1. La misa
Hemos advertido ya con insistencia que el
primer fin de la Legión de María es la
santificación personal de sus miembros. También hemos
dicho que esta santificación es a la vez, para la Legión,
su medio fundamental de actuar: sólo en la medida en que el
legionario posea la santidad, podrá servir de instrumento para
comunicarla a los demás. Por eso el legionario, al empezar a
servir en la Legión, pide encarecidamente llenarse, mediante
María, del Espíritu Santo, y ser tomado por este
Espíritu como instrumento de su poder, del poder que ha de
renovar la faz de la tierra.
Todas estas gracias fluyen, sin una sola excepción, del Sacrificio de Jesucristo sobre el Calvario. Y el Sacrificio del Calvario se perpetua en el mundo por el Sacrificio de la Misa. La misa no es mera representación simbólica del Calvario, sino que pone real y verdaderamente en medio de nosotros aquella acción suprema, que tuvo como recompensa nuestra redención. La Cruz no valió más que vale la misa, porque ambas son un mismo sacrificio: por la mano del Todopoderoso, desaparece la distancia de tiempo y espacio entre las dos, el sacerdote y la víctima son los mismos; sólo difiere el modo de ofrecer el sacrificio. La misa contiene todo cuanto Cristo ofreció a su Padre, y todo lo que consiguió para los hombres; y las ofrendas de los que asisten a la misa se unen a la suprema oblación del Salvador.
A la misa, pues, ha de recurrir el legionario que desee para sí y para otros copiosa participación en los dones de la Redención. Si la Legión no impone a sus miembros ninguna obligación concreta en este particular, es porque las facilidades para cumplirla dependen de muy variadas condiciones y circunstancias. Mas, preocupada de su santificación y de su apostolado, la Legión les exhorta, y les suplica encarecidamente que participen en la Eucaristía frecuentemente -todos los días, a ser posible-, y que en ella comulguen.
Los legionarios
realizan su labor en unión con María. Esto es
especialmente aplicable cuando toman parte en la celebración
Eucaristía. La misa tal como la conocemos está compuesta
de dos partes principales -la liturgia de la Palabra y la liturgia de
la Eucaristía-. Es importante tener en cuenta que estas dos
partes están tan estrechamente relacionadas la una con la otra
que constituyen un solo acto de adoración (SC, 56). Por esta
razón, los fieles deben participar en toda la misa en cuyo altar
se prepara la mesa de la Palabra de Dios y la mesa del Cuerpo de
Cristo, de las que los fieles pueden aprender y alimentarse (SC, 48,
51).
"En el Sacrificio de la Misa no se nos recuerda
meramente en forma simbólica el Sacrificio de la Cruz; al
contrario, mediante la misa, el Sacrificio del Calvario -aquella gran
realidad ultraterrena- queda trasladado al presente inmediato. Y quedan
abolidos el tiempo y el espacio. El mismo Jesús que murió
en la Cruz está aquí. Todos los fieles congregados se
unen a su Voluntad santa y sacrificante, y, por medio de Jesús
presente, se consagran al Padre Celestial como una oblación
viviente. De este modo la santa misa es una realidad tremenda, la
realidad del Gólgota. Una corriente de dolor y arrepentimiento,
de amor y de piedad, de heroísmo y sacrificio mana del altar y
fluye por entre todos los fieles que allí oran" (Karl Adam, El espíritu del
Catolicismo).
2. La liturgia de la Palabra
La misa es, ante todo, una celebración
de fe, de esa fe que nace en nosotros y nos alimenta a través de
la Palabra de Dios. Recordamos aquí las palabras del Misal en su
capítulo "Instrucción General" (N. 9): "Cuando las
Escrituras se leen en la iglesia, es el propio Dios el que habla a su
pueblo, y Cristo, presente en la palabra, está proclamando el
Evangelio. De aquí que las lecturas de la Palabra de Dios
estén entre los elementos más importantes de la liturgia,
y todos cuantos las escuchan deberían hacerlo con "reverencia".
La homilía es también una parte de la misma, de gran
importancia. Es una parte necesaria de la misa de los domingos y
festivos. En los demás días de la semana ha de intentarse
que haya una homilía. A través de esta homilía, el
sacerdote explica a los fieles el texto sagrado, como enseñanza
de la Iglesia para el fortalecimiento de la fe en los allí
presentes.
Al participar en la celebración de la
Palabra, nuestra Señora es nuestro modelo porque es "la Virgen
atenta que recibe la Palabra de Dios con fe, que en su caso fue la
puerta que le abrió el sendero hacia su maternidad divina"
(MCul, 17).
3. La
liturgia de la Eucaristía en unión con María
Nuestro Señor Jesucristo no
empezó su tarea de redención sin el consentimiento de
María, solemnemente requerida y libremente otorgada. Del mismo
modo que no la finalizó en el Calvario sin su presencia y
consentimiento. "De esta unión de sufrimientos y complacencia
entre María y Cristo, Ella se convirtió en la principal
restauradora del mundo perdido y dispensadora de todas las gracias que
Dios obtuvo por su muerte y con su sangre" (AD, 9). Permaneció
al pie de la Cruz en el Calvario, representando a toda la humanidad, y
en cada misa la ofrenda del Salvador se cumple bajo las mismas
condiciones. María permanece en el altar en la misma forma en
que permaneció junto a la Cruz. Está allí, como lo
estuvo siempre, cooperando con Jesús como la Mujer anunciada
desde el principio, aplastando la cabeza de la serpiente. Por lo tanto,
en cada misa oída con verdadera devoción, la
atención amorosa a la Virgen ha de formar parte de la misma.
Juntamente con María, estuvieron sobre el Calvario los representantes de cierta legión -el centurión y su cohorte-, desempeñando un papel lamentable en el ofrecimiento de la Víctima; aunque ciertamente no sabían que estaban crucificando al Señor de la Gloria (1 Cor. 2, 8). Pero, aun así, sobre ellos descendió la gracia a raudales. Dice San Bernardo: "Contemplad y ved qué penetrante es la mirada de la fe. ¡Qué ojos de lince tiene! Reparadlo bien: con la fe supo el centurión ver la Vida en la muerte, y en su ultimo aliento al Espíritu soberano". Contemplando a su víctima sin vida ni figura, le proclamaron los legionarios romanos verdadero Hijo de Dios (Mt. 27, 54).
La conversión de estos hombres rudos y fieros fue seguramente fruto repentino e inesperado de las oraciones de María. Ellos fueron los primeros hijos extraños que recibió en el Calvario la Madre de los hombres. Desde ese momento le debió de ser muy querido el nombre de legionario. Y cuando sus propios legionarios participan en la misa cada día, uniéndose a sus intenciones y cooperando con Ella, qué duda cabe de que se los asociará, y les dará los ojos de lince de la fe, y hasta su propio rebosante corazón, para que muy íntimamente y con grandísimo provecho se identifiquen con la continuación del sublime Sacrificio del Calvario.
Viendo levantado en lo alto al Hijo de Dios, se unirán los legionarios con Él para formar una sola Víctima, porque la Eucaristía es a la vez el Sacrificio de Él y de ellos. Y luego comerán de la Carne de la Víctima inmolada, como el sacerdote, para participar de los frutos del divino Sacrificio en toda su plenitud.
Procurarán, además, comprender la parte tan esencial que tuvo María, la nueva Eva, en estos sagrados misterios; una cooperación tal, que "cuando su amadísimo Hijo estaba consumando la redención de la humanidad en el ara de la cruz, estaba Ella a su lado sufriendo y redimiendo con Él" (Pío XI). Terminada la misa, María seguirá con sus legionarios, y les hará participantes y corresponsables con Ella de la distribución de las gracias, para que se derramen a manos llenas los infinitos tesoros de la redención sobre cada uno de ellos, y sobre cuantos ellos encuentren y beneficien con su apostolado.
"La maternidad se conoce y se experimenta por parte del
pueblo cristiano en el Banquete Sagrado -la celebración
litúrgica del misterio de la Redención-, en el que se
hace presente Cristo, su verdadero cuerpo nacido de la Virgen
María.
La piedad del pueblo cristiano ha tenido siempre el profundo sentido de
un lazo entre devoción a la Santísima Virgen y el culto a
la Eucaristía; éste es un hecho que puede verse en la
liturgia, tanto de los pueblos de Oriente como los de Occidente, en las
tradiciones de las familias religiosas, en los movimientos modernos de
espiritualidad, incluyendo los de la juventud, y en la práctica
pastoral de los santuarios marianos. María conduce a los fieles
a la Eucaristía" (RMat, 44).
4.
La Eucaristía, nuestro tesoro
La Eucaristía es el centro y la fuente
de la gracia, por lo tanto debe ser la clave del esquema legionario. La
actividad más ardiente no tendrá valor alguno si olvida
por un momento que su principal objetivo es establecer el reino de la
Eucaristía en todos los corazones. Porque de esa manera se
cumple el fin para el cual Jesús vino al mundo. Ese fin fue
comunicarse con las almas para poder hacer de todas ellas una sola cosa
con Él. El significado de esa comunicación es
principalmente la Sagrada Eucaristía. "Yo soy el pan de vida que
ha bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá para
siempre; y el pan que yo he de dar para la vida del mundo es mi propia
carne" (Jn. 6, 51-52).
La Eucaristía es el bien infinito. En
este sacramento está Jesucristo presente tan real y
verdaderamente como estuvo en otro tiempo en la casa de Nazaret o en el
cenáculo de Jerusalén. La Eucaristía no es mera
figura de su Persona, o mero instrumento de su poder: es Jesucristo
vivo y entero. Tan vivo y entero que aquella que le había
concebido y criado "halló de nuevo en la adorable Hostia al
fruto bendito de su vientre, y renovó -con su vida de
unión eucarística- los dichosos días de
Belén y Nazaret" (San Pedro Julián Eymard).
Muchas personas reconocen en Jesús sólo a un profeta inspirado, y como a tal le honran y le toman por modelo. Le honrarían mucho más si le viesen como más que un profeta. Entonces, ¿cuál no habrá de ser el homenaje que le debemos nosotros, que profesamos la verdadera fe? ¡Qué poca disculpa tienen los católicos que creen, pero no practican! El Jesús que otros admiran, lo poseemos nosotros vivo siempre en la Eucaristía, se pone a nuestra libre disposición, se nos da como alimento espiritual. Vayamos, pues, a Él, y sea Él nuestro pan de cada día.
Por contraste, da pena ver la indiferencia con que se mira tan gran bien: personas que creen en la Eucaristía, se privan por el pecado y el abandono de este alimento vital, que Jesús quiso darles ya desde el primer instante de su existencia terrena. Niño recién nacido en Belén que significa Casa del Pan, ya fue reclinado entre pajas aquel trigo divino, destinado a ser amasado en pan del cielo, para unir a todos los hombres consigo, y a unos con otros, como miembros de su Cuerpo místico.
María es la
Madre de ese Cuerpo místico. Y, así como en otro tiempo
anduvo solícita por remediar las necesidades materiales de su
divino Hijo, arde también ahora en deseos de alimentar su cuerpo
espiritual; porque tan Madre es de éste como de aquél.
¡Qué angustias para su corazón, ver que su Hijo, en
su Cuerpo místico, padece y aun muere de hambre, pues son tan
pocos los que se nutren debidamente de este divino pan, y hay algunos
que no lo comen nunca! Los que aspiren a compartir con María su
solicitud maternal por las almas, participen también de estas
angustias, y trabajen unidos a Ella para mitigar esta hambre.
El legionario debe valerse de todos los
recursos que estén a su alcance para despertar en los hombres el
conocimiento y amor al Santísimo Sacramento, y para destruir el
pecado y la indiferencia que los tienen retraídos de Él.
Cada comunión que se consiga es un beneficio inconmensurable;
porque, alimentando a un miembro, se alimenta al Cuerpo místico
todo entero, y le hace crecer
en sabiduría y gracia ante Dios y ante los hombres (Lc. 2, 52).
"Esta unión de la Madre y el Hijo en el
trabajo de redención alcanza su clímax en el Calvario,
donde Cristo "se ofreció como el perfecto sacrificio de Dios"
(Hb. 9, 14) y donde María permaneció al pie de la Cruz
(cf. Jn. 19, 25) "sufriendo dolorosamente con su Hijo unigénito.
Allí, se unió con su corazón maternal a su
sacrificio, y amorosamente consintió en la inmolación de
su víctima, que ella misma había concebido", y se la
ofreció al Padre Eterno. Para perpetuar por los siglos el
sacrificio de la Cruz, el divino Salvador instituyó el
Sacrificio de la Eucaristía, la conmemoración de su
muerte y resurrección, y se lo confió a su esposa, la
Iglesia, la cual especialmente los domingos, reúne a los fieles
para celebrar el paso de Dios por la tierra, hasta que vuelva de nuevo.
Esto lo hace la Iglesia en comunión con los santos del cielo, y
en particular con la Virgen nuestra Madre, cuya caridad sin
límites y fe inquebrantable imita" (MCul, 20).