EL LEGIONARIO Y EL
CUERPO MÍSTICO DE CRISTO
1. Esta
doctrina es la base del servicio legionario
Ya en la primera junta legionaria se puso de
relieve el carácter netamente sobrenatural del servicio al que
se iban a entregar los socios. Su trato con los demás
había de rebosar cordialidad, pero no por motivos meramente
naturales: deberían ver en todos aquellos a quienes
servían a la Persona misma de Jesucristo, recordando que cuanto
hiciesen a otros, aun a los más débiles y malvados, lo
hacían al mismo Señor, que dijo: Os lo aseguro: cada vez
que lo hicisteis con un hermano mío de esos más humildes,
lo hicisteis conmigo (Mt.
25, 40).
Así fue en la primera junta, y
así ha sido después, en cuantas le han seguido. No se ha
escatimado ningún esfuerzo para hacer ver a los legionarios que
este móvil debe ser la base y fundamento de su servicio; lo es,
igualmente, de la disciplina y de la armonía interna de la
Legión. Han de ver y respetar en sus oficiales y en sus otros
hermanos al mismo Jesucristo: he aquí la verdad transformadora
que debe estar bien impresa en la mente de los socios; y, para
ayudarles a conseguirlo, esa verdad básica se ha puesto en las
ordenanzas fijas, que se leen mensualmente en la junta del praesidium.
Esas ordenanzas acentúan, además, este otro principio
fundamental de la Legión: trabajar en tan estrecha unión
con María, que sea Ella quien realmente ejecute la obra por
medio del legionario.
Estos principios básicos de la
Legión no son más que consecuencia práctica de la
doctrina del Cuerpo místico de Cristo. Tal doctrina constituye
el meollo de las epístolas de San Pablo. Nada extraño,
pues su conversión está ligada a la proclamación
de esta doctrina por el mismo Cristo. Fulguró un resplandor en
lo alto; el ardiente perseguidor de los cristianos cayó a tierra
deslumbrado, y oyó estas contundentes palabras: Saulo, Saulo,
¿por qué me persigues? Y
él contestó: ¿Quién eres tú,
Señor? Y
Jesús le replicó: Yo
soy Jesús, a quien tú persigues (Hch. 9, 4-5). Y estas
palabras se le quedaron grabadas en el alma como a puro fuego, y desde
ese momento se sintió impulsado a hablar y escribir sobre el
misterio que ellas encerraban.
San Pablo compara la unión entre Cristo
y los bautizados con la que existe entre la cabeza y los demás
miembros del cuerpo humano. En el cuerpo los miembros tienen cada cual
su función particular; algunos son más nobles que otros;
pero todos se necesitan mutuamente, y a todos los anima una misma vida.
Así que el perjuicio de uno es pérdida para todos; y si
uno se perfecciona, todo el cuerpo se beneficia.
La Iglesia es el Cuerpo místico de
Cristo y su Plenitud (Ef. 1, 22-23). Cristo es la cabeza, la parte
principal indispensable y perfecta, de la cual reciben todos los
demás miembros su facultad para obrar, hasta su misma vida. El
bautismo nos une con Cristo mediante los lazos más estrechos que
se pueden imaginar. Entendamos bien que, aquí, místico no quiere decir ilusorio.
Nos asegura la Escritura: somos
miembros de su Cuerpo (Ef. 5, 30); y de ahí resultan unos
deberes santos de amor y servicio de los miembros para con la Cabeza, y
de los miembros entre sí (1 Jn. 4, 15-21). La comparación
del cuerpo nos ayuda mucho a darnos perfecta cuenta de estos deberes,
y, si los comprendemos, ya tenemos medio camino andado para su
cumplimiento.
Bien se ha dicho que ése es el dogma
central del cristianismo; pues toda la vida sobrenatural -todo el
conjunto de gracias concedidas al hombre- es fruto de la
redención. Y esta redención descansa sobre el hecho de
que Cristo y su Iglesia no constituyen sino una sola Persona
mística; de modo que las reparaciones de la Cabeza -los
méritos infinitos de su Pasión- pertenecen también
a sus miembros, los fieles. Así se explica cómo pudo
sufrir nuestro Señor por el hombre, y expiar culpas que
Él no había cometido. Cristo es el Salvador de su Cuerpo
(Ef. 5, 23).
La actividad del Cuerpo místico es
actividad del mismo Cristo. Los fieles están incorporados a
Él, y en Él viven, sufren y mueren, y en su
resurrección resucitan. Si el bautismo santifica, es porque
establece entre Cristo y el hombre esa comunicación de vida, por
la que la santidad de la Cabeza fluye a los miembros. Los demás
sacramentos -la Eucaristía sobre todo- tienen por finalidad
estrechar esta unión, potenciar esta comunicación entre
el Cuerpo místico y su Cabeza. También se intensifica la
unión entre la Cabeza y los miembros por obra de la fe y del
amor, por los lazos de gobierno y mutuo servicio dentro de la Iglesia,
por el trabajo, por la humilde sumisión al sufrimiento; en
resumen, mediante cualquier acto de vida cristiana. Pero todo esto se
hará mucho más eficaz si el alma obra en unión
libre y permanente con María.
María, en su condición de Madre
de la Cabeza y de los miembros, constituye un primordial lazo de
unión entre ambos. Si
somos miembros de su Cuerpo (Ef.
5, 30), por la misma razón y con tanta verdad somos hijos de
María, su Madre. La santísima Virgen fue creada para
concebir y dar a luz al Cristo íntegro: al Cuerpo místico
con todos sus miembros, perfectos y trabados entre sí (Ef. 4,
15-16), y unidos con la Cabeza, Jesucristo. Y María cumple esta
misión en colaboración y por el poder del Espíritu
Santo, que es la vida y el alma del Cuerpo místico. Sólo
en el seno maternal de María, y siendo dócil a sus
desvelos, irá el alma creciendo en Cristo hasta llegar a la edad
perfecta (Ef. 4, 13-15).
"En
la economía divina de la redención desempeña
María un papel único y sin igual. Entre los miembros del
Cuerpo místico ocupa un lugar preeminente el primero
después de la Cabeza. En este organismo divino ejerce
María un oficio íntimamente ligado con la vida de todo el
Cuerpo. Es el Corazón...Pero más comúnmente,
siguiendo a San Bernardo y, por razón de su oficio, se la
compara al cuello, que une la cabeza con los demás miembros del
cuerpo. Con esto queda ilustrada con suficiente claridad la
mediación universal de María entre Cristo -la Cabeza
mística- y los miembros. Sin embargo, la comparación del
cuello no parece tan eficaz como la del corazón para significar
la inmensa importancia de la influencia de María y de su poder
-el mayor después de Dios- en las operaciones de la vida
sobrenatural; pues mientras el cuello no pasa de ser una
conexión -que ni inicia la vida ni influye en ella-, el
corazón es como una fuente de vida, que primero la recibe y
luego la distribuye por todo el organismo" (Mura, El Cuerpo místico
de Cristo).
2. María y el Cuerpo
místico
Los varios oficios que ejerció
María alimentando, criando y prodigando amor al cuerpo
físico de su divino Hijo, los continua ejerciendo ahora en favor
de todos y cada uno de los miembros de su Cuerpo místico, tanto
de los más altos como de los más ínfimos. Eso
significa que, al mostrarse
solícitos los miembros unos de otros (1 Cor. 12, 25), no lo
hacen independientemente de María, aunque -por descuido o
ignorancia- no sean conscientes de su intervención. No hacen
más que unir sus esfuerzos con los de Ella. Es una obra que le
corresponde a Ella, y Ella la viene realizando con exquisito amor desde
la Anunciación hasta hoy. Habría que decir que no son
propiamente los legionarios quienes se valen de la ayuda de
María, para mejor servir a los demás miembros del Cuerpo
místico: es Ella quien se digna servirse de ellos. Y, como se
trata de una obra propia y peculiar suya, nadie puede colaborar sin que
Ella se lo permita: consecuencia lógica de la doctrina del
Cuerpo místico, que harían bien en meditar cuantos
intentan servir al prójimo y, sin embargo, andan con ideas
mezquinas sobre el lugar y los privilegios de María. Es
también una buena lección para quienes profesan creer en
las Escrituras, pero ignoran y desacreditan a la Madre de Dios.
Recuerden los tales que Cristo amó a su Madre y se sujetó
a Ella (Lc. 2, 51). Su ejemplo obliga a todos los miembros de su Cuerpo
místico a hacer lo mismo: Honraras
a tu Madre (Ex. 20,
12). Es mandato divino que se la ame con amor de hijos. Todas las
generaciones han de bendecir a esta buena Madre (Lc. 1, 48).
Otra consecuencia más: así como
nadie debe ni siquiera pensar en ponerse a servir al prójimo si
no se asocia con María, nadie tampoco podrá cumplir este
deber dignamente si no hace suyas -siquiera imperfectamente- las
intenciones de María. La medida de nuestra unión con
María será la medida de la perfección con que
pondremos en práctica el precepto divino de amar a Dios y de
servir al prójimo (1 Jn. 4, 19-21).
El oficio propio de los legionarios dentro del
Cuerpo místico es guiar, consolar y enseñar a los
demás. Pero ellos no cumplirán debidamente este oficio si
no se identifican con esa doctrina del Cuerpo místico. El lugar
y las dotes privilegiadas de la Iglesia, su unidad, su autoridad, su
desarrollo, sus padecimientos, sus portentos y sus triunfos, su poder
de conferir la gracia y el perdón: nada de esto se
apreciará en su justo valor, si previamente no se comprende que
Cristo vive en la Iglesia y continúa mediante ella su
misión sobre la tierra. La Iglesia reproduce la vida de Cristo
en todas sus fases.
Por orden de la Cabeza -Cristo- cada miembro
está llamado a desempeñar un determinado oficio dentro
del Cuerpo místico. "Jesucristo -leemos en la Constitución Lumen Géntium- comunicando su
Espíritu a sus hermanos y hermanas, los reunió a todos,
procedentes de todos los pueblos de la tierra, los incorporó
místicamente a su propio Cuerpo. En ese Cuerpo la vida de Cristo
se comunica a aquellos que creen en Él... Todos los miembros del
cuerpo humano, aunque son muchos, forman el cuerpo, así son
también los que creen en Cristo (cf. 1 Cor. 12, 12).
También en la creación del Cuerpo de Cristo hay una gran
diversidad de miembros y funciones... El Espíritu del
Señor proporciona un sinfín de carismas, que invitan a
las almas a asumir diferentes ministerios y formas de servicio a
Dios..." (CL, 20).
Para apreciar qué forma de servicio
debería caracterizar a los legionarios en la vida del Cuerpo
místico, nosotros hemos de mirar a nuestra Señora. Ha
sido descrita como su propio corazón. Su papel, como el del
corazón del cuerpo humano, es enviar la sangre de Cristo para
que recorra las venas y arterias del Cuerpo místico
llevándole la vida y crecimiento. Es ante todo un trabajo de
amor. Pues, a los legionarios, como realizan su apostolado en
unión con María, se les llama a ser uno con Ella en su
papel vital, como el corazón del Cuerpo místico.
No
puede el ojo decirle a la mano: "no me haces falta", ni la cabeza a los
pies: "no me hacéis falta" (1
Cor. 12, 21). De estas palabras deduzca el legionario la importancia de
su colaboración en el apostolado. Porque no sólo
está unido el legionario a Cristo -formando un Cuerpo con
Él y dependiendo de Él, que es la Cabeza-, sino que
Cristo mismo está dependiendo del legionario; y de tal modo, que
Él le puede hablar en estos términos: Yo necesito que tu me
ayudes en mi obra de santificar y salvar a los hombres. Y a este depender la
Cabeza del Cuerpo se refiere San Pablo cuando habla de cumplir en su
carne lo que le queda por padecer a Cristo (Col. 1, 24). Tan
extraña frase no da a entender en modo alguno que la obra de
Cristo adoleciese de imperfección; simplemente subraya el
principio de que cada miembro del Cuerpo místico tiene que
contribuir, con todo lo que pueda, a la salvación propia y a la
de los demás miembros (Flp. 2, 12).
Esta doctrina debe enseñar al
legionario la sublime vocación a que está llamado como
miembro del Cuerpo místico: suplir lo que falta a la
misión de nuestro Señor. ¡Qué pensamiento
más inspirador!: Jesucristo necesita de mí para llevar la
luz y la esperanza a los que yacen en tinieblas; el consuelo, a los
afligidos; la vida, a los muertos en el pecado. Ni que decir tiene,
pues, que el legionario debe ejercer su oficio dentro del Cuerpo
místico, imitando de un modo singular aquel amor y obediencia
que Cristo, la Cabeza, mostró a su Madre, y que Él quiere
reproducir en su Cuerpo místico.
"Si
San Pablo nos asegura que él completaba en su propio cuerpo la
medida de los padecimientos de Cristo, con igual razón podemos
decir nosotros que un verdadero cristiano, miembro de Jesucristo y
unido a Él por la gracia, continúa y lleva hasta su
término, mediante cada acción imbuida del espíritu
de Jesús, las acciones que hizo el mismo Salvador durante su
vida sobre la tierra. De manera que, cuando un cristiano reza,
continúa la oración que empezó Jesús
aquí abajo; cuando trabaja, suple lo que le faltó a la
vida laboriosa de Jesús... Hemos de ser como otros tantos
Jesucristos sobre la tierra, continuando su vida y sus acciones,
obrando y sufriéndolo todo en el espíritu de
Jesús, es decir, con las disposiciones santas y las intenciones
divinas que tuvo Jesús en todas sus acciones y padecimientos"
(San Juan Eudes, Reino
de Jesús).
3. El sufrimiento
en el Cuerpo místico
La misión de los legionarios los pone
en contacto íntimo con los hombres, sobre todo con los que
sufren. Es necesario, pues, que conozcan a fondo lo que el mundo
insiste en llamar el problema del sufrimiento. No hay nadie exento de
llevar su cruz en esta vida. Los más se rebelan contra ella,
buscan arrojarla de sí, y, si no pueden, yacen postrados bajo su
peso. Pero con esto quedan frustrados los designios de la
redención, que exigen para toda vida fructuosa el complemento
del dolor, como exige cualquier tejido el cruzar de la trama para
completar la urdimbre. Aparentemente, el dolor contraría y
frustra al hombre; pero, en realidad, le favorece y perfecciona; pues,
como nos enseña repetidamente la Sagrada Escritura, es necesario "no sólo creer en
Cristo, sino también sufrir por Él" (Flp. 1, 29); y en otra
parte: si morimos
con Él, viviremos con Él; si perseveramos con ÉL,
reinaremos con Él (2
Tim 2, 11-12). Esa nuestra muerte en Cristo, de que habla el
apóstol, está representada por una Cruz, toda
bañada en sangre, en la que Cristo, nuestra Cabeza, acaba de
consumar su obra. Al pie de la Cruz, y en tal desolación que la
vida parecía ya imposible, estaba la Madre del Redentor y de
todos los redimidos. Aquella de cuyas venas procedía la sangre
que ahora con tanta profusión satura la tierra para el rescate
de los hombres. Esta misma sangre está destinada a circular por
el Cuerpo místico, a impulsar la Vida hasta las más
diminutas células; a llevar al hombre la semejanza con Cristo,
pero con el Cristo completo: no sólo con el Cristo de
Belén y del Tabor, gozoso y refulgente de gloria, sino
también con el Cristo Varón de dolores y Víctima,
el Cristo del Calvario.
No hay que seleccionar en Cristo lo que a uno
le agrada y rechazar lo demás: entiéndanlo bien todos los
cristianos, como bien lo entendió María ya en el misterio
gozoso de la Anunciación. Ella supo ya entonces que no estaba
convidada a ser solamente Madre de alegrías, sino también
Madre de dolores; habiéndose entregado a Dios sin la menor
reserva desde un principio, acoge lo uno y lo otro con igual agrado:
recibe al Niño en su seno con perfecto conocimiento de todo
cuanto encerraba el misterio, dispuesta igualmente a apurar con
Él la copa del dolor como a saborear con Él sus glorias.
En aquel momento se unieron esos dos sacratísimos Corazones tan
estrechamente, que llegaron casi a identificarse. Desde entonces
latieron al unísono dentro del Cuerpo místico, para bien
del mismo; y María fue hecha Medianera de todas las gracias,
Vaso Espiritual que recibe y derrama la sangre preciosa de nuestro
Señor.
Como a la Madre, así sucederá a
todos sus hijos. Tanto más útil a Dios será el
hombre cuanto más íntima sea la unión de
éste con el divino Corazón: de esta fuente beberá
copiosamente la sangre redentora, para luego distribuirla. Pero esta
unión con la Sangre y el Corazón de Cristo tiene que
abarcar la vida de Cristo en todas sus fases, no una sola. Seria
inconsecuente e indigno dar la bienvenida al Rey de la Gloria y
rechazar al Varón de dolores, porque los dos no son más
que un mismo Cristo. El que no quiera acompañarle en la Cruz, no
tendrá parte en su misión evangelizadora, ni
participación en la gloria de su triunfo.
Si se medita esto, se verá que el
padecer es una gracia: o para sanar espiritualmente o para
fortalecerse; nunca es mero castigo del pecado. Dice San
Agustín: "Entended que la aflicción de la humanidad no es
ley penal, porque el sufrimiento tiene un carácter medicinal".
Y, por otra parte, la pasión de nuestro Señor se desborda
-y es un inestimable privilegio- en los cuerpos de los inocentes y
santos, para conformarlos a Él más y más. Este
intercambio y fusión de sufrimientos entre Cristo y el cristiano
es la base de toda mortificación y reparación.
Una sencilla comparación -la
circulación de la sangre en el cuerpo humano- pondrá de
relieve el oficio y la finalidad del padecer. Sirva de ejemplo la mano.
La pulsación que se siente en la mano es el latir del
corazón, fuente de la sangre caliente que por ella circula. Es
que la mano está unida al cuerpo del que forma parte. Si la mano
se enfría, las venas se encogen: la sangre halla más
dificultad en pasar, y, cuanto más se enfría, menos
sangre corre. Si el frío es tan intenso que cesa del todo la
pulsación de la sangre en la mano, ésta se hiela, mueren
los tejidos y queda sin vida, inutilizada, como si realmente estuviera
muerta: tanto que, si continuara en este estado por bastante tiempo,
sobrevendría la gangrena.
Estos diversos grados de frío ilustran
la variedad de estados espirituales en los miembros del Cuerpo
místico. Éstos pueden llegar a reducir su capacidad
receptiva de la preciosa Sangre a tan estrechos límites, que
corren peligro de morir y de tener que ser amputados, como el miembro
gangrenoso. El remedio para un miembro helado es evidente: hacer
circular la sangre de nuevo para que recobre la vida. Introducir la
sangre a la fuerza por las venas y arterias es un proceso doloroso, no
hay duda, pero este dolor es preludio de alegría. En la
mayoría de los católicos practicantes, aunque no sean
propiamente miembros helados -y su amor propio no les permite tan
siquiera considerarse fríos-, la Sangre de Jesucristo no circula
en la medida que quisiera el Señor, y le obligan a hacer que
circule en ellos su Vida como a la fuerza. Esto es lo que les causa
dolor: el paso de su Sangre divina dilatando venas reacias. He
aquí la causa y razón de los sufrimientos en esta vida.
Pero este dolor, una vez comprendido bien, ¿no debería
ser causa de alegría? La conciencia del dolor viene entonces a
convertirse en la conciencia de la presencia de nuestro Señor
dentro de nosotros, animando nuestra vida.
"Jesucristo padeció
todo cuanto era menester; nada faltó para colmar la medida de
sus padecimientos. Pero ¿acaso ha terminado su pasión? En
la Cabeza, sí; pero en los miembros aún queda por
padecer. Con mucha razón, pues, desea Cristo -que
continúa sufriendo en su Cuerpo- vernos tomar parte en su
expiación. Nuestra misma unión con Él exige que
hagamos esto; porque, si somos el Cuerpo de Cristo y miembros unos de
otros, todo cuanto padezca la Cabeza lo deberían padecer
juntamente los miembros" (San Agustín).
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(Samuel Miranda)