BEATO DIEGO ODDI
1919 d.C.
3 de junio
José Oddi, como se llamaba
antes de entrar en la Orden de Frailes Menores, nació en Vallinfreda
(Roma), el 6 de junio de 1839, en el seno de una familia pobre y muy religiosa.
A los veinte años, mientras trabajaba en el campo, sintió una
misteriosa llamada, que fue madurando en las visitas que cada tarde solía
hacer a la iglesia, al volver del trabajo, para dialogar con Dios y con la
santísima Virgen, a quien estaba vinculado desde siempre por una entrañable
devoción filial.
Algunos meses después, juntamente con un grupo de peregrinos,
fue a visitar el Retiro de San Francisco, en Bellegra. Quedó impresionado
por el lugar y por la vida santa que llevaban los frailes. Pasaron otros cuatro
años, pero no podía olvidar aquella experiencia. Soñaba
con el pequeño convento franciscano. Volvió allí en la
primavera de 1864. Salió a abrirle la puerta un fraile, venerable por
su edad y su aspecto. A José en el pueblo le habían hablado
de él, destacando su vida santa. Aquel anciano llevaba allí
más de cuarenta años abriendo la puerta a peregrinos y viandantes;
para todos tenía una palabra buena, una sonrisa y, si hacía
falta, un reproche y un pan: se llamaba fray Mariano de Roccacasale, también
él proclamado beato el 3 de octubre de 1999.
José acudió a pedirle consejo. Fray Mariano le
dijo: «¡Sé bueno; sé bueno, hijo mío!».
Estas sencillas palabras fueron decisivas para su vida: en el largo viaje
de regreso a Vallinfreda, las palabras de fray Mariano comenzaron a hacer
mella en él con la fuerza de la verdad repentinamente descubierta.
A partir de entonces, aumentó el tiempo dedicado a la oración;
se afianzaba en él la certeza de la llamada.
Entró en el Retiro de Bellegra en 1871, superando la
resistencia de sus padres. Acogido al principio como «terciario oblato»,
pudo pronunciar los votos solemnes en 1889. José inició una
nueva vida: durante cuarenta años recorrió los caminos de Subiaco
pidiendo limosna. Analfabeto, pero ingenioso y fácil para el diálogo,
sorprendía a todos con sus palabras, que brotaban de un corazón
habituado a usarlas en los coloquios con Dios. Cuando la campana que indicaba
el silencio de la noche invitaba a los religiosos a descansar en su celda,
Diego se quedaba a hablar con el Señor; y a menudo este coloquio se
prolongaba toda la noche. Al recorrer los pueblos pidiendo limosna, hacia
el atardecer, entraba en la iglesia y asistía con los fieles a las
funciones litúrgicas. Después persuadía al sacristán
para que se fuese a casa, porque él se ocuparía de tocar al
«Ave María» y de cerrar la iglesia. Así se quedaba
a menudo en oración durante toda la noche. De este continuo coloquio
con el Señor sacaba la sabiduría de la fe, que los demás
luego recogían de sus palabras y discursos. Verlo ayudar la misa y
acercarse a la comunión equivalía a una predicación.
Otra cosa que despertaba admiración era su austeridad
y penitencia, que trataba de ocultar, pero que quedaba de manifiesto a quien
convivía con él o le hospedaba cuando se dirigía a los
pueblos a pedir limosna. Ocultaba esta virtud bajo la sonrisa y respondiendo
con ingeniosidad a las preguntas que le dirigían. En su vida sencilla
se podían descubrir las maravillas que Dios obraba en él. Muchos
fueron los milagros realizados a su paso; pero el más auténtico
era su vida.
Murió el 3 de junio de 1919. Lo beatificó Juan
Pablo II el 3 de octubre de 1999.