EL LEGIONARIO Y LA SANTÍSIMA TRINIDAD



   Es significativo que el primer acto colectivo de la Legión de María fuera dirigirse al Espíritu Santo mediante su invocación y oración, y luego, con el rosario, a María y a su Hijo. Igualmente significativo es el hecho de que cuando, algunos años más tarde, se hizo el diseño para el vexillum, resaltara, inesperadamente, la misma nota característica: el Espíritu Santo se destacó como rasgo predominante del nuevo estandarte. Esto es sorprendente, porque tal diseño fue fruto de una concepción artística y no teológica. Un emblema profano -el estandarte de la legión romana- sirvió muy aptamente para los fines de la Legión mariana. La Paloma vino a reemplazar al águila, y la imagen de nuestra Señora ocupó el puesto de la imagen del emperador o del cónsul. Y, sin embargo, el resultado final fue representar al Espíritu Santo valiéndose de María como de medio para transmitir al mundo sus vitales influencias, y tomando El mismo posesión de la Legión.

     Y más tarde, cuando se pintó el cuadro de la téssera, en él quedó plasmado el mismo concepto espiritual: el Espíritu Santo cerniéndose sobre la Legión. Por su Poder se perpetúa la lucha: la Virgen aplasta la cabeza de la serpiente, sus batallones avanzan sobre las fuerzas del mal, hacia la victoria ya profetizada.

     Otra circunstancia sorprendente: el color de la Legión es el rojo, y no, como seria de suponer, el azul. Esto fue determinado al tratar de otro detalle menor: el color de la aureola de nuestra Señora en el vexillum y en el cuadro de la téssera. Se opinaba que el simbolismo legionario requería que nuestra Señora fuera representada como llena del Espíritu Santo, y para ello se debería pintar su aureola del color del mismo Espíritu Santo, es decir, de rojo. Y se llegó a la conclusión de que el rojo había de ser el color de la Legión. En el cuadro de la téssera resalta la misma característica: nuestra Señora es representada como la Columna de Fuego de la Biblia, toda luminosa y ardiente con el Espíritu Santo.

     Por todo eso, cuando se compuso la Promesa legionaria -y aunque al principio causaba alguna sorpresa-, resultó lógico que se dirigiera al Espíritu Santo y no a la Reina de la Legión. Otra vez resuena la nota dominante: es siempre el Espíritu Santo quien regenera al mundo, y por Él son concedidas todas las gracias, hasta la gracia individual más insignificante; pero Él las concede valiéndose de María cada vez y siempre. El Hijo Eterno se hizo hombre por obra del Espíritu Santo en María. Por esa obra la humanidad está unida a la Santísima Trinidad, y María misma ocupa un puesto distinto y único con relación a cada divina Persona. Y nosotros tenemos que alcanzar por lo menos algún vislumbre de esa triple relación divina de María, si queremos corresponder a una de las gracias más escogidas de Dios: conocer el Plan divino, que Dios no quiere que esté del todo fuera de nuestro alcance.
     Los santos insisten en la necesidad de distinguir así entre las Tres Divinas Personas y de ofrendar un culto digno a cada una de Ellas. El Credo Atanasiano es medularmente dogmático, y condena enérgicamente a quienes no honran así a las Tres Divinas Personas, por ser este homenaje el fin último de la Creación y de la Encarnación.

     Pero ¿es posible que vislumbremos tan incomprensible misterio? Lo podremos, ciertamente, sólo con la luz de la gracia divina. Pero esta gracia la podemos pedir con entera confianza a Aquella a quien le fue anunciado, por primera vez en el mundo, el misterio de la Trinidad. Eso fue el momento trascendental de la Anunciación. La Santísima Trinidad se reveló a María por medio del arcángel: El Espíritu Santo bajará sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo, y será llamado Hijo de Dios (Lc. 1, 35).

En esta revelación aparecen claramente las Tres Divinas Personas: primero, el Espíritu Santo, a quien se atribuye la obra de la Encarnación; segundo, el Altísimo, Padre de Aquel que va a nacer; y, por último, el Hijo, que será grande y será llamado hijo del Altísimo (Lc. 1, 32).

     El contemplar las distintas relaciones que tiene María para con las Tres Divinas Personas nos ayuda a distinguirlas claramente entre Sí:

     1. Relación de María con la Segunda Persona Divina Encarnada. Es su Madre. Ésta es para nosotros la relación divino-mariana que mejor entendemos. Pero su maternidad se da en una intimidad, con una permanencia y de un modo único tal, que aventaja infinitamente a toda relación común entre hijo y madre. Entre Jesús y María importó más la unión de sus almas que su relación física, que fue secundaria. Aun separados físicamente luego de nacer Jesús, su unión espiritual no quedó interrumpida, sino que alcanzó nuevas e inconcebibles profundidades de intercomunión estrechísima; tanto, que la Iglesia ha podido proclamar a María no sólo la Colaboradora de la Segunda Divina Persona -es decir, la Corredentora de nuestra salvación, la Mediadora de la gracia-, sino, también hoy, "semejante a Él" (cf. Gén. 2, 18).

     2. Relación de María con el Espíritu Santo. Es comúnmente llamada su templo, su santuario, su sagrario, pero estos términos no llegan a expresar la prodigiosa realidad. La realidad es que el Espíritu Santo se ha unido tan íntimamente con María que la ha ensalzado a una dignidad inferior únicamente a la de Él. Él se la ha asociado tan íntimamente, la ha hecho tan una con Él, la anima hasta tal punto con Él mismo, que se puede afirmar que el Espíritu Santo es como el alma de María. No es Ella un simple instrumento o cauce de Su actividad; es su Colaboradora inteligente, consciente; y de tal modo que, cuando obra Ella, quien realmente obra es Él; y, si uno se cierra a la intervención de Ella, se está cerrando a la acción de Él.

     El Espíritu Santo es el Amor, la Hermosura, el Poder, la Sabiduría, la Pureza..., todo cuanto es Dios. Si desciende Él en su plenitud, se remedía todo mal, y se resuelven los problemas más agudos en conformidad con el divino beneplácito. El hombre que así se refugia al amparo del Espíritu Santo (Sal. 16, 8), se sumerge en la pleamar de la Omnipotencia. Ahora bien: si una de las condiciones para atraerle a nosotros es que entendamos su relación con nuestra Señora, otra condición esencial es que apreciemos al Divino Espíritu como Persona distinta y verdadera, que tiene con relación a nosotros una misión personal, particularmente suya. Y no será posible este aprecio sino recordándole con frecuencia. Y si, en nuestras devociones a la santísima Virgen, incluimos siquiera una rápida mirada al Espíritu Santo, estas devociones pueden ser un camino real para llegar hasta Él. Especialmente, los legionarios pueden servirse para este fin del rosario; y no sólo porque el rosario es una devoción de primera categoría al Espíritu Santo -por ser la oración principal a la Virgen-, sino también porque su contenido -los quince misterios-conmemora las principales intervenciones del Espíritu Santo en la obra de nuestra redención.

     3. Relación de María con el Eterno Padre. Se suele definir como la de Hija. Este título trata de indicar:

     a) su posición como "la primera de todas las criaturas, la hija más grata a Dios, la más íntima y más querida" (Cardenal Newman);
     b) la plenitud de su unión con Jesucristo, que la hace entrar en relaciones nuevas con el Padre y le da el derecho a ser llamada místicamente "la Hija del Padre"; y 
     c) la semejanza preeminente que tiene con el Padre: Dios la ha hecho apta para derramar sobre el mundo la Luz Eterna que mana de ese Padre amantísimo.

     Pero el titulo de "Hija" tal vez sea poco expresivo para indicar la influencia que María ejerce sobre nosotros por su relación con el Padre: y es que somos, al mismo tiempo, hijos del Padre y de Ella. "Él le ha comunicado su fecundidad, en cuanto una simple criatura era capaz de recibirla, capacitándola para producir a su Hijo y a todos los miembros del Cuerpo místico de su Hijo" (San Luis María de Montfort). Su relación con el Padre es un elemento vital básico: el Padre asocia a María en la comunicación de su vida a todas las almas. Pero Dios exige que los hombres le devuelvan sus dones mediante su aprecio y colaboración; por eso debemos hacer de esa unión fecunda entre el Padre y María el tema de nuestras reflexiones. Se recomienda que con esa intención especial se rece el Padre nuestro, oración que está siempre a flor de labios de los legionarios. Esta oración fue compuesta por nuestro Señor Jesucristo y pide lo que nos conviene pedir, y de una manera perfectísima. Rezándola con la debida atención y en el espíritu de la Iglesia, a la fuerza tendrá que conseguir perfectamente su objetivo: glorificar al Padre Eterno y agradecer su Don, que Él nos comunica sin cesar por medio de María.

     
"Como prueba de la dependencia que deberíamos tener respecto de la santísima Virgen, recordemos aquí el ejemplo que han dado de esta dependencia el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El Padre no ha dado, ni da, a su Hijo, si no es por Ella; no tiene hijos Él sino por Ella, y no comunica ninguna gracia sino por medio de Ella. Dios Hijo no ha sido formado para el mundo en general sino por Ella, no es formado diariamente ni engendrado sino por Ella, en unión con el Espíritu Santo; ni comunica Él sus méritos y sus virtudes sino mediante Ella. El Espíritu Santo no ha formado a Jesucristo sino por Ella, y sólo por Ella forma a los miembros del Cuerpo místico del Hijo, y sólo mediante Ella dispensa Él sus gracias y dones. Después de tantos y tan apremiantes ejemplos de la Santísima Trinidad, ¿acaso podremos, sin estar completamente ciegos, prescindir de María, no consagrarnos a Ella y no depender de Ella?" (San Luis María G. de Montfort, Tratado de la Verdadera Devoción,140).

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(Samuel Miranda)