciales, junto con un vivo sentido
de Iglesia Una —realización concreta del universalismo sentido en
aquella época—, llegan a convertirse en factores de cohesión
en el tejido social del Imperio. Bastaría para que el emperador del
mundo hasta ahora conocido fuese inscrito en esta sociedad “universal”, para
que se recuperase en profundidad la dimensión sacra del Estado.
III. La Antigüedad Tardía
Edward Gibbon, en su libro Decadencia y caída del Imperio
Romano —1776-1788—, condensa las tesis contrarias al cristianismo propias
del Siglo de las luces, en esta frase: «Hemos asistido al triunfo de
la religión y de la barbarie» —términos sinónimos
para este autor—. Acusan al cristianismo de haber sido el responsable de
aniquilar una civilización pujante; y esto es un grave error histórico,
pues la civilización clásica pagana estaba en declive. El nuevo
período no se construye sobre las cenizas de la romanidad, sino sobre
las cenizas de la paganidad. La civilización clásica pagana
estaba en crisis y sin respuestas. Si no hubiera existido el cristianismo,
otra realidad hubiera conducido esa crisis en respuesta a una situación
decadente. Será el cristianismo quien responda y quien dé contenido
al Imperio durante su crisis. De hecho el cristianismo influyó en
muchos aspectos: actúa fuertemente contra las perversiones paganas;
influye sobre las instituciones y las leyes; y salva esos grandes valores
de la romanidad8. Este período, llamado peyorativamente Bajo Imperio
fue subestimado en el Renacimiento y en tiempo de los ilustrados. Jacob Burckhardt
sólo ve en su Constantin —1853— una manifestación de senilidad
y decadencia del mundo antiguo. Según estos autores decimonónicos,
gracias al Renacimiento revivió esa cultura clásica aplastada
en el siglo IV por el cristianismo; sin embargo, el Renacimiento no hubiera
sido posible si los valores clásicos no hubieran estado presentes
a lo largo de los siglos precedentes para poder ser retomados —toda la actividad
copista de los monasterios medievales fue trascendental—. En el Medievo y
en el Renacimiento se contacta con la romanidad gracias a los grandes hombres
cristianos de la Antigüedad tardía9.
Por fin en nuestro siglo se ha conseguido revalorizar este período
tan rico como desconocido10. El período que nos proponemos estudiar,
llamado Antigüedad tardía, «no es solamente la última
fase de un desarrollo continuo, sino otra Antigüedad, otra civilización,
que hay que aprender a reconocer en su originalidad y a juzgar por sí
misma y no a través de los cánones de anteriores edades»11.
Tanto el derecho como el arte son diferentes de los períodos anteriores,
lo cual lo supieron captar los mismos contemporáneos. Así,
por ejemplo, Juliano el Apóstata reprochará a Constantino el
haber sido un revolucionario en materia legislativa, echando por tierra la
tradición del pasado, la legislación antigua. La actividad
legislativa fue de una prodigiosa fecundidad, de tal manera que necesitó
ser reunida en los distintos códigos legislativos: el Código
teodosiano (promulgado en el 429), las Novelas de Teodosio II y de Valentiniano
III, y el Código Justiniano (año 528).
Un nuevo espíritu se manifiesta en los más diversos
campos: desde las técnicas más materiales y las formas más
exteriores de la existencia cotidiana12, hasta la más secreta estructura
de la mentalidad colectiva. Claro que el cristianismo influye en la muerte
de algo tan esencial para aquella cultura romana como era el paganismo; pero,
sin embargo, el cristianismo salva la romanidad. Mata al paganismo, pero
salva la romanidad —es como ese educador que cercena los valores negativos
en el educando y suscita el desarrollo de los positivos—. Y no solamente
ha salvado ese valor de la romanidad, sino que lo ha elevado. El cristianismo,
en el interior de esa fuerza histórica de cambio, salva ese elemento
fundamental llamado a pervivir: la romanidad. Y lo salva porque lleva dentro
de sí un elemento esencial que trasciende la propia historia, pero
que se encarna en ella.
Aquella nueva concepción de la vida era, en esencia,
expresión de una fe religiosa, y en cuanto tal, exaltó la religión
como “el problema de los problemas”. El emperador Graciano se dejaba absorber
noche y día por indagaciones teológicas: los libros De fide
y De Spiritu Sancto salían de la pluma de Ambrosio como respuesta
a Graciano. Toda la Patrística fue una respuesta a una necesidad de
su tiempo. Hasta el pulular de las herejías nos da a conocer la pasión
religiosa de aquella época, como lo confirma la participación
—a veces tumultuosa— del pueblo en las elecciones de los obispos.
Todo esto, sin embargo, no constituye más que el fondo de un
conjunto de acontecimientos, entre los cuales no faltaron errores —y pecados—,
tampoco condicionamientos que derivaron en aquel cristianismo por el contexto
del tiempo. Así el historiador debe saber mirar además los
inevitables intereses políticos que marcaron la concepción
religiosa del Estado en la época de Constantino y de Teodosio, recogiendo,
no obstante, la inspiración auténtica que deriva de la fe —sincera—
en Dios como supremo rector del mundo13. El verdadero sentido religioso fue
a la par con aquél con el que los cristianos afrontaron los candentes
problemas sociales de la época. Se trató siempre de comportamientos
que iban en la dirección de una renovación cristiana de las
instituciones, aunque, como es evidente, al paso “paciente” de la historia.
Si pensamos, por ejemplo, en la acción desarrollada por la Iglesia
antigua a favor de los esclavos, ella proclamó la igualdad humana
frente al ius natural, redujo el derecho del dominus al derecho de obtener
una prestación de trabajo, y de todos modos eliminó toda atrocidad
y favoreció la manumissio —el poder dar la libertad al esclavo—14.
Entre los siglos IV y V el cristianismo dejará de ser una realidad
ante todo urbana para convertir también el campo, con el establecimiento
de innumerables iglesias. Los mismos pueblos bárbaros fueron también
covertidos al cristianismo —aunque fuera al arrianismo en los primeros tiempos—.
Todo este proceso de cristianización no se hizo sin grandes
esfuerzos y, como hemos dicho, muy lentamente. El contacto que los hombres
del Bajo Imperio tuvieron con la violencia de los pueblos bárbaros,
hacía que las costumbres se endureciesen. Asistimos a conversiones
generales mucho más precoces, lo cual va unido a la pervivencia de
una mentalidad popular de religiosidad natural muy acendrada. Muchas costumbres
de los bárbaros se perpetuaron incluso durante la Edad Media, como
la costumbre del juramento y la invocación directa al juicio de Dios
por la ordalía y el duelo judicial. Todo este panorama condujo a una
situación eclesiástica predominantemente clerical y monástica,
limitando la vida sacramental a una reducida elite de espirituales.
Con todas las trabas históricas, sin embargo el cristianismo
fue, para la sociedad de estos tiempos difíciles que siguen a la caída
del Imperio romano, un principio de progreso, de desarrollo espiritual y
de cultura humana. Posiblemente la civilización escrita no hubiera
pervivido sin la actuación benéfica de la Iglesia, la cual
desarrolla toda una red de escuelas religiosas: primeramente la escuela monástica
—a la cual los aristócratas llevarán también a sus hijos,
abriéndose así los muros monacales al mundo exterior—, poco
después la escuela episcopal —nace de la inquietud de los obispos
por la formación de un clero culto, y será el embrión
de la futura Universidad de los siglos XII y XIII— y, finalmente, la escuela
parroquial —con la extensión del cristianismo por el mundo rural,
los clérigos van formando a quienes serán sus sucesores en
estas iglesias—. Gracias a la Iglesia, partiendo de la ruina en la que estaba
sumida Occidente, atendemos a un nuevo comienzo, no sólo en el campo
de las letras.
IV. El legado de la Antigüedad Tardía
«Los siglos de la Antigüedad tardía fueron
calificados demasiado a menudo como un período de desintegración,
de huida hacia el más allá, en donde las almas débiles,
delicadas, “almas bellas”, se apartaban de la sociedad que se hundía
a su alrededor para buscar refugio en otra ciudad, la ciudad celestial. Nada
más lejos de la realidad. No ha existido nunca otro período
de la historia de Europa que haya legado a los siglos futuros tantas instituciones
tan duraderas: los códigos de derecho romano, la consolidación
de la estructura jerárquica de la Iglesia católica, el ideal
de un Imperio cristiano, el monacato; desde Escocia hasta Etiopía,
desde Madrid hasta Moscú, son muchos los hombres que han vivido esta
imponente herencia y no han cesado de referirse a estas creaciones de la
Antigüedad tardía para buscar en ellas la manera de organizar
su vida en este mundo»15. El legado de la Antigüedad tardía
es enorme. A nivel teológico, se elabora y se fija el repertorio litúrgico,
siendo sus textos la última obra maestra de las letras latinas, con
un sorprendente dominio de los recursos de la lengua y de la retórica
clásica. Nace en esta época el canto gregoriano y se organiza
el ceremonial —con procesiones y movimientos de multitudes—. Esta época
corresponde a la Edad de Oro de los Padres de la Iglesia, los grandes doctores
que elaboraron lo esencial de la teología cristiana, de la disciplina
eclesiástica y de la espiritualidad; ellos fueron los maestros del
pensamiento de toda la civilización europea, tanto en Occidente como
en Oriente, durante más de mil años.
En cuanto a los inventos técnicos, aparte de los ya citados
más arriba —revolución en el vestido, invento del codex—, se
inventaron máquinas cuya eficacia sabrán aprovechar los modernos:
así, por ejemplo, la lámpara de soldar de Herón de Alejandría
—el primer aparato que utiliza la fuerza motriz del vapor—, el órgano
de tubos —accesorio obligado de todos los espectáculos y del ceremonial
de la corte imperial (no entrará en las iglesias hasta los carolingios)—
y el molino de agua16.
A esto debemos añadir la continuidad de esta Antigüedad
en Bizancio por un espacio de mil años más, con manifestaciones
grandiosas en el arte —basta observar la magnificencia de Santa Sofía,
iglesia consagrada a la Sabiduría, y cuya cúpula reta a las
leyes de la gravedad; o el esplendor de los mosaicos dorados de las grandes
iglesias; o la originalidad del icono, que llega hasta nuestros días
en los países eslavos— y en el mundo del pensamiento —con autores
cumbre como san Juan Damasceno (autor de una importantísima síntesis
teológica), san Juan Clímaco (antepasado de la escuela de espiritualidad
del hesicasmo) y san Máximo Confesor (paladín de la ortodoxia
contra la herejía monotelita)—. Gracias a los bizantinos, nuestros
humanistas accedieron al conocimiento del griego y sus clásicos, perdidos
en Occidente tras el corte de los siglos V y VI. Los métodos y los
programas de educación de la Antigüedad tardía se perpetuaron
en Bizancio, y con ella la cultura clásica.