DOMINUM ET VIVIFICANTEM
CARTA ENCÍCLICA DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II
SOBRE EL ESPÍRITU SANTO EN LA VIDA DE LA IGLESIA Y DEL MUNDO
VENERABLES HERMANOS,
AMADÍSIMOS HIJOS E HIJAS:
¡ SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA !
INTRODUCCIÓN
1. La Iglesia profesa su fe en el Espíritu Santo que es « Señor
y dador de vida ». Así lo profesa el Símbolo de la Fe,
llamado nicenoconstantinopolitano por el nombre de los dos Concilios -Nicea
(a. 325) y Constantinopla (a. 381)-, en los que fue formulado o promulgado.
En ellos se añade también que el Espíritu Santo «
habló por los profetas ». Son palabras que la Iglesia recibe
de la fuente misma de su fe, Jesucristo. En efecto, según el Evangelio
de Juan, el Espíritu Santo nos es dado con la nueva vida, como anuncia
y promete Jesús el día grande de la fiesta de los Tabernáculos:
« " Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que cree en mí
", como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua
viva ».[1] Y el evangelista explica: « Esto decía refiriéndose
al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él ».[2]
Es el mismo símil del agua usado por Jesús en su coloquio con
la Samaritana, cuando habla de una « fuente de agua que brota para
la vida eterna »,[3] y en el coloquio con Nicodemo, cuando anuncia
la necesidad de un nuevo nacimiento « de agua y de Espíritu
» para « entrar en el Reino de Dios ».[4]
La Iglesia, por tanto, instruida por la palabra de Cristo, partiendo de la
experiencia de Pentecostés y de su historia apostólica, proclama
desde el principio su fe en el Espíritu Santo, como aquél que
es dador de vida, aquél en el que el inescrutable Dios uno y trino
se comunica a los hombres, constituyendo en ellos la fuente de vida eterna.
2. Esta fe, profesada ininterrumpidamente por la Iglesia, debe ser siempre
fortalecida y profundizada en la conciencia del Pueblo de Dios. Durante el
último siglo esto ha sucedido varias veces; desde León XIII,
que publicó la Encíclica Divinum illud munus (a. 1897) dedicada
enteramente al Espíritu Santo, pasando por Pío XII, que en
la Encíclica Mystici Corporis (a. 1943) se refirió al Espíritu
Santo como principio vital de la Iglesia, en la cual actúa conjuntamente
con Cristo, Cabeza del Cuerpo Místico,[5] hasta el Concilio Ecuménico
Vaticano II, que ha hecho sentir la necesidad de una nueva profundización
de la doctrina sobre el Espíritu Santo, como subrayaba Pablo VI: «
Ala cristología y especialmente a la eclesiología del Concilio
debe suceder un estudio nuevo y un culto nuevo del Espíritu Santo,
justamente como necesario complemento de la doctrina conciliar ».[6]
En nuestra época, pues, estamos de nuevo llamados, por la fe siempre
antigua y siempre nueva de la Iglesia, a acercarnos al Espíritu Santo
que es dador de vida. Nos ayuda a ello y nos estimula también la herencia
común con las Iglesias orientales, las cuales han custodiado celosamente
las riquezas extraordinarias de las enseñanzas de los Padres sobre
el Espíritu Santo. También por esto podemos decir que uno de
los acontecimientos eclesiales más importantes de los últimos
años ha sido el XVI centenario del I Concilio de Constantinopla, celebrado
contemporáneamente en Constantinopla y en Roma en la solemnidad de
Pentecostés del 1981. El Espíritu Santo ha sido comprendido
mejor en aquella ocasión, mientras se meditaba sobre el misterio de
la Iglesia, como aquél que indica los caminos que llevan a la unión
de los cristianos, más aún, como la fuente suprema de esta
unidad, que proviene de Dios mismo y a la que San Pablo dio una expresión
particular con las palabras con que frecuentemente se inicia la liturgia
eucarística: « La gracia de nuestro Señor Jesucristo,
el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté
con todos vosotros ».[7]
De esta exhortación han partido, en cierto modo, y en ella se han
inspirado las precedentes Encíclicas Redemptor hominis y Dives in
misericordia, las cuales celebran el hecho de nuestra salvación realizada
en el Hijo, enviado por el Padre al mundo, « para que el mundo se salve
por él » [8] y « toda lengua proclame: Jesucristo es Señor,
para gloria de Dios Padre ».[9] De esta misma exhortación arranca
ahora la presente Encíclica sobre el Espíritu Santo, que procede
del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración
y gloria: él es una Persona divina que está en el centro de
la fe cristiana y es la fuente y fuerza dinámica de la renovación
de la Iglesia.[10] Esta Encíclica arranca de la herencia profunda
del Concilio. En efecto, los textos conciliares, gracias a su enseñanza
sobre la Iglesia en sí misma y sobre la Iglesia en el mundo, nos animan
a penetrar cada vez más en el misterio trinitario de Dios, siguiendo
el itinerario evangélico, patrístico v litúrgico: al
Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo.
De este modo la Iglesia responde también a ciertos deseos profundos,
que trata de vislumbrar en el corazón de los hombres de hoy: un nuevo
descubrimiento de Dios en su realidad trascendente de Espíritu infinito,
como lo presenta Jesús a la Samaritana; la necesidad de adorarlo «
en espíritu y verdad »;[11] la esperanza de encontrar en él
el secreto del amor y la fuerza de una « creación nueva »:
[12] sí, precisamente aquél que es dador de vida.
La Iglesia se siente llamada a esta misión de anunciar el Espíritu
mientras, junto con la familia humana, se acerca al final del segundo milenio
después de Cristo. En la perspectiva de un cielo y una tierra que
« pasarán », la Iglesia sabe bien que adquieren especial
elocuencia las « palabras que no pasarán ».[13] Son las
palabras de Cristo sobre el Espíritu Santo, fuente inagotable del
« agua que brota para vida eterna »,[14] que es verdad y gracia
salvadora. Sobre estas palabras quiere reflexionar y hacia ellas quiere llamar
la atención de los creyentes y de todos los hombres, mientras se prepara
a celebrar –como se dirá más adelante– el gran Jubileo que
señalará el paso del segundo al tercer milenio cristiano.
Naturalmente, las consideraciones que siguen no pretenden examinar de modo
exhaustivo la riquísima doctrina sobre el Espíritu Santo, ni
privilegiar alguna solución sobre cuestiones todavía abiertas.
Tienen como objetivo principal desarrollar en la Iglesia la conciencia de
que en ella « el Espíritu Santo la impulsa a cooperar para que
se cumpla el designio de Dios, quien constituyó a Cristo principio
de salvación para todo el mundo ».[15]
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I PARTE:
EL ESPÍRITU DEL PADRE Y DEL HIJO, DADO A LA IGLESIA
1. PROMESA Y REVELACIÓN DE JESÚS DURANTE LA CENA PASCUAL
3. Cuando ya era inminente para Jesús el momento de dejar este mundo,
anunció a los apóstoles « otro Paráclito ».[16]
El evangelista Juan, que estaba presente, escribe que Jesús, durante
la Cena pascual anterior al día de su pasión y muerte, se dirigió
a ellos con estas palabras: « Todo lo que pidáis en mi nombre,
yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo… y yo pediré
al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con
vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad ».[17]
Precisamente a este Espíritu de la verdad Jesús lo llama el
Paráclito, y Parákletos quiere decir « consolador »,
y también « intercesor » o « abogado ». Y
dice que es « otro » Paráclito, el segundo, porque él
mismo, Jesús, es el primer Paráclito, [18] al ser el primero
que trae y da la Buena Nueva. El Espíritu Santo viene después
de él y gracias a él, para continuar en el mundo, por medio
de la Iglesia, la obra de la Buena Nueva de salvación. De esta continuación
de su obra por parte del Espíritu Santo Jesús habla más
de una vez durante el mismo discurso de despedida, preparando a los apóstoles,
reunidos en el Cenáculo, para su partida, es decir, su pasión
y muerte en Cruz.
Las palabras, a las que aquí nos referimos, se encuentran en el Evangelio
de Juan. Cada una de ellas añade algún contenido nuevo a aquel
anuncio y a aquella promesa. Al mismo tiempo, están simultáneamente
relacionadas entre sí no sólo por la perspectiva de los mismos
acontecimientos, sino también por la perspectiva del misterio del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que quizás en ningún
otro pasaje de la Sagrada Escritura encuentran una expresión tan relevante
como ésta.
4. Poco después del citado anuncio, añade Jesús: «
Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará
en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo
lo que yo he dicho ».[19] El Espíritu Santo será el Consolador
de los apóstoles y de la Iglesia, siempre presente en medio de ellos-aunque
invisible-como maestro de la misma Buena Nueva que Cristo anunció.
Las palabras « enseñará » y « recordará
» significan no sólo que el Espíritu, a su manera, seguirá
inspirando la predicación del Evangelio de salvación, sino
que también ayudará a comprender el justo significado del contenido
del mensaje de Cristo, asegurando su continuidad e identidad de comprensión
en medio de las condiciones y circunstancias mudables. El Espíritu
Santo, pues, hará que en la Iglesia perdure siempre la misma verdad
que los apóstoles oyeron de su Maestro.
5. Los apóstoles, al transmitir la Buena Nueva, se unirán particularmente
al Espíritu Santo. Así sigue hablando Jesús: «
Cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de junto al Padre,
el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará
testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio,
porque estáis conmigo desde el principio ».[20]
Los apóstoles fueron testigos directos y oculares. « Oyeron
» y « vieron con sus propios ojos », « miraron »
e incluso « tocaron con sus propias manos » a Cristo, como se
expresa en otro pasaje el mismo evangelista Juan.[21] Este testimonio suyo
humano, ocular e « histórico » sobre Cristo se une al
testimonio del Espíritu Santo: « El dará testimonio de
mí ». En el testimonio del Espíritu de la verdad encontrará
el supremo apoyo el testimonio humano de los apóstoles. Y luego encontrará
también en ellos el fundamento interior de su continuidad entre las
generaciones de los discípulos y de los confesores de Cristo, que
se sucederán en los siglos posteriores.
Si la revelación suprema y más completa de Dios a la humanidad
es Jesucristo mismo, el testimonio del Espíritu de la verdad inspira,
garantiza y corrobora su fiel transmisión en la predicación
y en los escritos apostólicos, [22] mientras que el testimonio de
los apóstoles asegura su expresión humana en la Iglesia y en
la historia de la humanidad.
6. Esto se deduce también de la profunda correlación de contenido
y de intención con el anuncio y la promesa mencionada, que se encuentra
en las palabras sucesivas del texto de Juan: « Mucho podría
deciros aún, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga el
Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa;
pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga,
y os anunciará lo que ha de venir ».[23]
Con estas palabras Jesús presenta el Paráclito. el Espíritu
de la verdad, como el que « enseñará » y «
recordará », como el que « dará testimonio »
de él; luego dice: « Os guiará hasta la verdad completa
». Este « guiar hasta la verdad completa », con referencia
a lo que dice a los apóstoles « pero ahora no podéis
con ello », está necesariamente relacionado con el anonadamiento
de Cristo por medio de la pasión y muerte de Cruz, que entonces, cuando
pronunciaba estas palabras, era inminente.
Después, sin embargo, resulta claro que aquel « guiar hasta
la verdad completa » se refiere también, además del escándalo
de la cruz, a todo lo que Cristo « hizo y enseñó ».[24]
En efecto, el misterio de Cristo en su globalidad exige la fe ya que ésta
introduce oportunamente al hombre en la realidad del misterio revelado. El
« guiar hasta la verdad completa » se realiza, pues en la fe
y mediante la fe, lo cual es obra del Espíritu de la verdad y fruto
de su acción en el hombre. El Espíritu Santo debe ser en esto
la guía suprema del hombre y la luz del espíritu humano. Esto
sirve para los apóstoles, testigos oculares, que deben llevar ya a
todos los hombres el anuncio de lo que Cristo « hizo y enseñó
» y, especialmente, el anuncio de su Cruz y de su Resurrección.
En una perspectiva más amplia esto sirve también para todas
las generaciones de discípulos y confesores del Maestro, ya que deberán
aceptar con fe y confesar con lealtad el misterio de Dios operante en la
historia del hombre, el misterio revelado que explica el sentido definitivo
de esa misma historia.
7. Entre el Espíritu Santo y Cristo subsiste, pues, en la economía
de la salvación una relación íntima por la cual el Espíritu
actúa en la historia del hombre como « otro Paráclito
», asegurando de modo permanente la transmisión y la irradiación
de la Buena Nueva revelada por Jesús de Nazaret. Por esto, resplandece
la gloria de Cristo en el Espíritu Santo-Paráclito, que en
el misterio y en la actividad de la Iglesia continúa incesantemente
la presencia histórica del Redentor sobre la tierra y su obra salvífica,
como lo atestiguan las siguientes palabras de Juan: « El me dará
gloria, porque recibirá de lo mío y os lo comunicará
a vosotros ».[25] Con estas palabras se confirma una vez más
todo lo que han dicho los enunciados anteriores. « Enseñará
…, recordará …, dará testimonio ». La suprema y completa
autorrevelación de Dios, que se ha realizado en Cristo, atestiguada
por la predicación de los Apóstoles, sigue manifestándose
en la Iglesia mediante la misión del Paráclito invisible, el
Espíritu de la verdad. Cuán íntimamente esta misión
esté relacionada con la misión de Cristo y cuán plenamente
se fundamente en ella misma, consolidando y desarrollando en la historia
sus frutos salvíficos, está expresado con el verbo «
recibir »: « recibirá de lo mío y os lo comunicará
». Jesús para explicar la palabra « recibirá »,
poniendo en clara evidencia la unidad divina y trinitaria de la fuente, añade:
« Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho: Recibirá
de lo mío y os lo comunicará a vosotros ».[26] Tomando
de lo « mío », por eso mismo recibirá de «
lo que es del Padre ».
A la luz pues de aquel « recibirá » se pueden explicar
todavía las otras palabras significativas sobre el Espíritu
Santo, pronunciadas por Jesús en el Cenáculo antes de la Pascua:
« Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá
a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré; ycuando
él venga, convencerá al mundo en lo referente al pecado, en
lo referente a la justicia y en lo referente al juicio ».[27] Convendrá
dedicar todavía a estas palabras una reflexión aparte.
2. PADRE, HIJO Y ESPÍRITU SANTO
8. Una característica del texto joánico es que el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo son llamados claramente Personas; la primera
es distinta de la segunda y de la tercera, y éstas también
lo son entre sí. Jesús habla del Espíritu Paráclito
usando varias veces el pronombre personal « él »; y al
mismo tiempo, en todo el discurso de despedida, descubre los lazos que unen
recíprocamente al Padre, al Hijo y al Paráclito. Por tanto,
« el Espíritu … procede del Padre » [28] y el Padre «
dará » el Espíritu.[29] El Padre « enviará
» el Espíritu en nombre del Hijo, [30] el Espíritu «
dará testimonio » del Hijo.[31] El Hijo pide al Padre que envíe
el Espíritu Paráclito,[32] pero afirma y promete, además,
en relación con su « partida » a través de la Cruz:
« Si me voy, os lo enviaré ».[33] Así pues, el
Padre envía el Espíritu Santo con el poder de su paternidad,
igual que ha enviado al Hijo,[34] y al mismo tiempo lo envía con la
fuerza de la redención realizada por Cristo; en este sentido el Espíritu
Santo es enviado también por el Hijo: « os lo enviaré
».
Conviene notar aquí que si todas las demás promesas hechas
en el Cenáculo anunciaban la venida del Espíritu Santo después
de la partida de Cristo, la contenida en el texto de Juan comprende y subraya
claramente también la relación de interdependencia, que se
podría llamar causal, entre la manifestación de ambos: «
Pero si me voy, os le enviaré ». El Espíritu Santo vendrá
cuando Cristo se haya ido por medio de la Cruz; vendrá no sólo
después, sino como causa de la redención realizada por Cristo,
por voluntad y obra del Padre.
9. Así, en el discurso pascual de despedida se llega -puede decirse-
al culmen de la revelación trinitaria. Al mismo tiempo, nos encontramos
ante unos acontecimientos definitivos y unas palabras supremas, que al final
se traducirán en el gran mandato misional dirigido a los apóstoles
y, por medio de ellos, a la Iglesia: « Id, pues, y haced discípulos
a todas las gentes », mandato que encierra, en cierto modo, la fórmula
trinitaria del bautismo: « bautizándolas en el nombre del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo ».[35]Esta fórmula refleja
el misterio íntimo de Dios y de su vida divina, que es el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo, divina unidad de la Trinidad. Se puede leer
este discurso como una preparación especial a esta fórmula
trinitaria, en la que se expresa la fuerza vivificadora del Sacramento que
obra la participación en la vida de Dios uno y trino, porque da al
hombre la gracia santificante como don sobrenatural. Por medio de ella éste
es llamado y hecho « capaz » de participar en la inescrutable
vida de Dios.
10. Dios, en su vida íntima, « es amor »,[36]amor esencial,
común a las tres Personas divinas. EL Espíritu Santo es amor
personal como Espíritu del Padre y del Hijo. Por esto « sondea
hasta las profundidades de Dios »,[37]como Amor-don increado. Puede
decirse que en el Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno
y trino se hace enteramente don, intercambio del amor recíproco entre
las Personas divinas, y que por el Espíritu Santo Dios « existe
» como don. El Espíritu Santo es pues la expresión personal
de esta donación, de este ser-amor.[38] Es Persona-amor. Es Persona-don.
Tenemos aquí una riqueza insondable de la realidad y una profundización
inefable del concepto de persona en Dios, que solamente conocemos por la
Revelación.
Al mismo tiempo, el Espíritu Santo, consustancial al Padre y al Hijo
en la divinidad, es amor y don (increado) del que deriva como de una fuente
(fons vivus) toda dádiva a las criaturas (don creado): la donación
de la existencia a todas las cosas mediante la creación; la donación
de la gracia a los hombres mediante toda la economía de la salvación.
Como escribe el apóstol Pablo: « El amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado ».[39]
3. LA DONACIÓN SALVÍFICA DE DIOS POR EL ESPÍRITU SANTO
11. El discurso de despedida de Cristo durante la Cena pascual se refiere
particularmente a este « dar » y « darse » del Espíritu
Santo. En el Evangelio de Juan se descubre la « lógica »
más profunda del misterio salvífico contenido en el designio
eterno de Dios como expansión de la inefable comunión del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo. Es la « lógica »
divina, que del misterio de la Trinidad lleva al misterio de la Redención
del mundo por medio de Jesucristo. La Redención realizada por el Hijo
en el ámbito de la historia terrena del hombre -realizada por su «
partida » a través de la Cruz y Resurrección- es al mismo
tiempo, en toda su fuerza salvífica, transmitida al Espíritu
Santo: que « recibirá de lo mío ».[40] Las palabras
del texto joánico indican que, según el designio divino, la
« partida » de Cristo es condición indispensable del «
envío » y de la venida del Espíritu Santo, indican que
entonces comienza la nueva comunicación salvífica por el Espíritu
Santo.
12. Es un nuevo inicio en relación con el primero, -inicio originario
de la donación salvífica de Dios- que se identifica con el
misterio de la creación. Así leemos ya en las primeras páginas
del libro del Génesis: « En el principio creó Dios los
cielos y la tierra … y el Espíritu de Dios (ruah Elohim) aleteaba
por encima de las aguas ».[41] Este concepto bíblico de creación
comporta no sólo la llamada del ser mismo del cosmos a la existencia,
es decir, el dar la existencia, sino también la presencia del Espíritu
de Dios en la creación, o sea, el inicio de la comunicación
salvífica de Dios a las cosas que crea. Lo cual es válido ante
todo para el hombre, que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios: «
Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra ».[42]
« Hagamos », ¿se puede considerar que el plural, que el
Creador usa aquí hablando de sí mismo, sugiera ya de alguna
manera el misterio trinitario, la presencia de la Trinidad en la obra de
la creación del hombre? El lector cristiano, que conoce ya la revelación
de este misterio, puede también descubrir su reflejo en estas palabras.
En cualquier caso, el contexto nos permite ver en la creación del
hombre el primer inicio de la donación salvífica de Dios a
la medida de su « imagen y semejanza », que ha concedido al hombre.
13. Parece, pues, que las palabras pronunciadas por Jesús en el discurso
de despedida deben ser leídas también con referencia a aquel
« inicio » tan lejano, pero fundamental, que conocemos por el
Génesis. « Si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito;
pero si me voy, os lo enviaré ». Cristo, describiendo su «
partida » como condición de la « venida » del Paráclito,
une el nuevo inicio de la comunicación salvífica de Dios por
el Espíritu Santo con el misterio de la Redención. Este es
un nuevo inicio, ante todo porque entre el primer inicio y toda la historia
del hombre, -empezando por la caída original-, se ha interpuesto el
pecado, que es contrario a la presencia del Espíritu de Dios en la
creación y es, sobre todo, contrario a la comunicación salvífica
de Dios al hombre. Escribe San Pablo que, precisamente a causa del pecado,
« la creación … fue sometida a la vanidad… gimiendo hasta el
presente y sufre dolores de parto » y « desea vivamente la revelación
de los hijos de Dios ».[43]
14. Por eso Jesucristo dice en el Cenáculo: « Os conviene que
yo me vaya »; « Si me voy, os lo enviaré »[44].
La « partida » de Cristo a través de la Cruz tiene la
fuerza de la Redención; y esto significa también una nueva
presencia del Espíritu de Dios en la creación: el nuevo inicio
de la comunicación de Dios al hombre por el Espíritu Santo.
« La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones
el Espíritu de su Hijo que clama: (exclamdown)Abbá Padre! »,
escribe el apóstol Pablo en la Carta a los Gálatas.[45] El
Espíritu Santo es el Espíritu del Padre, como atestiguan las
palabras del discurso de despedida en el Cenáculo. Es, al mismo tiempo,
el Espíritu del Hijo: es el Espíritu de Jesucristo, como atestiguarán
los apóstoles y especialmente Pablo de Tarso.[46] Con el envío
de este Espíritu « a nuestros corazones » comienza a cumplirse
lo que « la creación desea vivamente », como leemos en
la Carta a los Romanos.
El Espíritu viene a costa de la « partida » de Cristo.
Si esta « partida » causó la tristeza de los apóstoles,[47]y
ésta debía llegar a su culmen en la pasión y muerte
del Viernes Santo, a su vez esta « tristeza se convertirá en
gozo ».[48] En efecto, Cristo insertará en su « partida
» redentora la gloria de la resurrección y de la ascensión
al Padre. Por tanto la tristeza, a través de la cual aparece el gozo,
es la parte que toca a los apóstoles en el marco de la « partida
» de su Maestro, una partida « conveniente », porque gracias
a ella vendría otro « Paráclito ».[49] A costa
de la Cruz redentora y por la fuerza de todo el misterio pascual de Jesucristo,
el Espíritu Santo viene para quedar se desde el día de Pentecostés
con los Apóstoles, para estar con la Iglesia y en la Iglesia y, por
medio de ella, en el mundo. De este modo se realiza definitivamente aquel
nuevo inicio de la comunicación de Dios uno y trino en el Espíritu
Santo por obra de Jesucristo, Redentor del Hombre y del mundo.
4. EL MESÍAS UNGIÓ CON EL ESPÍRITU SANTO
15. Se realiza así completamente la misión del Mesías,
que recibió la plenitud del Espíritu Santo para el Pueblo elegido
de Dios y para toda la humanidad. « Mesías » literalmente
significa « Cristo », es decir « ungido »; y en la
historia de la salvación significa « ungido con el Espíritu
Santo ». Esta era la tradición profética del Antiguo
Testamento. Siguiéndola, Simón Pedro dirá en casa de
Cornelio: « Vosotros sabéis lo sucedido en toda Judea … después
que Juan predicó el bautismo; como Dios a Jesús de Nazaret
le ungió con el Espíritu Santo y con poder ».[50]
Desde estas palabras de Pedro y otras muchas parecidas [51] conviene remontarse
ante todo a la profecía de Isaías, llamada a veces «
el quinto evangelio » o bien el « evangelio del Antiguo Testamento
». Aludiendo a la venida de un personaje misterioso, que la revelación
neotestamentaria identificará con Jesús, Isaías relaciona
la persona y su misión con una acción especial del Espíritu
de Dios, Espíritu del Señor. Dice así el Profeta:
« Saldrá un vástago del tronco de Jesé
y un retoño de sus raíces brotará.
Reposará sobre él el espíritu del Señor:
espíritu de sabiduría e inteligencia,
espíritu de consejo y fortaleza,
espíritu de ciencia y de temor del Señor.
Y le inspirará en el temor del Señor ».[52]
Este texto es importante para toda la pneumatología del Antiguo Testamento,
porque constituye como un puente entre el antiguo concepto bíblico
de « espíritu », entendido ante todo como « aliento
carismático », y el « Espíritu » como persona
y como don, don para la persona. El Mesías de la estirpe de David
(« del tronco de Jesé ») es precisamente aquella persona
sobre la que « se posará » el Espíritu del Señor.
Es obvio que en este caso todavía no se puede hablar de la revelación
del Paráclito; sin embargo, con aquella alusión velada a la
figura del futuro Mesías se abre, por decirlo de algún modo,
la vía sobre la que se prepara la plena revelación del Espíritu
Santo en la unidad del misterio trinitario, que se manifestará finalmente
en la Nueva Alianza.
16. El Mesías es precisamente esta vía. En la Antigua Alianza
la unción era un símbolo externo del don del Espíritu.
El Mesías (mucho más que cualquier otro personaje ungido en
la Antigua Alianza) es el único gran Ungido por Dios mismo. Es el
Ungido en el sentido de que posee la plenitud del Espíritu de Dios.
El mismo será también el mediador al conceder este Espíritu
a todo el Pueblo. En efecto, dice el Profeta con estas palabras:
« El Espíritu del Señor está sobre mí,
por cuanto que me ha ungido el Señor.
A anunciar la buena nueva a los pobres me ha a enviado,
a vendar los corazones rotos;
a pregonar a los cautivos la liberación,
y a los reclusos la libertad;
a pregonar año de gracia del Señor ».[53]
El Ungido es también enviado « con el Espíritu del Señor
».
« Ahora el Señor Dios me envía con su espíritu».[54]
Según el libro de Isaías, el Ungido y el Enviado junto con
el Espíritu del Señor es también el Siervo elegido del
Señor, sobre el que se posa el Espíritu de Dios:
« He aquí a mi siervo a quien sostengo,
mi elegido en quien se complace mi alma.
He puesto mi espíritu sobre él ».[55]
Se sabe que el Siervo del Señor es presentado en el Libro de Isaías
como el verdadero varón de dolores: el Mesías doliente por
los pecados del mundo.[56] Y a la vez es precisamente aquél cuya misión
traerá verdaderos frutos de salvación para toda la humanidad:
« Dictará ley a las naciones … »; [57] y será «
alianza del pueblo y luz de las gentes … »; [58] « para que mi
salvación alcance hasta los confines de la tierra ».[59]
Ya que:
« Mi espíritu que ha venido sobre ti
y mis palabras que he puesto en tus labios
no caerán de tu boca ni de la boca de tu descendencia
ni de la boca de la descendencia de tu descendencia,
dice el Señor, desde ahora y para siempre ».[60]
Los textos proféticos expuestos aquí deben ser leídos
por nosotros a la luz del Evangelio, como a su vez el Nuevo Testamento recibe
una particular clarificación por la admirable luz contenida en estos
textos veterotestamentarios. El profeta presenta al Mesías como aquél
que viene por el Espíritu Santo, como aquél que posee la plenitud
de este Espíritu en sí y, al mismo tiempo, para los demás,
para Israel, para todas las naciones y para toda la humanidad. La plenitud
del Espíritu de Dios está acompañada de múltiples
dones, los de la salvación, destinados de modo particular a los pobres
y a los que sufren, a todos los que abren su corazón a estos dones,
a veces mediante las dolorosas experiencias de su propia existencia, pero
ante todo con aquella disponibilidad interior que viene de la fe. Esto intuía
el anciano Simeón, « hombre justo y piadoso » ya que «
estaba en él el Espíritu Santo », en el momento de la
presentación de Jesús en el Templo, cuando descubría
en él la « salvación preparada a la vista de todos los
pueblos » a costa del gran sufrimiento -la Cruz- que había de
abrazar acompañado por su Madre.[61] Esto intuía todavía
mejor la Virgen María, que « había concebido del Espíritu
Santo »,[62] cuando meditaba en su corazón los « misterios
» del Mesías al que estaba asociada.[63]
17. Conviene subrayar aquí claramente que el « Espíritu
del Señor », que « se posa » sobre el futuro Mesías,
es ante todo un don de Dios para la persona de aquel Siervo del Señor.
Pero éste no es una persona aislada e independiente, porque actúa
por voluntad del Señor en virtud de su decisión u opción.
Aunque a la luz de los textos de Isaías la actuación salvífica
del Mesías, Siervo del Señor, encierra en sí la acción
del Espíritu que se manifiesta a través de él mismo,
sin embargo en el contexto veterotestamentario no está sugerida la
distinción de los sujetos o de las personas divinas, tal como subsisten
en el misterio trinitario y son reveladas luego en el Nuevo Testamento. Tanto
en Isaías como en el resto del Antiguo Testamento la personalidad
del Espíritu Santo está totalmente « escondida »:
escondida en la revelación del único Dios, así como
también en el anuncio del futuro Mesías.
18. Jesucristo se referirá a este anuncio, contenido en las palabras
de Isaías, al comienzo de su actividad mesiánica. Esto acaecerá
en Nazaret mismo donde había transcurrido treinta años de su
vida en la casa de José, el carpintero junto a María, su Madre
Virgen. Cuando se presentó la ocasión de tomar la palabra en
la Sinagoga, abriendo el libro de Isaías encontró el pasaje
en que estaba escrito: « EL Espíritu del Señor está
sobre mí, por cuanto que me ha ungido el Señor » y después
de haber leído este fragmento dijo a los presentes: « Esta Escritura
que acabáis de oír, se ha cumplido hoy ».[64] De este
modo confesó y proclamó ser el que « fue ungido »
por el Padre, ser el Mesías, es decir Cristo, en quien mora el Espíritu
Santo como don de Dios mismo, aquél que posee la plenitud de este
Espíritu, aquél que marca el « nuevo inicio » del
don que Dios hace a la humanidad con el Espíritu.
5. JESÚS DE NAZARET « ELEVADO » POR EL ESPÍRITU
SANTO
19. Aunque en Nazaret, su patria, Jesús no es acogido como Mesías,
sin embargo, al comienzo de su actividad pública, su misión
mesiánica por el Espíritu Santo es revelada al pueblo por Juan
el Bautista. Este, hijo de Zacarías y de Isabel, anuncia en el Jordán
la venida del Mesías y administra el bautismo de penitencia. Dice
al respecto: « Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más
fuerte que yo, y yo no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias.
El os bautizará en Espíritu Santo y fuego ».[65]
Juan Bautista anuncia al Mesías-Cristo no sólo como el que
« viene » por el Espíritu Santo, sino también como
el que « lleva » el Espíritu Santo, como Jesús
revelará mejor en el Cenáculo. Juan es aquí el eco fiel
de las palabras de Isaías, que en el antiguo Profeta miraban al futuro,
mientras que en su enseñanza a orillas del Jordán constituyen
la introducción inmediata en la nueva realidad mesiánica. Juan
no es solamente un profeta sino también un mensajero, es el precursor
de Cristo. Lo que Juan anuncia se realiza a la vista de todos. Jesús
de Nazaret va al Jordán para recibir también el bautismo de
penitencia. Al ver que llega, Juan proclama: « He ahí el Cordero
de Dios, que quita el pecado del mundo ».[66] Dice esto por inspiración
del Espíritu Santo,[67]atestiguando el cumplimiento de la profecía
de Isaías. Al mismo tiempo confiesa la fe en la misión redentora
de Jesús de Nazaret. « Cordero de Dios » en boca de Juan
Bautista es una expresión de la verdad sobre el Redentor, no menos
significativa de la usada por Isaías: « Siervo del Señor
».
Así, por el testimonio de Juan en el Jordán, Jesús de
Nazaret, rechazado por sus conciudadanos, es elevado ante Israel como Mesías,
es decir « Ungido » con el Espíritu Santo. Y este testimonio
es corroborado por otro testimonio de orden superior mencionado por los Sinópticos.
En efecto, cuando todo el pueblo fue bautizado y mientras Jesús después
de recibir el bautismo estaba en oración, « se abrió
el cielo y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma
corporal, como una paloma » [68] y al mismo tiempo « vino una
voz del cielo: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco ».[69]
Es una teofanía trinitaria que atestigua la exaltación de Cristo
con ocasión del bautismo en el Jordán, la cual no sólo
confirma el testimonio de Juan Bautista, sino que descubre una dimensión
todavía más profunda de la verdad sobre Jesús de Nazaret
como Mesías. El Mesías es el Hijo predilecto del Padre. Su
exaltación solemne no se reduce a la misión mesiánica
del « Siervo del Señor ». A la luz de la teofanía
del Jordán, esta exaltación alcanza el misterio de la Persona
misma del Mesías. El es exaltado porque es el Hijo de la divina complacencia.
La voz de lo alto dice: « mi Hijo ».
20. La teofanía del Jordán ilumina sólo fugazmente el
misterio de Jesús de Nazaret cuya actividad entera se desarrollará
bajo la presencia viva del Espíritu Santo.[70] Este misterio habría
sido manifestado por Jesús mismo y confirmado gradualmente a través
de todo lo que « hizo y enseñó ».[71] En la línea
de esta enseñanza y de los signos mesiánicos que Jesús
hizo antes de llegar al discurso de despedida en el Cenáculo, encontramos
unos acontecimientos y palabras que constituyen momentos particularmente
importantes de esta progresiva revelación. Así el evangelista
Lucas, que ya ha presentado a Jesús « lleno de Espíritu
Santo » y « conducido por el Espíritu en el desierto »,[72]
nos hace saber que, después del regreso de los setenta y dos discípulos
de la misión confiada por el Maestro,[73] mientras llenos de gozo
narraban los frutos de su trabajo, « en aquel momento, se llenó
de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: "Yo te bendigo,
Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas
a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí,
Padre, pues tal ha sido tu beneplácito" ».[74] Jesús
se alegra por la paternidad divina, se alegra porque le ha sido posible revelar
esta paternidad; se alegra, finalmente, por la especial irradiación
de esta paternidad divina sobre los « pequeños ». Y el
evangelista califica todo esto como « gozo en el Espíritu Santo
».
Este « gozo », en cierto modo, impulsa a Jesús a decir
todavía: « Todo me ha sido entregado por mi Padre, ynadie conoce
quien es el Hijo sino el Padre; y quien es el Padre sino el Hijo, y aquél
a quien se lo quiera revelar ».[75]
21. Lo que durante la teofanía del Jordán vino en cierto modo
« desde fuera », desde lo alto aquí proviene « desde
dentro », es decir, desde la profundidad de lo que es Jesús.
Es otra revelación del Padre y del Hijo, unidos en el Espíritu
Santo. Jesús habla solamente de la paternidad de Dios y de su propia
filiación; no habla directamente del Espíritu que es amor y,
por tanto, unión del Padre y del Hijo. Sin embargo, lo que dice del
Padre y de sí como Hijo brota de la plenitud del Espíritu que
está en él y que se derrama en su corazón, penetra su
mismo « yo », inspira y vivifica profundamente su acción.
De ahí aquel « gozarse en el Espíritu Santo ».
La unión de Cristo con el Espíritu Santo, de la que tiene perfecta
conciencia, se expresa en aquel « gozo », que en cierto modo
hace « perceptible » su fuente arcana. Se da así una particular
manifestación y exaltación, que es propia del Hijo del Hombre,
de Cristo-Mesías, cuya humanidad pertenece a la persona del Hijo de
Dios, substancialmente uno con el Espíritu Santo en la divinidad.
En la magnífica confesión de la paternidad de Dios, Jesús
de Nazaret manifiesta también a sí mismo su « yo »
divino; efectivamente, él es el Hijo « de la misma naturaleza
», y por tanto « nadie conoce quien es el Hijo sino el Padre;
y quien es el Padre sino el Hijo », aquel Hijo que « por nosotros
los hombres y por nuestra salvación » se hizo hombre por obra
del Espíritu Santo y nació de una virgen, cuyo nombre era María
6. CRISTO RESUCITADO DICE « RECIBID EL ESPÍRITU SANTO »
22. Gracias a su narración Lucas nos acerca a la verdad contenida
en el discurso del Cenáculo. Jesús de Nazaret, « elevado
» por el Espíritu Santo, durante este discurso-coloquio, se
manifiesta como el que « trae » el Espíritu, como el que
debe llevarlo y « darlo » a los apóstoles y a la Iglesia
a costa de su « partida » a través de la cruz.
El verbo « traer » aquí quiere decir, ante todo, «
revelar ». En el Antiguo Testamento, desde el Libro del Génesis,
el espíritu de Dios fue de alguna manera dado a conocer primero como
« soplo » de Dios que da vida, como « soplo vital »
sobrenatural. En el libro de Isaías es presentado como un «
don »para la persona del Mesías, como el que se posa sobre él,
para guiar interiormente toda su actividad salvífica. Junto al Jordán,
el anuncio de Isaías ha tomado una forma concreta: Jesús de
Nazaret es el que viene por el Espíritu Santo y lo trae como don propio
de su misma persona, para comunicarlo a través de su humanidad: «
El os bautizará en Espíritu Santo ».[76] En el Evangelio
de Lucas se encuentra confirmada y enriquecida esta revelación del
Espíritu Santo, como fuente íntima de la vida y acción
mesiánica de Jesucristo.
A la luz de lo que Jesús dice en el discurso del Cenáculo,
el Espíritu Santo es revelado de una manera nueva y más plena.
Es no sólo el don a la persona (a la persona del Mesías), sino
que es una Persona-don. Jesús anuncia su venida como la de «
otro Paráclito », el cual, siendo el Espíritu de la verdad,
guiará a los apóstoles y a la Iglesia « hacia la verdad
completa ».[77] Esto se realizará en virtud de la especial comunión
entre el Espíritu Santo y Cristo: « Recibirá de lo mío
y os lo anunciará a vosotros ».[78] Esta comunión tiene
su fuente primaria en el Padre: «Todo lo que tiene el Padre es mío.
Por eso os he dicho: que recibirá de lo mío y os lo anunciará
a vosotros ».[79] Procediendo del Padre, el Espíritu Santo es
enviado por el Padre.[80] El Espíritu Santo ha sido enviado antes
como don para el Hijo que se ha hecho hombre, para cumplir las profecías
mesiánicas. Según el texto joánico, después de
la « partida » de Cristo-Hijo, el Espíritu Santo «
vendrá » directamente -es su nueva misión- a completar
la obra del Hijo. Así llevará a término la nueva era
de la historia de la salvación.
23. Nos encontramos en el umbral de los acontecimientos pascuales. La revelación
nueva y definitiva del Espíritu Santo como Persona, que es el don,
se realiza precisamente en este momento Los acontecimientos pascuales –pasión,
muerte y resurrección de Cristo– son también el tiempo de la
nueva venida del Espíritu Santo, como Paráclito y Espíritu
de la verdad. Son el tiempo del « nuevo inicio » de la comunicación
de Dios uno y trino a la humanidad en el Espíritu Santo, por obra
de Cristo Redentor. Este nuevo inicio es la redención del mundo: «
Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único ».[81]
Ya en el « dar » el Hijo, en este don del Hijo, se expresa la
esencia más profunda de Dios, el cual, como Amor, es la fuente inagotable
de esta dádiva. En el don hecho por el Hijo se completan la revelación
y la dádiva del amor eterno: el Espíritu Santo, que en la inescrutable
profundidad de la divinidad es una Persona-don, por obra del Hijo, es decir,
mediante el misterio pascual es dado de un modo nuevo a los apóstoles
y a la Iglesia y, por medio de ellos, a la humanidad y al mundo entero.
24. La expresión definitiva de este misterio tiene lugar el día
de la Resurrección. Este día, Jesús de Nazaret, «
nacido del linaje de David », como escribe el apóstol Pablo,
es « constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu
de santidad, por su resurrección de entre los muertos ».[82]
Puede decirse, por consiguiente, que la « elevación »
mesiánica de Cristo por el Espíritu Santo alcanza su culmen
en la Resurrección, en la cual se revela también como Hijo
de Dios, « lleno de poder ». Y este poder, cuyas fuentes brotan
de la inescrutable comunión trinitaria, se manifiesta ante todo en
el hecho de que Cristo resucitado, si por una parte realiza la promesa de
Dios expresada ya por boca del Profeta: « Os daré un corazón
nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, … mi espíritu
»,[83] por otra cumple su misma promesa hecha a los apóstoles
con las palabras: a Si me voy, os lo enviaré ».[84] Es él:
el Espíritu de la verdad, el Paráclito enviado por Cristo resucitado
para transformarnos en su misma imagen de resucitado.[85]
« Al atardecer de aquel primer día de la semana, estando cerradas,
por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban
los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos
y les dijo: "La paz con vosotros". Dicho esto, les mostró las manos
y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor.
Jesús repitió: "La paz con vosotros.
Como el Padre me envió,
también yo os envío".
Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu
Santo" ».[86]
Todos los detalles de este texto-clave del Evangelio de Juan tienen su elocuencia,
especialmente si los releemos con referencia a las palabras pronunciadas
en el mismo Cenáculo al comienzo de los acontecimientos pascuales.
Tales acontecimientos -el triduo sacro de Jesús, que el Padre ha consagrado
con la unción y enviado al mundo- alcanzan ya su cumplimiento. Cristo,
que « había entregado el espíritu en la cruz »[87]como
Hijo del hombre y Cordero de Dios, una vez resucitado va donde los apóstoles
para « soplar sobre ellos » con el poder del que habla la Carta
a los Romanos.[88]La venida del Señor llena de gozo a los presentes:
« Su tristeza se convierte en gozo »,[89] como ya había
prometido antes de su pasión. Y sobre todo se verifica el principal
anuncio del discurso de despedida: Cristo resucitado, como si preparara una
nueva creación, « trae » el Espíritu Santo a los
apóstoles. Lo trae a costa de su « partida »; les da este
Espíritu como a través de las heridas de su crucifixión:
« les mostró las manos y el costado ». En virtud de esta
crucifixión les dice: « Recibid el Espíritu Santo ».
Se establece así una relación profunda entre el envío
del Hijo y el del Espíritu Santo. No se da el envío del Espíritu
Santo (después del pecado original) sin la Cruz y la Resurrección:
« Si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito ».[90]
Se establece también una relación íntima entre la misión
del Espíritu Santo y la del Hijo en la Redención. La misión
del Hijo, en cierto modo, encuentra su « cumplimiento » en la
Redención: « Recibirá de lo mío y os lo anunciará
a vosotros ».[91] La Redención es realizada totalmente por el
Hijo, el Ungido, que ha venido y actuado con el poder del Espíritu
Santo, ofreciéndose finalmente en sacrificio supremo sobre el madero
de la Cruz. Y esta Redención, al mismo tiempo, es realizada constantemente
en los corazones y en las conciencias humanas –en la historia del mundo–
por el Espíritu Santo, que es el « otro Paráclito ».
7. EL ESPÍRITU Y LA ERA DE LA IGLESIA
25. « Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo
sobre la tierra (cf. Jn 17, 4) fue enviado el Espíritu Santo el día
de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente a la Iglesia y
para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo
en un mismo Espíritu (cf. Ef 2, 18). El es el Espíritu de vida
o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4, 14; 7, 38-39),
por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el pecado, hasta que
resucite sus cuerpos mortales en Cristo (cf. Rom 8, 10-11 ) ».[92]
De este modo el Concilio Vaticano II habla del nacimiento de la Iglesia el
día de Pentecostés. Tal acontecimiento constituye la manifestación
definitiva de lo que se había realizado en el mismo Cenáculo
el domingo de Pascua. Cristo resucitado vino y « trajo » a los
apóstoles el Espíritu Santo. Se lo dio diciendo: « Recibid
el Espíritu Santo ». Lo que había sucedido entonces en
el interior del Cenáculo, « estando las puertas cerradas »,
más tarde, el día de Pentecostés es manifestado también
al exterior, ante los hombres. Se abren las puertas del Cenáculo y
los apóstoles se dirigen a los habitantes y a los peregrinos venidos
a Jerusalén con ocasión de la fiesta, para dar testimonio de
Cristo por el poder del Espíritu Santo. De este modo se cumple el
anuncio: « El dará testimonio de mí. Pero también
vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el
principio ».[93]
Leemos en otro documento del Vaticano II: « El Espíritu Santo
obraba ya, sin duda, en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado. Sin
embargo, el día de Pentecostés descendió sobre los discípulos
para permanecer con ellos para siempre; la Iglesia se manifestó públicamente
ante la multitud; comenzó la difusión del Evangelio por la
predicación entre los paganos ».[94]
La era de la Iglesia empezó con la « venida », es decir,
con la bajada del Espíritu Santo sobre los apóstoles reunidos
en el Cenáculo de Jerusalén junto con María, la Madre
del Señor.[95] Dicha era empezó en el momento en que las promesas
y las profecías, que explícitamente se referían al Paráclito,
el Espíritu de la verdad, comenzaron a verificarse con toda su fuerza
y evidencia sobre los apóstoles, determinando así el nacimiento
de la Iglesia. De esto hablan ampliamente y en muchos pasajes los Hechos
de los Apóstoles de los cuáles resulta que, según la
conciencia de la primera comunidad , cuyas convicciones expresa Lucas, el
Espíritu Santo asumió la guía invisible –pero en cierto
modo «perceptible»– de quienes, después de la partida
del Señor Jesús, sentían profundamente que habían
quedado huérfanos. Estos, con la venida del Espíritu Santo,
se sintieron idóneos para realizar la misión que se les había
confiado. Se sintieron llenos de fortaleza. Precisamente esto obró
en ellos el Espíritu Santo, y lo sigue obrando continuamente en la
Iglesia, mediante sus sucesores. Pues la gracia del Espíritu Santo,
que los apóstoles dieron a sus colaboradores con la imposición
de las manos, sigue siendo transmitida en la ordenación episcopal.
Luego los Obispos, con el sacramento del Orden hacen partícipes de
este don espiritual a los ministros sagrados y proveen a que, mediante el
sacramento de la Confirmación, sean corroborados por él todos
los renacidos por el agua y por el Espíritu; así, en cierto
modo, se perpetúa en la Iglesia la gracia de Pentecostés.
Como escribe el Concilio, «el Espíritu habita en la Iglesia
y en el corazón de los fieles como en un templo (cf. 1 Cor 3, 16;
6,19), y en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf.
Gál 4, 6; Rom 8, 15-16.26). Guía a la Iglesia a toda la verdad
(cf. Jn 16, 13), la unifica en comunión y misterio, la provee y gobierna
con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece
con sus frutos (cf. Ef 4, 11-12; 1 Cor 12, 4; Gál 5, 22) con la fuerza
del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce
a la unión consumada con su Esposo ».[96]
26. Los pasajes citados por la Constitución conciliar Lumen gentium
nos indica que, con la venida del Espíritu Santo, empezó la
era de la Iglesia. Nos indican también que esta era, la era de la
Iglesia, perdura. Perdura a través de los siglos y las generaciones.
En nuestro siglo en el que la humanidad se está acercando al final
del segundo milenio después de Cristo, esta «era de la Iglesia»,
se ha manifestado de manera especial por medio del Concilio Vaticano II,
como concilio de nuestro siglo. En efecto, se sabe que éste ha sido
especialmente un concilio « eclesiológico », un concilio
sobre el tema de la Iglesia. Al mismo tiempo, la enseñanza de este
concilio es esencialmente « pneumatológica », impregnada
por la verdad sobre el Espíritu Santo, como alma de la Iglesia. Podemos
decir que el Concilio Vaticano II en su rico magisterio contiene propiamente
todo lo « que el Espíritu dice a las Iglesias » [97] en
la fase presente de la historia de la salvación.
Siguiendo la guía del Espíritu de la verdad y dando testimonio
junto con él, el Concilio ha dado una especial ratificación
de la presencia del Espíritu Santo Paráclito. En cierto modo,
lo ha hecho nuevamente « presente » en nuestra difícil
época. A la luz de esta convicción se comprende mejor la gran
importancia de todas las iniciativas que miran a la realización del
Vaticano II, de su magisterio y de su orientación pastoral y ecuménica.
En este sentido deben ser también consideradas y valoradas las sucesivas
Asambleas del Sínodo de los Obispos, que tratan de hacer que los frutos
de la verdad y del amor –auténticos frutos del Espíritu Santo–
sean un bien duradero del Pueblo de Dios en su peregrinación terrena
en el curso de los siglos. Es indispensable este trabajo de la Iglesia orientado
a la verificación y consolidación de los frutos salvíficos
del Espíritu, otorgados en el Concilio. A este respecto conviene saber
« discernirlos » atentamente de todo lo que contrariamente puede
provenir sobre todo del « príncipe de este mundo ».[98]
Este discernimiento es tanto más necesario en la realización
de la obra del Concilio ya que se ha abierto ampliamente al mundo actual,
como aparece claramente en las importantes Constituciones conciliares Gaudium
et spes y Lumen gentium.
Leemos en la Constitución pastoral: « La comunidad cristiana
(de los discípulos de Cristo) está integrada por hombres que,
reunidos en Cristo son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar
hacia el Reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación
para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente
solidaria del género humano y de su historia ».[99] «
Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a
las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual
nunca se sacia plenamente con solos los elementos terrenos ».[100]
« El Espíritu de Dios … con admirable providencia guía
el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra ».[101]
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II PARTE:
EL ESPÍRITU QUE CONVENCE AL MUNDO EN LO REFERENTE AL PECADO
1. PECADO, JUSTICIA Y JUICIO
27. Cuando Jesús, durante el discurso del Cenáculo, anuncia
la venida del Espíritu Santo « a costa » de su partida
y promete: « Si me voy, os lo enviaré », precisamente
en el mismo contexto añade: « Y cuando él venga, convencerá
al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo
referente al juicio ».[102] El mismo Paráclito y Espíritu
de la verdad, -que ha sido prometido como el que « enseñará
» y « recordará », que « dará testimonio
», que « guiará hasta la verdad completa »-, con
las palabras citadas ahora es anunciado como el que « convencerá
al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo
referente al juicio ».
Significativo parece también el contexto Jesús relaciona este
anuncio del Espíritu Santo con las palabras que indican su propia
« partida » a través de la Cruz, e incluso subraya su
necesidad: « Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá
a vosotros el Paráclito ».[103]
Pero lo más interesante es la explicación que Jesús
añade a estas palabras: pecado, justicia, juicio. Dice en efecto:
« El convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente
a la justicia y en lo referente al juicio; en lo referente al pecado, porque
no creen en mí; en lo referente a la justicia, porque me voy al Padre,
y ya no me veréis; en lo referente al juicio, porque el Príncipe
de este mundo está juzgado ».[104]
En el pensamiento de Jesús el pecado, la justicia y el juicio tienen
un sentido muy preciso, distinto del que quizás alguno sería
propenso a atribuir a estas palabras, independientemente de la explicación
de quien habla. Esta explicación indica también cómo
conviene entender aquel « convencer al mundo », que es propio
de la acción del Espíritu Santo. Aquí es importante
tanto el significado de cada palabra, como el hecho de que Jesús las
haya unido entre sí en la misma frase.
En este pasaje « el pecado », significa la incredulidad que Jesús
encontró entre los « suyos », empezando por sus conciudadanos
de Nazaret. Significa el rechazo de su misión que llevará a
los hombres a condenarlo a muerte. Cuando seguidamente habla de « la
justicia », Jesús parece que piensa en la justicia definitiva,
que el Padre le dará rodeándolo con la gloria de la resurrección
y de la ascensión al cielo: « Voy al Padre ». A su vez,
en el contexto del « pecado » y de la « justicia »
entendidos así, « el juicio » significa que el Espíritu
de la verdad demostrará la culpa del « mundo » en la condena
de Jesús a la muerte en Cruz. Sin embargo, Cristo no vino al mundo
sólo para juzgarlo y condenarlo: él vino para salvarlo.[105]El
convencer en lo referente al pecado y a la justicia tiene como finalidad
la salvación del mundo y la salvación de los hombres. Precisamente
esta verdad parece estar subrayada por la afirmación de que «
el juicio » se refiere solamente al « Príncipe de este
mundo », es decir, Satanás, el cual desde el principio explota
la obra de la creación contra la salvación, contra la alianza
y la unión del hombre con Dios: él está « ya juzgado
» desde el principio. Si el Espíritu Paráclito debe convencer
al mundo precisamente en lo referente al juicio, es para continuar en él
la obra salvífica de Cristo.
28. Queremos concentrar ahora nuestra atención principalmente sobre
esta misión del Espíritu Santo, que consiste en « convencer
al mundo en lo referente al pecado », pero respetando al mismo tiempo
el contexto de las palabras de Jesús en el Cenáculo. El Espíritu
Santo, que recibe del Hijo la obra de la Redención del mundo, recibe
con ello mismo la tarea del salvífico « convencer en lo referente
al pecado ». Este convencer se refiere constantemente a la «
justicia », es decir, a la salvación definitiva en Dios, al
cumplimiento de la economía que tiene como centro a Cristo crucificado
y glorificado. Y esta economía salvífica de Dios sustrae, en
cierto modo, al hombre del « juicio, o sea de la condenación
», con la que ha sido castigado el pecado de Satanás, «
Príncipe de este mundo », quien por razón de su pecado
se ha convertido en « dominador de este mundo tenebroso » [106]
y he aquí que, mediante esta referencia al « juicio »,
se abren amplios horizontes para la comprensión del « pecado
» así como de la « justicia ». El Espíritu
Santo, al mostrar en el marco de la Cruz de Cristo « el pecado »en
la economía de la salvación (podría decirse «
el pecado salvado »), hace comprender que su misión es la de
« convencer » también en lo referente al pecado que ya
ha sido juzgado definitivamente (« el pecado condenado »).
29. Todas las palabras, pronunciadas por el Redentor en el Cenáculo
la víspera de su pasión, se inscriben en la era de la Iglesia:
ante todo, las dichas sobre el Espíritu Santo como Paráclito
y Espíritu de la verdad. Estas se inscriben en ella de un modo siempre
nuevo a lo largo de cada generación y de cada época. Esto ha
sido confirmado, respecto a nuestro siglo, por el conjunto de las enseñanzas
del Concilio Vaticano II, especialmente en la Constitución pastoral
« Gaudium et spes ». Muchos pasajes de este documento señalan
con claridad que el Concilio, abriéndose a la luz del Espíritu
de la verdad, se presenta como el auténtico depositario de los anuncios
y de las promesas hechas por Cristo a los apóstoles y a la Iglesia
en el discurso de despedida; de modo particular, del anuncio, según
el cual el Espíritu Santo debe « convencer al mundo en lo referente
al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio ».
Esto lo señala ya el texto en el que el Concilio explica cómo
entiende el « mundo »: « Tiene, pues, ante sí la
Iglesia (el Concilio mismo) al mundo, esto es la entera familia humana con
el conjunto universal de las realidades entre las que ésta vive; el
mundo, teatro de la historia humana, con sus afanes, fracasos y victorias;
el mundo, que los cristianos creen fundado y conservado por el amor del Creador,
esclavizado bajo la servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado
y resucitado, roto el poder del demonio, para que el mundo se transforme
según el propósito divino y llegue a su consumación
».[107] Respecto a este texto tan sintético es necesario leer
en la misma Constitución otros pasajes, que tratan de mostrar con
todo el realismo de la fe la situación del pecado en el mundo contemporáneo
y explicar también su esencia partiendo de diversos puntos de vista.[108]
Cuando Jesús, la víspera de Pascua, habla del Espíritu
Santo, que « convencerá al mundo en lo referente al pecado »,
por un lado se debe dar a esta afirmación el alcance más amplio
posible, porque comprende el conjunto de los pecados en la historia de la
humanidad. Por otro lado, sin embargo, cuando Jesús explica que este
pecado consiste en el hecho de que « no creen en él »,
este alcance parece reducirse a los que rechazaron la misión mesiánica
del Hijo del Hombre, condenándole a la muerte de Cruz. Pero es difícil
no advertir que este aspecto más « reducido » e históricamente
preciso del significado del pecado se extienda hasta asumir un alcance universal
por la universalidad de la Redención, que se ha realizado por medio
de la Cruz. La revelación del misterio de la Redención abre
el camino a una comprensión en la que cada pecado, realizado en cualquier
lugar y momento, hace referencia a la Cruz de Cristo y por tanto, indirectamente
también al pecado de quienes « no han creído en él
», condenando a Jesucristo a la muerte de Cruz.
Desde este punto de vista es conveniente volver al acontecimiento de Pentecostés.
2. EL TESTIMONIO DEL DÍA DE PENTECOSTÉS
30. El día de Pentecostés encontraron su más exacta
y directa confirmación los anuncios de Cristo en el discurso de despedida
y, en particular, el anuncio del que estamos tratando: « El Paráclito…
convencerá al mundo en la referente al pecado ». Aquel día,
sobre los apóstoles recogidos en oración junto a María,
Madre de Jesús, bajó el Espíritu Santo prometido, como
leemos en los Hechos de los Apóstoles: «Quedaron todos llenos
del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según
el Espíritu les concedía expresarse »,[109] « volviendo
a conducir de este modo a la unidad las razas dispersas, ofreciendo al Padre
las primicias de todas las naciones ».[110]
Es evidente la relación entre este acontecimiento y el anuncio de
Cristo. En él descubrimos el primero y fundamental cumplimiento de
la promesa del Paráclito. Este viene, enviado por el Padre, «
después » de la partida de Cristo, como « precio »de
ella. Esta es primero una partida a través de la muerte de Cruz, y
luego, cuarenta días después de la resurrección, con
su ascensión al Cielo. Aún en el momento de la Ascensión
Jesús mandó a los apóstoles « que no se ausentasen
de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre »; «
seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días
»; « recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que
vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén,
en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra »[111]
Estas palabras últimas encierran un eco o un recuerdo del anuncio
hecho en el Cenáculo. Y el día de Pentecostés este anuncio
se cumple fielmente. Actuando bajo el influjo del Espíritu Santo,
recibido por los apóstoles durante la oración en el Cenáculo
ante una muchedumbre de diversas lenguas congregada para la fiesta, Pedro
se presenta y habla. Proclama lo que ciertamente no habría tenido
el valor de decir anteriormente: « Israelitas … Jesús de Nazaret,
hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales
que Dios hizo por su medio entre vosotros… a éste, que fue entregado
según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros
lo matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos;
a éste, pues, Dios lo resucitó librándole de los dolores
de la muerte, pues no era posible que quedase bajo su dominio ».[112]
Jesús había anunciado y prometido: « El dará testimonio
de mí… pero también vosotros daréis testimonio ».
En el primer discurso de Pedro en Jerusalén este « testimonio
» encuentra su claro comienzo: es el testimonio sobre Cristo crucificado
y resucitado. El testimonio del Espíritu Paráclito y de los
apóstoles. Y en el contenido mismo de aquel primer testimonio, el
Espíritu de la verdad por boca de Pedro « convence al mundo
en lo referente al pecado »:ante todo, respecto al pecado que supone
el rechazo de Cristo hasta la condena a muerte y hasta la Cruz en el Gólgota.
Proclamaciones de contenido similar se repetirán, según el
libro de los Hechos de los Apóstoles, en otras ocasiones y en distintos
lugares.[113]
31. Desde este testimonio inicial de Pentecostés, la acción
del Espíritu de la verdad, que « convence al mundo en lo referente
al pecado » del rechazo de Cristo, está vinculada de manera
inseparable al testimonio del misterio pascual: misterio del Crucificado
y Resucitado. En esta vinculación el mismo « convencer en lo
referente al pecado » manifiesta la propia dimensión salvífica.
En efecto, es un « convencimiento » que no tiene como finalidad
la mera acusación del mundo, ni mucho menos su condena. Jesucristo
no ha venido al mundo para juzgarlo y condenarlo, sino para salvarlo.[114]Esto
está ya subrayado en este primer discurso cuando Pedro exclama: «
Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor
y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado ».[115]
Y a continuación, cuando los presentes preguntan a Pedro y a los demás
apóstoles: « ¿Qué hemos de hacer, hermanos? »
él les responde: « Convertíos y que cada uno de vosotros
se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros
pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo ».[116]
De este modo el « convencer en lo referente al pecado »llega
a ser a la vez un convencer sobre la remisión de los pecados, por
virtud del Espíritu Santo. Pedro en su discurso de Jerusalén
exhorta a la conversión, como Jesús exhortaba a sus oyentes
al comienzo de su actividad mesiánica.[117] La conversión exige
la convicción del pecado, contiene en sí el juicio interior
de la conciencia, y éste, siendo una verificación de la acción
del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser
al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del
amor: a Recibid el Espíritu Santo ».[118] Así pues en
este « convencer en lo referente al pecado » descubrimos una
doble dádiva: el don de la verdad de la conciencia y el don de la
certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito.
El convencer en lo referente al pecado, mediante el ministerio de la predicación
apostólica en la Iglesia naciente, es relacionado -bajo el impulso
del Espíritu derramado en Pentecostés- con el poder redentor
de Cristo crucificado y resucitado. De este modo se cumple la promesa referente
al Espíritu Santo hecha antes de Pascua: « recibirá de
lo mío y os lo anunciará a vosotros ». Por tanto, cuando
Pedro, durante el acontecimiento de Pentecostés, habla del pecado
de aquellos que « no creyeron » [119] y entregaron a una muerte
ignominiosa a Jesús de Nazaret, da testimonio de la victoria sobre
el pecado; victoria que se ha alcanzado, en cierto modo, mediante el pecado
más grande que el hombre podía cometer: la muerte de Jesús,
Hijo de Dios, consubstancial al Padre. De modo parecido, la muerte del Hijo
de Dios vence la muerte humana: « Seré tu muerte, oh muerte
».[120] Como el pecado de haber crucificado al Hijo de Dios «
vence » el pecado humano. Aquel pecado que se consumó el día
de Viernes Santo en Jerusalén y también cada pecado del hombre.
Pues, al pecado más grande del hombre corresponde, en el corazón
del Redentor, la oblación del amor supremo, que supera el mal de todos
los pecados de los hombres. En base a esta creencia, la Iglesia en la liturgia
romana no duda en repetir cada año, en el transcurso de la vigilia
Pascual, « Oh feliz culpa », en el anuncio de la resurrección
hecho por el diácono con el canto del « Exsultet ».
32. Sin embargo, de esta verdad inefable nadie puede« convencer al
mundo », al hombre y a la conciencia humana , sino es el Espíritu
de la verdad. El es el Espíritu que « sondea hasta las profundidades
de Dios ».[121] Ante el misterio del pecado se deben sondear totalmente
« las profundidades de Dios ». No basta sondear la conciencia
humana, como misterio íntimo del hombre, sino que se debe penetrar
en el misterio íntimo de Dios, en aquellas « profundidades de
Dios » que se resumen en la síntesis: al Padre, en el Hijo,
por medio del Espíritu Santo. Es precisamente el Espíritu Santo
que las « sondea » y de ellas saca la respuesta de Dios al pecado
del hombre. Con esta respuesta se cierra el procedimiento de « convencer
en lo referente al pecado », como pone en evidencia el acontecimiento
de Pentecostés.
Al convencer al « mundo » del pecado del Gólgota -la muerte
del Cordero inocente-, como sucede el día de Pentecostés, el
Espíritu Santo convence también de todo pecado cometido en
cualquier lugar y momento de la historia del hombre, pues demuestra su relación
con la cruz de Cristo. El « convencer » es la demostración
del mal del pecado, de todo pecado en relación con la Cruz de Cristo.
El pecado, presentado en esta relación, es reconocido en la dimensión
completa del mal, que le es característica por el « misterio
de la impiedad » [122] que contiene y encierra en sí. El hombre
no conoce esta dimensión, -no la conoce absolutamente- fuera de la
Cruz de Cristo. Por consiguiente, no puede ser « convencido »
de ello sino es por el Espíritu Santo: Espíritu de la verdad
y, a la vez, Paráclito.
En efecto, el pecado, puesto en relación con la Cruz de Cristo, al
mismo tiempo es identificado por la plena dimensión del « misterio
de la piedad »,[123]como ha señalado la Exhortación Apostólica
postsinodal « Reconciliatio et paenitentia ».[124]El hombre tampoco
conoce absolutamente esta dimensión del pecado fuera de la Cruz de
Cristo. Y tampoco puede ser « convencido » de ella sino es por
el Espíritu Santo: por el cual sondea las profundidades de Dios.
3. EL TESTIMONIO DEL PRINCIPIO: LA REALIDAD ORIGINARIA DEL PECADO
33. Es la dimensión del pecado que encontramos en el testimonio del
principio, recogido en el Libro del Génesis. [125]Esel pecado que,
según la palabra de Dios revelada, constituye el principio y la raíz
de todos los demás. Nos encontramos ante la realidad originaria del
pecado en la historia del hombre y, a la vez, en el conjunto de la economía
de la salvación. Se puede decir que en este pecado comienza el misterio
de la impiedad, pero que también este es el pecado, respecto al cual
el poder redentor del misterio de la piedad llega a ser particularmente transparente
y eficaz. Esto lo expresa San Pablo, cuando a la « desobediencia »del
primer Adán contrapone la « obediencia »de Cristo, segundo
Adán: « La obediencia hasta la muerte ».[126]
Según el testimonio de del principio, el pecado en su realidad originaria
se dio en la voluntad -y en la conciencia- del hombre, ante todo, como «
desobediencia », es decir, como oposición de la voluntad del
hombre a la voluntad de Dios. Esta desobediencia originaria presupone el
rechazo o, por lo menos, el alejamiento de la verdad contenida en la Palabra
de Dios, que crea el mundo. Esta Palabra es el mismo Verbo, que « en
el principio estaba en Dios » y que « era Dios » y sin
él no se hizo nada de cuanto existe », porque « el mundo
fue hecho por él ».[127] El Verbo es también ley eterna,
fuente de toda ley, que regula el mundo y, de modo especial, los actos humanos.
Pues, cuando Jesús, la víspera de su pasión, habla del
pecado de los que « no creen en él », en estas palabras
suyas llenas de dolor encontramos como un eco lejano de aquel pecado, que
en su forma originaria se inserta oscuramente en el misterio mismo de la
creación. El que habla, pues, es no sólo el Hijo del hombre,
sino que es también el « Primogénito de toda la creación
», « en él fueron creadas todas las cosas … todo fue creado
por él y para él ». [128] A la luz de esta verdad se
comprende que la « desobediencia », en el misterio del principio,
presupone en cierto modo la misma « no-fe », aquel mismo «
no creyeron » que volverá a repetirse ante el misterio pascual.
Como hemos dicho ya, se trata del rechazo o, por lo menos, del alejamiento
de la verdad contenida en la Palabra del Padre. El rechazo se expresa prácticamente
como « desobediencia », en un acto realizado como efecto de la
tentación, que proviene del « padre de la mentira ».[129]
Por tanto, en la raíz del pecado humano está la mentira como
radical rechazo de la verdad contenida en el Verbo del Padre, mediante el
cual se expresa la amorosa omnipotencia del Creador: la omnipotencia y a
la vez el amor de Dios Padre, « creador de cielo y tierra ».
34. El « espíritu de Dios », que según la descripción
bíblica de la creación « aleteaba por encima de las aguas
»,[130] indica el mismo « Espíritu que sondea hasta las
profundidades de Dios », sondea las profundidades del Padre y del Verbo-Hijo
en el misterio de la creación. No sólo es el testigo directo
de su mutuo amor, del que deriva la creación, sino que él mismo
es este amor. El mismo, como amor, es el eterno don increado. En él
se encuentra la fuente y el principio de toda dádiva a las criaturas.
El testimonio del principio, que encontramos en toda la revelación
comenzando por el Libro del Génesis, es unívoco al respecto.
Crear quiere decir llamar a la existencia desde la nada; por tanto, crear
quiere decir dar la existencia. Y si el mundo visible es creado para el hombre,
por consiguiente el mundo es dado al hombre.[131] Y contemporáneamente
el mismo hombre en su propia humanidad recibe como don una especial «
imagen y semejanza » de Dios. Esto significa no sólo racionalidad
y libertad como propiedades constitutivas de la naturaleza humana, sino además,
desde el principio, capacidad de una relación personal con Dios, como
« yo » y « tú » y, por consiguiente, capacidad
de alianza que tendrá lugar con la comunicación salvífica
de Dios al hombre. En el marco de la « imagen y semejanza » de
Dios, « el don del Espíritu » significa, finalmente, una
llamada a la amistad, en la que las trascendentales « profundidades
de Dios » están abiertas, en cierto modo, a la participación
del hombre. El Concilio Vaticano II enseña: « Dios invisible
(cf. Col 1, 15; 1 Tim 1, 17) movido de amor, habla a los hombres como amigos,
trata con ellos (cf. Bar 3, 38) para invitarlos y recibirlos en su compañía
».[132]
35. Por consiguiente, el Espíritu, que « todo lo sondea, hasta
las profundidades de Dios », conoce desde el principio « lo íntimo
del hombre.[133] Precisamente por esto sólo él puede plenamente
« convencer en lo referente al pecado » que se dio en el principio,
pecado que es la raíz de todos los demás y el foco de la pecaminosidad
del hombre en la tierra, que no se apaga jamás. El Espíritu
de la verdad conoce la realidad originaria del pecado, causado en la voluntad
del hombre por obra del « padre de la mentira » –de aquél
que ya « está juzgado »-.[134] EL Espíritu Santo
convence, por tanto, al mundo en lo referente al pecado en relación
a este « juicio », pero constantemente guiando hacia la «
justicia »que ha sido revelada al hombre junto con la Cruz de Cristo,
mediante « la obediencia hasta la muerte ».[135]
Sólo el Espíritu Santo puede convencer en lo referente al pecado
del principio humano, precisamente el que es amor del Padre y del Hijo, el
que es don, mientras el pecado del principio humano consiste en la mentira
y en el rechazo del don y del amor que influyen definitivamente sobre el
principio del mundo y del hombre.
36. Según el testimonio del principio, que encontramos en la Escritura
y en la Tradición, después de la primera (y a la vez más
completa) descripción del Génesis, el pecado en su forma originaria
es entendido como « desobediencia », lo que significa simple
y directamente trasgresión de una prohibición puesta por Dios.[136]
Pero a la vista de todo el contexto es también evidente que las raíces
de esta desobediencia deben buscarse profundamente en toda la situación
real del hombre. Llamado a la existencia, el ser humano –hombre o mujer–
es una criatura. La « imagen de Dios », que consiste en la racionalidad
y en la libertad, demuestra la grandeza y la dignidad del sujeto humano,
que es persona. Pero este sujeto personal es también una criatura:
en su existencia y esencia depende del Creador. Según el Génesis,
« el árbol de la ciencia del bien y del mal » debía
expresar y constantemente recordar al hombre el « límite »
insuperable para un ser creado. En este sentido debe entenderse la prohibición
de Dios: el Creador prohíbe al hombre y a la mujer que coman los frutos
del árbol de la ciencia del bien y del mal. Las palabras de la instigación,
es decir de la tentación, como está formulada en el texto sagrado,
inducen a transgredir esta prohibición, o sea a superar aquel «
límite »: « el día en que comiereis de él
se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del
bien y del mal ».[137]
La « desobediencia » significa precisamente pasar aquel límite
que permanece insuperable a la voluntad y a la libertad del hombre como ser
creado. Dios creador es, en efecto, la fuente única y definitiva del
orden moral en el mundo creado por él. El hombre no puede decidir
por sí mismo lo que es bueno y malo, no puede « conocer el bien
y el mal como dioses ». Sí, en el mundo creado Dios es la fuente
primera y suprema para decidir sobre el bien y el mal, mediante la íntima
verdad del ser, que es reflejo del Verbo, el eterno Hijo, consubstancial
al Padre. Al hombre, creado a imagen de Dios, el Espíritu Santo da
como don la conciencia, para que la imagen pueda reflejar fielmente en ella
su modelo, que es sabiduría y ley eterna, fuente del orden moral en
el hombre y en el mundo. La « desobediencia », como dimensión
originaria del pecado, significa rechazo de esta fuente por la pretensión
del hombre de llegar a ser fuente autónoma y exclusiva en decidir
sobre el bien y el mal. El Espíritu que « sondea las profundidades
de Dios » y que, a la vez, es para el hombre la luz de la conciencia
y la fuente del orden moral, conoce en toda su plenitud esta dimensión
del pecado, que se inserta en el misterio del principio humano. Y no cesa
de « convencer de ello al mundo »en relación con la cruz
de Cristo en el Gólgota.
37. Según el testimonio del principio, Dios en la creación
se ha revelado a sí mismo como omnipotencia que es amor. Al mismo
tiempo ha revelado al hombre que, como « imagen y semejanza »
de su creador, es llamado a participar de la verdad y del amor. Esta participación
significa una vida en unión con Dios, que es la « vida eterna
».[138] Pero el hombre, bajo la influencia del « padre de la
mentira », se ha separado de esta participación. ¿En
qué medida? Ciertamente no en la medida del pecado de un espíritu
puro, en la medida del pecado de Satanás. El espíritu humano
es incapaz de alcanzar tal medida.[139] En la misma descripción del
Génesis es fácil señalar la diferencia de grado existente
entre « el soplo del mal » del que es pecador (o sea permanece
en el pecado) desde el principio [140] y que ya « está juzgado
» [141] y el mal de la desobediencia del hombre. Esta desobediencia,
sin embargo, significa también dar la espalda a Dios y, en cierto
modo, el cerrarse de la libertad humana ante él. Significa también
una determinada apertura de esta libertad -del conocimiento y de la voluntad
humana- hacia el que es el « padre de la mentira ». Este acto
de elección responsable no es sólo una « desobediencia
», sino que lleva consigo también una cierta adhesión
al motivo contenido en la primera instigación al pecado y renovada
constantemente a lo largo de la historia del hombre en la tierra: «
es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él,
se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del
bien y del mal ». Aquí nos encontramos en el centro mismo de
lo que se podría llamar el « anti-Verbo », es decir la
« anti-verdad ». En efecto, es falseada la verdad del hombre:
quién es el hombre y cuáles son los límites insuperables
de su ser y de su libertad. Esta « anti-verdad » es posible,
porque al mismo tiempo es falseada completamente la verdad sobre quien es
Dios. Dios Creador es puesto en estado de sospecha, más aún
incluso en estado de acusación ante la conciencia de la criatura.
Por vez primera en la historia del hombre aparece el perverso « genio
de la sospecha ». Este trata de « falsear » el Bien mismo,
el Bien absoluto, que en la obra de la creación se ha manifestado
precisamente como el bien que da de modo inefable: como bonum diffusivum
sui, como amor creador. ¿Quién puede plenamente « convencer
en lo referente al pecado », es decir de esta motivación de
la desobediencia originaria del hombre sino aquél que sólo
él es el don y la fuente de toda dádiva, sino el Espíritu
que, « sondea las profundidades de Dios » y es amor del Padre
y del Hijo?
38. Pues, a pesar de todo el testimonio de la creación y de la economía
salvífica inherente a ella, el espíritu de las tinieblas [142]
es capaz de mostrar a Dios como enemigo de la propia criatura y, ante todo,
como enemigo del hombre, como fuente de peligro y de amenaza para el hombre.
De esta manera Satanás injerta en el ánimo del hombre el germen
de la oposición a aquél que « desde el principio »
debe ser considerado como enemigo del hombre y no como Padre. El hombre es
retado a convertirse en el adversario de Dios.
El análisis del pecado en su dimensión originaria indica que,
por parte del « padre de la mentira », se dará a lo largo
de la historia de la humanidad una constante presión al rechazo de
Dios por parte del hombre, hasta llegar al odio: « Amor de sí
mismo hasta el desprecio de Dios », como se expresa San Agustín.[143]
El hombre será propenso a ver en Dios ante todo una propia limitación
y no la fuente de su liberación y la plenitud del bien. Esto lo vemos
confirmado en nuestros días, en los que las ideologías ateas
intentan desarraigar la religión en base al presupuesto de que determina
la radical « alienación » del hombre, como si el hombre
fuera expropiado de su humanidad cuando, al aceptar la idea de Dios, le atribuye
lo que pertenece al hombre y exclusivamente al hombre. Surge de aquí
una forma de pensamiento y de praxis histórico-sociológica
donde el rechazo de Dios ha llegado hasta la declaración de su «
muerte ». Esto es un absurdo conceptual y verbal. Pero la ideología
de la « muerte de Dios » amenaza más bien al hombre, como
indica el Vaticano II, cuando, sometiendo a análisis la cuestión
de la « autonomía de la realidad terrena », afirma: «
La criatura sin el Creador se esfuma … Más aún, por el olvido
de Dios la propia criatura queda oscurecida ».[144] La ideología
de la « muerte de Dios » en sus efectos demuestra fácilmente
que es, a nivel teórico y práctico, la ideología de
la « muerte del hombre ».
4. EL ESPÍRITU QUE TRANSFORMA EL SUFRIMIENTO EN AMOR SALVÍFICO
39. EL Espíritu, que sondea las profundidades de Dios, ha sido llamado
por Jesús en el discurso del Cenáculo el Paráclito.
En efecto, desde el comienzo « es invocado »[145] para «
convencer al mundo en lo referente al pecado ». Es invocado de modo
definitivo a través de la Cruz de Cristo. Convencer en lo referente
al pecado quiere decir demostrar el mal contenido en él. Lo que equivale
a revelar el misterio de la impiedad. No es posible comprender el mal del
pecado en toda su realidad dolorosa sin sondear las profundidades de Dios.
Desde el principio el misterio oscuro del pecado se ha manifestado en el
mundo con una clara referencia al Creador de la libertad humana. Ha aparecido
como un acto voluntario de la criatura-hombre contrario a la voluntad de
Dios: la voluntad salvífica de Dios; es más, ha aparecido como
oposición a la verdad, sobre la base de la mentira ya definitivamente
« juzgada »: mentira que ha puesto en estado de acusación,
en estado de sospecha permanente, al mismo amor creador y salvífico.
El hombre ha seguido al « padre de la mentira », poniéndose
contra el Padre de la vida y el Espíritu de la verdad.
El « convencer en lo referente al pecado » ¿no deberá,
por tanto, significar también el revelar el sufrimiento? ¿Nodeberá
revelar el dolor, inconcebible e indecible, que, como consecuencia del pecado,
el Libro Sagrado parece entrever en su visión antropomórfica
en las profundidades de Dios y, en cierto modo, en el corazón mismo
de la inefable Trinidad? La Iglesia, inspirándose en la revelación,
cree y profesa que el pecado es una ofensa a Dios. ¿Qué corresponde
a esta « ofensa », a este rechazo del Espíritu que es
amor y don en la intimidad inexcrutable del Padre, del Verbo y del Espíritu
Santo? La concepción de Dios, como ser necesariamente perfectísimo,
excluye ciertamente de Dios todo dolor derivado de limitaciones o heridas;
pero, en las profundidades de Dios, se da un amor de Padre que, ante el pecado
del hombre, según el lenguaje bíblico, reacciona hasta el punto
de exclamar: « Estoy arrepentido de haber hecho al hombre ».[146]
« Viendo el Señor que la maldad del hombre cundía en
la tierra … le pesó de haber hecho al hombre en la tierra … y dijo
el Señor: « me pesa de haberlos hecho ».[147] Pero a menudo
el Libro Sagrado nos habla de un Padre, que siente compasión por el
hombre, como compartiendo su dolor. En definitiva, este inexcrutable e indecible
« dolor » de padre engendrará sobre todo la admirable
economía del amor redentor en Jesucristo, para que, por medio del
misterio de la piedad, en la historia del hombre el amor pueda revelarse
más fuerte que el pecado Para que prevalezca el « don ».
El Espíritu Santo, que según las palabras de Jesús «
convence en lo referente al pecado », es el amor del Padre y del Hijo
y, como tal, es el don trinitario y, a la vez, la fuente eterna de toda dádiva
divina a lo creado. Precisamente en él podemos concebir como personificada
y realizada de modo trascendente la misericordia, que la tradición
patrística y teológica, de acuerdo con el Antiguo y el Nuevo
Testamento, atribuye a Dios. En el hombre la misericordia implica dolor y
compasión por las miserias del prójimo. En Dios, el Espíritu-amor
cambia la dimensión del pecado humano en una nueva dádiva de
amor salvífico. De él, en unidad con el Padre y el Hijo, nace
la economía de la salvación, que llena la historia del hombre
con los dones de la Redención. Si el pecado, al rechazar el amor,
ha engendrado el « sufrimiento » del hombre que en cierta manera
se ha volcado sobre toda la creación,[148]el Espíritu Santo
entrará en el sufrimiento humano y cósmico con una nueva dádiva
de amor, que redimirá al mundo. En boca de Jesús Redentor,
en cuya humanidad se verifica el « sufrimiento » de Dios, resonará
una palabra en la que se manifiesta el amor eterno, lleno de misericordia:
« Siento compasión ».[149] Así pues, por parte
del Espíritu Santo, el « convencer en lo referente al pecado
» se convierte en una manifestación ante la creación
« sometida a la vanidad » y, sobre todo, en lo íntimo
de las conciencias humanas, como el pecado es vencido por el sacrificio del
Cordero de Dios que se ha hecho hasta la muerte « el siervo obediente
» que, reparando la desobediencia del hombre, realiza la redención
del mundo. De esta manera, el Espíritu de la verdad, el Paráclito,
« convence en lo referente al pecado ».
40. El valor redentor del sacrificio de Cristo ha sido expresado con palabras
muy significativas por parte del autor de la Carta a los Hebreos, que, después
de haber recordado los sacrificios de la Antigua Alianza, en que «
si la sangre de machos cabríos y de toros … santifica en orden a la
purificación », añade: « cuánto más
la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció
a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas
nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo ».[150] Aun conscientes
de otras interpretaciones posibles, nuestra consideración sobre la
presencia del Espíritu Santo a lo largo de toda la vida de Cristo
nos lleva a reconocer en este texto como una invitación a reflexionar
también sobre la presencia del mismo Espíritu en el sacrificio
redentor del Verbo Encarnado.
Reflexionemos primero sobre el contenido de las palabras iniciales de este
sacrificio y, a continuación, separadamente sobre la « purificación
de la conciencia » llevada a cabo por él. En efecto, es un sacrificio
ofrecido con [ = por obra de ] un Espíritu Eterno », que «
saca » de él la fuerza de « convencer en lo referente
al pecado » en orden a la salvación. Es el mismo Espíritu
Santo que, según la promesa del Cenáculo, Jesucristo «traerá
» a los apóstoles el día de su resurrección, presentándose
a ellos con las heridas de la crucifixión, y que les « dará
» para la remisión de los pecados: « Recibid el Espíritu
Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados ».[151]
Sabemos que Dios « a Jesús de Nazaret le ungió con el
Espíritu Santo y con poder », como afirmaba Simón Pedro
en la casa del centurión Cornelio.[152] Conocemos el misterio pascual
de su « partida » según el Evangelio de Juan. Las palabras
de la Carta a los Hebreos nos explican ahora de que modo Cristo « se
ofreció sin mancha a Dios » y como hizo esto « con un
Espíritu Eterno ». En el sacrificio del Hijo del hombre el Espíritu
Santo está presente y actúa del mismo modo con que actuaba
en su concepción, en su entrada al mundo, en su vida oculta y en su
ministerio público. Según la Carta a los Hebreos, en el camino
de su « partida » a través de Getsemaní y del Gólgota,
el mismo Jesucristo en su humanidad se ha abierto totalmente a esta acción
del Espíritu Paráclito, que del sufrimiento hace brotar el
eterno amor salvífico. Ha sido, por lo tanto, « escuchado por
su actitud reverente y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó
la obediencia ».[153] De esta manera dicha Carta demuestra como la
humanidad, sometida al pecado en los descendientes del primer Adán,
en Jesucristo ha sido sometida perfectamente a Dios y unida a él y,
al mismo tiempo, está llena de misericordia hacia los hombres. Se
tiene así una nueva humanidad, que en Jesucristo por medio del sufrimiento
de la cruz ha vuelto al amor, traicionado por Adán con su pecado.
Se ha encontrado en la misma fuente de la dádiva originaria: en el
Espíritu que « sondea las profundidades de Dios » y es
amor y don.
El Hijo de Dios, Jesucristo, como hombre, en la ferviente oración
de su pasión, permitió al Espíritu Santo, que ya había
impregnado íntimamente su humanidad, transformarla en sacrificio perfecto
mediante el acto de su muerte, como víctima de amor en la Cruz. El
solo ofreció este sacrificio. Como único sacerdote «
se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios ».[154] En su
humanidad era digno de convertirse en este sacrificio, ya que él solo
era « sin tacha ». Pero lo ofreció « por el Espíritu
Eterno »: lo que quiere decir que el Espíritu Santo actuó
de manera especial en esta autodonación absoluta del Hijo del hombre
para transformar el sufrimiento en amor redentor.
41. En el Antiguo Testamento se habla varias veces del « fuego del
cielo », que quemaba los sacrificios presentados por los hombres.[155]
Por analogía se puede decir que el Espíritu Santo es el «
fuego del cielo » que actúa en lo más profundo del misterio
de la Cruz. Proviniendo del Padre, ofrece al Padre el sacrificio del Hijo,
introduciéndolo en la divina realidad de la comunión trinitaria.
Si el pecado ha engendrado el sufrimiento, ahora el dolor de Dios en Cristo
crucificado recibe su plena expresión humana por medio del Espíritu
Santo. Se da así un paradójico misterio de amor: en Cristo
sufre Dios rechazado por la propia criatura: « No creen en mí
»; pero, a la vez, desde lo más hondo de este sufrimiento -e
indirectamente desde lo hondo del mismo pecado « de no haber creído
»- el Espíritu saca una nueva dimensión del don hecho
al hombre y a la creación desde el principio. En lo más hondo
del misterio de la Cruz actúa el amor, que lleva de nuevo al hombre
a participar de la vida, que está en Dios mismo.
El Espíritu Santo, como amor y don, desciende, en cierto modo, al
centro mismo del sacrificio que se ofrece en la Cruz. Refiriéndonos
a la tradición bíblica podemos decir: él consuma este
sacrificio con el fuego del amor, que une al Hijo con el Padre en la comunión
trinitaria. Y dado que el sacrificio de la Cruz es un acto propio de Cristo,
también en este sacrificio él « recibe » el Espíritu
Santo. Lo recibe de tal manera que después -él solo con Dios
Padre- puede « darlo » a los apóstoles, a la Iglesia y
a la humanidad. El solo lo « envía » desde el Padre.[156]
El solo se presenta ante los apóstoles reunidos en el Cenáculo,
« sopló sobre ellos » y les dijo: « Recibid el Espíritu
Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados »,[157]
como había anunciado antes Juan Bautista: « El os bautizará
en Espíritu Santo y fuego ».[158] Con aquellas palabras de Jesús
el Espíritu Santo es revelado y a la vez es presentado como amor que
actúa en lo profundo del misterio pascual, como fuente del poder salvífico
de la Cruz de Cristo y como don de la vida nueva y eterna.
Esta verdad sobre el Espíritu Santo encuentra cada día su expresión
en la liturgia romana, cuando el sacerdote, antes de la comunión,
pronuncia aquellas significativas palabras: « Señor Jesucristo,
Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre y cooperación del Espíritu
Santo, diste con tu muerte vida al mundo ». Y en la III Plegaria Eucarística,
refiriéndose a la misma economía salvífica, el sacerdote
ruega a Dios que el Espíritu Santo « nos transforme en ofrenda
permanente ».
5. « LA SANGRE QUE PURIFICA LA CONCIENCIA »
42. Hemos dicho que, en el culmen del misterio pascual, el Espíritu
Santo es revelado definitivamente y hecho presente de un modo nuevo. Cristo
resucitado dice a los apóstoles: « Recibid el Espíritu
Santo ». De esta manera es revelado el Espíritu Santo, pues
las palabras de Cristo constituyen la confirmación de las promesas
y de los anuncios del discurso en el Cenáculo. Y con esto el Paráclito
es hecho presente también de un modo nuevo. En realidad ya actuaba
desde el principio en el misterio de la creación y a lo largo de toda
la historia de la antigua Alianza de Dios con el hombre. Su acción
ha sido confirmada plenamente por la misión del Hijo del hombre como
Mesías, que ha venido con el poder del Espíritu Santo. En el
momento culminante de la misión mesiánica de Jesús,
el Espíritu Santo se hace presente en el misterio pascual con toda
su subjetividad divina: como el que debe continuar la obra salvífica,
basada en el sacrificio de la Cruz. Sin duda esta obra es encomendada por
Jesús a los hombres: a los apóstoles y a la Iglesia. Sin embargo,
en estos hombres y por medio de ellos, el Espíritu Santo sigue siendo
el protagonista trascendente de la realización de esta obra en el
espíritu del hombre y en la historia del mundo: el invisible y, a
la vez, omnipresente Paráclito. El Espíritu que « sopla
donde quiere ».[159]
Las palabras pronunciadas por Cristo resucitado « el primer día
de la semana », ponen especialmente de relieve la presencia del Paráclito
consolador, como el que « convence al mundo en lo referente al pecado,
en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio ». En efecto,
sólo tomadas así se explican las palabras que Jesús
pone en relación directa con el « don » del Espíritu
Santo a los apóstoles. Jesús dice: « Recibid el Espíritu
Santo: A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes
se los retengáis, les quedan retenidos ».[160] Jesús
confiere a los apóstoles el poder de perdonar los pecados, para que
lo transmitan a sus sucesores en la Iglesia. Sin embargo, este poder concedido
a los hombres presupone e implica la acción salvífica del Espíritu
Santo. Convirtiéndose en « luz de los corazones »,[161]
es decir de las conciencias, el Espíritu Santo « convence en
lo referente al pecado », o sea hace conocer al hombre su mal y, al
mismo tiempo, lo orienta hacia el bien. Merced a la multiplicidad de sus
dones por lo que es invocado como el portador « de los siete dones
», todo tipo de pecado del hombre puede ser vencido por el poder salvífico
de Dios. En realidad -como dice San Buenaventura- « en virtud de los
siete dones del Espíritu Santo todos los males han sido destruidos
y todos los bienes han sido producidos »[162]
Bajo el influjo del Paráclito se realiza, por lo tanto, la conversión
del corazón humano, que es condición indispensable para el
perdón de los pecados. Sin una verdadera conversión, que implica
una contrición interior y sin un propósito sincero y firme
de enmienda, los pecados quedan « retenidos », como afirma Jesús,
y con El toda la Tradición del Antiguo y del Nuevo Testamento. En
efecto, las primeras palabras pronunciadas por Jesús al comienzo de
su ministerio, según el Evangelio de Marcos, son éstas: «
Convertíos y creed en la Buena Nueva ».[163] La confirmación
de esta exhortación es el « convencer en lo referente al pecado
» que el Espíritu Santo emprende de una manera nueva en virtud
de la Redención, realizada por la Sangre del Hijo del hombre. Por
esto, la Carta a los Hebreos dice que esta « sangre purifica nuestra
conciencia ».[164] Esta sangre, pues, abre al Espíritu Santo,
por decirlo de algún modo, el camino hacia la intimidad del hombre,
es decir hacia el santuario de las conciencias humanas.
43. El Concilio Vaticano II ha recordado la enseñanza católica
sobre la conciencia, al hablar de la vocación del hombre y, en particular,
de la dignidad de la persona humana. Precisamente la conciencia decide de
manera específica sobre esta dignidad. En efecto, la conciencia es
« el núcleo más secreto y el sagrario del hombre »,
en el que ésta se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el
recinto más íntimo. Esta voz dice claramente a « los
oídos de su corazón advirtiéndole … haz esto, evita
aquello ». Tal capacidad de mandar el bien y prohibir el mal, puesta
por el Creador en el corazón del hombre, es la propiedad clave del
sujeto personal. Pero, al mismo tiempo, « en lo más profundo
de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él
no se dicta a si mismo, pero a la cual debe obedecer ».[165] La conciencia,
por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que
es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente
un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona
la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los
que se basa el comportamiento humano, como se entrevé ya en la citada
página del Libro del Génesis.[166]Precisamente, en este sentido,
la conciencia es el « sagrario íntimo » donde «
resuena la voz de Dios ». Es « la voz de Dios » aun cuando
el hombre reconoce exclusivamente en ella el principio del orden moral del
que humanamente no se puede dudar, incluso sin una referencia directa al
Creador: precisamente la conciencia encuentra siempre en esta referencia
su fundamento y su justificación.
El evangélico « convencer en lo referente al pecado »
bajo el influjo del Espíritu de la verdad no puede verificarse en
el hombre más que por el camino de la conciencia. Si la conciencia
es recta, ayuda entonces a « resolver con acierto los numerosos problemas
morales que se presentan al individuo y a la sociedad ». Entonces «
mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego
capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad ».
[167]
Fruto de la recta conciencia es, ante todo, el llamar por su nombre al bien
y al mal, como hace por ejemplo la misma Constitución pastoral: «
Cuanto atenta contra la vida -homicidios de cualquier clase, genocidios,
aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado-; cuanto viola la integridad
de la persona, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales
o físicas, los conatos sistemáticos para dominar la mente ajena;
cuanto ofende a la dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas
de vida, las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la
prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones
laborales degradantes, que reducen al operario al rango de mero instrumento
de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona
humana »; y después de haber llamado por su nombre a los numerosos
pecados, tan frecuentes y difundidos en nuestros días, la misma Constitución
añade: « Todas estas prácticas y otras parecidas son
en sí mismas infamantes, que degradan la civilización humana,
deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente
contrarias al honor debido al Creador ».[168]
Al llamar por su nombre a los pecados que más deshonran al hombre,
y demostrar que ésos son un mal moral que pesa negativamente en cualquier
balance sobre el progreso de la humanidad, el Concilio describe a la vez
todo esto como etapa « de una lucha, y por cierto dramática,
entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas ».[169] La Asamblea
del Sínodo de los Obispos de 1983 sobre la reconciliación y
la penitencia ha precisado todavía mejor el significado personal y
social del pecado del hombre.[170]
44. Pues bien, en el Cenáculo la víspera de su Pasión,
y después la tarde del día de Pascua, Jesucristo se refirió
al Espíritu Santo como el que atestigua que en la historia de la humanidad
perdura el pecado. Sin embargo, el pecado está sometido al poder salvífico
de la Redención. El « convencer al mundo en lo referente al
pecado » no se acaba en el hecho de que venga llamado por su nombre
e identificado por lo que es en toda su dimensión característica.
En el convencer al mundo en lo referente al pecado, el Espíritu de
la verdad se encuentra con la voz de las conciencias humanas.
De este modo se llega a la demostración de las raíces del pecado
que están en el interior del hombre, como pone en evidencia la misma
Constitución pastoral: « En realidad de verdad, los desequilibrios
que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio
fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son
muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A
fuer de creatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se
siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior.
Atraído por muchas solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar.
Más aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no
quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo ».[171]
El texto conciliar se refiere aquí a las conocidas palabras de San
Pablo.[172]
El « convencer en lo referente al pecado » que acompaña
a la conciencia humana en toda reflexión profunda sobre sí
misma, lleva por tanto al descubrimiento de sus raíces en el hombre,
así como de sus influencias en la misma conciencia en el transcurso
de la historia. Encontramos de este modo aquella realidad originaria del
pecado, de la que ya se ha hablado. El Espíritu Santo « convence
en lo referente al pecado » respecto al misterio del principio, indicando
el hecho de que el hombre es ser-creado y, por consiguiente, está
en total dependencia ontológica y ética de su Creador y recordando,
a la vez, la pecaminosidad hereditaria de la naturaleza humana. Pero el Espíritu
Santo Paráclito « convence en lo referente al pecado »
siempre en relación con la Cruz de Cristo. Por esto el cristianismo
rechaza toda « fatalidad » del pecado. « Una dura batalla
contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del
mundo, durará, como dice el Señor, hasta el final » -enseña
el Concilio-.[173] « Pero el Señor vino en persona para liberar
y vigorizar al hombre »[174] El hombre, pues, lejos de dejarse «
enredar » en su condición de pecado, apoyándose en la
voz de la propia conciencia, « ha de luchar continuamente para acatar
el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia
de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo ».[175]
El Concilio ve justamente el pecado como factor de la ruptura que pesa tanto
sobre la vida personal como sobre la vida social del hombre; pero, al mismo
tiempo, recuerda incansablemente la posibilidad de la victoria.
45. El Espíritu de la verdad, que « convence al mundo en lo
referente al pecado », se encuentra con aquella fatiga de la conciencia
humana, de la que los textos conciliares hablan de manera tan sugestiva.
Esta fatiga de la conciencia determina también los caminos de las
conversiones humanas: el dar la espalda al pecado para reconstruir la verdad
y el amor en el corazón mismo del hombre. Se sabe que reconocer el
mal en uno mismo a menudo cuesta mucho. Se sabe que la conciencia no sólo
manda o prohibe, sino que juzga a la luz de las órdenes y de las prohibiciones
interiores. Es también fuente de remordimiento: el hombre sufre interiormente
por el mal cometido. ¿No es este sufrimiento como un eco lejano de
aquel « arrepentimiento por haber creado al hombre », que con
lenguaje antropomórfico el Libro sagrado atribuye a Dios; de aquella
« reprobación » que, inscribiéndose en el «
corazón » de la Trinidad, en virtud del amor eterno se realiza
en el dolor de la Cruz y en la obediencia de Cristo hasta la muerte? Cuando
el Espíritu de la verdad permite a la conciencia humana la participación
en aquel dolor, entonces el sufrimiento de la conciencia es particularmente
profundo y también salvífico. Pues, por medio de un acto de
contrición perfecta, se realiza la auténtica conversión
del corazón: es la « metanoia » evangélica.
La fatiga del corazón humano y la fatiga de la conciencia, donde se
realiza esta « metanoia » o conversión, es el reflejo
de aquel proceso mediante el cual la reprobación se transforma en
amor salvífico, que sabe sufrir. El dispensador oculto de esa fuerza
salvadora es el Espíritu Santo, que es llamado por la Iglesia «
luz de las conciencias », el cual penetra y llena « lo más
íntimo de los corazones » humanos.[176] Mediante esta conversión
en el Espíritu Santo, el hombre se abre al perdón y a la remisión
de los pecados. Y en todo este admirable dinamismo de la conversión-remisión
se confirma la verdad de lo escrito por San Agustín sobre el misterio
del hombre, al comentar las palabras del Salmo: « Abismo que llama
al abismo ».[177] Precisamente en esta « abismal profundidad
» del hombre y de la conciencia humana se realiza la misión
del Hijo y del Espíritu Santo. El Espíritu Santo « viene
» en cada caso concreto de la conversión-remisión, en
virtud del sacrificio de la Cruz, pues, por él, « la sangre
de Cristo … purifica nuestra conciencia de las obras muertas para rendir
culto a Dios vivo ».[178] Se cumplen así las palabras sobre
el Espíritu Santo como « otro Paráclito », palabras
dirigidas a los apóstoles en el Cenáculo e indirectamente a
todos: « Vosotros le conocéis, porque mora con vosotros ».[179]
6. EL PECADO CONTRA EL ESPÍRITU SANTO
46. En el marco de lo dicho hasta ahora, resultan más comprensibles
otras palabras, impresionantes y desconcertantes, de Jesús. Las podríamos
llamar las palabras del « no-perdón ». Nos las refieren
los Sinópticos respecto a un pecado particular que es llamado «
blasfemia contra el Espíritu Santo ». Así han sido referidas
en su triple redacción:
Mateo: « Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres,
pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada. Y al
que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero
al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará
ni en este mundo ni en el otro ».[180]
Marcos: « Se perdonará todo a los hijos de los hombres, los
pecados y las blasfemias, por muchas que éstas sean. Pero el que blasfeme
contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón nunca, antes
bien, será reo de pecado eterno ».[181]
Lucas: « A todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre,
se le perdonará; pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo,
no se le perdonará ».[182]
¿Por qué la blasfemia contra el Espíritu Santo es imperdonable?
¿Cómo se entiende esta blasfemia? Responde Santo Tomás
de Aquino que se trata de un pecado « irremisible según su naturaleza,
en cuanto excluye aquellos elementos, gracias a los cuales se da la remisión
de los pecados ».[183]
Según esta exégesis la « blasfemia » no consiste
en el hecho de ofender con palabras al Espíritu Santo; consiste, por
el contrario, en el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece
al hombre por medio del Espíritu Santo, que actúa en virtud
del sacrificio de la Cruz. Si el hombre rechaza aquel « convencer sobre
el pecado », que proviene del Espíritu Santo y tiene un carácter
salvífico, rechaza a la vez la « venida » del Paráclito
aquella « venida » que se ha realizado en el misterio pascual,
en la unidad mediante la fuerza redentora de la Sangre de Cristo. La Sangre
que « purifica de las obras muertas nuestra conciencia ».
Sabemos que un fruto de esta purificación es la remisión de
los pecados. Por tanto, el que rechaza el Espíritu y la Sangre permanece
en las « obras muertas », o sea en el pecado. Y la blasfemia
contra el Espíritu Santo consiste precisamente en el rechazo radical
de aceptar esta remisión, de la que el mismo Espíritu es el
íntimo dispensador y que presupone la verdadera conversión
obrada por él en la conciencia. Si Jesús afirma que la blasfemia
contra el Espíritu Santo no puede ser perdonada ni en esta vida ni
en la futura, es porque esta « no-remisión »está
unida, como causa suya, a la « no-penitencia », es decir al rechazo
radical del convertirse. Lo que significa el rechazo de acudir a las fuentes
de la Redención, las cuales, sin embargo, quedan « siempre »
abiertas en la economía de la salvación, en la que se realiza
la misión del Espíritu Santo. El Paráclito tiene el
poder infinito de sacar de estas fuentes: « recibirá de lo mío
», dijo Jesús. De este modo el Espíritu completa en las
almas la obra de la Redención realizada por Cristo, distribuyendo
sus frutos. Ahora bien la blasfemia contra el Espíritu Santo es el
pecado cometido por el hombre, que reivindica un pretendido « derecho
de perseverar en el mal » –en cualquier pecado– y rechaza así
la Redención El hombre encerrado en el pecado, haciendo imposible
por su parte la conversión y, por consiguiente, también la
remisión de sus pecados, que considera no esencial o sin importancia
para su vida. Esta es una condición de ruina espiritual, dado que
la blasfemia contra el Espíritu Santo no permite al hombre salir de
su autoprisión y abrirse a las fuentes divinas de la purificación
de las conciencias y remisión de los pecados.
47. La acción del Espíritu de la verdad, que tiende al salvífico
« convencer en lo referente al pecado », encuentra en el hombre
que se halla en esta condición una resistencia interior, como una
impermeabilidad de la conciencia, un estado de ánimo que podría
decirse consolidado en razón de una libre elección: es lo que
la Sagrada Escritura suele llamar « dureza de corazón ».[184]
En nuestro tiempo a esta actitud de mente y corazón corresponde quizás
la pérdida del sentido del pecado, a la que dedica muchas páginas
la Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia.[185]
Anteriormente el Papa Pío XII había afirmado que « el
pecado de nuestro siglo es la pérdida del sentido del pecado »
[186] y esta pérdida está acompañada por la «
pérdida del sentido de Dios ». En la citada Exhortación
leemos: « En realidad, Dios es la raíz y el fin supremo del
hombre y éste lleva en sí un germen divino. Por ello, es la
realidad de Dios la que descubre e ilumina el misterio del hombre. Es vano,
por lo tanto, esperar que tenga consistencia un sentido del pecado respecto
al hombre y a los valores humanos, si falta el sentido de la ofensa cometida
contra Dios, o sea, el verdadero sentido del pecado ».[187] La Iglesia,
por consiguiente, no cesa de implorar a Dios la gracia de que no disminuya
la rectitud en las conciencias humanas, que no se atenúe su sana sensibilidad
ante el bien y el mal. Esta rectitud y sensibilidad están profundamente
unidas a la acción íntima del Espíritu de la verdad.
Con esta luz adquieren un significado particular las exhortaciones del Apóstol:
« No extingáis el Espíritu », « no entristezcáis
al Espíritu Santo ».[188] Pero la Iglesia, sobre todo, no cesa
de suplicar con gran fervor que no aumente en el mundo aquel pecado llamado
por el Evangelio blasfemia contra el Espíritu Santo; antes bien que
retroceda en las almas de los hombres y también en los mismos ambientes
y en las distintas formas de la sociedad, dando lugar a la apertura de las
conciencias, necesaria para la acción salvífica del Espíritu
Santo. La Iglesia ruega que el peligroso pecado contra el Espíritu
deje lugar a una santa disponibilidad a aceptar su misión de Paráclito,
cuando viene para « convencer al mundo en lo referente al pecado, en
lo referente a la justicia y en lo referente al juicio ».
48. Jesús en su discurso de despedida ha unido estos tres ámbitos
del « convencer » como componentes de la misión del Paráclito:
el pecado, la justicia y el juicio. Ellos señalan la dimensión
de aquel misterio de la piedad, que en la historia del hombre se opone al
pecado, es decir al misterio de la impiedad.[189]Por un lado, como se expresa
San Agustín, existe el « amor de uno mismo hasta el desprecio
de Dios »; por el otro, existe el « amor de Dios hasta el desprecio
de uno mismo ».[190] La Iglesia eleva sin cesar su oración y
ejerce su ministerio para que la historia de las conciencias y la historia
de las sociedades en la gran familia humana no se abajen al polo del pecado
con el rechazo de los mandamientos de Dios « hasta el desprecio de
Dios », sino que, por el contrario, se eleven hacia el amor en el que
se manifiesta el Espíritu que da la vida.
Los que se dejan « convencer en lo referente al pecado » por
el Espíritu Santo, se dejan convencer también en lo referente
a « la justicia y al juicio ». EL Espíritu de la verdad
que ayuda a los hombres, a las conciencias humanas, a conocer la verdad del
pecado, a la vez hace que conozcan la verdad de aquella justicia que entró
en la historia del hombre con Jesucristo. De este modo, los que « convencidos
en lo referente al pecado » se convierten bajo la acción del
Paráclito, son conducidos, en cierto modo, fuera del ámbito
del « juicio »: de aquel « juicio » mediante el cual
« el Príncipe de este mundo está juzgado ».[191]
La conversión, en la profundidad de su misterio divino-humano, significa
la ruptura de todo vínculo mediante el cual el pecado ata al hombre
en el conjunto del misterio de la impiedad. Los que se convierten, pues,
son conducidos por el Espíritu Santo fuera del ámbito del «
juicio » e introducidos en aquella justicia, que está en Cristo
Jesús, porque la « recibe » del Padre,[192] como un reflejo
de la santidad trinitaria. Esta es la justicia del Evangelio y de la Redención,
la justicia del Sermón de la montaña y de la Cruz, que realiza
la purificación de la conciencia por medio de la Sangre del Cordero.
Es la justicia que el Padre da al Hijo y a todos aquellos, que se han unido
a él en la verdad y en el amor.
En esta justicia el Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del
Hijo, que « convence al mundo en lo referente al pecado » se
manifiesta y se hace presente al hombre como Espíritu de vida eterna.
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III PARTE:
EL ESPÍRITU QUE DA LA VIDA
1. MOTIVO DEL JUBILEO DEL AÑO DOS MIL: CRISTO QUE FUE CONCEBIDO POR
OBRA Y GRACIA DEL ESPÍRITU SANTO
49. El pensamiento y el corazón de la Iglesia se dirigen al Espíritu
Santo al final del siglo veinte y en la perspectiva del tercer milenio de
la venida de Jesucristo al mundo, mientras miramos al gran Jubileo con el
que la Iglesia celebrará este acontecimiento. En efecto, dicha venida
se mide, según el cómputo del tiempo, como un acontecimiento
que pertenece a la historia del hombre en la tierra. La medida del tiempo,
usada comúnmente, determina los años, siglos y milenios según
transcurran antes o después del nacimiento de Cristo. Pero hay que
tener también presente que, para nosotros los cristianos este acontecimiento
significa, según el Apóstol, la « plenitud de los tiempos
»,[193] porque a través de ellos Dios mismo, con su «
medida », penetró completamente en la historia del hombre: es
una presencia trascendente en el « ahora » (« nunca »)
eterno. « Aquél que es, que era y que va a venir »; aquél
que es « el Alfa y la Omega, el Primero y el Ultimo, el Principio y
el Fin ».[194] « Porque tanto amó Dios al mundo que le
dio su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca,
sino que tenga vida eterna ».[195] « Pero al llegar la plenitud
de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer … para que recibiéramos
la filiación ».[196] y esta encarnación del Hijo-Verbo
tuvo lugar « por obra del Espíritu Santo ».
Los dos evangelistas, a quienes debemos la narración del nacimiento
y de la infancia de Jesús de Nazaret, se pronuncian del mismo modo
sobre esta cuestión. Según Lucas, en la anunciación
del nacimiento de Jesús María pregunta: « ¿Cómo
será esto, puesto que no conozco varón? » y recibe esta
respuesta: « El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el
poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que
ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios ».[197]
Mateo narra directamente: « El nacimiento de Jesucristo fue de esta
manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes
de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del
Espíritu Santo ».[198] José turbado por esta situación,
recibe en sueños la siguiente explicación: « No temas
tomar contigo a María tu esposa, porque lo concebido en ella viene
del Espíritu Santo. Dará a luz a un hijo a quien pondrás
por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus
pecados ». [199]
Por esto, la Iglesia desde el principio profesa el misterio de la encarnación,
misterio-clave de la fe, refiriéndose al Espíritu Santo. Dice
el Símbolo Apostólico: «que fue concebido por obra y
gracia del Espíritu Santo; nació de Santa María Virgen
». Y no se diferencia del Símbolo nicenoconstantinopolitano
cuando afirma: « Y por obra del Espíritu Santo se encarnó
de María la Virgen, y se hizo hombre ».
« Por obra del Espíritu Santo » se hizo hombre aquél
que la Iglesia, con las palabras del mismo Símbolo, confiesa que es
el Hijo consubstancial al Padre: « Dios de Dios, Luzde Luz, Dios verdadero
de Dios verdadero, engendrado, no creado ». Se hizo hombre «
encarnándose en el seno de la Virgen María ». Esto es
lo que se realizó « al llegar la plenitud de los tiempos ».
50. El gran Jubileo, que concluirá el segundo milenio al que la Iglesia
ya se prepara, tiene directamente una dimensión cristológica;
en efecto, se trata de celebrar el nacimiento de Jesucristo. Al mismo tiempo,
tiene una dimensión pneumatológica, ya que el misterio de la
Encarnación se realizó « por obra del Espíritu
Santo ». Lo « realizó aquel Espíritu que -consubstancial
al Padre y al Hijo- es, en el misterio absoluto de Dios uno y trino, la Persona-amor,
el don increado, fuente eterna de toda dádiva que proviene de Dios
en el orden de la creación, el principio directo y, en cierto modo,
el sujeto de la autocomunicación de Dios en el orden de la gracia.
El misterio de la Encarnación de Dios constituye el culmen de esta
dádiva y de esta autocomunicación divina.
En efecto, la concepción y el nacimiento de Jesucristo son la obra
más grande realizada por el Espíritu Santo en la historia de
la creación y de la salvación: la suprema gracia -« la
gracia de la unión »-fuente de todas las demás gracias,
como explica Santo Tomás.[200] A esta obra se refiere el gran Jubileo
y se refiere también -si penetramos en su profundidad- al artífice
de esta obra: la persona del Espíritu Santo.
A « la plenitud de los tiempos » corresponde, en efecto, una
especial plenitud de la comunicación de Dios uno y trino en el Espíritu
Santo. « Por obra del Espíritu Santo » se realiza el misterio
de la « unión hipostática », esto es, la unión
de la naturaleza divina con la naturaleza humana, de la divinidad con la
humanidad en la única Persona del Verbo-Hijo. Cuando María
en el momento de la anunciación pronuncia su « fiat »:
« Hágase en mí según tu palabra »,[201]
concibe de modo virginal un hombre, el Hijo del hombre, que es el Hijo de
Dios. Mediante este « humanarse » del Verbo-Hijo, la autocomunicación
de Dios alcanza su plenitud definitiva en la historia de la creación
y de la salvación. Esta plenitud adquiere una especial densidad y
elocuencia expresiva en el texto del evangelio de San Juan. « La Palabra
se hizo carne ».[202] La Encarnación de Dios-Hijo significa
asumir la unidad con Dios no sólo de la naturaleza humana sino asumir
también en ella, en cierto modo, todo lo que es « carne »
toda la humanidad, todo el mundo visible y material. La Encarnación,
por tanto, tiene también su significado cósmico y su dimensión
cósmica. El « Primogénito de toda la creación
»,[203] al encarnarse en la humanidad individual de Cristo, se une
en cierto modo a toda la realidad del hombre, el cual es también «
carne »,[204] y en ella a toda « carne » y a toda la creación.
51. Todo esto se realiza por obra del Espíritu Santo y, por consiguiente,
pertenece al contenido del gran Jubileo futuro. La Iglesia no puede prepararse
a ello de otro modo, sino es por el Espíritu Santo. Lo que en «
la plenitud de los tiempos » se realizó por obra del Espíritu
Santo, solamente por obra suya puede ahora surgir de la memoria de la Iglesia.
Por obra suya puede hacerse presente en la nueva fase de la historia del
hombre sobre la tierra: el año dos mil del nacimiento de Cristo.
El Espíritu Santo, que cubrió con su sombra el cuerpo virginal
de María, dando comienzo en ella a la maternidad divina, al mismo
tiempo hizo que su corazón fuera perfectamente obediente a aquella
autocomunicación de Dios que superaba todo concepto y toda facultad
humana. « ¡Feliz la que ha creído! »; [205] así
es saludada María por su parienta Isabel, que también estaba
« llena de Espíritu Santo »,[206] En las palabras de saludo
a la que « ha creído », parece vislumbrarse un lejano
(pero en realidad muy cercano) contraste con todos aquellos de los que Cristo
dirá que « no creyeron »,[207] María entró
en la historia de la salvación del mundo mediante la obediencia de
la fe. Y la fe, en su esencia más profunda, es la apertura del corazón
humano ante el don: ante la autocomunicación de Dios por el Espíritu
Santo. Escribe San Pablo: « El Señor es el Espíritu,
y donde está el Espíritu del Señor, allí está
la libertad ».[208] Cuando Dios Uno y Trino se abre al hombre por el
Espíritu Santo, esta « apertura » suya revela y, a la
vez, da a la creatura-hombre la plenitud de la libertad. Esta plenitud, de
modo sublime, se ha manifestado precisamente mediante la fe de María,
mediante « la obediencia a la fe ».[209] Sí, « ¡feliz
la que ha creído! ».
2. MOTIVO DEL JUBILEO: SE HA MANIFESTADO LA GRACIA
52. La obra del Espíritu « que da la vida »alcanza su
culmen en el misterio de la Encarnación. No es posible dar la vida,
que está en Dios de modo pleno, sino es haciendo de ella la vida de
un Hombre, como lo es Cristo en su humanidad personalizada por el Verbo en
la unión hipostática. Y. al mismo tiempo, con el misterio de
la Encarnación se abre de un modo nuevo la fuente de esta vida divina
en la historia de la humanidad: el Espíritu Santo. EL Verbo, «
Primogénito de toda la creación », se convierte en «
el primogénito entre muchos hermanos »[210] y así llega
a ser también la cabeza del cuerpo que es la Iglesia, que nacerá
en la Cruz y se manifestará el día de Pentecostés; y
es en la Iglesia la cabeza de la humanidad: de los hombres de toda nación,
raza, región y cultura, lengua y continente, que han sido llamados
a la salvación. « La Palabra se hizo carne; (aquella Palabra
en la que) estaba la vida, y la vida era la Luz de los hombres … A todos
los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios ».[211]
Pero todo esto se realizó y sigue realizándose incesantemente
« por obra del Espíritu Santo ».
« Hijos de Dios » son, en efecto, como enseña el Apóstol,
« los que son guiados por el Espíritu de Dios ».[212]
La filiación de la adopción divina nace en los hombres sobre
la base del misterio de la Encarnación, o sea, gracias a Cristo, el
eterno Hijo. Pero el nacimiento, o el nacer de nuevo, tiene lugar cuando
Dios Padre « ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de
su Hijo ».[213] Entonces, realmente « recibimos un Espíritu
de hijos adoptivos que nos hace exclamar: « ¡Abbá, Padre!
».[214] Por tanto, aquella filiación divina, insertada en el
alma humana con la gracia santificante, es obra del Espíritu Santo.
« El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar
testimonio de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos;
herederos de Dios, coherederos de Cristo ».[215] La gracia santificante
es en el hombre el principio y la fuente de la nueva vida: vida divina y
sobrenatural.
El don de esta nueva vida es como una respuesta definitiva de Dios a las
palabras del Salmista en las que, en cierto modo, resuena la voz de todas
las criaturas: « Envías tu soplo y son creadas, y renuevas la
faz de la tierra ».[216] Aquél que en el misterio de la creación
da al hombre y al cosmos la vida en sus múltiples formas visibles
e invisibles, la renueva mediante el misterio de la Encarnación. De
esta manera, la creación es completada con la Encarnación e
impregnada desde entonces por las fuerzas de la redención que abarcan
la humanidad y todo lo creado. Nos lo dice San Pablo, cuya visión
cósmico-teológica parece evocar la voz del antiguo Salmo: «
la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación
de los hijos de Dios »,[217] esto es, de aquellos que Dios, habiéndoles
« conocido desde siempre », « los predestinó a reproducir
« la imagen de su Hijo ».[218] Se da así una « adopción
sobrenatural » de los hombres, de la que es origen el Espíritu
Santo, amor y don. Como tal es dado a los hombres. Y en la sobreabundancia
del don increado, por medio del cual los hombres « se hacen partícipes
de la naturaleza divina ».[219] Así la vida humana es penetrada
por la participación de la vida divina y recibe también una
dimensión divina y sobrenatural. Se tiene así la nueva vida
en la que, como partícipes del misterio de la Encarnación,
« con el Espíritu Santo pueden los hombres llegar hasta el Padre
».[220] Hay, por tanto, una íntima dependencia causal entre
el Espíritu que da la vida, la gracia santificante y aquella múltiple
vitalidad sobrenatural que surge en el hombre: entre el Espíritu increado
y el espíritu humano creado.
53. Puede decirse que todo esto se enmarca en el ámbito del gran Jubileo
mencionado antes. En efecto, es necesario ir mas allá de la dimensión
histórica del hecho, considerado exteriormente. Es necesario insertar,
en el mismo contenido cristológico del hecho, la dimensión
pneumatológica, abarcando con la mirada de la fe los dos milenios
de la acción del Espíritu de la verdad, el cual, a través
de los siglos, ha recibido del tesoro de la Redención de Cristo, dando
a los hombres la nueva vida, realizando en ellos la adopción en el
Hijo unigénito, santificándolos, de tal modo que puedan repetir
con San Pablo: « hemos recibido el Espíritu que viene de Dios
».[221] Pero siguiendo el tema del Jubileo, no es posible limitarse
a los dos mil años transcurridos desde el nacimiento de Cristo. Hay
que mirar atrás, comprender toda la acción del Espíritu
Santo aún antes de Cristo: desde el principio, en todo el mundo y,
especialmente, en la economía de la Antigua Alianza. En efecto, esta
acción en todo lugar y tiempo, más aún, en cada hombre,
se ha desarrollado según el plan eterno de salvación, por el
cual está íntimamente unida al misterio de la Encarnación
y de la Redención, que a su vez ejerció su influjo en los creyentes
en Cristo que había de venir. Esto lo atestigua de modo particular
la Carta a los Efesios.[222]por tanto, la gracia lleva consigo una característica
cristológica y a la vez pneumatológica que se verifica sobre
todo en quienes explícitamente se adhieren a Cristo: « En él
(en Cristo) … fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la Promesa,
que es prenda de nuestra herencia para redención del Pueblo de su
posesión ».[223]
Pero siempre en la perspectiva del gran Jubileo, debemos mirar más
abiertamente y caminar « hacia el mar abierto », conscientes
de que « el viento sopla donde quiere », según la imagen
empleada por Jesús en el coloquio con Nicodemo.[224] El Concilio Vaticano
II, centrado sobre todo en el tema de la Iglesia, nos recuerda la acción
del Espíritu Santo incluso « fuera » del cuerpo visible
de la Iglesia. Nos habla justamente de « todos los hombres de buena
voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo visible. Cristo murió
por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola,
es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu
Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios
conocida, se asocien a este misterio pascual ».[225]
54. « Dios es espíritu, y los que adoran deben adorar en espíritu
y verdad ».[226]Estas palabras las pronunció Jesús en
otro de sus coloquios: aquél con la Samaritana. El gran Jubileo, que
se celebrará al final de este milenio y al comienzo del que viene,
ha de constituir una fuerte llamada dirigida a todos los que « adoran
a Dios en espíritu y verdad ». Ha de ser para todos una ocasión
especial para meditar el misterio de Dios uno y trino, que en sí mismo
es completamente trascendente respecto al mundo, especialmente el mundo visible.
En efecto, es Espíritu absoluto: « Dios es espíritu »;
[227] y a la vez, y de manera admirable no sólo está cercano
a este mundo, sino que está presente en él y, en cierto modo,
inmanente, lo penetra y vivifica desde dentro. Esto sirve especialmente para
el hombre: Dios está en lo íntimo de su ser como pensamiento,
conciencia, corazón; es realidad psicológica y ontológica
ante la cual San Agustín decía: « es más íntimo
de mi intimidad »[228] Estas palabras nos ayudan a entender mejor las
que Jesús dirigió a la Samaritana: « Dios es espíritu
». Solamente el Espíritu puede ser « más íntimo
de mi intimidad »tanto en el ser como en la experiencia espiritual;
solamente el Espíritu puede ser tan inmanente al hombre y al mundo,
al permanecer inviolable e inmutable en su absoluta trascendencia
Pero la presencia divina en el mundo y en el hombre se ha manifestado de
modo nuevo y de forma visible en Jesucristo. Verdaderamente en él
« se ha manifestado la gracia ».[229] El amor de Dios Padre,
don, gracia infinita, principio de vida, se ha hecho visible en Cristo, y
en su humanidad se ha hecho « parte » del universo, del género
humano y de la historia. La « manifestación de la gracia en
la historia del hombre, mediante Jesucristo, se ha realizado por obra del
Espíritu Santo, que es el principio de toda acción salvífica
de Dios en el mundo: es el « Dios oculto » [230] que como amor
y don « llena la tierra ».[231] Toda la vida de la Iglesia, como
se manifestará en el gran Jubileo, significa ir al encuentro de Dios
oculto, al encuentro del Espíritu que da la vida.
3. EL ESPÍRITU SANTO EN EL DRAMA INTERNO DEL HOMBRE: LA CARNE TIENE
APETENCIAS CONTRARIAS AL ESPIRITU Y EL ESPÍRITU CONTRARIAS A LA CARNE
55. Por desgracia, a través de la historia de la salvación
resulta que la cercanía y presencia de Dios en el hombre y en el mundo,
aquella admirable condescendencia del Espíritu, encuentra resistencia
y oposición en nuestra realidad humana. Desde este punto de vista
son muy elocuentes las palabras proféticas del anciano Simeón
que « movido por el Espíritu, vino al Templo de Jerusalén
para anunciar ante el recién nacido de Belén que éste
« está puesto para caída y elevación de muchos
en Israel, y para ser señal de contradicción ».[232]
La oposición a Dios, que es Espíritu invisible, nace ya en
cierto modo en el terreno de la diversidad radical del mundo respecto a él,
esto es, de su « visibilidad » y « materialidad »
con relación a él, Espíritu « invisible »
y « absoluto »; nace de su esencial e inevitable imperfección
respecto a él, ser perfectísimo. Pero la oposición se
convierte en drama y rebelión en el terreno ético, por aquel
pecado que toma posesión del corazón humano, en el que «
la carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu
contrarias a la carne ».[233] Como ya hemos dicho, el Espíritu
debe « convencer al mundo » en lo referente a este pecado.
San Pablo es quien de manera particular mente elocuente describe la tensión
y la lucha que turba el corazón humano. Leemos en la Carta a los Gálatas:
« Por mi parte os digo: Si vivís según el Espíritu,
no daréis satisfacción a las apetencias de la carne. Pues la
carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu
contrarias a la carne, como son entre si antagónicos, de forma que
no hacéis lo que quisierais ».[234] Ya en el hombre en cuanto
ser compuesto, espiritual y corporal, existe una cierta tensión, tiene
lugar una cierta lucha entre el « espíritu » y la «
carne ». Pero esta lucha pertenece de hecho a la herencia del pecado,
del que es una consecuencia y, a la: vez, una confirmación. Forma
parte de la experiencia cotidiana. Como escribe el Apóstol: «
Ahora bien, las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza,
libertinaje … embriaguez, orgías y cosas semejantes ». Son los
pecados que se podrían llamar « carnales ». Pero el Apóstol
añade también otros: « odios, discordias, celos, iras,
rencillas, divisiones, envidias ».[235] Todo esto son « las obras
de la carne ».
Pero a estas obras, que son indudablemente malas, Pablo contrapone «
el fruto del Espíritu »: « amor, alegría, paz,
paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí
».[236] Por el contexto parece claro que para el Apóstol no
se trata de discriminar o condenar el cuerpo, que con el alma espiritual
constituye la naturaleza del hombre y su subjetividad personal; sino que
trata de las obras, -mejor dicho, de las disposiciones estables- virtudes
y vicios, moralmente buenas o malas, que son fruto de sumisión (en
el primer caso) o bien de resistencia (en el segundo) a la acción
salvífica del Espíritu Santo. Por ello, el Apóstol escribe:
« Si vivimos según el Espíritu, obremos también
según el Espíritu ».[237] Y en otros pasajes dice: «
Los que viven según la carne, desean lo carnal; más los que
viven según el Espíritu, lo espiritual »; « mas
nosotros no estamos en la carne, sino en el Espíritu, ya que el Espíritu
de Dios habita en nosotros ».[238] La contraposición que San
Pablo establece entre la vida « según el espíritu »
y la vida « según la carne », genera una contraposición
ulterior: la de la « vida » y la « muerte ». «Las
tendencias de la carne son muerte; mas las del espíritu, vida y paz
»; de aquí su exhortación: « Si viveis según
la carne, moriréis. Pero si con el Espíritu hacéis morir
las obras del cuerpo, viviréis ».[239]
Por lo cual ésta es una exhortación a vivir en la verdad, esto
es, según los imperativos de la recta conciencia y, al mismo tiempo,
es una profesión de fe en el Espíritu de la verdad, que da
la vida. En efecto, « Aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado,
el espíritu es vida a causa de la justicia »; « Así
que … no somos deudores de la carne para vivir según la carne »;
[240] somos mas bien, deudores de Cristo, que en el misterio pascual ha realizado
nuestra justificación consiguiéndonos el Espíritu Santo:
« ¡Hemos sido bien comprados! ».[241]
En los textos de San Pablo se superponen -y se compenetran recíprocamente-
la dimensión ontológica (la carne y el espíritu), la
ética (el bien y el mal) y la pneumatológica (la acción
del Espíritu Santo en el orden de la gracia). Sus palabras (especialmente
en las Cartas a los Romanos y a los Gálatas) nos permiten conocer
y sentir vivamente la fuerza de aquella tensión y lucha que tiene
lugar en el hombre entre la apertura a la acción del Espíritu
Santo, y la resistencia y oposición a él, a su don salvífico.
Los términos o polos contrapuestos son, por parte del hombre, su limitación
y pecaminosidad, puntos neurálgicos de su realidad psicológica
y ética; y, por parte de Dios, el misterio del don, aquella incesante
donación de la vida divina por el Espíritu Santo. ¿De
quien será la victoria? De quien haya sabido acoger el don.
56. Por desgracia, la resistencia al Espíritu Santo, que San Pablo
subraya en la dimensión interior y subjetiva como tensión,
lucha y rebelión que tiene lugar en el corazón humano, encuentra
en las diversas épocas históricas y, especialmente, en la época
moderna su dimensión externa, concentrándose como contenido
de la cultura y de la civilización, como sistema filosófico,
como ideología, como programa de acción y formación
de los comportamientos humanos. Encuentra su máxima expresión
en el materialismo, ya sea en su forma teórica -como sistema de pensamiento-ya
sea en su forma práctica -como método de lectura y de valoración
de los hechos- y además como programa de conducta correspondiente.
El sistema que ha dado el máximo desarrollo y ha llevado a sus extremas
consecuencias prácticas esta forma de pensamiento, de ideología
y de praxis, es el materialismo dialéctico e histórico, reconocido
hoy como núcleo vital del marxismo.
Por principio y de hecho el materialismo excluye radicalmente la presencia
y la acción de Dios, que es Espíritu, en el mundo y, sobre
todo, en el hombre por la razón fundamental de que no acepta su existencia,
al ser un sistema esencial y programáticamente ateo. Es el fenómeno
impresionante de nuestro tiempo al que el Concilio Vaticano II ha dedicado
algunas páginas significativas: el ateísmo.[242] Aunque no
se puede hablar del ateísmo de modo unívoco, ni se le puede
reducir exclusivamente a la filosofía materialista dado que existen
varias especies de ateísmo y quizás puede decirse que a menudo
se usa esta palabra de modo equívoco sin embargo es cierto que un
materialismo verdadero y propio entendido como teoría explica la realidad
y tomado como principio clave de la acción personal y social, tiene
carácter ateo. El horizonte de los valores y de los fines de la praxis,
que él delimita, está íntimamente unido a la interpretación
de toda la realidad como « materia ». Si a veces habla también
del « espíritu » y de las « cuestiones del espíritu
», por ejemplo en el campo de la cultura o de la moral, lo hace solamente
porque considera algunos hechos como derivados (epifenómenos) de la
materia, la cual según este sistema es la forma única y exclusiva
del ser. De aquí se sigue que, según esta interpretación,
la religión puede ser entendida solamente como una especie de «
ilusión idealista » que ha de ser combatida con los modos y
métodos más oportunos según los lugares y circunstancias
históricas, para eliminarlas de la sociedad y del corazón mismo
del hombre.
Se puede decir, por tanto, que el materialismo es el desarrollo sistemático
y coherente de aquella « resistencia » y oposición denunciados
por San Pablo con estas palabras: « La carne tiene apetencias contrarias
al espíritu ». Este conflicto es, sin embargo, recíproco
como lo pone de relieve el Apóstol en la segunda parte de su máxima:
« El espíritu tiene apetencias contrarias a la carne ».
El que quiere vivir según el Espíritu, aceptando y correspondiendo
a su acción salvífica, no puede dejar de rechazar las tendencias
y pretenciones internas y externas de la « carne », incluso en
su expresión ideológica e histórica de « materialismo
» antirreligioso. En esta perspectiva tan característica de
nuestro tiempo se deben subrayar las « apetencias del espíritu
» en los preparativos del gran Jubileo, como llamadas que resuenan
en la noche de un nuevo tiempo de adviento, donde al final, como hace dos
mil años, « todos verán la salvación de Dios ».[243]
Esta es una posibilidad y una esperanza que la Iglesia confía a los
hombres de hoy. Ella sabe que el encuentro-choque entre las « apetencias
contrarias al espíritu » que caracterizan tantos aspectos de
la civilización contemporánea, especialmente en algunos de
sus ámbitos y las « apetencias contrarias a la carne »,
con el acercamiento de Dios, con su encarnación, con su comunicación
siempre nueva del Espíritu Santo, puede representar en muchos casos
un carácter dramático y terminar en nuevas derrotas humanas.
Pero ella cree firmemente que, por parte de Dios, existe siempre una comunicación
salvífica, una venida salvífica y, si acaso, un salvífico
« convencer en lo referente al pecado » por obra del Espíritu.
57. En la contraposición paulina entre el « espíritu
» y la « carne » está incluida también la
contraposición entre la « vida » y la « muerte ».
Este es un grave problema sobre el que se debe decir ahora que el materialismo,
como sistema de pensamiento en cualquiera de sus versiones, significa la
aceptación de la muerte como final definitivo de la existencia humana.
Todo lo que es material es corruptible y, por tanto, el cuerpo humano (en
cuanto « animal ») es mortal. Si el hombre en su esencia es sólo
« carne », la muerte es para él una frontera y un término
insalvable. Entonces se entiende el que pueda decirse que la vida humana
es exclusivamente un « existir para morir ».
Es necesario añadir que en el horizonte de la civilización
contemporánea -especialmente la más avanzada en sentido técnico-científico-
los signos y señales de muerte han llegado a ser particularmente presentes
y frecuentes. Baste pensar en la carrera armamentista y en el peligro, a
que la misma conlleva, de una autodestrucción nuclear. Por otra parte,
se hace cada vez más patente a todos la grave situación de
extensas regiones del planeta, marcadas por la indigencia y el hambre que
llevan a la muerte. Se trata de problemas que no son sólo económicos,
sino también y ante todo éticos. Pero en el horizonte de nuestra
época se vislumbran « signos de muerte » aún más
sombríos; se ha difundido el uso -que en algunos lugares corre el
riesgo de convertirse en institución- de quitar la vida a los seres
humanos aún antes de su nacimiento, o también antes de que
lleguen a la meta natural de la muerte. Y más aún, a pesar
de tan nobles esfuerzos en favor de la paz, se han desencadenado y se dan
todavía nuevas guerras que privan de la vida o de la salud a centenares
de miles de hombres. Y ¿cómo no recordar los atentados a la
vida humana por parte del terrorismo, organizado incluso a escala internacional?
Por desgracia, esto es solamente un esbozo parcial e incompleto del cuadro
de muerte que se está perfilando en nuestra época, mientras
nos acercamos cada vez más al final del segundo milenio cristiano.
Desde el sombrío panorama de la civilización materialista y,
en particular, desde aquellos signos de muerte que se multiplican en el marco
sociológico-histórico en que se mueve ¿no surge acaso
una nueva invocación, más o menos consciente, al Espíritu
que da la vida? En cualquier caso, incluso independientemente del grado de
esperanza o de desesperación humana, así como de las ilusiones
o de los desengaños que se derivan del desarrollo de los sistemas
materialistas de pensamiento y de vida, queda la certeza cristiana de que
el viento sopla donde quiere, de que nosotros poseemos « las primicias
del Espíritu » y que, por tanto, podemos estar también
sujetos a los sufrimientos del tiempo que pasa, pero « gemimos en nuestro
interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo »,[244] esto es, de
nuestro ser humano, corporal y espiritual. Gemimos, sí, pero en una
espera llena de indefectible esperanza, porque precisamente a este ser humano
se ha acercado Dios, que es Espíritu. « Dios, habiendo enviado
a su propio Hijo en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado,
condenó el pecado en la carne ».[245] En el culmen del misterio
pascual, el Hijo de Dios, hecho hombre y crucificado por los pecados del
mundo, se presentó en medio de sus discípulos después
de la resurrección, sopló sobre ellos y dijo: « Recibid
el Espíritu Santo ». Este « soplo » permanece para
siempre. He aquí que « el Espíritu viene en ayuda de
nuestra flaqueza ».[246]
4. EL ESPÍRITU SANTO FORTALECE EL HOMBRE INTERIOR
58. El misterio de la Resurrección y de Pentecostés es anunciado
y vivido por la Iglesia, que es la heredera y continuadora del testimonio
de los Apóstoles sobre la resurrección de Jesucristo. Es el
testigo perenne de la victoria sobre la muerte, que reveló la fuerza
del Espíritu Santo y determinó su nueva venida, su nueva presencia
en los hombres y en el mundo. En efecto, en la resurreción de Cristo,
el Espíritu Santo Paráclito se reveló sobre todo como
el que da la vida: « Aquél que resucitó a Cristo de entre
los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales
por su Espíritu que habita en vosotros ».[247]En nombre de la
resurrección de Cristo la Iglesia anuncia la vida, que se ha manifestado
más allá del límite de la muerte, la vida que es más
fuerte que la muerte. Al mismo tiempo, anuncia al que da la vida: el Espíritu
vivificante;lo anuncia y coopera con él en dar la vida. En efecto,
« aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu
es vida a causa de la justicia » [248] realizada por Cristo crucificado
y resucitado. Y en nombre de la resurrección de Cristo, la Iglesia
sirve a la vida que proviene de Dios mismo, en íntima unión
y humilde servicio al Espíritu. Precisamente por medio de este servicio
el hombre se convierte de modo siempre nuevo en « el camino de la Iglesia
», como dije ya en la Encíclica sobre Cristo Redentor [249]
y ahora repito en ésta sobre el Espíritu Santo. La Iglesia
unida al Espíritu, es consciente más que nadie de la realidad
del hombre interior, de lo que en el hombre hay de más profundo y
esencial, porque es espiritual e incorruptible. A este nivel el Espíritu
injerta la « raíz de la inmortalidad »,[250] de la que
brota la nueva vida, esto es, la vida del hombre en Dios que, como fruto
de su comunicación salvífica por el Espíritu Santo,
puede desarrollarse y consolidarse solamente bajo su acción. Por ello,
el Apóstol se dirige a Dios en favor de los creyentes, a los que dice:
« Doblo mis rodillas ante el Padre … para que os conceda que seáis
fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior
».[251]
Bajo el influjo del Espíritu Santo madura y se refuerza este hombre
interior, esto es, « espiritual ». Gracias a la comunicación
divina el espíritu humano que « conoce los secretos del hombre
», se encuentra con el Espíritu que « todo lo sondea,
hasta las profundidades de Dios ».[252]Por este Espíritu, que
es el don eterno, Dios uno y trino se abre al hombre, al espíritu
humano. El soplo oculto del Espíritu divino hace que el espíritu
humano se abra, a su vez, a la acción de Dios salvífica y santificante.
Mediante el don de la gracia que viene del Espíritu el hombre entra
en « una nueva vida », es introducido en la realidad sobrenatural
de la misma vida divina y llega a ser « santuario del Espíritu
Santo », « templo vivo de Dios ».[253] En efecto, por el
Espíritu Santo, el Padre y el Hijo vienen al hombre y ponen en él
su morada.[254] En la comunión de gracia con la Trinidad se dilata
el « área vital » del hombre, elevada a nivel sobrenatural
por la vida divina. El hombre vive en Dios y de Dios: vive « según
el Espíritu » y « desea lo espiritual ».
59. La relación íntima con Dios por el Espíritu Santo
hace que el hombre se comprenda, de un modo nuevo, también a sí
mismo y a su propia humanidad. De esta manera, se realiza plenamente aquella
imagen y semejanza de Dios que es el hombre desde el principio.[255] Esta
verdad íntima sobre el ser humano ha de ser descubierta constantemente
a la luz de Cristo que es el prototipo de la relación con Dios y,
en él, debe ser descubierta también la razón de «
la entrega sincera de sí mismo a los demás », como escribe
el Concilio Vaticano II; precisamente en razón de esta semejanza divina
se demuestra que el hombre « es la única criatura terrestre
a la que Dios ha amado por sí misma », en su dignidad de persona,
pero abierta a la integración y comunión social.[256] El conocimiento
eficaz y la realización plena de esta verdad del ser se dan solamente
por obra del Espíritu Santo. El hombre llega al conocimiento de esta
verdad por Jesucristo y la pone en práctica en su vida por obra del
Espíritu, que el mismo Jesús nos ha dado.
En este camino, « camino de madurez interior » que supone el
pleno descubrimiento del sentido de la humanidad, Dios se acerca al hombre,
penetra cada vez más a fondo en todo el mundo humano. Dios uno y trino,
que en sí mismo « existe » como realidad trascendente
de don interpersonal al comunicarse por el Espíritu Santo como don
al hombre, transforma el mundo humano desde dentro, desde el interior de
los corazones y de las conciencias. De este modo el mundo, partícipe
del don divino, se hace como enseña el Concilio, « cada vez
más humano, cada vez más profundamente humano »,[257]
mientras madura en él, a través de los corazones y de las conciencias
de los hombres, el Reino en el que Dios será definitivamente «
todo en todos »: [258] como don y amor. Don y amor: éste es
el eterno poder de la apertura de Dios uno y trino al hombre y al mundo,
por el Espíritu Santo.
En la perspectiva del año dos mil desde el nacimiento de Cristo se
trata de conseguir que un número cada vez mayor de hombres «
puedan encontrar su propia plenitud … en la entrega sincera de sí
mismo a los demás » según la citada frase del Concilio.
Que bajo la acción del Espíritu Paráclito se realice
en nuestro mundo el proceso de verdadera maduración en la humanidad,
en la vida individual y comunitaria por el cual Jesús mismo «
cuando ruega al Padre que "todos sean uno, como nosotros también somos
uno" (Jn 17, 21-22), sugiere una cierta semejanza entre la unión de
las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad
y en la caridad ».[259] El Concilio reafirma esta verdad sobre el hombre,
y la Iglesia ve en ella una indicación particularmente fuerte y determinante
de sus propias tareas apostólicas. En efecto, si el hombre es «
el camino de la Iglesia », este camino pasa a través de todo
el misterio de Cristo, como modelo divino del hombre. Sobre este camino el
Espíritu Santo, reforzando en cada uno de nosotros « al hombre
interior » hace que el hombre, cada vez mejor, pueda « encontrarse
en la entrega sincera de sí mismo a los demás ». Puede
decirse que en estas palabras de la Constitución pastoral del Concilio
se compendia toda la antropología cristiana:la teoría y la
praxis, fundada en el Evangelio, en la cual el hombre, descubriendo en sí
mismo su pertenencia a Cristo, y en a la elevación a « hijo
de Dios », comprende mejor también su dignidad de hombre, precisamente
porque es el sujeto del acercamiento y de la presencia de Dios, sujeto de
la condescendencia divina en la que está contenida la perspectiva
e incluso la raíz misma de la glorificación definitiva. Entonces
se puede repetir verdaderamente que la « gloria de Dios es el hombre
viviente, pero la vida del hombre es la visión de Dios »: [260]
el hombre, viviendo una vida divina, es la gloria de Dios, y el Espíritu
Santo es el dispensador oculto de esta vida y de esta gloria. El -dice Basilio
el Grande- « simple en su esencia y variado en sus dones … se reparte
sin sufrir división … está presente en cada hombre capaz de
recibirlo, como si sólo él existiera y, no obstante, distribuye
a todos gracia abundante y completa ».[261]
60. Cuando, bajo el influjo del Paráclito, los hombres descubren esta
dimensión divina de su ser y de su vida, ya sea como personas ya sea
como comunidad, son capaces de liberarse de los diversos determinismos derivados
principalmente de las bases materialistas del pensamiento, de la praxis y
de su respectiva metodología. En nuestra época estos factores
han logrado penetrar hasta lo más íntimo del hombre, en el
santuario de la conciencia, donde el Espíritu Santo infunde constantemente
la luz y la fuerza de la vida nueva según la libertad de los hijos
de Dios. La madurez del hombre en esta vida está impedida por los
condicionamientos y las presiones que ejercen sobre él las estructuras
y los mecanismos dominantes en los diversos sectores de la sociedad. Se puede
decir que en muchos casos los factores sociales, en vez de favorecer el desarrollo
y la expansión del espíritu humano, terminan por arrancarlo
de la verdad genuina de su ser y de su vida, -sobre la que vela el Espíritu
Santo- para someterlo así al « Príncipe de este mundo
».
El gran Jubileo del año dos mil contiene, por tanto, un mensaje de
liberación por obra del Espíritu, que es el único que
puede ayudar a las personas y a las comunidades a liberarse de los viejos
y nuevos determinismos, guiándolos con la « ley del espíritu
que da la vida en Cristo Jesús »,[262] descubriendo y realizando
la plena dimensión de la verdadera libertad del hombre. En efecto
-como escribe San Pablo- « donde está el Espíritu del
Señor, allí está la libertad ».[263] Esta revelación
de la libertad y, por consiguiente, de la verdadera dignidad del hombre adquiere
un significado particular para los cristianos y para la Iglesia en estado
de persecución -ya sea en los tiempos antiguos, ya sea en la actualidad-,
porque los testigos de la verdad divina son entonces una verificación
viva de la acción del Espíritu de la verdad, presente en el
corazón y en la conciencia de los fieles, y a menudo sellan con su
martirio la glorificación suprema de la dignidad humana.
También en las situaciones normales de la sociedad los cristianos,
como testigos de la auténtica dignidad del hombre, por su obediencia
al Espíritu Santo, contribuyen a la múltiple « renovación
de la faz de la tierra », colaborando con sus hermanos a realizar y
valorar todo lo que el progreso actual de la civilización, de la cultura,
de la ciencia, de la técnica y de los demás sectores del pensamiento
y de la actividad humana, tiene de bueno, noble y bello.[264] Esto lo hacen
como discípulos de Cristo, -como escribe el Concilio- « constituido
Señor por su resurrección … obra ya por virtud de su Espíritu
en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del
siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también
con ese deseo aquellos generosos propósitos con los que la familia
humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra
a este fin ».[265] De esta manera, afirman aún más la
grandeza del hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios; grandeza que es
iluminada por el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, el cual,
« en la plenitud de los tiempos », por obra del Espíritu
Santo, ha entrado en la historia y se ha manifestado como verdadero hombre,
primogénito de toda criatura, « del cual proceden todas las
cosas y para el cual somos ».[266]
5. LA IGLESIA SACRAMENTO DE LA UNIÓN INTIMA CON DIOS
61. Acercándose el final del segundo milenio, que a todos debe recordar
y casi hacer presente de nuevo la venida del Verbo en la plenitud de los
tiempos, la Iglesia, una vez más, trata de penetrar en la esencia
misma de su constitución divino-humana y de aquella misión
que la hace participar en la misión mesiánica de Cristo, según
la enseñanza y el plan siempre válido del Concilio Vaticano
II. Siguiendo esta línea, podemos remontarnos al Cenáculo donde
Jesucristo revela el Espíritu Santo como Paráclito, como Espíritu
de la verdad, y habla de su propia « partida » mediante la Cruz
como condición necesaria de su « venida »: « Os
conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros
el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré ».[267] Hemos
visto que este anuncio ha tenido ya su primera realización la tarde
del día de Pascua y luego durante la celebración de Pentecostés
en Jerusalén, y que desde entonces se verifica en la historia de la
humanidad a través de la Iglesia.
A la luz de este anuncio adquiere igualmente pleno significado lo que Jesús,
durante la última Cena, dice a propósito de su nueva «
venida ». En efecto, es signicativo que en el mismo discurso de despedida,
anuncie no sólo su « partida », sino también su
nueva « venida ». Dice textualmente: « No os dejaré
huérfanos; volveré a vosotros ».[268]Y en el momento
de la despedida definitiva, antes de subir al cielo, repetirá aun
más explícitamente: « He aquí que yo estoy con
vosotros todos los días hasta el fin del mundo ».[269] Esta
nueva « venida » de Cristo, este continuo venir para estar con
los apóstoles y con la Iglesia, este « yo estoy con vosotros
todos los días hasta el fin del mundo », ciertamente no cambia
el hecho de su « partida »; le sigue a ésa tras la conclusión
de la actividad mesiánica de Cristo en la tierra, y tiene lugar en
el marco del preanunciado envío del Espíritu Santo y, por así
decir, se encuadra dentro de su misma misión. Y sin embargo se cumple
por obra del Espíritu Santo, el cual hace que Cristo, que se ha ido,
venga ahora y siempre de un modo nuevo. Esta nueva venida de Cristo por obra
del Espíritu Santo y su constante presencia y acción en la
vida espiritual, se realizan en la realidad sacramental. En ella Cristo,
que se ha ido en su humanidad visible, viene, está presente y actúa
en la Iglesia de una manera tan íntima que la constituye como Cuerpo
suyo. En cuanto tal, la Iglesia vive, actúa y crece « hasta
el fin del mundo ». Todo esto acontece por obra del Espíritu
Santo.
62. La expresión sacramental más completa de la partida de
Cristo por medio del misterio de la Cruz y de la Resurrección es la
Eucaristía. En ella se realiza sacramentalmente cada vez su venida
y su presencia salvífica: en el Sacrificio y en la Comunión.
Se realiza por obra del Espíritu Santo, dentro de su propia misión.[270]
Mediante la Eucaristía el Espíritu Santo realiza aquel «
fortalecimiento del hombre interior » del que habla la Carta a los
Efesios.[271] Mediante la Eucaristía, las personas y comunidades,
bajo la acción del Paráclito consolador, aprenden a descubrir
el sentido divino de la vida humana, aludido por el Concilio: el sentido
por el que Jesucristo « revela plenamente el hombre al hombre »,
sugiriendo « una cierta semejanza entre la unión de las Personas
divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad
».[272] Esta unión se expresa y se realiza especialmente mediante
la Eucaristía en la que el hombre, participando del sacrificio de
Cristo, que tal celebración actualiza, aprende también a «
encontrarse … en la entrega sincera de sí mismo » [273] en la
comunión con Dios y con los otros hombres, sus hermanos.
Por esto los primeros cristianos, ya desde los días que siguieron
a la venida del Espíritu Santo, « acudían asiduamente
a la fracción del pan y a la oración », formando así
una comunidad unida en las enseñanzas de los apóstoles.[274]
De esta manera « reconocían » que su Señor resucitado
y ya ascendido al cielo, venía nuevamente, en medio de ellos, en la
comunidad eucarística de la Iglesia y por medio de ésta. Guiada
por el Espíritu Santo, la Iglesia desde el principio se manifestó
y se confirmó a sí misma a través de la Eucaristía.
Y así ha sido siempre en todas las generaciones cristianas hasta nuestros
días, hasta esta vigilia del cumplimiento del segundo milenio cristiano.
Ciertamente, debemos constatar, por desgracia, que el milenio ya transcurrido
ha sido el de las grandes divisiones entre los cristianos. Por consiguiente,
todos los creyentes en Cristo, a ejemplo de los Apóstoles, deberán
poner todo su empeño en conformar su pensamiento y acción a
la voluntad del Espíritu Santo, « principio de unidad de la
Iglesia »,[275]para que todos los bautizados en un solo Espíritu,
para formar un solo cuerpo, se encuentren unidos como hermanos en la celebración
de la misma Eucaristía
« sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad
».[276]
63. La presencia eucarística de Cristo, su sacramental « estoy
con vosotros », permite a la Iglesia descubrir cada vez más
profundamente su propio misterio, como atestigua toda la eclesiología
del Concilio Vaticano II, para el cual « la Iglesia es en Cristo un
sacramento, o sea signo o instrumento de la unión íntima con
Dios y de unidad de todo el género humano ».[277] Como sacramento,
la Iglesia se desarrolla desde el misterio pascual de la « partida
» de Cristo, viviendo de su « venida » siempre nueva por
obra del Espíritu Santo, dentro de la misma misión del Paráclito-Espíritu
de la verdad. Este es precisamente el misterio esencial de la Iglesia como
proclama el Concilio.
Si en virtud de la creación Dios es aquél en el que todos «
vivimos, nos movemos y existimos »,[278] a su vez la fuerza de la Redención
perdura y se desarrolla en la historia del hombre y del mundo como en un
doble « ritmo », cuya fuente se encuentra en el eterno Padre.
Por un lado, es el ritmo de la misión del Hijo, que ha venido al mundo,
naciendo de la Virgen María por obra del Espíritu Santo; y
por el otro, es también el ritmo de la misión del Espíritu
Santo, como ha sido revelado definitivamente por Cristo. Por medio de la
« partida » del Hijo, el Espíritu ha venido y viene constantemente
como Paráclito y Espíritu de la verdad. Y en el ámbito
de su misión, casi como en la intimidad de la presencia invisible
del Espíritu, el Hijo, que « se había ido » a través
del misterio pascual, « viene » y está continuamente presente
en el misterio de la Iglesia, ocultándose o manifestándose
en su historia y dirigiendo siempre su curso. Todo esto tiene lugar sacramentalmente
por obra del Espíritu Santo, el cual, tomando de las riquezas de la
Redención de Cristo, da la vida continuamente. La Iglesia, al tomar
conciencia cada vez más viva de este misterio, se ve mejor a sí
misma sobre todo como sacramento. Esto sucede también porque, por
voluntad de su Señor, mediante los diversos sacramentos la Iglesia
realiza su ministerio salvífico para el hombre. El ministerio sacramental,
cada vez que se realiza, lleva consigo el misterio de la « partida
» de Cristo mediante la Cruz y la Resurrección, por medio de
la cual viene el Espíritu Santo. Viene y actúa: « da
la vida ». En efecto, los Sacramentos significan la gracia y confieren
la gracia; significan la vida y dan la vida. La Iglesia es la dispensadora
visible de los signos sagrados, mientras el Espíritu Santo actúa
en ellos como dispensador invisible de la vida que significan. Junto con
el Espíritu está y actúa en ellos Cristo Jesús.
64. Si la Iglesia es el sacramento de la unión íntima con Dios,
lo es en Jesucristo, en quien esta misma unión se verifica como realidad
salvífica. Lo es en Jesucristo, por obra del Espíritu Santo.
La plenitud de la realidad salvífica, que es Cristo en la historia,
se difunde de modo sacramental por el poder del Espíritu Paráclito.
De este modo, el Espíritu Santo es « el otro Paráclito
» o « nuevo consolador » porque, mediante su acción,
la Buena Nueva toma cuerpo en las conciencias y en los corazones humanos
y se difunde en la historia. En todo está el Espíritu Santo
que da la vida.
Cuando usamos la palabra « sacramento » referido a la Iglesia,
hemos de tener presente que en el texto conciliar la sacramentalidad de la
Iglesia aparece distinta de aquella que, en sentido estricto, es propia de
los Sacramentos. Leemos al respecto: « La Iglesia es … como un sacramento,
o sea signo o instrumento de la unión íntima con Dios ».
Pero lo que cuenta y emerge del sentido analógico, con el que la palabra
es empleada en los dos casos, es la relación que la Iglesia tiene
con el poder del Espíritu Santo, que él solo da la vida; la
Iglesia es signo e instrumento de la presencia y de la acción del
Espíritu vivificante.
El Vaticano II añade que la Iglesia es « un sacramento de la
unidad de todo el género humano ». Se trata evidentemente de
la unidad que el género humano, diferenciado en sí mismo de
muchas maneras, tiene de Dios y en Dios. Ella tiene sus raíces en
el misterio de la creación y adquiere una nueva dimensión en
el misterio de la Redención, en orden a la salvación universal.
Puesto que Dios « quiere que todos los hombres se salven y lleguen
al conocimiento de la verdad »,[279] la Redención comprende
todos los hombres y, en cierto modo, toda la creación. En la misma
dimensión universal de la Redención actúa, en virtud
de la « partida » de Cristo, el Espíritu Santo. Por ello
la Iglesia, fundamentada mediante su propio misterio en la economía
trinitaria de la salvación, con razón se ve a sí misma
como « sacramento de la unidad de todo el género humano ».
Sabe que lo es por el poder del Espíritu Santo, de cuyo poder es signo
e instrumento en la actuación del plan salvífico de Dios.
De este modo, se realiza la « condescendencia »del infinito Amor
trinitario: el acercamiento de Dios, Espíritu invisible, al mundo
visible. Dios uno y trino se comunica al hombre por el Espíritu Santo
desde el principio mediante su « imagen y semejanza ». Bajo la
acción del mismo Espíritu el hombre y, por medio de él,
el mundo creado redimido por Cristo, se acercan a su destino definitivo en
Dios. De este acercamiento de los dos polos de la creación y de la
redención, Dios y el hombre, la Iglesia se convierte en « sacramento,
o sea signo e instrumento ». Ella actúa para restablecer y reforzar
la unidad en las raíces mismas del género humano: en la relación
de comunión que el hombre tiene con Dios como su Creador, Señor
y Redentor. Es una verdad que, en base a las enseñanzas del Concilio,
podemos meditar, desarrollar y aplicar en toda la extensión de su
significado en esta fase del paso del segundo al tercer milenio cristiano.
Y nos resulta entrañable tener conciencia cada vez más viva
del hecho de que dentro de la acción desarrollada por la Iglesia en
la historia de la salvación -que está inscrita en la historia
de la humanidad- está presente y operante el Espíritu Santo,
aquél que con el soplo de la vida divina impregna la peregrinación
terrena del hombre y hace confluir toda la creación -toda la historia-hacia
su último término en el océano infinito de Dios
6. EL ESPÍRITU Y LA ESPOSA DICEN: ¡VEN!
65. El soplo de la vida divina, el Espíritu Santo, en su manera más
simple y común, se manifiesta y se hace sentir en la oración.
Es hermoso y saludable pensar que, en cualquier lugar del mundo donde se
ora, allí está el Espíritu Santo, soplo vital de la
oración. Es hermoso y saludable reconocer que si la oración
está difundida en todo el orbe, en el pasado, en el presente y en
el futuro, de igual modo está extendida la presencia y la acción
del Espíritu Santo, que « alienta » la oración
en el corazón del hombre en toda la inmensa gama de las mas diversas
situaciones y de las condiciones, ya favorables, ya adversas a la vida espiritual
y religiosa. Muchas veces, bajo la acción del Espíritu, la
oración brota del corazón del hombre no obstante las prohibiciones
y persecuciones, e incluso las proclamaciones oficiales sobre el carácter
arreligioso o incluso ateo de la vida pública. La oración es
siempre la voz de todos aquellos que aparentemente no tienen voz, y en esta
voz resuena siempre aquel « poderoso clamor », que la Carta a
los Hebreos atribuye a Cristo.[280] La oración es también la
revelación de aquel abismo que es el corazón del hombre: una
profundidad que es de Dios y que sólo Dios puede colmar, precisamente
con el Espíritu Santo. Leemos en San Lucas: « Si, pues, vosotros,
siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto
más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los
que se lo pidan ».[281]
El Espíritu Santo es el don, que viene al corazón del hombre
junto con la oración. En ella se manifiesta ante todo y sobre todo
como el don que « viene en auxilio de nuestra debilidad ». Es
el rico pensamiento desarrollado por San Pablo en la Carta a los Romanos
cuando escribe: « Nosotros no sabemos cómo pedir para orar como
conviene; mas el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos
inefables ».[282] Por consiguiente, el Espíritu Santo no sólo
hace que oremos, sino que nos guía « interiormente » en
la oración, supliendo nuestra insuficiencia y remediando nuestra incapacidad
de orar. Está presente en nuestra oración y le da una dimensión
divina.[283] De esta manera, « el que escruta los corazones conoce
cual es la aspiración del Espíritu y que su intercesión
a favor de los santos es según Dios ».[284] La oración
por obra del Espíritu Santo llega a ser la expresión cada vez
más madura del hombre nuevo, que por medio de ella participa de la
vida divina.
Nuestra difícil época tiene especial necesidad de la oración.
Si en el transcurso de la historia -ayer como hoy- muchos hombres y mujeres
han dado testimonio de la importancia de la oración, consagrándose
a la alabanza a Dios y a la vida de oración, sobre todo en los Monasterios,
con gran beneficio para la Iglesia, en estos años va aumentando también
el número de personas que, en movimientos o grupos cada vez más
extendidos, dan la primacía a la oración y en ella buscan la
renovación de la vida espiritual. Este es un síntoma significativo
y consolador, ya que esta experiencia ha favorecido realmente la renovación
de la oración entre los fieles que han sido ayudados a considerar
mejor el Espíritu Santo, que suscita en los corazones un profundo
anhelo de santidad.
En muchos individuos y en muchas comunidades madura la conciencia de que,
a pesar del vertiginoso progreso de la civilización técnico-científica
y no obstante las conquistas reales y las metas alcanzadas, el hombre y la
humanidad están amenazados. Frente a este peligro, y habiendo ya experimentado
antes la espantosa realidad de la decadencia espiritual del hombre, personas
y comunidades enteras -como guiados por un sentido interior de la fe- buscan
la fuerza que sea capaz de levantar al hombre, salvarlo de sí mismo,
de su propios errores y desorientaciones, que con frecuencia convierten en
nocivas sus propias conquistas. Y de esta manera descubren la oración,
en la que se manifiesta « el Espíritu que viene en ayuda de
nuestra flaqueza ». De este modo, los tiempos en que vivimos acercan
al Espíritu Santo muchas personas que vuelven a la oración.
Y confío en que todas ellas encuentren en la enseñanza de esta
Encíclica una ayuda para su vida interior y consigan fortalecer, bajo
la acción del Espíritu, su compromiso de oración, de
acuerdo con la Iglesia y su Magisterio.
66. En medio de los problemas, de las desilusiones y esperanzas, de las deserciones
y retornos de nuestra época, la Iglesia permanece fiel al misterio
de su nacimiento. Si es un hecho histórico que la Iglesia salió
del Cenáculo el día de Pentecostés, se puede decir en
cierto modo que nunca lo ha dejado. Espiritualmente el acontecimiento de
Pentecostés no pertenece sólo al pasado: la Iglesia está
siempre en el Cenáculo que lleva en su corazón. La Iglesia
persevera en la oración, como los Apóstoles junto a María,
Madre de Cristo, y junto a aquellos que constituían en Jerusalén
el primer germen de la comunidad cristiana y aguardaban , en oración,
la venida del Espíritu Santo.
La Iglesia persevera en oración con María. Esta unión
de la Iglesia orante con la Madre de Cristo forma parte del misterio de la
Iglesia desde el principio: la vemos presente en este misterio como está
presente en el misterio de su Hijo. Nos lo dice el Concilio: « La Virgen
Santísima … cubierta con la sombra del Espíritu Santo … dio
a la luz al Hijo, a quien Dios constituyó primogénito entre
muchos hermanos (cf. Rom 8, 29), esto es, los fieles, a cuya generación
y educación coopera con amor materno »; ella, « por sus
gracias y dones singulares, … unida con la Iglesia … es tipo de la Iglesia
».[285] « La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando
su caridad … se hace también madre » y «a imitación
de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo,
conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida
y una caridad sincera ». Ella (la Iglesia) « es igualmente virgen,
que guarda … la fe prometida al Esposo ». [286]
De este modo se comprende el profundo sentido del motivo por el que la Iglesia,
unida a la Virgen Madre, se dirige incesantemente como Esposa a su divino
Esposo, como lo atestiguan las palabras del Apocalipsis que cita el Concilio:
« El Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús:
« ¡Ven! ».[287] La oración de la Iglesia es esta
invocación incesante en la que a el Espíritu mismo intercede
por nosotros »; en cierta manera él mismo la pronuncia con la
Iglesia y en la Iglesia. En efecto, el Espíritu ha sido dado a la
Iglesia para que, por su poder, toda la comunidad del pueblo de Dios, a pesar
de sus múltiples ramificaciones y diversidades, persevere en la esperanza:
aquella esperanza en la que « hemos sido salvados ».[288] Es
la esperanza escatológica, la esperanza del cumplimiento definitivo
en Dios, la esperanza del Reino eterno, que se realiza por la participación
en la vida trinitaria. El Espíritu Santo, dado a los Apóstoles
como Paráclito, es el custodio y el animador de esta esperanza en
el corazón de la Iglesia.
En la perspectiva del tercer milenio después de Cristo, mientras «
el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús; "¡Ven!",
esta oración suya conlleva, como siempre, una dimensión escatológica
destinada también a dar pleno significado a la celebración
del gran Jubileo. Es una oración encaminada a los destinos salvíficos
hacia los cuales el Espíritu Santo abre los corazones con su acción
a través de toda la historia del hombre en la tierra. Pero al mismo
tiempo, esta oración se orienta hacia un momento concreto de la historia,
en el que se pone de relieve la « plenitud de los tiempos »,
marcada por el año dos mil. La Iglesia desea prepararse a este Jubileo
por medio del Espíritu Santo, así como por el Espíritu
Santo fue preparada la Virgen de Nazaret, en la que el Verbo se hizo carne.
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CONCLUSIÓN
67. Deseamos concluir estas consideraciones en el corazón de la Iglesia
y en el corazón del hombre. El camino de la Iglesia pasa a través
del corazón del hombre porque está aquí el lugar recóndito
del encuentro salvífico con el Espíritu Santo, con el Dios
oculto y, precisamente aquí el Espíritu Santo se convierte
en « fuente de agua que brota para vida eterna ».[289] El llega
aquí como Espíritu de la verdad y como Paráclito, del
mismo modo que había sido prometido por Cristo. Desde aquí
él actúa como Consolador, Intercesor y Abogado, especialmente
cuando el hombre, o la humanidad, se encuentra ante el juicio de condena
de aquel « acusador », del que el Apocalipsis dice que «
acusa » a nuestros hermanos día y noche delante de nuestro Dios
».[290] El Espíritu Santo no deja de ser el custodio de la esperanza
en el corazón del hombre: la esperanza de todas las criaturas humanas
y, especialmente, de aquellas que « poseen las primicias del Espíritu
» y « esperan la redención de su cuerpo ».[291]
El Espíritu Santo, en su misterioso vínculo de comunión
divina con el Redentor del hombre, continua su obra; recibe de Cristo y lo
transmite a todos, entrando incesantemente en la historia del mundo a través
del corazón del hombre. En este viene a ser -como proclama la Secuencia
de la solemnidad de Pentecostés- verdadero « padre de los pobres,
dador de sus dones, luz de los corazones »; se convierte en «
dulce huésped del alma », que la Iglesia saluda incesantemente
en el umbral de la intimidad de cada hombre. En efecto, él trae «
descanso » y « refrigerio » en medio de las fatigas del
trabajo físico e intelectual; trae « descanso » y «
brisa » en pleno calor del día, en medio de las inquietudes,
luchas y peligros de cada época; trae por último, el «
consuelo » cuando el corazón humano llora y está tentado
por la desesperación.
Por esto la misma Secuencia exclama: « Sin tu ayuda nada hay en el
hombre, nada que sea bueno ». En efecto, sólo el Espíritu
Santo « convence en lo referente al pecado » y al mal, con el
fin de instaurar el bien en el hombre y en el mundo: para « renovar
la faz de la tierra ». Por eso realiza la purificación de todo
lo que « desfigura » al hombre, de todo « lo que está
manchado »; cura las heridas incluso las más profundas de la
existencia humana; cambia la aridez interior de las almas transformándolas
en fértiles campos de gracia y santidad. « Doblega lo que está
rígido », « calienta lo que está frío »,
« endereza lo que está extraviado » a través de
los caminos de la salvación.[292]
Orando de esta manera, la Iglesia profesa incesantemente su fe: existe en
nuestro mundo creado un Espíritu, que es un don increado. Es el Espíritu
del Padre y del Hijo; como el Padre y el Hijo es increado, inmenso, eterno,
omnipotente, Dios y Señor.[293] Este Espíritu de Dios «
llena la tierra » y todo lo creado reconoce en él la fuente
de su propia identidad, en él encuentra su propia expresión
trascendente, a él se dirige ylo espera, lo invoca con su mismo ser.
A él, como Paráclito, como Espíritu de la verdad y del
amor, se dirige el hombre que vive de la verdad y del amor y que sin la fuente
de la verdad y del amor no puede vivir. A él se dirige la Iglesia,
que es el corazón de la humanidad, para pedir para todos y dispensar
a todos aquellos dones del amor, que por su medio « ha sido derramado
en nuestros corazones ».[294] A él se dirige la Iglesia a lo
largo de los intrincados caminos de la peregrinación del hombre sobre
la tierra; y pide, de modo incesante la rectitud de los actos humanos como
obra suya; pide el gozo y el consuelo que solamente él, verdadero
consolador, puede traer abajándose a la intimidad de los corazones
humanos; [295] pide la gracia de las virtudes, que merecen la gloria celeste;
pide la salvación eterna en la plena comunicación divina a
la que el Padre ha « predestinado » eternamente a los hombres
creados por amor a imagen y semejanza de la Santísima Trinidad.
La Iglesia con su corazón, que abarca todos los corazones humanos,
pide al Espíritu Santo la felicidad que sólo en Dios tiene
su realización plena: la alegría « que nadie podrá
quitar »,[296]la alegría que es fruto del amor y, por consiguiente,
de Dios que es amor; pide « justicia, paz y gozo en el Espíritu
Santo » en el que, según San Pablo, consiste el Reino de Dios.[297]
También la paz es fruto del amor: esa paz interior que el hombre cansado
busca en la intimidad de su ser; esa paz que piden la humanidad, la familia
humana, los pueblos, las naciones, los continentes, con la ansiosa esperanza
de obtenerla en la perspectiva del paso del segundo milenio cristiano. Ya
que el camino de la paz pasa en definitiva a través del amor y tiende
a crear la civilización del amor, la Iglesia fija su mirada en aquél
que es el amor del Padre y del Hijo y, a pesar de las crecientes amenazas,
no deja de tener confianza, no deja de invocar y de servir a la paz del hombre
sobre la tierra. Su confianza se funda en aquél que siendo Espíritu-amor,
es también el Espíritu de la paz y no deja de estar presente
en nuestro mundo, en el horizonte de las conciencias y de los corazones,
para « llenar la tierra » de amor y de paz.
Ante él me arrodillo al terminar estas consideraciones implorando
que, como Espíritu del Padre y del Hijo, nos conceda a todos la bendición
y la gracia, que deseo transmitir en el nombre de la Santísima Trinidad,
a los hijos y a las hijas de la Iglesia y a toda la familia humana.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 18 de mayo, solemnidad de
Pentecostés del año 1986, octavo de mi Pontificado.
Joannes Paulus PP. II.
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[1] Jn 7, 37 s.
[2] Jn 7, 39.
[3] Jn 4, 14; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Cost. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 4.
[4] Cf. Jn 3, 5.
[5] Cf. León XIII, Ep. Encicl. Divinum illud munus (9 mayo 1897):
Acta Leonis, 17 (1898), pp. 125-148; Pío XII, Carta Encicl. Mystici
Corporis (29 de junio 1943): AAS 35 (1943), pp. 183-248.
[6] Audiencia general del 6 de junio de 1973: Pablo VI. Enseñanzas
al Pueblo de Dios, XI (1973), 74.
[7] Misal Romano; cf. 2 Cor 13, 13.
[8] Jn 3, 17.
[9] Flp 2, 11.
[10] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
4; Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el Congreso internacional
de Pneumatología (26 de marzo de 1982): « L"Osservatore Romano
» en lengua española, 30 de mayo, 1982, p. 2.
[11] Cf. Jn 4, 24.
[12] Cf. Rom 8,22; Gál 6,15.
[13] Cf. Mt 24, 35
[14] Jn 4, 14.
[15] Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 17.
[16] Allon parakleton: Jn 14, 16.
[17] Jn 14, 13. 16 s.
[18] Cf. 1 Jn 2, 1.
[19] Jn 14, 26.
[20] Jn 15, 26 s.
[21] Cf. 1 Jn 1, 1-3; 4,14.
[22] « La revelación que la Sagrada Escritura contiene y ofrece
ha sido puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu
Santo », por lo tanto la misma sagrada Escritura « se ha de leer
con el mismo Espíritu con que fue escrita »: Conc. Ecum. Vat.
II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 11. 12.
[23] Jn 16, 12 s.
[24] Act 1, 1.
[25] Jn 16,14.
[26] Jn 16, 15.
[27] Jn 16, 7s.
[28] Jn 15, 26.
[29] Jn 14, 16.
[30] Jn 14, 26.
[31] Jn 15, 26
[32] Jn 14, 16.
[33] Jn 16, 7.
[34] Cf. Jn 3, 16 s., 34; 6, 57; 17, 3. 18. 23.
[35] Mt 28, 19.
[36] Cf. 1 Jn 4, 8. 16.
[37] 1 Cor 2, 10.
[38] Cf. S. Tomás De Aquino, Summa Theol. Ia, qq. 37-38.
[39] Rm 5, 5.
[40] Jn 16, 14.
[41] Gén 1, 1 s.
[42] Gén 1, 26.
[43] Rm 8, 19-22.
[44] Jn 16-7.
[45] Gál 4, 6; cf. Rm 8, 15.
[46] Cf. Gál 4, 6; Flp 1, 19; Rm 8, 11.
[47] Cf. Jn 16, 6.
[48] Cf. Jn 16, 20.
[49] Cf. Jn 16, 7.
[50] Act 10, 37 s.
[51] Cf. Lc 4, 16-21; 3, 16; 4, 14; Mc 1, 10.
[52] Is 11, 1-3.
[53] Is 61, 1 s.
[54] Is 48, 16.
[55] Is 42, 1.
[56] Cf. Is 53, 5-6. 8.
[57] Is 42, 1.
[58] Is 42, 6.
[59] Is 49, 6.
[60] Is 59, 21.
[61] Cf. Lc 2, 25-35.
[62] Cf. Lc 1, 35.
[63] Cf. Lc 2, 19. 51.
[64] Cf. Lc 4, 16-21; Is 61, 1 s.
[65] Lc 3, 16, cf. Mt 3, 11, Mc 1, 7s.; Jn 1, 33.
[66] Jn 1,29.
[67] Cf. Jn 1,33 s.
[68] Lc 3, 31 s.; Cf. Mt 3, 16; Mc 1, 10.
[69] Mt 3, 17.
[70] Cf. S. Basilio, De Spiritu Sancto, XVI, 39: PG 32, 139.
[71] Act 1, 1.
[72] Cf. Lc 4, 1.
[73] Cf. Lc 10, 17-20
[74] Lc 10, 21; cf. Mt 11, 25 s.
[75] Lc 10, 22; cf. Mt 11, 27.
[76] Mt 3, 11; Lc 3, 16.
[77] Jn 16, 13.
[78] Jn 16, 14.
[79] Jn 16, 15.
[80] Cf. Jn 14, 26; 15, 26.
[81] Jn 3, 16.
[82] Rm 1, 3 s.
[83] Ez 36, 26 s.; cf. Jn 7, 37-39; 19, 34
[84] Jn 16, 7.
[85] Cf. S. Cirilo de Alejandría, In Johannis Evangelium, lib. V,
cap. II: PG 73, 755.
[86] Jn 20, 19-22.
[87] Cf. Jn 19, 30
[88] Cf. Rom 1, 4.
[89] Cf. Jn 16, 20.
[90] Jn 16, 7.
[91] Jn 16, 15.
[92] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4.
[93] Jn 15, 26 s.
[94] Decreto Ad gentes, sobre la actividad rnisionera de la Iglesia, 4.
[95] Cf. Act l, 14.
[96] Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4. Existe toda una tradición
patrística y teológica sobre la unión íntima
entre el Espíritu Santo y la Iglesia, unión presentada a veces
de modo análogo a la relación entre el alma y cuerpo en el
hombre: cf. S. Ireneo, Adversus haereses, III, 24, 1: SC 211, pp. 470-474;
S. Agustín, Sermo 267, 4, 4; PL 38, 1231; Sermo 268, 2: PL 38, 1232;
In Iohannis evangelium tractatus, XXV, 13; XXVII, 6: CCL 36, 266, 272 s.;
S. Gregorio Magno, In septem psalmos poenitentiales expositio, psal. V, 1:
PL 79, 602; Dídimo Alejandrino, De Trinitate, II, 1: PG 39, 449 s.;
S. Atanasio, Oratio III contra Arianos, 22, 23, 24: PG 26, 368 s., 372; S.Juan
Crisóstomo. In Epistolam ad Ephesios, Homil. IX, 3: PG 62, 72 s. Santo
Tomás de Aquino ha sintetizado la precedente tradición patrística
y teológica, al presentar al Espíritu Santo como el «corazón»
y el «alma» de la Iglesia: cf. Summa Theol., III, q. 8, a. 1,
ad 3; In symbolum Apostolorum Expositio, a. IX; In Tertium Librum Sententiarum,
Dist. XIIIfi q. 2, a. 2, quaestiuncula 3.
[97] Cf. Ap 2, 29; 3, 6. 13. 22.
[98] Cf. Jn 12, 31; 14, 30; 16, 11.
[99] Gaudium et spes, 1.
[100] Ibid., 41.
[101] Ibid., 26.
[102] Jn 16, 7.
[103] Jn 16, 7.
[104] Jn 16, 8-11
[105] Cf. Jn 3, 17; 12, 47
[106] Cf. Ef 6, 12.
[107] Const past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 2
[108] Cf. Ibid., 10, 13, 27, 37, 63, 73, 79, 80
[109] Act 2, 4.
[110] Cf. S. Ireneo, Adversus haereses, III, 17, 2: SC 211, p. 330-332.
[111] Act 1, 4. 5. 8.
[112] Act 2, 22-24.
[113] Cf. Act 3, 14 s.; 4, 10. 27 s.; 7, 52; 10, 39; 13, 28 s. etc.
[114] Cf. Jn 3, 17; 12, 47.
[115] Act 2, 36.
[116] Act 2, 37 s.
[117] Cf. Mc 1,15.
[118] Jn 20, 22.
[119] Cf. Jn 16, 9.
[120] Os 13, 14 Vg; cf. 1 Cor 15, 55.
[121] Cf. 1 Cor 2, 10.
[122] Cf. 2 Tes 2, 7.
[123] Cf. 1 Tim 3, 16.
[124] Cf. Reconciliatio et paenitentia (2 de diciembre de 1984), 19-22: AAS
77 (1985), pp. 229-233.
[125] Cf. Gén 1-3.
[126] Cf. Rm 5, 19; Flp 2, 8.
[127] Cf. Jn 1, 1. 2. 3. 10.
[128] Cf. Col 1, 15-18.
[129] Cf. Jn 8, 44.
[130] Cf. Gén 1, 2.
[131] Cf. Gén 1, 26. 28. 29.
[132] Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 2.
[133] Cf. 1 Cor 2, 10 s.
[134] Cf. Jn 16, 11.
[135] Cf. Flp 2, 8.
[136] Gén 2, 16 s.
[137] Gén 3, 5.
[138] Cf. Gén 3, 22 sobre el « árbol de la vida »;
cf. también Jn 3, 36; 4, 14; 5, 24; 6, 40. 47; 10, 28; 12, 50; 14,
6; Act 13, 48; Rm 6, 23; Gál 6, 8; 1 Tim 1, 16; Tit 1, 2; 3, 7; 1
Pe 3, 22; 1 Jn 1, 2; 2, 25; 5, 11. 13; Ap 2, 7.
[139] Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theol., Ia-IIa, q. 80, a. 4 ad
3.
[140] 1 Jn 3, 8.
[141] Jn 16, 11.
[142] Cf. Ef 6, 12; Lc 22, 53.
[143] Cf. De Civitate Dei XIV, 28: CCL 48, p. 451.
[144] Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en e1 mundo actual,
36.
[145] En griego el verbo es parakalein = invocar, llamar hacia sí.
[146] Cf. Gén 6, 7.
[147] Gén 6, 5-7.
[148] Cf. Rm 8, 20-22.
[149] Cf. Mt 15, 32; Mc 8, 2.
[150] Heb 9, 13 s.
[151] Jn 20, 22 s.
[152] Act 10, 38.
[153] Heb 5, 7 s.
[154] Heb 9,14.
[155] Cf. Lev 9, 24; 1 Re 18, 38; 2 Cro 7, 1.
[156] Cf. Jn 15, 26.
[157] Jn 20, 22 s.
[158] Mt 3, 11.
[159] Cf. Jn 3, 8.
[160] Jn 20, 22 s.
[161] Cf. Secuencia Veni, Sancte Spiritus.
[162] S. Buenaventura, De septem donis Spiritus Sancti, Colatio II, 3: Ad
Claras Aquas, V, 463.
[163] Mc 1, 15.
[164] Cf. Heb 9, 14.
[165] Const past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 16.
[166] Cf. Gén 2, 9. 17.
[167] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et Spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 16.
[168] Ibid., 27.
[169] Ibid., 13.
[170] Cf. Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Reconciliatio et paenitentia
(2 de diciembre de 1984),16: AAS 77 (1985), pp. 213-217.
[171] Const. past. Gaudium et spes, 10.
[172] Cf. Rom 7, 14-15. 19.
[173] Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
37.
[174] Ibid., 13.
[175] Ibid., 37.
[176] Cf. Secuencia de Pentecostés: Reple cordis intima.
[177] Cf. S. Agustín, Enarr. in Ps. XLI, 13: CCL 38, 470: «
¿ Qué abismo es, pues, y a qué abismo llama ? Si abismo
significa profundidad, ¿ pensamos acaso que el corazón del
hombre no sea un abismo ? ¿ Hay algo, pues, más profundo que
este abismo ? Los hombres pueden hablar, pueden ser vistos a través
de las acciones que hacen con sus miembros, pueden ser escuchados en sus
conversaciones; pero, ¿de quién se puede penetrar el pensamiento
? ¿ de quién se puede leer en su corazón ? »
[178] Cf. Heb 9, 14.
[179] Jn 14, 17.
[180] Mt 12. 31 s.
[181] Mc 3, 28 s.
[182] Lc 12, 10.
[183] S. Tomás De Aquino, Summa Theol. IIa-IIae, q. 14, a. 3; cf.
S. Agustín, Epist. 185, 11, 48-49: PL 33, 814 s.; S. Buenaventura,
Comment. in Evang. S. Lucae cap. XIV, 15-16: Ad Claras Aquas, VII, pp. 314
s.
[184] Cf. Sal 81 [80], 13; Jer 7, 24, Mc 3, 5.
[185] Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Reconciliatio et paenitentia
(2 de diciembre de 1984), 18: AAS 77 (1985), pp. 224-228.
[186] Pío XII, Radiomensaje al Congreso Catequístico Nacional
de los Estados Unidos de América en Boston (26 de octubre de 1946):
Discursos y radiomensajes, VIII (1946), 288.
[187] Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Reconciliatio et paenitentia
(2 de diciembre de 1984), 18: AAS 77 (1985), pp. 225 s.
[188] 1 Tes 5, 19; Ef 4, 30.
[189] Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Reconcitiatio et paenitentia
(2 de diciembre de 1984), 14-22: AAS 77 (1985), pp. 211-233.
[190] Cf. S. Agustín, De Civitate Dei, XIV, 28: CCL 48, 451.
[191] Cf. Jn 16, 11.
[192] Cf. Jn 16,15.
[193] Cf. Gál 4, 4.
[194] Ap 1, 8; 22, 13.
[195] Jn 3, 16.
[196] Gál 4, 4 s.
[197] Lc 1, 34 s.
[198] Mt 1, 18.
[199] Mt 1, 20 s.
[200] S. Tomás De Aquino, Summa Theol. IIIa, q. 2, aa. 10-12; q. 6,
a. 6; q. 7, a. 13.
[201] Lc 1, 38.
[202] Jn 1, 14.
[203] Col 1, 15.
[204] Cf. Por ejemplo, Gén 9, 11; Dt 5, 26; Job 34, 15; Is 40, 6;
52, 10; Sal 145 [144], 21; Lc 3, 6; 1 Pe 1, 24.
[205] Lc 1, 45.
[206] Cf. Lc 1, 41.
[207] Cf. Jn 16, 9.
[208] 2 Cor 3, 17.
[209] Cf. Rom 1, 5.
[210] Rom 8, 29.
[211] Cf. Jn 1, 14. 4. 12 s.
[212] Cf. Rom 8, 14.
[213] Cf. Gál 4, 6; Rom 5, 5; 2 Cor 1, 22.
[214] Rom 8, 15.
[215] Rom 8, 16 s.
[216] Cfr. Sal 104 (103), 30.
[217] Rom 8, 19.
[218] Rom 8, 29.
[219] Cf. 2 Pe 1, 4.
[220] Cf. Ef 2, 18; Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación,
2.
[221] Cf. 1 Cor 2, 12.
[222] Cf. Ef 1, 3-14.
[223] Ef 1, 13 s.
[224] Cf. Jn 3, 8.
[225] Const past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22;
cf. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 16.
[226] Jn 4, 24.
[227] Ibid.
[228] Cf. S. Agustín, Confess. III, 6, 11: CCL 27, 33.
[229] Cf. Tit 2, 11.
[230] Cf. Is 45, 15.
[231] Cf. Sab 1, 7.
[232] Lc 2, 27. 34.
[233] Gál 5,17.
[234] Gál 5, 16 s.
[235] Cf. Gál 5, 19-21.
[236] Gal 5, 22 s.
[237] Gál 5, 25.
[238] Cf. Rom 8, 5. 9.
[239] Rm. 8, 6. 13.
[240] Rm 8, 10. 12.
[241] Cf. 1 Cor 6, 20.
[242] Cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
19. 20. 21.
[243] Lc 3, 6; cf. Is 40, 5.
[244] Cf. Rom 8, 23.
[245] Rom 8, 3.
[246] Rom 8, 26.
[247] Rom 8, 11.
[248] Rom 8, 10.
[249] Cf. Enc. Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), 14: AAS 71 (1979),
pp. 284 s.
[250] Cf. Sab 15, 3.
[251] Cf. Ef 3, 14-16.
[252] Cf. 1 Cor 2, 10 s.
[253] Cf. Rom 8, 9; 1 Cor 6, 19.
[254] Cf. Jn 14, 23; S. Ireneo, Adversus haereses, V, 6, 1: SC 153, pp. 72-80;
S. Hilario, De Trinitate, VIII, 19. 21: PL 16, 752 s.; S. Agustín,
Enarr. in Ps. XLIX, 2: CCL 38, pp. 575 s.; S. Cirilo de Alejandría,
In Ioannis Evangelium, lib. I; II: PG 73, 154-158; 246; lib. IX: PG 74, 262;
S. Atanasio, Oratio III contra Arianos, 24: PG 26, 374 s.; Epist. I ad Serapionem,
24: PG 26, 586 s.; Dídimo Alejandrino, De Trinitate, II, 6-7: PG 39,
523-530; S. Juan Crisóstomo, In epist. ad Romanos homilia XIII, 8:
PG 60, 519; S. Tomás de Aquino, Summa Theol. Ia, q. 43, aa. 1, 3-6.
[255] Cf. Gén 1, 26 s.; S. Tomás de Aquino, Summa Theol. Ia,
q. 93; aa. 4. 5. 8.
[256] Cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
24; cf. también 25.
[257] Cf. Ibid., 38, 40.
[258] Cf. 1 Cor 15, 28.
[259] Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
24.
[260] Cf. S. Ireneo, Adversus haereses, IV, 20, 7: SC 100/2 p. 648.
[261] S. Basilio, De Spirito Sancto, IX, 22: PG 32, 110.
[262] Rom 8, 2.
[263] 2 Cor 3, 17.
[264] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 53-59.
[265] Ibid., 38.
[266] 1 Cor 8, 6.
[267] Jn 16, 7.
[268] Jn 14, 18.
[269] Mt 28, 20.
[270] Es lo que expresa la « Epiclesis » antes de la Consagración:
« Santifica estos dones con la efusión de tu Espíritu,
de manera que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor
» (Plegaria eucarística II).
[271] Cf. Ef 3, 16.
[272] Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual,
24.
[273] Ibid.
[274] Cf. Act 2, 42.
[275] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo,
2.
[276] S. Agustín, In Iohannis Evangelium Tractatus XXVI, 13: CCL 36,
p. 266; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la
sagrada liturgia, 47.
[277] Const. dogrn. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.
[278] Act 17, 28.
[279] 1 Tim 2, 4.
[280] Cf. Heb 5, 7.
[281] Lc 11, 13.
[282] Rm 8, 26.
[283] Cf. Orígenes, De oratione, 2: PG 11, 419-423.
[284] Rom 8, 27.
[285] Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 63.
[286] Ibid., 64.
[287] Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4; cf. Ap 22, 17.
[288] Cf. Rom 8, 24.
[289] Cf. Jn 4, 14; Const dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4.
[290] Cf. Ap 12, 10.
[291] Cf. Rom 8, 23.
[292] Cf. Secuencia Veni, Sancte Spiritus.
[293] Cf. Símbolo Quicumque: DS 75.
[294] Cf. Rom 5, 5.
[295] Conviene recordar aquí la importante Exhort. Apost. Gaudete
in Domino, del Sumo Pontífice Pablo VI, publicada el 9 de mayo del
Año Santo 1975. En efecto, es siempre válida la invitación
expresa da en ella a « pedir al Espíritu Santo el don de la
alegría » y también a « saborear la alegría
propiamente espiritual, que es un fruto del Espíritu Santo »:
AAS 67 (1975), pp. 289; 302.
[296] Cf. Jn 16, 22.
[297] Cf. Rom 14, 17; Gál 5, 22.