HISTORIA DE LA IGLESIA

EPOCA ANTIGUA (SIGLOS I-V)
TERCERA PARTE:

LA REVOLUCION CONSTANTINIANA

CAPÍTULO XXVIII

DE LA TOLERANCIA A LA RELIGIÓN DE ESTADO



I. El cuadro histórico

   También en este período se afirma una dinastía, esta vez la de los Valentinianos. Muerto Joviano en el 364, el mismo ejército, aún en marcha de retorno desde Persia, designa al sucesor en la persona del panonio Valentiniano, que, a su vez, asocia al poder a su hermano Valente, dejándolo en Oriente. En el 367, además, para prevenir maniobras en Occidente, asocia a su hijo Graciano, un niño de sólo ocho años.

   Desde este momento asumen una gran importancia como sedes imperiales en la parte occidental las ciudades de Tréveris y Milán, en las que el cristianismo tuvo modo de afirmarse más fácilmente, pues el propio Valentiniano y sus hijos fueron de fe cristiana —ortodoxa—. El Senado —roca fuerte de la resistencia pagana—, sin embargo quedaba en Roma. En la parte oriental, en cambio, la sede imperial fue Constantinopla, provista de otro Senado —y por ello considerada como la “segunda Roma”—, ciudad fundamentalmente cristiana desde su fundación, aunque de fe arriana, como la quiso Valente, perpetuando en ello la elección impuesta por Constancio II.

   Valentiniano I se atuvo a una política religiosa de equilibrio. Pero murió de un ataque circulatorio en el 375, mientras estaba empeñado en defender Panonia de los Cuados y Sármatas. Aunque Graciano tenía ya 17 años, el ejército proclamó emperador de Occidente —limitadamente a Italia, Ilírico y África— también a Valentiniano II, hijo que el augusto difunto había tenido con su segunda mujer, Justina, y que apenas contaba con cuatro años. Ésta era arriana, y su presencia en Milán, en calidad de regente, representó una espina destinada a afligir por mucho tiempo el corazón occidental del Imperio.

   Entre tanto, Valente conducía una política de favor respecto a los visigodos. Éstos habían sido convertidos al arrianismo por Audio, un exiliado de Constantino, y ya Constancio II había mantenido buenas relaciones con su obispo Wulfila. Ellos venían presionados por los hunos. Valente, en el 376 les concedió establecerse más allá del Danubio, en la Tracia —al oriente de Macedonia—. Pero, explotados por los romanos, los visigodos se rebelaron y en el 378 vencieron y mataron, en Adrianópolis, al mismo Valente, arrojándose sobre la Iliria y amenazando Italia.

   Mas en enero del año siguiente, Graciano llama al hispano Teodosio para ocupar el trono que quedaba vacío en Constantinopla. Así, en el 379 tiene inicio el gran viraje imprimido al Imperio por el “cristianísimo” Teodosio. Sin embargo, hasta el 392 él reinará sólo en Oriente, no faltando, sin embargo, ocasiones de intervenir en la parte reservada al joven hijo de Valentiniano I, también para defenderle de los usurpadores que le amenazaban.

   Ya en el 383, de hecho, Graciano muere con sólo 23 años, mientras se oponía a Mario Máximo, que se instala en Tréveris. Aquí el usurpador es alcanzado por el obispo Ambrosio, que le convence de no ir sobre Italia, donde reinaba el aún adolescente Valentiniano II bajo la tutela de Justina. Tres años después, sin embargo, llevado de la necesidad de defender Panonia de los bárbaros, Máximo llega a Italia. Justina, con el hijo de 15 años, llega a Tesalónica y pide apoyo a Teodosio, dándole como esposa a Galla, hija suya y de Valentiniano I. El emperador de Oriente, viudo de la primera mujer —de la que había tenido a Arcadio y Honorio—, se une en matrimonio a Galla —de la que nacerá la famosa Galla Placidia—. Evidentemente, va contra Máximo, que en el 388 es derrotado en Petavio y, al final, asesinado por sus mismos soldados en Aquileya.

   Después de esta victoria, sin embargo, Teodosio aleja de Milán a Valentiniano II, el cual cuenta ahora 17 años y ha perdido a su madre. Lo “confina” en Vienne, dejándolo bajo la tutela de Arbogaste. Acercándose a Roma en el 389, presenta en el Senado a su hijo Honorio, lo cual será un signo premonitorio del destino reservado al último heredero de la dinastía valentiniana.

   En Vienne, entretanto, el joven Valentiniano II conducía una vida toda dedicada a las prácticas religiosas, estando consagrado a la castidad. De hecho, si no de derecho, le había sido cerrada toda actividad política, tanto que cuando él quiere moverse para defender Italia de un nuevo peligro bárbaro, Arbogaste se lo impide. El pobre príncipe escribió a Ambrosio como a un padre, pidiéndole ayuda con su autorizada intervención. El santo obispo se había puesto en camino cuando el mayo del 392 fue alcanzado por la atroz noticia de que Valentiniano había sido encontrado ahorcado. Al conocer la noticia, la hermana Galla, entonces en Constantinopla —y, entre otras cosas, en desacuerdo con el hijastro Arcadio— denunció, contra la versión de suicidio, la responsabilidad de Arbogaste y del mismo Teodosio. Ambrosio pronunció un inolvidable elogio fúnebre, rico en ternura paterna, mas también en silencios diplomáticos.

   Arbogaste, en agosto del 392, hace aclamar como emperador de Occidente a Eugenio, cristiano, pero sostenido por corrientes paganas. Cuando los dos vienen a Italia, Ambrosio, para no encontrarlos, se marcha a Bolonia y a Florencia. Teodosio, que entretanto había tomado a su esposa y había trasladado a Honorio y a Galla Placidia a Milán, se movió en septiembre del 394. Después de una noche transcurrida en oración, dio batalla sobre el Frígido al ejército “romano” del usurpador, y lo derrotó.

  De regreso a Milán, sin embargo, muere sólo pocos meses después, en enero del 395. Ambrosio pronuncia una oración solemne, bastante meditada, en la que halaga a Estilicón, “segundo padre” de los dos niños emperadores. La figura del soberano creyente que el gran obispo delinea en ella, será ya la del mañana.



II. Ambrosio, vir spectabilis

   La figura emergente en la Iglesia del último trentenio del siglo V es, sin duda, la de Ambrosio. Entra en escena —a los 35 años— como obispo de Milán en el 374, cuando la nueva dinastía está en el poder desde hace diez años. Mas era ya bien conocido por Valentiniano I, que lo había nombrado gobernador de Aemilia y Liguria —prácticamente de la Italia septentrional—. El alto cargo comportaba el prestigioso título de vir spectabilis. En una sociedad en la que los grados de dignidad eran tenidos en gran estima, este título ponía a Ambrosio casi al culmen de la escala social52.

   Ambrosio había nacido en Tréveris, pero después de perder a su padre, que había sido prefecto del pretorio de las Galias, se trasladó, aún niño, a Roma. Aquí —sería cristiano— había estrechado una gran amistad con los Símmacos, entonces los exponentes más ilustres de la aristocracia senatorial pagana. En la misma Roma, naturalmente, no le faltaron las amistades cristianas: Probo, por ejemplo —con el que Ambrosio tuvo estrechas relaciones—, representaba en el Senado precisamente el ala de los creyentes. Y con el papa Dámaso el joven trevirés había tenido conocimiento. Este pontífice, elegido en el 366 en un tusmultuoso enfrentamiento con Ursino, ocupará gran parte del período ambrosiano, hasta el 384, cuando le sucederá Siricio (384-399). En la familia de Ambrosio, especialmente su hermana Marcelina y su hermano Saturo, estaban ligados a la iglesia de Roma, habiendo elegido desde jóvenes —ya en tiempos del papa Liberio— la vida consagrada.

   La elección popular como obispo fue vista por Ambrosio como una oportunidad de conversión: «El ministro de Dios es exiliado del mundo, fugado de las pasiones, renuncia a todo». Mas a aquel mundo trató de modelar a su modo.

   Profundamente innovadora fue, de hecho, su concepción del Imperio y del emperador. Ella se manifiesta completamente en el De obitu Theodosii del 395. Ambrosio narra, en primer lugar, la inventio de la cruz de Cristo por parte de Elena, estableciendo una comparación —por otra parte, de profundo valor mariológico— entre la madre del emperador y la Madre de Cristo: las dos humildes —insiste sobre el hecho de que Elena había sido una bona stabularia—, las dos visitadas por el Espíritu —en la versión de Rufino, en cambio, habría sido el obispo de Jerusalén, Macario, quien guiase a la emperatriz— y, sobre todo, las dos instrumentos de redención: Visitata est Maria, ut Evam —es decir, la humanidad— liberaret, visitata est Helena, ut imperatores —es decir, el Imperio— redimerentur. Esta obra de redención venía simbolizada por el hecho de que Elena había engastado un clavo de la Cruz en la diadema de su hijo Constantino —significando en ello la devotio, la fides—, y otro en la brida del caballo imperial —con alusión al justo gobierno—. En un medallón de plata atribuido a Constantino y proveniente de Pavía, el emperador es representado como caballero que tiene con la mano la brida del caballo, y lleva en su yelmo el anagrama cristiano, expresión del guerrero augusto e invictus. Los mismos historiadores eclesiásticos —Rufino, Sócrates, Sozómenos, Teodoreto— concuerdan sobre el carácter guerrero del charisma, presentando los clavos engastados en el yelmo.

   Por tanto, Ambrosio innova, formulando la idea histórica del “emperador cristiano” —Piganiol—. No es el carácter divino de las victorias lo que más le interesa, sino la naturaleza misma del poder: no sólo es de origen divino, sino que exige la fe del emperador en Cristo, muerto y resucitado, y, por esto, va ejercido como servicio. De esto derivan, en la concepción ambrosiana, dos importantes consecuencias. La primera, que la ley civil debe ser sometida a la divina —legem tuam nollem esse supra Dei legem (escribía Ambrosio en una carta a Valentiniano II)—, donde también se deriva la humilitas de los emperadores frente a los obispos. La segunda, que el emperador no es dominus frente a la ley; por ello, en casos de injusticia es deber de los obispos tener la «libertad de palabra». Aquí se recuperaba —transfiriéndolo del Senado al episcopado y enriqueciéndolo de la nueva espiritualidad— el antiguo valor del control sobre el emperador, y junto a ello se daba a los súbditos la posibilidad de una libertas que allí mantuviera la cives. Se actuaba en Ambrosio, spectabilis y episcopus, la continuidad entre tradición política de Roma y renovación cristiana.

   Estos principios de Ambrosio los reencontramos, de modo coherente y personalísimo, en los comportamientos concretos ante el poder imperial. Con los hijos del difunto Valentiniano I —Graciano y Valentiniano II—, muerto apenas un año después de su elección episcopal, Ambrosio trató con la confianza y la autoridad de un padre, aunque tal relación se hizo difícil en algunos momentos por la regente Justina, que era arriana. También arriano era en Oriente el tío de los muchachos; pero con él Ambrosio tuvo poco trato. Fue, por fin, la fuerte personalidad de Teodosio la que experimentó el decisivo influjo del obispo de Milán, lo cual se debió, tanto al profundo conocimiento que éste tenía del propio deber sacerdotal, cuanto a la sincera —¿ansiosa?— fe del emperador.



III. Graciano, el emperador dócil

   Graciano, que ya era augusto antes de la muerte de su padre, se mostró de manera particularmente dócil hacia Ambrosio. Ya Dámaso, sin embargo, había determinado el comportamiento rígidamente ortodoxo del joven emperador. En el 377, no obstante el contraste con las ideas arrianas de su tío Valente, Graciano emanaba una ley con la que hacía exentos a los miembros del clero de los munera personalia —las cargas públicas—53. Cuando muere Valente no espera ni un momento para revocar, en el mismo año 378, las medidas antinicenas adoptadas en Oriente por su tío: «En seguida —nos cuenta Teodoreto— mandó que los pastores expulsados al exilio hiciesen retorno... y que las casas de Dios fuesen devueltas a aquéllos que abrazaban la comunión de Dámaso». Sedes importantes como las de Alejandría —de la que aún otra vez había sido expulsado el viejo Atanasio—, Antioquía y Edesa habían mantenido los propios obispos católicos.

   A reforzar el interés religioso de Graciano fue su encuentro en Sirmio, todavía en el 378, con el obispo de Milán. A Ambrosio el joven emperador le pide bien pronto ser instruido sobre la verdad de la fe, solicitando la redacción del De fide y del De Spiritu Sancto. Los efectos de tal discipulado fueron sobresalientes. Mientras en el arriba recordado procedimiento para la rehabilitación de los obispo nicenos, Graciano —al decir de Sozómenos y de Sócrates—, sumiso a la tradición liberal del padre, había también permitido que «cualquiera pudiese seguir la fe religiosa que quisiera», en el 380 abroga, en cambio, el Edicto de tolerancia, ordenando confiscar todos los lugares de culto de los herejes: la ortodoxia se presenta ahora como una obligación civil. Este edicto sería reforzado por el famoso Edicto de Tesalónica. Mas entonces ya sería Teodosio el principal artífice de no sólo éste, sino de otros muchos procedimientos importantes a favor de la Iglesia. Graciano y Valentiniano II irán a la par, ya que, las más de las veces, las leyes venían promulgadas a nombre de los dos emperadores, sea en Oriente como en Occidente. Sin embargo, algunas iniciativas serán reconocidas sólo a Graciano.

   En una cuestión tan importante como la del primado del papa, Graciano, en el 381, echa una mano a Ambrosio, convocando en Aquileya también a los obispos de la Galia para un “concilio” —occidental— destinado a combatir las tesis “antirromanas” de los arrianos Palladio y Secondino. A la afirmación de éstos —«Dámaso no es sino un obispo más entre los otros»—, Ambrosio opone una respuesta que corta de raíz todo comentario: «La Iglesia de Roma está a la cabeza de todo el mundo romano».

   La influencia del obispo de Milán, además, hace a Graciano más decidido en eliminar todo residuo de paganismo: si en un primer momento su tolerancia a este respecto se había inclinado a permitir la tradicional “divinización” del padre, ahora, depuesto el título de pontifex maximus, revoca financiaciones e inmunidades a todos los sacerdotes paganos y renueva el procedimiento de remoción del ara de la Victoria del senado. Mas las reacciones suscitadas por tal política y representadas especialmente por la alta personalidad de Símmaco el orador —al que, entre otras cosas, Graciano se negó a recibir—, hicieron evidente que la resistencia pagana continuaría aún por más tiempo dando la batalla.



IV. El 384: año de la reacción pagana

   La cuestión de los subsidios negados al culto pagano presentaba ciertamente un interés práctico de enorme relevancia. Mas era en el ara y en la estatua de la Victoria removida donde el paganismo venía golpeado como en el corazón. A ella —célebre obra de arte entre otras cosas— se asociaban la certeza del derecho tradicional y una vieja costumbre de fe, que el exclusivismo del Dios de los cristianos minaba en la raíz. Los senadores, pues, no se resignaron y esperaron el momento oportuno para hacer sentir sus propias razones. La oportunidad se presentó cuando, muerto Graciano, el hermano de éste, Valentiniano II, se encontró dependiendo en todo de su madre, Justina. La regente, de hecho, había dado en seguida signos claros de su orientación, poniendo a la cabeza del ejército a dos paganos, Bauto y Rumoride, y a otro pagano, Pretestato, como prefecto del Pretorio. Tal política tuvo inmediatamente un privilegiado campo de resonancia a su favor: el ambiente de los intelectuales romanos. Esta intelectualidad prosperó en medio de las antiguas glorias visibles en el caput mundi54. Entre ella y gran parte de la aristocracia senatorial existía gran comunión de espíritus.

   Para representar a todos ellos en la defensa de las propias convicciones ante el emperador fue elegido Símmaco hijo, en aquel momento prefecto de la Urbe, mas también experto literato de la gran analística ab Urbe conditae, protector de los literatos. A su interés debe san Agustín su cátedra en Milán. Así, en el 384 pronuncia en la corte su Relatio III, que ha sido juzgada como «el canto del cisne de la antigua religión».

   Símmaco era lo bastante inteligente como para darse cuenta que en Roma todo chirrió a causa de su discurso. Estupendas basílicas hacían de marco a un mundo que ya se abría al futuro; la febril actividad educativa y asistencial de la Iglesia difundía por todas partes una presencia bien diversamente notada; elocuentes testimonios de fe, como las catacumbas, eran abiertos al público por Dámaso; conversiones clamorosas comprometían lo compacto de la paganidad aristocrática. Y aquel temible secretario del mismo papa, Jerónimo, que era el mayor responsable de esas conversiones, se enfatizaba cáusticamente al efecto: “squalet Capitolium”. Los conservadores debían ser conscientes de la verdad sustancial de tal afirmación: cuando uno de ellos, Paulino de Nola, acabado literato hacendado de Burdeos, se retiró a la vida ascética en la localidad de Cimitile —Nápoles—, se dejaron caer amargas consideraciones: «¡Un hombre de aquel ingenio, abandonar el Senado, privarnos de un sucesor!» Precisamente esto no podía sino hacer más apasionado el discurso de Símmaco. Y quizás habría hecho brecha si no hubiera intervenido Ambrosio con una impresionante tempestuosidad.

   El obispo de Milán, de hecho, envió en seguida a su secretario a la corte para que le diesen el testo de la Relatio y, teniéndolo, se puso a rebatir por escrito cada punto. Compuso la Epistola XVIII, dirigida a Valentiniano II, que es para nosotros un testimonio fuerte del pensamiento ambrosiano55. De inmediato ella llevó la victoria a Ambrosio. La firme determinación del obispo debía inducir a ceder a la regente: el momento era difícil por la amenaza por parte del usurpador Máximo, y no convenía alejar la benevolencia de quien había demostrado ser un garante de la dinastía.



V. El brazo de hierro con la arriana Justina

   Pero Justina levantó la cabeza al año siguiente, forzando a Ambrosio a una nueva lucha. La ocasión fue dada por el arriano Mercurino Auxencio, que trasladándose en el 385 a Milán, pretendía que le fuese asignada una iglesia. Secundándolo, la regente impuso a Ambrosio el dar a los arrianos la basílica Porciana. Al firme rechazo del obispo, Justina reaccionó convocándolo a la corte. Fue un movimiento fallido, pues el pueblo, conociendo esto, corrió al palacio imperial, preparando una amenazadora manifestación para sostener a su pastor. La corte, atemorizada, debió pedir al mismo Ambrosio que aplacase a la multitud. Justina no sólo fue forzada a ceder, sino a considerar también oportuno retirarse por aquel momento a Aquileya.

   Naturalmente, su odio por el obispo, juzgado por ella como un agitador, crecía desmesuradamente, y vuelta a Milán, hizo que el hijo emanase en el 385 una constitución, en la que se conminaba la pena de muerte contra cualquiera que osara oponerse al culto de los arrianos. Puesto que Ambrosio no titubeó en desafiar la ley, la situación se hizo incandescente.

   El mismo Auxencio, temiendo que también esta vez todo terminara en nada, propuso que el caso fuese sometido a un tribunal de notables. El deniego de Ambrosio, comunicado directamente al joven emperador, sonó como una enérgica enunciación de un principio:
: «Tu augusto progenitor ha sancionado con ley que sólo los sacerdotes pudiesen juzgar a los sacerdotes». Para evitar lo peor, fue enviada entonces al palacio episcopal una carroza para que pudiera alejarse de Milán. Mas Ambrosio no se plegó a tal acto de vileza, y, por toda respuesta, se dirigió a la iglesia en contienda para atrincherarse con el pueblo. Fueron días de terrible tensión, mas de ellos el gran obispo tuvo aquella emoción que le hizo componer sus mejores himnos y transformar la inacostumbrada acogida de fieles en una asamblea exultante. Sólo la fuerza habría podido “liberar” la basílica. De hecho vinieron destacadas fuerzas militares de soldados godos. La ciudad entró en agitación. Mas aquellos soldados, penetrando en la iglesia, quedaron impactados por el sermón de Ambrosio y abandonaron la causa de la emperatriz. A ésta no quedó más remedio que someterse a la autoridad del obispo.

    Si esto no bastase, debió afrontar la amenazadora intrusión del usurpador, Máximo, que había escrito a Valentiniano II para reprocharle —hipócritamente— la ofensa acarreada a la autoridad religiosa. Mas también esta vez intervino Ambrosio, acercándose a Tréveris, donde sin embargo tuvo un encuentro tempestuoso con el usurpador: Máximo no le recibió en privado, sino en el Consistorium, y Ambrosio rechazó altivamente su abrazo, golpeándolo con la excomunión por los hechos concernientes a Prisciliano, del que hablaremos en breve.

   Está claro que la importancia de tales acontecimientos va más allá del aspecto accidental de la contienda. Ahí está la extraordinaria capacidad de Ambrosio para comunicar con el pueblo, lo cual se impone como elemento primario del papel histórico del gran obispo de Milán. Con aquel pueblo se aliaron dos fenómenos fundamentales de la edad tardoantigua: la creciente depauperación de las masas y la “democratización” de la cultura. En las relaciones entre estos problemas, la acción del aristocrático episcopus no fue irrelevante ni tan sólo aparente: las monedas de oro por él distribuidas —y con las cuales los adversarios dijeron que él había comprado su defensa— no pueden hacernos perder de vista el animus que determinó el profundo comportamiento de Ambrosio frente a la riqueza, y que lo condujo a ser creador de cultura para el pueblo. Tal animus brotaba del hecho de que, en realidad, Ambrosio se sentía, ante todo, sacerdote.

   Él, también relacionado con tantos mercatores ricos, tuvo una concepción rigurosa de las riquezas —divitiae—. Precisamente el resaneamiento de la economía, basada sobre el solidus constantiniano, había determinado en aquella edad un gran crecimiento de la capacidad económica de los potentiores. Y Ambrosio acepta con realismo esta riqueza, asignándola una finalidad totalmente cristiana. Aquí Ambrosio —y la Iglesia en general— revolucionaron la concepción antigua de la oikonomia. En la limosna, el obispo de Milán indicaba no sólo el modo cristiano de emplear la riqueza, sino también un instrumento de redistribución de los bienes, puesto que, de otra forma, los bienes serían gozados sólo y exclusivamente por aquéllos más favorecidos y disipados. Estaba maduro un cambio radical de mentalidad. Muchos cristianos liquidaban en bloque sus bienes para dar primacía a los bienes del espíritu. A infundir estos valores contribuyó Ambrosio también con la creación de un arte para el pueblo. Su iconografía arrastró a las masas. Las decoraciones de la basílica ambrosiana fueron expresión de espiritualidad: el santo obispo las equipó de inscripciones, las cuales quedaron como documento de una pedagogía maravillosamente armonizada con “lo bello”.


VI. Prisciliano y la tentación encratita


   Los años de reinado de Graciano y de Máximo fueron testigos de unas vicisitudes que agitaron mucho las iglesias de Hispania y de la Galia, y en sus relaciones el mismo Ambrosio desarrolló un papel muy lejano de la indiferencia. Se trata del movimiento surgido en torno a la figura de Prisciliano, obispo de Ávila, que sostenía una práctica rigurosa contra el matrimonio. Abstinentes llamó Filastrio57 a sus seguidores. Sulpicio Severo58 reconocía que era una doctrina deforme con respecto a la de la Iglesia oficial, mas al mismo tiempo esbozó de ella un perfil moral positivo. La virtud de su enseñanza ejercía una fascinación excepcional, contribuyendo a hacer crecer —en Hispania y en la Galia— el número de los prosélitos de Prisciliano. También algunos obispos siguieron al colega de Ávila, lo cual provocó una reacción implacable en el resto del episcopado de Hispania, también alimentada por una buena dosis de rencor.

   En el 380, un sínodo reunido en Zaragoza condenó a los priscilianistas e indujo al emperador Graciano a confirmar la condena con un rescripto. Los obispos depuestos se volvieron al papa Dámaso, que, sin embargo, no quiso recibirlos. Análogo fue el comportamiento de Ambrosio. Mas, poco tiempo después, el obispo de Emérita, Idacio, convenció a Graciano a reintegrar a los herejes en sus sedes episcopales. Esto no hizo sino exasperar a los adversarios, hasta tal punto de provocar la condena a muerte de Prisciliano y de sus obispos, firmada por el emperador Máximo en Tréveris en el 385, por el delito de malefitium. Ambrosio consideró como inhumana tal condena, y no titubeó en desautorizar a Máximo y a los obispos “católicos” solidarios con él.

   Tal acontecimiento revistió una importancia particular en cuanto expresión de un movimiento, el encratita —de enkrateia: “continencia”—, que afligió por mucho tiempo a la Iglesia, también surgido por las exigencias morales advertidas en el seno mismo de la ortodoxia. Floreciente ya en el siglo II, especialmente en Alejandría y en Siria59, llegando a ser en el siglo III motivo inspirador de una literatura apócrifa60, el encratismo había dado vida en el siglo IV a fuertes corrientes espirituales en los alrededores del ascetismo monástico. Epifanio de Salamina denunciaba la ideología dualista61, Basilio62 condenaba el comportamiento cismático; mas, sobre todo Ambrosio63 detectaba el verdadero núcleo doctrinal: la transgresión de Adán habría instaurado el ciclo genesis-phthotà-thanatos, de tal modo que el matrimonio no sería sino un sordidum et contaminatum opus.

   De esta concepción encratista resultaron impregnados los escritos priscilianistas64. Ellos, quedándose también en la perspectiva creacionista bíblica —y por tanto excluyendo un explícito dualismo maniqueo—, denunciaron en la morada corpórea del alma una condición de decaimiento, del que el matrimonio sería la máxima expresión. En el fondo hay en estos escritos un cambio sustancial de perspectiva —avalada con fuentes apócrifas—, que transfiere sobre el plano de la actualidad lo que en el texto evangélico es la condición de los resucitados, similares a los ángeles.

   Fue esta visión antropológica distorsionada de los priscilianistas la que suscitó las severas reservas de un Martín de Tours, de un Ambrosio, de un Dámaso. Es reductiva, por tanto, la opinión de quienes —Badut, Schutz— imputan todo a las maquinaciones de los obispos enemigos e individúa la peculiaridad del movimiento priscilianista en el rigorismo y ascetismo, tomados del monacato contemporáneo. En tal caso, ni Martín, ni Ambrosio, ni Dámaso, todos seguidores fervientes del ideal ascético, habrían tenido nada que criticar. Estos hombres de Iglesia —y probablemente los mismos acusadores de Hispania— debieron más bien intuir los peligros que se escondían en esta doctrina y que de hecho se revelaron en su desarrollo, cuando, por la fuerza del dualismo antropológico, se consideró al “espíritu” como irresponsable de las cosas nefandas del “cuerpo”.

    Más allá de los aspectos teológicos, queda, de todos modos, el hecho de que Prisciliano cargó con una atmósfera atormentada aquel siglo, ya presa del ansia, y que ha sido juzgada por P. Brown como «edad de la angustia». Él era, sí, un aristócrata, pero sus escritos estaban bien lejos de la lección de los “bellos clásicos”, tenían fácil resonancia en la sensibilidad popular y podían atraer a una aristocracia “provincial” —la de Hispania— proclive a un cristianismo intransigente. Desde este punto de vista, Martín de Tours —que representaba la voz de los campos galicanos— estaba próximo de las plebes priscilianistas más que Ambrosio, hombre de espíritu ciudadano y de cultura aristocrática65. Y a Ambrosio se le oponía Prisciliano en una perspectiva de “historia profética” llamándolo vir spectabilis, esto es —quería decir—, hombre honrado por los potentados, rodeado de negotiosi homines. En realidad, sin embargo, no Prisciliano, sino el vir spectabilis, llegaba a golpear en el fondo a la civilización pagana, por haber sabido “bautizar” los elementos aún válidos. Y, en cuanto a la turbación producida por Prisciliano en la Iglesia de Hispania, le tocó también a Ambrosio ingeniar una pacificación eficaz.
VII. Teodosio, «soberano no por el reino, sino por la fe»

   Así es como Paulino de Nola, sintetizando el nuevo ideal del optimus princeps, definió al emperador Teodosio. En efecto, la política religiosa de este gran reorganizador del Imperio, no sólo ocupó un puesto primario, sino que tuvo también como objetivo la salvaguardia de la fe, imponiéndola según la formulación nicena y no permitiendo la coexistencia ni con el paganismo ni con la herejía. Un proyecto anunciado de modo categórico justo después de la toma del poder, con el Edicto de Tesalónica, en el 380; y en seguida puesto en acto con una nutrida serie de medidas legislativas66, aparte de numerosas iniciativas y tomas de posición.

   En cuanto al paganismo, ante todo Teodosio se empeñó en clausurar, considerándolo abominable, cualquier forma de manifestación, incluso privada. Así, en las ciudades, los gloriosos templos cerraron por fin sus puertas, y ningún sacrificio se elevaba al cielo sino desde las basílicas cristianas. Pero el paganismo, en cuanto fenómeno social y de mentalidad, tenía en los campos sus raíces más tenaces; y en cuanto a expresión del viejo ideal político, tenía en la clase senatorial y en la intellighentia romana su roca fuerte, su centro de resistencia. Erradicar las primeras evidentemente que nunca podría haberlo hecho Teodosio —quizás éste es el gran problema histórico de las supervivencias reveladoras de los “sustratos” de las civilizaciones—. Mas en referencia a aquella roca fuerte, la acción del emperador cristiano se desplegó in crescendo, hasta culminar en enfrentamiento armado, consumado en el 394 en el Frígido.

   Habíamos dejado la protesta de los aristócratas de Roma en el punto en el que el discurso acalorado de Símmaco a Valentiniano II había acabado, con la actuación de Ambrosio, en una decepcionante retirada. Sin embargo, la toalla no se había arrojado. La primera ocasión para reiterar sus súplicas se presentó a los paganos cuando Teodosio, derrotado el usurpador Máximo, se detuvo por algún tiempo en Occidente y en el 389 quiso visitar Roma. El emperador se acercó al Senado y aprovechó para presentar ante los senadores a su hijo Honorio: un signo, éste, ciertamente para considerar en las relaciones de la vieja institución; aunque engañosamente hizo esperar en una acogida, al menos parcial, de las instancias paganas. La intransigencia de Teodosio, en cambio, aplazó la partida para tiempos “mejores”. Y pareció que éstos finalmente llegaron cuando el usurpador Eugenio se atrevió a venir a Italia. Un entero frente anticatólico se estrechó en torno a él, formado desde los paganos del Senado y las tropas bárbaras, hasta los cristianos de la herejía arriana y del África donatista. El altar de la Victoria retornaba al aula y un vuelco legislativo daba la revancha a los sostenedores del nuevo augusto. El entusiasmo de aquéllos se elevó a tal punto, que, sobre la base de los oráculos paganos, se pronosticó como inminente el fin del cristianismo.

   La hora del destino sonaría en el combate del Frígido. La historiografía —Rufino— recoge la espectacularidad dramática de la vigilia: en el campo cristiano está Teodosio, el cual ora, ayuna y pide ayuda a los mártires y a los apóstoles; en el campo del adversario se sacrifican las víctimas y se interroga a las vísceras. Al día siguiente la batalla fue favorable a Teodosio —un viento fuerte devolvía las flechas contra el campo enemigo—, y así el cristianismo vencía en su “definitiva” batalla contra el paganismo. Se habló de milagro. En realidad, el irreversible curso de la historia no habría podido sino aplazar un poco más el momento de la victoria final. Ésta estaba, de hecho, ya inscrita en la “misión” que la Iglesia había asumido frente al mundo de entonces, es decir, en los enfrentamientos con el mismo Imperio. Los ideales “ecuménicos” habían animado profundamente en el pasado la acción jurídica de Roma. Sin embargo, con el correr de los siglos, la iustitia cristiana había venido a salvar un imperio corrupto; y éste era también el sentimiento de Ambrosio —así como de los obispos más iluminados— en la renovación de la misión ecuménica de la ciudad eterna mediante la catholicitas de la Iglesia.

   Teodosio supo colocarse con admirable adherencia histórica en el punto exacto en el que venían a fundirse así romanitas y christianitas. Ninguna otra cosa, sino la conformidad a los dictámenes de Dios, habría podido rendir iusta una lex. Y había, en la búsqueda de esta iustitia, una aspiración atormentada, una sed de certezas tranquilizadoras y provocadoras de paz. En la adhesión a la Iglesia Teodosio y otros emperadores, con él y después de él, creyeron sinceramente satisfacer esta íntima necesidad del alma. Ellos mismos, por tanto, debían ser pii viri. Por tanto, el triunfalista Constantino, de eusebiana memoria haciendo las veces de Cristo, había cedido el puesto a una nueva e ideal concepción del poder; y Ambrosio, teorizándola, la recogía y la confiaba al futuro.

    Christianus plenamente intra Ecclesia, Teodosio no pensó en absoluto en arrogarse para sí la autoridad y las competencias reservadas a los obispos; mas, fidelísimo creyente en las verdades de fe por ellos definidas, consideró como su deber de emperador —servitium ad salutem omnium— el sostener enérgicamente tales verdades —así como a los pastores de la Iglesia—. En defensa de la fe nicena cayeron las condenas y las amenazas de pena contra todas las formas de herejía. Por eso, los más inflexibles adversarios de la herejía arriana —que era la que, junto al maniqueísmo, le preocupaba mayormente— tuvieron su veneración incondicional: Dámaso en Roma, Ambrosio en Milán, Hilario en Poitiers, Victricio en Rouen. Y en Constantinopla, antes aún de que él mismo se instalase allí después de su nombramiento como augusto, quiso como obispo a Gregorio de Nacianzo.

   Una premisa, esta última, que habría debido garantizar el concilio que, precisamente en Constantinopla, apenas un año después (381), estaba destinado a completar el Credo de la Iglesia universal con la fórmula pneumática. El concilio alcanzó —a pesar de los contrastes— el objetivo, pero no por obra de Gregorio, cuya presencia provocó, desde los inicios, ásperas polémicas. La primera a propósito de la sede de Antioquía, en la cual, muerto Melecio, Gregorio había propuesto que fuese reconocido el ya consagrado Paulino; mas los padres conciliares eligieron a Flaviano, perpetuando así una situación de cisma. Después se puso en cuestión la misma validez del nombramiento de Gregorio: los egipcios fueron los que la contestaron con más fuerza, y con ellos el representante de Roma. El papa Dámaso, de hecho, estaba convencido de que Gregorio, precisamente por los cánones nicenos, no podía ser trasladado desde la sede originaria —la oscura Sasina— a la de Constantinopla. Gregorio, indignado y afligido, abandonó el concilio y, poco después, la misma cátedra constantinopolitana, dejándonos un escrito memorable, bastante desolador, sobre el nivel cultural y religioso de aquel tribunal. En realidad, él era un gran hombre de Dios y un profundo y brillante teólogo, pero le faltaba absolutamente el sentido práctico.

   Incluso al exterior del mismo concilio hubo quien se lamentara: Ambrosio, desde Milán, protestó de que, a causa de la ausencia total de los occidentales, «se había infringido en aquella ocasión la unidad de la Iglesia». Más allá de las polémicas ocasionales, no había en Ambrosio otro empeño sino aquél que pertenecía a la verdadera grandeza de la Iglesia en los siglos: lo compacto de su trabazón y lo granítico de su doctrina. En referencia a este valor esencial, se hacía fundamental la exaltación de la dignidad del obispo, así como su plena autoridad y autonomía del poder político. De aquí brotó la indiscutible autoridad de Ambrosio, que a veces subyugó hasta la fuerte personalidad de Teodosio.


VIII. Teodosio, el emperador sumiso a su obispo

   Nuestro emperador tenía un temperamento fácil de encenderse cuando cualquier cosa fuera por él considerada como reprochable. En consecuencia, él estaba inclinado a hacer justicia de modo desconsiderado. Fueron dos las ocasiones de este género que provocaron la contrariedad más clara en el obispo de Milán, creando fuertes tensiones entre los dos personajes. El hecho de que en ambos casos el emperador se plegase se explica, paradójicamente, en la coincidencia de la concepción que uno y otro habían profundamente asimilado en relación con la Iglesia. En Teodosio una viva aspiración a vivir de modo conforme a la sanctitas Dei provocaba que, así como primero pudiera brotar la ira justiciera, de la misma manera después surgía un fuerte impulso para profesar humilitas delante del representante de Dios. Sólo el teórico reconocimiento de la superioridad de la Iglesia sobre el Estado —y aún más, el cálculo político—, no habrían hecho frente a la violencia de la lucha interior que, sin embargo, comportaba el repliegue. Cuanto más el peso que pudo tener en ello el prestigio personal del ilustre miembro de los Anicios..., ello, si no por excluir del todo, no pudo ser considerado como un factor determinante. Por su valor emblemático, los dos hechos merecen ser —aunque sea brevemente— narrados.

   El primero se dio en el 388. El año anterior, en Calínico, una ciudad sobre el Éufrates, algunos cristianos fanáticos habían incendiado la sinagoga. El emperador, también cristiano, sin embargo consideró que ello constituía un acto injusto, y ordenó que dicha sinagoga fuera reconstruida a expensas del obispo local y de su comunidad. Mas esto no gustó a Ambrosio, que escribió a Teodosio de manera bastante decidida: «¡Allí habrá, entonces, un templo de los inicuos judíos, construido a expensas de la Iglesia!» Semejante expresión parece ofender nuestra sensibilidad, pero ella, en el contexto de las múltiples atenciones que el obispo de Milán —precisamente en contraste con tanto antisemitismo que ALBERGABAN algunos cristianos— tuvo en las confrontaciones de los judíos, se revela como dictada por otro sentimiento: por la preocupación de que no se abrieran brechas en un edificio eclesial aún demasiado débil y amenazado, precisamente entonces, por la atracción que el culto hebreo ejercía sobre muchos cristianos. De todos modos, también cuando el emperador pareció dispuesto a mitigar el castigo, Ambrosio fue intransigente en imponerle una retractación completa y esperó a que Teodosio — aquel año presente en Milán— se presentase en la iglesia para definir con él la cuestión ante el pueblo de Dios. Se desarrolló entonces un dramático coloquio público entre el obispo y el emperador, el cual, finalmente, capituló67.

   El segundo episodio concierne a un caso todavía más grave. Era el año 390. En Tesalónica comandaba las fuerzas armadas auxiliares el godo Buterico, el cual, en consonancia con la legislación sobre las buenas costumbres, hizo arrestar a un homosexual. Mas aquél era un auriga sumamente predilecto de la gente, por lo que una gran multitud se sublevó contra el godo, terminando por asesinarlo. Esto irritó terriblemente al emperador, el cual, preso de cólera, dejó carta blanca a la venganza de los godos. Estos escogieron el momento de un espectáculo deportivo e irrumpieron en el circo, abarrotado de gente, dándose a la masacre. Unos siete mil ciudadanos habrían sido muertos, según las estimaciones de Teodoreto, Sozómenos y Paulino. Esta vez fue toda la opinión pública la que quedó conmocionada por el acontecimiento. Ambrosio quedó tan profundamente turbado, que ni siquiera se sintió con fuerzas de encontrarse con Teodosio, que en aquellos días se encontraba también en Milán. Es más, se alejó de la ciudad y, en el silencio del campo, pudo reflexionar largamente. Entonces escribió al emperador una carta afligida pero firme68: «Si dices: “He pecado contra el Señor...”, el Señor te perdonará el pecado y no morirás». Las palabras de Ambrosio tocaron profundamente el ánimo de Teodosio, el cual, la noche de Navidad, se presentó en la iglesia como penitente a los pies del obispo.

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(Samuel Miranda)