ENTRETENIMIENTOS ESPIRITUALES
DE
S. FRANCISCO DE SALES,
OBISPO Y DOCTOR DE LA IGLESIA
Y
FUNDADOR DE LA ORDEN DE LA VISITACIÓN
A LOS QUE VAN AÑADIDOS ALGUNOS OPÚSCULOS DEL
MISMO SANTO.
OBRA TRADUCIDA DEL FRANCÉS AL ESPAÑOL
POR
EL LIC. FRANCISCO DE CUBILLAS DONYAGUE, PBRO.
CON APROBACIÓN DEL ORDINARIO
LIBRERÍA RELIGIOSA
QUIS UT DEUS
BARCELONA.
LIBRERÍA RELIGIOSA, AVIÑÓ, 20.
1908. (1)
AL LECTOR
El original de esta obra de san Francisco de Sales, preciosísima como
todo lo suyo, va sin prólogo, y en su lugar se halla una carta de
la superiora general de las religiosas de la Orden de la Visitación,
fundada por el Santo, en la que, a instancias de su hermano y sucesor en
el obispado D. Juan Francisco de Sales, manda a todas las religiosas que
recojan y le remitan cuantos papeles de las colaciones espirituales, llamadas
Entretenimientos espirituales por su santo Autor, existan en sus conventos.
Motivó esta carta el que, corriendo varias copias de estos Entretenimientos
llenas de considerables defectos y equivocaciones, lo que afectaba al buen
nombre y reputación de su Autor, se quiso ver los originales para
darlos a la imprenta, con la misma pureza y claridad que recibieran de su
docta pluma, para mayor gloria de Dios y provecho de las almas.
Con estos Entretenimientos espirituales no intentó el Santo formar
un libro que corriera en manos de todo el mundo, ni pensó jamás
que se imprimieran; por eso, no solamente no le puso prólogo, sino
que ni los escribió con el estilo de sus demás obras, ni los
limó, sino que los daba a las religiosas, sus hijas, con estilo sencillo,
enseñándolas con dulce ingenuidad, respondiendo a sus filiales
preguntas, desvaneciendo sus dudas y temores, y dando a sus espíritus
un alimento sólido, bien que sencillo, y adaptado a su capacidad,
para así hacerlas crecer en virtud y adelantar en el camino de la
perfección, del que era él consumado maestro, a creerse el
Santo que sus Entretenimientos espirituales habían de ver la luz pública
¿con qué aparato los habría dispuesto aquella su piedad
y santa discreción que los sazonó? qué luz no hubiera
dado en su prólogo para que conociéramos los entretenimientos
vanos e inútiles de los mundanos, huyéramos de ellos, y nos
aplicáramos a los únicos verdaderos y provechosos para la vida
eterna? Comprenderá muy bien todo esto, el que haya leído los
prólogos que puso en los libros suyos, Introducción a la vida
devota: Explicación mística de los cantares y Práctica
del Amor de Dios, en los que suavemente interesa al lector a saborear estas
obras con santa traza, como él tenía en todo lo que hacía,
decía y escribía para bien de las almas. Mas, aunque sin prólogo
y sin limar, esta obra es digna de ser leída, y sumamente recomendable;
en fin, es de san Francisco de Sales, y esto solo ya basta.
El título de Entretenimientos espirituales se lo puso el mismo Santo
a esas colaciones o conferencias, como ya se ha dicho; lo que se ve por lo
que dice en el original del tercero, nono y otros, y por alguna de sus cartas
en las que hace mención de ellas con el mismo nombre: y esto nada
tiene de extraño ni ridículo, por más que a algún
necio lo parezca, ¿No hay entretenimientos corporales? pues, por qUé
no podrá haber de espirituales? Entretenerse, no es meramente divertirse,
sí que es también recrear el ánimo, mantener, conservar
y pulir, esto es, observar los más pequeños defectillos de
una cosa y, puliéndolos, darla el último toque. Según
esto ¿quién no ve la necesidad, por no decir solamente utilidad,
de entretenerse espiritualmente? Hay, y puede haber cosa más útil
para una alma fervorosa que recrearse en la consideración de los beneficios
de Dios, en contemplarse ante su presencia? No lo será también
el mantener y conservar el fervor en todo lo concerniente al servicio divino,
a la caridad con el prójimo, y al acrecentamiento de nosotros mismos
en la perfección, y sobre todo el mirarnos atentamente y pulir todo
lo que veamos que sea desagradable a los ojos de Dios? Decidme, ¿podrán
ser cosa ridícula e inútil tales ocupaciones o verdaderos entretenimientos?
¡Ojalá los tuvieran tantas almas descuidadas!
Por falta de esos entretenimientos del espíritu en los que el alma
se estudia a sí misma, se ven tantas abominaciones y desolaciones
en el mundo. Desolada está horrorosamente toda la tierra, pues no
hay nadie que reflexione en su corazón, dice Jeremías (12,
11). El real Profeta se entretenía en las noches en tales ejercicios
y escobaba su espíritu, y se deleitaba entonces en el Señor,
y su carne y corazón saltaban de alegría por el gran provecho
que sacaba de ello. Me deleité, decía él mismo y derramé
humilde mi alma enamorada en la presencia del Señor (Salmos, I, XXXIII,
XLI, LXXVI y en otros). Probadlo, continúa, y veréis cuán
suave es el Señor para todos aquellos que, entreteniéndose
en pensar en él, y en mirar como cumplirán mejor su ley santa
reciben tantos favores y tal riego de gracias, que llegan a ser como árbol
plantado junto a la corriente de las aguas, que dará su fruto al debido
tiempo, y sus hojas no caerán, y prosperará en todo lo que
haga. ¡Oh santos entretenimientos, Y qué dulces, qué
provechosos sois para una alma santa! para todas las que aspiren a la santidad!
Bien lo sabia el gran Francisco de Sales.
Ved, pues, lo que son, y a lo que tienden esas conferencias que llamó
el Santo Entretenimientos espirituales; traducidas se hallan con este titulo
en casi todas las lenguas, y provechosa es su lectura, como no puede dejar
de serlo la sólida y tan trillada doctrina del gran Santo, al que
Pío IX en 1877 declaró Doctor de la Iglesia.
ÍNDICE
(1) La digitalización que aquí presentamos, por tratarse de
una vieja edición, va modificada en algunos aspectos de la ortografía
-particularmente los acentos- por la moderna indicada por el diccionario
del procesador de textos. También hemos actualizado el modo de abreviar
las citas bíblicas.
Entretenimiento I:
Entretenimiento II:
Entretenimiento III:
Entretenimiento IV:
Entretenimiento V:
Entretenimiento VI:
Entretenimiento VII:
Entretenimiento VIII:
Entretenimiento IX:
Entretenimiento X:
Entretenimiento XI:
Entretenimiento XII:
Entretenimiento XIII:
Entretenimiento XIV:
Entretenimiento XV:
Entretenimiento XVI:
Entretenimiento XVII:
Entretenimiento XVIII:
Entretenimiento XIX:
Entretenimiento XX:
Entretenimiento XXI:
Entretenimiento XXII:
ENTRETENIMIENTOS ESPIRITUALES
DE
SAN FRANCISCO DE SALES
OBISPO Y DOCTOR DE LA IGLESIA
ENTRETENIMIENTO I
Obligación de las Constituciones de la Orden de la Visitación
de Santa María, y calidad de la devoción que han de tener las
religiosas de esta orden.
Estas Constituciones, por si mismas, de ninguna manera, obligan bajo pena
de pecado, ni mortal ni venial; solamente sirven para dirección y
guía de las personas de esta congregación; pero si acaso alguna
voluntaria y deliberadamente las quebrantase, con desprecio o escándalo
de las compañeras o personas de fuera, cometería sin duda una
grande ofensa; porque no se puede excusar de culpa la que envilece y deshonra
las cosas de Dios, desmiente su profesión, pervierte la comunidad,
y disipa los frutos del buen ejemplo y buen olor que, debe dar al prójimo.
De modo, que a este voluntario desprecio se seguirá algún grande
castigo del cielo, y especialmente la privación de las gracias y dones
del Espíritu Santo, que ordinariamente son quitados a los que se apartan
de los buenos propósitos y dejan el camino en que Dios Nuestro Señor
los había puesto. El desprecio, pues, de las Constituciones, como
también el de todas las buenas obras, se conocerá por las consideraciones
siguientes.
Cae en esta falta aquel que quebranta o deja de cumplir alguna ordenanza
no solo voluntariamente, sino con propósito deliberado; porque otra
cosa es si lo traspasa por inadvertencia u olvido, o cegado de otra pasión;
porque el desprecio incluye en sí una voluntad deliberada que le determina
resueltamente a hacer lo que hace. De aquí se sigue, que el que quebranta
la ordenanza, o desobedece por menosprecio o vanagloria, no solo desobedece,
sino que quiere desobedecer; no solo comete la inobediencia, pero la hace
con intención de desobedecer. Está prohibido comer fuera de
las horas de refección; come una monja ciruelas o albaricoques, u
otra cualquier fruta; quebranta la regla y comete una desobediencia; mas
si lo come llevada del deleite que piensa recibir, entonces desobedece, no
por desobediencia, sino por golosina; pero si come porque no estima la regla,
ni quiere hacer cuenta ni sujetarse a ella, entonces desobedece por desprecio
e inobediencia.
Síguese también, que el que desobedece por cualquiera halago,
o llevado de pasión, quisiera bien poder satisfacer su apetito sin
desobedecer; y al mismo tiempo que toma placer en comer, por ejemplo, le
desagrada que sea con desobediencia: y en este caso la desobediencia sigue
o acompaña la obra; pero en el otro la precede y la sirve de causa
o motivo, aun que sea por golosina; porque el que come contra el precepto,
consiguiente o juntamente comete desobediencia, si bien, si pudiese excusarla
no quisiera cometerla comiendo; como el que bebiendo mucho no quisiera embriagarse,
bien que por beber se embriaga. Pero el que come por desprecio de la regla
y por desobediencia, quiere la misma desobediencia; de manera, que no haría,
ni querría la obra sino fuese movido de la voluntad de desobedecer:
el uno, pues, desobedece queriendo una cosa a la cual está junta la
desobediencia; y el otro desobedece queriendo la misma cosa, porque está
junta a la desobediencia. El uno encuentra la desobediencia en la cosa que
quiere, y quisiera no encontrarla: el otro busca en la cosa la desobediencia,
y no la quiere sino por la intención de hallarla: el uno dice, yo
desobedezco porque quiero comer esta fruta, la que no puedo comer sin desobedecer:
y el otro dice, yo la como porque quiero desobedecer, lo que conseguiré
comiendo: en el uno la desobediencia y desprecio sigue a la obra; en el otro
la conduce.
Pues esta desobediencia formal y desprecio de las cosas buenas y santas nunca
está sin algún pecado, a lo menos venial, aun en las cosas
que no son sino de consejo: porque si bien puede uno no seguir los consejos
de las cosas santas, por elección de otras cosas, sin cometer ofensa
alguna, todavía no se pueden dejar por desprecio sin culpa, porque
no todo lo bueno nos obliga a seguirlo; pero si a honrarlo y estimarlo, y
por consiguiente con más razón a no menospreciarlo ni deslucirlo.
Añádese a esto, que el que quebranta la regla y constitución
por desprecio, la tiene por vil e inútil; lo que es una grandísima
presunción y arrogancia. o si la juzga útil, y con todo no
quiere sujetarse a ella, rompe su designio con gran daño del prójimo,
a quién da escándalo y mal ejemplo, contraviene a la sociedad
por la promesa hecha a la compañía, y pone en desorden una
casa devota; y estas son grandísimas faltas.
Pero, para que se pueda en alguna manera discernir cuando una persona quebranta
las reglas o la obediencia por desprecio, propondré aquí algunas
señales.
I. La primera, si siendo corregida hace burla y no tiene algún
arrepentimiento.
II. Segunda, cuando persevera, sin mostrar deseo ni voluntad de enmendarse.
III. Tercera, cuando afirma que la regla no es a propósito, ni el
precepto conveniente.
IV. Cuarta, cuando procura atraer a las otras al mismo quebrantamiento y
quitarlas el temor, diciendo que importa poco, y que no hay peligro alguno.
Estas señales no son con todo tan ciertas, que tal vez no provengan
de otra causa diferente de la del desprecio; porque puede suceder, que una
persona se burle de quien la reprende por la poca estimación que hace
de él, y que persevere por flaqueza, que porfíe por despecho
y cólera y que pervierta las otras por tener compañeras y excusar
su delito. No obstante, es fácil de conocer, por las circunstancias,
cuando todo esto se hace por desprecio; porque, en fin, la desvergüenza
y manifiesta disolución siguen ordinariamente al desprecio, y los
que le tienen en el corazón, presto lo sacan a la boca y dicen, como
observa, David: ¿Quién es Nuestro Señor? (Salmo 1, 15).
Conviene deciros aquí una palabra de una tentación que puede
ocurrir en este punto; y es, que tal vez una persona no piensa ser inobediente
y libre cuando no desprecia sino una o dos reglas que le parecen de poca
importancia, mientras observe las demás; pero ¡Dios mío!
¿quién no ve el engaño? porque lo que una estima poco,
otra estimará mucho, y así al contrario. De la misma manera
en una comunidad, cuando uno no haga caso de una regla, otro despreciará
otra, otro otra, y así todo será desorden. Porque luego que
el espíritu del hombre se gobierna según sus inclinaciones
y aversiones ¿qué otra cosa puede suceder que una perpetua
inconstancia y variedad de faltas? Ayer, que yo estaba alegre, me desagradaba
el silencio y me sugería la tentación que estaba ocioso; hoy,
que estoy melancólico, me sugiere que la recreación y entretenimiento
es aun más inútil. Ayer que estaba consolado, me agradaba el
cantar; hoy que estoy seco, me disgusta; y así en lo demás.
De suerte, que el que quiera vivir dichosa y perfectamente debe acostumbrarse
a vivir según la razón, las reglas y la obediencia, y no según
sus inclinaciones y aversiones: debe estimar todas las reglas, honrarlas
y quererlas, a lo menos con la voluntad superior: porque si ahora desprecia
una, mañana despreciará otra, y otro día otra; y roto
una vez el vínculo del debido respeto, todo lo que estaba atado poco
a poco se descompondrá y perderá.
No quiera Dios que ninguna de las religiosas de la Visitación se desvíe
tanto del camino del amor de Dios, que se halle perdida dentro del desprecio
de las reglas por desobediencia, dureza y obstinación de corazón;
porque, ¿qué le podrá suceder peor, ni de mayor infelicidad?
Supuesto también que hay pocas reglas particulares y propias de esta
Congregación, siendo la mayor parte, y casi todas, o reglas generales
que deberían guardar en sus casas si quisiesen vivir con algún
poco de honor, reputación y temor grande de Dios, o que miran a la
debida decencia de una casa devota, o a las oficialas en particular.
Pero, si tal vez les viniere algún disgusto o aversión a las
Constituciones y Reglas de la Congregación, se portarán de
la misma manera que en las demás tentaciones, corrigiendo la aversión
con la razón y con una fuerte y buena resolución de la parte
superior del alma, esperando que Dios les envíe algún consuelo
en su camino y les haga ver, como a Jacob cuando se halló cansado
en su viaje, que las reglas y forma de la vida que han escogido son la verdadera
escala, por la que deben, como ángeles, subir a Dios por caridad,
y bajar así por humildad.
Pero cuando sin esta aversión sucediese el quebrantar la regla por
fragilidad, entonces al punto se humillarán delante de Dios y le pedirán
perdón, renovarán la resolución de observarla, y sobre
todo procurarán no entrar en pusilanimidad de espíritu e inquietud;
antes con nueva confianza en Dios recurrirán a su santo amor.
En cuanto a las transgresiones de la regla que no se hacen por pura inobediencia
ni por desprecio, sino por descuido, flaqueza, tentación o negligencia,
se podrán y deberán confesar como pecados veniales o bien como
de cosa en que le ha podido haber; porque, si bien en ello no haya alguna
especie de pecado en virtud de la obligación de la regla, puédele
no obstante haber por razón de la negligencia, descuido, precipitación
u otros tales defectos; pues rara vez sucede, que viendo un bien propio para
nuestro aprovechamiento y siendo particularmente llamados e incitados a obrarle,
le dejemos voluntariamente sin culpa, porque tal omisión no procede
sino de negligencia, de afecto depravado o falta de fervor; y si hemos de
dar cuenta de las palabras que son verdaderamente ociosas, ¿cuánto
más la daremos de haber dejado ociosa la moción que la regla
nos hace a su ejercicio?
Dije, que sucede raras veces no ofender a Dios cuando dejamos de hacer un
bien propio a nuestro adelantamiento; porque puede suceder que no se deje
voluntariamente, sino por olvido, inadvertencia o subrepción, y entonces
no hay pecado grave ni leve, salvo en el caso de que la cosa, de que nos
olvidamos fuese de tan grande importancia, que nos obligase a estar atentos
para no caer en tal olvido, inadvertencia y subrepción. Pongo ejemplo:
Una religiosa rompe el silencio porque no advierte que es tiempo de él,
o pensando en otra cosa no se acuerda, o bien que, habiendo sido acometida
de algún ímpetu de hablar, antes de pensar en reprimirle haya
dicho alguna cosa, sin duda no peca; porque la guarda del silencio no es
de tanta importancia que obligue a tener una tan grande atención que
no nos podamos olvidar; antes al contrario, siendo cosa muy buena en tiempo
de silencio ocuparse en santas y pías consideraciones, si estando
atenta a ellas se olvida de guardar el silencio, este olvido nacido de tan
buena causa no puede ser malo, ni consiguientemente la falta del silencio
que de él proviene.
Pero si se olvidase de servir a una enferma que por falta de asistencia corriese
peligro, y que habiéndosela encargado a ella por esto se descuidaron
las demás de servirla, no será buena excusa decir no he caído
en ello o no me he acordado; porque la cosa era de tan grande importancia
que debía estar con cuidado de no olvidarse, y la falta de esta atención
no es excusable respecto a la calidad de una cosa que merecía mucha
vigilancia.
Hemos de creer, que a medida que se aumentare el amor de Dios en las almas
de las religiosas de esta Congregación, este amor las hará
cada hora más exactas y diligentes en la observancia de sus constituciones,
aunque por si mismas de ninguna manera obligan bajo pena de pecado mortal.
o venial; pero si obligaran bajo pena de muerte, ¿cuán rigorosamente
se observarían?
El amor es fuerte como la muerte (Cant 8, 6). Luego los atractivos del amor
son tan poderosos para hacer ejecutar una resolución, como las amenazas
de la muerte. El celo, dice el sagrado cántico es duro y fuerte como
el infierno. Luego las almas que tienen celo, harán tanto, y aun más
en virtud de él, de lo que harían por temor del infierno; y
así las monjas de esta Congregación por la suave violencia
del amor observarán, con la ayuda de Dios, tan exactamente sus reglas,
como si estuvieran obligadas bajo pena de eterna condenación.
En suma, ellas tendrán perpetua memoria de lo que dice Salomón
en los Proverbios: Quien guarda el mandamiento, guarda su alma; y quien desprecia
su camino, perecerá (Prov 19, 16). Vuestro camino es el modo de vida
en que Dios os ha puesto. Yo no hablo aquí de la obligación
que tenemos de guardar loa votos; porque es cosa evidente que quien absolutamente
quebranta la regla y los votos esenciales de pobreza, castidad y obediencia,
peca mortalmente, y lo mismo será si rompe la clausura.
Hagan las religiosas profesión particular de mantener sus corazones
en una devoción intima, fuerte y generosa. Digo intima, de modo que
tengan la voluntad conforme con las buenas acciones exteriores que hicieren,
sean estas pequeñas o grandes. Nada se haga por costumbre, sino por
elección y aplicación de la voluntad; y si alguna vez la acción
exterior se anticipa a la afición interior por causa de la costumbre,
a lo menos la afición siga luego a la acción. Si antes de inclinarme
corporalmente a mi superior, no hago la inclinación interior por una
humilde elección de estarle sujeto, a lo menos que esta elección
acompañe o siga muy cerca a la inclinación exterior.
Las hijas de esta Congregación tienen muy pocas reglas para lo exterior,
poca austeridad, pocas ceremonias, poco rezo, y así acomodando voluntaria
y amorosamente el corazón, harán nacer lo exterior de lo interior,
y sustentarán lo interior con lo exterior, como el fuego produce la
ceniza, y la ceniza mantiene el fuego.
Es también necesario que esta devoción sea fuerte. Primero,
para sufrir las tentaciones que jamás faltan a los que quieren verdaderamente
servir a Dios. Segundo, para tolerar la variedad de los espíritus
que se hallarán en la Congregación, que es la prueba mayor
que se puede ofrecer a los espíritus débiles. Tercero, para
sufrir cada una las imperfecciones, y no inquietarse por verse sujeta a ellas;
porque así como es menester una humildad fuerte para no perder el
ánimo, antes debemos levantar nuestra confianza en Dios por medio
de nuestras flaquezas, así es necesario un corazón valeroso
para emprender la corrección y perfecta enmienda. Cuarto, para combatir
sus imperfecciones. Quinto, para despreciar las palabras y juicios del mundo,
que jamás deja de contradecir los institutos píos, particularmente
al principio. Sexto, para mantenerse independiente de las aficiones, amistades,
o inclinaciones particulares, para no vivir según ellas sino según
la luz de verdadera piedad. Séptimo, para desasirse de las ternuras,
dulzuras, consolaciones que provienen ya de Dios, ya de las criaturas, y
para no dejarse llevar de ellas. Octavo, para sustentar una guerra continua
contra nuestras malas inclinaciones, humores, hábitos y propensiones.
Conviene, finalmente, que sea generosa para no espantarse de las dificultades,
antes engrandecer el ánimo con ellas; porque, como dice san Bernardo,
poco valor tiene aquel a quien no le crece el corazón entre las penas
y contradicciones. Generosa para aspirar al más alto punto de la perfección
cristiana, no obstante todas las imperfecciones y flaquezas presentes, apoyándose
con perfecta confianza en la misericordia divina, a ejemplo de aquella que
decía a su amado: Atraedme, correremos tras Vos al olor de vuestros
ungüentos (Cant. 1). Como si dijera, por mí misma soy inmoble;
pero si Vos me atraéis, yo correré. El divino Amante de nuestras
almas nos deja muchas veces como atados en nuestras miserias, para que sepamos
que nuestra libertad procede de él, para que cuando la tengamos, la
estimemos como don precioso de su bondad.
Por esto, como la devoción generosa no cesa jamás de dar voces
a Dios atraedme, así no cesa jamás de aspirar, esperar, y valerosamente
prometerse el correr y decir correremos tras Vos: y conviene no enfadarse
jamás si luego no se corre tras el Salvador, con tal que siempre se
diga, atraedme, y se tenga. valor para decir, correremos; porque, aunque
no corramos, basta; que con la ayuda de Dios correremos.
Esta Congregación, como también las otras religiones, no es
junta de personas perfectas, sino de personas que se pretenden perfeccionar.
No de personas que corren, sino que pretenden correr; por esto aprenden primero
a andar paso a paso, después aprisa, luego a medio correr, y al fin
a todo correr.
Esta devoción generosa a ninguno menosprecia, y hace que, sin perturbación
e inquietud veamos caminar, correr y volar a otros, según la diversidad
de las inspiraciones y variedad de medidas de la divina gracia que cada uno
recibe. Esta es una advertencia que el grande apóstol san Pablo hace
a los romanos: Uno, dice, cree que puede comer de todo: otro que está
enfermo, come yerbas; el que come no desprecie al que no come; y el que no
come no juzgue al que come: cada uno abunde en su sentido, el que come, coma
en Nuestro Señor, y el que no come, no coma en Nuestro Señor;
y así el uno como el otro den gracias a Dios (Rm 16, 2).
Las reglas no mandan muchos ayunos, pero puede ser que algunas, por particulares
necesidades, alcancen licencia de ayunar algo más; las que ayunaren
no menosprecien a las que coman, ni las que comen a las que ayunen; y así
en todas las otras cosas que ni están mandadas ni prohibidas, cada
uno abunde en su sentido: quiero decir, goce y use de su libertad, sin juzgar
ni contradecir a las otras que no hacen lo que ella, queriendo que sea su
modo tenido por mejor; pues puede suceder que una persona coma con tal renunciación
de su propia voluntad como otra que ayuna, y que no diga sus culpas con el
mismo renunciamiento que otra las dirá.
La devoción generosa no quiere compañía en lo que hace,
sino solamente en su pretensión, que es la gloria de Dios y el adelantamiento
del prójimo en el amor divino: y como se encamine todo derechamente
a este fin, no se le da nada que sea por este o por otro camino; con tal
que el que ayuna, ayune por Dios; y el que no ayuna, por Dios no ayune, y
tan satisfecha quede de lo uno como de lo otro.
Ella, pues, no quiere traer los otros en su seguimiento; antes prosigue humilde,
simple y tranquilamente su camino. Y si. sucede que alguna persona come no
por Dios sino por inclinación, y si deja la disciplina no por Dios
sino por natural aversión, convendrá que las que hacen los
ejercicios contrarios, no la juzguen, sino que dulce y suavemente sin censurarla,
sigan por su camino, no despreciando ni juzgando en perjuicio de las flacas;
acordándose de que si en estas ocasiones las unas proceden, puede
ser, blandamente según sus inclinaciones y aversiones; en otras ocurrencias
las otras hacen también lo mismo. Pero aquellas que tienen tales inclinaciones
y aversiones, se deben atentamente guardar de decir palabras, y de dar muestras
de tener disgusto de que las otras lo hagan mejor, porque cometerían
una grande impertinencia; antes, considerando su flaqueza, las deben mirar
con santa, dulce y cordial reverencia; porque de este modo podrán
sacar tanto provecho de su flaqueza por la humildad que de aquí les
nacerá, como las otras lo sacan de sus ejercicios. Si este punto es
bien entendido y observado, conservará una maravillosa tranquilidad
y suavidad en la Congregación. Que Marta sea activa, pero que no contradiga
a Magdalena: que Magdalena contemple, pero que no desprecie a Marta; porque
Cristo saldrá a la defensa de la que fuere censurada.
Pero con todo esto, si algunas hermanas tuvieren aversión a las cosas
piadosas, buenas y aprobadas, o bien inclinaciones a las menos devotas; si
me creen, usarán de violencia y corregirán lo más que
puedan a toda aversión e inclinación, para ser verdaderamente
señoras de sí mismas y servir a Dios con una excelente mortificación,
repugnando a su repugnancia, y contradiciendo a su contradicción,
apartándose de sus inclinaciones, divirtiendo sus aversiones, y en
todo y por todo haciendo reinar la autoridad de la razón, principalmente
en las cosas quedan lugar a tomar resolución: y finalmente, procurarán
tener un corazón blando, tratable, rendido, y fácil a condescender
en todas las cosas lícitas; y mostraran en todos lances la obediencia
y caridad, para ser semejantes a la paloma, cuya pluma recibe todos los resplandores
que le da el sol. Bienaventurados son los corazones flexibles, porque nunca
se romperán.
Las monjas de la Visitación hablarán siempre humildísimamente
de su pequeña Congregación, y antepondrán a ella todas
las otras en cuanto a la honra y estimación; pero la preferirán
atadas en cuanto alamar, asegurando prontamente, cuando Se ofrezca la ocasión,
cuan agradablemente viven en esta vocación. Así las mujeres
casadas deben preferir sus maridos a todos los demás, no en el honor,
sino en el afecto. Así cada uno prefiere su país a los otros
en amor, no en especificación. Y cualquiera marinero quiere más
el bajel en que navega, que los otros aunque sean más ricos y más
fuertes.
Confesemos libremente que las otras congregaciones son mejores, más
ricas, mas excelentes; pero no por eso más amables, ni deseables para
nosotros; pues Dios Nuestro Señor quiso que esta fuese nuestra patria
y nuestra barca, y que nuestro corazón se desposase con este instituto.
Siguiendo el dicho de aquel, que preguntado cual era el descanso mayor y
el mejor alimento de un niño, respondió, que el regazo y la
leche de su madre; porque aunque haya otros lechos más ricos, y otras
leches mejores, pero para él ni le hay más propio ni le hay
más amable. Dios sea bendito.
ENTRETENIMIENTO II
Pregúntase si con el conocimiento de la propia miseria puede el alma
llegarse a Dios con una gran confianza, y de qué manera. Trátase
de la perfecta abnegación de sí mismo.
Me preguntáis, hijas carísimas, si teniendo el alma conocimiento
de su propia miseria, puede llegarse a Dios con una gran confianza. Respondo,
que no solamente el alma que tiene el conocimiento de su miseria, puede tener
una gran confianza en Dios, sino que no puede tener verdadera confianza sin
tener conocimiento de su miseria; porque este conocimiento y la confesión
de nuestra miseria nos introducen delante de Dios. Así todos los grandes
Santos, como Job, David y otros, siempre empezaban todas sus oraciones por
la confesión de su miseria e indignidad; de modo que es cosa muy buena
reconocerse pobre, vil, abatido e indigno de parecer en la presencia de Dios.
Aquel célebre dicho de los antiguos: Conócete a ti mismo, aunque
se entienda del conocimiento de la grandeza y excelencia del alma para no
envilecerla ni profanarla con cosas indignas de su nobleza, se entiende también
del conocimiento de nuestra indignidad, imperfección y miseria; de
modo, que cuanto más nos conociéremos miserables, tanto más
confiaremos en la misericordia y bondad de Dios; porque entre la misericordia
y la miseria hay conexión tan grande, que la una no se puede ejercer
sin la otra. Si Dios no hubiese criado al hombre, seria verdaderamente todo
bueno; pero actualmente no fuera misericordioso, porque la misericordia no
se ejercita sino con los miserables. Con esto veréis que cuanto más
nos conociéremos miserables, tanta, más ocasión tenemos
de confiar en Dios; pues nada tenemos para confiar en nosotros mismos.
La desconfianza de nosotros mismos nace del conocimiento de nuestras imperfecciones;
pero esta aprovecharía poco, si no pusiésemos toda nuestra
confianza en Dios, asiéndonos de su misericordia; las faltas y deslealtades
que cada día cometemos nos deben causar vergüenza y confusión
cuando queremos llegarnos a Dios: y así leemos de grandes almas, como
de santa Catalina de Siena y de la santa madre Teresa de Jesús, que
sentían esta gran confusión cuando caían en alguna falta;
y así es cosa razonable, que habiendo ofendido a Dios, nos retiremos
un poco por humildad y quedemos confusos: pues solo por haber ofendido a
un amigo tenemos empacho de llegarnos a él; pero no conviene detenernos
aquí, porque estas virtudes de humildad, abatimiento y confusión
son virtudes medianeras, por las que debemos subir a la unión de nuestra
alma con Dios: no seria gran cosa haberse aniquilado y desnudado de sí
mismo, lo que se hace con los actos de confusión, si esto no fuese
para darse del todo a Dios, como nos lo enseña san Pablo, cuando dice:
Despojaos del hombre viejo y revestíos del nuevo (Col 19). Porque
no conviene quedarnos desnudos, sino revestirnos de Dios.
Este pequeño retiro no se hace sino como para tomar carrera y arrojarse
con mas fuerza en Dios con un acto de amor y confianza, porque no es bien
confundirse tristemente con inquietud. El amor propio causa estas confusiones,
afligiéndonos porque no somos perfectos no tanto por amor de Dios
como de nosotros mismos; pero aunque no sintáis una gran confianza,
no por eso habéis de dejar de hacer sus actos, diciendo a Dios: aunque
yo no tenga, Señor mío, algún sentimiento de confianza
en Vos, yo sé muy bien que sois mi Dios, que yo soy todo vuestro,
y no tengo esperanza sino en vuestra bondad; y así yo me dejo del
todo en vuestras manos. Siempre está en nuestra potestad hacer estos
actos; y aunque tengamos dificultad, no imposibilidad, en estos casos y en
medio de estas dificultades debemos mostrar la fidelidad a este Señor;
porque aunque hagamos estos actos sin gusto y sin alguna satisfacción,
no nos ha de dar pena, pues Dios los quiere más así; y no me
digáis que solo lo decís con la boca; porque si el corazón
no lo quisiera, la boca no lo pronunciara. Habiendo hecho esto, estad en
paz sin atender a vuestra perturbación, y hablad con Nuestro Señor
de otra cosa.
Ved aquí, pues, por conclusión de este primer punto, como es
muy bueno tener confusión cuando tenemos conocimiento y sentimiento
de nuestra miseria e imperfección; pero que no conviene apartarse
ni caer, por eso en pusilanimidad, antes levantar el corazón a Dios
por medio de una santa confianza, cuyo fundamento ha de estribar en el mismo
Señor y no en nosotros, porque nosotros nos mudamos y Dios no se puede
mudar jamás. Y tan bueno y misericordioso es él cuando nosotros
somos flacos e imperfectos, como cuando somos fuertes y perfectos. Yo acostumbro
decir que el trono de la misericordia de Dios es nuestra miseria: conviene,
pues, que cuanto es más grande nuestra miseria, tanto mayor sea nuestra
confianza.
Pasemos ahora a la otra cuestión, que es de la abnegación de
si mismo, y de cuál debe ser el ejercicio del alma abnegada. Es necesario
saber, que abnegar nuestra alma y dejarnos a nosotros mismos, no es otra
cosa que quitarnos y deshacernos de nuestra propia voluntad para darla a
Dios: porque, como tengo dicho, de poco nos pudiera aprovechar de renunciarnos
y dejarnos a nosotros mismos, sino fuese esto por unirnos perfectamente a
la divina voluntad.
A este fin, pues, se ha de encaminar esta renuncia; la que de otra manera
seria inútil y semejante a la de los antiguos filósofos, que
dejaron todas las cosas y se olvidaron de sí mismos por una vana pretensión
de darse al estudio de la filosofía, como Epicteto celebradísimo
filósofo, el cual siendo esclavo y queriendo por su gran sabiduría
libertarle, él con una renuncia extremada no quiso aceptarlo, quedándose
en una esclavitud voluntaria con tal pobreza que después de su muerte
no se le halló otra alhaja que un candil, que se vendió en
gran precio por haber sido de un hombre tan grande: pero nosotros no hemos
de querer abnegarnos sino por dejarnos a merced de la voluntad divina. Muchos
hay que dicen a Nuestro Señor, yo me entrego del todo a Vos sin reserva
alguna; pero son muy pocos los que abrazan la práctica de esta renuncia,
la que no es otra cosa que una perfecta indiferencia en recibir todo género
de acaecimientos según vengan ordenados por la Providencia divina
así la aflicción como la consolación, la enfermedad
como la salud, la pobreza como la riqueza, el desprecio como la honra, el
oprobio como la alabanza: y esta indiferencia la entiendo según la
parte superior de nuestra alma; porque no hay duda que la inferior y la inclinación
natural se arrimará siempre más a la honra que al desprecio,
a las riquezas que a la pobreza; aunque ninguno puede ignorar que el desprecio,
el oprobio y la pobreza son más agradables a Dios que la honra y la
abundancia de muchas riquezas.
Para hacer, pues, esta renuncia, es necesario obedecer a la voluntad de Dios
significada, y a su beneplácito; lo uno se. hace por manera de resignación,
y lo otro de indiferencia. La voluntad de Dios significada comprende sus
mandamientos, sus consejos, sus inspiraciones, nuestras reglas y órdenes
de nuestros superiores. Su beneplácito mira a los ocasos de las cosas
que no podemos prevenir: pongo por ejemplo; yo no sé si moriré
mañana, veo que esto está en el beneplácito de Dios,
y por eso me conformo con él y muero con gusto; así también
yo no sé si el año que viene alguna tempestad destruirá
todos los frutos de la tierra si sucediere o viniere una peste, u otros tales
casos fortuitos, es cosa evidente que este es el beneplácito de Dios,
y así me conformaré con él. Sucederá que no tengáis
consuelo alguno en vuestros ejercicios, ello es cierto que tal es el beneplácito
de Dios; por ello conviene estar con una grande indiferencia entre el consuelo
y desconsuelo, y lo mismo se debe hacer en todas las cosas que nos sucedan,
en los vestidos que nos dan y en las viandas que se nos ponen en la mesa.
Conviene también advertir, que hay algunas cosas en las que se ha
de juntar la voluntad de Dios significada con su beneplácito. Como
si yo caigo enfermo de una fuerte calentura, en este suceso veo que el beneplácito
de Dios es que yo esté indiferente a la salud y a la enfermedad; mas
la voluntad de Dios significada es que yo, que no vivo bajo de obediencia
alguna, llame a los médicos y aplique todos los remedios que sean
posibles; no digo yo los más exquisitos, sino los comunes y ordinarios:
y que los religiosos que están sujetos a un superior, reciban la cura
y tratamiento que les hicieren con simplicidad y sumisión, porque
Dios nos ha significado esto al dar virtud a los remedios; la santa Escritura
nos lo enseña y la Iglesia lo ordena.
Hecho, pues, esto, conviene estar con perfecta indiferencia, ya venza la
enfermedad a los remedios, ya los remedios a la enfermedad; de manera que
silo. enfermedad y la salud estuvieran en nuestra mano, y nos dijese Dios,
si tú escoges la salud no te quitaré yo por eso el menor grado
de gracia, si eliges la enfermedad tampoco te la aumentaré, pero en
la elección de esta hay algo más que mi beneplácito;
al punto el alma, que enteramente se ha dejado y renunciado en las manos
de Dios, escogerá sin duda la enfermedad, solo porque reconoce en
ella un poco más del agrado de este Señor; y esto aunque fuese
para estar toda su vida en una cama sin hacer otra cosa que sufrir no quisiera
por nada del mundo desear otro estado; así los Santos que están
en el cielo tienen tal unión con la voluntad de Dios, que si reconocieran
un poco más de su beneplácito en el infierno, dejarían
el cielo para irse allá.
Este estado de dejamiento de sí mismo comprende también el
dejarse al beneplácito divino en todas las tentaciones, sequedades
o adversidades y repugnancias que se ofrecen en la vida espiritual; porque
en todas estas cosas se ve el beneplácito de Dios, cuando no suceden
por culpa nuestra ni hay pecado en ellas. En fin, el dejamiento de sí
mismo es la virtud de las virtudes, el carisma de la caridad, el olor de
la humildad, el mérito, a mi parecer, de la paciencia, y el fruto
de la perseverancia. Grande es esta virtud, y solo digna de ser practicada
de los más queridos hijos de Dios.
Padre mío, dijo nuestro dulce Salvador sobre la cruz, yo pongo mi
espíritu en vuestras manos (Lc 23, 46). Verdad es que en esto quiso
decir: Todo está acabado. Yo he cumplido todo lo que habéis
mandado; pero con todo, si es vuestra voluntad que yo me detenga sobre esta
cruz para padecer más, me contento y pongo mi espíritu en vuestras
manos. Vos podéis hacer de él como más os agradare.
Lo mismo debemos hacer nosotros, amadas hijas, en cualquiera ocasión
que nos aflija, o contento que nos alegre, dejándonos llevar de la
voluntad divina según su beneplácito, sin dejarnos jamás
llevar de nuestra voluntad propia.
Ama Nuestro Señor con un amor tiernísimo a aquellos que llegan
a esta felicidad de entregarse totalmente en su paternal cuidado, dejándose
gobernar de su divina providencia, sin detenerse a pensar si los efectos
de ella les son útiles, provechosos o dañosos, asegurándose
de que ninguna cosa les será enviada de aquel amabilísimo corazón
paternal, ni permitirá este que les suceda, de la que no les haga
sacar bien y provecho, con tal que tengan puesta toda su confianza en él
y que de todo corazón digan: Yo pongo mi espíritu, mi alma,
mi cuerpo, y todo cuanto tengo en vuestras benditas manos, para que dispongáis
de todo como más os agradare. Porque jamás llegaremos a tal
extremo, que no podamos siempre derramar delante de la divina Majestad los
olores de una santa sumisión a su santísima voluntad, y hacer
una continua promesa de no quererle ofender.
Algunas veces quiere este Señor que las almas, escogidas para su servicio,
se alimenten de una firme e inviolable resolución de perseverar en
servirle por medio de los disgustos, sequedades, repugnancias y asperezas
de la vida espiritual, sin consolaciones, favores, ternuras y sin gusto;
y que ellas crean que no son dignas de otra cosa, siguiendo de esta manera
al divino Salvador con la fina puntualidad del espíritu, sin otro
arrimo que el de su divina voluntad que lo quiere así. Ved aquí
como deseo yo, hijas mías, que caminéis.
Me preguntáis ahora, en qué se debe ocupar interiormente esta
persona que del todo está dejada en manos de Dios? Respondo: ella
no debe hacer otra cosa que estarse junto a Nuestro Señor, sin cuidado
de cosa alguna de su cuerpo ni de su alma, pues que ella se ha embarcado
en el bajel de la providencia de Dios; a qué propósito ha de
pensar en lo que pueda suceder? Dios Nuestro Señor, a quien se ha
entregado, lo pensará bastantemente por ella.
Y no quiero por esto decir, que dejemos de pensar en las cosas a que estamos
obligados cada uno según su estado; porque claro está que no
debe un superior, con pretexto de haberse dejado en Dios y reposar en su
seno, descuidarse de saber y aprender los documentos necesarios al ejercicio
de su puesto. Verdad es también que conviene tener una gran confianza
para dejarse así sin reserva alguna en las manos de la Providencia
divina; pero, por la misma razón, cuando lo dejamos todo, Nuestro
Señor toma el cuidado de todo y lo encamina todo. Y si reservamos
alguna cosa de la que no hacemos confianza en él, su divina Majestad
nos la deja, como si dijera: Vosotros pensáis que tenéis bastante
sabiduría para hacer esto sin mí, yo os lo dejo gobernar y
veréis como os irá.
Las personas que están dedicadas a Dios en la Religión deben
dejarlo todo sin reservar cosa alguna. Santa María Magdalena, que
se había dejado totalmente a la voluntad de Nuestro Señor,
perseveró a sus pies y le estuvo escuchando mientras habló;
y luego que cesó de hablar cesó ella de escuchar; pero no se
movió por eso de su presencia. Así el alma, que se ha dejado
en las manos de Dios, no tiene otra cosa que hacer que estarse entre los
brazos de Nuestro Señor, como un niño en el regazo de su madre,
el cual cuando ella le pone en tierra para que ande, camina hasta que la
madre le vuelva a coger, y se deja llevar a su arbitrio, sin saber ni pensar
donde va. Así esta alma amando la voluntad del beneplácito
de Dios, en todo lo que sucede se deja llevar, y no obstante camina obrando
con grande atención todo lo que toca a la voluntad de Dios significada.
Me diréis ahora, si es posible que nuestra voluntad esté de
tal manera muerta en Dios, que no sepamos lo que queremos o no queremos.
Digo en primer lugar, que por más renunciados y dejados que estemos,
siempre nos quedará la libertad de nuestro albedrío, por la
que cada instante se nos ofrece algún deseo o alguna voluntad; pero
o estas no son voluntades ni deseos formales; porque luego que una alma,
que se ha dejado al beneplácito de Dios, advierte en sí alguna
voluntad, al punto la hace morir en la misma voluntad de Dios.
También quisiera saber si un alma, aunque muy imperfecta, podrá
estar útilmente delante de Dios con una simple atención a su
santa presencia en la oración. Y yo os digo, que, si Dios os pone
en ella podéis muy bien estar; porque sucede muchas veces que Nuestro
Señor da estas quietudes y tranquilidades a almas que no están
bien purgadas; pero, mientras todavía tienen necesidad de purgarse,
deben, fuera de la oración, hacer las observaciones y consideraciones
necesarias a su enmienda; porque aunque Dios las tiene muy recogidas, las
queda bastante libertad para discurrir con el entendimiento en muchas cosas
indiferentes; pues, ¿por qué no podrán considerar y
hacer resoluciones para su enmienda y para la práctica de las virtudes?
Personas hay muy perfectas, a las cuales Nuestro Señor jamás
da tales dulzuras ni quietud; pero ellas hacen todas las cosas con la parte
superior del alma, procurando que muera su voluntad dentro de la voluntad
de Dios a viva fuerza y con la punta de la razón; y esta muerte es
la muerte de la cruz, la que es mucho más excelente y generosa que
la otra, la que más se debe llamar adormecimiento que muerte; porque
esta alma, que se ha embarcado en la nave de la divina Providencia, se deja
llevar bogando dulcemente: como una persona, que durmiendo sobre un navío
en mar tranquilo, no deja de caminar. Esta manera de muerte tan dulce se
da por modo de gracia, la otra de mérito.
¿Queréis también saber qué fundamento debe tener
nuestra confianza? Conviene que esté fundada sobre la infinita bondad
de Dios y en los méritos de la pasión y muerte de Nuestro Señor
Jesucristo, con esta condición de nuestra parte, que tengamos y reconozcamos
en nosotros una entera y firme resolución de ser del todo de Dios,
y de dejarnos de todo punto y sin alguna reserva a su providencia.
Deseo todavía que advirtáis, que yo no digo que se ha de sentir
esta resolución de ser toda de Dios, sino que solamente es necesario
tenerla y conocerla en nosotros; porque no conviene embebecernos en lo que
sentimos o no sentimos; pues la mayor parte de nuestros sentimientos y satisfacciones
no son más que embebecimientos de nuestro amor propio.
Tampoco hemos de entender, que en todas estas cosas del dejamiento y de la
indiferencia no tendremos jamás deseos contrarios a la voluntad de
nuestro Señor, y que nuestra naturaleza no repugnará a los
acaecimientos de su beneplácito; porque esto puede muy a menudo suceder.
Estas virtudes residen en la parte superior del alma; la inferior de ordinario
no entiende nada de esto, de lo que no conviene hacer caso, antes, sin mirar
lo que ella quiere, abrazar la voluntad divina, y unirnos a ella, aunque
le pese. Pocas personas hay que lleguen a este grado de perfecto dejamiento
de sí mismas; pero no obstante lo debemos todos pretender, cada uno
según su estado y corta capacidad.
ENTRETENIMIENTO III
Sobre la huida de Nuestro Señor a Egipto, donde se trata de la constancia
que debemos tener en medio de los accidentes del mundo.
Celebramos la octava de los santos Inocentes, en el día que la santa
Iglesia canta el Evangelio que trata de cómo el Ángel del Señor
dijo al glorioso san José en sueños, esto es, durmiendo, que
tomase al Niño y a la Madre y huyese a Egipto, porque Herodes, celoso
de su reino, temiendo no le despojase de él, buscaba al Señor
para matarle, y lleno de cólera porque los reyes Magos no habían
vuelto por Jerusalén, mando dar la muerte a todos los niños
de dos años abajo, creyendo que entre ellos moriría Nuestro
Señor y aseguraría por este medio la posesión de su
reino. Este Evangelio está lleno de muchos y hermosos conceptos; me
contentaré con algunos que nos servirán de un tan agradable
como provechoso y verdadero entretenimiento.
Comienzo por el primer reparo que hace el grande san Juan Crisóstomo,
que es sobre la inconstancia, variedad y poca firmeza de los accidentes de
esta vida mortal. ¡Oh! cuán útil es esta consideración,
pues la falta de ella nos ocasiona desaliento y vaguedad de espíritu,
inquietud, variedad de humores inconstancia e instabilidad en nuestras resoluciones,
porque no quisiéramos encontrar en nuestro camino alguna dificultad,
contradicción o pena, sino tener siempre consuelos sin sequedades,
bienes sin mezcla de algún mal, salud sin enfermedad, reposo sin trabajo,
paz sin turbación.
¿Quién no ve nuestra locura? pues queremos un imposible; la
puridad no se halla sino en el cielo y en el infierno; en el cielo el bien,
el reposo y el consuelo están en su pureza sin alguna mezcla de mal,
de turbación ni aflicción: al contrario en el infierno el mal,
la desesperación, la inquietud y perturbación, se hallan en
su pureza sin mezcla alguna de bien, de esperanza, de sosiego ni de paz.
Pero en esta vida transitoria jamás al bien deja de seguirle el mal,
a las riquezas las inquietudes, al reposo el trabajo, al consuelo la aflicción,
a la salud la enfermedad, y en fin, todo es una mezcla y masa de bien y de
mal. Esto es una continua variedad de accidentes diversos: así quiso
Dios variar las estaciones del año, que al estío se siguiese
el otoño, y al invierno la primavera, para darnos a entender, que
nada es durable en esta vida; y que las cosas temporales son perpetuamente
mudables, inconstantes y sujetas a mudanzas, y la falta de conocimiento de
esta verdad es, como ya dije, lo que nos hace mudables y varios en nuestros
humores; porque no nos servimos de la razón que Dios nos ha dado,
la cual nos haría inmutables, firmes y sólidos, y por eso semejantes
a Dios.
Cuando su divina Majestad dijo: Hagamos al hombre a nuestra semejanza, le
dio suficientemente la razón y uso de ella para discurrir, considerar
y discernir el bien del mal, y las cosas que merecen ser estimadas o despreciadas:
la razón es la que nos hace superiores a todos los animales. Luego
que Dios hubo criado nuestros primeros padres, les dio un entero dominio
sobre los peces del mar y sobre los animales de la tierra, y por consiguiente
les comunicó el conocimiento de cada especie, y el modo de dominarlos
y ser su dueño y señor, y no solamente hizo Dios al hombre
esta gracia de hacerle señor de los animales por medio del don de
la razón, por la que le hizo semejante a sí; pero también
le dio pleno poder sobre toda suerte de accidentes y sucesos.
Dícese, que el hombre sabio, esto es, el hombre que se gobierna por
la razón, será señor absoluto de los astros: ¿qué
quiere decir esto, sino que por el uso de la razón permanecerá
firme y constante entre la diversidad de sucesos y acasos de esta vida mortal?
Que el tiempo sea alegre o que llueva, que esté en calma o que sople,
ningún cuidado da al hombre sabio, porque sabe bien que nada es estable
ni permanece en esta vida, que no es este el lugar de reposo; en la aflicción
no se desespera, antes previene la consolación: en la enfermedad no
se congoja, sino que espera la salud, o si ve que el mal es tan grave que
se puede temer la muerte, bendice a Dios esperando el descanso de la vida
inmortal que a esta se sigue: si viene a parar en pobreza, no se aflige,
porque sabe bien que las riquezas no se hallan en esta vida sin la pobreza:
si es despreciado, sabe bien que la honra de esta vida no tiene permanencia,
antes ordinariamente la busca en el mismo deshonor o desprecio. En suma,
en toda suerte de sucesos, ya prósperos ya adversos, queda firme,
estable y constante en su resolución de pretender y aspirar al gozo
de los bienes eternos.
Pero no solo hemos de considerar esta variedad, mudanza e inestabilidad en
las cosas transitorias de esta vida mortal, sino también en los sucesos
de nuestra vida espiritual, donde tanto más es necesaria la firmeza
y constancia, cuanto es esta más eminente que la vida mortal y corpórea.
Grande abuso es no querer padecer ni sentir mudanza o alteración alguna
en nuestros humores, no gobernándonos por la razón, ni queriendo
dejamos gobernar por ella. Comúnmente se dice: mirad este niño
que es muy pequeño, y ya tiene uso de razón. Así muchos
tienen el uso de la razón, los cuales, como niños, no se gobiernan
por lo que les mandan. Dios ha dado al hombre la razón para que le
guíe; pero pocos hay que la dejen dominar, permitiéndose conducir
de sus pasiones, las que debieran estar sujetas y obedientes a la razón,
según el orden que Dios pretende de nosotros.
Quiero darme a entender más familiarmente: la mayor parte de las personas
del mundo se dejan gobernar y llevar de sus pasiones, y no de la razón;
y por eso de ordinario son caprichosas, varias y mudables en condiciones.
Si tienen una pasión de acostarse tarde o temprano, lo ejecutan; si
de ir al campo, se levantan muy de mañana; si de dormir, al medio
día; si de comer tarde o temprano, así lo ponen por obra; y
no solamente son caprichosas e inconstantes en eso, sino también en
su trato y conversación; quieren que todos se acomoden a su humor,
y no quieren doblegarse al de los otros; déjanse arrastrar de sus
inclinaciones y particulares afecciones, sin que esto sea tenido por gran
vicio entre los mundanos; y mientras no sean demasiadamente nocivas a sus
prójimos, no son tenidas por presuntuosas e inconstantes: ¿Y
esto por qué? No por otra cosa, sino porque este es un mal ordinario
entre los mundanos.
Pero en la Religión no pueden tan del todo dejarse arrastrar de sus
pasiones; porque en cuanto a las cosas exteriores, las reglas nos tienen
ajustados al rezo, a la comida, al sueño y así en los demás
ejercicios, siempre a una misma hora, cuando la obediencia o la campana nos
llama: ni tampoco tenemos más que una misma conversación siempre,
de la que no podemos apartarnos. ¿En qué, pues, se puede ejercitar
el capricho e inconstancia? En la diversidad de humores, voluntades y deseos.
Ahora estoy alegre porque todo me sucede como quiero, y en un punto me pongo
triste porque me han hecho un poco de contradicción que no esperaba;
pero debéis saber que no es este el lugar donde el placer se halla
puro y sin mezcla de desazón, porque esta vida está mezclada
de semejantes accidentes.
El día que tenéis consuelo en la oración, estáis
animosa y muy resuelta a servir a Dios; pero mañana si os veis con
sequedades, ya no hay corazón para adelantar un paso en su servicio.
¡Oh Dios mío! Diréis que estáis abatida y sin
vigor. Oídme un poco: si os gobernarais por la razón, no vierais
que si ayer era bueno el servir a Dios, es también bonísimo
el servirle mañana; porque siempre es el mismo Dios tan digno de ser
amado cuando estáis en sequedad, como cuando tenéis consuelo.
Ahora queremos una cosa, y mañana otra: lo que veo hacer a uno y a
otro ahora me agrada, y poco después me disgusta de tal modo, que
es bastante a causarme alguna aversión. Hoy me es muy grata una persona,
y me gusta mucho su conversación, y mañana habré de
hacerme fuerza para sufrirla; pues ¿por qué es esto? ¿no
es ella tan digna de ser amada hoy como lo era ayer?
Si mirásemos a lo que nos dicta la razón, veríamos que
nos dicta que debíamos amar a esta persona, porque es una criatura
hecha a imagen y semejanza de la divina Majestad; y así tanto gustaríamos
de su conversación en una ocasión como en otra; pero esto no
proviene de otra causa que del dejarnos llevar de las inclinaciones, pasiones
y afectos nuestros, pervirtiendo así el orden en que Dios nos ha puesto
de que todo esté sujeto a la razón; porque si ella no manda
sobre todas nuestras potencias, facultades, pasiones, inclinaciones, afecciones,
en fin, sobre todo lo que fuere nuestro, ¿qué sucederá
sino una continua variedad, inconstancia, mudanza y capricho que nos harán
ahora fervientes, y luego tibios, negligentes y perezosos? Tan presto alegres
y luego melancólicos; estaremos en paz una hora, y luego dos días
en inquietud; en fin, se nos pasara la vida en pereza y perdición
de tiempo.
Pues esta primera consideración nos llama y convida a considerar la
inconstancia y variedad de los sucesos, tanto en las cosas temporales como
en las espirituales, para que por los accidentes y acasos que pueden alterar
nuestro espíritu, como impensados y poco prevenidos, no perdamos el
ánimo ni nos dejemos llevar a la desigualdad de humores, por medio
de la disparidad de las cosas que nos suceden: sino que, sujetándonos
al dictamen de la razón que Dios ha puesto en nosotros, y a su Providencia,
estemos firmes, constantes e invariables en la resolución que hemos
hecho de servirle constante, animosa, ardiente y generosamente sin intermisión
alguna.
Si hoy hablase con personas que no me entendiesen, procuraría declararles
lo mejor que me fuese posible lo que voy diciendo; pero vosotras sabéis
que siempre he procurado grabaras bien en la memoria esta santísima
igualdad de espíritu, como la más necesaria y particular virtud
de la religión.
Todos los antiguos Padres de religiones han procurado particularmente que
esta santa igualdad y firmeza de humores y espíritu reinasen en sus
monasterios: para esto formaron los estatutos, constituciones y reglas que
sirviesen a los religiosos como de puente para pasar de la continua igualdad
de los ejercicios a que están sujetos, a esta tan amable y deseable
conformidad de espíritu entre la inconstancia y desigualdad de .accidentes
que ocurren en el discurso de nuestra vida mortal y espiritual.
El gran Crisóstomo dice: ¡Oh hombre que te irritas porque todas
las cosas no te suceden a tu gusto! ¿no te avergüenzas al ver
que lo que tú querías, ni aun se halló en la familia
de Cristo Nuestro Señor? Considera, te pido, la mudanza, sucesión
y desigualdad de acontecimientos que en ella se encontraron. Recibe Nuestra
Señora la embajada de que concebirá por obra del Espíritu
Santo un Hijo que será Nuestro Señor y Salvador; ¡qué
júbilo, qué gozo para ella en esta obra sagrada de la Encarnación
del Verbo eterno! Poco después san José advirtió su
preñez, y sabiendo bien que no era causa de ella, oh Dios! ¡en
qué aflicción, en qué congoja no se vio! Y Nuestra Señora,
¡qué extremo de dolor y aflicción no sintió en
su alma viendo a su amado esposo casi determinado a dejarla, no permitiendo
su modestia descubrir a san José la honra y gracia con que Dios la
había favorecido! Poco después de pasada esta borrasca, habiendo
el Ángel descubierto este misterio a san José, ¡qué
consuelo no recibieron los dos!
Luego que Nuestra Señora parió a su Hijo, y los Ángeles
anunciaron su nacimiento, los pastores y los Reyes Magos vienen a adorarle:
Yo dejo a tu consideración el júbilo y consuelo de espíritu
que tendrían en todo esto. Pero espera, que no hemos llegado al fin;
poco después dice el Ángel del Señor a san José:
Coge al Niño y a su Madre, y huye a Egipto, porque Herodes le quiere
matar. Este sin duda fue un motivo de grandísimo dolor para la Virgen
y San José. ¡Oh cómo el Ángel le trató
como verdadero religioso! Toma al Niño, le dice, y a la Madre, y huye
a Egipto, y estate allí hasta que yo te dé otra orden. ¿Qué
es esto que me decís? pudiera replicar san José, ¿que
me vaya? ... Y no será buen tiempo para partir por la mañana?..
dónde queréis que vaya de noche? No tengo acomodada mi ropa
¿cómo queréis que lleve al Niño? Tan fuertes
brazos tengo yo para poder llevarle continuamente en ellos en tan largo camino?
Pues qué entendéis vos que la Madre me podrá ayudar
a ratos? No veis que es una tierna y delicada doncellita? No tengo caballo,
ni dinero para el viaje, ¿No sabéis que los egipcios son enemigos
de los israelitas? Quién nos recibirá en su casa?... Y cosas
semejantes, que nosotros hubiéramos alegado con encarecimiento al
Ángel si estuviéramos en lugar de san José. Mas el Santo
no habló palabra para excusarse de obedecer, antes partió a
la misma hora e hizo todo cuanto el Ángel le mandó con toda
conformidad.
Hay una grande copia de pías consideraciones sobre este precepto.
Primeramente, se nos enseña que no ha de haber pereza o tardanza alguna
en lo que mira a la obediencia. Es propio del perezoso decir como san Agustín
cuenta de sí mismo: Luego, de aquí a un poco, después
me convertiré. El Espíritu Santo no quiere tardanza alguna;
antes desea una gran prontitud en seguir sus inspiraciones: nuestra perdición
viene de nuestra flojedad, que nos hace decir: Yo empezaré de aquí
a un poco: ¿y por qué no ahora que él nos inspira y
nos mueve?
Esto proviene de que somos tan tiernos para nosotros mismos, que tememos
todo lo que recelamos que nos pueda quitar nuestro reposo, lo que no es otra
cosa que nuestra morosidad y pereza, la que no queremos sacudir con la solicitud
de algunos objetos que nos ayuden a salir de nosotros mismos, y decimos como
el perezoso que se quejaba de que le querían hacer salir de su casa
(Prov. 26, 13) : ¿Cómo puedo salir si hay un león en
la calle, osos en las bocas de los caminos, que sin duda me harán
pedazos? ¡Oh! cuánto erramos en esperar a que Dios nos envíe
y vuelva a enviar a llamar y dar golpes a la puerta de nuestro corazón,
muchas veces antes que le queramos abrir y darle posada! ¿No debemos
temer irritarle y obligarle a que nos deje?
Á más de esto, se debe considerar la gran paz e igualdad de
espíritu de la santísima Virgen y de san José, su constancia
en medio de la grande desigualdad de tan diversos accidentes como les sucedieron
en la forma que hemos dicho: y mirad ahora si tenemos razón de turbarnos
y suspendernos cuando vemos semejantes sucesos en la casa de Dios, que es
la Religión, pues se hallan en la familia misma de Nuestro Señor,
donde residían la firmeza misma y solidez, que es el divino Redentor.
Menester es decirlo y volverlo a decir muchas veces para grabarlo en nuestros
espíritus, que la desigualdad de los accidentes no debe jamás
llevar nuestras almas y espíritus a la disformidad de humor; porque
esta no nace de otra fuente que de nuestras pasiones, inclinaciones y afecciones
poco mortificadas, las que no deben tener dominio sobre nosotros para incitarnos
a hacer o dejar de hacer alguna cosa, por pequeña que sea, si es contraria
a lo que nos dicta la razón; debemos hacer o dejar de hacer las cosas
solo por agradar a Dios.
Paso a la segunda consideración que hago sobre estas palabras del
Ángel del Señor, que dijo a san José: Toma al Niño,
y lo demás que se sigue, y reparo en esta palabra Ángel del
Señor, sobre la que deseo que ponderemos la estimación que
debemos hacer del cuidado, socorro, asistencia y dirección de estos
espíritus, que Dios pone cerca de nosotros para ayudarnos a andar
con seguridad por el camino de la perfección.
Conviene primeramente saber, que cuando se dice el Ángel del Señor,
no se ha de entender como solemos decir de los nuestros, el Ángel
de fulano o de fulana, que quiere decir nuestro Ángel de guarda que
por disposición divina tiene cuidado de nosotros. Porque nuestro Señor,
que es el Rey y la guía de los Ángeles mismos, no tiene necesidad
y no la tuvo, durante el curso de su vida mortal, de un Ángel de guarda.
Cuando se dice, pues, el Ángel del Señor, se ha de entender
así: el Ángel destinado al gobierno de la casa y familia de
nuestro Señor y más especialmente dedicado a su servicio y
al de la santísima Virgen su Madre.
Para explicar esto familiarmente, diré así: Estos días
pasados se han mudado las oficialas y sus ayudantas: ¿qué significan
estas ayudantas que se os han dado? para qué os las dan? San Gregario
dice, que en este mundo miserable debemos hacer lo que hacen los que caminan
sobre el hielo, para tenernos firmes y seguros en la empresa que seguimos
de nuestra salvación o de perfeccionarnos; porque dice el Santo, que
se asen de las manos o por los brazos, para que si alguno de ellos desliza
pueda ser detenido del otro, y después el otro sea tenido del que
le ayudó si andare a caer.
Andamos en esta vida como sobre el hielo, encontrando a cada paso ocasiones
propias para tropezar y caer ya en el enfado, ya en la murmuración
y ya en las presunciones de espíritu, todo lo que es causa de que
no hagamos cosa que nos contente; con lo que entramos en disgusto de nuestra
vocación, sugiriéndonos la melancolía con la que jamás
haremos cosa de importancia; y así otras muchas cosas semejantes y
accidentes que se ofrecen en nuestro pequeño mundo espiritual; porque
el hombre es un compendio del mundo, o por mejor decir, un pequeño
mundo, en el que se halla todo cuanto se ve en este grande y universal. Las
pasiones representan las bestias y animales que no tienen uso de razón;
los sentidos, las inclinaciones, los afectos, las potencias y facultades
del alma, cada cosa tiene su significación particular; pero no quiero
detenerme en esto, sino seguir mi discurso comenzado.
Estos coadjutores, pues, que se nos dan, son para ayudarnos a perseverar
firmes en nuestro camino, preservándonos de caer, ó, si caemos,
ayudándonos a levantar. ¡Oh Dios, con qué franqueza,
cordialidad, sencillez y fiel confianza debemos tratar con estos ayudantes,
que de parte de Dios se nos dan para nuestro adelantamiento espiritual! Por
cierto no de otra manera que con nuestros Ángeles buenos nos debemos
portar; porque estos celestiales espíritus son llamados nuestros Ángeles
de guarda, porque está a su cargo asistirnos con sus inspiraciones,
defendernos en los peligros, reprendernos en nuestras faltas, excitarnos
a proseguir en la virtud, presentar nuestras oraciones delante del trono
de la divina majestad, bondad y misericordia de Dios, y traernos el despacho
de nuestras peticiones; y las gracias que nos quiere conceder nos las hace
por medio o intercesión de nuestros. buenos Ángeles.
Nuestros ayudantes son nuestros buenos Ángeles visibles, como nuestros
santos Ángeles de guarda lo son invisibles: aquellos hacen visiblemente
lo que estos interiormente; porque nos advierten de nuestras faltas, nos
alientan en nuestras flojedades y flaquezas, nos incitan a proseguir la empresa
de la perfección, nos preservan de caer con sus buenos consejos y
nos ayudan a levantar cuando hemos caído en algún precipicio
de imperfección o defecto: si estamos oprimidos do enojo o disgusto,
nos ayudan a llevar nuestra pena con paciencia, y ruegan a Dios nos dé
fuerzas para llevarla como conviene para no ser vencidos en la tentación.
Mirad, pues, la estima que debemos hacer de su asistencia y del cuidado que
tienen de nosotros.
Después de esto considero también ¿por qué nuestro
Señor, siendo la sabiduría eterna, no tuvo cuidado de su familia,
quiero decir, de advertir a san José o a su dulcísima Madre
de todo lo que les había de suceder? No podía muy bien decir
al oído de su bendito Padre san José: vamos a Egipto y estaremos
allá tanto tiempo pues es cosa ciertísima que tuvo el uso de
razón desde el instante de su concepción en las entrañas
de la santísima Virgen. Pero no quiso hacer este milagro de hablar
antes de tiempo. ¿No podía también inspirar esto en
el corazón de su santísima Madre o de su amado padre putativo
san José, esposo de la sacratísima Virgen? ¿por qué,
pues, no lo hizo, sino que dejó el cuidado a un Ángel que era
muy inferior a nuestra Señora? Esto no carece de misterio.
No quiso Nuestro Señor quitar el oficio a san Gabriel, el cual habiendo
sido enviado por el Padre eterno a anunciar el misterio de la Encarnación
a la Virgen, fue desde entonces constituido como mayordomo general de la
casa y familia del Señor, para tener cuidado de los sucesos y acaecimientos
diversos que habían de suceder, e impedir que sobreviniese cosa que
pudiese abreviar la vida mortal de nuestro pequeño Infante recién
nacido; y por esto advirtió a san José que lo llevase presto
a Egipto, por evitar la tiranía de Herodes que intentó matarle.
N o quiso este di vino Señor gobernarse por sí mismo, sino
dejarse llevar donde querían y de quien quería: parece que
no se tenía por bastantemente sabio para gobernarse a sí mismo
y a su familia, pues deja gobernar al Ángel como le parecía,
aunque este no tenga átomo de ciencia ni sabiduría para entrar
en comparación con su divina Majestad. Ahora bien; ¿nos atreveremos
nosotros a decir que nos sabremos gobernar como quien no tiene necesidad
de ajena dirección ni de la ayuda de aquellos que Dios nos ha dado
para nuestra guía, no teniéndolos por suficientemente capaces
para nosotros? Decidme, ¿el Ángel era acaso más que
Nuestro Señor o Nuestra Señora? tenía mayor espíritu
o más juicio? De ninguna manera. ¿Estaba más calificado
y dotado de alguna gracia especial o particular? No puede ser, porque Nuestro
Señor es juntamente Dios y Hombre y Nuestra Señora, siendo
su Madre, tiene por consiguiente mas gracia y perfección que todos
los Ángeles juntos. No obstante esto, el Ángel manda y es obedecido.
Pero después de esto considerad el orden que se guarda en esta santa
Familia; no hay duda que era el mismo que en la de los gavilanes, donde las
hembras son las señoras y valen más que los machos. ¿Quién
podrá dudar de que Nuestra Señora valía más que
san José, y de que tenía más prudencia y calidades propias
para el gobierno que su esposo? No obstante el Ángel no trata con
ella cosa alguna de todo lo que era necesario hacer para la ida y para la
vuelta, ni el fin a que se encaminaba. ¿No os parece que el Ángel
cometió una grande indiscreción en tratarlo con san José
y no con Nuestra Señora, la cual era la cabeza de la casa llevando
consigo el Tesoro del Padre eterno? ¿Ella no hubiera tenido razón
de ofenderse de esta providencia y modo de tratarla? Es cierto que pudiera
decir a su esposo: ¿por qué tengo de ir a Egipto, pues mi Hijo
no me ha revelado que vaya, ni tampoco el Ángel me ha hablado palabra?
Nada de esto dice la Virgen, ni se ofende de que el Ángel vaya a decirlo
a san José, antes obedece sencillamente, porque sabe que Dios lo ha
ordenado así; no se informa de él, porque le basta que Dios
lo quiera y que su divina Majestad se agrada de que se someta sin consideración.
Claro está que podía decir: yo soy más que el Ángel
y que san José; pero no lo dijo. No veis como gusta Dios de tratar
así con los hombres para enseñarles la santísima y amorosísima
virtud de la sumisión. San Pedro era un varón anciano, rudo
y agreste, y al contrario san Juan un joven dulce y agradable; con todo,
Dios quiere que san Pedro conduzca a los otros y sea superior universal,
y que san Juan sea uno de los conducidos y le obedezca.
¡Rara cosa del espíritu humano, que no quiera sujetarse a adorar
los secretos misterios de Dios y su santísima voluntad, si no tiene
algún conocimiento del por qué es esto o lo otro! Yo, dice
uno de sí mismo, tengo mejor espíritu, soy más experimentado,
y otras semejantes razones, que no son propias sino para producir inquietudes,
presunciones, murmuraciones y caprichos, ¿Por qué razón
se dio este cargo? por qué se dijo esto? a qué fin se hace
esto con este más que con el otro? Gran falta es el querer el hombre
explorar los motivos de cuanto ve que se hace. ¡Parece que no tratamos
de otra cosa que procurar perder la paz de nuestros corazones! No hay que
buscar otra razón sino que Dios lo quiere así, y esto nos debe
bastar. Pero diréis, ¿quién me asegurara que esta es
la voluntad de Dios? Quisiéramos nosotros que Dios nos revelase todas
las cosas con inspiraciones secretas y esperar que nos enviase sus Ángeles
a anunciamos lo que es de su voluntad? no lo hizo con Nuestra Señora
en este caso, antes quiso que lo supiese por medio de san José, a
quien estaba sujeta como a superior.
Nosotros por ventura queremos ser enseñados e instruidos por Dios
mismo por vía de éxtasis, arrobas, visiones, o que sé
yo que me diga de semejantes boberías que forjamos en nuestros espíritus,
antes que someternos al camino común y amabilísimo de una santa
sumisión al gobierno de aquellos que Dios nos ha dado por superiores
y a la observancia de la dirección de las reglas. Bastarnos debería
pues que Dios quiere que obedezcamos, sin detenernos en la consideración
de la capacidad de aquellos a quien debemos obedecer así sujetáramos
nuestro espíritu para caminar con toda sencillez en el felicísimo
camino de una santa y tranquila humildad, la que nos haría infinitamente
agradables a Dios.
Pasemos ahora a la tercera consideración, que es un reparo que yo
hago sobre la orden que el Ángel dio a san José de tomar al
Niño y a la Madre y llevarlos a Egipto y estarse allí hasta
que le advirtiese volver. Verdaderamente el Ángel habló bien
compendiosamente y trató a san José como a buen religioso:
Ve, y no vuelvas, si yo no te lo digo.
Con este modo de proceder entre san José y el Ángel, somos
enseñados, en tercer lugar, de cómo debemos embarcarnos en
el mar de la divina providencia sin bizcochos sin remos! sin velas y en fin
sin clase alguna de provisión; y así dejar todo el cuidado
de nosotros mismos y del suceso de nuestros negocios a Nuestro Señor;
sin reparos, ni réplicas, ni recelo alguno de lo que nos puede suceder;
porque el Ángel simplemente dijo: Toma al Niño y d la Madre,
y huye a Egipto. Sin decirle ni por qué camino, ni con qué
provisión para él, ni a qué parte de Egipto, ni menos
quién le recibiría, ni de qué se había de sustentar
durante el tiempo que allá estuviesen. ¿No hubiera tenido san
José alguna razón para hacer esta réplica: Vos me decís
que parta; ¿tan aparejado ha de estar todo a esta hora? Para mostrarnos
la prontitud que el Espíritu Santo quiere de nosotros luego que nos
dice: Levántate, sal fuera de ti mismo y de tal imperfección.
¡0h cómo el Espíritu Santo es enemigo de los remisos
y tardos!
Considerad, os ruego, al grande ejemplar y modelo de perfectos religiosos,
el santo Abraham; mirad como Dios le trata: Abraham, sal de tu tierra y de
tu parentela, vete al lugar que yo te enseñaré (Gen. 12, 1).
¿Qué me decís, Señor? qué yo salga de
la ciudad? Decidme, pues, si iré hacia Oriente o hacia el Occidente?
No hizo réplica alguna, antes partió prontamente de su casa,
y se fue hacia donde el espíritu de Dios le guiaba, hasta un monte
que después se llamó, Visión de Dios, donde recibió
grandes y señalados favores, para mostrar cuán agradable es
a su divina Majestad la obediencia.
Bien pudiera san José haber dicho al Ángel: decisme que yo
lleve al Niño y a la Madre; decidme, si gustáis, ¿con
qué los tengo de sustentar en el camino? porque Vos, Señor
mío, sabéis muy bien que no tengo dinero. Nada de esto dice,
antes, confiando del todo en Dios, espera que le proveerá, como lo
hizo, aunque parcamente, disponiendo hallasen siempre con que alimentarse,
o por el oficio de san José, o con limosnas que les daban. Verdaderamente
todos los religiosos antiguos fueron admirables en esta confianza que tuvieron
en Dios, de que los había siempre de proveer de cuanto necesitasen
para sustentar la vida, dejando todo el cuidado de sí mismos a la
divina Providencia.
Pero yo considero que no solamente es necesario descansar en la divina Providencia
en lo que mira a las cosas temporales, sino mucho más en lo que pertenece
a nuestra vida espiritual y a nuestra perfección. Verdaderamente ninguna
otra cosa nos hace perder la tranquilidad del espíritu, y caer en
presunciones y desigualdades, sino el demasiado cuidado que tenemos de nosotros
mismos; porque al punto que nos sucede alguna contradicción, aun cuando
solamente percibamos un pequeño acto de inmortificación, o
cuando cometemos alguna falta, por pequeña que sea, nos parece que
todo está perdido; ¿tan gran maravilla es que nos vean alguna
vez tropezar? ¡Oh! que miserable soy, y tan llena de imperfecciones.
¡Lo conocéis vos bien? Pues alabad a Dios que os ha dado ese
conocimiento, y no os lamentéis tanto; harto dichosa sois en conocer
que no sois otra cosa que la miseria misma; y después de haber dado
gracias a Dios por el conocimiento que os ha concedido, cortad esa inútil
ternura que os hace llorar por vuestra enfermedad.
Tenemos ciertas ternuras para nuestros cuerpos, enteramente contrarias a
la perfección; pero mucho más sin comparación lo son
las que tenemos para nuestros espíritus. Soléis decir: ¡Ay
Dios mío! yo no soy fiel con Vos, y por eso no tengo consuelo alguno
en la oración: gran lastima es por cierto, cuan a menudo padezco sequedades,
esto me persuade que no estoy bien con Dios que tan lleno esta de consolación.
Mirad si esto está bien dicho. Como si Dios diera siempre consuelos
a sus amigos. ¿Hubo jamás pura criatura tan digna de ser amada
de Dios, ni que mas lo haya merecido, que nuestra Señora y san José?
Pues mirad si ellos tuvieron siempre consuelos. ¿Púdose imaginar
aflicción más extrema que la que sintió este santo Patriarca
luego que reparó preñada a la gloriosa Virgen, sabiendo bien
no tenía parte en aquella obra? Su congoja y su tristeza era tanto
más grande, cuanto la pasión del amor es más vehemente
que las otras pasiones del alma, y en el amor los celos son lo sumo de la
pena, como lo declara la Esposa en los Cantares: El amor es fuerte como la
muerte; porque el amor hace los mismos efectos en el alma, que la muerte
en el cuerpo; pero los celos son duros como el infierno. Yo dejo, pues, a
vuestra consideración cuál sería el dolor de san José,
y también el de nuestra Señora, cuando vio lo que podía
pensar de ella aquel al que tan caramente amaba, y de quien sabía
era de la misma suerte amada; los celos le hacían desfallecer, y no
sabiendo que partido tomar, se resolvió, antes que a disfamar a la
que tanto había venerado y amado siempre, a dejarla y ausentarse sin
decirla palabra.
Pero diréis vos: Yo siento mucho la pena que me causa esta tentación
o mi imperfección: yo lo creo; pero ¿es comparable con la de
que vamos hablando? De ninguna manera; pero si lo es, considerad, os ruego,
si tenemos razón de lamentarnos y dolernos, cuando san José
no se lamenta, ni lo muestra en lo exterior siendo por esto más desabrido
en su trato, poniendo mal semblante a la Virgen, ni tratándola mal;
antes puramente siente su pena y no quiere hacer más que dejarla.
Dios sabe lo que en este caso pudiera intentar. Mi aversión, dirá
alguno, es tan grande con esta persona que no puedo hablarla sino con grandísima
pena, tal acción me desagrada sumamente; eso todo es uno, pero no
es bastante para que entremos en enfado con ella como si tuviese culpa; antes
nos hemos de portar como nuestra Señora y san José. Es necesario
estar quietos en nuestra pena y dejar el cuidado de sacamos de ella a Nuestro
Señor cuando le pareciere. Bien fácil le era a Nuestra Señora
apaciguar esta borrasca; pero no quiso hacerlo, antes totalmente dejó
la disposición de este negocio a la divina Providencia.
Estas son dos cuerdas discordantes, pero igualmente necesarias; acordes como
la prima y el bordón, para que suene bien el laúd o la cítara;
no hay mayor discordancia que lo alto con lo bajo; con todo, si estas dos
cuerdas no están conformes la armonía no puede ser agradable.
De la misma manera en nuestro laúd espiritual hay dos cosas igualmente
disonantes, pero que de necesidad deben estar acordes; estas son tener un
gran cuidado de perfeccionarnos y no tener cuidado de nuestra perfección,
antes dejárselo enteramente a Dios. Quiero decir, que conviene tener
el cuidado que Dios quiere que tengamos de perfeccionarnos, y no obstante
dejarle el cuidado de nuestra perfección. Dios quiere que tengamos
un cuidado q nieto y apacible que nos haga ejecutar todo lo que juzgan a
propósito los que nos guían, y andar siempre adelante fielmente
por el camino que nos enseñan las reglas y los directores que nos
han dado; yen todo lo demás descansemos en su cuidado paternal, esforzándonos,
cuanto nos sea posible, a tener nuestra alma en paz: porque la habitación
de Dios está hecha en paz, y en el corazón pacifico y quieto.
Bien sabéis que cuando un lago está en calma, sin que los vientos
agiten las aguas en una noche serena, se ve en ellas representado al vivo
el cielo con las estrellas. De suerte que mirando abajo, tan perfectamente
se conoce la hermosura del cielo como si se mirara a lo alto. De la misma
manera, cuando nuestra alma está bien sosegada, y los vientos del
cuidado superfluo, desigualdad de espíritu e inconstancia no la turban
ni inquietan, está muy dispuesta y capaz de recibir la imagen de Nuestro
Señor; pero cuando está turbada, inquieta y agitada de diversas
borrascas de pasiones, y se deja gobernar de ellas y no de la razón
que nos hace semejantes a Dios, no está dispuesta ni capaz de representar
la bella y muy amable imagen de Nuestro Señor crucificado, ni la diversidad
de sus excelentes virtudes, ni le puede servir de lecho nupcial. Conviene,
pues, dejar el cuidado de nosotros mismos a merced de la divina Providencia,
y hacer, no obstante, con toda bondad y sencillez lo que está en nuestra
mano para enmendarnos y perfeccionamos, procurando siempre cuidadosamente
no dejar turbar ni inquietar nuestro espíritu.
Yo observo, finalmente, que el Ángel dijo a san José, que se
estuviese en Egipto, hasta que le avisase la vuelta, y que el Santo no replicó:
¿y cuándo, Señor, me lo diréis? Para enseñarnos
que cuando nos manda entrar en algún ejercicio, no hemos de decir:
¿Será esto por mucho tiempo? Antes emprenderlo simplemente,
imitando la perfecta obediencia de Abraham, que cuando le mandó Dios
que le sacrificase su hijo no hizo réplica alguna, ni lloró,
ni puso dilación en ejecutar el mandamiento de Dios, Así le
favoreció su divina Majestad grandemente, disponiendo que hallase
un cordero para sacrificarle en el monte en vez de su hijo, contentándose
con su voluntad.
Sirva de conclusión la sencillez que practicó san José
en irse por orden del Ángel a Egipto, donde sabía que por cierto
había de hallar tantos enemigos cuantos habitado res tenía
el país. No podía él muy bien decir: me hacéis
llevar al Niño por huir de un enemigo, y ¿queréis que
vayamos a ponernos en las manos de millares de ellos que hallaremos en Egipto,
por ser nosotros de Israel? De ninguna manera hizo reflexión sobre
el precepto; y por eso partió lleno de paz y confianza en Dios.
Así también, hijas mías, cuando os dan algún
oficio, no digáis: Dios mío, yo soy tan áspera,
que si me dan tal cargo haré mil actos de impaciencia; estoy ya muy
distraída, y lo estaré mucho más si me ponen en tal
oficio; pero si me, dejan en mi celda seré modesta, sosegada y recogida:
andad con toda sencillez a Egipto entre la gran cantidad de enemigos que
allí tendréis, que Dios, que os hace ir, os guardará
y no moriréis allí; pero si, al contrario, os quedáis
en Israel, donde está el enemigo de vuestra propia voluntad, sin duda
él os quitará la vida.
Cuando tomamos los puestos por nuestra elección, podemos temer que
no cumpliremos en ellos con nuestra obligación; pero cuando nos lo
da la obediencia, no pongamos jamás excusa; porque Dios está
por nosotros y hará que aprovechemos mucho más en la perfección
de lo que aprovecháramos si estuviéramos desembarazados. Ya
sabéis lo que otras veces os he dicho, y no será fuera de propósito
repetirlo, que la virtud no quiere que estemos privados de las ocasiones
de caer en la imperfección que le sea contraria; no basta, dice Casiano,
para ser paciente y sufrido en sí mismo, el estar privado de la conversación
de los hombres; pues me ha sucedido estando en mi celda el turbarme solo
porque mi eslabón no sacaba fuego, y de tal suerte que, colérico,
lo arrojé en el suelo.
Ya conviene acabar, y por este medio quedaros en Egipto con Nuestro Señor;
el cual, como yo creo y también sienten otros, comenzó desde
entonces a hacer cruces pequeñitas el tiempo que le sobraba, después
de haber ayudado en alguna obra, aunque pequeña, a san José;
manifestando desde aquella niñez el deseo que tenía de la obra
de nuestra redención.
ENTRETENIMIENTO IV
De la cordialidad o del modo que se deben amar las hermanas entre si con
un amor cordial, sin tener por esto familiaridades indecentes.
Para satisfacer vuestra pregunta y daros a entender en qué consiste
el amor cordial con que se deben amar las hermanas entre sí, es menester
saber que la cordialidad no es otra cosa que la esencia de la verdadera y
sincera amistad, la que no puede hallarse sino entre personas racionales,
que fomentan y alimentan su amistad por medio de la razón; porque
de otro modo no será amistad, sino sólo amor: así las
bestias tienen amor, mas no pueden tener amistad, porque son irracionales;
tienen entre sí amor por causa de cierta correspondencia natural,
y de] mismo modo aman al hombre, como la experiencia nos lo muestra cada
día, y de ello han escrito algunos autores cosas admirables; como
lo que dicen de un delfín, que amaba tan locamente a un muchacho que
había visto muchas veces a la orilla del mar, que habiendo después
muerto, murió también el delfín de dolor de su muerte.
Pero esta no se debe llamar amistad; porque es necesario que la correspondencia
de la amistad se halle entre los que se aman, y que esta se haya contraído
por medio de la razón. Por esto la mayor parte de las amistades que
practican los hombres de ninguna manera merecen tal nombre, porque ni el
fin de ellas es bueno, ni se contraen por la razón.
A más de este medio, es necesario que haya una cierta correspondencia,
o de vocación, o de pretensión, o de cualidad entre aquellos
que con traen la amistad, como claramente nos lo enseña la experiencia.
Porque es muy cierto que no hay más fuerte ni más verdadera
amistad que la que se practica entre los hermanos. El amor que los padres
tienen a los hijos, y el de los hijos a los padres, no se llama amistad,
porque no tiene esta correspondencia que decimos, antes son diferentes; porque
el amor de los padres es un amor majestuoso y lleno de autoridad, y el de
los hijos un amor de respeto y sumisión; mas entre los hermanos, por
la semejanza de su condición, la correspondencia de su amor hace una
amistad firme, fuerte y sólida.
Por esto los antiguos cristianos de la primitiva Iglesia se llamaban todos
hermanos; y habiéndose enfriado este primer fervor entre el común
de los fieles, lo han instituido las Religiones; en las cuales se ha ordenado
que los religiosos se llamen todos hermanos, y hermanas las religiosas, en
señal de la sincera y verdadera amistad cordial que se tienen o que
se deben tener; y así como no hay amistad comparable con la de los
hermanos, siendo todas las demás amistades o desiguales, o hechas
con artificio, como los que se casan lo hacen de conformidad por contratos
escritos otorgados ante notarios, o por promesas simples, así las
amistades que los mundanos contraen por su trato, o por algún interés
particular o vano motivo, son amistades grandemente sujetas a perecer y deshacerse;
al contrario de la amistad de los. hermanos, que es sin artificio, y por
eso muy loable. Siendo esto así, yo digo, que por esta causa los religiosos
se llaman hermanos, y por esto tienen un amor que merece verdaderamente el
nombre de amistad, no como quiera, sino de amistad cordial, esto es, que
tiene su fundamento dentro del corazón.
Conviene, pues, que sepamos que el amor tiene su asiento en el corazón,
y que jamás podremos amar demasiado a nuestro prójimo, ni exceder
en este amor los términos de la razón, con tal que resida en
el corazón. Pero en cuanto a las muestras de este amor, podemos faltar
y exceder pasando los límites de la razón. Dice el glorioso
san Bernardo, que la medida de amar a Dioses amarle sin medida, y que nuestro
amor no ha de tener términos, antes conviene dejarle extender sus
ramas cuanto dilatarse puedan: lo que se dice del amor de Dios se debe también
entender del amor del prójimo, con tal que siempre el amor de Dios
sobrepuje al del prójimo y tenga el primer lugar; pero después
debemos amar a nuestros hermanos con toda la amplitud de nuestro corazón
y no contentarnos con amarlos como a nosotros mismos, como nos obligan los
mandamientos de Dios, sino que debemos amarlos más que a nosotros,
para observar las reglas de la perfección evangélica que nos
pide todo esto.
Nuestro Señor dijo por su propia boca: Amaos los unos a los otros,
como yo os he amado (Jn 13, 34). Esto es digno de mucha consideración:
Amaos como yo os he amado, porque quiere decir, más que a vosotros
mismos; y de la misma manera que Nuestro Señor nos ha preferido siempre
a sí mismo, y lo hace todas las veces que le recibimos en el santísimo
Sacramento, haciéndose nuestro alimento, así también
quiere que tengamos un amor a los unos a los otros, prefiriendo siempre el
prójimo a nosotros mismos. Y así como él hizo todo cuanto
pudo por nosotros, excepto el condenarse, porque ni lo pudo ni lo debió
hacer porque no podía pecar, que es lo que solamente nos lleva a la
condenación, así él quiere, y la regla' de la perfección
lo requiere, que hagamos todo cuanto podamos los unos por los otros, excepto
el condenarnos. Pero fuera de esto, nuestra amistad debe ser tan firme, cordial
y sólida, que no rehusemos jamás el hacer o sufrir cualquiera.
cosa por nuestro prójimo y por nuestros hermanos.
Este amor cordial debe estar acompañado de dos virtudes de las que
la una se llama afabilidad y la otra buena conversación; la afabilidad
esparce cierta suavidad en los negocios y comunicaciones serias que tenemos
unos con otros; la buena conversación es aquella que nos rinde graciosos
y agradables en las conversaciones y comunicaciones menos serias que tenemos
con nuestros prójimos. Todas las virtudes, como sabéis, tienen
dos vicios contrarios, que son los extremos de la virtud. La virtud de la
afabilidad está en medio de dos vicios, que son la gravedad o demasiada
entereza, y una excesiva blandura en acariciar y decir frecuentes palabras
que se encaminan a la lisonja y halago. Supuesto esto, la virtud de la afabilidad
consiste entre lo mucho y 1o poco, usando de las caricias según la
necesidad de aquellos con quienes se trata, conservando no obstante una gravedad.
suave, según las personas y los negocios lo requieran.
Yo digo que conviene usar de las caricias en cierto tiempo, porque no sería
conveniente estar con un enfermo con tanta gravedad como se estuviera en
otra parte, no queriendo hacerle más caricia que si tuviera buena
salud. Tampoco convendría usar frecuentemente de estos agasajos, y
decir a todo propósito palabras melosas, arrojándolas a puñados
sobre los primeros que se encuentran; porque del mismo modo que si a un guisado
se echa mucho azúcar causará fastidio por estar demasiadamente
dulce y desabrido, así también las caricias muy frecuentes
serán enfadosas y no se hará caso de ellas sabiendo que se
hacen por costumbre. Las viandas en que se echase sobrada sal serán
desagradables por su mucha acrimonia; pero cuando la sal y el azúcar
están con medida, el guisado será agradable y sabroso al gusto:
así las caricias, si se hacen con medida, serán gratas y provechosas
a los que las reciban.
La virtud de la buena conversación requiere que se contribuya a la
alegría santa y moderada, y a los entretenimientos graciosos que pueden
servir de consuelo o recreación al prójimo; de modo que no
le causemos enojo con nuestra mesura, ceño o melancolía; o
ya excusando de recrearnos en el tiempo que está destinado para ello.
De esta virtud tratamos en el entretenimiento de la modestia, y por eso pasa
adelante y digo que es una empresa bien dificultosa acertar siempre al blanco
donde se mira. Verdad es que todos debemos tener esta pretensión de
atender a dar en el blanco de la virtud, la que debemos desear ardientemente;
pero no debemos perder él ánimo cuando derechamente no encontráremos
el centro, ni turbarnos porque damos dentro de la circunferencia, esto es
lo más cerca que se pueda; porque es una cosa que los Santos mismos
no han podido conseguir en todas las virtudes; y solamente Nuestro Señor
y Nuestra Señora lo han alcanzado, pero los Santos las han practicado
con una indiferencia grande.
Considerad, os ruego, ¿qué diferencia hay entre el espíritu
de san Agustín y el de san Jerónimo? Observad sus escritos:
no hay cosa más dulce que san Agustín, la dulzura misma son
sus letras: por el contrario, san Jerónimo era por extremo austero;
para saberlo, leed sus Epístolas; en las más se enoja casi
siempre: no obstante entrambos eran virtuosísimos; pero el uno tenía
más dulzura, el otro más grande austeridad de vida y entrambos,
bien que no igualmente dulces y rigurosos, fueron grandes Santos.
De aquí hemos de sacar, que no debemos turbarnos sino somos igualmente
dulces y suaves, con tal que amemos a nuestro prójimo con amor cordial
con toda su latitud, y como Nuestro Señor nos amó; que es decir,
más que a nosotros mismos, prefiriéndole siempre en todo dentro
del orden de la santa caridad, y no negándole jamás cosa con
que podamos contribuir a su utilidad, excepto el condenarnos, como ya queda
dicho. Conviene, pues, mostrar cuanto nos sea posible los indicios exteriores
de nuestra voluntad, conforme a aquella sentencia: Reír con los que
ríen, y llorar con los que lloran. (Rm 12, 15).
Digo que conviene mostrar que amamos a nuestras hermanas, y esta es la segunda
parte de la cuestión, sin usar de familiaridades indecentes. La regla
lo dice. Pero diréis: ¿qué hemos de hacer en esto? Nada
más que en nuestra familiaridad se vea la santidad en testimonio de
la amistad; como lo dice san Pablo en una de sus Epístolas: Saludaos,
dice, en ósculo santo (Rm 16, 16; Tes 5, 25; 2Cor 13, 12). Era costumbre
saludarse con ósculo cuando los cristianos se encontraban. Y también
Nuestro Señor usó de esta forma de salutación con sus
Apóstoles, como se advierte en la traición de Judas. Los santos
religiosos, en otro tiempo, decían cuando se encontraban: Deo gratias,
en demostración del gran consuelo que recibían en verse. Como
si dijeran o quisieran decir: yo doy gracias a Dios, mi caro hermano, por
el consuelo que me da en veros. Así, mis caras hijas, habéis
de mostrar que amáis a vuestras hermanas, y que os complacéis
con ellas; con tal que acompañe siempre la santidad a las muestras
que les damos de nuestro afecto, y que no solo no pueda Dios ser de ello
ofendido, sino alabado y glorificado. El mismo san Pablo, que nos enseña
a manifestar santamente nuestro afecto, quiere y nos adiestra a hacerla graciosamente,
dándonos ejemplo: Saludad, dice, a fulano, que sabe que yo le amo
de corazón, y a fulano que debe estar cierto de que le amo como a
hermano mío, y particularmente a su madre, que sabe bien la tengo
en lugar de la mía.
Cerca de este propósito se me pregunta: Si se podrá mostrar
más afecto a una hermana que se tiene por más virtuosa que
a otra? Respondo a esto, que si bien estamos obligados a amar más
a los que son más virtuosos con el amor de complacencia, no debemos
por eso amarlos más con el amor de benevolencia, ni mostrar les más
señales de amistad; y esto por dos razones: la primera, porque
Nuestro Señor no lo hizo, antes parece que dio más muestras
de afecto a los imperfectos que a los perfectos; pues que dijo, que no había
venido por los justos sino por los pecadores: estos son los que tienen más
necesidad de nosotros, a los cuales debemos manifestar nuestro amor más
particularmente; porque en esto damos a entender mejor que amamos por caridad,
que no en amar a aquellos que nos dan más consuelo que pena. En esto
conviene proceder según lo requiera la utilidad del prójimo;
pero fuera de esto, se ha de procurar amar a todos igualmente, pues Nuestro
Señor no dijo: Amad a los que son más virtuosos; sino indiferentemente:
Amaos los unos a los otros, como yo os he amado, sin excluir a ninguno por
imperfecto que fuese.
La segunda razón porque no debemos dar más muestras de amistad
a los unos que a los otros, ni dejarnos llevar a amarlos con ventaja, es
porque no podemos juzgar quiénes son los más perfectos y que
tienen más virtud; porque las apariencias exteriores son engañosas,
y muy de ordinario los que nos parecen más virtuosos, como ya he dicho
en otra parte, no lo son delante de Dios, que es solamente quien lo puede
conocer.
Puede ser que una hermana, a quien veréis tropezar muchas veces y
caer en muchas imperfecciones, sea más virtuosa y más agradable
a Dios, o por el grande ánimo que conlleva entre sus imperfecciones
no dejándose perturbar ni inquietar por verse tan sujeta a caer, o
por la humildad que de todo saca, o por el amor que tiene a su abatimiento,
que no otra que tenga una docena de virtudes, ya naturales, ya adquiridas,
y que por esto tendrá menos trabajo y ejercicio, y por consiguiente
menos ánimo y humildad que la otra que se ve tan sujeta a errar.
San Pedro fue escogido para ser la cabeza de los Apóstoles, aunque
estuvo sujeto a tantas imperfecciones, de modo que los cometía aun
después de haber recibido el Espíritu Santo; pero porque, no
obstante estos defectos, tuvo siempre un grande ánimo y no se espantaba
de nada, le hizo Nuestro Señor su vicario y lugarteniente, y le favoreció
sobre todos los otros, de modo que ninguno tuviera razón de decir
que no merecía ser principal y aventajado a san Juan y a los demás
Apóstoles.
Conviene, pues, portarnos con la mayor igualdad que sea posible, por las
razones dichas, en el amor que debemos a nuestras hermanas, y procurar que
sepan todas que las amamos con este amor de corazón; y para esto no
es necesario usar de muchas palabras; encareciendo que las amamos tiernamente
y que tenemos una cierta inclinación a amarlas muy en particular,
y otras semejantes; porque, por tener más inclinación a una
que a otra, el amor que les tenemos no será más perfecto, antes
puede estar más sujeto a mudanza por la menor cosa que nos hagan;
y dado caso que tengamos más inclinación a una que a otra,
no debemos embebecernos en pensar en ello, y menos decírselo. Porque
no hemos de amar por inclinación, sino amar al prójimo, o porque
es virtuoso, o porque esperamos lo vendrá a ser; pero principalmente
porque esta es la voluntad de Dios.
Para dar, pues, verdadero testimonio de que le amamos, le debemos procurar
todo el bien que pudiéremos, tanto para el cuerpo como para el alma,
rogando por él y sirviéndole cordialmente cuando se ofrezca
ocasión: porque la amistad que termina en hermosas palabras no es
gran cosa, ni es amarse como Nuestro Señor nos amó, pues su
divina Majestad no se contentó con asegurarnos que nos amaba, sino
que quiso pasar más adelante, obrando cuanto hizo en prueba de su
amor.
San Pablo, hablando a sus carísimos hijos: Aparejado estoy, dice,
a dar mi vida por vosotros, y a emplearme absolutamente sin alguna reserva,
para mostraros cuanto os amo (2Cor 13, 15). Donde también quiere decir:
yo estoy pronto a dejar hacer por vosotros o para vosotros, todo lo que se
quisiere de mí. Con que nos enseña, que el emplearse y aun
el dar su vida por el prójimo, es tanto como dejarse emplear a gusto
de otros, por ellos o para ellos, y esto es lo que él había
aprendido de nuestro dulce Salvador sobre la cruz.
Á este supremo grado de amor del prójimo son llamados los religiosos
y religiosas, y nosotros que somos consagrados al servicio de Dios: porque
no basta socorrer al prójimo con nuestros bienes temporales, ni tampoco
es bastante, dice san Bernardo, emplear nuestra propia persona en padecer
por este amor, es menester pasar más adelante, dejándola emplear
por él y para él, por la obediencia como se quisiere, sin que
jamás resistamos; porque cuando nosotros mismos nos empleamos por
nuestra propia voluntad, o por propia elección, esto mismo causa siempre
mucha satisfacción a nuestro amor propio; pero en dejarnos emplear
en lo que otro quiere y no queremos nosotros, esto es, en lo que no hemos
elegido ni escogido, en esto consiste lo más sublime de la abnegación
como si cuando nosotros quisiéremos predicar nos enviasen a servir
a los enfermos, cuando quisiéramos hacer oración por el prójimo,
nos mandasen irle a servir. Siempre es mejor, sin comparación, lo
que otro nos manda hacer, entiéndase cuando no es contrario a Dios
ni ofensa suya, que lo que hacemos o escogemos hacer nosotros mismos.
Amémonos, pues, los unos a los otros, y para esto sírvanos
de motivo poderoso para excitarnos a este santo amor el que Cristo Nuestro
Señor sobre la cruz derramó hasta la postrera gota de su sangre
sobre la tierra, como para hacer una argamasa sagrada con la que El quiso
ligar, unir, juntar y apretar todas las piedras de su Iglesia que son los
fieles, unos con otros, a fin de que esta unión fuese tan fuerte que
jamás se hallase en ella división. Tanto temió que ésta
causase la eterna condenación.
El sufrimiento de las imperfecciones del prójimo es uno de los principales
puntos de este amor, y nuestro Señor nos lo enseñó en
la cruz; pues tenia un corazón tan dulce para nosotros, y nos amaba
tan tiernamente. a nosotros, digo, y a aquellos mismos que le causaban la
muerte y estaban cometiendo el más enorme delito que pudo jamás
hombre cometer; porque el pecado que los judíos cometieron fue un
monstruo de maldad. Y no obstante, nuestro dulcísimo Salvador pensaba
amorosamente en ellos, dándonos un ejemplo del todo inimaginable,
en excusar a los que le crucificaban e injuriaban con una rabia mayor que
toda barbaridad, buscando trazas para hacer que su eterno Padre los perdonase
en el mismo acto del pecado e injuria. ¡Oh cuán miserables somos
nosotros los mundanos, pues, apenas podemos olvidar una injuria después
de mucho tiempo de recibida! Aquel, pues, que previniere a su prójimo
en bendiciones de dulzura será el más perfecto imitador de
Jesucristo nuestro bien.
Á más de esto se ha de notar que el amor cordial está
junto con una virtud, que es como dependencia de él, y esta es una
confianza totalmente pueril. Los niños, cuando tienen una linda pluma
u otra cualquier cosa que ellos juzgan ser de gala, no reposan hasta que
han hallado a sus pequeñitos compañeros para mostrarles su
pluma y darles parte de su gozo, como también quieren que participen
de su dolor, porque luego que tienen un poco de mal en la punta del dedo
no cesan de decirlo a cuantos encuentran para que les compadezcan y soplen
un poquito sobre su mal.
Yo no digo que convenga ser del todo como estos niños; pero digo,
que esta confianza debe obligar a las hermanas a no ser escasas en comunicar
sus pequeños bienes y pequeñas consolaciones a las otras hermanas,
sin temor de que por eso las noten sus imperfecciones. Ni tampoco digo, que
si hubiese recibido algún don extraordinario de Dios lo hayan de andar
diciendo a todo el mundo. No; pero en cuanto a nuestras pequeñas consolaciones
y moderados bienes, no quisiera que fuesen reservadas, sino que cuando se
ofrezca ocasión, no por forma de jactancia o desvanecimiento, sino
de simple confianza, se lo comunicasen unas a otras lisa e ingenuamente.
Y en lo que toca a nuestros defectos, quisiera que no nos afanásemos
por encubrirlos, pues por no dejarlos ver a los de fuera no se mejoran, ni
creerán las hermanas que estáis sin ellos; antes puede ser
se hagan vuestras imperfecciones más peligrosas, que si estuvieran
descubiertas y os causasen confusión, como les sucede a las hermanas
que son fáciles en dejarlas aparecer en lo exterior.
No conviene, pues, espantamos ni perder el ánimo cuando cometemos
algunas imperfecciones y faltas delante de las hermanas, antes debemos estar
contentas de ser conocidas por tales como somos. Vos habréis hecho
una falta o una bobería, es verdad; pero esto ha sido delante de vuestras
hermanas que os aman cariñosamente, y por eso sabrán sufrir
vuestro defecto, y os tendrán más compasión que aversión.
También por medio de esta confianza se aumentaría grandemente
la cordialidad y la tranquilidad de nuestros espíritus, que están
sujetos a turbarse cuando somos conocidos imperfectos en cualquiera cosa,
por pequeña que sea, como si fuera una grande maravilla el vernos
defectuosos.
Finalmente, por conclusión de este discurso, conviene siempre acordarnos
de que por cualquier defecto de suavidad que alguna vez se cometa por inadvertencia,
no se deben las hermanas enojar, ni juzgar que no les tienen cordialidad;
pues no por eso se deja de tener. Un acto hecho por aquí o por allí,
como no sea frecuente, no hace al hombre vicioso, especialmente cuando se
tiene buena voluntad de enmendarse. Me preguntaréis también
en que consiste el hacer todas las cosas en espíritu de humildad como
lo ordenan las Constituciones. Aquí yo os diré que para mejor
entender esto se ha de saber, que hay diferencia entre la soberbia, la costumbre
de la soberbia y el espíritu de la soberbia: porque si vos hacéis
un acto de soberbia, eso es soberbia; si hacéis muchos actos a cada
paso y por cualquiera ocasión, eso es costumbre de soberbia; si os
complacéis en esos actos y los procuráis, eso es el espíritu
de soberbia. Así también hay diferencia, entre la humildad,
el hábito de la humildad y el espíritu de la humildad. La humildad
es hacer algún acto por humillarse: el hábito es hacer estos
actos en cualquiera ocasión; mas el espíritu de humildad, es
complacerse en la humillación y buscar el abatimiento y la humillación
en todas las cosas: esto es decir, que en todo cuanto hacemos, decimos o
deseamos, nuestro fin principal sea humillarnos y envilecemos, y que nos
alegremos de encontrar nuestra propia abyección en todas ocasiones,
y amemos hasta el pensamiento de ellas. Ved ahí lo que es hacer todas
las cosas en espíritu de humildad: que es lo mismo que si dijese,
buscar el abatimiento y humildad en todas las cosas.
Es una buena práctica de humildad el no mirar las acciones de los
otros, sino para notar las virtudes y jamás las imperfecciones; porque
mientras no están a nuestro cargo, no conviene volver los ojos a ellas,
y menos la consideración. Siempre se ha de interpretar en la mejor
parte que se pueda lo que vemos hacer a nuestro prójimo: y en las
cosas dudosas nos hemos de persuadir, que lo que hemos percibido no es malo,
sino que nuestra imperfección y malicia nos lo presenta como tal,
a fin de excusar los juicios temerarios en las acciones de los otros, que
es un mal peligrosísimo y que debemos sumamente aborrecer. En las
cosas evidentemente malas, debemos tener compasión, y humillarnos
por las faltas del prójimo como por las nuestras propias, y rogar
a Dios por su enmienda con el mismo corazón que rogaríamos
por la nuestra si estuviéramos sujetos a los mismos defectos.
Pero ¿qué podremos hacer, diréis, para adquirir un espíritu
de humildad, tal como se ha dicho? No hay otro medio que el mismo para las
otras virtudes, que no se adquieren sino por actos reiterados.
La humildad nos hace aniquilar en todas las cosas que no son necesarias para
adelantarnos en la gracia, como es el, hablar bien, tener hermoso semblante,
talento grande para el manejo de las cosas exteriores, un grande espíritu
de elocuencia, y cosas semejantes en las cuales hemos de desear que los otros
nos aventajen.
ENTRETENIMIENTO V
De la generosidad de espíritu
Para entender bien qué cosa sea y en qué consista esta fuerza
y generosidad de espíritu que me preguntáis conviene primeramente
responder a una cuestión que muchas veces me habéis propuesto.
Es preciso saber en qué consiste la verdadera humildad; porque con
la resolución de este punto, me daré mejor a entender en el
segundo, de la generosidad de espíritu, de la que queréis trate
ahora.
La humildad, pues, no es otra cosa que un perfecto reconocimiento de que
no somos más que un puro nada, y este nos hace tener esta estimación
de nosotros mismos: para entender mejor esto, es necesario saber que en nosotros
hay dos géneros de bienes, los unos que están en nosotros y
son de nosotros; los otros que no son de nosotros aunque estén en
nosotros. Cuando digo que tenemos bienes que son de nosotros, no quiero decir
que no vengan de Dios y que nosotros los tengamos de nosotros mismos, porque
a la verdad de nosotros mismos no tenemos sino miseria y nada; quiero decir,
que estos son unos bienes que Dios ha puesto en nosotros de tal manera, que
parece son de nosotros; y estos son la salud, las riquezas, las ciencias
y otros semejantes.
La humildad, pues, nos impide el gloriamos y estimarnos por causa de estos
bienes, porque no hace más caso de ellos que si no fueran; y con razón
así debe ser, pues no son bienes estables que nos hagan más
agradables a Dios; antes muy mudables y sujetos a la fortuna, y que por consiguiente
no tienen existencia. ¿Hay cosa menos segura que las riquezas, que
dependen del tiempo y de la sazón? que la hermosura, que en un instante
se acaba? basta un grano en el rostro para quitarle su lustre. Y en cuanto
a la ciencia, una pequeña turbación del cerebro nos hace perder
y olvidar todo cuanto sabemos: con mucha razón, pues, la humildad
no hace caso de semejantes bienes.
Pero al paso que la humildad nos hace abatir y humillar con el conocimiento
de lo que somos nosotros mismos y por la poca estima en que tiene a todo
cuanto hay en nosotros y de nosotros, nos hace también grandemente
estimar por los bienes que hay en nosotros y no de nosotros, que son la fe,
la esperanza y el amor de Dios, como también una cierta capacidad
que Dios nos ha dado de unirnos a él por medio de la gracia y esto
por poco que de ellos tengamos. Y en cuanto a nosotros, nuestra vocación
que nos da una seguridad, cuanto podemos tenerla en esta vida, de la posesión
de la gloria y felicidad eterna. Y esta estimación que la humildad
hace de todos estos bienes, conviene a saber, de la fe, de la esperanza,
de la caridad, es el fundamento de la generosidad de espíritu.
Advertid: los primeros bienes, de que hemos hablado, pertenecen a la humildad
para su ejercicio, y estos postreros a la generosidad. La humildad cree no
poder nada mirando al conocimiento de nuestra pobreza y flaqueza, en cuanto
es de nosotros mismos: y al contrario la generosidad nos obliga a decir como
san Pablo: Todo lo puedo en aquel que me conforta (2Cor. 12, 10). La humildad
nos hace desconfiar de nosotros mismos, y la generosidad nos hace confiar
en Dios. Veréis, pues, que estas dos virtudes de la humildad y la
generosidad están de tal suerte juntas y unidas la una con la otra,
que jamás están ni pueden estar separadas.
Algunas personas hay que se dan a una falsa y necia humildad, que les embaraza
mirar lo que Dios en ellas ha puesto de bueno; las cuales cometen un error
grandísimo, porque los bienes que Dios ha puesto en nosotros deben
ser reconocidos, estimados, favorecidos, grandemente reverenciados, y no
puestos en el mismo grado de la baja estima que debemos hacer de aquellos
que están en nosotros y son de nosotros. No solamente los verdaderos
cristianos han reconocido que conviene mirar estos dos géneros de
bienes que están en nosotros, los unos para humillarnos, los otros
para glorificar la divina bondad que nos los ha dado; pero también
los filósofos, porque la sentencia que ellos dijeron, conócete
a ti mismo, se debe entender, no solamente del conocimiento de nuestra vileza
y miseria, sino también de la excelencia y dignidad de nuestra alma,
la cual es capaz de ser unida a la divinidad por la bondad de Dios que ha
puesto en nosotros un cierto instinto que siempre nos inclina a buscar y
pretender esta unión, en la que consiste toda nuestra felicidad.
La humildad que no produce la generosidad es indudablemente falsa, porque
después que ha dicho: Yo no puedo nada, yo no soy más que un
puro nada, luego al punto cede su lugar a la generosidad del espíritu,
la que dice: No hay ni puede haber cosa que yo no pueda, porque pongo toda
mi confianza en Dios que lo puede todo; y sobre esta confianza emprende valerosamente
cuanto se le manda. Pero notad que digo todo cuanto se le manda o aconseja,
por dificultoso, que sea; porque os puedo asegurar que ella no juzga imposible
hacer milagros, si se los mandan hacer; que si se pone a ejecutar la obediencia
con sencillez de corazón, Dios hará primero milagros que faltar
a darle fuerzas para cumplir su ejecución; porque no la acometió
confiada en sus propias fuerzas, sino en el aprecio que hace de los dones
que Dios le ha hado; y así consigo misma hace este discurso: si Dios
me ha llamado a un estado tan alto de perfección que no le hay más
levantado en esta vida, ¿qué cosa podrá impedirme el
llegar a él, pues estoy segurísima de que él que ha
comenzado la obra de mi perfección la acabará?
Pero habéis de observar, que todo esto se hace sin alguna presunción,
de manera que esta confianza no impide el que estemos siempre cuidadosos
de no errar; antes nos procura más atentos sobre nosotros mismos,
mas vigilantes y diligentes en obrar lo que puede servir para adelantarnos
en la perfección. La humildad no consiste solamente en desconfiar
de nosotros mismos, sino también en confiar en, Dios; y la desconfianza
de nosotros mismos y de nuestras fuerzas produce la confianza en Dios, y
de esta nace la generosidad de espíritu de que tratamos.
La Virgen santísima nos da acerca de esto un notable ejemplo, cuando
pronunció aquellas palabras: Aquí está la esclava del
Señor, hágase en mí, según tu palabra. (Lc 1,
38). Porque diciendo que es esclava del Señor, hace un acto de humildad,
el mayor que se puede hacer; de modo que opuso a las alabanzas que el Ángel
le dio de que sería madre de Dios, y que el hijo que nacería
de sus entrañas sería llamado Hijo del Altísimo, dignidad
la más grande que se pudo jamás imaginar; y a todas estas alabanzas
y grandezas, digo yo, opuso su bajeza y su indignidad, diciendo: Que ella
es esclava del Señor. Pero observad que después de haber dado
su deber a la humildad, luego al punto hizo un acto de generosidad excelentísimo,
diciendo: Hágase en mi según tu palabra. Verdad es, quiso decir,
que yo no soy de ninguna manera capaz de esta gracia mirando a lo que soy
de mi misma; pero en cuanto lo que hay de bueno en mi es de Dios, y que lo
que tú dices es su santísima voluntad, yo creo que se puede
hacer y se hará; y por eso sin duda alguna dice: Hágase en
mi según dices.
De la misma manera, por falta de esta generosidad se hacen poquísimos
actos de verdadera contrición; porque después de habernos humillado
y confundido delante de la divina Majestad en consideración a nuestra
grande fealdad, no pasamos a hacer este acto de confianza, levantándonos
valerosamente por una seguridad que debemos tener de que la divina Bondad
nos dará su gracia para serle desde entonces fieles, y corresponder
más perfectamente a su amor. Después de este acto de confianza,
inmediatamente se debería hacer el de la generosidad, diciendo: pues
estoy segurísima de que la gracia de Dios no me puede faltar, quiero
creer que tampoco permitirá que yo falte a corresponder a su gracia.
Pero vosotras me diréis, si yo falto a la gracia, ella me faltará
también. Es verdad. Pues si es verdad ¿quién me asegurará
que yo no faltaré a la gracia en adelante, pues en lo pasado tantas
veces he faltado a esta? Respondo: que la generosidad hace que el alma diga
osadamente y sin temor alguno: yo no seré más desleal a Dios.
Y porque en su corazón siente esta resolución, emprende sin
miedo todo cuanto sabe que puede hacerla agradable a Dios sin excepción
de cosa alguna: y emprendiéndolo todo, cree que lo podrá todo,
no por sí misma, sino por Dios en quien ella pone toda su confianza.
Y por esto hace y acomete todo lo que se le manda y aconseja.
Pero me preguntaréis vosotras ¿si alguna vez será lícito
dudar de no ser capaces de obrar las cosas que se nos mandan? Yo respondo,
que la generosidad de espíritu jamás nos permite entrar en
alguna duda. Y para que entendáis mejor esto, conviene distinguir,
como acostumbro deciros, la parte superior de vuestra alma de la inferior.
Cuando digo, pues, que la generosidad no nos permite dudar, se entiende en
cuanto a la parte superior; porque bien podría ser que la inferior
esté toda llena de estas dudas y sienta mucho trabajo en recibir la
carga o el empleo en que se nos pone; pero el alma que es generosa, se burla
y hace poco caso de todo esto, y se mete simplemente en el ejercicio de su
cargo sin decir palabra ni hacer acción que denote el sentimiento
que tiene de su incapacidad. Pero nosotros nos complacemos tanto, que de
nada gustamos más que de mostrar que somos humildes, y que tenemos
una baja estima de nosotros mismos y otras cosas semejantes, que muy lejos
están de la verdadera humildad, la que jamás nos permite resistir
al juicio de aquellos que Dios nos ha dado por guías.
Yo puse en el libro de la Introducción a la vida devota (Parte III,
cap. V) un ejemplo que viene a este propósito y es muy digno de notarse,
y este es el del rey Acáz, el cual estando reducido a una grandísima
aflicción con la cruel guerra que le hacían dos reyes que habían
cercado a Jerusalén, mandó Dios a Isaías que fuese a
consolarle de su parte, y a prometerle que alcanzaría victoria y quedaría
triunfante de sus enemigos. Díjole también Isaías, que
en prueba de la verdad de lo que le prometía, pidiese a Dios una señal
en el cielo o en la tierra, que se la daría (Is 5, 11). Pero Acáz,
desconfiando de la bondad y liberalidad de Dios, dijo: De ninguna manera
lo haré, porque no quiero tentar a Dios. Mas el miserable no dijo
esto por honra que quisiese hacer a Dios; porque, antes al contrario, rehusaba
honrarle, porque Dios quería entonces ser glorificado por milagros,
y Acáz renunciaba a pedirle uno que el mismo Señor le había
significado que deseaba hacerle. Él ofendió a Dios rehusando
obedecer al Profeta que Dios había enviado a significarle su voluntad.
No debemos, pues, nosotros poner jamás en duda el que no podremos
hacer lo que se nos manda, porque los que nos gobiernan conocen muy bien
nuestra capacidad.
Mas, me diréis, que puede ser que tengáis muchas miserias interiores,
y grandes imperfecciones que no conocen vuestros superiores, y que ellos
se fundan en las apariencias exteriores, con las que quizá habéis
engañado sus espíritus. Yo no digo que no conviene siempre
creeros cuando, llevadas por la pusilanimidad, decís que sois miserables
y llenas de imperfecciones; como tampoco se ha de creer que no las tenéis
cuando no decís nada; siendo de ordinario tales, como os hacen parecer
vuestras obras. Vuestras virtudes se conocen por la fidelidad que tenéis
en practicarlas, y así también las imperfecciones por sus actos.
Ninguno podrá engañar al espíritu de sus superiores,
mientras no sienta malicia en el corazón.
Pero vosotras me diréis; que muchos santos hicieron grandísima
resistencia por no recibir los cargos que les querían dar. Mirad;
lo que ellos hicieron, no fue solo por causa de la baja estimación
que hacían de sí mismos, sino principalmente porque veían
que los que querían ponerlos en aquellos cargos se fundaban en las
virtudes aparentes, como son los ayunos, las limosnas, las penitencias y
asperezas del cuerpo, y no en las verdaderas virtudes interiores que tenían
encerradas y encubiertas bajo de la santa humildad, pues eran seguidos y
buscados de los pueblos que no los conocían sino por la fama y opinión.
En tal caso me parece ser permitido hacer algún poco de resistencia.
Pero sabed aquí, que esto será permitido también, pongo
por ejemplo, a una monja de Dijón a quien una superiora de Annecy
enviase para que fuese superiora, no habiéndola jamás visto
ni comunicado con ella; pero una monja de esta Casa, a la que se pusiese
el mismo precepto, debería no meterse jamás en alegar razón
alguna en que pueda mostrar que se opone al precepto; antes debe entrar en
el ejercicio de su cargo con tanta paz y aliento, como si se sintiese muy
capaz de gobernarse bien en él.
Pero yo entiendo muy bien el engaño que en esto hay, y es que nosotros
tememos no salir con honra; estimamos tanto nuestra reputación, que
no quisiéramos ser tenidos por bisoños en el ejercicio de nuestros
cargos, sino por maestros y experimentados que jamás hacen un yerro.
Ya entendéis bastantemente ahora que cosa sea el espíritu de
fuerza y generosidad que tanto deseamos ver en esta Casa, para desterrar
todas las boberías y ternuras, que solo sirven para detenernos en
nuestro camino y para embarazarnos en el progreso de la perfección.
Estas ternuras se alimentan de vanas reflexiones que hacemos sobre nosotros
mismos, principalmente cuando hemos deslizado en nuestro camino por cualquiera
falta. Porque acá dentro, por la gracia de Dios, jamás se cae
del todo; por lo menos hasta ahora no lo hemos visto: tal vez alguna deslice,
y en lugar de humillarse dulcemente y levantarse después animosamente,
como tengo dicho, se meta en la consideración de su miseria, y sobre
ella comience a enternecerse por sí misma: ¡Ay, Dios mío!
digo, ¡qué miserable soy, yo no soy buena para nada! Después
pasa al desaliento que le hace decir: ya no hay que esperar de mí,
jamás haré cosa buena; hablarme de esto, es perder tiempo:
ya quisiéramos que nos dejasen, como si estuviesen ciertos que jamás
con nosotros se podía ganar.
¡Dios mío! cuán lejos están estas cosas del alma
generosa que hace una grande estimación, como hemos dicho, de los
bienes que Dios ha puesto en ella! No se espanta ni de la dificultad del
camino que ha de andar, ni de la grandeza de la obra, ni de la dilación
del tiempo que ha de gastar, ni, en fin, de la tardanza en cumplir lo que
ha emprendido.
Las monjas de la Visitación son llamadas todas a una grandísima
perfección, su empresa es la más alta y eminente que
se puede pensar; porque ellas, no solo tienen pretensión de unirse
a la voluntad de Dios, como deben tener todas las criaturas, sino que a más
de esto, pretenden unirse a sus deseos e intenciones, y yo digo, que aun
antes de que les sean significados. Y si se pudiese pensar alguna cosa de
más perfección, y algún grado de mayor eminencia que
el de conformarse a la voluntad de Dios, a sus deseos y a sus intenciones,
ellas sin duda emprenderían subir a él: pues tienen una vocación
que a esto las obliga, y por esta razón debe ser una devoción
fuerte y generosa la devoción de esta Casa, como muchas veces hemos
dicho.
Pero a mas de lo que se ha dicho de esta generosidad, debo añadir
que el alma que la posee, recibe igualmente las sequedades y las ternuras
de los consuelos; las congojas interiores, las tristezas, los ahogos de espíritu,
como los favores, las prosperidades de un espíritu lleno de paz y
tranquilidad: y esto porque ella considera que aquel que la ha dado los consuelos,
es el mismo que la envía las aflicciones, que da lo uno y lo otro
impelido del amor mismo que ella reconoce ser sumamente grande; porque por
la aflicción interior del espíritu pretende llevarla a una
grandísima perfección, cuales la abnegación de todo
género de consuelos en esta vida, quedando segurísima de que
quien la priva de ellos aquí bajo en la tierra, no se los negará
eternamente en lo alto del cielo.
Vosotras me diréis, que no se pueden hacer estos discursos entre las
grandes tinieblas; pues parece que no podemos decir una sola palabra a Nuestro
Señor. Verdaderamente tenéis razón de decir que os lo
parece, porque en realidad no es así. El sagrado Concilio de Trento
ha determinado esto, y estamos obligados a creer que Dios y su gracia no
nos desamparan jamás de tal modo que no podamos recurrir a su bondad,
y protestar que contra toda la perturbación de nuestra alma queremos
ser del todo suyas, y que no le queremos ofender. Pero advertid, que todo
esto pasa en la parte superior de nuestra alma; porque la parte inferior
no percibe nada de ello, y se queda siempre en su pena; eso nos turba, y
hace que nos tengamos por miserables; y luego empezamos a enternecernos por
nosotros mismos, como si fuera una cosa muy digna de compasión el
vernos sin consuelo.
¡Ea, por Dios! consideremos que Nuestro Señor y Maestro quiso
ser muy ejercitado con estas congojas interiores y de un modo incomparable.
Escuchad las palabras que dice sobre la cruz: Dios mío, Dios mío:
¿por que me habéis desamparado? (Mt 27, 43). Estaba reducido
al último extremo, porque solo tenia la parte superior de su espíritu
que no estuviese oprimida de un desfallecimiento mortal. Pero notad que se
pone a hablar con Dios, para enseñarnos que jamás nos será
imposible el hacerlo.
Pero ¿qué será mejor en este tiempo? me diréis
vosotras: hablar con Dios de nuestra pena y de nuestra miseria, o de otra
cualquier cosa? Digo que en esto, como en toda clase de tentaciones, es mejor
divertir mucho nuestro espíritu de su turbación y pena hablando
con Dios de otra cosa y no de nuestro dolor; porque indudablemente, si queremos
hablar de él no será sin hacer una reflexión tierna
sobre nuestro corazón, engrandeciendo extraordinariamente y de nuevo
nuestro dolor mismo, porque es tal nuestra naturaleza, que no puede ver sus
dolores sin tener una grande compasión.
Pero me diréis, que si no ponéis esta atención, no os
acordaréis de decirlo: ¿y qué importa'? Somos verdaderamente
como los niños, los cuales con gran presteza van a su madre a decirle
que les ha picado una abeja para que se compadezca y sople sobre el mal,
que con eso está curado; ¿por qué queremos ir a decir
a nuestra madre que estamos muy afligidas, y engrandecer nuestra aflicción
contándola muy pormenor sin olvidar la más pequeña circunstancia
que nos pueda hacer más dignas de compasión? ¿No veis
que estas son unas niñerías muy grandes? Si hemos cometido
alguna deslealtad, basta decirla; si habéis sido fieles, también
conviene decirlo, pero cortamente, sin exagerar lo uno ni lo otro; porque
se debe decir todo a los que tienen cuidado de nuestras almas.
También me diréis ahora, que luego que habéis tenido
algún sentimiento grande de cólera o de cualquiera otra tentación,
os viene siempre un escrúpulo sino lo habéis confesado. Yo
os digo que conviene decirlo en la cuenta que diereis de vuestro espíritu,
mas no por modo de confesión, sino para sacar instrucción de
cómo os habéis de portar; y esto se entiende cuando claramente
se conoce que no se ha consentido. Porque si vos decís: Acúsome
de que por dos días continuos he tenido grandes movimientos de cólera,
pero no he consentido, decís vuestras virtudes, en lugar de decir
vuestras faltas.
¿Pero estoy en duda si he cometido algún defecto? Conviene
considerar maduramente si esta duda tiene algún fundamento: puede
ser que en estos dos días hayáis sido un poco negligente por
un cuarto de hora en divertiros en vuestros sentimientos. Si es así,
decid sencillamente que habéis sido negligente como un cuarto de hora
en apartaros de un movimiento de cólera que habéis tenido,
sin añadir que la tentación ha durado dos días. Si no
es que lo queráis decir porque os dé consejo vuestro confesor,
o por lo que toca al examen de vuestra conciencia, porque entonces es muy
bueno decirlo; mas para las confesiones ordinarias, será mejor no
hablar de ello, pues no lo hacéis sino por satisfaceros; y aunque
recibís un poco de pena en callarlo, conviene sufrirlo como si fuera
otra cualquiera cosa en que no podéis poner remedio: Dios sea bendito.
ENTRETENIMIENTO VI
Sobre la partida de unas monjas de la Visitación, que iban a fundar
una nueva Casa de su Orden.
Entre las alabanzas que los Santos dan a Abraham, san Pablo exalta esta sobre
todas: Que creyó en la esperanza, contra la esperanza misma (Rm 4,
18). Dios le había prometido que multiplicaría su descendencia
como las estrellas del cielo y como la arena del mar, y luego le manda que
mate a su hijo Isaac. No por esto perdió Abraham su esperanza, antes
esperó contra la esperanza misma, asegurándose de que, aunque
obedecía al precepto que le había puesto quitando la vida a
su hijo, no por eso dejaría Dios de cumplir su palabra. Grande por
cierto fue su esperanza; porque él no vio de ningún modo en
,qué poder apoyarla sino en la palabra que Dios le había dado.
¡Oh cómo es esta el más cierto y sólido fundamento,
porque es infalible!
Sale, pues, Abraham a cumplir la voluntad de Dios con una sencillez incomparable,
porque no se puso a considerar ni a replicar cuando Dios le mandó
que saliese de su tierra y de entre sus parientes y que se fuese al lugar
que le mostraría, sin especificárselo; a fin de que se embarcase
con mayor sencillez en la barca de su divina providencia. Caminando, pues,
tres días y tres noches con su hijo Isaac, que llevaba la leña
del sacrificio, el inocente hijo pregunta a su padre: ¿Donde está
el holocausto? a lo que responde el buen Abraham: Hijo mío, el Señor
proveerá (Gn 22, 7). ¡Oh Dios mío, qué dichosos
seríamos, si pudiésemos acostumbrarnos a responder de esta
manera a nuestros corazones, cuando están cuidadosos de alguna cosa:
Nuestro Señor proveerá: y si después de haber dicho
esto no tuviésemos más congoja, turbación, ni ansia
que Isaac, pues luego calló, teniendo por cierto que el Señor
proveería, como su padre lo había dicho!
Grande es sin duda la confianza que Dios quiere que tengamos en su cuidado
paternal y divina providencia. Mas ¿por qué no la tenemos,
viendo que el que la ha tenido jamás ha sido engañado? Ninguno
confía en Dios que no recoja el fruto de su confianza. Yo digo esto
entre nosotros, porque en cuanto a la gente del mundo, casi siempre su confianza
va acompañada de aprehensión, por lo que es de poco valor delante
de Dios. Considerad, os ruego, lo que Nuestro Señor y Maestro dice
a sus Apóstoles para arraigar en ellos esta santa y amorosa confianza,
como leemos en el Evangelio:
Yo os he enviado por el mundo sin bolsa, sin dinero y sin alguna provisión:
¿os ha faltado alguna cosa, sea para sustentaros o para vestiros?
Respondieron que no. Id, pues, les dijo, y no penséis de qué
hacéis de comer, ni de qué habéis de beber, ni de qué
vestir, ni tampoco lo que habéis de decir estando delante de los grandes
señores y magistrados de las provincias por donde pasareis: porque
en cada ocasión vuestro Padre celestial os proveerá de todo
lo necesario. No penséis en lo que habéis de decir, porque
él hablara en vosotros, y os pondrá en la boca las palabras
que habéis de pronunciar. (Lc 22, 35; Mt 6, 25 y 10, 19)
Pero yo soy tan grosera, dirá alguna de nuestras hermanas, que no
sé cómo se ha de tratar con los grandes; no estoy acostumbrada
a tales tratamientos. Eso no importa: andad, confiad en Dios, porque él
dice : Que aunque la madre llegue a olvidar d su hijo, yo no os olvidaré
jamás; porque os traigo grabados sobre mi corazón y sobre mis
manos. ¿Pensáis que Aquel que tiene cuidado de proveer de mantenimiento
a las aves del cielo y a los animales de la tierra, que no siembran ni recogen,
se olvidará jamás de proveer de todo lo necesario al hombre
que totalmente confía en su providencia? (Is 49, 15; Mt 6, 26)
al hombre que es, pues, capaz de ser unido con Dios.
Esto me ha parecido, carísimas hermanas mías, deciros en la
ocasión de vuestra partida; porque si bien no sois capaces de la dignidad
apostólica, por causa de vuestro sexo, con todo lo sois en alguna
manera del oficio apostólico, y podéis hacer mucho servicio
a Dios, procurando en alguna manera el aumento de su gloria como los Apóstoles.
Verdaderamente, queridas hijas, debe seros un motivo de gran consuelo, el
que Dios quiera servirse de vosotras para una obra tan excelente como a la
que sois llamadas, y os debéis tener por muy honradas delante de la
divina Majestad, porque no otra cosa quiere de vosotras sino lo que ordenó
a sus Apóstoles y por lo que los envió por el mundo; que es
lo mismo que Nuestro Señor vino a hacer en este mundo, esto es a dar
la vida a los hombres. Y no solamente eso, dice él, sino para que
viviesen una vida más abundante (Jn 10, 10). Que tuviesen la vida,
y una vida mejor; lo que hizo dándoles la gracia
Los Apóstoles fueron enviados por Nuestro Señor a toda la tierra
para el mismo fin. Pues el Señor les dijo: así como mi Padre
me ha enviado, os envío yo (Jn 22, 21). Andad, y comunicad la vida
a los hombres, y no os contentéis con eso solo; haced que vivan, y
con una vida más perfecta: Por medio de la doctrina que les habéis
de enseñar, conseguirán la vida creyendo en mis palabras, que
les daréis a entender; pero tendrán una vida más abundante,
por el buen ejemplo que les daréis: y no os dé cuidado si vuestro
trabajo tendrá el fruto que vosotros pretendéis; porque no
se os pedirá cuenta del fruto, sino solamente de si os habéis
empleado con fidelidad en cultivar bien estas tierras estériles y
secas; no se os preguntará si habéis cogido buena cosecha,
sino solo si habéis tenido cuidado de sembrar bien,
Así también, mis queridas hijas, se os manda ahora ir a diversas
partes a procurar que las almas tengan la vida, y que vivan una vida mejor;
porque ¿qué cosa vais a hacer sino a dar conocimiento de la
perfección de vuestro Instituto, y por medio de esta noticia atraer
muchas almas a abrazar todas las observancias que en él están
inclusas y recogidas? pero sin predicar, ni administrar sacramentos, ni perdonar
pecados como lo hacían los Apóstoles. ¿No vais vosotras
a dar la vida a los hombres? ó, por hablar más propiamente,
a las doncellas? pues quizá centenares de ellas, que a ejemplo vuestro
se retirarán a vuestra Religión, se hubieran perdido quedándose
en el mundo; las cuales irán a gozar en el cielo por toda la eternidad
de una felicidad incomprensible: luego por vuestro medio les será
dada la vida, y el que ellas vivan una vida más abundante, esto es,
una vida más perfecta y agradable a Dios, vida que las hará
capaces de unirse más perfectamente a la divina Bondad; porque recibirán
de vosotras las instrucciones para adquirir el verdadero y puro amor de Dios,
que es la vida más abundante que Nuestro Señor ha venido a
dar a los hombres: Yo he venido a meter fuego en la tierra, dice él,
y qué otra cosa quiero, o pretendo, sino que se encienda (Lc 1, 2,49);
y en otra parte manda, que el fuego arda incesantemente sobre su altar (Lev
6, 12), y que jamás se apague, para mostrar con qué ardor desea
que el fuego de su amor esté siempre encendido sobre el altar de nuestro
corazón.
¡Oh Dios! qué gracia es la que su divina Majestad os concede!
os hace apóstolas, no en la dignidad, sino en el oficio y mérito:
vosotras no predicáis porque no lo permite vuestro sexo, aunque santa
Magdalena y santa Marta su hermana lo hicieron; mas no dejaréis de
ejercer el oficio apostólico en la comunicación de vuestra
manera de vivir, como os he dicho. Andad, pues, llenas de aliento a hacer
aquello para que sois escogidas; pero andad en simplicidad, y si os vinieren
algunas aprehensiones, diréis a vuestra alma: el Señor nos
proveerá, y si la consideración de vuestra flaqueza os aflige,
arrojaos en las manos de Dios y confiad en él.
La humildad que no produce la generosidad es indudablemente falsa, porque
después que ha dicho: yo no puedo nada; yo no soy más que un
puro nada, luego al punto cede su lugar a la generosidad del espíritu,
la que dice: No hay ni puede haber cosa que yo no pueda, porque pongo toda
mi confianza en Dios que lo puede todo; y sobre esta confianza emprende valerosamente
cuanto se le manda: pero notad que digo todo cuanto se le manda o aconseja,
por dificultoso que sea; porque os puedo asegurar que ella no juzga imposible
hacer milagros si se los mandan hacer; que si se pone a ejecutar la obediencia
en sencillez de corazón, Dios hará milagros primero que faltar
a darle fuerzas para cumplir su ejecución, porque no la acometió
confiada en sus propias fuerzas, sino en el aprecio que hace de los dones
que Dios le ha dado. Así consigo misma hace este discurso: Si Dios
me ha llamado a un estado tan alto de perfección, que no lo hay más
alto en esta vida, ¿qué cosa podrá impedirme de llegar
a él, pues estoy segurísima de que el que ha comenzado la obra
de mi perfección la acabará?
Los Apóstoles eran pescadores, y la mayor parte ignorantes, y Dios
los hizo sabios, como era necesario para el cargo que les quería dar:
confiad en él, descansad sobre su providencia, y nada tendréis
que temer. No digáis: yo no tengo talento para hablar bien; no importa,
id sin hacer discursos, que Dios os dará lo que hubiereis de decir,
y hacer cuanto convenga. Y si no tenéis alguna virtud, o no la conocéis
en vos, no os dé cuidado; que si emprendéis por la gloria de
Dios y por satisfacer a la obediencia el conducir a las almas o cualquiera
otro ejercicio, Dios le tendrá de vosotras, y cuidará de proveeros
de todo lo necesario tanto para vuestras personas como para aquellas que
os pusiere a cargo.
Es verdad que lo que emprendéis es cosa de grande importancia y de
mucha consecuencia; pero por eso mismo haréis mal sino esperáis
un buen suceso, con tal que no lo acometáis por vuestra elección
sino por cumplir la obediencia. Sin duda tenemos mucha razón de temer
cuando buscamos los cargos y los oficios de la religión o fuera de
ella, o nos los dan por nuestra instancia. Mas cuando no es así doblad
humildemente el cuello al yugo de la santa obediencia y aceptad de buena
gana la carga: humillémonos, porque así lo debemos siempre
hacer; pero acordémonos también de establecer siempre la generosidad
sobre los actos de la humildad, porque de otra manera no valdrán nada.
Yo tengo un extremado deseo de grabar en vuestros espíritus una máxima
de incomparable utilidad: NO PEDIR NADA, Y NO REHUSAR NADA. No, queridas
hijas, no pidáis nada y no rehuséis nada. Recibid lo que os
dieren y no pidáis lo que no os presentaren o no quisieren daros.
En la práctica de esto hallareis la paz del alma; sí, amadas
hijas, tened vuestros corazones en esta santa indiferencia de recibir todo
lo que os fuere dado, y de no desear lo que no se os diere. Lo diré
en una palabra: no deseéis cosa alguna, antes dejaos a vosotras mismas
y todas vuestras cosas plena y perfectamente al cuidado de la divina Providencia:
dejadle hacer de vosotras, como los niños que se dejan gobernar de
sus amas, que os lleve sobre el brazo derecho o sobre el izquierdo como más
le agradare; dejadle hacer, porque un niño no se resistiera; que os
acueste o que os levante, dejadle hacer, porque es una buena madre que sabe
mejor lo que os conviene que vosotras mismas.
Quiero decir, si la divina Providencia permite que os vengan aflicciones
y mortificaciones, no las rehuséis, antes aceptadlas con buen corazón,
amorosa y tranquilamente pero si no os as envía, o no permite que
os sucedan no las deseéis ni pidáis: así también
si tenéis consuelos redibidlos con espíritu de reconocimiento
y gratitud a la divina Bondad; y si no los tenéis, no los deseéis,
antes procurad tener preparado vuestro corazón para recibir los diversos
acaecimientos de la divina Providencia con un mismo semblante en cuanto se
pueda. Si os dan obediencias en la Religión que os parecen peligrosas,
como son las superioridades, no las desechéis; si no os las dan, no
las deseéis, y así de las demás cosas, y entiéndase
de las de la tierra, porque en cuanto a las virtudes, las podemos y debemos
desear y pedir a Dios. Su amor las comprende todas.
Si no tenéis experiencia, no sabréis creer cuanto provecho
causará en vuestra alma la práctica de esto, porque en lugar
de ocuparos en buscar ya estos medios, ya los otros para perfeccionaros,
os aplicaréis más simple y fielmente a aquellos que encontrareis
en vuestro camino.
Reparando yo en vuestra partida, y en los sentimientos inevitables que tendréis
todas de apartaros las unas de las otras, he pensado que debo deciros alguna
cosa que pueda liberar este dolor; y no quiero decir que no sea lícito
llorar un poco, antes se debe hacer, porque no podrá contenerse alguna
habiendo vivido tan dulce y amorosamente juntas tanto tiempo, practicando
unos mismos ejercicios; lo que, de tal suerte ha unido vuestros corazones,
que no pueden sin duda sufrir división o separación alguna:
por eso, hijas mías, no seréis divididas ni apartadas, porque
todas os vais. Y todas os quedáis: las que parten se quedan, y las
que se quedan parten, no en sus personas sino en las personas de las que
se van y de las que se quedan. Este es uno de los principales frutos de la
Religión, la santa unión que se hace por medio de la caridad,
unión que es tal que de muchos corazones y de muchos miembros hace
un cuerpo solo. Todos son de tal suerte uno en la Religión, que todos
los religiosos de una orden parece que son un solo religioso.
Las hermanas domésticas cantan los divinos oficios en la persona de
aquellas que están dedicadas para cantarlos, como estas sirven a los
oficios domésticos en la persona de aquellas que los hacen; ¿y
por qué es esto? La razón es evidente; porque si las que están
en el coro para cantar los oficios no estuvieran en él, las otras
habrían de estar: y si no hubiera hermanas legas para aderezar la
comida, las del coro se emplearan en ello. Si una hermana no fuese superiora,
lo habría de ser otra. De la misma manera, las que se van se quedan,
y las que se quedan se van; porque si las que son nombradas para ir no lo
pudieran hacer, las que se quedan fueran en su lugar. Mas lo que nos debe
mover a partir y quedar de buena gana, queridas hijas, es la certeza más
que infalible que debemos tener de que esta separación no es más
que del cuerpo, porque en cuanto al espíritu, quedáis siempre
muy estrechamente unidas. Poca cosa es esta división corporal, pues
algún día se ha de hacer queramos o no queramos: pero la separación
de los corazones y desunión de los espíritus, esa sola se ha
de temer.
En cuanto a nosotros, no solamente quedaremos siempre unidos, pero mucho
más se irá cada día perfeccionando nuestra unión,
y este dulce y amabilísimo lazo de la santa caridad se irá
siempre estrechando y renovando más y más al paso que nosotros
adelantáremos en el camino de la perfección; porque haciéndonos
más capaces de unirnos con Dios, nos uniremos más los unos
con los otros: de manera, que a cada comunión que hagamos se perfeccionará
más nuestra unión; porque uniéndonos con Nuestro Señor,
quedaremos juntamente más unidos; por esto la recepción sagrada
de este Pan celestial y de este venerabilísimo sacramento se llama
Comunión, que es decir, como unión.
¡Oh Dios! qué unión hay entre los religiosos de una misma
orden; unión tal que los bienes espirituales están como. poseídos,
mezclados y reducidos en común como los bienes exteriores: el religioso
nada tiene suyo en particular por causa del sagrado voto que ha hecho de
pobreza voluntaria, y por la profesión santa que los religiosos hacen
de la santísima caridad; todas las virtudes son comunes, y todos son
participantes de las buenas obras de los otros, y gozan del fruto de ellas,
mientras se mantengan siempre unidos en caridad y en la observancia de las
reglas de la Religión a que Dios les ha llamado: de manera, que el
que se ejercita en cualquier oficio doméstico o se ocupa en cualquiera
otra obra, contempla en la persona de aquel que está en el coro orando,
y este que reposa participa de lo que el otro trabaja por mandato del superior.
Ved aquí, mis caras hijas, como las que se van se quedan, y las que
se quedan se van, y como de beis todas igualmente abrazar animosa y alentadamente
la obediencia, así en esta ocasión como en otra cualquiera;
pues las que se quedan tendrán parte en el trabajo y fruto del viaje
de las que se van; como estas le tendrán en la tranquilidad y reposo
de las que se quedan. Todas sin duda, hijas mías, tenéis necesidad
de muchas virtudes y de practicarlas, tanto para partir, como para quedaras.
Las que se parten necesitan de gran valor y confianza en Dios, para emprender
amorosamente con espíritu de humildad lo que Dios quiere de ellas,
venciendo todos los pequeños sentimientos que les puede causar el
dejar la casa donde Dios las había dado su primera habitación,
las hermanas que tanto han amado y cuya conversación les era de tanto
consuelo para el alma, la tranquilidad de su espíritu que les es tan
amable, los parientes, los conocidos y otras muchas cosas a que se pega la
naturaleza mientras vivimos en esta vida. Las que se quedan tienen también
necesidad de aliento, tanto para perseverar en la práctica de la santa
sumisión, humildad y tranquilidad, como para prepararse a salir cuando
les sea mandado: pues, como veis, vuestro Instituto se va extendiendo por
todas partes en tan diversos lugares. De la misma manera debéis procurar
multiplicar y acrecer los actos de las virtudes, y engrandecer vuestro ánimo
para haceros capaces de ser empleadas conforme la voluntad de Dios.
Paréceme cierto, cuando miro y considero el principio de vuestro Instituto,
que representa bien la historia de Abraham. Porque después de haberle
dado Dios palabra de que su descendencia se multiplicaría como las
estrellas del firmamento y como la arena del mar, le manda no obstante sacrificar
a su hijo, por medio del cual había de tener cumplimiento la promesa
de Dios. Abraham espera y se confirma en su esperanza contra la esperanza
misma; y su esperanza no fue vana sino fructuosa. De la misma manera, cuando
las tres primeras hermanas se juntaron, y abrazaron esta suerte de vida,
Dios había determinado desde su eternidad bendecir su generación
y darles una que sería grandemente multiplicada. Mas ¿quién
hubiera podido creer esto? pues encerrándolas en pequeña casa
no pensábamos en otra cosa que en hacerlas morir al mundo, y que ellas
fuesen sacrificadas, o por mejor decir, ellas se sacrificaron a sí
mismas voluntariamente, y Dios se contentó tanto de su sacrificio,
que no solo les da una nueva vida para ellas mismas, sí que también
una vida tan abundante, que con su gracia pueden comunicarla a muchas almas,
como ahora se ve.
Paréceme cierto que estas tres primeras hermanas fueron bien propiamente
representadas por los tres granos de cebada que se hallaron entre la paja
que traía el carro de Triptolemo (Ovidio, Metamorf. libro V) que servía
para guardar sus armas, los que habiendo sido llevados a una tierra donde
la cebada no era conocida, sembrados en ella, produjeron en tanta cantidad,
que dentro de pocos años todas las tierras de aquel país se
llenaron de ella. La providencia de nuestro buen Dios con su bendita mano
echó en la tierra de la Visitación estas tres hijas, y después
de haber estado algún tiempo escondidas a los ojos del mundo, han
producido el fruto que ahora se ve; de suerte que dentro de poco tiempo todos
estos países serán participantes de vuestro Instituto.
¡Oh qué dichosas son las almas que verdadera y absolutamente
se dedican al servicio de Dios! porque su divina Majestad no las deja jamás
estériles e infructuosas. Por un nada que dejan por Dios, Dios les
da recompensas incomparables, tanto en esta como en la otra vida. ¿Qué
es pequeña gracia, pregunto, el ser empleadas en el servicio de las
almas que Dios tan caramente ama y por cuya salvación padeció
tanto? Verdaderamente esta es una honra sin igual de la que debéis,
queridas hijas, hacer una grandísima estima, procurando emplearos
en ella fielmente, sin quejaras de pena, solicitud ni trabajo, porque todo
os será recompensado copiosamente aunque no es menester serviros de
este motivo para animaros, sino el de haceros más agradables a Dios
y aumentar tanto más su gloria.
Id, pues, y quedaos valerosamente por medio de este ejercicio, sin poneros
a pensar que no veis en vosotras lo que es necesario, quiero decir, los talentos
proporcionados a los cargos que se os imponen. Lo mejor es que no los veamos,
porque así nos conservaremos humildes y tendremos más ocasión
de desconfiar de nosotros mismos y de nuestras fuerzas y de poner más
absolutamente toda nuestra confianza en Dios.
Mientras no necesitamos de la práctica de una virtud, lo mejor es
que la tengamos; cuando necesitaremos de ella, como seamos fieles en el ejercicio
de aquellas que al presente practicamos, estemos seguros de que Dios nos
dará cada cosa a su tiempo.
No nos ocupemos en desear ni pretender cosa alguna, dejemos todos nuestros
deseos y pretensión es en las manos de la divina Providencia, que
ella haga de nosotros lo que le pareciere; por que, ¿para qué
tengo de desear una cosa más que otra? no nos deben todas ser indiferentes?
Como agrademos a Dios y amemos a su divina voluntad, eso nos debe bastar.
Yo por cierto admiro, cómo puede ser que tengamos más inclinación
a que nos empleen en una cosa más que en otra, principalmente estando
en Religión, donde un cargo y una obra es tan agradable a Dios como
otra; pues la obediencia es la que da valor a todos los ejercicios de la
Religión.
Cuando se nos dieran a escoger, los más abatidos puestos deben ser
los más deseados y los que se deben abrazar más amorosamente;
pero no estando en nuestra elección, con el mismo semblante hemos
de abrazar los unos que los otros.
Cuando el puesto que se nos ha dado es honroso delante de los hombres, humillémonos
delante de Dios; y cuando delante de los hombres es más abatido, tengámonos
por honrados delante de la divina Bondad. En fin, hijas mías, conservad
amorosa y fielmente lo que os he dicho, tanto por lo que toca a lo interior,
como a lo exterior. No queráis sino lo que Dios quisiere para vosotras;
recibid amorosamente los sucesos y varios efectos de su divino querer, y
de ninguna manera os detengáis en otra cosa.
Después de esto, qué os puedo decir, queridas hermanas, pues
parece que toda nuestra dicha está cifrada en esta amabilísima
práctica. Quiero poneros el ejemplo de los israelitas, con el que
acabaré. Habiendo estos pasado largo tiempo sin rey, les vino la voluntad
de tenerle, raro caso del espíritu humano, como si Dios los hubiera
dejado sin guía, o hubiese faltado al cuidado de regirlos, gobernarlos
y defenderlos. Fuéronse, pues, al profeta Samuel, el cual les prometió
de pedirlo por ellos a Dios. Así lo hizo, Y Dios irritado de su pretensión
les hizo responder que convenía en ello; pero que les advertía,
que el rey que pedían se había de tomar tal imperio y autoridad
sobre ellos que les quitaría los hijos, que a los unos haría
decuriones, a otros capitanes y soldados, y de las hijas a unas cocineras,
a otras panaderas y a otras perfumeras.
Nuestro Señor hace lo mismo, amadas hijas, de las almas que se dedican
a su servicio; porque, como veis, en las Religiones hay diversos cargos y
oficios; pero qué es lo que os digo en esto? No por cierto otra cosa,
sino que me parece que la divina Majestad os ha escogido a vosotras para
perfumeras o sahumadoras; sí en verdad, porque de su parte se os ha
encomendado el ir a derramar los olores suavísimos de las virtudes
de vuestro Instituto; y como las doncellas son amigas de buenos olores, como
dice la esposa enamorada en los Cantares: Que el nombre de su amado es como
un aceite o bálsamo que esparce por todas partes olores infinitamente
agradables. Y esta es la causa, dice ella, porque le siguen las doncellas,
atraídas de sus divinos perfumes. Haced, queridas hermanas, que como
perfumadoras de la divina bondad vayáis esparciendo también
por todas partes el olor incomparable de una sincera humildad, dulzura y
caridad, y que muchas doncellitas sean atraídas a seguir vuestros
olores, y abracen vuestro método de vida; por la que podrán,
como vosotras, gozar en esta vida de una santa y amorosa paz y tranquilidad
de alma, para ir después a gozar de la felicidad eterna en la otra.
Vuestra Congregación es como una colmena de abejas, la que ha producido
ya diversos enjambres; pero con la diferencia, que las abejas nuevas salen
para buscar otra colmena y en ella empiezan a formar otra nueva familia,
y cada enjambre tiene su rey particular bajo del cual militan y tienen su
habitación; pero vosotras, hermanas queridas, si bien vais a nueva
colmena; esto es, a dar principio a una casa nueva de vuestra Orden, con
todo siempre tendréis un mismo rey que es Jesucristo crucificado,
debajo de cuya autoridad viviréis seguras donde quiera que fuereis.
No temáis, pues, que alguna cosa os falte, porque siempre estará
con vosotras mientras no escogiereis otro. Tened solamente un gran cuidado
de acrecentar vuestro amor y vuestra lealtad con su divina bondad, acercándoos
cuanto os sea posible a él, Y todo os sucederá bien. Aprended
de él todo lo que hubiereis de hacer, y nada hagáis sin su
consejo; porque él es el amigo fiel que os guiará y gobernará
y tendrá cuidado de vosotras, como de todo mi corazón se lo
suplico: sea Dios bendito.
ENTRETENIMIENTO VII
En el que se aplican las propiedades de las palomas al alma religiosa en
forma de leyes.
Me habéis pedido algunas nuevas leyes en este principio del año,
y pensando en las que os debo dar, para que os sean útiles y agradables,
he puesto los ojos de mi consideración en el Evangelio de este día,
en el cual se hace mención del bautismo de Nuestro Señor y
de la aparición gloriosa del Espíritu Santo en forma de paloma,
y en esta aparición me he detenido. Y considerando que el Espíritu
Santo es el amor del Padre y del Hijo, he pensado que os debo dar unas leyes
todas de amor, las que he sacado de las palomas, en consideración
de haber querido el Espíritu Santo tomar la forma de ella, y también
porque todas las almas dedicadas al servicio de la divina Majestad están
obligadas a ser castas y amorosas palomas. Así la Esposa en los Cantares
es llamada muchas veces con este nombre, y a la verdad con mucha razón;
porque hay una grande correspondencia entre las calidades de la paloma y
la amorosa palomita de Nuestro Señor.
Las leyes de las palomas son todas infinitamente agradables, y es una meditación
suavísima el considerarlas. ¿Qué ley más hermosa
que la de la honestidad? No hay cosa mas honesta que la paloma; ella es aseada
a maravilla, y aunque no hay cosa más sucia que el palomar y los lugares
donde suele hacer su nido, con todo nunca se vio paloma desaseada: ella tiene
siempre sus plumas lisas y grandemente hermosas, miradas a los reflejos del
sol. Considerad, os ruego, cuán agradable es la ley de su simplicidad;
pues Nuestro Señor mismo las alaba, diciendo a sus Apóstoles:
Sed simples como las palomas, y prudentes como las serpientes (Mt 10, 16).
Pero en tercer lugar ¡Dios mío, cuan agradable es la ley de
su dulzura! porque ellas no tienen hiel ni amargura. Dejo otras muchas leyes
suyas que son infinitamente amables y su observación muy útil
a las almas dedicadas en la Religión al servicio más especial
de la divina bondad; pero he considerado que si os doy algunas leyes de las
que tenéis ya, no haréis mucho caso de ellas.
Tres, pues, he escogido solamente, que son de incomparable utilidad a quien
las observa bien, y comunican grandísima suavidad al alma que las
considera; porque son todas de amor, extremadamente delicadas para la perfección
de la vida espiritual. Estas son tres secretos, tanto más excelentes
para alcanzar la perfección, cuanto son menos conocidos de los que
profesan adquirirla, a lo menos de la mayor parte.
¿Cuales, pues, son estas leyes? La primera que he pensado deciros
es, que los palomos son todo para sus palomas y nada para si mismos; parece
que las palomas no dicen otra cosa sino: Mi querido palomo es todo para mi
y yo soy toda para él; él siempre está vuelto hacia
mi para pensar en mi, y yo en él descanso y vivo segura; camine y
vuele donde quisiere mi amado compañero, que yo no entraré
en desconfianza de su amor, antes bien pondré toda mi confianza en
su cuidado.
Puede ser que hayáis visto, pero no observado, que las palomas, mientras
cubren sus huevos, no se levantan de ellos hasta que los polluelos los han
abierto, y aun entonces continúan en cubrirlos y fomentarlos hasta
que no tienen necesidad; y en todo este tiempo la paloma de ninguna manera
sale a coger el grano para sustentarse, dejando todo este cuidado a su compañero,
que la es tan fiel, que no solo lé trae el manjar para sustentarla,
sino hasta el agua en el pico para que beba, teniendo un cuidado incomparable
deque no le falte nada de lo necesario, y cuidado tan grande, que jamás
se ha visto morir alguna en este tiempo por falta de sustento. La paloma,
pues, todo lo hace por su palomo, cubre y fomenta sus hijuelos por el deseo
que tiene de agradarle dándole generación. El toma el cuidado
de sustentar a su amada, que se le ha dejado todo de si; ella no piensa sino
en agradarle, y él, en recompensa, no imagina sino en sustentarla.
¡Oh qué agradable y provechosa leyes el no hacer cosa alguna
sino por Dios, y dejarle el cuidado de nosotros mismos! Y no solo digo esto
por lo que mira a lo temporal, que de ello no quiero hablar donde no hay
más que nosotros, y se en tiende ya sin decirlo; lo digo por lo que
mira a lo espiritual y al adelantamiento de nuestras almas en la perfección.
¿No veis que la paloma no piensa sino en su amado palomo, y en darle
gusto, en no levantarse de sus huevos, y entonces nada le falta porque él
corresponde a su confianza con el sumo cuidado que tiene de ella?
¡Oh que dichosos seremos si todo lo hacemos por nuestro amabilísimo
Palomo, que es el Espíritu Santo! porque él cuidará
de nosotros a medida de nuestra confianza, por la que descansamos en su providencia;
y también se alargará su cuidado a todas nuestras necesidades,
si jamás llegásemos a dudar de que nos puede faltar; porque
su amor es infinito para el alma que reposa en él. ¡Oh qué
dichosa es la paloma en tener tanta confianza en su querido consorte! Esto
la hace vivir en paz yen una maravillosa tranquilidad. Pero mil veces más
dichosa es el alma que, dejando todo el cuidado de si misma y de todo lo
necesario a su querido y amado Palomo, no piensa sino encubrir y fomentar
sus pequeñuelos, por agradarle y darle generación; porque desde
esta vida goza de una tranquilidad y paz tan grande que no tiene comparación;
ni hay reposo igual al suyo en este mundo, sino solamente en el cielo donde
gozará para siempre plenamente de los castos abrazos de su Esposo
celestial.
Pero ¿qué huevos son estos que debemos cubrir y fomentar hasta
que rompan y salgan los pichonzuelos? Nuestros huevos son nuestros deseos;
los cuales, estando bien cubiertos y fomentados, producen los palomillas,
que son los efectos: mas entre nuestros deseos hay uno que es más
eminente que todos los otros, y que grandemente merece estar bien cubierto
y fomentado por agradar a nuestro divino compañero el Espíritu
Santo, el cual siempre quiere ser llamado Esposo sagrado de nuestras almas;
tanto es grande su amor y su bondad para con nosotros. Este deseo es el que
hemos traído viniendo a la Religión, que es el de abrazar las
virtudes religiosas. Este es uno de los ramos del amor de Dios, y el más
elevado de este árbol divino. Pero este deseo no se debe extender
más dilatado que los medios que nos están señalados
en nuestras Reglas y Constituciones, para llegar a la perfección que
hemos pretendido adquirir obligándonos a seguirlas; antes conviene
cubrirle y fomentarle todo el tiempo de nuestra vida, para que este deseo
produzca un hermoso palomito que pueda parecerse a su padre, que es la perfección
misma; y entretanto no tengamos otra atención que de estarnos sobre
nuestros huevos, quiero decir, recogidos dentro de los medios que tenemos
prescritos para nuestra perfección, dejando el cuidado de nosotros
mismos a nuestro único y amabilísimo Palomo, que no permitirá
nos falte casar alguna que fuere necesaria para agradarle.
Por cierto que es una lástima el ver a algunas almas, cuyo número
es bien grande, que aspirando a la perfección se imaginan que todo
consiste en juntar un montón de deseos, y se acongojan mucho en buscar
ya este medio ya el otro para llegar a ella; y no están jamás
contentas ni tranquilas en si mismas, porque luego que tienen un deseo al
punto tratan de concebir otro. Les parece que son como las gallinas, las
que apenas han puesto un huevo, cuando vuelven a formar otro, dejando al
que han puesto sin cubrirle, de modo que no sacan polluelo, La paloma no
lo hace así, antes bien cubre y fomenta sus pequeñuelos hasta
que son capaces de volar y buscar su alimento. La gallina, si tiene pollos,
se afana grandemente y no cesa de gritar y hacer ruido; mas "la paloma se
está recogida y quieta sin afanarse y gritar. De la misma manera hay
almas que no cesan de dar voces y afanarse por sus pequeñuelos, esto
es, por los deseos que tienen de perfeccionarse, y nunca hallan bastantes
personas para tratar con ellas y pedirles medios nuevos y proporcionados.
En suma, tanto se embebecen en hablar de la perfección que pretenden
adquirir, que olvidan poner en práctica el principal medio, que es
conservarse en tranquilidad y arrojar toda su confianza en aquel que solo
puede dar el crecimiento a lo que han sembrado y plantado. Todo nuestro bien
depende de la gracia de Dios, en quien debemos poner toda nuestra confianza;
y con todo parece, según el ansia que tienen de hacer mucho, que solo
confían en su trabajo y en la multiplicidad de ejercicios que abrazan,
pareciéndoles que jamás hacen bastante.
Bueno sería esto si estuviera acompañado de la paz y de un
cuidado amoroso de hacer bien lo que hacen, y quedasen siempre confiadas
y pendientes de la gracia de Dios y no de sus ejercicios, quiero decir, no
esperasen fruto alguno de su trabajo sin la gracia de Dios.
Parece que estas almas, ansiosas de buscar su perfección, han olvidado
o no han sabido lo que dice Jeremías: ¡Oh pobre hombre! ¿qué
haces en confiar en tu trabajo e industria? ¿No sabes que verdaderamente
lo que a ti te toca es cultivar bien la tierra, labrarla y sembrarla; pero
a Dios le toca dar el crecimiento a las plantas y hacer que tengas una cosecha,
y enviar la lluvia favorable a tus sembrados? Tu bien puedes regarlas; pero
todo ello te aprovechara poco, si Dios no bendijere tu trabajo y te diere,
por su pura gracia, y no por sudor, una buena cosecha. Vive, pues, pendiente
de su divina bondad.
Verdad es que a nosotros nos toca cultivar bien; pero de Dios es el hacer
que a nuestro trabajo siga un buen suceso. La Iglesia santa lo canta en cada
fiesta de los Santos confesores: Dios ha honrado vuestros trabajos, haciendo
que sacaseis fruto de ellos; para mostrar que por nosotros mismos no podemos
cosa alguna sin la gracia de Dios, en la cual debemos poner toda nuestra
confianza, no esperando jamás el logro de nosotros mismos.
No os demos, os ruego, demasiada prisa en nuestro trabajo; que para hacerse
bien es necesario aplicarnos cuidadosamente, pero con tranquilidad y sosiego,
sin poner nuestra confianza en nuestra pena, sino en Dios y en su gracia.
Estas congojas de espíritu que tenemos por adelantar en nuestra perfección,
y por ver si adelantamos, de ninguna manera son agradables a Dios, y solo
sirven a satisfacer el amor propio, que es un grande revolvedor, que no cesa
jamás de acometer mucho aunque obre poco. Una obra buena bien hecha
con tranquilidad de espíritu vale mucho mas que muchas hechas con
demasiado apresuramiento. La paloma se ocupa simplemente en su obra para
hacerla bien, dejando todo otro cuidado a su palomo. El alma que verdaderamente
es palomita, esto es, que ama entrañablemente a Dios, se aplica con
toda simplicidad, sin congoja, a los medios que le están prescritos
para perfeccionarse sin buscar otros por perfectos que puedan ser. Mi amado;
dice ella, pensará por mí, y yo en él confiaré;
él me ama, y yo soy toda suya en testimonio de mi amor.
Poco tiempo ha que algunas santas religiosas me dijeron: Señor, ¿qué
haremos este año? El año pasado ayunamos tres días en
la semana y otros tantos tomamos disciplina, ¿qué haremos ahora
en el discurso de este año? Conviene por cierto hacer alguna cosa
más, ya por dar gracias a Dios del año pasado, ya por ir siempre
creciendo en el camino de Dios. Así es, les respondí yo, que
conviene ir siempre adelante; pero este adelantamiento no se hace como vosotras
pensáis con multiplicar ejercicios de piedad, sino con la perfección
con que los hacemos, confiando siempre más en nuestro querido Palomo,
y desconfiando al mismo tiempo de nosotros mismos. El año pasado ayunasteis
tres días en la semana y tomasteis disciplina otros tres; si queréis
siempre ir doblando los ejercicios, en este ayunaréis toda la semana
entera y os azotaréis; pero el que viene ¿cómo ha de
ser? Será necesario que hagáis la semana de nueve días
o que ayunéis dos veces al día.
Gran locura es la de aquellos que se ocupan en desear ser martirizados en
las Indias, y no se aplican a hacer lo que deben según su estado y
condición; y mayor engaño es también el de aquellos
que quieren comer más de lo que pueden digerir. No tenemos bastante
calor espiritual para digerir todo lo que hemos abrazado para nuestra perfección,
y con todo no queremos cortar estas ansias de espíritu que tenemos
de hacer mucho. Leer muchos libros espirituales, principalmente si son nuevos;
hablar bien de Dios, de las cosas más eminentes, para excitamos, decimos
nosotros, a la devoción; oír muchos sermones, tener para todo
conferencias, comulgar frecuentemente, y confesar más a menudo; servir
a los enfermos, hablar bien de lo que pasa en nuestro interior, para manifestar
la pretensión que tenemos de perfeccionarnos lo más presto
que se pueda, ¿estas cosas no son muy a propósito para conseguirlo,
y para llegar al punto de nuestros designios? Sí por cierto, con tal
que todo se haga como se nos ordena, y que sea siempre con dependencia de
la gracia de Dios; es decir, que no pongamos nuestra confianza en todo ello,
por bueno que sea, sino solo en Dios, pues que él solo puede hacemos
sacar fruto de nuestros ejercicios.
Mas, amadas hijas, yo os suplico que consideréis un poco la vida de
aquellos santos grandes religiosos. Un san Antonio, tan honrado de Dios y
de los hombres por su grande santidad, decidme, ¿cómo llegó
a ella y a la altísima perfección? ¿Fue a fuerza de
leer, o por las conferencias y frecuentes comuniones, o por los muchos sermones
que oía? De ninguna manera; antes fue sirviéndose del ejemplo
de los santos ermitaños, aprendiendo del uno la abstinencia, del otro
la oración, y así él iba como una abeja industriosa
picando y recogiendo las virtudes de los siervos de Dios, para hacer la miel
de una santa edificación. Un san Pablo primer ermitaño, de
dónde llegó a la santidad que adquirió? ¿por
la lección de buenos libros? no tuvo alguno. ¿Fue esto por
las comuniones que hizo o por las confesiones? en toda su vida no hizo más
que dos. ¿Fueron la causa las conferencias o los sermones? no las
tenía ni vio a otro hombre en aquel desierto que a San Antonio que
le fue a visitar al fin de su vida. ¿Sabéis qué le hizo
santo? la fidelidad que tuvo en aplicarse a lo que emprendió al principio,
que fue su vocación, sin meterse en otra cosa. Aquellos grandes religiosos
que vivían bajo el gobierno de san Pacomio ¿tenían libros
u oían sermones? no. ¿Tenían conferencias? sí,
pero raras veces. ¿Se confesaban cada día? alguna vez en las
grandes fiestas. ¿Oían mucho Misas? los domingos y fiestas.
Fuera de estos días, nunca Pues ¿cómo pudo ser
que comiendo tan poco de estas viandas espirituales, que alimentan nuestras
almas para la inmortalidad, estaban no obstante siempre en tan buen punto,
quiero decir, tan fuertes y animosos para emprender la conquista de las virtudes,
alcanzar la perfección y conseguir el intento que pretendían;
y nosotros, que comemos tanto, estamos siempre tan flacos, esto es, tan tibios
y secos en la prosecución de nuestro camino, y parece que no tenemos
aliento ni vigor para dar un paso en el servicio de Dios sino mientras duran
los consuelos espirituales?
Conviene, pues, imitar a estos santos religiosos aplicándonos a nuestra
obra, esto es, a lo que Dios Nuestro Señor quiere de nosotros según
nuestra vocación, fervorosa y humildemente, no pensando sino en esto,
ni creyendo hallar otro medio de perfeccionarnos mejor que este. Pero me
podréis replicar: Vos decís fervorosamente: Dios mío
y Redentor mío; ¿y cómo lo haré yo, que no tengo
fervor'? No hablo del que vos entendéis en cuanto al sentimiento;
que este, Dios le da a quien le parece, y no está en nuestra mano
adquirirle cuando nos agrada: dije también humildemente, porque no
haya ocasión de excusarse. Y no me digáis: yo no tengo átomo
de humildad, ni poder para alcanzarla; porque el Espíritu Santo, que
es la misma bondad, la da a quien se la pide. No esta humildad, quiero decir,
un sentimiento de nuestra pequeñez que graciosamente nos hace humillar
en todas las cosas sino la humildad que nos hace conocer nuestro abatimiento
propio y juntamente nos hace amar reconociéndole en nosotros, porque
esta es la humildad verdadera.
Jamás se estudió tanto como ahora. Aquellos grandes santos
Agustín, Gregario e Hilario, cuya fiesta hoy celebramos, y otros muchos,
no pudieron estudiar tanto ni supieran hacerlo escribiendo tantos libros
como compusieron, predicando y acudiendo a todo lo demás que pertenecía
a su cargo: pero tenían una gran confianza en Dios Nuestro Señor
y su gracia, y una tan grande desconfianza de sí mismos, que no atendían
a su industria, ni en manera alguna confiaban su trabajo; de modo que hicieron
todas las grandes obras que sacaron a luz puramente por la confianza que
habían puesto en la gracia de Nuestro Señor y en su omnipotencia.
Vos Señor, dirían ellos, el que nos hacéis trabajar
y para quien trabajamos: Vos seréis el que bendiga nuestros sudores
y nos dé una buena cosecha. Así sus libros y sus sermones produjeron
maravillosos frutos: y a nosotros que confiamos en nuestras bellas palabras,
en nuestra discreción y doctrina, todo nuestro trabajo se desvanece
en humo, y no nos deja otro fruto que vanidad.
Conviene, pues, por conclusión de esta primera ley que os doy, confiar
plenamente en Dios y hacerla todo por él, dejando del todo el cuidado
de vosotras mismas a vuestro querido Palomo, el cual usa de una providencia
incomparable con vosotras; y al paso que vuestra confianza fuere más
verdadera y perfecta, su providencia será más especial.
La segunda ley que he pensado daros, es lo que dicen las palomas en su lenguaje.
Cuánto más me quitan más hago yo, dicen ellas. Y ¿qué
quiere decir esto? Que luego que sus pichones están gordos el dueño
del palomar se los quita, y al punto ellas se ponen a fomentar y cubrir otros;
pero si no se los quitan, se detienen con ellos mucho tiempo, y por esta
crían menos. Dicen ellas, pues, cuánto más me quitan
más hago: y para daros a entender mejor lo que yo os quiero decir,
os pondré un ejemplo. Job, aquel gran siervo de Dios alabado por su
divina boca, no se dejó vencer por aflicción alguna que le
sobrevino; antes, cuánto más le quitaba Dios de sus pequeños
palomillos, más hacia él. ¿Qué, no hizo más
cuando estaba en su prosperidad? qué obras buenas no ejercía?
Él lo dice de esta manera: Yo era los pies del cojo, esto es, yo le
hacia llevar o le ponía sobre mis jumentos o camello: Yo servía
de ojos al ciego, haciéndole conducir: Yo era, en fin, el que proveía
al hambriento y el refugio de todos los afligidos (Job 29, 15). Ahora miradle
reducido a la extrema necesidad y pobreza; no se lamenta de que Dios le haya
quitado los medios que tenía para hacer tan buenas obras, antes bien
dice como la paloma, cuanto más me han quitado más haré:
no limosnas, que no tenía con qué hacerlas; mas en aquel solo
acto de sumisión y paciencia que hizo viéndose privado de todos
los bienes e hijos, hizo más que en todos los grandes actos de caridad
que había hecho en el tiempo de su prosperidad. Y agradó más
a Dios en solo este acto de paciencia, de lo que le había agradado
en tantas y tan buenas obras como había hecho en toda su vida; porque
hubo menester un amor más fuerte y generoso para este solo, que para
los otros juntos.
Conviene, pues, hacer lo mismo para observar esta amable ley de las palomas,
dejándonos despojar por nuestro soberano Dueño de nuestros
pequeños palomillos, es decir, de los medios de ejecutar nuestros
deseos, por buenos que sean, cuando a él le pareciere, sin afligirnos
ni lamentarnos jamás de él como si nos hubiera hecho un grande
agravio; antes bien debemos aplicarnos a doblar, no nuestros deseos ni ejercicios,
sino la perfección con que los hacemos, procurando de este modo ganar
más por un solo acto, como indubitablemente ganaremos, que por cien
actos que hiciéramos según nuestra inclinación y afecto.
No quiere Nuestro Señor que llevemos su cruz sino por la punta; y
quiere ser servido como las grandes señoras que se hacen llevar la
cola de los vestidos. Quiere que llevemos la cruz que nos pone sobre los
hombros, que es la propia nuestra; pero ¡ay! que nosotros no hacemos
caso de esta, porque cuando su bondad nos priva de la consolación
que nos suele dar en nuestros ejercicios, nos parece que todo va perdido
y que nos quita los medios de poner en ejecución lo que hemos emprendido.
Mirad, os pintaré un alma, atended cómo cubre bien los huevos
en el tiempo de la consolación y deja de buena gana el cuidado de
si misma a su querido y amado Palomo. Si está en la oración
¡qué santos deseos no tiene de agradarle! Enternécese
en su presencia, toda se deshace en su amado, enteramente se deja entre los
brazos de su divina providencia. Estos son los huevos bien amables, y todo
esto es muy bueno, y no faltan los palomitas que son los efectos; porque
no hay cosa que no haga, las obras de caridad son en gran número,
su modestia que es conocida entre todas las hermanas causa una edificación
incomparable y es la admiración de todos los que la ven o la conocen.
Las mortificaciones, dice ella, me parecían nada en aquel tiempo,
antes me servían de consolación; las obediencias eran mi alegría;
apenas había oído el primer golpe de la campana cuando me ponía
en pié; no dejaba pasar práctica de virtud, y todo lo hacia
con una paz y tranquilidad grandísima. Mas ahora, que estoy con disgusto
y ordinariamente me hallo seca en la oración, me parece que no tengo
aliento para mi enmienda, no tengo aquel fervor que solía tener en
mis ejercicios, en fin, el hielo y la frialdad se han apoderado de mi; yo
así lo creo.
¿No veis, os ruego, a esta pobre alma cómo se lamenta de su
desgracia? El disgusto se le conoce en la cara, tiene el semblante abatido
y melancólico, y anda tan pensativa y con fusa que no puede estarlo
más. Válgame Dios! ¿qué tienes? Preciso es que
le digamos: ¿Qué tienes? y os responde: Estoy tan desabrida
que nada me puede contentar todo me causa disgusto; estoy ahora la más
confusa del mundo. ¿Pero de qué confusión? porque hay
dos especies de ella: la una que conduce a la humildad y a la vida, y la
otra a la desesperación y a la muerte. Yo os aseguro, dice ella, que
lo estoy tanto que casi pierdo la esperanza de proseguir en el intento de
mi perfección. ¡Dios mío, qué flojedad! falta
la consolación y por el mismo caso él aliento. No conviene
hacerla así, antes cuanto más Dios nos priva del consuelo,
más debemos trabajar para darle testimonio de nuestra fidelidad. Un
solo acto hecho con sequedad de espíritu vale más que muchos
hechos con grande ternura; porque, como ya os dije hablando de Job, se hace
con un amor más fuerte, aunque no sea tan tierno ni agradable. Pero
ya que dice la paloma cuánto más me quitan más hago;
este por lo tanto es el segundo documento que deseo veras observar.
La tercera ley de las palomas que os pongo, es que ellas gimen como se regocijan;
siempre cantan a un mismo tono, así los regocijos como los lamentos:
esto es, cuando quieren quejarse y manifestar su dolor, las veréis
sobre las ramas llorando la pérdida de sus hijuelos que les robó
el ave de rapiña, porque cuando sucede esto u otro cualquiera se los
quita, fuera del dueño del palomar, se afligen mucho. Miradlas también
cuando se las acerca el palomo, como se consuelan y no mudan por eso el canto;
el mismo murmullo hacen por muestra de su contento que para manifestar su
dolor.
Esta es la santísima igualdad de espíritu almas queridas, que
yo os deseo. Yo no digo la igualdad de humor ni de inclinación, digo
la igualdad de espíritu; porque yo no hago caso, ni quiero que vosotras
le hagáis, de las mudanzas que hace la parte inferior de nuestra alma,
que es la que causa las inquietudes y variedades, cuando la parte superior
no cumple con su obligación mostrándose señora y velando
como centinela para descubrir sus enemigos, como el libro del Combate espiritual
nos enseña, para que prontamente sea advertida de los movimientos
y asaltos de la parte inferior que nacen de nuestros sentidos, de nuestras
inclinaciones y pasiones, para hacerles guerra y sujetarlos a sus leyes.
Digo, pues, que conviene estar siempre firmes y resueltos en la parte superior
de nuestro espíritu para seguir la virtud de que hacemos profesión,
y mantenernos en una continua igualdad tanto en las cosas adversas como en
las prósperas, en la aflicción como en el consuelo, y en fin,
en medio de las sequedades como en la abundancia de las ternuras.
Job, de quien hablamos ya en la segunda ley, nos ofrece también un
ejemplo a este propósito, porque él siempre cantó a
un mismo tono todas las canciones que compuso, que no son otra cosa que la
historia de su vida. ¿Qué es lo que dijo cuando Dios le multiplicaba
los bienes? Si le daba hijos, y en fin lo llenaba de gusto y contento como
él pudiera desear en esta vida, decía: Sea bendito el nombre
de Dios (Job 1, 21), Este era el cántico de su amor que en todas ocasiones
cantaba. Pero miradle reducido al extremo de aflicción; ¿qué
es lo que hace? Canta el cantar de lamentación por el mismo tono que
el de su alegría: Si hemos recibido, dice él, los bienes de
la mano del Señor: ¿por qué no recibiremos los males?
El Señor me había dado hijos y bienes, el Señor me los
quitó; su santo nombre sea bendito. Siempre el nombre de Dios sea
bendito.
¡Oh cómo esta santa alma era una casta y amorosa paloma grandemente
querida de su amado Palomo! Así podemos nosotros hacer, mis caras
hijas, que en todas ocasiones recibamos los bienes, los males, las consolaciones
y aflicciones de la mano del Señor, no cantando siempre más
que el mismo amabilísimo cántico: El nombre de Dios sea bendito
(Job 1, 21) siempre al mismo tono de una continua igualdad; porque si conseguimos
esta felicidad viviremos con grande paz en todos los acaecimientos. Pero
no hagamos como aquellos que lloran cuando les falta la consolación,
y no se hartan de cantar cuando les viene; en lo que se parecen a los micos
y monos que siempre están mohinos y furiosos cuando hace el tiempo
lluvioso y oscuro, y no cesan de bailar y saltar cuando el tiempo es alegre.
Ved aquí las tres leyes que os doy, las cuales, siendo todas de amor,
no obligan sino por amor. El amor, pues, que tenemos a Nuestro Señor
nos solicitará a su observancia y guarda, para que podamos decir,
a imitación de la Paloma bella del soberano Palomo, que es la Esposa
sagrada: Mi Amado es todo mío, y yo soy toda suya, no haciendo cosa
alguna sino para agradarle: él siempre tiene su corazón vuelto
hacia mí por providencia, como yo tengo el mío vuelto a él
por confianza. Obrándolo todo en esta vida por nuestro amado, él
cuidará de proveemos de su eterna gloria en recompensa de nuestra
confianza, Y allá veremos la bienaventuranza de aquellos que, dejando
todo el cuidado superfluo e inquieto, que ordinariamente tenemos de nosotros
mismos y de nuestra perfección, se hubieren aplicado simplemente a
cumplir su obligación, dejándose sin reserva entre las manos
de la divina Bondad por la cual solamente trabajaron. En fin, a sus fatigas
se seguirá una paz y un reposo inexplicable, porque para siempre reposan
en el seno de su amado.
También será grande la bienaventuranza de aquellos que hubieren
observado la segunda ley; porque habiéndose dejado despojar por el
dueño, que es Nuestro Señor, de todos sus pequeñuelos
palomos, y no habiéndose en manera alguna resentido ni despechado,
antes habiendo tenido valor para decir: Cuanto más me quitan más
haré; permaneciendo resignados en el beneplácito de aquel que
los despojó, cantarán mucho más alentadamente en el
cielo el cántico más amable, Dios sea bendito, en medio de
los consuelos eternos, cuanto más alegremente le hubieren cantado
en medio de los desconsuelos, miserias y disgustos de esta vida mortal y
transitoria, durante la cual hemos de procurar cuidadosamente conservarla
continua y amabilísima igualdad de espíritu.
ENTRETENIMIENTO VIII
De la desapropiación y despojo de todas las cosas
Las pequeñas afecciones de tuyo y mío, son de los amantes del
mundo, donde no hay cosa más preciosa que esto, consistiendo la soberana
felicidad de los mundanos en tener muchas cosas propias de las cuales se
pueda decir: esto es mío. La grande estima que hacemos de nosotros
mismos nos. hace aficionar a lo que es nuestro, porque nos tenemos por tan
excelentes, que desde que una cosa nos pertenece la estimamos sobre manera,
y el poco valor en que reputamos a los otros es causa de que recibamos de
mala gana lo que les ha servido; pero si fuésemos muy humildes y desprendidos
de nosotros mismos, que nos tuviésemos por nada delante de Dios, no
haríamos caso de lo que es propio nuestro, y nos tuviéramos
por sumamente honrados en servirnos de lo que otro hubiese usado y manoseado.
Pero conviene, tanto en esto como en cualquiera otra cosa, hacer diferencia
entre las inclinaciones y las afecciones o aficiones; porque cuando esto
no pasa de la inclinación, sin llegar al afecto, no nos ha de dar
pena ni cuidado, porque no depende de nosotros mismos el tener malas inclinaciones,
pero sí afecciones. Si sucede, pues, que trocándole el vestido
a una hermana para darle otro no tan bueno, la parte inferior se conmueve
un poco, eso no es pecado, con tal que la razón lo reciba y lo tome
de buena gana por amor de Dios, y lo mismo se ha de juzgar de todos los otros
sentimientos que nos vinieren a la memoria.
Todos estos movimientos provienen del no haber del todo dejado en común
todos los deseos y voluntades, lo que es, una cosa que debe hacerse y observarse
cuando se entra en la Religión; porque cada una de las hermanas debiera
dejar totalmente la voluntad propia fuera de la puerta, para entrar con la
de Nuestro Señor. Bienaventurada y bendita se puede llamar aquella
que no tuviere otra voluntad que la de su comunidad, y que cada día
tomare de la bolsa común lo que hubiere menester para sus necesidades.
Así se debe entender y seguir la sagrada palabra del Salvador: No
cuidéis de lo de mañana (Mt 6, 34), la que no solamente mira
al sustento y vestido necesario, sí que también a los ejercicios
espirituales; porque al que os llegase a preguntar ¿qué queréis
hacer mañana? Responderéis: Yo no lo sé, hoy haré
tal cosa que me ha sido mandada, mañana no sé lo que haré,
porque ignoro lo que se me mandará. Quien lo hiciere así, jamás
tendrá inquietud ni enfado, porque donde hay verdadera indiferencia,
no puede haber disgusto ni tristeza.
Si alguna quisiere tener mío y tuyo, será menester irse lo
a dar fuera de casa, porque dentro ni aun tomarlo en la boca es permitido.
No solamente se ha de querer en general la desapropiación, sino en
particular; porque no hay cosa más fácil que decir por mayor,
necesario es renunciarnos a nosotros mismos, dejar nuestra propia voluntad;
pero cuando se ha de llegar a la ejecución, ahí está
la dificultad. Por esto conviene considerar su estado y condición
y todas las cosas que de ahí penden por menor; y luego en particular
renunciar ya a una propia voluntad ya a otra, hasta que enteramente quedemos
despojados. Este verdadero despojamiento tiene tres grados: el primero es
el afecto a la desapropiación, el que se engendra en nosotros por
la consideración de la hermosura de esta virtud: el segundo grado
es la resolución que sigue al afecto; porque fácilmente nos
resolvemos al bien al que nos hemos aficionado: el tercero es la práctica,
y este es el más difícil.
Los bienes de que nos hemos de despojar son de tres clases; unos exteriores,
otros corporales y otros del alma. Los bienes exteriores son todas las cosas
que hemos dejado fuera. de la Religión, casas, posesiones, parientes,
amigos y cosas semejantes. Para despojarnos de ellos conviene renunciarlos
en las manos de Dios, y después pedirle la afición que quiere
que les tengamos; porque no hemos de quedar sin ella, ni tenerla igual e
indiferente; antes se ha de amar cada cosa en su grado. La caridad pone en
orden las aficiones.
Los segundos bienes son los del cuerpo, hermosura, salud y semejantes: debemos
renunciarlos, y después no se ha de ir al espejo a mirar si hay belleza
o fealdad. Lo mismo de la salud o enfermedad, a lo menos en cuanto a la parte
superior; porque la naturaleza siempre se resiente, y alguna vez se queja,
especialmente cuando la persona no ha llegado a mucha perfección.
Debemos, pues, estar igualmente contentos en la salud y en la enfermedad,
y tomar los remedios y las comidas como se nos dan: esto se entiende siempre
con razón, para que en cuanto a las inclinaciones no me engañe.
Los bienes del alma son los consuelos y dulzuras que se hallan en la vida
espiritual. Estos bienes son muy buenos, ¿pues, por qué, diréis
vosotras, nos hemos de despojar de ellos? Conviene sin duda hacerlo y dejarlos
en las manos de Nuestro Señor, para que disponga de ellos como le
agradare, y servirle sin ellos como con ellos.
Hay también otra suerte de bienes que ni son bienes interiores ni
exteriores, ni bienes del cuerpo ni del alma; estos son bienes imaginarios
que dependen de la opinión de otros; llámanse, honra, estimación,
reputación, etc. Estos se han de dejar totalmente, y no querer otra
honra que la de esta Congregación que es buscar en todo la gloria
de Dios, ni otra estima ni reputación que la de la comunidad que es
de dar edificación en todas las cosas. Todos estos despojamientos
y renunciamientos de las cosas sobredichas se deben hacer no por desprecio,
sino por abnegación, solo por el puro amor de Dios.
Aquí se debe notar, que el contento que recibimos cuando encontramos
a las personas que amamos, y las muestras de afecto que les rendimos cuando
les vemos, no son contrarias a esta virtud del despojamiento, con tal que
no sean desarregladas, y que estando ausentes no se vaya el corazón
tras ellas. Porque ¿cómo puede ser que las potencias no se
conmuevan en presencia de los objetos? Esto sería lo mismo que decir
a una persona encontrándose con un león o un oso: No tengáis
miedo; lo que no está en nuestra mano. Pues así mismo al encuentro
de los que amamos no puede ser que no sintamos el movimiento de alegría
y contento; y por eso no es contrario a la virtud. Mas, digo, que si tengo
deseo de ver alguna persona para alguna cosa útil y del servicio de
Dios, si su designio es contrario y de no verme, y yo siento pena de ello
y me fatigo algo por quitarle las ocasiones que le detienen, no hago cosa
en contrario de la virtud de despojamiento, con tal que esta fatiga no llegue
a ser inquietud.
De modo que ya veis que la virtud no es cosa tan terrible como se imagina;
y este es un engaño en que viven muchos que se fingen quimeras en
el espíritu, y piensan que el camino del cielo es extraordinariamente
difícil; en lo que se engañan y tienen muy poca razón,
porque David decía a nuestro Señor, que su leyera muy dulce;
y al paso que los malos la publican dura y difícil, este buen Rey
decía que era más dulce que la miel (Sal 118, 103), lo mismo
debemos decir de nuestra vocación, teniéndola no solamente
por buena y hermosa, si que también por dulce, suave y amable. Si
lo hacemos así, cobraremos un amor grande a la observancia de todo
lo que de ella pende.
Verdad es, mis caras hermanas, que ninguno podrá llegar a la perfección
mientras tuviere algún afecto a la imperfección, por pequeño
que sea, aunque no llegue más que a tener un pensamiento inútil.
No podréis creer, cuánto daño acarrea esto a un alma,
porque dando libertad a vuestro espíritu de ocuparse en pensar en
una cosa inútil, la tomará después para discurrir en
cosas perniciosas. Conviene, pues, poner el cuchillo al mal, luego que le
veamos, por pequeño que sea.
Debemos examinar con rigor si es verdad, como algunas veces nos lo parece,
que nuestras afecciones no están prendadas o ligadas fuertemente a
nuestro interior. Pongamos por ejemplo, si cuando alguno os alaba añadís
alguna palabra que aumenta la alabanza que el otro os da, o bien cuando la
buscáis con palabras artificiosas, diciendo que no tenéis ya
la memoria o espíritu como solíais para hablar bien. ¿Quién
no ve que pretendéis que os digan que habláis siempre extremadamente?
Escudriñad, pues, el fondo de vuestra conciencia, y puede ser que
halléis la afición a la vanidad.
También podréis fácilmente conocer si estáis
atada a alguna cosa, cuando habiendo propuesto de hacer algo, no tuvieseis
comodidad de hacerla; porque sino la tenéis afecto, tan quieta quedaréis
no haciéndolo como haciéndolo; al contrario, si os turbáis,
es señal que está atada vuestra afección. Tan preciosos
son nuestros afectos, pues todos se deben emplear en amar a Dios, que debemos
guardarnos mucho de ponerlos en cosas inútiles; y una falta, aunque
muy pequeña, hecha con afición, es más contraria a la
perfección que otras ciento hechas de improviso y sin afecto.
Me preguntáis ¿cómo se ha de amar a las criaturas? Brevemente
os digo que hay ciertos amores, que parecen sumamente grandes y perfectos
a los ojos de las criaturas, y delante de Dios se hallarán pequeños
y de ningún valor; porque estas amistades no son fundadas en la verdadera
caridad que es Dios, sino solamente en ciertas alianzas e inclinaciones naturales
y en algunas consideraciones solo humanamente loables y agradables. Por el
contrario, hay otros amores, que parecen grandemente débiles y vacíos
a los ojos del mundo, y delante de Dios se hallarán llenos y muy excelentes;
porque se fundan solamente en Dios y por Dios, sin mezcla de nuestro propio
interés. Los actos, pues, de candad que se hacen con los que amamos
de este modo son mil veces más perfectos, porque del todo miran a
Dios; mas los servicios y otras asistencias que hacemos a los que amamos
por inclinación son mucho menores en mérito, por causa de la
grande complacencia y satisfacción con que los hacemos, y porque de
ordinario en ellos obramos mas por este motivo que por amor de Dios.
Hay también otra razón que hace estas primeras amistades de
que hemos hablado, menores que las segundas, y es que no son durables, porque
siendo frágil la causa, luego que se ofrece cualquiera contradicción,
se enfrían y alteran: lo que no sucede con aquellas que están
fundadas en Dios, porque entonces la causa es sólida y permanente.
Á este propósito santa Catalina de Siena pone una bella comparación:
SI tomáis un vaso de vidrio, dice, y lo llenáis dentro de una
fuente, y bebéis en él sin sacarle de la fuente aunque bebáis
cuanto quisiereis, el vaso no se vaciará; pero si lo sacáis
del agua, bebiendo quedará vacío. Así sucede en las
amistades, cuando no se sacan de su fuente no se secan jamás.
Las caricias mismas y demostraciones de amistad que hacemos, contra nuestra
propia inclinación, a las personas que tenemos aversión, son
mejores y más agradables a Dios que las que hacemos llevados de la
afición sensitiva; y aquello no se debe llamar doblez o simulación;
porque si bien hay un sentimiento contrario, este no está sino en
la parte inferior, y los actos que yo hago proceden de la fuerza de la razón
que es la parte principal de mi alma, De manera que si aquellos a quienes
muestro' estas caricias supiesen que las hacía porque les tengo aversión,
no se debieran ofender, sino estimarlas y agradecerlas más que si
procediesen de un afecto sensible. Porque las aversiones son naturales, y
por sí mismas no son malas cuando no las seguimos. Al contrario, ese
es un medio para practicar mil especies de grandes virtudes, y Nuestro Señor
mismo se agrada más, cuando con grande repugnancia le vamos a besar
los pies, que si fuéramos con mucha suavidad, Y así son dichosos
los que no tienen cosa amable, pues están seguros de que el amor que
se les tiene es excelente, pues solo es todo por Dios.
Muchas veces entendemos amar a una persona por Dios, y la amamos por nosotros
mismos; servímonos de este pretexto, y decimos que la amamos por eso;
pero a la verdad no es sino la satisfacción que en ello sentimos,
Porque no hay más suavidad en ver venir a Vos un alma llena de buenos
afectos que sigue con diligencia vuestros consejos y anda fiel y tranquilamente
por el camino en que la habéis puesto, que en ver a otra toda inquieta,
embarazada y sin fuerzas para seguir el bien, y a quien es necesario decirle
mil veces una misma cosa? Sin duda tendréis con la primera más
suavidad: no es, pues, por Dios el porqué la amáis; porque
esta última persona tanto pertenece a Dios como la primera; y más
la debéis amar, porque tenéis más que hacer por Dios
haciendo por ella. Verdad es que donde hay más de Dios, esto es, más
virtud, que es una participación de las cualidades divinas debemos
tener más afición; pongo por ejemplo: si se hallan almas más
perfectas que vuestra superiora, las debéis amar más por esta
razón; no obstante mucho más debemos amar a nuestros superiores,
porque son nuestros padres y nuestros guías.
En cuanto a lo que me preguntáis sobre si se ha de mirar con gusto
el que una hermana practique la virtud a costa de otra? Respondo, que debemos
amar el bien en nuestro prójimo como en nosotros mismos; y principalmente
en la Religión, donde todo debe perfectamente ser común, y
no hee1nos de sentir el que una hermana practique alguna virtud a nuestras
expensas; como por ejemplo: una hermana se encuentra en una puerta con otra
más joven que ella y se retira par dejarla pasar: al paso que practica
esta humildad debe la otra con dulzura practicar la simplicidad y procurar
en otra ocasión prevenirla. Así también si le doy una
silla, o me retiro de mi lugar, debe la otra alegrarse de que yo haga esta
pequeña ganancia; y por este medio será participante de ella,
como si dijese: pues que yo no he podido hacer este acto de virtud, me alegro
de que esta hermana lo haya hecho; y no solamente no debe entristecerse por
ello, sino que conviene estar dispuesta a contribuir en todo lo que pudiere,
hasta con la piel, si fuere necesario; porque, con tal que Dios sea glorificado,
no debemos cuidar por quien. De manera, que si se ofreciese ocasión
de hacer una obra de virtud, y Nuestro Señor nos preguntase, ¿quién
tendríamos por mejor que la hiciese? deberíamos responder:
Señor, el que lo supiere hacer más a vuestra gloria. Dejándosenos
la elección, debemos desear hacerla; porque la primera caridad comienza
por sí mismo; pero si no se puede, conviene alegrarse, complacerse
y estar sumamente contenta de que haya otra que la haga; y con esto habremos
puesto perfectamente todas las cosas en común. Lo mismo se ha de decir
por lo que toca a lo temporal; porque con tal que la casa esté acomodada,
no debemos cuidar de si es por nuestro medio o por otro. Si se hallan algunas
pequeñas aficiones contrarias a esto, es señal que todavía
hay de tuyo, y de mío.
En fin, me preguntáis sí se puede conocer si adelantamos en
la perfección o no? Respondo, que jamás conoceremos nuestra
propia perfección; porque en esto nos sucede lo que a aquellos que
navegan en el mar, los que no saben cuánto caminan; pero el piloto
que conoce el paraje que surcan lo alcanza. Así nosotros no podemos
juzgar de nuestro adelantamiento, aunque sí del de los otros; porque
no podemos asegurarnos cuando hacemos una buena obra el que la hayamos hecho
con perfección; porque la humildad nos lo impide. Y aunque podamos
juzgar de la virtud de los otros, no conviene determinar jamás que
una persona es mejor que otra; porque las apariencias son engañosas,
y tal vez el que parece muy virtuoso en lo exterior a los ojos de las criaturas,
delante de Dios lo será menos que otro que parece mucho más
imperfecto. Yo en vosotras deseo sobre toda perfección la de la humildad,
que es no solamente caritativa, sí que también dulce y manejable,
porque la caridad es una humildad que sube, y la humildad una caridad que
baja. Mas os quiero con mucha humildad y menos de otras perfecciones, que
con muchas perfecciones y menos de humildad.
ENTRETENIMIENTO IX
En que se trata de la modestia, del modo de recibir las correcciones, y de
los medios de afirmar su estado en Dios, de manera que nada lo pueda derribar.
Preguntáis ¿cuál sea la verdadera modestia? Digo que
hay cuatro virtudes que tienen el nombre de modestia. La primera, que le
tiene con eminencia sobre las otras, es la compostura de nuestro semblante
exterior; y a esta se le oponen dos vicios, que son la disolución
en nuestros gestos y falta de seriedad esto es la liviandad; y el otro que
no es menos contrario el afectado ademán. La segunda que tiene el
nombre de modestia, es la interior compostura de nuestro entendimiento y
de nuestra voluntad. Esta también tiene dos vicios opuestos que son
la curiosidad en el entendimiento con la multitud de deseos de saber y entender
todas las cosas, y la inestabilidad en nuestras empresas pasando de un ejercicio
a otro sin detenernos en nada: el otro vicio es un cierto embelesamiento
y pereza de espíritu que no quiere saber ni aprender las cosas necesarias
para nuestra perfección; imperfección que no es menos peligrosa
que la otra. La tercera especie de modestia consiste en nuestra conversación
y palabras, esto es, en nuestro modo de hablar y conversar con el prójimo,
evitando las dos imperfecciones que le son opuestas, la rustiquez y la bachillería.
La rustiquez embaraza contribuir con algo para entretenimiento de la honesta
conversación; y la locuacidad nos hace hablar tanto y tanto que no
dejamos a los otros tiempo para hablar. La cuarta es, la honestidad y decencia
en los trajes; y los dos vicios contrarios son la suciedad y el superfluo
aliño.
Estas son las cuatro especies de modestia. La primera es sumamente recomendable
por muchas razones; primeramente porque los refrena mucho, y no hay virtud
que necesite de tan particular atención, y su valor grande consiste
en que nos tenga sujetos, porque todo aquello que nos abate por Dios es de
gran mérito y maravillosamente agradable a Dios. La segunda razón
es que no solamente nos sujeta por tiempo determinado sino siempre y en todo
lugar, tanto estando solos como en compañía, en todo tiempo
y aun durmiendo.
Un gran Santo escribió a un discípulo suyo, diciéndole
que se acostase modestamente en la presencia de Dios, así como lo
hiciera aquel a quien Nuestro Señor, estando aun en esta vida, le
hubiese mandado que se acostase y durmiese en su presencia, y aunque, dice
él, tú no le veas ni oigas que .te lo dice, no dejes de hacerlo
todo de la misma manera que si le vieses; pues en efecto está presente
y te mira entretanto que duermes. ¡Oh Dios mío! cuán
modesta y devotamente nos acostáramos si os viéramos; sin duda
que pondríamos los brazos en cruz sobre nuestro pecho con gran devoción.
La modestia, pues, nos sujetará todo el tiempo de nuestra vida, porque
nuestros ángeles están siempre presentes y también Dios,
a cuyos ojos nos hemos de portar con modestia.
Esta virtud también senos encarga mucho por lo que edifica al prójimo;
y os aseguro que la simple modestia exterior ha convertido a muchos, como
le sucedió a san Fran9isco, el cual pasó una vez por una ciudad
con tan grande modestia en su semblante, que sin decir una sola palabra le
siguió un gran número de jóvenes atraídos de
este solo ejemplo para que los enseñase. La modestia es un mudo sermón,
y una virtud que san Pablo encarga mucho, particularmente a los filipenses,
diciéndoles: Vuestra modestia sea conocida de todos los hombres (Carta
a los filipenses); y a su discípulo san Timoteo, le dice: Conviene
que el obispo sea adornado (Tim 3, 2) se entiende de modestia y no de ricos
vestidos, para que con su trato modesto dé confianza a todos: llegarse
a él, evitando igualmente la rusticidad como la ligereza, a fin de
que dando libertad a los mundanos para comunicarse, no piensen que es mundano
como ellos.
La virtud, pues, de la modestia observa tres cosas es a saber, el tiempo,
el lugar y la persona. Porque decidme, os ruego, el que no quisiese reír
en la recreación sino como cuando está fuera de ella ¿no
sería importuno? Hay algunos gestos y semblantes que serían
inmodestos fuera de aquel tiempo que entonces de ninguna manera lo son. De
la misma manera, el que quisiese reír en medio de las ocupaciones
serias y remitir su espíritu, como muy razonablemente lo hace en la
recreación, ¿no sería tenido por de poco seso e inmodesto?
El lugar también se debe observar y las personas y. las conversaciones
en que uno se halla; pero con más particularidad la calidad de las
personas. La modestia de una mujer del siglo es otra que la de una religiosa.
Si una joven que está en el mundo quisiese tener la vista tan baja
como nuestras monjas no sería estimada, como tampoco lo sería
cualquiera de nuestras hermanas si no la tuviese más baja que las
doncellas del mundo. Lo que es modesto para un hombre sería inmodesto
para otro respecto de su calidad. La gravedad es extremadamente bien parecida
en una persona de edad; pero sería afectada en otra más joven,
a la cual conviene una modesta y humilde sumisión.
Quiero deciros una cosa que leí días pasados, porque viene
a propósito del discurso que hacemos de la modestia. El grande Arsenio,
escogido de san Dámaso papa para educar y enseñar a Arcadio
hijo del emperador Teodosio, al que había de suceder en el gobierno
del imperio, después de haber sido muchos años estimado en
la corte y tan favorecido del emperador como el que más lo haya sido
en el mundo, cansado finalmente de todas estas vanidades, aunque no había
vivido en la corte menos cristiana que honradamente se resolvió a
retirarse al desierto con los santos Padres Eremitas que en él vivían,
y ejecutó valerosamente su intento. Los padres que habían oído
la fama de la virtud de este gran varón se alegraron y consolaron
mucho de tenerle en su compañía; trabó particularmente
amistad con dos religiosos, el uno de los cuales se llamaba Pastor.
Un día, pues, que todos los monjes estaban juntos para tener una conferencia
espiritual, porque esto se ha usado en todos tiempos entre las personas devotas,
uno de los padres advirtió al superior que Arsenio cometía
ordinariamente una inmodestia porque casi siempre tenía cruzada una
pierna sobre otra: es verdad, respondió el padre, ya yo lo había
notado, pero este es un hombre principal que ha vivido mucho tiempo en el
mundo y ha traído de allá esta postura que usan en la corte.
Escusábale porque sentía reprenderle de una cosa tan ligera
en que no había pecado; pero por otra parte deseaba corregirle, porque
no tenía otra falta que se pudiese decir de él. El religioso
Pastor dijo entonces: Padre mío, no os dé pena, que no habrá
dificultad en decírselo y él quedará gustoso: mañana,
si os parece, a la hora de la conferencia yo me pondré del mismo modo
que él, y me haréis la corrección delante de todos,
y así él entenderá que no conviene hacerlo. Así
lo ejecutó el superior, reprendiendo a Pastor, y el buen Arsenio oyéndolo
se postró a sus pies pidiendo humildemente perdón, diciendo
que si bien nadie se lo había advertido, siempre había cometido
esta falta porque aquel era su modo ordinario de sentarse en la corte, que
pedía le diese penitencia; no se la dio, pero jamás después
fue visto en esta postura.
En esta historia hallo yo muchas cosas bien dignas de consideración.
Primeramente la prudencia del superior en temer contristar al buen Arsenio
con una corrección de cosa de tan poca importancia, buscando no obstante
modo de corregirle, en que mostró bien que todos ellos eran exactísimos
en la menor cosa que mirase a la modestia.
Después observo la bondad de Arsenio en confesarse culpado, y su fidelidad
en enmendarse aunque fuese la falta tan ligera que no era inmodestia en la
corte, aunque lo parecía entre aquellos Padres.
También reparo que no debemos espantarnos si todavía tuviéremos
alguna costumbre antigua del mundo, pues Arsenio tenía aquella después
de haber vivido largo tiempo en el desierto en compañía de
tales varones. No se pueden dejar todas las imperfecciones de repente. Y
así no hay que afligirnos aunque veamos en nosotros muchas, con tal
que tengamos voluntad de vencerlas. Notad también, que no es juicio
malo pensar que el superior corrige a alguno de una falta que vos hacéis
como él con intento de que sin reprenderos os enmendéis; conviene
humillaros profundamente, conociendo que os tiene por flaco y sabe bien que
os dolerá la reprensión si va derecha a vos. Debéis
amar mucho este abatimiento y humillaros como Arsenio, confesándoos
culpable de la misma falta, con tal que siempre os humilléis en espíritu
de dulzura y tranquilidad.
Bien veo que deseáis que os diga algo también de las otras
virtudes de la modestia. Dígoos, pues, que la segunda, que es la interior,
causa los mismos efectos en el alma que la otra en el cuerpo; aquella compone
los movimientos, los ademanes y semblantes del cuerpo, evitando los dos extremos,
que son dos vicios contrarios, la ligereza o disolución, y la compostura
demasiadamente afectada; así también la modestia interior mantiene
las potencias de nuestra alma en tranquilidad y modestia, evitando, como
he dicho, la curiosidad del entendimiento, sobre el cual ejercita principalmente
su cuidado, cortando así a nuestra voluntad la multitud de deseos
y haciéndola santamente aplicar a aquel solo uno que María
escogió y que no le será jamás quitada (Lc 10, 42) que
es la voluntad de agradar a Dios.
Marta representa muy bien la modestia de la voluntad, porque ella se inquieta
y quiere que todos los criados de casa se ocupen; ella anda aquí y
allí sin parar, tanto es el deseo que tiene de regalar a Nuestro Señor;
y le parece que nunca habrá harto dispuesto para hacerse buen convite.
Así, pues, la voluntad que no es refrenada de la modestia pasa de
un objeto a otro para moverse a amar a Dios y a desear muchos medios para
servirle; siendo así que no son menester tantas cosas, y que vale
más llegarse a Dios como Magdalena perseverando a sus pies pidiéndole
que nos dé su amor, que andar pensando de qué manera y por
qué medios lo podremos adquirir.
Esta modestia detiene la voluntad dentro de los términos de la práctica
de los medios para su adelantamiento en el amor de Dios, según la
vocación en que nos hallamos. He dicho que esta virtud se ocupa principalmente
en sujetar el entendimiento; porque la curiosidad que naturalmente tenemos
es muy peligrosa y hace que jamás sepamos perfectamente una cosa,
porque no gastamos el tiempo necesario en aprenderla. Huye también
el extremo del otro vicio contrario que es la estolidez y negligencia de
espíritu, la que no quiere saber lo necesario. Esta sujeción
del entendimiento es importantísima para nuestra perfección;
porque al paso que la voluntad se aficiona de una cosa, si el entendimiento
le muestra la belleza de otra, la divierte de la primera.
Las abejas no tienen perseverancia alguna mientras no tienen rey, no cesan
de vagar por el aire, de perderse y dividirse sin tener reposo en su colmena;
pero luego que ha nacido el rey se juntan todas y le acompañan, y
no salen sino a la cosecha por obedecerle. Así nuestro entendimiento
y voluntad, nuestras pasiones y las facultades de nuestra alma, como abejas
espirituales hasta que tengan rey, esto es, hasta haber escogido a Nuestro
Señor por su rey, no tienen algún reposo, nuestros sentidos
no cesan de vaguear curiosamente y tirar nuestras facultades interiores tras
sí para derramarse ya en un objeto ya en otro, y así están
en un continuo trabajo de espíritu e inquietud que nos hace perder
la paz y tranquilidad interior tan necesaria, y esto es lo que nos causan
la inmodestia del entendimiento y de la voluntad.
Pero luego que nuestras almas han escogido a Nuestro Señor por su
soberano y único rey, sus potencias se recogen como castas abejas
o místicas avecillas, y se llegan a él y no salen jamás
de su colmena sino para la cosecha de los ejercicios de caridad que este
soberano Rey les manda practicar con el prójimo; y luego al punto
se vuelven a la modestia, a este santo recogimiento tan amable, para disponer
y juntar la miel de santos y amorosos conceptos y afecciones sagradas que
sacan de su divina presencia, Y así evitaran los dos extremos que
hemos dicho, cortando por una parte la curiosidad del entendimiento por la
simple atención a Dios, y por la otra la estolidez y pereza del espíritu
por los ejercicios de caridad que practican con el prójimo cuando
es necesario. Pero ved aquí otro ejemplo a este propósito.
Un día cierto religioso preguntó al gran santo Tomás
de Aquino, cómo había podido llegar a ser tan sabio, y respondiole
el Santo: No leyendo más que un libro. Estos días pasados leía
yo la regla que san Agustín hizo para sus religiosas donde expresamente
dice que las monjas no lean otros libros que los que les dieren las superioras,
y después manda lo mismo a los frailes. Tanto conocimiento tenía
del mal que trae consigo la curiosidad de querer saber más de aquello
que nos es necesario para mejor servir a Dios; lo que es ciertamente bien
poco, porque si vos camináis en simplicidad por la observancia de
vuestras reglas, serviréis perfectamente a Dios sin derramaras en
buscar y querer saber otra cosa. La ciencia no es necesaria para amar a Dios,
como dice san Buenaventura, porque una simple mujer es tan capaz de amarle
como los hombres más sabios del mundo. Lo que conviene es poca ciencia
y mucha obra en lo que toca a la perfección.
Acuérdome, relativamente al peligro que hay en la curiosidad de querer
saber muchos medios de perfeccionarse, de haber hallado a dos personas religiosas
de dos Órdenes bien reformadas, la una de las cuales, a fuerza de
leer los libros de santa Teresa, aprendió a hablar tan bien como ella,
y parecía ser otra madre Teresa; y ella se lo creía imaginándose
todo lo que la santa Madre hizo en su vida, de tal suerte que se creyó
lo hacía ella también, hasta los raptos y suspensiones de potencias,
de la misma manera como leía haber los tenido la Santa, y como ella
lo relataba muy bien. Otras muchas hay que por pensar a menudo en la vida
de santa Catalina de Sena y de la beata Catalina de Génova, piensan
también que son por imitación unas santas Catalinas. Estas
almas por lo menos tienen algún contento en sí mismas con la
imaginación de ser santas, bien que su complacencia es vana.
Mas la otra monja que traté era de muy diferente humor, porque jamás
tenía contento alguno, por la codicia con que estaba de buscar y desear
el camino y método de perfeccionarse; y aunque trabajaba por esto,
no obstante le parecía que había siempre otro diferente modo
del que se la enseñaba. La una de estas religiosas vivía contenta
con su santidad imaginaria y no buscaba ni deseaba otra cosa; y la otra descontenta
porque su perfección se le escondía y por eso siempre deseaba
otra cosa. La modestia interior detiene al alma entre estos dos estados,
en la medianía de desear saber lo necesario y no más.
En suma, conviene advertir que la modestia exterior, de que hemos hablado,
sirve mucho a la interior para adquirir la paz y tranquilidad del alma. Pruébase
esto con todos los santos Padres que han hecho grandísima profesión
de la oración, porque todos han juzgado que la postura más
modesta les ayudaba mucho, como estar de rodillas, puestas las manos o los
brazos en cruz.
La tercera modestia mira a las palabras y modo de conversar; algunas palabras
hay que serían inmodestia fuera de la recreación donde justamente
y con razón se debe desahogar un poco el espíritu; el que en
aquel tiempo no quisiese hablar ni dejar hablar a los otros sino de cosas
altas y eminentes, cometería una inmodestia, porque ya hemos dicho
que la modestia atiende al tiempo, al lugar y a las personas.
Á este propósito leí el otro día, que cuando
san Pacomio entró en el desierto a hacer vida monástica tuvo
grandes tentaciones, y los malignos espíritus se le aparecían
muchas veces en diversas formas. El que escribe su vida dice, que un día
que se fue a cortar leña al monte, vino una grande tropa de estos
espíritus infernales para espantarle; pusiéronse en orden,
como suelen los soldados cuando están de guardia, todos bien armados,
y se daban voces los unos a los otros, plaza, plaza al hombre santo. Pacomio,
que conoció muy bien eran astucias del espíritu maligno, se
puso a sonreír diciendo: Vosotros os burláis de mí,
pero yo seré santo si es voluntad de Dios.
Viendo el demonio que no había podido engañarle ni entristecerle,
pensó que por el lado de la alegría le podría coger,
pues se había reído de su primera emboscada. Fuese, pues, a
atar una gran cantidad de cuerdas gruesas a una hoja de un árbol,
y muchos demonios se asieran de ellas como para tirar con grande violencia,
sudando y gritando como si les costase gran fatiga. El Santo, levantando
los ojos y viendo esta locura, se representó a Nuestro Señor
Jesucristo crucificado en el árbol de la cruz. Ellos, viendo que el
Santo se fijaba en el fruto del árbol y no en las hojas, se fueron
todos confusos y corridos. Tiempo hay de reír y tiempo de no reír
como también tiempo de hablar y de callar, según este glorioso
santo nos enseña en estas tentaciones.
Esta modestia compone nuestro modo de hablar para que sea agradable, no hablando
ni muy alto ni muy bajo, ni aun muy lentamente ni muy ásperamente,
conteniéndose del todo dentro de los términos de una santa
medianía, y dejando continuar a los otros cuando hablan sin interrumpirles,
porque esto tiene algo de locuacidad, hablando no obstante cuando le toca
por evitar la rusticidad e insuficiencia que nos embaraza tener buena conversación.
Muchas veces también se encuentran algunas ocasiones en las que es
necesario decir mucho callando por la modestia, igualdad, paciencia y tranquilidad.
La cuarta virtud llamada modestia, pertenece al hábito y modo de vestir.
De esta no hay que decir otra cosa sino que conviene evitar la inmundicia
e indecencia en el modo de vestir, como también el otro extremo de
excesivo cuidado y curiosidad afectada de engalanarse; esto es vanidad: perola
limpieza es muy encargada por san Bernardo como indicio grande de la pureza
y limpieza del alma.
Hay una cosa en la vida de san Hilarión que parece contraria a esto,
porque hablando él un día con cierto caballero que había
ido a verle, le dijo: que era cosa superflua buscar la limpieza en un cilicio,
que no era menester buscar la limpieza en nuestros cuerpos, que no son más
que carne hedionda llena de infección; mas esto era más admirable
en aquel gran Santo que imitable.
Verdaderamente no con viene tener mucha delicadeza, pero tampoco andar sucios.
Lo que le hizo hablar así a este Santo fue, sino me engaño,
ser cortesano con los que hablaba, a los cuales vio de tal suerte dados a
la sobrada delicadeza y blandura, que le pareció debía hablarles
más ásperamente: como el que quiere enderezar una planta tierna
que no solamente la levanta al punto que le quiere dar, sino que la tuerce
de la otra parte para que no vuelva a la que se inclina. Ved aquí
lo que tengo que deciros de la modestia.
Deseáis saber en segundo lugar el modo como se ha de recibir la corrección
sin que os deje algún sentimiento o sequedad en el corazón?
Impedir que se levante el movimiento de cólera y que nos suba al rostro
la sangre; eso jamás se podrá: dichosos seríamos si
tuviéramos esta perfección aunque fuera un cuarto de hora antes
de morir; conviene empero tener gran cuidado en no guardar la sequedad del
espíritu, de modo que después de pasado el sentimiento o primera
sensación e ímpetu, no dejemos de hablar con la misma confianza,
dulzura y tranquilidad de antes.
Vosotras me diréis que echáis muy lejos el sentimiento, pero
que él no se quiere apartar. Asegúroos, amadas hijas, que vosotras
le echáis, puede ser como hacen los habitantes de una ciudad en la
que de noche se levanta una sedición, que echan los sediciosos y enemigos;
pero no los sacan fuera del lugar, sino que ellos se van retirando y escondiendo
de una calle en otra hasta que venga el día, y entonces asaltan a
los habitadores y finalmente se apoderan de la ciudad. Echáis el sentimiento
de la corrección que os dan; pero no tan fuerte y cuidadosamente que
no se esconda en algún pequeño rincón de vuestro corazón,
sino todo, a lo menos alguna parte de él.
No queréis tener sentimiento, pero tampoco queréis sujetar
vuestro juicio que os hace creer que la corrección ha sido fuera del
caso, o bien por pasión o cosa semejante. ¿Quién no
ve que este sedicioso os asaltará y os llenará de mil confusiones
si prestamente no le arrojáis bien lejos? Pero en este tiempo, ¿qué
se ha de hacer'? Conviene recogerse delante de Nuestro Señor y hablarle
de otra cosa.
Pero todavía vuestro sentimiento no se aquieta, antes bien os sugiere
que miréis la sinrazón que os han hecho. ¡Oh Dios mío!
¿no es este el tiempo de someter el propio juicio para hacerle creer
y confesar que la corrección es buena y que se ha hecho con mucha
razón? No, esto será después que vuestra alma esté
sosegada y quieta, porque mientras dura la perturbación no conviene
decir ni hacer cosa alguna, sino perseverar firme y resuelta en no consentir
a nuestra pasión, por mucha razón que tengamos: porque en este
tiempo nunca nos faltarán razones, antes nos vendrán de golpe;
pero no conviene escuchar alguna por buena que nos parezca, sino estarse
junto a Dios, como tengo dicho, divirtiéndonos después de habernos
humillado y abatido delante de su divina Majestad hablando de otra cosa.
Pero reparad una cosa que gusto mucho de deciros por ser de grande importancia.
Humillaos con una humildad dulce y agradable, y no con una humildad enojosa
y turbulenta porque nuestra desdicha está en que llevamos delante
de Dios actos de humildad desabridos y enfadosos y por esto no pacificamos
nuestros espíritus. Estos actos son infructuosos; pero si al contrario
los hacemos delante de la divina Bondad con una dulce confianza, saldremos
con toda serenidad y sosiego y contradiremos fácilmente todas las
razones, casi siempre irracionales, que nuestro juicio y nuestro amor propio
nos sugiere; y con la misma facilidad iremos a tratar con aquellos que nos
han dado la corrección o hecho contradicción, como íbamos
antes.
Diréis que os venceréis de buena gana en hablarlos; pero si
no responden como deseáis, se dobla la tentación. Todo eso
procede del mismo mal que he dicho. ¿Qué os importa que hablen
de un modo o de otro mientras vos cumpláis vuestro deber? Haceos cuenta
de que no hay persona que no tenga aversión a la corrección.
San Pacomio, después de haber vivido catorce o quince años
en el desierto con grande perfección, tuvo revelación de Dios
de que ganaría muchas almas y de que vendrían muchos al desierto
a ponerse bajo de su gobierno; tenía ya consigo algunos religiosos,
y el primero que había recibido era un hermano suyo llamado Juan,
de más edad que él. San Pacomio, pues, empezó a ensanchar
su monasterio y a edificar gran cantidad de celdas: su hermano Juan, o por
no saber su designio o por celo de la pobreza, le dio un día una grande
corrección diciéndole: si conviene y queréis imitar
a Nuestro Señor Jesucristo que no tuvo donde reclinar su cabeza mientras
estuvo en esta vida, ¿para qué se ha de hacer un tan grande
convento y otras cosas semejantes?
San Pacomio, con ser tan santo como era, fue tocado de tal suerte de esta
corrección que volvió las espaldas para que, sino me engaño,
su semblante no manifestara su sentimiento; fuese al punto a postrar delante
de Dios pidiéndole perdón de su falta y quejándose de
que después de haber morado tanto tiempo en el desierto, aun no estaba,
según él decía, mortificado. Hizo una oración
tan fervorosa y humilde que obtuvo la gracia de no estar de allí en
adelante sujeto a la impaciencia.
San Francisco mismo, en lo último de su vida, después de tantos
éxtasis y uniones amorosas con Dios, después de haber hecho
tanto por su gloria y haberse vencido de tantas maneras, un día que
estaba plantando coles en la huerta le sucedió que un fraile, viendo
que no las plantaba bien, le reprendió; y el santo fue impelido a
un tan poderoso movimiento de cólera por verse reprendido, que casi
se le escapó una palabra injuriosa contra aquel hermano; abrió
la boca para pronunciada, pero se detuvo y cogiendo del estiércol
que echaba con los coles, se le puso en ella diciendo: o lengua ruin, yo
te enseñaré si conviene injuriar así a tu hermano; y
luego se puso de rodillas suplicándole que le perdonase.
¿Qué os parece ahora de cuando nos espantamos de vernos prontos
en la cólera y de sentir que se nos haga alguna reprensión
o contradicción? Conviene tomar ejemplo de estos santos, que al punto
se vencieron, el uno corriendo a la oración y el otro pidiendo humildemente
perdón a su hermano; ni el uno ni el otro hicieron cosa alguna en
favor de su sentimiento, antes bien se enmendaron y sacaron provecho.
Me diréis que recibís de buena gana la corrección, que
la aprobáis y tenéis por justa y razonable, pero que os causa
una cierta confusión y corrimiento para con la superiora, por haberla
disgustado o dado ocasión de que se enfade, y que esto os quita la
confianza de llegaras a ella no obstante que amáis el menosprecio
en que os deja la falta. Esto se hace, hijas mías, por mandato del
amor propio. Vosotras no sabéis, quizá, que hay en nosotros
mismos un cierto monasterio donde es superior el amor propio, y que este,
como a tal, impone penitencias: esta pena es la penitencia que él
os ha impuesto por la falta que habéis cometido de haber disgustado
a la superiora, porque puede ser que no os estime tanto como os estimara
si no hubierais caído en esta culpa.
He hablado bastantemente con aquellas que reciben la corrección; conviene
decir una palabra a las que la dan. a más, pues, dé que deben
tener gran discreción en saber elegir el tiempo y la ocasión
con todas las circunstancias debidas, no deben jamás espantarse ni
ofenderse de ver que las que la reciben tengan sentimiento, porque siempre
es muy duro el verse corregir.
En tercer lugar preguntáis: ¿cómo podréis derechamente
encaminar vuestro espíritu a Dios sin torcer a la diestra ni a la
siniestra? Queridas hijas, vuestra proposición me es sumamente agradable,
porque trae consigo la respuesta. Conviene hacer lo que decís, caminar
a Dios sin mirar a una mano ni a otra.
Esto no es lo que me preguntáis, bien lo veo; sino cómo lo
podréis hacer para afirmar de tal suerte vuestro espíritu en
Dios, que cosa alguna le pueda apartar ni retirar. Dos cosas son necesarias
para esto, morir y salvarse; porque después jamás habrá
separación y vuestro espíritu estará indisolublemente
unido y estrechado con Dios.
Me diréis que tampoco preguntáis esto, sino qué es lo
que podréis hacer para evitar que una pequeña mosca no retirase
vuestro espíritu de Dios como muchas veces sucede, queréis
decir la más mínima distracción. Perdonad me, hijas
mías, la menor mosca de distracción no retira vuestro espíritu
de Dios, como decís; porque nada nos aparta de Dios sino el pecado:
la resolución que hacemos por la mañana de traer nuestro espíritu
unido a Dios y atento a su presencia, hace que estemos en ella siempre, aun
cuando dormimos, pues lo hacemos en el nombre de Dios y según su santísima
voluntad; parece también que su divina bondad nos dice: Dormid y reposad,
que entretanto yo tendré mis ojos sobre vosotros para guardaros y
defenderos del león rugiente que os cerca siempre pensando despedazaros
(Mt 26, 44; 1Pe 5, 8). Mirad, pues, si con razón debemos acostarnos
modestamente como hemos dicho. Este es el modo de hacer bien hecho, todo
lo que hacemos, estar muy atentos a la presencia de Dios porque no le ofenderemos
viendo que nos mira.
Tampoco son bastantes los pecados veniales a desviarnos del camino que nos
lleva a Dios. Detiénenos sin duda un poco, pero no nos descaminan,
y mucho menos las simples distracciones. De esto ya he hablado en el libro
de la Introducción a la vida devota.
En cuanto a la oración, no es menos útil, ni menos agradable
a Dios aunque tengamos muchas distracciones, antes puede que nos sea más
provechosa que si tuviéramos muchas consolaciones, porque la hacemos
con más trabajo; con tal, empero, que tengamos la fidelidad de retirarnos
de estas distracciones y no permitamos que nuestro espíritu voluntariamente
se detenga en ellas.
Lo mismo es relativamente a la pena que nos cuesta en el discurso del día
el traer nuestro espíritu en Dios y en las cosas celestiales, con
tal que tengamos cuidado de recogerle para quitarle el que no corra tras
estas moscas y mariposas; como hace una madre con su hijuelo; viendo que
se aficiona a correr tras estas avecillas pensando cogerlas, le retira y
tiene del brazo diciéndole: Hijo mío, mira que te hará
daño correr tras estas mariposas al sol, mejor será estarte
conmigo: el niño se detiene hasta que ve otra mariposa, tras la cual
correería también si la madre no le detuviera como antes. ¿Qué
se ha de hacer sino tener paciencia y no cansarnos de trabajar, pues lo hacemos
por amor de Dios?
Pero si yo no me engaño, cuando decimos que no podemos hallar a Dios
y que nos parece que está muy lejos de nosotros, queremos decir que
no tenemos sentimiento de su presencia. He notado que muchos no hacen diferencia
entre Dios y el sentimiento de Dios, entre la fe y el sentimiento de la fe,
lo cual es grandísimo defecto. Les parece que cuando no sienten a
Dios es que no están en su presencia, y esto es una gran ignorancia,
porque una persona puede ir a padecer el martirio por Dios y no obstante
no pensar en Dios en aquel tiempo sino en su pena, y aunque no tenga el sentimiento
de la fe, no por eso deja de merecer en virtud de su primera resolución
y de hacer un grande acto de amor. Hay mucha diferencia entre tener la presencia
de Dios, quiero decir, estar en su presencia, y tener el sentimiento de su
presencia; esta gracia no puede hacérnosla sino Dios, y así
no es posible daros medios para adquirir este sentimiento.
Me preguntáis, ¿qué se ha de hacer para estar siempre
con grande respeto delante de Dios como indignísimas de esta gracia?
Y yo os digo que no hay otro modo de hacerla sino como lo decís. Considerar
que es nuestro Dios, que somos sus miserables criaturas indignas de esta
honra, como lo hacía san Francisco, quien pasó toda una noche
preguntando a Dios de esta manera: ¿Quien sois Vos, y quién
soy yo?
En fin, si me preguntáis: ¿Qué podremos hacer para adquirir
el amor de Dios? Os responderé: querer amarle. Y en lugar de aplicaras
a pensar y preguntar de qué modo podréis unir vuestro espíritu
con Dios, empezar a practicarlo por una continua aplicación de vuestro
espíritu a Dios, y yo os aseguro que llegaréis más presto
a conseguir vuestra pretensión por este medio que por otro alguno;
porque al paso que nos derramamos estamos menos recogidos, y por consiguiente
menos capaces de unirnos y juntarnos con la divina Majestad que nos quiere
todos sin reserva, Es por cierto verdad que hay algunas almas que se ocupan
tanto en pensar cómo obrarán, que no les queda tiempo después
para ejecutar; siendo así que por lo que toca a nuestra perfección,
que consiste en la unión de nuestra alma con la divina Bondad, no
se requiere otra cosa que saber poco y obrar mucho. Me parece que aquellos
a quienes se pregunta el camino del cielo tienen mucha razón en responder
lo que otros suelen decir, que para ir a tal lugar se ha de caminar siempre
poniendo un pié delante de otro, y por este medio se llegará
a donde se desea.
Pero advertid una cautela que debéis permitir que yo os descubra,
siempre sin ofenderos, y es que quisierais que yo os enseñase un camino
de perfección del todo ya hecho y acabado, de modo que no hubiera
más que hacer que prenderle sobre la cabeza como el tocado, o vestíroslo
como una ropa, y de esta manera hallaras perfectas sin trabajo, quiero decir,
desearías que yo os diese la perfección hecha y derecha; porque
lo que yo os digo que conviene hace? no es agradable a la naturaleza ni es
lo que quisiéramos. Verdaderamente si esto estuviera en mi mano sería
el hombre más perfecto del mundo; porque si yo pudiera dar la perfección
a los otros sin que tuviesen que hacer nada, yo os aseguro que primero la
tomara para mí.
¿Os parece a vosotras que la perfección es un arte que si se
pudiera hallar el secreto de él se consiguiera al punto sin pena?
Ciertamente os engañáis, porque no hay más secreto que
el hacer y trabajar fielmente en el ejercicio del divino amor si pretendemos
unimos a nuestro Amado. Pero quisiéramos que advirtieseis que cuando
digo que conviene hacer, hablo siempre de la parte superior de nuestra alma;
porque no debemos espantarnos más por todas las repugnancias de la
inferior, de lo que se espantan los caminantes de los perros que ladran de
lejos. Los que estando en un convite van picando en todos, los platos comiendo
un poco de cada uno, estragan mucho el estómago en el que se engendra
una indigestión que los tiene desvelados toda la noche no pudiendo
hacer otra cosa más que escupir. Estas almas que quieren gustar de
todos los caminos y de todos los medios que nos conducen o pueden conducirnos
a la perfección, hacen lo mismo; porque el estómago de su voluntad,
no teniendo bastante calor para digerir y poner en práctica tantos
medios, engendra una crudeza e indigestión que les quita la paz y
tranquilidad de espíritu delante de Dios, que es aquello necesario,
que María escogió y que jamás le será quitado
(Lc 10, 24).
Pasemos ahora a la otra pregunta que me habéis hecho: es a saber,
cómo podréis afirmar vuestras resoluciones de modo que surtan
efecto. No hay otro mejor medio, hijas mías, que ponerlas en práctica.
Pero me diréis que sois siempre tan débiles y flacas, que aunque
hacéis muy a menudo fuertes resoluciones de no caer en la imperfección
de que deseáis enmendaros, al ofrecerse la ocasión caéis
luego en las mismas faltas.
¿Queréis que os diga por qué somos tan flacos? La causa
es porque no queremos abstenernos de las comidas mal sanas, como si una persona
que quisiera librarse del dolor de estómago preguntase a un médico
cómo lo podría conseguir, y él la respondiese que con
no comer tales y tales manjares, porque engendran indigestiones que causan
después esos dolores, y ella no obstante no los quisiese dejar. Lo
mismo hacemos nosotros: bien quisiéramos, por ejemplo, amar la corrección;
pero no obstante queremos ser obstinados, y esto es una locura. sobre un
imposible; nunca seréis fuertes para llevar animosamente la corrección
mientras comiereis de la vianda de la propia estima. Yo quisiera tener el
alma recogida, pero no quiero cortar tantas reflexiones inútiles.
Eso no puede ser.
¡0h Dios mío! yo quisiera ser constantemente invariable en mis
ejercicios; más también me alegrara de que no me costase tanto
trabajo; en una palabra, quisiera hallarme con toda la obra hecha. Esto no
puede ser en esta vida, porque en ella habremos siempre de trabajar. La fiesta
de la Purificación, ya os lo he dicho otra vez, no tiene octava. Conviene
que tengamos dos resoluciones iguales; la una, de ver crecer malas yerbas
en nuestro jardín, y la otra de traer ánimo de verlas desarraigar
y arrancarlas nosotros mismos; porque nuestro amor propio no morirá
jamás del todo mientras viviéremos, y él es el que produce
estos impertinentes pimpollos.
Á más de que no es ser flacos el caer alguna vez en peca dos
veniales como nos levantemos luego por medio de una vuelta de nuestra alma
a Dios, humillándonos de todo corazón. No conviene pensar que
podremos vivir sin cometer jamás alguno, porque solo Nuestra Señora
tuvo este privilegio. Verdaderamente, aunque los pecados veniales nos detienen
un poco, como os he dicho, no por eso nos desvían del camino; un solo
mirar a Dios con humildad los borra.
En fin, conviene saber que jamás debemos dejar de hacer buenas resoluciones,
aunque veamos que ordinariamente no las guardamos, y aunque supiésemos
que era imposible el practicarlas si se ofreciese la ocasión, antes
conviene hacerlas entonces con más firmeza, como si nos sintiésemos
con ánimo bastante para conseguir la empresa, diciendo a Nuestro Señor:
Verdad es que yo no tendré valor para hacer o sufrir tal cosa por
mí misma, pero me alegro de que vuestro poder sea quien la obre en
mi; y con esta confianza conviene entrar valerosamente en la batalla y no
dudar de que saldréis con victoria.
Nuestro Señor hace con nosotros lo que un buen padre o una buena madre,
los que dejan andar suelto a su hijo en un ameno prado donde está
crecida la yerba o sobre las hojas caídas de los árboles, porque
ven que si llega a caerse no se hará mucho mal; pero en los caminos
malos y peligrosos cuidadosamente le llevan entre sus brazos. Hemos visto
hartas veces muchas almas sufrir valerosamente grandes asaltos sin ser vencidas,
las que poco después fueron rendidas en muy ligeros encuentros. Y
¿por qué fue esto sino porque Nuestro Señor, viendo
que se harían poco mal cayendo, las dejó andar solas, lo que
no hizo cuando estaban en los precipicios de grandes tentaciones de los que
las apartó con su mano todopoderosa?
Santa Paula, que fue tan generosa en desembarazarse del mundo dejando a Roma
y tantas comodidades, y a quien no pudo detener el afecto materno de sus
hijos, tanto estaba su corazón resuelto a dejarlo todo por Dios, después
de haber hecho todas estas maravillas se dejó vencer de la tentación,
del propio juicio, que le dio a entender que no convenía sujetarse
al parecer de muchas personas santas que querían que cortase algo
de sus ordinarias austeridades, en lo que san Jerónimo confiesa era
digna de reprensión. Notad, para conclusión, que todo lo que
hemos dicho en este entretenimiento son cosas bien delicadas para la perfección,
por lo que ninguna de vosotras que las habéis oído se admire
si ve que no ha llegado a tanto; pues por la gracia de Dios tenéis
todas aliento de quererla pretender.
ENTRETENIMIENTO X
De la obediencia
La obediencia es una virtud moral que depende de la justicia. Hay ciertas
virtudes morales que tienen tanta afinidad con las teologales, que son fe,
esperanza y caridad, que parecen casi teológicas, aunque estén
en grado bien inferior, como la penitencia, la religión, la justicia
y la obediencia. La obediencia, pues, consiste en dos puntos: el primero,
es obedecer a los superiores: el segundo, obedecer a los iguales e inferiores;
pero este segundo pertenece más a la humildad, dulzura y caridad que
a la obediencia; porque el humilde piensa que todos le exceden y son mucho
mejores que él, de modo que los juzga superiores y cree que los debe
obedecer. Pero en cuanto a la obediencia que mira a los superiores que Dios
nos ha dado para que nos gobiernen, esta es de justicia y necesidad, y se
debe practicar con entera sumisión de nuestro entendimiento y de nuestra
voluntad.
Esta obediencia del entendimiento se practica cuando, habiéndonos
mandado algo, aceptamos y aprobamos el precepto no solo con la voluntad,
si que también con el entendimiento, aprobando y estimando la cosa
mandada y juzgándola mejor que otra cualquiera que se nos pudiera
mandar en aquella ocasión. Cuando aquí se ha llegado, se ama
luego de tal manera el obedecer, que se desea insaciablemente el ser mandado
para que todo cuanto se haga sea por obediencia. Esta es la obediencia de
los perfectos y la que yo os deseo, la que procede de un puro don de Dios,
o bien es adquirida con mucho tiempo y trabajo y con cantidad de actos frecuentemente
reiterados y producidos a viva fuerza, por medio de los cuales adquirimos
el hábito. Nuestra inclinación natural nos lleva siempre al
deseo de mandar y nos pone aversión al obedecer; con todo esto, es
cierto que tenemos mucha capacidad de obedecer y puede ser que nos falte
para mandar.
La obediencia más ordinaria tiene tres condiciones. La primera, agradar
la cosa que se nos manda y aplicar a ella dulcemente nuestra voluntad, amando
el ser mandados; porque el modo de salir verdaderos obedientes no es no tener
persona que nos mande, como también el modo de ser apacibles no es
estar solos en un desierto. Casiano refiere que estando en el yermo se encolerizaba
alguna vez, y que tomando la pluma para escribir si no quería señalar
la arrojaba; de modo, dice él, que nada aprovecha estar solos, pues
traemos la cólera en nosotros mismos. La virtud es un bien de suyo,
que no depende de la privación de su contrario.
La segunda condición de la obediencia es la prontitud, a la que se
opone la pereza o tristeza espiritual, porque rara vez sucede que un alma
triste haga alguna cosa pronta y diligentemente. En términos teológicos,
la pereza se llama tristeza espiritual, y esta es la que embaraza el cumplir
la obediencia animosa y prontamente.
La tercera es la perseverancia, porque poco importa que agrade el precepto
y que por algún tiempo se ejecute, si no se persevera, pues la perseverancia
consigue la corona.
En todas partes se hallan ejemplos admirables de la perseverancia, pero particularmente
en la vida de san Pacomio se lee de algunos monjes que perseveraron con una
paciencia increíble toda su vida en un mismo ejercicio, como el buen
padre Jonás que, después de cultivar el jardín, no hizo
en la suya otra cosa que esteras, en lo que de tal manera se habituó
que las hacia a oscuras, en meditación y teniendo oración,
sin que lo uno embarace a lo otro, de modo que le hallaron muerto cruzadas
las rodillas con su estera encima; murió haciendo aquello en que se
había ocupado toda su vida. Es acto de grande humildad hacer toda
la vida por obediencia un mismo ejercicio, y este bajo y abatido; porque
pueden venir tentaciones fuertes de ser bastante y muy capaz de cosas más
grandes.
Esta tercera condición es la más difícil de todas por
liviandad e inconstancia del espíritu humano, porque en un punto queremos
hacer una cosa y luego no la quisiéramos ver. Si pudiéramos
seguir todos los movimientos de nuestro espíritu o nos fuera posible
hacerlos sin escándalo o deshonra, no veríamos otra cosa que
mudanzas. Ahora quisiéramos un estado, y poco después buscáramos
otro. ¡Tanto es extravagante la inconstancia del espíritu humano!
pero conviene reprimirla con la fuerza de nuestras primeras resoluciones,
para vivir con igualdad en medio de las desigualdades de nuestros sentimientos
y acontecimientos.
Para aficionarnos, pues, a la obediencia, cuando nos halláremos tentados
conviene hacer consideraciones de su excelencia, de su hermosura, de su mérito
y también de su utilidad para alentarnos a pasar adelante; esto se
entiende con las almas que no están todavía bien fundadas en
la obediencia; pero cuando solo se siente una simple aversión o disgusto
de la cosa que se manda, conviene hacer un acto de amor y meterse en la obra.
Nuestro Señor mismo en su pasión sintió un grandísimo
disgusto y una aversión mortal a padecer la muerte como lo dijo él
mismo; pero en la superior parte de su espíritu estaba resignado a
la voluntad de su Padre, lo demás era un movimiento de la naturaleza.
La perseverancia más difícil es la de las cosas interiores,
porque las materiales y exteriores son muy fáciles. Esto procede de
la molestia que sentimos en sujetar nuestro entendimiento, porque él
es la postrera potencia que rendimos; y no obstante es totalmente necesario
que sujetemos nuestro pensamiento aciertos objetos, de manera, que cuando
se nos señalen ejercicios o práctica de virtudes, los aceptemos
y les rindamos nuestro espíritu.
Yo no llamo faltar a la perseverancia cuando hacemos algunas pequeñas
interrupciones como de todo punto no se deje; como tampoco no es faltar a
la obediencia no cumplir alguna de sus condiciones, suponiendo que solo estamos
obligados a la sustancia de las virtudes, pero no a sus condiciones; porque
aunque obedezcamos con repugnancia y casi como forzados por la obligación
de nuestro estado, nuestra obediencia no deja por eso de ser buena en virtud
de nuestra primera resolución; pero es de un valor y de un mérito
infinitamente grande cuando es hecha con las condiciones que hemos dicho;
porque por pequeña que sea una cosa, haciéndose con semejante
obediencia, es de grandísimo valor.
La obediencia es una virtud tan excelente, que Cristo Nuestro Señor
quiso pasar todo el curso de su vida en ella, como lo dijo muchas veces:
Que no había venido al mundo para hacer su voluntad, sino la de su
Padre (Jn 6, 38); y el Apóstol dice: Que se hizo obediente hasta la
muerte, y muerte de cruz; (Fil 2, 8) y quiso añadir al mérito
infinito de su caridad perfecta el infinito mérito de una perfecta
obediencia. La caridad cede a la obediencia, porque la obediencia depende
de la justicia. De aquí proviene el que es mejor pagar lo que se debe
que hacer limosna, que es lo mismo que decir, que mejor es hacer la obediencia
que un acto de caridad por nuestro propio motivo.
El segundo punto en que consiste la obediencia es más humildad que
obediencia; porque esta clase de obediencia es una especie de docilidad de
nuestra voluntad en seguir la ajena, y esta es una virtud en extremo amable,
que vuelve nuestro espíritu dócil a todo mandato y nos dispone
a hacer siempre la voluntad de Dios; porque, por ejemplo, si yendo a un lugar
encontráis una hermana y esta os dice que vayáis a otro, la
voluntad de Dios entonces en vos es que hagáis lo que ella quiere,
antes que lo que vos queréis; pero si oponéis vuestra opinión
a la suya, la voluntad de Dios en ella es que ceda y rinda su opinión.
Esto mismo procede en todas las cosas que son indiferentes; pero si sucediese
que en esta primera oposición entrambas quisiesen ceder, no convendrá
detenerse en larga porfía, sino mirar lo que será más
razonable y mejor, y hacerla sencillamente; pero es necesario qué
todo se gobierne por la discreción; porque seda fuera de propósito
dejar una cosa que es de necesidad por condescender con otra que es indiferente.
Si yo quisiese hacer un acto de grande mortificación, y una hermana
me viniese a decir que no lo hiciese o que me ejercitase en otro, remitiría
para otro tiempo, siendo posible, mi primer intento por hacer su voluntad,
y después acabada mi empresa; pero si yo no pudiese dejarle o diferirle,
y lo que la hermana quisiese de mí no fuese necesario, haría
lo que primero hubiera intentado, y después, siendo posible, buscaría
ocasión para hacer lo que de mí deseaba la hermana.
Si sucediese que una hermana nos pidiese que hiciéramos alguna cosa
a la que repentinamente mostráramos tener repugnancia, no debería
la hermana espantarse ni dar a entender que lo conocía, ni pedirnos
que lo dejásemos de hacer; porque no está en nuestra mano impedir
que nuestro color, nuestros ojos y nuestro semblante no manifiesten el combate
interior que tenemos, aunque la razón quiera hacer las cosas de buena
gana. Porque estos son de los mensajeros que vienen sin que los llamen, y
aunque se les diga que se vuelvan, ordinariamente no lo hacen. ¿Por
qué, pues, no ha de querer la hermana que yo haga lo que me pide,
solo porque ha reconocido que tengo repugnancia en ello? antes debe alegrarse
del provecho que consigo para mi alma. Me diréis que lo hace porque
teme haberme enojado. No es por eso, sino por su amor propio que quisiera
que yo no tuviese el menor pensamiento de que ella es importuna. Con todo
lo tendré, aunque no me detenga en la obra, y más si a la señal
de mi repugnancia juntare palabras que claramente manifiesten que no tengo
gana de hacer lo que se me pide. Ella puede y debe decirme blandamente que
no lo haga cuando las personas son iguales; porque conviene que los superiores
tengan firmeza y hagan que se dobleguen los inferiores.
También, aunque una hermana haya rehusado enteramente alguna cosa
o mostrado repugnancia a ella, no por eso he de perder la confianza de poder
otra vez emplearla, ni tampoco debo escandalizarme de su imperfección;
porque ahora lo sufro yo y después ella me sufrirá a mí;
ahora tiene aversión de hacer tal cosa y después la hará
voluntariamente. Si en muchas ocasiones tengo experimentado que su espíritu
aun, no es capaz de ser tratado de este modo, esperaré algún
tiempo hasta que esté mejor dispuesto. Debemos los unos ser capaces
de los defectos de los otros, y no es bien de manera alguna maravillarse
de descubrirlos; porque si algún tiempo pasamos sin caer en faltas,
vendrá otro en que demos muchas caídas y cometamos grandes
imperfecciones, de cuya continuación debemos sacar por fruto el abatimiento
que nos causan. Conviene sufrir con paciencia la tardanza de nuestra perfección,
haciendo siempre con gusto cuanto podamos para nuestro adelantamiento.
¡Oh qué dichosos son los que, viviendo siempre con la esperanza,
no se cansan jamás de esperar! Digo esto por muchos que, teniendo
deseo de perfeccionarse adquiriendo las virtudes, quisieran- tenerlas todas
de un golpe, como si la perfección no consistiera más que en
desearla. Seda un gran bien si pudiéramos ser humildes en el mismo
instante que deseamos serlo, sin otro trabajo que quererlo. Conviene que
nos ocupemos a buscar el efecto de nuestra perfección, según
los medios ordinarios, en tranquilidad de oración y haciendo todo
lo posible por conseguir las virtudes por medio de la fidelidad en practicar
cada una según nuestra condición y vocación. Y en cuanto
a lo que mira a llegar presto o tarde al término de nuestra pretensión,
tengamos esperanza, dejándolo a la divina Providencia que cuidará
de consolarnos al tiempo que ha destinado hacerla; y aunque esto no sea sino
a la hora de nuestra muerte, nos debe bastar, con tal que cumplamos con nuestra
obligación, haciendo siempre lo que está de nuestra parte y
en nuestra posibilidad, con lo que muy presto tendremos lo que deseamos,
pues lo alcanzaremos cuando el Señor fuere servido de dárnoslo.
Esta resignación y confianza es enteramente necesaria, porque la falta
de ella perturba mucho al alma, que debe contentarse con saber que el que
la gobierna siempre manda bien; y fuera de esto no busquemos sentimientos
ni conocimiento particular, sino procuremos caminar como ciegas en esta providencia
y confianza en Dios, aun entre los desconsuelos; temores, tinieblas y cualquiera
otra especie de cruz que quisiere darnos. Vivid, pues, hijas mías,
perfectamente dejadas en su gobierno sin alguna excepción ni reserva
por pequeña que sea, y dejadla hacer, arrojando en su bondad todo
el cuidado de cuerpo y alma, perseverando así todas resignadas, remitidas
y sosegadas en Dios bajo de la dirección de los superiores, sin más
cuidado que el de obedecer.
El modo de adquirir este rendimiento a la voluntad ajena es hacer muy a menudo
en la oración actos de indiferencia, y después ponerlos en
práctica cuando se ofrezca la ocasión; , porque no basta despojarse
delante de Dios, que eso se hace, solo con la imaginación y no tiene
mucha dificultad, sino se pone en efecto por obra cuando conviene; y haced
que después de darnos del todo a Dios, hallemos una criatura que nos
mande: entre lo uno y lo otro hay grande diferencia, y en lo postrero es
donde se ha de mostrar el valor. Esta dulzura y condescendencia a la voluntad
del prójimo es una virtud de gran precio; ella es el símbolo
de la oración de unión; porque como esta oración no
es otra cosa que un renunciamiento de nosotros mismos en Dios, cuando el
alma dice con verdad: Yo, Señor, no tengo más voluntad que
la vuestra, luego se une toda a Dios. De la misma manera, renunciando a nuestra
voluntad por hacer la del prójimo, conseguimos la verdadera unión
con el prójimo, y todo eso se ha de hacer por amor de Dios.
Sucede muy de ordinario que una persona pequeña y débil, tanto
de cuerpo como de espíritu, que no podrá ejercitarse sino en
cosas pequeñas, las hará con tanta caridad que excedan mucho
en mérito a las acciones grandes y relevantes; porque de ordinario
estas acciones eminentes se hacen con menos caridad por causa de la atención
y diversas consideraciones que las acompañan; pero si uoo grande obra
se hace con tanta caridad como la pequeña, sin duda el que la hace
tendrá mucho más mérito y recompensa.
En fin, la caridad da el precio y valor a todas nuestras obras; de modo que
todo el bien que hiciéremos le hemos de hacer por amor de Dios, y
el mal que evitaremos por el mismo amor. Las acciones buenas que hiciéremos,
no siendo particularmente mandadas, no pueden tener el mérito de la
obediencia. En suma, conviene tener buen animo y solo estar dependiente de
Dios; porque el carácter de las hijas de la Visitación es mirar
en todas las cosas la voluntad de Dios y seguirla.
Otras veces me habéis preguntado si se pueden hacer oraciones particulares,
y yo os respondo, que en cuanto a unas pequeñas devociones que algunas
veces os viene devoción de rezar no hay en ello mal alguno, como no
os aficionéis de tal modo a ellas que, dejándolas, después
tengáis escrúpulo o hagáis propósito de decirlas
todos los días o de rezarlas tanto tiempo, o un año entero
alguna oración por capricho vuestro; porque esto no conviene. Y si
alguna vez en tiempo de silencio nos viene devoción de decir el Ave
Maris stella o un Veni Creator Spiritus, u otra cualquier cosa, no hay duda
en que lo podemos decir, y que es bueno; pero se ha de advertir que esto
se haga sin perjuicio de mayor bien.
Pongo por ejemplo: vos tenéis devoción, hallándoos delante
del santísimo Sacramento, de rezar tres Padres nuestros en reverencia
de la santísima Trinidad, y os vienen a llamar para hacer otra cosa;
convendría levantaras prontamente e ir a hacer aquella obra en honra
de la santísima Trinidad en lugar de rezar los Padre nuestros. No
conviene, pues; imponerse el hacer cierto número de genuflexiones,
de oraciones, jaculatorias y semejantes ejercicios cada día o por
tanto tiempo, sin decirlo a la superiora, aunque es bien necesario ser muy
puntual en la práctica de las elevaciones y aspiraciones a Dios. Y
si pensáis que el Espíritu Santo es el que os inspira hacer
estos pequeños ejercicios, él os enseñará también
a pedir licencia y a que no los hagáis si no os la dan; porque nada
le es tan agradable como la obediencia religiosa.
Tampoco podéis prometer a persona alguna el decir cierto número
de oraciones por ella; y si os rogaren que lo hagáis, debéis
responder que pediréis licencia para ello; mas cuando alguna persona
se encomienda sencillamente a vuestras oraciones, podéis responder
que lo haréis con mucho gusto, y nI mismo tiempo levantar vuestro
espíritu a Dios por ella. Y lo mismo os digo de la santísima
Comunión; porque vosotras no podéis comulgar, sin licencia,
por persona alguna; pero esto no se ha de entender de manera que, si estando
para recibir a Nuestro Señor se os acuerda la necesidad de algún
prójimo o las comunes del pueblo, no las podáis encomendar
a Dios suplicándole tenga misericordia. Pero si queréis comulgar
por alguna cosa en particular, es menester pedir licencia, si no es que sea
por vuestras propias necesidades; como para alcanzar resistencia contra alguna
tentación o para pedir alguna virtud a Nuestro Señor, que sea
siempre bendito.
ENTRETENIMIENTO XI
Prosigue la materia de la virtud de la obediencia
Hay tres clases de pía obediencia de las cuales la primera es general
a todos los cristianos, y es la obediencia debida a Dios y a la santa Iglesia
en la observancia de sus preceptos. La segunda es la obediencia religiosa,
que es de valor más grande que la otra, porque no solo se ajusta a
la observancia de los mandamientos de Dios, sí que también
se sujeta al cumplimiento de sus consejos. Hay otra tercera obediencia, que
es de la que he de tratar por ser la más perfecta, y llámase
amorosa, de la cual nos dio ejemplo Nuestro Señor en todo el tiempo
de su vida. Los Padres aplicaron a esta clase de obediencia muchas propiedades
y condiciones; pero entre todas escogeré solamente tres: la primera,
que sea, como ellos la llaman, ciega; la segunda, pronta; y la tercera, perseverante.
La obediencia ciega tiene tres propiedades o condiciones, de las que la primera
es, que jamás mira al rostro de los superiores sino solo a su autoridad:
la segunda, que no se informa de las razones y motivos que ellos tienen para
mandar esta o aquella cosa, contentándose con saber que ellos la han
mandado: la tercera, que no se pone a investigar con qué medios hará
lo que se le ha mandado, prometiéndose que Dios, por cuya inspiración
se le ha puesto aquel precepto, le dará la posibilidad de cumplirle;
y así en lugar de inquirir, se pone a obrar.
Por esto la obediencia religiosa que debe ser ciega, se sujeta amorosamente
a hacer todo lo que es mandado con simplicidad, sin mirar jamás si
el precepto está bien o mal puesto, con tal que el que lo manda tenga
autoridad para ello y su precepto sirva a la unión de nuestro espíritu
con Dios; porque fuera de esto jamás el verdadero obediente hace cosa
alguna.
Muchos se han engañado grandemente en esta condición de la
obediencia, creyendo que consiste en hacer a izquierda y a derecha todo lo
que nos puede ser mandado, aunque sea contra los mandamientos de Dios y de
la santa Iglesia. En esto sí que grandemente han errado, imaginándose
con esta ceguedad una bobería que de ninguna manera puede haber: porque
en todo lo que mira a los mandamientos de Dios, como los superiores no tienen
jamás autoridad demandar cosa en contrario, los inferiores tampoco
tienen jamás obligación alguna de obedecer en tal caso, antes
si obedecieran pecarían.
Bien sé yo que muchos han hecho cosas contra los mandamientos de Dios
por el instinto de esta obediencia, la que no' . solo quiere .obedecer a
los mandamientos divinos y a los de los superiores, sino también a
sus consejos e inclinaciones. Muchos, pues, se han precipitado a la muerte
por una particular inspiración de Dios que de tal modo los impelía,
que de ninguna manera se podían resistir; porque a no ser así
hubieran pecado gravemente. Refiérese en el libro II de los Macabeos
(14, 43 y 44) de un varón llamado Razias, que poseído de un
celo ardiente de la gloria de Dios se fue a exponer a los golpes donde sabía
no podría evitar las heridas y la muerte; y sintiéndose roto
el vientre sacó todas sus entrañas por la misma herida y las
arrojó al aire en presencia de sus enemigos. Santa Apolonia se metió
en el fuego que los impíos enemigos de Dios y del nombre cristiano
habían prevenido para echarla en él y abrasarla. San Ambrosio
cuenta también de tres doncellas que por no perder su castidad se
arrojaron en un río donde quedaron ahogadas; más ellas, a más
de esta, tendrían otras razones para este hecho, que sería
largo referir. Otros muchos se han visto que se han precipitado a la muerte,
como aquel que se lanzó dentro de un horno ardiente. Pero todos estos
ejemplos deben ser más admirados que imitados; porque bien Sabéis
que jamás debemos ser tan ciegos, que pensemos agradar a Dios obrando
en contra de sus mandamientos.
La obediencia amorosa presupone que tenemos la de los mandamientos de Dios.
Dícese que esta obediencia es ciega, porque igualmente obedece a todos
los superiores. Todos los antiguos Padres reprendieron en gran manera a aquellos
que no querían sujetarse a la obediencia de los que eran de menor
calidad que ellos. Preguntábanles: ¿cuándo obedecíais
a vuestros superiores, por qué lo hacíais? era por amor de
Dios? de ninguna manera. ¿Pues este superior no tiene el mismo lugar
de Dios; entre nosotros que tenía el otro? sin duda: él es
vicario de Dios, y Dios nos manda por su boca y nos da a entender su voluntad
por sus órdenes como lo hacía por la boca del otro. Vosotras,
pues, si obedecéis a los superiores por la inclinación que
les tenéis y por el respeto a sus personas, en esto nada hacéis
mas que los mundanos, porque ellos hacen lo mismo, y no solo obedecen los
mandatos de los que aman, pero juzgaran no haber cumplido bien con su Señor,
si no se ajustasen lo más que pudiesen a sus inclinaciones y aficiones,
como hace el verdadero obediente, tanto respeto a sus superiores, como al
mismo Dios.
Los gentiles, por malos que fuesen, nos dejaron ejemplos de esto; porque
el demonio les hablaba por diversas clases de ídolos: unos eran estatuas
de hombres, otros de topos, perros, leones, serpientes y semejantes animales,
y aquella miserable gente dábase igualmente a todos obedeciendo a
la estatua de un perro como a la de un hombre, a la de un ratoncillo como
a la de un león, sin diferencia alguna: ¿y esto por qué?
porque miraban a su Dios en la diversidad de aquellas estatuas. San Pedro
nos manda: Obedeced a los superiores, aunque sean malos (1Pe 1, 18).
Nuestro Señor; Nuestra Señora y san José nos enseñaron
muy bien este modo de obedecer en el viaje que hicieron desde Nazaret a Belén.
Porque habiendo el César publicado un edicto porque todos sus súbditos
fuesen al lugar de su nacimiento para que allí se alistasen, ellos
se fueron amorosamente a Belén por cumplir esta obediencia, aunque
el César era gentil e idólatra: mostrándonos en esto
Nuestro Señor que jamás debemos mirar al rostro de los que
mandan mientras tengan autoridad para mandar. Pasemos ahora a la segunda
propiedad de la obediencia ciega.
Después de haber conseguido este primer punto de no mirar la persona
de los que mandan, sino someterse igualmente a toda suerte de superiores,
pasa más adelante llegando al segundo, que es obedecer sin considerar
la intención ni el fin con que se manda, contentándose con
saber que es precepto, sin meterse a discurrir si está bien o mal
dado, si se ha dispuesto o no con razón.
Abraham se portó heroicamente en esta obediencia. Llámale Dios,
y dícele: Abraham, sal de tu tierra y de entre tus parientes (Gen
12, 1), es decir, fuera de tu ciudad, y vete al lugar que yo te mostraré.
Obedece Abraham sin réplica. No pudiera muy bien decir: Señor,
Vos me decís que yo salga fuera de esta ciudad, decidme, si sois servido,
¿por qué puerta he de salir? No dijo la menor palabra, sino
que se fue donde el espíritu le guiaba sin mirar de ninguna manera
si iba bien o mal, por qué fin o a qué propósito Dios
le había dado una orden con tan pocas palabras, pues ni aun había
insinuado el camino por donde quería que partiese. ¡Oh cuán
cierto es que d verdadero obediente no hace discursos! sencillamente da principio
a la obra sin atender más que a obedecer.
Parece que el mismo Señor nos quiso mostrar cuán agradable
le es esta clase de obediencia cuando se apareció a san Pablo para
convertirle, porque habiéndole llamado por su nombre, le derribó
en tierra y le cegó. ¿No veis como para hacerle su discípulo
le hace caer para humillarlo y sujetarlo a sí, y después lo
ciega y le manda que vaya a la ciudad a buscar a Ananías, y cómo
él hace todo lo que se le manda? Mas ¿por qué Nuestro
Señor mismo que se dignó hablarle para convertirle, no le dijo
todo lo que había de hacer sin remitirlo a otro? Nada le hubiera costado
a su Majestad decirle él mismo lo que le elijo por Ananías;
pero quiso que conociésemos por este ejemplo, cuanto ama la obediencia
ciega; pues parece que no le cegó por otra cosa que por hacerle verdadero
obediente.
Cuando Nuestro Señor quiso dar vista al ciego de nacimiento, hizo
un poco de lodo y se lo puso sobre los ojos, mandándole que se fuese
a lavar en la fuente de Siloé (Jn 9, 6 y 7). ¿No pudiera este
pobre ciego, admirando el modo que Nuestro Señor usaba de curarle,
decir: Señor, ¿qué queréis hacer? Si yo no fuera
ciego, esto solo bastaba para quitarme la vista. No hizo esta consideración,
antes obedeció con toda sencillez. Así el verdadero obediente
cree simplemente que podrá hacer todo lo que se le puede mandar; porque
entiende que todos los mandatos vienen de Dios o se hacen por su inspiración,
y así no pueden ser imposibles por el poder de quien los ordena.
Naamán Siro no lo hizo así, y por esto estuvo en peligro de
sucederle mal: estaba leproso, fue a buscar a Elíseo para que le curase,
porque todos los remedios de que había usado para recobrar su primera
salud no le habían sido de provecho. Oyendo, pues, que Elíseo
hacia grandes maravillas, se encaminó a él, y habiendo llegado
le envió un criado suplicándole se dignase curarle: no salió
el Profeta de su aposento, sino que le envió a decir por un servidor
que se fuese a lavar siete veces en el Jordán que así sanaría;
a esta respuesta Naamán comenzó a enojarse, y decir: ¿No
hay acaso en mi tierra aguas tan buenas como las del Jordán? (4Re
5, 9). Y no quería lavarse, pero los de su familia le dijeron, que
si el Profeta le hubiese mandado algo difícil bien lo haría,
y que así debía hacer lo que le mandaba, pues era cosa tan
fácil: dejose vencer de sus razones, y habiéndose lavado siete
veces, sanó al punto. Mirad como se puso en peligro de no recobrar
la salud por querer hacer tantas consideraciones sobre lo que se le había
mandado.
La tercera propiedad de la obediencia ciega es, que no considera ni se fatiga
en pensar de que manera podrá hacer lo que se le ha mandado. Sabe
muy bien que el camino por donde ha de ir es la regla de la Religión
y los preceptos de los superiores. Emprende este camino con simplicidad de
corazón, sin sutilizar si era mejor hacerla de esta o de aquella manera,
y como ella obedezca, todo le parece igual porque sabe que esto es bastante
para agradar a Nuestro Señor por cuyo amor pura y simplemente obedece.
La segunda condición de la obediencia amorosa es que sea pronta. La
prontitud en la obediencia siempre ha sido muy encomendada a los religiosos
como parte necesaria para obedecer bien y guardar perfectamente lo que han
prometido a Dios. Esta fue la señal que eligió Eliecer para
conocer la doncella que Dios había escogido para esposa del hijo de
su Señor. Dijo, pues, dentro de si mismo: Aquella a quien yo pidiere
de beber, y me respondiere: no solo os daré a vos, pero sacaré
agua para vuestros camellos, ésta será la que reconoceré
que elegís por digna esposa del hijo de mi dueño (Gen 24, 14).
Mientras estaba pensando esto vio de lejos a la bella Rebeca, y viéndola
tan hermosa y agraciada junto al pozo, del que sacaba agua para sus ovejas,
la hizo su demanda, y la doncella respondió muy a su intento: Sí,
no solo os daré agua a vos, sino hasta la sacaré para vuestros
camellos.
Reparad, os ruego, que pronta y graciosa mente respondió; no rehusó
el trabajo, antes se mostró muy liberal, pues no era menester poca
agua para dar de beber a tantos camellos como Eliecer llevaba. Por cierto
que las obediencias que se hacen de mala gana no son agradables. Algunos
hay que obedecen, pero con tanto disgusto y con tal semblante, que disminuyen
mucho el mérito de esta virtud. La caridad y la obediencia tienen
tal unión entre si, que no pueden apartarse. El amor nos hace obedecer
prontamente, porque por difícil que sea la cosa que se manda, el que
tiene la obediencia amorosa la emprende amorosamente; porque, siendo la obediencia
una principal porción de la humildad, sobremanera ama la sumisión:
por consecuencia el obediente ama el mandamiento, y al punto que le divisa,
aunque sea de muy lejos, y sea o no sea a su gusto, lo abraza, acaricia y
halaga tiernamente.
En la vida de san Pacomio se lee un ejemplo de esta prontitud en la obediencia,
que os lo quiero contar. Entre los religiosos de este Padre había
uno llamado Jonás, hombre de gran virtud y santidad: este tenía
cuidado del jardín, en el que había una higuera que llevaba
muy hermosos higos: este árbol servía de tentación a
todos los religiosos jóvenes, pues siempre que pasaban junto a él
se paraban a mirar un poco los higos: advirtiólo san Pacomio, y paseándose
un día por el jardín, alzó los ojos hacia la higuera
y vio al demonio sobre ella que estaba mirando los higos de arriba abajo
como los monjes los miraban de abajo arriba. El Santo, que no deseaba menos
instruir sus religiosos en una total mortificación de sentidos que
en la interior de las pasiones e inclinaciones, llamó a Jonás
y le mandó que al día siguiente sin falta cortase la higuera.
A lo que replicó el pobre Jonás: Ea padre mío, menester
es soportar un poco a estos jóvenes; en algo se han de recrear: yo
por mí no quiero conservarla. A lo que replicó dulcemente el
Santo: Bien está, hermano mío, vos no habéis querido
simple y prontamente obedecer. ¿Qué queréis apostar
que el árbol es más obediente que vos? Así sucedió,
porque al otro día se halló totalmente seco y no dio más
fruto.
El buen Jonás con verdad decía que no quería conservar
la higuera para si; porque en setenta y cinco años que estuvo en la
Religión y fue hortelano no probó jamás fruta alguna,
sino que fue muy liberal en darla a sus hermanos; todavía aprendió
con esto cuán agradable era a Dios la prontitud en la obediencia.
Cristo Nuestro Señor en todo el tiempo de su vida nos dio continuos
ejemplos de esta prontitud en la obediencia, porque no se hallará
persona mas rendida y pronta de lo que lo estaba él a la voluntad
de todos. A su imitación debemos aprender a ser grandemente prontos
en obedecer; porque no basta al corazón amoroso hacer lo que se le
manda o lo que otro le significa desear, sino lo hace prontamente: no ve
la hora de cumplir lo que se le ordena, para que de nuevo se le ordene otra
cosa.
David no tuvo más que un simple deseo de beber del agua de la cisterna
de Belén, y al punto fueron tres soldados a traerla pasando por medio
del ejército de los enemigos. Extremadamente se manifestaron prontos
en seguir el deseo del rey, y se ve que muchos grandes Santos han hecho lo
mismo por seguir las inclinaciones y deseos que conocían ser del Rey
de reyes Nuestro Señor.
¿Qué mandato tuvo de Dios santa Catalina de Sena, que le obligase
a beber o lamer con la lengua la podre que salía de la llaga de aquella
pobre mujer que servía? Y san Luis, rey de Francia, de comer con los
leprosos lo que en sus platos sobraba? Cierto es que no tenían obligación
alguna a hacerla; pero sabiendo que Nuestro Señor amó y dio
muestras de su inclinación a la propia abyección y abatimiento,
pensando hacerle servicio en seguir su ejemplo, hicieron con grande amor
aquellas cosas, aunque muy repugnantes a su sentido. Obligados estamos a
socorrer al prójimo en su extrema necesidad; pero porque la limosna
es uno de los consejos de nuestro soberano Maestro, muchos la dan voluntariamente
según su posibilidad. Sobre esta obediencia a los consejos se infiere
la obediencia amorosa que nos mueve a emprender el seguir exactamente los
deseos y las intenciones de Dios y de nuestros superiores.
Pero conviene que os advierta un engaño en que se puede caer. Porque
si los que intentasen emprender esta virtud muy exactamente, quisiesen siempre
estar atentos a conocer los deseos y las inclinaciones de sus superiores
o de Dios, perderían infaliblemente el tiempo. Pongo por ejemplo:
mientras que yo anduviese inquiriendo cual es el deseo de Dios, no me ocuparía
en ponerme en tranquilidad y reposo junto a él, que es el deseo que
ahora tiene, pues no me da otra cosa que hacer. Por lo que, el que por seguir
la voluntad que Nuestro Señor ha manifestado de que se socorra a los
pobres, se quisiese andar de ciudad en ciudad por buscarlos, ¿quién
no ve que mientras estaría en la una, dejaría de socorrer a
los que habitaran en la otra? En esta obra conviene caminar con sencillez
de corazón, esto es, hacer la limosna cuando se encuentra la ocasión,
sin irme corriendo por las calles buscando de casa en casa si hay algún
pobre que yo no conozca. De la misma manera, cuando yo percibo que el superior
desea alguna cosa de mi, conviene que yo me muestre pronto para hacerla sin
andar buscando si podré conocer si tiene otra alguna inclinación
de que yo haga otra cosa, porque este desvelo desterrará la paz y
sosiego del corazón, que es el principal fruto de la obediencia amorosa.
La tercera condición de la obediencia, es la perseverancia. Esta nos
enseñó Nuestro Señor muy particularmente, como San Pablo
lo declara por estas palabras: Fue obediente hasta la muerte (Fil 2, 8).
Y ensalzando esta obediencia, añade: Hasta la muerte de cruz. En estas
palabras, hasta la muerte, presupone qué fue obediente todo el tiempo
de su vida, durante la cual no se vio otra cosa en él que actos de
obediencia, así a sus padres como a muchos otros, aun también
a los impíos y malos; y como comenzó por esta virtud el curso
de su vida, así lo acabó con ella.
El buen religioso Jonás nos presenta dos ejemplos acerca de la perseverancia,
y aunque no obedeció tan prontamente al mandamiento de san Pacomio,
fue no obstante monje de gran perfección;. porque desde el día
en que entró en la Religión hasta la muerte, continuó
el oficio de hortelano sin .dejarle jamás en setenta y cinco años
que estuvo en el monasterio; y el otro ejercicio en que perseveró
también toda su vida, como dije arriba, fue en el de hacer esteras
de juncos entretejidas con hojas de palmas, de modo que murió haciéndolas.
Es por cierto una gran virtud el perseverar tan largo tiempo en tal ejercicio;
porque hacer con alegría una cosa que se manda por una vez, yeso cuando
quisiereis, no cuesta nada; pero cuando os digan: habéis de hacer
siempre esto toda vuestra vida, ahí consiste el punto principal de
la virtud, porque en eso está la dificultad.
Ved aquí, pues, lo que tenia que deciros acerca de la obediencia.
Pero añado esta palabra: La obediencia es de tan, gran precio, que
es compañera de la caridad, y estas dos virtudes son las que dan valor
y quilates a todas las otras, de modo que sin ellas no son nada. Si os faltan
estas dos virtudes, todo os falta; si las tenéis, todas las otras
os vendrán.
Pero, pasando más adelante, dejando a parte la obediencia. general
a los preceptos de Dios, y hablando de la obediencia religiosa, yo digo;
que si el religioso no obedece, no puede tener virtud alguna; porque la obediencia
es la que principalmente le hace religioso, por ser la virtud propia y particular
de la Religión. Aunque tengáis el deseo del martirio, por amor
de Dios, todo es nada si no tenéis la obediencia.
Léese en la vida de san Pacomio, que uno de sus monjes habiendo perseverado
todo el tiempo de su noviciado en una humildad y sumisión ejemplar,
vino a buscar al Santo, y llevado de un gran fervor le dijo que él
tenia un grandísimo deseo del martirio y que jamás estaría
contento hasta conseguirle; que le suplicaba humildemente que rogase a Dios
para que se lo concediese. El santo Padre procuró moderarle aquel,
fervor; pero cuanto más le decía, tanto más se enfervorizaba
en su propósito. Díjole el Santo: Hijo mío, mas vale
vivir en obediencia y morir todos los días con una continua mortificación
de si mismo, que martirizar nuestra imaginación; pues así muere
mártir quien bien se mortifica. Mayor martirio es perseverar toda
la vida en obediencia, que morir de un solo golpe de cuchillo. Vivid en paz,
hijo mío, y sosegad vuestro espíritu divirtiéndole de
ese deseo.
El religioso, que se había creído que su deseo procedía
del Espíritu Santo, no se templó nada en su ardor, instando
siempre al buen Padre que hiciese encomendar a Nuestro Señor que le
concediese su deseo. De allí a poco tiempo vinieron nuevas muy propias
a su consuelo, porque vino a ocupar una montaña vecina al convento
un cierto sarraceno jefe de bandoleros. San Pacomio le llamó y le
dijo: Ea, hijo mío, ha llegado la hora que tanto habéis deseado;
andad en buen hora a cortar leña a la montaña. El religioso,
perdido y como fuera de si de alegría, se fue cantando salmos en alabanza
de Dios, dándole gracias porque se había dignado hacerle la
merced de darle esta ocasión de morir por su amor; en fin, él
en nada pensaba menos que en lo que le sucedió.
Pues, ved aquí que los bandoleros habiéndole descubierto vinieron
a él y comenzaron a maltratarle y amenazarle con la muerte, y él
por poco tiempo se mostró valiente. Tú has de morir, le dijeron.
No buscaba yo otra cosa, respondió, que morir por Dios. Lleváronle
donde estaba su ídolo para hacer que le adorase. Cuando vieron que
constantemente lo rehusaba, trataron de veras de matarlo. ¡Pobre de
mi! Este religioso, tan valiente en su imaginación, viéndose
ya el cuchillo a la garganta: Por merced os pido, dijo, no me matéis
que haré todo lo que quisiereis; tened piedad de mi que soy tan mozo.
¿De qué provecho os puede ser acabar el curso de mis días?
En fin, él adoró al ídolo, y aquellos hombres perversos,
burlándose de él, lo aporrearon muy bien y lo dejaron volver
a su monasterio: habiendo llegado a el más muerto que vivo, todo pálido
y transido, san Pacomio, que le había salido al encuentro, le dijo:
Y bien, hijo mío, ¿cómo va? ¿qué hay,
que venid tan desfallecido? Entonces el pobre religioso, todo corrido y confuso
porque le compungía su soberbia, no pudiendo sufrir el ver que había
cometido un yerro tan grande, se echó en tierra y confesó su
pecado; al cual el Padre remedió prontamente haciendo que los religiosos
orasen por él, y pidiendo perdón a Dios lo restituyó
al buen estado, y después le dio advertencias saludables diciéndole:
«Hijo mío, acordaos que es mejor tener pequeños deseos
de vivir según la comunidad y solo querer ser fiel en la observancia
de las Reglas, y no emprender ni querer otra cosa fuera de lo que en ellas
se comprende, que tener grandes deseos de hacer maravillas imaginarias. Estas
no son buenas sino para hinchar nuestros corazones con la soberbia y hacernos
despreciar a los otros, pareciéndonos que somos algo más que
ellos. ¡Oh cuán bueno es vivir al abrigo de la santa obediencia,
mejor que retirarnos de sus brazos por buscar lo que nos parece más
perfecto! Si tú te hubieras contentado, como yo te decía, con
vivir mortificándote bien, supuesto que nada deseabas menos que la
muerte, no hubieras caído, como dices que has hecho. Pero buen ánimo;
acuérdate de vivir de aquí en adelante en sumisión,
asegúrate de que Dios te ha perdonado.» Obedeció aquel
el consejo del Santo portándose todos los días de su vida con
mucha humildad.
Aun digo más; que la obediencia no es de menos mérito que la
caridad. Porque dar un jarro de agua por caridad vale el cielo, como Nuestro
Señor mismo lo dice (Mt 10, 41). Haced otro tanto por obediencia y
ganaréis lo mismo. La más minima cosa hecha por obediencia
es gratísima a Dios. Comed por obediencia, y vuestra comida es más
agradable a Dios que los ayunos de los anacoretas, si son hechos sin obediencia.
Descansad por obediencia, y vuestro reposo es más meritorio delante
de Dios y más agradable que el trabajo voluntario.
Pero me diréis: ¿qué me sucederá por practicar
tan exactamente esta obediencia amorosa con las condiciones susodichas, ciega,
pronta y perseverantemente? o amadas hijas, el que así lo hiciere
gozará en su alma de una continua tranquilidad y de la santísima
paz del Señor, la que sobrepuja a todo sentido. No tendrá qué
dar cuenta alguna de sus acciones, pues todas las habrá hecho por
obediencia así a la regla, como a los superiores. ¡Qué
felicidad más digna de desearse que esta!
Cierto que el verdadero obediente (quiero decir esto de paso) ama su regla,
la honra y estima únicamente como el verdadero camino por el que debe
encaminarse a la unión de su espíritu con Dios; y así
no se aparta un punto de este camino ni de la observancia de aquellas cosas
que allí se dicen por modo de dirección, como de las que se
imponen de precepto.
El verdadero obediente vivirá dulcemente, y con la paz que un niño
que está en los brazos de su querida madre, el cual no tiene cuidado
de lo que le puede suceder. Que la madre le lleve sobre el brazo derecho
o sobre el izquierdo, no se le da nada: así el verdadero obediente,
que se le mande esto o aquello, no le da pena, con tal que se le mande; y
como siempre esté entre los brazos de la obediencia, quiero decir,
en el ejercicio de ella, estará contento. A este tal bien le puedo
asegurar de parte de Dios el cielo por toda la eternidad, como también
que durante el curso de esta vida mortal gozará de la verdadera tranquilidad;
y de esto no se puede dudar.
Ahora también me preguntáis, si estáis obligadas bajo
pena de pecado a hacer todo lo que los superiores os dicen que hagáis:
como, cuando dais cuenta, si es necesario o no que tengáis por precepto
todo lo que la superiora os dice que es conveniente a vuestro aprovechamiento?
Hijas mías, los superiores, como tampoco los confesores, no tienen
siempre intención de obligar a los inferiores con los documentos que
les dan; y cuando quieren obligarlos, usan de los términos mando bajo
pena de obediencia, y entonces los inferiores están obligados a obedecer
bajo pena de pecado aunque el mandato sea muy ligero y de cosa de poca monta,
pero no de otro modo. Porque ellos dan advertencias de tres maneras, unas
por modo de mandamiento, otras en forma de consejo, las otras por modo de
simple dirección.
Lo mismo es en las Constituciones y Reglas; porque en ellas hay algunos artículos
que dicen: Las hermanas podrán hacer tal cosa: otros que dicen, se
guardarán de hacerla. Los unos son consejos, los otros mandamientos.
Las que no quisieren sujetarse a los consejos y a la dirección, contravendrán
la obediencia amorosa; y esto sería mostrar una tibieza grande de
corazón y tener poco amor de Dios, no queriendo hacer más de
lo que es de precepto sin nada de supererogación. Y aunque no contravengan
a la obediencia que han votado, que es de los mandamientos y consejos, no
obstante cuando no se sujetan a seguir la dirección contravienen a
la obediencia amorosa a la que todas las monjas de la Visitación deben
aspirar.
Me preguntáis ¿si cuando os mudan la superiora podréis
pensar que la que os dan no es tan capaz como la que teníais, y que
no conoce tan bien el camino por donde conviene llevaros? Verdaderamente
no está en nuestra mano impedir que no se ofrezca el pensamiento;
pero si el no detenerse en él. Porque si Balaan fue instruido y avisado
por una jumentilla, con mucha más razón debéis vosotras
creer que Dios, que os ha dado esa superiora, dispondrá que os encamine
según su voluntad, aunque no sea conforme a la vuestra.
Nuestro Señor tiene prometido que jamás se perderá el
verdadero obediente. No hay que dudar; el que siguiere indistintamente la
voluntad y dirección de los superiores que Dios le ha puesto, aunque
estos sean ignorantes y gobiernen a sus inferiores, según su poco
saber, por caminos escabrosos y arriesgados, sujetándose ellos a todo
lo que manifiestamente no es pecado ni contra los mandamientos de Dios y
ti de su santa Iglesia, yo os puedo asegurar que jamás errarán.
El verdadero obediente, dice la Escritura santa, hablará de sus virtudes;
(Prov 21, 28) quiere decir, saldrá vencedor de todas las dificultades
en que por obediencia fuere puesto, y sacará gloria y honor de los
caminos en que entrare por obediencia, por peligrosos que sean.
¡Seria una gustosa manera de obedecer, si no obedeciéramos a
otros superiores sino a aquellos que nos agradan! Si hoy que tenéis
una superiora de mucha estima, así por su cualidad como por su virtud,
la obedecéis de buena gana; y mañana que tendréis otra,
no tan estimable, no la obedecéis con tan buena voluntad, dándole
igual obediencia, pero no estimando tanto lo que os dice y no cumpliéndolo
con tanta satisfacción, ¿quién no ve que obedecéis
a la otra por vuestra inclinación y no puramente por Dios? Porque
si eso fuera, tendríais tanto gusto y haríais tanta estima
de lo que esta os dice, como hicierais de lo que os decía la otra.
Muchas veces os he dicho una cosa, y es bueno repetirla, siempre, porque
siempre conviene observarla, y es, que todas nuestras acciones se deben practicar
según la parte superior. debéis vivir así en esta casa,
y jamás según vuestros sentidos e inclinaciones. No hay duda
que yo tendré más satisfacción, en cuanto a la parte
inferior de mi alma, de hacer lo que me manda un superior a quien tengo inclinación
que no lo que me manda otro a quien no la tengo. Mas como yo obedezca igualmente
en cuanto a la parte superior basta; y mi obediencia es más preciosa,
cuanto es menos gustosa, porque en esto mostramos que obedecemos por Dios
y no por nuestro placer. No hay cosa más común en el mundo
que este modo de obedecer a los que se aman; pero el otro es muy raro y solo
se practica en las Religiones.
Mas puede ser que digáis: ¿no es permitido reprobar lo que
esta superiora hace, diciendo o pensando por qué ordena cosas que
la otra no mandaba? No por cierto, jamás, mis raras hijas, antes conviene
aprobar todo aquello que las superioras hacen o dicen, permiten o niegan,
mientras no es contra los mandamientos de Dios; porque entonces no conviene
obedecerlo ni aprobarlo. Pero fuera de esto, las súbditas deben siempre
creer y hacer confesar a su propio juicio que las superioras obran muy bien
y que tienen bastante razón para hacerla; porque de otra suerte seria
hacerse superiora, y a la superiora inferior, constituyéndose juez
de su causa. Conviene doblar las espaldas al peso de la santa obediencia,
creyendo que entrambas superioras .tuvieron bastante causa para ordenar lo
que ordenaron, aunque diferentemente y al contrario la una de la otra.
Pero ¿no seria licito a una monja, por si lo imagináis, que
largo tiempo ha vivido en la Religión, y ha hecho grandes servicios,
relajarse un poco en la obediencia a lo menos en alguna cosa leve? ¡Oh
buen Dios! Eso seria hacer lo mismo que un piloto experto, que habiendo conducido
su nave al puerto después de haber trabajado larga y penosamente por
salvarla del peligro de la tormenta y de los vahios del mar, quisiese al
fin, llegando al puerto, romperla y arrojarse nI mar. ¿Quién
no le tendría por loco? Porque si eso quisiese hacer, excusado era
trabajar tanto en conducirla al puerto. La religiosa que ha comenzado bien
no lo ha hecho todo, si hasta el fin no persevera.
Tampoco se ha de decir que solo a las novicias pertenece ser tan exactas;
porque si bien ordinariamente se ve en todas las Religiones que las novicias
son muy exactas mortificadas, esto no es porque ellas tengan más obligación
que las profesas; no por cierto, de ninguna manera la tienen, antes perseveran
en obediencia por conseguir la gracia de la profesión; pero las profesas
están obligadas en virtud de los votos que ha hecho, los que no basta
haberlos hecho para ser religiosas si no los guardan. La religiosa que pensase
poderse relajar en alguna cosa después de su profesión, aun
después de haber vivido en la Religión mucho tiempo,
se engañaría grandemente. Nuestro Señor se mostró
más exacto en su muerte que en su infancia en dejarse manejar y doblar,
como tantas veces he dicho, y esto baste para aficionarnos a la obediencia.
Resta solamente decir con brevedad una palabra sobre la pregunta que ayer
tarde se me hizo: esto es, si es lícito a las hermanas decirse la
una a la otra que han sido mortificadas por la superiora o maestra de novicias
en alguna ocasión. Respondo que esto se puede decir de tres maneras:
La primera es, que una hermana puede ir a decir a otra: ¡oh mi Dios,
hermana mía! que nuestra madre me ha mortificado muy bien y estoy
toda alegre de haber sido digna de aquella mortificación y de que
la superiora me haya puesto en ocasión de lograr aquella pequeña
ganancia para mi alma, diciéndome claramente mi falta sin perdonármela;
y por esto comunica su intento a su hermana para que le ayude a dar gracias
a Dios.
La segunda manera en que se puede decir, es por consolarse. Ella juzga la
mortificación o corrección muy pesada, y se va a descargar
un poco con la hermana a quien lo dice, la cual, compadeciéndose,
le quitará una parte de la carga. Y esta segunda no es tan soportable
como la primera, porque se comete una imperfección en quejarse.
La tercera, es de todo punto mala, que es decirlo por modo de murmuración
y sentimiento, y por dar a entender que la superiora le ha hecho agravio.
Este modo, yo sé bien que por la gracia de Dios no se usa en esta
Casa. En la primera, aunque no sea malo el decirlo, seria bueno el callarlo
recogiéndose dentro de si misma y consolándose con Dios. En
la segunda, ciertamente no conviene usarlo, porque por medio de nuestras
quejas perdemos el mérito de la mortificación. ¿Sabéis
lo que se ha de hacer cuando somos corregidos o mortificados? Debemos tomar
la mortificación como una manzana de amor y esconderla en nuestro
corazón, besándola y acariciándola lo más tiernamente
que nos sea posible.
El andar diciendo: yo vengo de hablar a nuestra madre; yo estoy tan seca
como estaba antes; no hay otra cosa sino allegarse a Dios; yo no hallo consuelo
alguno en las criaturas; menos consolada estoy de lo que estaba, esto no
es conveniente. La hermana a quien esto se dice, debería responder
dulcemente: Mi amada hermana, ¿por qué no os habéis
conformado con Dios en la manera que decís? Conviniera hacerla antes
de ir a hablará nuestra madre, y no saldríais disgustada de
que no os consolase; pero en el sentido que decís, que conviene estrecharse
mucho con Dios, mirad bien no sea que buscándole a falta de las criaturas
no se quiera dejar hallar; porque quiere ser buscado ante todas las cosas
y con desprecio de todas ellas. ¿Por qué las criaturas no me
consuelan, yo busco al Criador? eso no, el Criador merece que yo lo deje
todo por él, y así quiere que lo hagamos.
Cuando, pues, salimos de la presencia de la superiora sin haber recibido
ni una sola gota de consuelo, conviene que llevemos nuestra sequedad como
un bálsamo precioso, del modo que se hace con los afectos que se reciben
en la santa oración. Digo como un bálsamo, porque tengamos
un gran cuidado de no dejar derramar este licor precioso que se nos ha enviado
del cielo, como un grandísimo don, a fin de perfumar nuestro corazón
con la privación del consuelo que pensábamos hallar en las
palabras de la superiora.
Pero hay una cosa que notar a este propósito, y es que tal vez se
halla una persona con un corazón seco y duro cuando va a hablar a
la superiora, que no es capaz de ser rociado ni bañado con el agua
de la consolación, de modo que de ninguna manera puede recibir lo
que dice la superiora, y aunque hable muy a propósito de vuestra necesidad,
no obstante no lo parece. Otra vez os hallaréis con el corazón
tierno y bien dispuesto, y ella no os dirá más que tres o cuatro
palabras no tan a propósito de vuestra perfección como las
otras, y quedaréis consolada. Y ¿por qué es esto? porque
vuestro corazón se hallaba dispuesto para ello, parece que las superioras
tienen el consuelo en los labios y que le derraman fácilmente en los
corazones que ellas quieren? os engañais, porque no siempre pueden
estar de un mismo humor como a todos sucede. Dichoso aquel que puede guardar
igualdad de corazón en medio de tanta desigualdad de sucesos. Apenas
estaremos consolados, cuando de allí a poco tendremos el corazón
tan seco que nos costará mucho trabajo decir una palabra de consuelo.
También me preguntáis ¿cuál es el ejercicio más
propio para hacer morir al propio juicio? A lo que respondo, que el cortar
fielmente toda clase de discursos y ocasiones en que él se quiere
hacer señor, obligándole a entender que no es más que
un criado. Porque, amadas hijas, no por otro medio que por actos reiterados
alcanzamos las virtudes, si bien ha habido algunas almas a quienes Dios se
las concedió todas en un momento. Cuando, pues, os viene deseo de
juzgar si una cosa está bien o mal ordenada, cortad el discurso a
vuestro propio juicio. Y cuando después os dijeren que se ha de hacer
cierta cosa de esta o de aquella manera, no os detengáis a discurrir
o discernir si se podía hacer mejor de otra, forzando a vuestro juicio
a creer que jamás pudiera estar mejor hecha que de la manera que se
os dijo.
Si os ponen algún ejercicio, no permitáis a vuestro juicio
que se ponga a discernir si os vendrá bien o no: y advertid que, aunque
hagáis la cosa en la forma que se os ha mandado, muy de ordinario
el juicio propio no obedece; quiero decir, no se sujeta, porque no aprueba
el mandato, de que ordinariamente se origina la repugnancia que tenemos en
sujetarnos a hacer lo que se nos manda. Porque el entendimiento y el juicio
representan a la voluntad qué no se debió mandar, o que convendrá
usar de otros medios para hacer lo que se nos dice fuera de los que se nos
dan; y así la voluntad no puede sujetarse, porque siempre hace más
estima de las razones que le muestra el propio juicio que de cualquiera otra
cosa, porque cada uno cree que es su juicio el mejor. Jamás encontré
persona que no haga caso de su juicio, sino dos que me confesaron que de
ninguna manera le tenían: y el uno de ellos, habiendo venido una vez
a buscarme, me dijo: Señor, decidme, os ruego, cierta cosa, porque
yo no tengo juicio para comprenderla; lo que me causó mucha admiración.
En nuestra edad tenemos un ejemplo muy notable de la mortificación
del propio juicio. Este es un doctor grande y de mucho nombre, el cual compuso
un libro que tituló: De las Dispensaciones y Preceptos, y habiendo
llegado un día a las manos del Papa, juzgó que contenía
algunas proposiciones erróneas, y escribió a este doctor que
las quitase dé su libro. Él, habiendo recibido el mandato,
rindió tan absolutamente su juicio, que no quiso declarar su opinión
para justificarse, antes por el contrario creyó que había errado
y que se había dejado engañar de su propio juicio; y subiendo
en la cátedra leyó en alta voz lo que Su Santidad le había
escrito; cogió el libro y le hizo pedazos, y después dijo,
que lo que el Papa había juzgado sobre aquel hecho, estaba muy bien,
que aprobaba de todo corazón la censura y corrección paternal
que se había dignado hacerle, siendo justísima y dulcísima
para él que merecía ser rigurosamente castigado: que se maravillaba
mucho de como tan ciegamente se había dejado engañar de su
juicio en cosas manifiestamente perniciosas. De ninguna manera estaba obligado
a tanto, porque Su Santidad no se lo mandaba; solo le decía que borrase
de su libro cierta cosa que no le parecía bien; y es de notar que
no eran cosas de herejía ni manifiestamente erróneas que no
se pudiesen defender. Mostró, empero, en esta ocasión una gran
virtud y una mortificación del propio juicio admirable.
Muchas veces veréis los sentidos mortificados, porque la propia voluntad
concurre a mortificarlos: vergonzosa cosa sería manifestar resistencia
a la obediencia: ¿qué se diría de nosotros? Pero del
propio juicio, muy raramente se halla bien mortificado alguno. Confesar que
lo que se manda es bueno, amarlo y tenerlo como cosa buena y útil
sobre todas las otras, esto es a lo que el propio juicio resiste. Porque
hay muchos que dicen: Yo bien haré lo que se me manda, pero conozco
que se haría mejor de otra manera. ¡Oh pobre de mí! si
de ese modo alimentáis vuestro juicio, sin duda él os embriagará;
porque no hay diferencia entre una persona embriagada y otra que está
llena de su propio juicio.
Estando un día David en campaña con sus soldados, cansado y
acosado del hambre, no hallando ya de que comer, envió a pedir al
marido de Abigail algunas vituallas: estaba el miserable por desgracia embriagado,
y comenzando a hablar como tal, dijo que David, después de haberse
comido sus robos, enviaba a su casa para arruinarle como a los otros; y que
él no pensaba darle cosa alguna: sabiendo esto David, dijo: Vive Dios,
que me lo ha de pagar el descomedido al bien que de mi ha recibido, guardándole
su ganado y estorbándole el daño que le podía venir
(1Re 25, 21). Abigail, siendo avisada del enojo de David, fue el día
siguiente a buscarle con un presente por aplacarle, usando de estos términos:
Señor mío, ¿qué queréis hacer con un loco?
Ayer que mi marido estaba embriagado habló mal; pero habló
como tal y como loco. Templad. señor, vuestro enojo y no queráis
poner vuestras manos en él porque después os pesará
de haberlas puesto en un loco. Las mismas excusas se pueden dar de una persona
embriagada y de nuestro propio juicio; porque poco menos está incapaz
de razón la una que el otro. Conviene, pues, tener grandísimo
cuidado en apartarle de estas consideraciones, para que con sus discursos
no nos embriague, principalmente en lo que toca a la obediencia.
En fin, queréis saber si debéis tener una grande confianza
y cuidado en avisaras vuestras faltas las unas a las otras con caridad. Esto
sin duda, hijas mías, conviene hacerla, porque ¿a qué
propósito veréis en vuestra hermana un defecto y no procuraréis
quitársele por medio de una advertencia? Pero es necesario tener en
esto discreción; porque no sería buen tiempo de advertírselo
cuando la viereis poco dispuesta o apretada de melancolía; pues entonces
correrá peligro de que ella al primer encuentro desprecie vuestra
advertencia. Es menester detenerse un poco y después advertírselo
en confianza y caridad. Si una hermana os dice palabras que tiran a murmuración,
y por otra parte se ve que tiene el corazón sosegado, sin duda conviene
que con mucha confianza le digáis: Hermana mía, esto no está
bien hecho; pero si conocéis que su corazón está movido
por alguna pasión, entonces conviene mudar de plática lo más
diestramente que podáis.
Diréis que tenéis miedo de advertir muy a menudo a una hermana
las faltas que hace, porque con esto se le quita la seguridad y viene a caer
más con el mismo recelo que tiene de caer. ¡Oh mi Dios! no conviene
hacer este juicio de las hermanas de acá dentro; porque esto de perder
la seguridad cuando se advierten los defectos, no pertenece sino a las hijas
del mundo. Nuestras hermanas aman mucho su abatimiento para hacerlo así,
y están tan lejos de conturbarse por eso, que antes cobrarán
mayor aliento y tendrán más cuidado de enmendarse, no ya por
evitar el ser advertidas; porque supongo que aman en supremo grado todo lo
que las puede hacer viles y abatidas a sus ojos, sino por hacer siempre mejor
lo que deben y ajustarse más a su vocación.
ENTRETENIMIENTO XII
De la simplicidad y prudencia religiosa
La virtud de que hemos de tratar es tan necesaria, que, aunque yo he hablado
muchas veces de ella, con todo eso tenéis deseo de que haga de ella
una conversación entera. Conviene primeramente saber qué cosa
sea esta virtud de la simplicidad. Bien sabéis que comúnmente
llamamos a una cosa sencilla o simple cuando no está recamada, aforrada
o guarnecida. Pongo por ejemplo: solemos decir: ved allí una persona
que anda vestida muy simplemente, cuando no lleva en su vestido cosa de hechura
o guarnición ni algún aforro labrado que se vea, sino que su
hábito y vestido es de una sola tela y un traje simple. La simplicidad,
pues, no es otra cosa que un acto de caridad puro y simple, que no tiene
otro fin que adquirir el amor de Dios; y nuestra alma es simple, cuando no
tiene otra pretensión en todo cuanto obra.
La historia tan común de las hermanas que hospedaban a Nuestro Señor,
Marta y Magdalena, es muy considerable a este propósito: porque ¿no
veis como, aunque el fin de Marta era loable porque quería regalar
a Nuestro Señor, no dejó de ser reprendida por el divino Maestro?
Y la razón fue porque, además del buen fin que ella tenía
en su solicitud, miraba también a Nuestro Señor en cuanto a
hombre, y le parecía era como los otros hombres a los cuales un solo
manjar o una especie de vianda no les basta: esto era lo que grandemente
la conturbaba con el deseo de aparejar muchos platos. Y de este modo anteponía
al primer fin, que es el amor de Dios, el ejercicio de otras muchas menores
pretensiones; por las que Nuestro Señor la reprendió: Marta,
Marta, tú te turbas por muchas cosas, siendo así que una sola
es necesaria, que es la que Magdalena ha escogido y jamás le será
quitada (Mt 10, 16). Este acto, pues, de caridad simple, que hace que no
tengamos otra mira en todas nuestras acciones que el solo deseo de agradar
a Dios, es la parte de María, que solo es necesaria, y esta es la
simplicidad, virtud inseparable de la caridad en cuanto mira derechamente
a Dios, sin que jamás pueda sufrir alguna mezcla de propio interés:
de otra manera no sería simplicidad, pues ella no puede tolerar alguna
distracción con las criaturas, ni consideración alguna de ellas;
solo Dios tiene lugar en ella.
Esta virtud es puramente cristiana. Los gentiles, aun los que hablaron mejor
de las otras virtudes, no tuvieron noticia alguna de esta, como tampoco de
la humildad; porque de la magnificencia, de la liberalidad y de la constancia
escribieron muy bien; mas de la simplicidad y de la humildad, no dijeron
ni una palabra. Nuestro Señor bajó del cielo para dar conocimiento
a los hombres de la una y de la otra; de otra manera siempre hubieran ignorado
tan importante doctrina.
Sed prudentes como las serpientes, dijo a sus Apóstoles; pero pasad
un poco adelante, y simples como las palomas (Lc 10, 42). Aprended de las
palomas a amar a Dios en simplicidad de corazón, no teniendo más
que esta sola pretensión y fin en todas vuestras obras; pero no imitéis
solamente la simplicidad del amor de las palomas en cuanto nunca tienen más
que un consorte, por el que lo hacen todo y a quien solo quieren agradar;
pero imitadlas también en la simplicidad que practican en el ejercicio
y testimonio que dan de su amor; porque no hacen muchas cosas, ni grandes
caricias, sino que simplemente dan sus pequeños gemidos alrededor
de sus palomos y se contentan con tener su compañía cuando
están presentes.
La simplicidad destierra del alma la solicitud y cuidado que muchos inútilmente
tienen en buscar muchos ejercicios y medios para amar a Dios, como ellos
dicen; y les parece, que si no hacen todo lo que los Santos hicieron no pueden
estar contentos. ¡Pobre gente! ellos se atormentan por hallar el arte
de amar a Dios, y no saben que no hay otro que amarle; piensan que hay cierto
artificio para adquirir este amor, cuando este no se halla sino en la simplicidad.
Esto que digo que no hay arte, no es por despreciar ciertos libros que se
titulan: Arte de amar a Dios, porque estos enseñan que no hay otro
arte que ponerse a amarle, quiero decir, poner en ejecución las cosas
que le son agradables, lo que es el solo medio de hallar y conseguir este
sagrado amor, con tal que esta práctica se emprenda con sencillez
y sin turbación ni congoja.
La simplicidad abraza verdaderamente los medios que a cada uno, según
su vocación, le están señalados para adquirir el amor
de Dios; de tal modo que no quiere otro motivo para ser incitada buscar y
conseguir este amorque su mismo fin; de otra manera no sería perfectamente
simple; porque no puede sufrir, por perfecta que sea, otra mira que el puro
amor de Dios que es su sola pretensión. Pongo por ejemplo: si una
va al oficio y le preguntan ¿dónde vais? responderá,
a mi oficio: ¿pero por qué vais? Yo voy por alabar a Dios.
¿Por qué más en esta hora que en otra? Porque habiendo
tocado la campana, sino fuese causaría nota. El fin de ir al oficio
por Dios es muy bueno; pero aquel motivo no es simple; pues que la simplicidad
requiere que ella vaya solo por el deseo de agradar a Dios sin otra mira
alguna; y así en todas las cosas.
Pero antes de pasar adelante, conviene descubrir un engaño que hay
en el espíritu de muchos tocante a esta virtud; porque ellos piensan
que la simplicidad es contraria a la prudencia, y que la una es opuesta a
la otra; lo que no es así, porque jamás las virtudes se contradicen
entre sí, antes tienen una grandísima unión. La virtud
de la simplicidad es opuesta y contraria al vicio de la astucia, vicio que
es la fuente de donde proceden las cautelas, artificios y dobleces. La astucia
es una masa de trazas, engaños y malicias, por cuyo medio se hallan
invenciones para engañar al prójimo y a aquellos con quienes
tratamos, para atraerlos a lo que pretendemos, que es hacerles entender que
no tenemos otro sentimiento en el corazón que el que manifestamos
por la boca, ni otro conocimiento de la materia de que se trata; cosa que
infinitamente es contraria a la sencillez y candor, que requiere tengamos
el interior enteramente conforme al exterior. No por esto, quiero decir,
que se deben manifestar los movimientos de nuestras pasiones en lo exterior
como lo sentimos en lo interior; porque no es contra la simplicidad el mostrar
entonces el buen semblante que se puede tener. Conviene hacer siempre distinción
entre los afectos de la parte superior de nuestra alma y los de nuestra parte
inferior. Es cierto que algunas veces sentimos gran conmoción en nuestro
interior cuando se nos da una corrección, o por otra cualquiera contradicción;
pero este movimiento no proviene de nuestra voluntad, antes todo él
pasa en la parte inferior sin consentirlo la parte superior, la que las más
de las veces tiene por buena, agradece y acepta la corrección.
Hemos dicho que la simplicidad tiene su continua mira en la adquisición
del amor de Dios; pero este amor quiere de nosotros que refrenemos nuestros
sentimientos, que los mortifiquemos y consumamos. Y por esto no quiere que
los manifestemos y permitamos salir a fuera: no es, pues, faltar a la simplicidad
el mostrar el rostro alegre cuando en lo interior estamos turbados.
Pero diréis ¿no será engañar a los que nos ven,
supuesto que cuando nos hallamos muy inmortificadas, creerán que somos
muy virtuosas? Esta reflexión, hijas mías, sobre lo que se
dirá o se pensará de vosotras es contraria a la simplicidad;
porque hemos dicho que ella no mira más que a contentar a Dios y de
ninguna manera a las criaturas, sino en cuanto el amor de Dios lo requiere.
Después que el alma sencilla ha hecho una acción que juzga
deberse hacer, no piensa más en ella; y si le viene al pensamiento
lo que se dirá o pensará de ella, corta con prontitud el discurso
porque no puede sufrir algún divertimento en su pretensión,
que es la de estar atenta a su Dios para que crezca en ella su amor; la consideración
de las criaturas no la mueve en cosa alguna, porque todo lo refiere a su
Criador.
Lo mismo se puede decir, si se pregunta si es permitido servirse de la prudencia
para no descubrir a los superiores lo que se pensase que los podría
turbar o causarnos pesadumbre diciéndolo; porque la simplicidad no
mira sino si es conveniente decir o hacer tal cosa, y después se pone
a hacerla sin perder tiempo en pensar si el superior se turbará o
si me inquietaré yo si le digo lo que imagino de él; si es
preciso que yo se lo diga, no dejaré de hacerla sencillamente, y después
suceda lo que Dios fuere servido; mientras yo haya cumplido con mi obligación,
nada habrá que me dé cuidado. No es conveniente temer tanto
la turbación que a mi o a otros puede venir; porque la turbación
por sí misma no es pecado. Si yo entiendo que yendo en compañía
de alguno me dirá otro alguna palabra que me turbará y conmoverá,
no por esto debo dejar de ir; pero debo armarme de la confianza que debo
tener en la protección divina que me dará fuerzas para vencer
mi naturaleza, contra la que quiero pelear: esta turbación no alcanza
más que a la parte inferior del alma, y por eso no conviene asombrarnos
de ella cuando no ha venido, quiero decir, cuando no consentimos en lo que
ella nos sugiere; porque en caso que consistiésemos no con vendría
ejecutarlo.
Pero esta turbación ¿de dónde pensáis que proviene
sino de falta de simplicidad? porque nos ponemos a pensar en lo qué
dirán o qué pensarán, en vez de pensar en Dios y en
lo que nos puede hacer más agradables a su bondad. Mas dirá
alguna: ¿si yo digo una cosa y me quedo después con más
pena que antes de haberla dicho? Bien, si vos no me la queréis decir,
ni es necesaria, porque no se necesita de instrucción sobre aquel
hecho, resolveos prontamente y no perdáis tiempo en considerar si
la debéis decir o no; porque ¿á qué propósito
se ha de gastar una hora de consideración sobre cada una de las acciones
menudas de nuestra vida?
En lo demás, entiendo que es mejor y más conveniente decir
a la superiora los pensamientos que más nos mortifican, que muchos
otros que no sirven de nada, sino de aumentar la conversación que
tenéis con ella y si por esto quedáis con pena, vuestra poca
mortificación lo causa. ¿Por qué intento diré
yo lo que no es necesario ni en provecho mío, dejando de decir lo
que me puede mortificar? La simplicidad, como ya he dicho, no busca más
que el puro amor de Dios, el que jamás se halla tan bien como en la
mortificación de nosotros mismos: y al paso que crece la mortificación
nos acercamos más al lugar donde hemos de hallar su divino amor.
Fuera de esto, los superiores deben ser perfectos, o por lo menos deben hacer
las obras con perfección, y por eso tienen los oídos abiertos
para escuchar y entender todo lo que se les quiere decir, sin tomar la menor
pesadumbre. La simplicidad no se mete en lo que hacen o harán los
otros; solo piensa en sí, y aun para sí no tiene más
pensamientos que aquellos que son verdaderamente necesarios; porque de los
demás siempre se retira prontamente. Esta virtud tiene gran parentesco
con la humildad, la que no permite que tengamos mala opinión sino
de nosotros mismos.
Vosotras me preguntáis ¿cómo se ha de observar la simplicidad
en las conversaciones y recreaciones? Yo os respondo que como en todas las
demás acciones; bien que en estas conviene tener una santa libertad
y franqueza para entretenerse en materias que sirvan al espíritu de
alegría y recreación. Conviene ser muy natural y llana en la
conversación; pero no por eso inconsiderada, porque la simplicidad
sigue siempre la regla del amor a Dios. Si os sucediere decir alguna cosilla
que parezca no haber sido bien recibida de todas como quisierais, no por
eso conviene detenerse a hacer reflexión o examen sobre todas vuestras
palabras; no, porque sin duda es el amor propio el que nos mueve a hacer
estas pesquisas y averiguaciones de si lo que hemos dicho es bien recibido
o no: porque la santa simplicidad no corre tras sus palabras ni acciones,
antes deja a la divina Providencia el suceso de ellas, a la que soberanamente
se llega sin desviarse ni a la! .diestra ni a la siniestra, siguiendo simplemente
su camino; y si en él encuentra alguna ocasión de practicar
cualquiera virtud, se vale de ella diligentemente como de medio oportuno
para llegar a su perfección que es el amor de Dios; pero no se congoja
por buscarla, ni tampoco las menosprecia, de nada se inquieta, conservándose
tranquila y pacífica en la confianza que tiene de que Dios sabe que
su deseo es de agradarle, y esto le basta.
Mas ¿cómo se podrán concordar dos cosas tan contradictorias?
La una por una parte nos dice que es necesario tener gran cuidado de nuestra
perfección y adelantamiento, y la otra nos prohíbe pensar en
ello. Notad aquí, si os parece la miseria del espíritu humano;
porque jamás se contiene en un medio, siempre corre a los extremos.
Esta falta traemos de nuestra madre Eva; porque ella hizo lo mismo cuando
el maligno espíritu la tentó para que comiese del fruto prohibido.
Dijo que Dios le había vedado el tocarle, en lugar de decir que le
había prohibido el comerle. No se dice que no penséis en vuestro
aprovechamiento, sino que no penséis en él con inquietud y
congoja.
También es falta de simplicidad hacer tantos discursos, cuando veis
las unas a las otras cometer faltas, para saber si son cosas que necesitan
decirse a la superiora; porque decidme ¿la superiora no es capaz de
hacerlos para juzgar si es necesaria la corrección o no? Mas ¿sé
yo, diréis, con qué intención nuestra hermana ha hecho
tal cosa? Bien puede ser que su intención sea buena, y así
no debéis acusar su intención, sino su acción exterior
si en ella hay imperfección; ni tampoco digáis que la cosa
es de poca consecuencia y que no ha de servir más que para dar pena
a la pobre hermana, porque todo eso es contrario a la simplicidad.
La regla que os manda procurar la enmienda de las hermanas por medio de las
advertencias, no os ordena ser en este punto tan atentas como si el honor
de las hermanas dependiese de esta acusación. Verdaderamente conviene
observar y atender el tiempo proporcionado para la corrección; porque
es algo peligroso hacerla al mismo punto que se comete la falta, pero después
debemos hacer con simplicidad aquello a que estamos obligados según
Dios, y esto sin escrúpulo. Porque, aunque puede suceder que esta
persona se apasione y turbe después de la advertencia que le habéis
dado, vos no sois la causa de ello, sino su in mortificación. y si
entonces comete alguna falta, esa le será motivo para que después
evite otras muchas que pudiera cometer si perseverase en su defecto. La superiora
no debe dejar de corregir a las hermanas por conocer que tienen gran repugnancia
a la corrección, pues es muy posible que esta aversión la tengamos
mientras viviéremos, porque es una cosa totalmente contraria a la
naturaleza del hombre amar el ser despreciado y corregido. Pero a esta contrariedad
no debe favorecerla nuestra voluntad, la que debe amar la humillación.
Vosotras queréis que os diga una palabra de la simplicidad que debéis
tener en dejaras guiar, según el interior, así por Dios como
por vuestros superiores. Almas hay que no quieren, según ellas dicen,
ser guiadas sino por el espíritu de Dios; y les parece, que todo lo
que imaginan es inspiración y moción del Espíritu Santo
que las toma por la mano como a niñas, y las conduce en todo lo que
ellas quieren hacer. En lo que verdaderamente se engañan mucho, porque
considerad, os ruego, si ha habido jamás vocación más
particular que la de san Pablo, en la cual le habló Nuestro Señor
por sí mismo para convertirle, y con todo eso no le quiso instruir,
sino que le envió a Ananías, diciéndole: Entra en la
ciudad y hallarás un hombre que te dirá lo que has de hacer.
Y aunque san Pablo pudiera decir: Señor, ¿y por qué
Vos mismo no me lo decís? No lo dijo; antes simplemente se fue como
se le mandaba. ¿Y nosotros pensaremos ser más favorecidos de
Dios que san Pablo, creyendo que nos quiere guiar él mismo sin ministerio
de alguna criatura?
La guía de Dios para vosotras, carísimas hijas, no es otra
que la obediencia; porque fuera de ella todo es engaño. Verdad es,
que no todos somos llevados por un camino; pero también es cierto,
que no es dado a cada uno de nosotros conocer por cual Dios nos llama; esto
pertenece a los superiores, los cuales tienen luz de Dios para conocerlo.
No se ha de decir que ellos no nos conocen bien; porque debemos creer que
la obediencia y la sumisión son siempre las verdaderas señales
de la buena inspiración. Y aunque puede suceder que no tengamos algún
consuelo en los ejercicios que nos mandan hacer, y que los hallemos abundantes
en otros, no se ha de juzgar la bondad de nuestras acciones por los consuelos,
pues no conviene asirnos a nuestra propia satisfacción; porque esto
será coger las flores y no el fruto.
Más provecho sacaréis de lo que hiciereis siguiendo la dirección
de los superiores, que no ejecutando vuestros instintos interiores, que de
ordinario no provienen sino del amor propio, que so color de bien procura
complacerse en la vana estima de nosotros mismos. Es una verdad muy cierta
que vuestro bien depende del dejaros guiar y gobernar por el espíritu
de Dios sin reserva; y esto es lo que pretende la verdadera simplicidad que
Nuestro Señor tanto encomendó: Sed simples corno las palomas,
dijo a sus Apóstoles; pero no paró aquí; pasó
adelante, diciendo: Si no fuereis hechos simples como un niño, no
entrareis en el reino de mi Padre.
Un niño cuando es chiquito vive con gran simplicidad, la que hace
que no tenga otro conocimiento que el de su madre: tiene, un solo amor, el
de ésta, y en este amor una pretensión sola que es su pecho
y descansando en él no quiere otra cosa. El alma que tiene perfecta
simplicidad no tiene más que un amor, que es a Dios, y este amor pretende
una sola cosa, que es descansar en el seno del Padre celestial, y allí,
como un niño amoroso, hacer su estancia, dejando totalmente todo el
cuidado de sí misma a su buen Padre, sin que jamás, después,
se cuide de cosa alguna sino de perseverar en esta santa confianza. No la
inquietan tampoco los deseos de las virtudes y de las gracias que le parece
son necesarias. Ella verdaderamente nada desprecia de lo que halla en su
camino; pero tampoco se fatiga en buscar otros medios para perfeccionarse
fuera de aquellos que le están señalados. Pero ¿de qué
sirven tan ansiosos e inquietos deseos de virtudes, cuya práctica
no es necesaria?
La dulzura, el amor de nuestro abatimiento, la humildad, la suave caridad
y cordialidad con el prójimo y la obediencia son las virtudes cuya
práctica es común; y por esto nos es necesaria porque la ocurrencia
de las ocasiones es muy frecuente. Pero en cuanto a la constancia, a la magnificencia
y otras tales virtudes, que es muy posible que jamás se nos ofrezca
ocasión de practicarlas, no pongamos mucho cuidado en ellas, que no
por eso seremos menos magnánimos ni generosos.
Me preguntáis ¿de qué modo deben gobernarse en todas
sus acciones las almas que son llamadas en la oración a esta santa
simplicidad y a este perfecto dejamiento en Dios? Yo respondo, que no solamente
en la oración sino en el progreso de toda su vida deben caminar invariablemente
en espíritu de simplicidad, renunciando y dejando toda su alma, sus
acciones y sucesos al beneplácito de Dios por un amor de perfecta
y obsoletísima confianza, remitiéndose a la merced y al cuidado
del amor eterno que de ellas tiene la divina Providencia. Y por esto conservan
su ánimo firme en esta forma de vida, sin permitir que se diviertan
a hacer reflexiones sobre sí mismas para ver lo que obran o si están
satisfechas. ¡Ay! que nuestras satisfacciones y consuelos no satisfacen
los ojos de Dios, antes solamente con ten tan a este miserable amor y cuidado
que tenemos de nosotros mismos, y no en Dios y en su consideración.
Verdaderamente los niños, que Nuestro Señor: nos señala
por modelo de nuestra perfección, no tienen ordinariamente cuidado
alguno o pensamiento de sí mismos en presencia de sus padres, estanse
asidos de ellos sin volverse a mirar ni a sus satisfacciones ni a sus consolaciones
que toman con buena fe y gozan en simplicidad, sin curiosidad alguna de considerar
las causas ni los efectos; el amor les ocupa bastantemente sin que puedan
hacer otra cosa. El que está muy atento a complacer amorosamente al
amante celestial, no tiene corazón ni lugar de volver sobre sí
mismo, anhelando continuamente su espíritu a la parte que le lleva
el amor.
Este ejercicio del continuo dejamiento de sí mismo en las manos de
Dios, comprende excelentemente toda la perfección de los otros ejercicios
en su perfectísima simplicidad y puridad, y mientras Dios nos permita
el uso de él, no debemos mudarle. Las amantes espirituales esposas
del Rey celestial se miran de cuando en cuando como las palomas que están
junto a las aguas cristalinas, por ver si están bien compuestas conforme
al gusto de su amante, y esto se hace en el' examen de la conciencia; en
el cual se limpian, purifican y adornan lo mejor que pueden, no por ser perfectas,
no por. 'Satisfacerse, no por deseo de adelantarse en el bien, sino, por
obedecer al Esposo, por la reverencia que le tienen y por el extremado deseo
que tienen de darle contento.
¿No es, pues, este un amor purísimo, limpísimo, simplicísima?
pues ellas no se purifican por ser puras, no se adornan por ser bellas, sino
solamente por agradar a su amante; al cual si el desaliño le fuera
agradable, le amaran como con el aliño? Y así estas simples
palomas no ponen cuidado ni muy grande, ni ansioso en limpiarse y adornarse;
porque la confianza que su amor les da de ser muy amadas, aun':' que indignas;
digo que la confianza que su amor les hace tener en el amor y bondad de su
amante les quita toda inquietud y desconfianza de no parecer bastantemente
bellas. Fuera de que el deseo de amar, más que de componerse y prepararse
para el amor, ataja toda curiosa solicitud, y hace que se contenten con una
dulce y fiel preparación hecha amorosamente y de buena voluntad.
Y por concluir este punto, san Francisco, enviando sus hijos fuera a algún
viaje, les daba este consejo en lugar de dinero y por toda su provisión:
Poned todo vuestro cuidado en el Señor, y él os alimentara
(Sal 54, 23). Yo os digo lo mismo, carísimas hijas; arrojad bien todo
vuestro corazón, vuestras pretensiones, vuestras solicitudes y aficiones
en el seno paternal de Dios, y él os guiará, o por mejor decir,
os llevara a donde os quiere su amor.
Oíd e imitad al divino Salvador, que como perfectísimo salmista
canta los soberanos quilates de su amor sobre el aro bol de la cruz, y los
concluye todos así: Padre mío, yo remito y encomiendo mi espíritu
en vuestras manos: Después de haber dicho esto, queridas hijas, ¿qué
resta sino espirar y morir con la muerte del amor, no viviendo más
en nosotros mismos, sino viviendo Jesucristo en nosotros? Entonces cesarán
todas las inquietudes de nuestro corazón, nacidas del deseo que el
amor propio nos sugiere y de la ternura que nos tenemos a nosotros mismos
y por nosotros mismos, que nos hace secretamente inquietar por conseguir
las satisfacciones y perfecciones propias: y embarcados dentro de los Ejercicios
de nuestra vocación con el viento de esta simple y amorosa confianza,
sin cuidar de nuestro aprovechamiento, lo promoveremos grandemente; sin andar
nos adelantaremos; y sin movernos del puesto, ganaremos tierra, como hacen
los que navegan en alta mar con viento favorable.
Entonces todos los sucesos y variedad de accidentes que sobrevienen se reciben
dulce y suavemente; porque al que está en las manos de Dios, al que
reposa en su seno, al que se ha dejado en su amor, al que se ha remitido
a su beneplácito ¿qué cosa le puede hacer titubear o
mover? Verdaderamente en todo suceso, sin ocuparse en filosofar sobre las
causas, razones y motivos de los acaecimientos, pronuncia de todo corazón
este santo consentimiento del Salvador: Si, Padre mío, porque así
ha parecido bien delante de Vos (Mt 11, 21). Luego nos desharemos en dulzura
y suavidad para con nuestras hermanas y demás prójimos; porque
veremos estas almas dentro del pecho del Salvador. ¡Ay! que quien mira
al prójimo fuera de él, corre riesgo de no amarle ni pura,
ni constante ni igualmente! Pero allí, ¿quién no le
amará? quién no le sufrirá? quién no llevara
sus imperfecciones? quién le juzgará enfadoso y de mala condición?
Este prójimo está, queridas hijas, dentro del pecho del Salvador,
allí está como muy amable, y tanto, que el amante muere de
amor por él.
Entonces aun el amor natural de la sangre, de la buena gracia, de las correspondencias,
de las simpatías y del trato, será purificado y reducido a
la perfecta obediencia del amor purísimo del beneplácito divino.
Y verdaderamente el gran bien y la gran dicha de las almas, que aspiran a
la perfección, sería el no tener deseo alguno de ser amadas
de las criaturas, sino con este amor de caridad que líos hace amar
al prójimo y a cada uno en el grado que desea Nuestro Señor.
Antes de acabar, digamos una palabra de la prudencia de la serpiente; porque
he pensado que habiendo dicho de la simplicidad de la paloma, se nos pone
delante luego la prudencia de la serpiente. Muchos han preguntado ¿cuál
fuese la serpiente de la que quiso Nuestro Señor que aprendiésemos
la prudencia? Dejando todas las respuestas que se pueden dará esta
pregunta, tomaremos místicamente las palabras de Nuestro Señor:
Sed prudentes como la serpiente, la que cuando es perseguida expone todo
el cuerpo por guardar la cabeza. Lo mismo debemos hacer nosotros, exponiendo
cuando es necesario todo cuanto tenemos, por conservar en nosotros sano y
entero a Nuestro Señor y a su amor, porque él es nuestra cabeza
y nosotros sus miembros. Tal es la prudencia que debemos tener en nuestra
simplicidad.
Os digo, también, que conviene acordarse de que hay dos especies de
prudencia, que son la natural y la sobrenatural. En cuanto a la natural,
conviene mortificada, porque no es del todo buena, y nos sugiere muchas consideraciones
y providencias no necesarias, las que tienen nuestros espíritus muy
apartados de la simplicidad. La verdadera virtud de la prudencia debe ser
verdaderamente practicada, siendo ella como una sal espiritual que da gusto
y sabor a todas las otras virtudes. Pero debe ser de tal modo practicada
de las monjas de la Visitación, que la virtud de una simple confianza
sobresalga en todo. Porque deben tener una confianza totalmente simple, que
las haga vivir en reposo entre los brazos de su Padre celestial y de su amantísima
madre Nuestra Señora, debiendo estar seguras de que las ampararán
siempre con su amantísimo cuidado, pues se han juntado por la gloria
de Dios y honra de la Santísima Virgen su Madre. Dios sea bendito.
ENTRETENIMIENTO XIII
De las reglas y del espíritu de la Visitación
Dificultosísima cosa es la que me preguntáis: ¿Cuál
sea el espíritu de vuestras reglas y cómo le podréis
conseguir? Pero antes de hablar de este espíritu conviene que sepáis
qué quiere decir tener el espíritu de una regla. Porque oímos
decir ordinariamente, tal religioso tiene el verdadero espíritu de
su Regla. Dos ejemplos sacaremos del santo Evangelio que son muy a propósito
para daros a entender esto.
Dícese, que san Juan Bautista vino en espíritu y virtud de
Elías (Lc 1, 17) y por eso reprendía osada y rigurosamente
a los pecadores, diciéndoles: Raza de víboras (idem 3, 7) y
otras palabras semejantes. Pero ¿cuál era esta virtud de Elías?
Era la fuerza que procedía de su espíritu para destruir y castigar
a los pecadores, haciendo bajar fuego del cielo, que abrasase y confundiese
a los que querían resistir a la Majestad del Señor. Luego era
un espíritu de rigor el que tuvo Elías. El otro ejemplo del
Evangelio que hace a nuestro propósito es, que queriendo Cristo Nuestro
Señor ir a Jerusalén, sus discípulos se lo disuadían,
porque los unos tenían gana de ir a Cafarnaúm y los otros a
Betania, y así procuraban llevar a Nuestro Señor al lugar donde
ellos querían ir; porque no es solo de hoy el querer los inferiores
traer a sus dueños a su voluntad; pero el Señor, aunque era
facilísimo en condescender, esta vez se mostró con rostro constante
(Lc 9, 51.54) pues de estas mismas palabras usa el Evangelista, para ir a
Jerusalén, para que los Apóstoles no tratasen mas de estorbárselo.
Yendo, pues, a Jerusalén quiso pasar por la ciudad de Samaria; pero
los samaritanos no se lo permitieron, por lo que Santiago y san Juan de tal
manera se indignaron contra los samaritanos por la poca acogida que hacían
a su Maestro, que le dijeron: ¿Maestro, queréis que hagamos
caer fuego del cielo para confundirlos y castigar el ultraje que os hacen?
Y Nuestro Señor les respondió: Vosotros no sabéis de
que espíritu sois. Queriendo decir; no sabéis que no estamos
ya en el tiempo de Elías, que tenía un espíritu de rigor:
y aunque este Profeta fue grandísimo siervo de Dios, e hizo bien en
hacer lo que queréis hacer vosotros; con todo no haríais bien
en imitarle, porque yo no he venido a castigar y confundir a los pecadores,
sino a traerlos dulcemente a la penitencia ya seguirme.
Veamos, ahora, cuál es el espíritu particular de una regla.
Para entenderlo mejor, conviene daros ejemplos fuera de vosotras, y luego
volveremos a vosotras mismas. Todas las religiones y todas las juntas de
devoción tienen un espíritu general, y cada una tiene el suyo
particular. El general es la pretensión que todas tienen de aspirar
a la perfección de la caridad; pero el espíritu particular
es el medio por donde se llega a esta perfección, que es la unión
de nuestra alma con Dios y con el prójimo por el amor de Dios. Esto
se consigue con Dios por la unión de n muestra voluntad con la suya;
para con el prójimo por la dulzura que es una virtud dependiente inmediatamente
de la caridad.
Vengamos al espíritu particular, que verdaderamente es diferentísimo
en diversas religiones. Los unos se unen a Dios y al prójimo por la
contemplación; y por eso guardan muy grande soledad, y conversan lo
menos que pueden en el mundo y aun entre sí mismos, sino es a ciertos
tiempos; únense también con el prójimo por medio de
la oración, rogando a Dios por él; al contrario el espíritu
particular de otros es verdaderamente de unirse a Dios y al prójimo;
pero esto es por medio de la acción, aunque espiritual; únense
a Dios, pero es reuniendo al prójimo a Dios por el estudio, por la
predicación, confesiones, conferencias y otros actos de piedad. Y
para mejor ejecutar esta acción, conversan en el mundo. También
se unen a Dios por la oración, mas con todo su fin principal es el
que hemos dicho, procurar convertir las almas y unirlas a Dios. Los primeros
tienen un espíritu severo y riguroso, con un perfecto desprecio del
mundo y de todas sus vanidades y sensualidades, queriendo con su ejemplo
incitar a los hombres a este desprecio de las cosas de la tierra; y a esto
sirve la aspereza de sus hábitos y ejercicios. Los otros tienen otro
espíritu; y así es muy necesario saber, cual sea el espíritu
particular de cada regla y congregación piadosa.
Para entender bien esto, conviene considerar por qué fin se principió,
y los diversos medios de llegar a él. En todas las religiones hay
el fin general, como hemos dicho; pero hablo ahora del particular, al cual
conviene tener tan grande amor que no haya cosa alguna que podamos conocer
ser conforme a él, que no la abracemos de todo nuestro corazón.
Tener amor al fin de nuestro instituto, ¿sabéis qué
cosa es? Es el ser exactas en la observancia de los medios para llegar a
este fin, que son nuestras Reglas y Constituciones, y ser muy diligentes
en obrar todo lo que depende ellas y conduce a observarlas más perfectamente;
esto es tener el espíritu de nuestra orden religiosa. Pero conviene
que esta diligente y puntual observancia se emprenda con simplicidad de corazón;
quiero decir, que no hemos de querer pasar más adelante, pretendiendo
hacer más de lo que está contenido en nuestras Reglas. Porque
no consiste el adquirir la perfección en la multiplicidad de las cosas
que hacemos, sino en la perfección y pureza de intención con
que las practicamos. Conviene, pues, mirar cuál es el fin de vuestro
instituto y la intención de vuestro fundador, y resolveros a guardar
los medios prescritos para llegar a él.
En cuanto al fin de vuestro instituto, no le habéis de buscar en la
intención de las tres primeras hermanas que le dieron principio, como
en el de los padres jesuitas del primer designio que tuvo san Ignacio; porque
en nada pensó menos que en hacer lo que hizo después, como
también san Francisco, santo Domingo y los demás Santos que
han fundado Órdenes religiosas; pero Dios, a quien solo pertenece
dar el ser a estas reuniones de piedad, las ha hecho tener efecto en \;1
la manera que las vemos; porque no conviene jamás creer" que los hombres
por su invención hayan comenzado un modo de vida tan perfecto, como
es el de la Religión; Dios es, por cuya inspiración se compusieron
las reglas que son los medios propios para llegar al fin general de todas
las órdenes religiosas, que es unirse a Dios y al prójimo por
amor de Dios. Pero como cada Orden tiene su fin particular, como también
los medios particulares para llegar a este fin y unión general, todas
también tienen un medio general para llegar a él, que son los
tres votos esenciales de la Religión.
Todos sabemos que las riquezas y bienes de la tierra son los más poderosos
atractivos para disipar el alma, así por la sobrada afición
que en ellos se pone, como por la solicitud que es menester para conservarlos
y darles aumento. Como el hombre nunca tiene tanto como desea, el religioso
corta y arranca todo esto por el voto de la pobreza. Lo mismo hace con la
carne y todas sus sensualidades y placeres, así lícitos como
ilícitos, por el voto de la castidad, que es un grandísimo
medio para unirse particularísimamente a Dios; porque los placeres
sensuales aflojan y debilitan grandemente las fuerzas del espíritu,
disipan el corazón y el amor que debe mas a Dios, al cual se lo damos
enteramente por este medio, no contentándonos de salir de la tierra
de este mundo, sino, saliendo también de la tierra de nosotros mismos,
quiero decir, renunciando los placeres terrenos de nuestra carne.
Pero mucho más perfectamente nos unimos a Dios por el voto de la obediencia,
porque renunciamos toda nuestra alma, todas sus potencias, voluntades y aficiones
por someternos y sujetarnos no solamente a la voluntad de Dios, sino a la
de nuestros superiores, la cual debemos siempre mirar como la del mismo Dios.
Y este es un renunciamiento grandísimo, por causa de las continuas
producciones de pequeñas voluntades que lleva nuestro amor propio.
Estando, pues, así apartados de todas las cosas, nos retiraremos a
lo íntimo de nuestro corazón para unirnos más perfectamente
a su divina Majestad.
Viniendo, pues, en particular al fin porque fue instituida nuestra Congregación
de la Visitación, y para comprender por él más fácilmente
cual sea su espíritu particular, siempre he juzgado que es un espíritu
de profunda humildad para con Dios y de una gran dulzura para con el prójimo;
porque teniendo menos de rigor para el cuerpo, conviene tenga más
de suavidad en el corazón. Todos los Padres antiguos determinaron,
que donde falta la aspereza de mortificaciones corporales, ha de haber mayor
perfección de espíritu. Conviene, pues, que la humildad para
con Dios y la dulzura para con el prójimo supla en vuestras casas
la austeridad de las otras.
Y si bien las austeridades, por sí mismas son buenas y pueden ser
medios para llegar a la perfección, entre vosotras no serían
buenas, porque serían contra las reglas. El espíritu de afabilidad
es de tal suerte propio de la Visitación, que cualquiera que quisiese
introducir mayor austeridad de la que tiene ahora destruirá al instante
la Visitación, porque irá contra el fin porque fue instituida,
que es para recibir en ella las doncellas y mujeres débiles, enfermas
y flacas que no tienen fuerzas corporales para emprender o que no son inspiradas
o llamadas a servir a Dios y unirse con él por vía de las austeridades
que se practican en otras Órdenes religiosas.
Vosotras quizá me diréis: Si sucede que una hermana tenga la
complexión robusta, ¿no podrá hacer más austeridades
que las otras, con permisión de la superiora, de manera que las hermanas
no lo adviertan? Respondo a esto que no hay secreto que no pase secretamente
a otra, y así de una a otra se viene a saber y hacerse pequeñas
juntas en la Orden y fuera de ella, y después todo se disipa. La bienaventurada
madre santa Teresa explica admirablemente el mal que acarrean estas pequeñas
empresas de querer hacer más de lo que la regla ordena y de lo que
hace la comunidad, y particularmente si es la superiora, el mal será
más grande; porque luego que lo ad viertan las súbditas, querrán
al punto hacer lo mismo, y no les faltará razón para persuadirse
que obrarán muy bien, las unas llevadas del celo, las otras por complacerla,
y todo esto servirá de tentación a las que no pudieren o no
quisieren hacer lo mismo.
No conviene introducir, permitir ni tolerar jamás estas particularidades
en la Orden, excepto en alguna necesidad particular; como si sucediese que
alguna religiosa fuese afligida de alguna gran tribulación o tentación,
entonces no sería cosa extraordinaria pedir a la superiora licencia
para hacer alguna penitencia más que las otras; porque es necesario
usar de la misma simplicidad que las enfermas que deben pedir los remedios
con que esperan recibir alivio; y cuándo se hallase alguna hermana
tan generosa y valiente que quisiese llegar a la perfección en un
cuarto de hora, haciendo más de lo que hace la comunidad, yo la aconsejaría
que se humillase y sujetase a no querer ser perfecta sino en el espacio de
tres días, andando al paso de las otras. Y si se hallaren algunas
hermanas de cuerpo sano y robusto sea en buen hora; pero no por esto han
de querer caminar más aprisa que las que son flacas y débiles.
Ved aquí en Jacob un ejemplo maravilloso y muy propio para mostrar
cómo debemos acomodarnos con los flacos y reprimir nuestras fuerzas
para sujetamos a andar igualmente con ellos, principalmente cuando tenemos
obligación, como la tienen las personas religiosas a seguir la comunidad
en todo lo que mira a la perfecta observancia. Jacob, pues, saliendo de casa
de su suegro Labán con todas sus mujeres, hijos, criados y rebaños
para volver a su casa, temía grandemente encontrar a su hermano Esaú,
porque pensaba estaría enojado siempre con él; pero ya no lo
estaba.
Continuando, pues, su camino, tuvo Jacob gran miedo porque encontró
a Esaú bien acompañado de una gran tropa de soldados, y habiéndole
saludado, le halló muy benigno con él, porque le dijo: Hermano
mío, vámonos juntos, y acabemos en compañía el
viaje (Gen 36, 12) A lo que respondió el buen Jacob: Señor
mío y mi hermano, con vuestra licencia, no puede ser así; porque
llevo conmigo a mis hijos, y sus pequeños pasos ejercitarán
o darán molestia a vuestra paciencia; yo como tengo obligación,
mido mis pasos con los suyos; y también ha poco tiempo que parieron
mis ovejas, y los corderillos todavía tiernos no podrán caminar
tan aprisa, y todo esto os detendrá demasiado en el camino. Notad,
os ruego, la admirable conformidad de este santo Patriarca: no solamente
se acomoda de buena gana a los pasos de sus pequeños hijos, sino también
de sus corderillos. Iba a pié, y el viaje fue muy feliz, como se vio
por las bendiciones que recibió de Dios en el discurso del camino;
porque vio y habló muchas veces con los Ángeles y con el Señor
de los Ángeles y de los hombres; y en fin él fue más
favorecido que su hermano que iba con tanta compañía.
Si queremos que nuestros viajes sean benditos de la divina Bondad, sujetémonos
con gusto a la exacta y puntual observancia de nuestras Reglas; y esto en
simplicidad de corazón, sin querer duplicar los ejercicios, lo que
será ir contra la intención del fundador y contra el fin porque
se fundó la Congregación. Acomodaos, pues, voluntariamente
con las enfermas que pueden ser recibidas, y yo os aseguro que por esto no
llegaréis más tarde a la perfección, antes, al contrario,
esto mismo será lo que os llevará más presto a ella,
Porque no teniendo que hacer mucho, os aplicaréis a ejecutar con más
perfección lo que hubiereis de hacer; y en esto son más agradables
a Dios nuestras obras, porque no mira tanto al número de las cosas
que hacemos por su amor, como poco ha dijimos, como al fervor de la caridad
con que las hacemos.
Yo hallo, sino me engaño, que si nos determinamos a querer guardar
perfectamente nuestras reglas tendremos harto que hacer sin cargarnos de
más peso; porque todo lo que concierne a la perfección de nuestro
estado está comprendido en ellas. La Bienaventurada Madre santa Teresa
dice, que sus hijas eran tan puntuales, que era necesario que las superioras
tuviesen grandísimo cuidado de no decir cosa que no fuese muy digna
de hacerse; porque sin otra orden partían luego a hacerla; y que para
mas perfectamente observar sus reglas, eran puntualísimas en la menor
cosa que tocaba a ellas. Refiere la Santa, que una de sus monjas, no habiendo
entendido bien cierta cosa que la superiora le mandaba, le dijo, que no le
entendía; a lo que ella respondió harto desapacible e inconsideradamente:
id a meter la cabeza en un pozo y lo entenderéis bien. Al punto la
monja partió con tanta presteza, que si no la detienen, se iba a echar
en un pozo. Es cierto más fácil guardar exactamente las reglas,
que cumplirlas en parte.
No puedo bastantemente decir la importancia de este punto de ser muy exactas
en la menor cosa que ayuda a guardar más perfectamente la regla; como
también el no querer emprender cosa alguna de más por cualquier
pretexto que sea; porque este es el medio de conservar la orden en su entero
y primitivo fervor, y lo contrario es lo que la destruye y hace decaer de
su primera perfección.
Me preguntáis si será más perfección conformarse
de tal manera con la comunidad que ni aun se pida licencia para comuniones
extraordinarias? Quién lo duda, amadas hijas mías? sino es
en ciertos casos; como son la fiesta del santo Patrón u de otro al
cual toda nuestra vida hayamos tenido devoción, o por alguna extrema
necesidad. Mas en cuanto a ciertos favorcillos que algunas veces tenemos
pasajeras, que de ordinario son efectos de nuestra naturaleza, los que nos
hacen desear la comunión, no hay que hacer caso de ellos, como no
le hacen los marineros de un cierto vientecillo que se levanta al despuntar
el día, causado de los vapores que suben de la tierra, el que no permanece,
antes cesa luego que los vapores se han remontado y desecho; y por esto el
piloto del navío, que lo conoce, no manda desplegar las velas para
caminar con él: así nosotros no debemos tener por buen viento,
esto es, por inspiración, unas pequeñas ganas que nos vienen
ya de pedir la comunión, ya de tener oración, o ya de otro
ejercicio. Porque nuestro amor propio, que busca siempre su satisfacción,
quedará totalmente contento de todo eso, y principalmente de estas
pequeñas invenciones, y no cesaría de pedirnos otras nuevas.
El día que la comunidad comulga, os dirá que conviene por humildad
pedir licencia para absteneros de la comunión, y cuando llega el tiempo
de humillaras, os persuadirá a alegraras y pedir la comunión
para este efecto; y de esta manera nunca seguiréis la comunidad.
No se han de tener por inspiraciones las cosas que son fuera de la regla,
sino es en casos tan extraordinarios que la perseverancia nos dé a
entender que es voluntad de Dios; como se ha visto en materia de comunión
en dos o tres grandes Santas, cuyos confesores querían que comulgasen
cada día.
Yo hallo que es un acto grandísimo de perfección conformarse
en todas las cosas con la comunidad y no apartarse de ella jamás por
su propia elección. Porque, a más de que este es un medio muy
bueno para unirnos con el prójimo, es también esconder nuestra
propia perfección hasta a nosotros mismos.
Hay una cierta simplicidad de corazón, en la que consiste la perfección
de todas las perfecciones, y esta es la que hace que nuestra alma no mire
más que a Dios, y que se esté recogida y encerrada en sí
misma para aplicarse, con toda la fidelidad que le fuere posible, a la obediencia
de sus reglas, sin entretenerse a desear ni querer emprender otra cosa. No
quiere intentar cosas excelentes y extraordinarias que la puedan ganar estimación
de las criaturas, y por esto se tiene por muy baja a sí misma, y de
nada queda con satisfacción porque no obra por su propia voluntad,
ni hace cosa alguna más que las otras; y por esto toda su santidad
está escondida a sus ojos; solo la ve Dios que se complace en su simplicidad,
con la cual arrebata su corazón y se une a él: ella corta todas
las invenciones de su amor propio, el que siente excesivo deleite en hacer
cosas grandes y excelentes que levanten nuestra estimación sobre los
otros. Tales almas gozan siempre de una\grande paz y quietud interior.
No conviene jamás creer ni pensar que por no hacer más que
las otras y seguir la comunidad tendremos menos mérito; porque la
perfección no consiste en las austeridades, aunque sean estas buenos
medios para llegar a ella y en sí mismas sean buenas; pero para vosotras
no lo son, porque no son conformes a vuestras reglas y al espíritu
de ellas: la grande perfección es perseverar en su simple observancia
y seguir la comunidad sin adelantarse a ella. La que se contuviere en estos
límites, yo aseguro que hará grande camino en poco tiempo,
y será de mucho fruto para sus hermanas con su ejemplo. En fin, cuando
hemos de remar conviene dar los golpes a medida: los forzados en el mar son
azotados, no tanto para remar flojamente, cuanto por no llevar el remo a
compás. Débense educar las novicias igualmente, haciendo las
mismas cosas para que ajustadamente se reme; y si bien no todas las hacen
con igual perfección, no importa, eso no tiene remedio; lo mismo se
halla en todas las comunidades.
Decís también, que en los días de fiesta os quedáis
un poco más en el coro que las otras para mortificaros; porque las
dos o tres horas que allí habéis estado con ellas os han parecido
largas. Respondo a esto que no es regla general que siempre se ha de hacer
aquello a que se tiene repugnancia, como tampoco lo es el abstenerse de aquellas
cosas a que se siente inclinación; porque si una monja tiene inclinación
a rezar el Oficio divino, no conviene que deje de asistir a él .con
pretexto de querer mortificarse. En lo demás el tiempo de las fiestas,
que se deja en libertad a cada una para hacer lo que quisiere, lo pueden
emplear conforme a su devoción; pero es cierto que habiendo estado
tres horas y más en el coro con la comunidad, es muy de temer que
el cuarto de hora que os estáis más, no sea un bocadillo que
dais a vuestro amor propio.
En fin queridas hijas, conviene mucho amar las reglas, pues son los medios
por donde llegamos a su fin, que es el introducirnos fácilmente a
la perfección de la caridad, que es la unión de nuestra alma
con Dios y con el prójimo; y no solamente esto sino también
de reunir el prójimo con Dios, lo que hacemos por el camino que le
damos, el que es todo fácil y dulce; pues ninguna monja es desechada
por falta de fuerzas corporales, con tal que tenga voluntad de vivir conforme
al espíritu de la Visitación, que es, como queda dicho, un
espíritu de humildad para con Dios y de dulzura de corazón
para con el prójimo; y este es el espíritu que hace nuestra
unión con el uno y con el otro. Por la humildad nos unimos con Dios
sometiéndonos a la exacta observancia de su voluntad significada en
nuestras reglas, pues debemos creer piadosamente que por su inspiración
han sido ordenadas, estando recibidas por la santa Iglesia y aprobadas por
Su Santidad, que son de ello evidentísimas señales; por lo
que las debemos amar tanto más tiernamente, y abrazarlas estrechísimamente
muchas veces al día, en señal de agradecimiento a Dios que
las ha dado. Por la dulzura de corazón nos unimos con el prójimo
por medio de una exacta y puntual conformidad de vida, de costumbres y ejercicios;
no haciendo ni más ni menos que aquellos con quienes vivimos, y que
aquello que nos está señalado en el camino en que Dios nos
ha puesto juntos empleando y arriesgando todas las fuerzas de nuestra alma
en cumplirlo con toda la perfección que nos fuera posible.
Pero notad, que lo que tantas veces he dicho, que conviene ser muy puntuales
en la observancia de las reglas, aun en la más mínima dependencia
de ellas, no se ha de entender de una puntualidad escrupulosa, porque no
ha sido esta mi intención; sino de una diligencia de esposas castas,
que no se contentan solo con no disgustar a su celestial Esposo, sino que
quieren hacer todo aquello que pueden para serie en alguna manera más
agradables.
Será conveniente que os proponga algún ejemplo notable para
que entendáis cuán agradable es a Dios el conformarse en todas
las cosas con la comunidad: oíd, pues, lo que os voy a decir. ¿Por
qué pensáis que Nuestro Señor y su santísima
Madre se quisieron sujetar a la ley de la Presentación y Purificación,
sino por causa del amor que tenían a la comunidad? Verdaderamente
este ejemplo debía bastar para mover a las personas religiosas a seguir
exactamente su comunidad sin apartarse un punto de ella; porque ni el Hijo
ni la Madre estaban en manera alguna obligados a esta ley; no el Hijo, porque
era Dios; no la Madre, porque era purísima Virgen: pudieran los dos
fácilmente eximirse, sin que nadie lo advirtiese; porque bien podía
ella irse a Nazaret en lugar de ir a Jerusalén, mas no lo hizo; antes
sinceramente siguió a la comunidad. Pudiera muy bien decir: la ley
no se hizo para mi querido Hijo ni para mí; de ninguna manera nos
obliga; mas, pues, el resto de los hombres está obligado y la observa,
nos sujetamos gustosísimamente por conformarnos con cada uno de ellos
y para no ser singulares en cosa alguna.
El apóstol san Pablo dijo muy bien: Convino que Cristo Nuestro Señor
fuese en todas las cosas semejante a sus hermanos, menos en el pecado (Hebr
2, 17). Pero, decidme ¿es acaso el temor de incurrir en la prevaricación
el que hacía a esta Madre y a este Hijo tan puntuales en la observancia
de la ley? No por cierto; porque en ellos no hubiera por eso prevaricación.
El amor que tenían al Padre eterno les movió. No se acierta
a amar al mandamiento, sino se ama al que lo pone: al paso que amamos y estimamos
al Legislador, somos puntuales en observar la ley. Unos están atados
a la ley con cadenas de hierro y otros con cadenas de oro; quiero decir,
los seglares que guarden los mandamientos de Dios por el temor que tienen
de condenarse, los guardan por fuerza y no por amor; pero los religiosos
y los que cuidan de la perfección de su alma están atados con
cadenas de oro, esto es, por amor: aman los mandamientos y los guardan amorosamente,
y por guardarlos mejor abrazan la observancia de los consejos.
David dice: Dios ha mandado que sus mandamientos sean muy bien guardados.
Mirad cuanto quiere que seamos puntuales en su guarda: así por cierto
lo hacen los verdaderos amantes, porque ellos no solo evitan la prevaricación
de la ley, sino hasta la sombra de ella. Por esto el Esposo dice que su Esposa
es semejante a la paloma que está junto al río, cuyas aguas
corren dulcemente y son cristalinas. Bien sabéis que la paloma está
segura junto a estas aguas; porque ve la sombra de las aves de rapiña
de las que ella se recela, y al punto que las ve, huye, y así no la
pueden coger: de la misma manera, quiere decir el sagrado Esposo, es mi Amada,
porque al punto que ve delante la sombra de la prevaricación de mis
preceptos, huye, y así no teme caer en las manos de la desobediencia.
Verdaderamente el que se priva de hacer su voluntad en las cosas indiferentes,
muestra bastantemente que ama la sujeción en las necesarias que son
de obligación. Conviene, pues, ser extremadamente puntual en la observancia
de las leyes y de las reglas que nos ha dado Nuestro Señor; mas sobre
todo en este punto de seguir la comunidad en todas las cosas, guardaos de
decir que no estáis obligada a guardar tal regla o precepto particular
de la superiora, porque le puso para las flacas y débiles, y vosotras
sois robustas y fuertes; ni al contrario, que el precepto se puso para las
fuertes y vosotras sois débiles y enfermas. ¡Oh Dios mío!
más que todo se debe esto desterrar de una comunidad. Si sois fuertes
yo os digo que os hagáis flacas por conformaras con las dé
pocas fuerzas; y si sois débiles esforzaos a igualaras con las fuertes.
El grande apóstol san Pablo dice: ¿Que se hizo todo para todos,
por ganarlos a todos? Quién es débil, con el cual yo no lo
sea? ¿Quién está enfermo, con el cual yo no lo esté?
También con los fuertes soy fuerte (1Cor 9, 22) Ved como san Pablo
cuando está con los enfermos está enfermo, y toma de buena
gana las comodidades de enfermo por darles confianza para que hagan lo mismo;
mas cuando se halla con los fuertes, es como un gigante para darles valor;
y si puede conocer que su prójimo se escandaliza de alguna cosa de
lo que él hace aunque le sea licito el hacerla, tiene no obstante
tan gran celo de la paz y tranquilidad de su corazón, que se abstiene
con gusto de hacerla.
Pero me diréis: Ahora es tiempo de recreación y yo tengo grandísimo
deseo de tener oración por unirme más inmediatamente con la
soberana Bondad; no puedo yo pensar que la ley que ordena la recreación
me obligue, pues tengo por mi misma bastante alegre el espíritu. No
por cierto, y no conviene decirlo ni pensarlo. Si no tenéis necesidad
de recrearos, con todo habéis de asistir a la recreación por
cumplir con las que tienen necesidad de ella.
¿Luego no hay en la Religión excepción alguna? Las reglas
obligan igualmente? Sin duda que obligan; pero hay muchas leyes que son justamente
injustas: por ejemplo; el ayuno de la cuaresma es de precepto para todos;
no os parece que esta ley es injusta; pues se le modera esta injusta justicia
dando dispensa a todos aquellos que no la pueden observar? Lo mismo es en
las Órdenes religiosas: el precepto es igual para todos y ninguno
tiene autoridad para dispensarse consigo mismo; mas los superiores moderan
el rigor conforme l~ necesidad de cada uno: y no habéis de pensar
que las débiles son menos útiles en la Religión que
las fuertes, o que hacen menos y así tendrán menos mérito;
porque todas hacen Igualmente la voluntad de Dios. Las abejas nos dan ejemplo
de lo que vamos diciendo; porque las unas se ocupan en guardar la colmena,
y las otras perpetuamente trabajan en su cosecha; pero con todo eso las que
quedan en la colmena no comen menos de la miel que las que oficiosas chupan
las flores.
¿No os parece que David hizo una ley injusta, cuando mandó
que los soldados que guardaban el bagaje llevasen iguales partes del despojo
como los que fueron a la batalla (1Re 30, 24) y volvieron con muchas heridas?
No por cierto, no fue injusta; porque los que guardaron los bagajes, los
guardaban por los que fueron a la batalla, y los que fueron a ella pelearon
por los que quedaban con el bagaje, y así merecieron todos una misma
recompensa, pues obedecieron igualmente al Rey. Dios sea bendito.
ENTRETENIMIENTO XIV
Contra el propio juicio, y de la ternura que tiene cada uno consigo mismo.
La primera pregunta es: ¿Si estar sujeta a su propia opinión
es cosa muy contraria a la perfección'? a lo que respondo: Que estar
sujeto a tener o no propias opiniones es una cosa ni buena ni mala; porque
meramente es natural: cada uno tiene sus opiniones propias; pero esto no
nos impide el llegar a la perfección, con tal que no estemos atados
a ellas ni las amemos; porque solamente el amor a nuestra propia opinión
es infinitamente contrario a la perfección; y esto es lo que tantas
veces os he dicho, que el amor de nuestro propio juicio y la estima que hacemos
de él es la causa de que hay tan pocos perfectos.
Muchas personas se hallan que renuncian la propia voluntad, unos por un respeto
y otros por otro: no digo solamente en la Religión, sino entre los
seglares, y dentro de las cortes de los príncipes mismos. Si un señor
manda cualquiera cosa a un cortesano, este jamás rehusará el
obedecer; pero sentir que estuvo bien hecho en mandárselo, eso rara
vez acontece. Yo haré lo que me mandáis en la forma que. me
decís, responderá; pero ... ; y quedarse siempre en su pero;
como quien dice, que él sabe bien que se podía hacer mejor
de otra manera. Ninguno puede dudar, hijas mías, que este modo de
obedecer no sea muy contrario a la perfección; porque de ordinario
produce inquietudes de espíritu, presunciones, y en fin alimenta el
amor de la propia opinión, y el juicio propio no debe ser amado ni
aplaudido.
Conviene, empero, que yo os diga, que hay personas que deben formar sus opiniones,
como son los obispos, los superiores que tienen cargo de otros, y todos aquellos
que tienen gobierno; los demás de ninguna manera lo deben hacer, si
la obediencia no los obliga; porque de otra manera perderán el tiempo
que deben gastar en servir fielmente a Dios: y como estos sean tenidos por
poco atentos a su perfección y por personas inútilmente ocupadas,
si quisieran detenerse a considerar sus propias opiniones, de la misma manera
los superiores deberían ser tenidos por incapaces de sus cargos, sino
fundasen sus opiniones, y tomasen resoluciones; aunque no deben complacerse
en ellas, ni dejarse llevar demasiado, porque esto sería contra su
perfección.
El grande santo Tomás de Aquino, que fue uno de los mayores entendimientos
criados, cuando formaba alguna opinión la fundaba en las razones más
eficaces que podía; y no obstante se halló alguno que no aprobó
lo que él juzgó por bueno y le contradijo: no por ello disputó
el Santo ni se ofendió de ello, antes lo sufrió con buen corazón;
en lo que mostró que no amaba su propia opinión, aunque no
la reprobó; dejóla así, pareciese o no buena, porque
después de haber cumplido con su obligación, no se afligía
por lo demás. Los Apóstoles no estaban atados a sus propias
opiniones, aun en las mismas cosas del gobierno de la santa Iglesia, que
era negocio de tanta importancia; de modo que después de haber resuelto
lo que se había de hacer, por la resolución que tomaban no
se ofendían si se movía alguna cuestión, ni si alguno
rehusaba recibir sus opiniones aunque estuviesen bien apoyadas, ni procuraban
hacer que se admitiesen con disputas y alegaciones. Si los superiores mudasen
de opinión a cada reparo, serían tenidos por ligeros e imprudentes
en su gobierno; mas si los que no tienen cargos quieren estar asidos a sus
pareceres, procurando mantenerlos y que sean admitidos, serán reputados
por caprichosos y obstinados; porque es cosa cierta que el amor de la propia
opinión degenera en contumacia y porfía, si fielmente no se
le mortifica y corta. Buen ejemplo tenemos entre los mismos Apóstoles.
Cosa admirable es que Nuestro Señor permitiese que muchas de las cosas
que hicieron los Santos Apóstoles, dignas verdaderamente de ser escritas,
quedasen escondidas debajo de un profundo silencio, y que una imperfección
que cometieron dos tan grandes santos, como san Pablo y san Bernabé,
se escribiese y notase; y esto sin duda fue por especial providencia de Dios
que lo permitió para enseñanza nuestra. Iban juntos los dos
Santos a predicar el santo Evangelio y llevaban consigo un joven, llamado
Juan Marcos, que era pariente de san Bernabé; y estos dos grandes
Apóstoles empezaron a alterar sobre si había de ir con ellos
o no; y hallándose de contraria opinión sobre este caso, no
pudiendo concordarse, se separaron el uno del otro. Decidme ahora, si debemos
nosotros espantarnos cuando viéremos algunos defectos entre nosotros,
pues los Apóstoles los tuvieron también.
Verdaderamente hay hombres de grande ingenio y de mucha bondad, pero de tal
suerte sujetos a sus opiniones, y que las estiman por tan buenas, que jamás
quieren apartarse de ellas; y es menester andar advertidos en no impugnársela
de repente, porque después es casi imposible persuadirles y darles
a entender que son falibles; porque se van empeñando tanto en buscar
razones para sustentar lo que una vez dijeron ser bueno, que no hay medio
de hacerles reconocer su error, sino se dan a una excelente perfección.
También se hallan entendimientos grandes y muy capaces que no están
sujetos a esta imperfección, antes gustosamente deponen sus opiniones,
aunque sean muy buenas, y no se arman para la defensa cuando se les opone
alguna contrariedad u opinión diferente de aquella que ellos juzgaron
por buena y segura; como hemos dicho del gran santo Tomás. De donde
podemos colegir que es cosa natural el estar sujetos a las propias opiniones:
las personas melancólicas lo están más de ordinario
que las que son de humor jovial y alegre; porque estos son fáciles
de persuadir y hacerles creer lo que se les dice.
Santa Paula fue tenaz en sustentar la opinión que formó de
hacer grandes austeridades, sin querer sujetarse al parecer de muchos que
la aconsejaban que se abstuviese de ellas. Lo mismo hicieron otros Santos,
que juzgaron convenía macerar mucho el cuerpo para agradar a Dios,
de modo que dejaban por esto de obedecer al médico y de hacer lo necesario
para la conservación de este cuerpo corruptible y mortal; y aunque
esto fuese imperfección, no dejaron por ello de ser grandes santos
y muy agradables a Dios. Lo que nos enseña que no debemos turbarnos
cuando en nosotros conociéremos semejantes imperfecciones o inclinaciones
contrarias a la verdadera virtud, con tal que no nos obstinemos en querer
perseverar en ellas; porque santa Paula y los otros que porfiaron, aunque
en cosa pequeña, fueron dignos de reprensión.
Por lo que a nosotros toca, conviene que jamás dejemos arraigar de
tal suerte nuestras opiniones, que cuando sea necesario no podamos deponerlas
con gusto, aunque estemos obligados a formarlas. Estar, pues, sujetos a hacer
estimación de nuestro propio juicio, y por esto esmerarse en buscar
razones para defender lo que una vez hemos concebido y estimado por bueno,
es una cosa natural; pero el atascarse a él es imperfección
notable. Decidme: ¿no es por lo menos perder inútilmente el
tiempo, particularmente en aquellos a quienes no incumbe por oficio el ocuparse
en esto?
Ahora preguntaréis: ¿qué se ha de hacer para mortificar
esta inclinación? Es menester quitarle el sustento. Os viene a la
imaginación que no está bien hecha alguna cosa del modo que
se hace y que sería mejor hacerla como lo habéis pensado, apartad
de vos este pensamiento diciendo en vuestro interior: ¿a mí,
qué me importa esto? pues esto es asunto que no me lo han mandado.
Es cierto que siempre es mucho mejor desasirse sencillamente que buscar razones
en nuestro espíritu para persuadirnos a que no tenemos razón;
porque en lugar de convencernos, nuestro entendimiento, que está poseído
de su propio juicio, nos trocará de suerte el discurso, que en vez
de dejar nuestra opinión nos dictará muchas razones para mantenerla
y estimarla por buena. Siempre es más útil despreciarla sin
querer verla, y apartarse de ella al punto que se percibe, de modo que apenas
se sepa lo que quiere decir. Pero también es cierto, que no está
en nuestra mano impedir el primer movimiento de complacencia que nos viene
cuando nuestra opinión es aprobada y seguida; porque esto no se puede
evitar; pero conviene no entretenerse en ello, sino dar gracias a Dios y
pasar a otra cosa sin afligirse por haber sentido la complacencia, como ni
por un pequeño sentimiento de disgusto que os vendrá si vuestra
opinión no fuere aprobada ni seguida.
Cuando fuere necesario, o por la caridad o por la obediencia decir vuestro
parecer sobre alguna materia, conviene decirlo simplemente y después
quedarse en la indiferencia, sea recibido o no. También algunas veces
se ofrece discurrir sobre las opiniones de los otros y mostrar las razones
en que se apoya la nuestra; esto se ha de hacer modesta y humildemente, sin
indicio de desprecio del consejo de los otros, y sin altercar porque se reciba
nuestra opinión.
Me preguntáis: ¿Si por ventura será fomentar esta imperfección
procurar hablar después con los que han sido de nuestro parecer habiéndose
tomado resolución? Sin duda que será alimentarla y mantener
nuestra inclinación, y por consiguiente cometer imperfección;
porque esta es una verdadera señal de no haberse rendido al parecer
de los otros, y de que siempre se prefiere el juicio particular. Estando,
pues, determinado lo que se ha propuesto, no se h a de hablar más
ni pensar en ello, sino fuere una cosa notablemente mala lo que se ha resuelto.
Porque entonces se puede buscar algún camino para estorbar la ejecución,
o poner remedio, y esto se ha de hacer lo más caritativa e insensiblemente
que se pueda, para no turbar a los demás, ni despreciar lo que ellos
tuvieron por bueno.
El solo y único remedio de curar al propio juicio es no hacer caso
de cuanto nos viene al pensamiento, aplicándonos a otra cosa mejor;
porque si nos dejamos llevar del discurso sobre todas las opiniones que nos
sugiere en los diferentes casos y accidentes humanos, ¿qué
otra cosa nos sucederá sino una continua distracción y embarazo
de otras cosas más útiles y propias a nuestra perfección,
dejándonos incapaces e inhábiles para la santa oración?
Porque habiendo dado libertad a nuestro entendimiento de ocuparse en la Consideración
de tales sofisterías, se irá siempre empeñando más
en ella, y nos traerá pensamientos sobre pensamientos, opiniones sobre
opiniones y razones sobre razones, que nos importunarán desgraciadamente
en la oración. Porque la oración no es otra cosa que una aplicación
total de nuestro espíritu con todas sus facultades en Dios: y así
estando entregado a seguir cosas inútiles, se hace más inhábil
e inútil para la consideración de los misterios, sobre que
se quiere tener oración.
Esto es lo que se ha ofrecido decir en la materia de la primera cuestión,
en la que se os ha enseñado que el tener opiniones no es cosa contraria
a la perfección; pero si el tenerlas amor y por consiguiente el hacer
caso de ellas o aferrarse a ellas; porque si no nos aferramos no nos enamoraremos
de ellas, y si no nos enamoramos cuidaremos poco de que sean aprobadas, y
no seremos fáciles en decir: Los otros crean lo que quisieren, que
yo ... Sabéis lo que quiere decir, que yo? No quiere decir otra cosa
sino: Yo no me rendiré jamás, antes estaré firme en
mi resolución y opinión. Esta es, como tengo dicho muchas veces,
la última cosa que dejamos, y siempre es necesario renunciarla y apartarla
de sí para llegar a la perfección verdadera; pues de otro modo
no adquiriremos la santa humildad que nos prohíbe hacer alguna estimación
de nosotros mismos y de todo lo que nos toca. Por lo que, sino tenemos la
práctica de esta virtud en gran precio, pensaremos siempre que somos
algo más de lo que somos, y que los demás nos son muy inferiores.
Y esto basta en cuanto a este punto.
Y sino me preguntáis más acerca de él, pasaremos a la
segunda cuestión que es: ¿Si la ternura que tenemos con nosotros
mismos nos embaraza mucho en el camino de la perfección? Para que
esto se entienda mejor, es menester que se os traiga a la memoria lo que
ya sabéis muy bien, esto es, que tenemos en nosotros dos amores, el
uno afectivo, y el otro efectivo: y estos se hallan tanto en el amor que
tenemos a Dios como en el que tenemos al prójimo y a nosotros mismos:
hablaremos ahora del que tenemos al prójimo y después volveremos
a nosotros mismos.
Suelen los teólogos, para dar a entender bien la diferencia de estos
dos amores, Hervirse de la comparación de un padre que tiene dos hijos,
el uno de los cuales es niño pequeñito de mucha gracia, y el
otro es hombre grande y valeroso soldado o de otra cualquier profesión:
el padre ama grandemente a estos dos hijos, pero con diferente amor, porque
al chiquito le tiene un amor muy tierno y afectivo. Mirad, os ruego, que
cosas permite que haga el niño con él y las que él hace
con el niño; él le besa, le toma en sus brazos, le regala y
acaricia con una indecible suavidad; si al niño pica una abeja, no
cesa de soplar sobre el mal hasta que le ha pasado el dolor; pero si al hijo
grande le picase no dada un paso, aunque le ama con un amor grande y sólido.
Considerad, os ruego, la diferencia de estos dos amores; porque aunque hayáis
visto la ternura que este padre tiene con el hijo pequeño, no deja
de pensar de enviarle fuera de su casa y darle una buena colocación
para la vida, destinando al mayor para su heredero y sucesor en sus bienes.
Este, pues, es amado con amor efectivo, y el otro pequeño con amor
afectivo: el uno y el otro son amados, pero diferentemente. El amor que nos
tenemos a nosotros mismos es de esta suerte, afectivo y efectivo: el amor
efectivo es el que gobierna los grandes ambiciosos de honras y riquezas,
porque se procuran tantas cuantas pueden y nunca se hartan de adquirirlas.
Estos se aman sumamente con el amor efectivo. Pero hay otros que se aman
más con el amor afectivo, y estos son muy tiernos consigo mismos,
y no hacen otra cosa que dolerse, acariciarse, como placerse y conservarse;
y temen tanto cualquier cosa que les puede dañar, que es grande compasión.
Si están enfermos, aunque tengan el mal en la punta del dedo, no hay
mayor mal que el suyo. Dicen ellos que son tan miserables, que por grande
que sea el mal de los otros, no es comparable con el que ellos padecen, y
no hay bastantes medios para curarlos; no cesan de buscar remedios para aplicarse,
y pensando conservar la salud la pierden del todo. Si los otros están
enfermos dicen, no es nada: en suma, ellos solos juzgan que deben ser compadecidos,
y lloran tiernamente sobre sí mismos, procurando mover a compasión,
los que los ven. Poco se les da de que no los tengan por pacientes, como
los crean muy enfermos y afligidos. Imperfecciones por cierto propias de
niños y, si me atrevo a decirlo, de mujeres o de hombres de ánimo
afeminado y de poco valor; porque no se halla esta imperfección entre
varones generosos y fuertes. Los espíritus firmes no se ocupan en
estas nimiedades e insulsas ternuras, que solo sirven de detenernos en el
camino de la perfección: y en fin, el no poder sufrir que nos tengan
por tiernos, no es dejar de serlo, muy al revés, es señal de
serlo y mucho.
Acuérdome de un caso que me sucedió cuando volvía de
París en un convento de religiosas, el que viene a propósito;
y por cierto yo tu ve más consuelo en él que en todo mi viaje,
y aunque en él encontré almas muy devotas, con todo una me
consoló mucho entre todas. Había en esta casa una doncella
que hacía su noviciado; era maravillosamente afable, obediente, servidora
y rendida, en fin, tenía las condiciones más necesarias para
ser buena religiosa. Sucedió por desgracia que las monjas descubrieron
en ella una imperfección corporal, que las puso en duda si la permitirían
o no hacer la profesión; la madre superiora la amaba mucho y sentía
despedirla; no obstante, las religiosas hacían mucho caso de aquella
falta corporal: llegado yo allí me comunicaron lo que pasaba con esta
pobre novicia, que es muy bien nacida. Trajéronla delante de mí,
y viéndome ella se hincó de rodillas, y dijo: Verdad es, señor
mío, que yo tengo tal falta vergonzosa, nombrándola en alta
voz con grande sencillez, yo confieso que nuestras hermanas tienen grandísima
razón en no quererme recibir, porque es intolerable mi defecto; pero
os suplico que me seáis favorable, asegurándoos que si me reciben
usando conmigo de caridad, tendré gran cuidado de no causarles incomodidad
alguna, sujetándome de buena gana a cuidar de la huerta, o a emplearme
en otros oficios que me quisieren dar apartados de su compañía
para que no las dé pena.
Verdaderamente que esta novicia me hirió el corazón. ¡Oh
qué poca ternura tenía consigo misma! no puedo dejar de decir
que quisiera de buena gana tener el mismo defecto natural, como tuviera el
valor de decirlo delante de todo el mundo con aquella sencillez que ella
lo dijo delante de mí. No temía el ser tenida en poco como
otras muchas, ni era tan tierna consigo misma; no hacía todas estas
consideraciones vanas e inútiles. ¿Qué dirá la
superiora si yo le digo esto o lo otro'? Si le pido algún alivio dirá
o pensará que soy muy delicada. ¿Y por qué, si es verdad,
no queréis que lo piense? Cuando le digo mi necesidad me muestra un
semblante tan frío, que da a entender lo poco que le agrada. Bien
puede ser, queridas hijas, que la superiora, teniendo otras muchas cosas
en que pensar, no tenga siempre atención a responderos o hablar graciosamente
cuando vos le decís vuestro mal. Y esto es lo que os da pesadumbre
y quita la confianza, como vosotras decís, de decirle vuestras incomodidades.
¡Oh Dios mío! amadas hijas, estas son niñerías,
es necesario ir sencillamente. Si la superiora o la maestra no os reciben
tan bien como quisierais una vez o muchas, no debéis disgustaros por
ello, ni juzgar que siempre harán lo mismo, no: Nuestro Señor
las tocará quizás con su espíritu de suavidad para que
las halléis más agradables otra vez. No conviene ser tan tiernas
que queráis siempre decir todas las incomodidades que padecéis,
cuando no son de importancia: un poco de dolor de cabeza o de muelas, que
quizá se pasará luego si lo queréis llevar por amor
de Dios, no hay necesidad de ir a decirlo para obligar a que os tengan un
poco de compasión; y puede ser que no lo digáis a la superiora
o a otra que os pueda procurar el alivio, sino a las demás hermanas,
porque decís que lo queréis sufrir por Dios. ¡Ay! hijas
mías, si fuera así que lo quisierais llevar por Dios, como
dais a entender, no lo dijerais a otra que sabéis muy bien que se
hallará obligada a declarar vuestro mal a la superiora, y por este
medio conseguiréis el remedio que fuera mucho mejor haber pedido simplemente
a laque os puede dar permiso de tomarle; pues sabéis bien que la hermana,
a quien dijisteis que os dolía la cabeza, no tenía facultad
para deciros que os fueseis a acostar. Luego no era otro vuestro intento,
aunque expresamente no lo pensaseis, sino de que tuviese compasión
de vuestro amor propio.
Pero si acaso sucede que las hermanas os pregunten como estáis, no
hay mal alguno en decirlo, como sea simplemente, sin exagerarlo ni lamentaros:
pero fuera de esto, no conviene decirlo sinó a la superiora o maestra;
y no hay que temer, aunque sean rigurosas en corregiros sobre el tal achaque,
porque no conviene quitarles la confianza con que os corrigen. Id, pues,
con toda llaneza a decirles vuestro mal, yo creo muy bien que tendréis
más gusto y seguridad en decírselo a aquella que no tiene cargo
de cuidar de vuestro alivio que a la que debe cuidar de él y le puede
aplicar el remedio; la razón es porque, mientras lo decís a
otras, cada una se compadece de la hermana y encarece la necesidad de su
remedio; y si lo decís a la que tiene cargo de vos, os habéis
de sujetar a hacer lo que os ordenare, y esta bendita sujeción es
la que procuramos siempre evitar con todo nuestro corazón, deseando
el amor propio ser el gobernador de nosotros mismos y el dueño de
nuestra propia voluntad.
Mas si yo digo a la superiora, me replicaréis, que tengo dolor de
cabeza, me dirá que me vaya a recoger. Y bien ¿qué importa?
sino tenéis tanto mal que os parezca no necesitar acostaros, poco
os costará el decir: mi madre o hermana mía, no me parece que
sea tanto mi dolor que necesite de eso. Y si, no obstante, os replica que
os vayáis a recoger, id simplemente, porque conviene observar una
grande sencillez en todas las cosas: andar simplemente es el verdadero camino
de las hijas de la Visitación, el cual es sumamente agradable a Dios
y es segurísimo.
Pero viendo que una hermana tiene alguna aflicción de espíritu,
o alguna incomodidad, y que le falta la confianza o el ánimo de sujetarse
a decirlo, y conociendo que la falta de manifestarse la ocasiona alguna melancolía,
debéis vos atraerla, o alentarla para que ella venga; yen esto es
menester gobernarse con prudencia y consideración; porque tal vez
convendrá condescender con su ternura, llamándola y preguntándola
qué es lo que tiene; y en otra ocasión será necesario
mortificar estos pequeños melindres, dejándola, como quien
dice: Vos no queréis sujetaros a pedir el remedió conveniente
a vuestro mal, padecedle, pues, en buen hora que bien lo merecéis.
Esta ternura es más insoportable en las cosas del espíritu
que en las corporales; y puede ser por desventura que sea más practicada
y fomentada por personas espirituales, las cuales quisieran ser santas al
primer golpe sin que les cueste nada, ni aun el sufrimiento de los combates
que les causa la parte inferior por la repugnancia que tienen a las cosas
contrarias a la naturaleza; siendo así que hemos de sufrir necesariamente,
y por consiguiente de resistir a estos embates, queramos o no queramos, todo
el tiempo de nuestra vida, y en muchos encuentros, sino queremos apartarnos
de la perfección que hemos emprendido.
Yo deseo mucho que sepáis distinguir siempre los efectos de la parte
superior de vuestra alma de los de la inferior, y que no os espantéis
jamás de las producciones de esta por maliciosas que sean, porque
estas de ninguna manera son bastantes a detenernos en nuestro camino, con
tal que permanezcamos firmes en la parte superior para andar adelante por
la senda de la perfección, sin ocuparnos ni perder tiempo en plañir
nuestras imperfecciones y mostrarnos dignos de compasión; como sino
debiéramos hacer otra cosa que dolernos de nuestra miseria y desdicha
en ser tardos en llegar a la cumbre de nuestra pretensión. Aquella
buena novicia, de quien hemos hablado, de ninguna manera se enterneció
hablándome de su defecto; antes lo dijo con ánimo y semblante
muy quieto, en lo que me agradó mucho. A nosotros nos suena muy bien
el llorar nuestros defectos, y esto cabalmente es lo que contenta mucho al
amor propio.
Conviene, hijas mías, ser muy generosas y no espantarse de verse sujetas
a mil especies de imperfecciones, y tener siempre un grande ánimo
para despreciar vuestras inclinaciones, humores, caprichos y ternuras, mortificando
fielmente todo esto en cualquiera acontecimiento; y si incurriéremos
de cuando en cuando en alguna falta, no nos detengamos por eso; sino reforcemos
el ánimo para ser más valientes en la primera ocasión,
y pasando adelante, haremos gran jornada en el camino de Dios y en la abnegación
de nosotros mismos.
A más de esto, vosotras me preguntáis: Si viéndoos la
superiora más tristes de lo ordinario, os pregunta qué es lo
que tenéis; y sintiendo vosotras en vuestro espíritu muchas
cosas que os conturban no podéis decir lo que tenéis ¿cómo
os habéis de portar en este caso? Habéis de decir todo lo que
sentís simplemente: Yo tengo muchas cosas en el espíritu, pero
no sé cual me aflige. Decís, temo que la superiora piense que
no confió en ella para decírselo. ¿Qué importa
que lo piense o no lo piense? como hagáis lo que debéis, no
os dé cuidado. Esto de decir, si yo hago esto o aquello, qué
pensará la superiora, es muy contrario a la perfección cuando
en ello se embarazan; porque es menester, en todo esto que digo, acordarse
siempre de que no es mi intento hablar de lo que pasa en la parte inferior,
que de eso no hago caso; es en la parte superior donde digo que se ha de
despreciar el qué dirán o qué pensarán.
Esto os sucede cuando habéis dado cuento de vuestro espíritu,
porque pensáis que no habéis dicho bastantemente vuestras faltas
particulares, y entendéis que la superiora dirá o pensara que
se las calláis. En esto, como en la confesión, conviene tener
igual simplicidad. Decidme ahora: ¿será bueno decir, si yo
me confieso de tal cosa, qué dirá o qué pensará
mi confesor? No por cierto: pensará o dirá lo que quisiere,
y como él me absuelva y yo haya cumplido con mi obligación
eso me basta. Y así, como después de la confesión no
es ya tiempo de examinar si se ha dicho bien todo lo que se ha hecho, sino
de presentarse delante de Nuestro Señor con tranquilidad, pues nos
hemos reconciliado con él, y de rendirle gracias por los beneficios
recibidos, sin ser necesario ya hacer reflexión de lo que se nos puede
haber olvidado; de la misma manera se ha de proceder en el dar cuenta; débese
decir sencillamente todo lo que se nos ofrece, y después no pensar
más en ello.
Pero, así como no sería ir bien preparada a la confesión
el no querer examinarse, por temor de no hallar alguna cosa que sea necesario
confesarla; así no se ha de despreciar el entrar dentro de sí
misma, antes de dar cuenta, por recelo de no hallar algo que dé pena
el decirlo. No conviene tampoco el ser muy delicadas en querer decirlo todo,
ni recurrir a las superioras a lamentarse del más pequeño dolorcillo
que tenéis, que puede ser seas pase dentro de un cuarto de hora, Es
necesario hacerse a sufrir generosamente los pequeños accidentes a
que no podemos poner remedio, por ser estos de ordinario efectos de nuestra
imperfecta naturaleza, como son la variedad de humores, de voluntades y de
deseos que producen ya un poco de enfado, ya unas ganas de hablar, y de ahí
a poco rato una grande a versión a ello, y otras cosas semejantes
a que estamos sujetos y lo estaremos mientras viviéremos en esta vida
miserable y perecedera.
Pero, en cuanto a la pena que decís que tenéis, la que os impide
la atención a Dios, sino vais luego a decirlo a la superiora, yo os
digo que debéis advertir que puede ser que no os quite la atención
a la presencia de Dios, sino la suavidad de esa atención: y sino es
más que esto, y tenéis el ánimo y la voluntad que decís
de sufrirlo sin buscar alivio, mi parecer es que haréis muy bien,
aunque os cueste un poco de inquietud, como no sea grande: pero si os quita
los medios de estar en la divina presencia, entonces convendrá ir
luego a decirlo a la superiora, no para recibir consuelo, sino por continuar
el camino de la presencia de Dios, aunque no será grande daño
el decirlo por aliviaros.
En lo demás, conviene que nuestras hermanas no estén tan asidas
a las caricias de la superiora, que en no hablándolas a su gusto,
saquen luego por consecuencia que no son amadas por ella. Eso no, nuestras
hermanas, amen mucho la humildad y la mortificación para no estar
de aquí en adelante melancólicas por una ligera sospecha, que
puede ser sin fundamento, de que no son tan amadas como su amor propio las
persuade que deseen serlo.
Pero yo he hecho una falta con la superiora, dirá alguna, y por esto
temo que me ha de tener poca voluntad y, en una palabra, que no hará
de mí aquella estima que hacía antes. Mis amadas hermanas,
todo este martirio hacéis en vosotras por mandato de un cierto padre
espiritual, que se llama amor propio, el cual comienza a decir ¿cómo
he faltado así? qué dirá o pensará nuestra madre
de mi? Ya no hay que esperar de mi cosa buena. ¡Oh! cómo soy
una pobre y miserable! jamás haré cosa que pueda contentar
a nuestra madre, y otras semejantes compasiones. Pero no dice: ¡Ay
que he ofendido a Dios! necesario es recurrir a su bondad y esperar que me
dará fortaleza; antes en lugar de esto dice: ¡Oh! yo sé
bien que Dios es bueno y no mirará a mi poca fidelidad, conoce muy
bien nuestra flaqueza ¿pero nuestra madre? Aquí volvemos siempre
para continuar nuestro lamento.
Es cierto que conviene tener cuidado de agradar a nuestros superiores; porque
el grande apóstol san Pablo lo declara y exhorta hablando con los
criados, lo que también se puede aplicar a los hijos: Servid, dice,
a vuestros amos a ojo (Ef 6, 6). Quiere decir, tened un gran cuidado de agradarles;
pero también dice después: No sirváis a vuestros amos
a ojo. Queriendo decir, que se guarden de hacer más cuando están
a la vista de sus amos, que cuando están ausentes de ellos; porque
siempre los ven los ojos de Dios, al cual se debe tener grande respeto para
no hacer cosa que le pueda desagradar y obrando de este modo no tengáis
pena ni cuidado por agradar a los hombres, porque esto no está siempre
en nuestra mano.
Hagamos cuanto nos sea posible por no desagradar a nadie; pero si después
de eso, sucediere alguna vez por nuestra flaqueza que disgustáremos
a alguno, recurrid luego a la doctrina que tantas veces os he predicado,
y que tanto deseo grabar en vuestro espíritu. Humillaos al punto delante
Dios, reconociendo vuestra fragilidad y miseria, y después reparad
vuestra falta, si es digna de enmienda, con un acto de humildad con la persona
a quien habéis disgustado algo, y hecho esto no os embaracéis
más; porque nuestro Padre espiritual que es el amor de Dios os lo
prohíbe, enseñándonos que después de haber hecho
el acto de humildad, como he dicho, nos entremos dentro de nosotros mismos
para acariciar tierna y amorosamente el bendito abatimiento que nos ha resultado
de nuestra falta, y la amable reprensión que la superiora os dará.
Tenemos dos amores, dos juicios y dos voluntades; y por esto no conviene
hacer caso de todo lo que el amor propio y el juicio particular o la propia
voluntad nos sugieren, con tal que hagamos reinar el amor de Dios sobre el
amor propio, y el juicio de los superiores, y aun de los inferiores e iguales,
sobre nuestro juicio, poniéndole a los pies de todos; no contentándonos
de sujetar nuestra voluntad a hacer todo aquello que quisieran de ella, sino
a forzar el juicio a que crea que no tenemos razón en pensar que aquello
no está justa y razonablemente hecho; desmintiendo así absolutamente
las razones que nos querrá traer para que creamos que la cosa que
se nos ha mandado se haría mejor de otro modo que de aquel que se
nos ha dicho. Conviene alguna vez proponer nuestras razones con sencillez,
si nos parecen buenas; pero hecho esto sosegarnos, sin replicar a lo que
se nos dijere; y de este modo procurar que muera nuestro propio juicio, que
nos parece más sabio y prudente que el de los demás.
¡Oh Dios! Madre mía, nuestras hermanas están tan resueltas
a amar la mortificación que será de mucho gusto el verlas los
consuelos nada serán para ellas respecto de lo que estimarán
las aflicciones, las sequedades y las repugnancias; tanto están deseosas
de parecerse a su Esposo. Ayudadlas, pues, bien en su intento, mortificadlas
bien y osadamente sin perdonarlas; pues eso es lo que pretenden. No se atarán
ya a las caricias, porque eso es contrario a la generosidad de su devoción,
la que será de tal modo que absolutamente se entregarán al
deseo de agradar a Dios, sin mirar otra cosa que no sea proporcionada a adelantarlas
en su deseo.
Es carácter de un corazón tierno y de una devoción delicada
el dejarse llevar de cualquiera pequeño encuentro de contradicción.
No tengáis miedo de que estas boberías de humor melancólico
y despechado se hallen jamás entre nosotros. Tenemos muy buen ánimo,
gracias a Dios, y nos aplicaremos de aquí en adelante a obrar tanto,
que le será agradable el vernos. Ahora, hijas mías, purifiquemos
bien nuestra intención, para que, haciéndolo todo por Dios,
por su honra y gloria, esperemos el premio de él solo su amor será
nuestro galardón en esta vida, y él mismo nuestra recompensa
en la eternidad. Dios sea bendito.
ENTRETENIMIENTO XV
En el cual se pregunta en qué consiste la perfecta resolución
de mirar y seguir la voluntad de Dios en todas las cosas, y si la podemos
hallar y seguir en la de los superiores, iguales o inferiores, que vemos
proceder de sus inclinaciones naturales o habituales? Trátanse algunos
puntos notables tocantes a los confesores y predicadores.
Conviene lo primero saber que la determinación de seguir la voluntad
de Dios en todas las cosas sin excepción se contiene en la oración
del Padre nuestro, en aquellas, palabras que decimos todos los días:
Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. No hay
resistencia alguna a la voluntad de Dios en el cielo; todo le está
sujeto y obediente; así decolamos, que nos suceda y pedimos a Nuestro
Señor que se haga, no poniendo jamás alguna resistencia, sino
estando siempre sujetísimos y obedientísimos en todos los sucesos
a esta divina voluntad. Pero las almas que toman esta resolución necesitan
de que se les declare en qué cosas podrán conocer esta voluntad
de Dios; de esto harto he dicho en libro del Amor de Dios; con todo, por
satisfacer a la pregunta que se me ha hecho, diré algo en este entretenimiento.
La voluntad de Dios se puede entender de dos maneras: hay voluntad de Dios
significada y hay voluntad de beneplácito. La voluntad significada
se divide en cuatro partes que son, los mandamientos de Dios y de la Iglesia,
los consejos, las inspiraciones, las reglas y constituciones. A los mandamientos
de Dios y de la Iglesia necesariamente se ha de obedecer; porque es la voluntad
de Dios absoluta que los guardemos si queremos salvarnos: sus consejos también
quiere que los observemos; pero no con voluntad absoluta, sino solo por manera
de deseo; y esta es la razón porque no perdemos la caridad ni nos
apartamos de Dios por no tener ánimo para emprender la guarda de los
consejos. Ni tampoco debemos intentar la práctica de todos, sino solamente
de aquellos que se conforman más con nuestra vocación, porque
hay algunos que de tal suerte se oponen a otros, que sería imposible
practicar el uno sin quitar los medios de guardar el otro. Consejo es dejarlo
todo por seguir a Cristo Nuestro Señor desnudos de todas las cosas:
otro consejo hay de prestar y dar limosna; decidme, el que de una vez dejó
todo lo que tenia ¿qué limosna ha de dar, pues no tiene de
qué? Conviene, pues, seguir los consejos que Dios quiere que sigamos,
y no pensar que los ha dado todos para que juntos los guardemos. Los consejos
que debéis practicar vosotras son los que se comprenden en vuestras
reglas.
Hemos dicho también, que Dios nos significa su voluntad por medio
de sus inspiraciones; así es verdad, más no por eso quiere,
que juzguemos nosotros mismos si lo que se nos ha inspirado es su voluntad,
ni menos que indistintamente sigamos sus inspiraciones. No quiere tampoco
que esperemos que nos manifieste su voluntad por si mismo o que nos envié
sus Ángeles a significárnosla. Su voluntad es que en las cosas
dudosas y de importancia recurramos a aquellos que nos ha puesto para que
nos guíen, y que totalmente nos sujetemos a su consejo y opinión
en lo que mira a la perfección de nuestras almas. Ved aquí,
pues, como Dios nos manifiesta su voluntad que llamamos significada.
Hay también la voluntad de beneplácito de Dios, la que debemos
mirar en todos los acontecimientos, quiero decir, en todo lo que nos viniere,
en la enfermedad, en la muerte, en la aflicción, en la consolación,
en las cosas adversas y en las prósperas, y en suma, en todas las
cosas que no podemos prevenir. Y a esta voluntad de Dios debemos siempre
estar prontos para sujetarnos en todas nuestras ocurrencias tanto agradables
como desabridas, en la muerte como en la vida, y en fin en todo aquello que
no es contrario manifiestamente a la voluntad de Dios significada, porque
esta ha de ir siempre delante, y con esto responderemos a la segunda parte
de la pregunta.
Pero, para darlo mejor a entender, conviene deciros lo que leí estos
días pasados en la vida de san Anselmo, donde se dice: Que en todo
el tiempo que fue prior y abad de su monasterio fue por extremo amado de
todos porque condescendía mucho, doblándose a la voluntad de
todos, no solo de los religiosos sí que también de los extraños.
Venía le uno a decir: Padre nuestro, conviene que vuestra reverencia
tome unos tragos de caldo, y los tomaba luego otro le decía: Padre
mío, esto os hará mal, luego lo dejaba. Así se sujetaba
en todo lo que no era ofensa de Dios a la voluntad de sus hermanos; los cuales
seguían sin duda su propia inclinación, y más los seglares
que le hacían volver según su voluntad.
Mas esta grande apacibilidad y condescendencia del Santo no era aprobada
de todos, si bien era de todos amada; por lo que un día algunos de
sus monjes le quisieron dar a entender que en aquello no obraba bien según
su juicio, y que no debía ser tan afable y fácil en acomodarse
a la voluntad de todos; antes bien debía procurar que se ajustasen
a la suya los que tenía a su cargo. ¡Oh hijos míos! dijo
este gran Santo, vosotros no sabéis la intención con que yo
lo hago. Sabed, pues, que acordándome de que Nuestro Señor
dijo que hagamos con los otros lo que queremos que hagan con nosotros, no
puedo dejar de hacerla así; porque deseo que Dios haga mi voluntad,
y por eso yo hago de buena gana la de mis hermanos y prójimos, porque
alguna vez le agrade a este buen Dios hacer la mía.
Á más de esto tengo otra consideración, y es que después
de lo que pertenece a la voluntad de Dios significada, no puedo mejor conocer
la voluntad de su beneplácito ni mas seguramente que por la voz de
mi prójimo; porque Dios no me habla, ni me envía Ángeles
para declararme lo que es de su beneplácito: las piedras, los animales,
las plantas, no tienen voz: no hay, pues, fuera del hombre, quien me pueda
manifestar la voluntad de mi Dios; y por eso, cuanto puedo, me conformo con
ella. Dios me manda la caridad con el prójimo; y esta es grande cuando
se conservan en unión los unos con los otros; para esto no hallo medio
mejor que la blandura y condescendencia; porque la dulce y humilde prontitud
debe andar sobre todas nuestras acciones. Pero mi principal consideración
es creer que Dios me manifiesta su voluntad por la de mis hermanos, y así
obedezco a Dios tantas veces cuantas con ellos condesciendo en cualquier
cosa.
Además, Nuestro Señor nos dijo: Que si no nos hacemos como
niños no entraremos en el reino de los cielos (Mt 18, 3). No os espantéis,
pues, si soy afable y fácil en condescender como un niño, pues
en esto no hago más que lo que me ha ordenado mi Salvador: poco importa
que yo me vaya a acostar o que ti esté levantado, que vaya allí
o me esté aquí; pero no carecería de mucha imperfección
el no sujetarme en esto a mi prójimo.
Mirad, mis caras hermanas, como el grande Anselmo se sujeta a todo lo que
no es contrario a los mandamientos de Dios o de la santa Iglesia o contra
sus reglas; porque la obediencia de estos va siempre delante, y si alguno
quisiera que hiciera alguna cosa contra ellos, yo creo que no la hubiera
hecho de ninguna manera; pero fuera de esto su regla general era condescender
en todo y con todos en las cosas indiferentes. El glorioso san Pablo, después
de haber dicho: Que nada le apartaría de la caridad de Dios, ni la
muerte ni la vida, ni los Ángeles (Rm 8, 38; 12, 15), ni todo el infierno
aunque se conjurase contra él tendría tal potestad, añade:
Yo no sé cosa mejor, que hacerme todo para todos: reír con
los que ríen, llorar con los que lloran, y finalmente hacerme uno
con cada uno.
San Pacomio hacía un día esteras, y un niño que le estaba
mirando le dijo: padre mío, no acertáis; eso no se ha de hacer
así. El Santo, aunque las hacía bien, se levantó con
presteza y se fue a sentar junto al muchacho, el cual le enseñaba
como las había de hacer. Violo un religioso y le dijo: Padre mío,
vos hacéis dos males condescendiendo a la voluntad de ese niño;
porque le exponéis al riesgo de tener vanidad, y echáis a perder
vuestras esteras, porque iban mejor como las hacíais; a que respondió
el bendito Padre: Hermano mío, si Dios permitiere que el muchacho
tenga vanidad, puede ser que en recompensa me conceda humildad; y habiéndomela
dado la podré comunicar a esta criatura: no es grande el daño
de tejer de esta manera o de la otra los juncos para hacer las esteras; mas
no lo sería pequeño sino hiciese mucha estima de aquellas tan
célebres palabras de nuestro Salvador: Si no os hiciereis como niños
pequeños no tendréis parte en el reino de los cielos. ¡Oh!
qué es un gran bien, hermanas mías, saberse volver y doblegar
de todas maneras!
No solamente los Santos nos han enseñado esta práctica de la
sumisión de nuestra voluntad, sino también Cristo Nuestro Señor
con ejemplo y palabra. ¿Pero cómo por palabra? El consejo de
la abnegación de sí mismo ¿qué otra cosa es sino
renunciar en todas ocasiones la propia voluntad y el juicio propio, por seguir
la voluntad de otro y sujetarse a todos, fuera siempre de aquello que fuere
ofensa de Dios? Pero podréis decir: Yo veo claramente, que lo que
quieren que yo haga, procede de una voluntad humana y de una inclinación
natural, y no porque Dios haya inspirado a mi madre o a mi hermana que me
lo mande hacer. Puede ser que Dios no se la haya inspirado, pero bien quiere
que vos lo hagáis, y faltando en esto, contravenís a la resolución
de hacer la voluntad de Dios en todas las cosas, y por consiguiente al cuidado
que debéis tener de vuestra perfección. Conviene, pues, siempre
sujetarse a hacer todo cuanto quisieren de nosotros para cumplir la voluntad
de Dios, como no sea contrario a su voluntad significada, como dijimos arriba.
Digamos una palabra de la voluntad de las criaturas. Esta se puede entender
de tres maneras: por modo de aflicción, de complacencia, o sin propósito.
En la primera conviene tener fortaleza para abrazar de buena gana las voluntades
contrarias a la nuestra, la que no quisiera hallar contradicción;
y así en esta práctica de seguir las voluntades ajenas conviene
de ordinario sufrir mucho, porque la mayor parte son diferentes de la nuestra.
Débese, pues, por manera de tolerancia, recibir la ejecución
de tales voluntades, sirviéndose de estas contradicciones cotidianas
para mortificarnos aceptándolas con amor y dulzura.
Por modo de complacencia no es menester exhortación para que sigamos
la ajena voluntad, porque de muy buena gana obedecemos en las cosas que nos
agradan; antes prevenimos estas voluntades ofreciendo nuestra sumisión.
Así, no es de esta especie de voluntad de la que se pregunta; porque
no hay en esta duda alguna; mas sí de aquellas que son fuera de propósito
y de las que no alcanzamos la razón del por qué quieren tal
cosa de nosotros. Aquí está el punto. Porque ¿á
qué fin haré yo la voluntad de mi hermana antes que la mía?
¿no sería la mía más conforme quizá a
la voluntad de Dios en cosa de tan poca importancia que no la suya? ¿por
qué razón debo yo creer que lo que ella me dice que yo haga,
es más inspiración de Dios que la voluntad que yo tengo de
hacer otra cosa? ¡Oh Dios! hermanas mías, aquí es donde
la divina Majestad nos quiere hacer ganar el precio de la sumisión,
porque si siempre viéramos que tenían razón de mandarnos
o pedirnos que hiciéramos tal cosa, no habría mucho mérito
en hacerla ni gran repugnancia; porque sin duda toda nuestra alma consintiera
voluntariamente en ello; mas cuando la razón está escondida,
entonces nuestra voluntad repugna, nuestro juicio receja y sentimos contradicción.
En estas ocasiones conviene vencerse y con una sencillez totalmente pueril
ponerse a obrar sin discurso y sin razonar, y decir: Yo sé bien que
la voluntad de Dios es que yo haga primero la voluntad de mi prójimo
que la mía; y por eso empiezo a obrarla sin mirar si es la voluntad
de Dios que yo me sujete a hacer lo que procede de pasión, o inclinación,
ó-I lo más cierto, de inspiración y movimiento de la
razón; porque en todas las cosas de poca importancia conviene andar
con simplicidad. Decidme, ¿á qué fin se ha de gastar
una hora de meditación para saber si es voluntad de Dios que yo beba
cuando me ruegan, o que me abstenga por penitencia o sobriedad, y otras cosas
semejantes que no son dignas de consideración, principalmente si yo
veo que daré gusto en alguna manera a mi prójimo en hacerlas?
En las cosas de consecuencia no conviene tampoco perder tiempo en considerarlas,
sino acudir a nuestros superiores para saber de ellos lo que debemos hacer,
y después no pensarlo más, sino absolutamente seguir su opinión;
pues Dios nos los ha dado por guías de nuestras almas en la perfección
de su amor.
Y si se debe condescender así con la voluntad de cada uno, mucho más
con la de los superiores, a los cuales debemos tener y mirar entre nosotros
como la misma persona de Dios, pues son sus tenientes; y por esa razón,
aunque conociésemos que tienen inclinaciones naturales y aun pasiones,
por cuyos movimientos nos mandasen alguna vez y reprendiesen los defectos
de sus súbditos, no debemos espantarnos; porque son hombres como los
demás y por consiguiente sujetos a pasiones e inclinaciones; pero
no nos es permitido hacer juicio de que aquello que nos mandan proceda de
su pasión o inclinación. Conviene guardarse de esto; y aun
cuando conociésemos palpablemente que era así, convendría
obedecer dulce y amorosamente y someterse con humildad a la corrección.
Verdaderamente que es cosa muy dura al amor propio el estar sujeto a todos
estos acaecimientos, es cierto; pero no es este el amor que debemos contentar
y escuchar; sino solamente al santísimo amor de nuestras almas Jesús
que pide a sus queridas esposas una santa imitación de la perfecta
obediencia que él tuvo, no solamente a la justísima y bonísima
voluntad de su Padre¡ sino también a la de sus padres, y lo
que es más a la de sus enemigos, los cuales sin duda siguieron sus
pasiones en los trabajos que le hicieron padecer, y con todo eso el buen
Jesús no dejó de sujetarse dulce, humilde y amorosamente: y
veremos claramente que estas palabras suyas que ordenan que cada uno tome
su cruz, se han de entender de recibir con gusto las contradicciones que
en todas ,ocasiones se nos ofrecen por la santa obediencia, aunque eran muy
ligeras y de poca importancia.
Quiero todavía daros un ejemplo admirable para que comprendáis
el valor de estas pequeñas cruces, quiero decir de la obediencia,
condescendencia y facilidad en seguir la voluntad de todos, y con más
especialidad de los superiores. Santa Gertrudis entró monja en un
monasterio donde había una superiora que conoció muy bien que
esta Santa era muy flaca de complexión y delicada; por lo que la hizo
tratar con más regalo que a las otras, no dejándola ejercitar
en las austeridades que se acostumbraban en aquella orden. ¿Qué
pensáis, pues, que hizo la pobre doncella para ser santa? Nada más
que rendirse muy simplemente a la voluntad de la madre; aunque el fervor
la pondría deseo de hacer lo que las otras, ella jamás dio
muestras de ello, porque cuando la mandaban que se fuese a acostar, se iba
sencillamente sin réplica; estando segura de que gozaría de
la presencia de su Esposo tanto en la cama por la obediencia, como en el
coro en compañía de sus hermanas.
Y para manifestar la gran paz y tranquilidad de espíritu que adquirió
en esta práctica, reveló Nuestro Señor a santa Matilde,
su compañera, que si alguno le quisiese hallar en esta vida, le hallaría
primero en el santísimo Sacramento del altar y después en el
corazón de santa Gertrudis. Y no hay que maravillarse de esto, pues
este divino Esposo dice en los Cantares, que el lugar donde él reposa,
es al medio día (Cant 1, 6). No dice que descansa por la mañana
ni por la tarde, sino al medio día; porque entonces no hay cosa que
haga sombra; y el corazón de esta gran Santa era un verdadero medio
día en el que no había sombra de escrúpulo ni de propia
voluntad; y por eso su alma gozaba de su armado que tenía todas sus
delicias en ella. En fin, la obediencia es la sal que da gusto y sabor a
todas nuestras acciones, y las hace meritorias de la vida eterna.
Deseo también deciros dos o tres palabras de la confesión.
Primeramente, querría que se tuviese grande respeto a los confesores;
porque, a más de que tenemos grande obligación de honra-r al
sacerdocio, los debemos mirar como a ángeles que Dios nos envía
para que nos reconcilien con su divina bondad; y no solamente por esto, sino
porque también los debemos mirar como tenientes de Dios en la tierra:
y así, aunque suceda alguna vez que se muestren hombres, cometiendo
algunas imperfecciones, como preguntando alguna cosa curiosa que no sea de
la confesión, como vuestros nombres o si hacéis penitencia
o practicáis las virtudes y cuáles son, si tenéis algunas
tentaciones y cosas semejantes; quisiera yo que respondieseis como lo preguntan,
aunque no haya obligación; porque no es decente decirles que no es
permitido manifestarles otra cosa más que aquellas de que os habéis
acusado. No, de ninguna manera, no hay que usar jamás de este descarte
porque no es verdad; vos podéis decir en la confesión lo que
quisiereis como no habléis más que, de vuestra conciencia y
no de lo que toca a la de vuestras hermanas.
Y si teméis decir alguna cosa de las que os preguntan, por no embarazaros,
como sería decir que tenéis tentaciones; si conocéis
que las habéis de decir porque las quieren saber por menor, podéis
responder: Padre mío, téngolas sin duda, más, por la
gracia de Dios, no pienso haber ofendido a la divina Bondad; pero no digáis
jamás que se os ha prohibido confesaras de esto o de lo otro. Decid
con buena fe a vuestro confesor todo aquello que os da pena si queréis;
pero otra vez os digo; guardaos muy bien de hablar de tercera ni cuarta persona.
En segundo lugar tenemos alguna recíproca obligación a los
confesores en el acto de la confesión y es el guardar secreto en lo
que nos dicen, si ya no fuese alguna cosa de edificación, y fuera
de esta, no hay de qué hablar. Si sucede que os dan algún consejo
contra vuestras reglas o vuestro modo de vida, escuchad lo con humildad y
reverencia, y después haced lo que vuestras reglas permiten, y no
más. Los confesores no tienen siempre intención de obligaras
so pena de pecado a lo que os dicen. Hanse de tomar sus consejos a manera
de simple dirección. Haced mucho caso de lo que se os dijere en la
confesión; porque no podréis creer el provecho grande que hay
en este sacrament9 para las almas que llegan a él con la humildad
que se requiere. Si os quisieren dar por penitencia alguna cosa que sea contra
la regla, rogadles suavemente que la muden en otra cosa; porque siendo contra
las reglas, teméis escandalizar a vuestras hermanas si la cumplís.
Á más de esto conviene no murmurar jamás de los confesores
si por defecto suyo os sucediere algo en la confesión. Podéis
sencillamente decir a la superiora, que deseáis, si así le
parece, confesaras con otro, sin decirle más; porque haciéndolo
así, no descubrís la imperfección del confesor y conseguís
la comodidad de confesaras a vuestro gusto; pero esto no se debe hacer por
ocasión leve y de poco momento. Débese también evitar
los extremos; porque, así corno no es bien sufrir faltas graves en
la confesión así no conviene ser tan delicadas que no se pueda
tolerar alguna pequeña.
En tercer lugar, quisiera que de aquí adelante las hermanas de esta
Casa tuvieran gran cuidado de particularizar sus pecados en la confesión;
quiero decir, que las que no hallan cosa en su conciencia que requiera absolución,
digan algún pecado particular. Porque acusarse de haber tenido muchos
movimientos de cólera o de tristeza y otros semejantes no es a propósito;
porque la cólera y la tristeza son pasiones y sus movimientos no son
pecado, respecto de que no está en nuestra mano impedirlos. Muy desarreglada
ha de ser la cólera y que nos precipite a acciones desarregladas para
que sea pecado; y así es menester particularizar alguna cosa que lo
sea.
Además, quisiera también que pusieseis gran cuidado en ser
verdaderas, sencillas y caritativas en la confesión. Verdaderas y
sencillas es una misma cosa: decir con claridad sus faltas sin ficción
ni artificio, advirtiendo que se habla con Dios a quien nada se le encubre:
muy caritativas no mezclando por manera alguna al prójimo en vuestra
confesión. Pongo por ejemplo: Habiendo de acusaras de que habéis
murmurado dentro de vos misma, o con las hermanas, de la superiora porque
os ha hablado muy secamente; no digáis, que habéis murmurado
de la corrección muy áspera que os ha dado, sino decid simplemente
que habéis murmurado contra la superiora. Decid solamente el mal que
habéis hecho, y no la causa que os han dado; jamás, ni directa,
ni indirectamente, descubráis el mal de los otros, acusándoos
del vuestro ni deis al confesor ocasión de sospechar quien ha cooperado
en vuestro pecado. No hagáis acusaciones inútiles en la confesión:
habéis tenido pensamientos de imperfección acerca del prójimo,
o de vanidad, o peores, habéis estado distraídas en la oración,
si os habéis detenido en ellos deliberadamente, decidlo con llaneza,
sin contentaras con decir que no habéis hecho la diligencia conveniente
para estar recogidas en la oración; y si habéis sido negligentes
en desechar la distracción, decidlo: porque acusaciones generales
de nada sirven en la confesión.
Quisiera también, mis amadas hijas, que en esta casa se tuviera gran
respeto a los que os anuncian la palabra de Dios: verdaderamente hay grande
obligación de hacerla así; porque son mensajeras celestiales
que vienen de parte de Dios a enseñarnos el camino de nuestra salvación;
conviene mirarlos como tales y no corno puros hombres; porque aunque no hablen
tan bien corno los hombres celestiales, no por eso se ha de minorar la humildad
y reverencia con que debemos recibir la palabra de Dios, que siempre es la
misma tan pura y tan santa corno si fuese dicha y pronunciada por los Ángeles.
Yo he advertido que cuando escribo a una persona con mal papel, y por consiguiente
con mala letra, ella me responde con tanto afecto como cuando le escribo
sobre buen papel y con mejor letra. Y esto ¿por qué? sino porque
ella no pone su atención ni en el papel que no es bueno ni en la letra
que es mala, sino solamente en mí que le he escrito. Lo mismo se debe
hacer con la palabra de Dios: No mirar quien es el que nos la administra
y quien nos la declara; bástanos saber, que Dios se sirve de aquel
predicador para enseñárnosla. Y pues vemos que Dios le honra
tanto que quiere hablar por su boca ¿cómo podremos nosotros
dejar de honrar y respetar su persona?
ENTRETENIMIENTO XVI
Trátase de las aversiones: como se han de recibir los libros, y que
no debemos maravillarnos de ver imperfecciones en las personas religiosas
ni tampoco en los superiores.
La primera pregunta es: ¿Qué es aversión? Las aversiones
son ciertas inclinaciones, que tal vez son naturales, y consisten en un poco
de mal humor en el trato de aquellos con quienes las tenemos, de donde nace
el que no gustemos de su conversación, esto es, que no sentimos en
ella aquel placer que hallamos en la de aquellos a quienes tenemos una inclinación
dulce que nos los hace amar con amor sensible, porque hay una cierta alianza
entre nuestro espíritu y el suyo. Para mostrar, que es natural amar
por inclinación a unos y no a otros, no es menester más que
la experiencia; pues si dos hombres entran en un juego de pelota donde otros
dos están jugando, luego cada uno se inclina a que gane este más
que aquel. ¿Y de dónde procede esto, pues jamás han
visto al uno ni al otro, ni los han oído hablar, ni saben si el uno
es más virtuoso que el otro, y por lo tanto no hay razón alguna
para aficionarse más a este que a aquel?
Forzoso es, pues, confesar que esta inclinación de amar más
a unos que a otros es natural; y lo mismo se ve en las bestias, que siendo
irracional es, tienen también sus aversiones e inclinaciones naturales.
Haced la experiencia en un corderillo recién nacido, mostradle la
piel de un lobo, aunque sea muerto; al punto echará a huir, balará
y se esconderá bajo de los pechos de su madre; pero mostradle un caballo,
que es bruto mayor que el lobo, no se espantará de ninguna manera,
antes jugará con él. La razón de esto no es otra sino
que la naturaleza le da alianza con el uno y aversión con el otro.
De estas aversiones naturales no es menester hacer gran cuenta, como ni tampoco
de las inclinaciones, con tal que sujetemos unas y otras a la razón.
Tengo aversión a conversar con una persona que sé muy bien
que es de gran virtud y que con ella puedo aprovechar mucho; conviene no
dejarme llevar de mi aversión, que me hace evitar su encuentro,
sino sujetar esta inclinación a la razón que debe moverme a
buscar su conversación, o por lo menos a detenerme en ella cuando
la encuentre con espíritu de paz y tranquilidad. Hay también
personas que tienen tanto miedo a cobrar su aversión a los que aman
por inclinación, que huyen del trato por no encontrar en ellos algún
defecto que les quite la suavidad de su afición y amistad.
¿Qué remedio habrá para estas aversiones, pues ninguno
puede estar exento de ellas por perfecto que sea? Los que son de natural
áspero tendrán aversión a los que son muy afables, y
estimarán su dulzura por una gran flojedad, aunque la afabilidad generalmente
es muy amada. El único remedio para este mal, como para toda otra
cualquier tentación, es una simple diversión, quiero decir,
no pensar en ello: porque la desdicha es que nosotros queremos conocer muy
bien si tenemos razón o no en tener aversión a una persona.
No conviene detenerse a inquirir esto; porque nuestro amor propio, que nunca
duerme, nos dorará también las píldoras que nos hará
creer que es buena, quiero decir, que nos persuadirá ser verdad que
tenemos ciertas razones que parecen buenas; y siendo después estas
aprobadas por nuestro juicio y amor propio no habrá medio para persuadimos
de que no son justas y razonables. ¡Oh cuánto conviene atender
a esto! Deténgome un poco en hablar de ello, porque es de mucha importancia.
Jamás hay razón para tener aversión, y mucho menos para
-mantenerla. Digo, pues, que cuando estas son puras aversiones naturales
no se ha de hacer caso de ellas, antes divertirse sin mostrar semblante alguno,
engañando así a nuestro espíritu; pero se deben combatir
y abatir cuando se reconoce que pasan más adelante de lo natural y
nos quieren apartar de la sumisión que debemos a la razón,
que jamás nos permite hacer algo en favor de nuestras aversiones,
como tampoco de nuestras inclinaciones cuando son malas, porque no ofendamos
a Dios; pero cuando no hacemos más en favor de nuestras aversiones
que no hablar con tanto agrado como hablaríamos a otra persona con
quien tenemos grandes sentimientos de afición, eso no es mucho, antes
casi no está en nuestra mano hacer otra cosa. Y fuera error, cuando
estamos con los movimientos de esta pasión, pedimos esto.
La segunda pregunta es: ¿Cómo os habéis de portar en
recibir los libros que os dan para que los leáis? La superiora dará
a una de las hermanas para que lo lea un libro que trate muy bien de las
virtudes; pero ella, porque no le estima, no sacará provecho de su
lectura, antes le leerá con negligencia de espíritu; y la causa
es porque sabe ya por menor-lo que se contiene en él, y desea que
se le mande leer en otro. Yo digo que es una imperfección el querer
escoger o desear otro libro diferente del que se da; es señal de que
leéis más por satisfacer a la curiosidad de espíritu,
que por aprovecharas de su lectura.
Si leyésemos por aprovecharnos, y no por complacernos, igualmente
nos satisfaría un libro que el otro, o a lo menos aceptaríamos
de buena gana todos los que nuestra superiora nos diese para leer: y digo
más, que os aseguro que tuvierais placer de leer siempre en un mismo
libro, mientras fuese bueno y hablase de Dios, y aunque no tuviese más
que el titulo de Dios, estuvierais contentas, pues tuvierais harto que hacer
después de haberlo leído y releído muchas veces. Querer
leer por contentar la curiosidad es señal de que tenemos todavía
el espíritu un poco ligero, y que no se acomoda bastantemente a obrar
el bien que ha aprendido en los pequeños libros de la práctica
de las virtudes; pues ellos hablan muy bien de la humildad y de la mortificación,
que no practicabais cuando no se recibían con gusto.
El decir: Porque no me agrada el libro no sacaré provecho, no es buena
consecuencia, como ni tampoco lo es decir: Yo lo sé ya todo de memoria;
y así no tendré gusto en leerle. Todas estas cosas son niñerías.
Si os dan un libro que lo sabéis todo de memoria, alabad a Dios por
ello, que de ese modo comprenderéis su doctrina más fácilmente.
Si os dan uno que habéis leído muchas veces, humillaos y creed
que Dios lo dispone así porque os ocupéis más en obrar
que en aprender; y que su voluntad os lo da la segunda y tercera vez porque
no habéis sacado aprovechamiento de la primera; pero el mal de donde
procede todo esto, es de que siempre buscamos nuestra propia satisfacción
y no nuestra mayor perfección.
Si por ventura, mirando vuestra flaqueza, la superiora os manda escoger el
libro que quisiereis, entonces lo podéis escoger con simplicidad;
pero fuera de este caso, conviene estar siempre humildemente sujetas a todo
lo que ordenara la superiora, sea de nuestro gusto o no, sin mostrar jamás
los sentimientos contrarios que puede ser tengáis a esta sumisión.
La tercera pregunta es: ¿Si os debéis espantar de ver imperfecciones
entre nosotras y también en los superiores? En cuanto al primer punto,
no hay duda, que no debéis maravillaras de ver allá dentro
algunas imperfecciones, ni tampoco en las otras casas religiosas, por perfectas
que sean; porque vosotras jamás seréis tan buenas que no cometáis
alguna de cuando en cuando según os dieren la ocasión.
No es mucho ver una doncella afable cuando no tiene quien la conturbe y ejercite,
y que entonces cometa pocas faltas. Cuando me dicen, ésta es una mujer
que jamás se le ha visto cometer una imperfección. Yo pregunto
luego ¿tiene algún oficio? Si me dicen que no, no hago mucho
caso de su perfección; porque hay mucha diferencia entre la virtud
de esta, y la de otra que está bien ejercitada, ya sea interiormente
por las tentaciones, ya exteriormente por las contradicciones que le hacen;
porque la virtud de la fortaleza, o la fortaleza de la virtud, no se adquiere
jamás en el tiempo de la paz, mientras no somos ejercitados con la
tentación contraria.
Aquellos que son de muy blando natural, mientras no tienen contradicción
y no han adquirido esta virtud de la fortaleza con la espada en la mano,
son verdaderamente muy ejemplares y de grande edificación; pero si
llegáis a la prueba, al punto los veréis trocados y manifestar,
que su dulzura no era virtud fuerte y sólida, sino más imaginaria
que verdadera. Hay gran diferencia entre tener la cesación de un vicio
y tener la virtud contraria. Muchos parecen muy virtuosos, que no tienen
un átomo de virtud, porque no lo han adquirido trabajando. Bien a
menudo sucede que nuestras pasiones duermen o están adormecidas; y
si en este tiempo no hacemos provisión de fuerzas para combatirlas
y resistirlas cuando despierten, seremos vencidos en el combate. Necesario
es ser siempre humildes y no creer que tenemos las virtudes, aunque no cometamos
o por lo menos no entendamos cometer los vicios contrarios.
En verdad, que hay muchas personas que se engañan grandemente, creyendo
que las que tratan de perfección no deberían deslizar en imperfecciones,
y particularmente de las religiosas, porque les parece que no es menester
más que entrar en religión para ser perfectas: lo que no es
así, porque las religiones no son para congregar personas perfectas,
sino personas que tengan ánimo de pretender la perfección.
Pero ¿qué se debe hacer si se ve imperfección en los
superiores como en los demás? No espantarse. No se hagan, diréis
vosotras, superiores imperfectos. ¡Ay! amadas hijas, sino se hubieran
de hacer superiores y superioras sino a aquellos y a aquellas que son perfectos,
fuera necesario rogar a Dios que nos enviase Ángeles o Santos del
cielo para que lo fueran, porque entre los hombres no se hallarán.
Búscanse verdaderamente, que no sean de mal ejemplo, pero en que no
tengan imperfección no se pone cuidado, como tengan las condiciones
necesarias al espíritu, pues aunque se hallaran otros más perfectos,
tal vez estos no fueran tan capaces para superiores.
Decidme ¿Nuestro Señor no nos ha enseñado lo mismo en
la elección de san Pedro al hacerle superior de todos los Apóstoles?
Porque todos saben cuan grande falta hizo este Apóstol en la pasión
y muerte de su Maestro, poniéndose a hablar con una criada y negando
tan miserablemente a su amantísimo Señor que tanto bien le
había hecho. Hizo el valiente y después huyó. Pero a
más de esto, después que fue confirmado en gracia por haber
recibido el Espíritu Santo, hizo todavía una falta que pareció
de tanta importancia, que san Pablo escribiendo a los gálatas les
dice: Que le había hecho resistencia en la cara porque era reprensible.
Y no solamente san Pedro, sino también san Pablo y san Bernabé,
queriendo ir a predicar el Evangelio, tuvieron entre los dos una pequeña
contienda, porque san Bernabé quería llevar en su compañía
a Juan Marcos, que era su primo, y san Pablo era de contraria opinión
y no quería que fuese con ellos; san Bernabé no cedia a la
voluntad de San Pablo, y así se dividieron y se fueron a predicar,
san Pablo a una provincia, y san Bernabé a otra con su primo san Juan
Marcos. Bien es verdad que Dios sacó mucho provecho de su diferencia;
porque si fueran juntos no hubieran predicado más que en una parte
de la tierra, y habiéndose dividido sembraron la semilla del Evangelio
en muchos lugares.
No pensemos, mientras estamos en esta vida, vivir sin cometer imperfecciones,
porque no es posible, ya seamos superiores o inferiores; pues todos somos
hombres y por consiguiente tenemos necesidad de creer esta verdad como segurísima
para no espantarnos de vernos sujetos todos a las imperfecciones. Nuestro
Señor nos manda decir todos los días aquellas palabras del
Padre nuestro: Perdón anos nuestras deudas, como nosotros perdonamos
a nuestros deudores. Y no hay excepción alguna en este mandato, porque
todos tenemos necesidad de cumplirlo. No es bl1ena consecuencia decir: Es
superior, luego no debe ser colérico ni tener otra imperfección.
Os espantáis de que viniendo a hablar a la superiora os diga alguna
palabra menos dulce que lo ordinario, porque puede ser tenga la cabeza llena
de negocios y cuidados. Vuestro amor propio se va todo turbado en vez de
pensar que Dios ha permitido esa pequeña sequedad a la superiora para
mortificaros cuando buscabais la caricia de que recibiese amigablemente lo
que la queríais decir; mas en fin sentimos mucho encontrar la mortificación
donde no la buscamos. ¡Oh cuánto importaría salir rogando
a Dios por la superiora, echándola bendiciones por la amable contradicción
que os ha hecho! En una palabra, hijas mías, acordémonos de
lo que dice el grande Apóstol san Pablo: La caridad nunca piensa mal
(1Cor 13, 54). Quiere decir, que al punto que le descubre lo deshecha, sin
pensar más ni detenerse a considerarlo.
Á más de esto, en cuanto a este punto me preguntáis
también: si la superiora o directora no debe mostrar repugnancia alguna
de que las hermanas vean sus defectos: y qué debe decir cuándo
una religiosa viene a acusaros sencillamente de cualquiera juicio o pensamiento
que ha tenido, notando su imperfección, como seria si alguna hubiese
pensado que la superiora había corregido con pasión.
Digo, que lo que debe hacer en esta ocasión es humillarse y recurrir
al amor de su abatimiento; mas si la hermana mostrase alguna turbación
al decirlo, la superiora no debería hacer otro semblante sino divertir
la memoria y esconder en su corazón el abatimiento; porque es menester
procurar que nuestro amor propio no eche a perder la ocasión de conocer
que somos imperfectos y de humillarnos; y aunque se corte el acto exterior
de humildad por turbar a la religiosa que lo está ya harto, no se
ha de dejar de hacer el interior; y si por el contrario la hermana no tuviere
turbación al acusarse, me parecería bien que la superiora confesase
libremente que ha errado si fuese verdad, porque si el juicio fuese falso,
es bien que la desengañe con humildad reservando, no obstante, como
joya preciosa el abatimiento que le ocasiona el haber sido tenida por defectuosa.
Mirad que esta pequeña virtud del amor a nuestro abatimiento no debe
jamás apartarse un paso de nuestro corazón; porque en cada
hora tenemos necesidad de ella por aprovechados que estemos en la perfección;
pues nuestras pasiones renacen después de haber vivido largo tiempo
en la Religión, y después de haber hecho grandes progresos
en la perfección. así le sucedió a un religioso de San
Pacomio llamado Silvano, el cual en el siglo había sido comediante,
habiéndose convertido y hecho religioso, pasó el año
del noviciado y otros muchos con una mortificación muy ejemplar sin
que se le viese acción alguna de su primer ejercicio. Veinte años
después le pareció que podía hacer alguna truhanería
con pretexto de recrear a los monjes, creyendo que sus pasiones estaban ya
de tal modo mortificadas que no tendrían fuerzas para hacerle pasar
los limites de una simple recreación; mas el pobre se engañó
mucho, porque la pasión de la alegría resucitó de tal
modo que, después de las truhanerías pasó a disoluciones,
y fueron tales que se resolvieron a echarle del monasterio; y lo hubieran
ejecutado, sino fuera por uno de los monjes que salió por fiador de
Silvano, prometiendo que se enmendaría, como sucedió, siendo
después un gran Santo.
Ved aquí, queridas hermanas, como no conviene olvidarnos jamás
de lo que fuimos, porque no seamos peores, ni pensar que somos perfectos
cuando no cometemos muchas imperfecciones. También es necesario advertir
que no hemos de perder el aliento aunque tengamos pasiones, porque jamás
estaremos libres de ellas. Aquellos ermitaños que quisieron decir
lo contrario, fueron censurados por el sagrado Concilio, y su opinión
fue condenada y tenida por error. Haremos, pues, siempre algunas faltas;
pero es menester procurar que sean raras, y que no se vean más que
dos en cincuenta años, como no se vieron más que dos en los
santos Apóstoles en tanto tiempo como vivieron después de haber
recibido el Espíritu Santo; y, aunque se vean tres o cuatro y aun
siete u ocho en tan largo discurso de años, no hay que entristecerse
ni perder el ánimo, antes cobrar aliento y armarse para obrar mejor.
Digamos todavía una palabra a la superiora. Las hermanas no deben
admirarse de que la superiora cometa imperfecciones, pues san Pedro, siendo
Pastor de la santa Iglesia y superior universal de todos los cristianos,
cayó también en falta y tal que mereció corrección,
como dice san Pablo. así la superiora no debe mostrar sentimiento
si se ven sus faltas; pero debe guardar la humildad y dulzura con que san
Pedro recibió la corrección que le hizo san Pablo, no obstante
que era su superior. No se sabe cuál fue de más consideración
o el valor de san Pablo en reprender a san Pedro o la humildad con que san
Pedro se sujetó a la corrección de san Pablo, siendo por una
cosa en que pensaba obrar bien y tenia muy buena intención: pasemos
otra cosa.
Me preguntáis en cuarto lugar: ¿Si sucediese algún día
que una superiora tuviese tanta inclinación a complacer las personas
seglares bajo pretexto de su aprovechamiento, que faltase al cuidado particular
que debe tener de las hijas y que están a su cargo, o que no tuviese
tanto tiempo para hacer los negocios de la casa por estarse muy despacio
en el locutorio, si estaría obligada a dejar esta inclinación,
aunque su intención fuese buena? A esto diré, que las superioras
deben ser muy afables con las personas seglares a fin de aprovecharlas, y
deben de buena gana darles alguna parte de su tiempo; mas ¿cuál
pensáis que debe ser esta pequeña parte? La duodécima,
quedando libres las once partes restantes para emplearlas en la casa en el
cuidado de la familia.
Las abejas salen por cierto de sus colmenas; pero esto solo es por necesidad
o por utilidad, y se detienen muy poco sin dar la vuelta; y el rey principalmente
sale muy raras veces, y como cuando se despide un enjambre, y entonces va
rodeado de su pequeño pueblo. La Religión es una colmena mística
toda llena de abejas celestiales, las cuales se han juntado para labrar la
miel de las celestes virtudes, y por esta causa conviene que la superiora,
que es entre ellas como su rey, sea muy cuidadosa de tenerlas cerca para
enseñarlas el modo de conseguirlas y guardarlas. No obstante, es menester
que trate con las personas seglares cuando la necesidad o la caridad lo requieran;
mas fuera de estos casos debe desembarazarse de los seglares con presteza.
Digo, fuera de la necesidad y caridad, porque hay ciertas personas de gran
respeto a las que no se puede disgustar.
Pero los religiosos y las religiosas no deben jamás detenerse con
los seglares, ni con pretexto de adquirir amigos para su comunidad. Verdaderamente
que no hay necesidad de esto, porque si guardan clausura, para obrar bien
lo que es de su cargo de ninguna manera deben dudar que nuestro Señor
proveerá bastantemente sus conventos de todos los amigos que fueren
necesarios. Pero si la superiora siente interrumpir la conversación
para ir al oficio cuando tocan la campana, temerosa de disgustar a aquellos
con quienes habla, no conviene que sea tan tierna; porque, sino son personas
de grande respeto o que vienen raras veces o son de muy lejos, no es bien
dejar los oficios o la oración si absolutamente no lo pide la caridad.
Respecto a las visitas ordinarias de personas que libremente se pueden despedir,
la portera debe decir que nuestra madre 6 las hermanas están en oración
o en el oficio, por si gustan de esperar o de volver otra hora. Mas si sucediese,
que por alguna grande necesidad se haya de ir al locutorio en ese tiempo,
todo lo que faltare a la oración que se supla después cuando
se pueda; que en cuanto al oficio, nadie duda de que esta obligada a decirlo.
En cuanto a la última cuestión: ¿Si se ha de hacer siempre
alguna pequeña particularidad con la superiora más que con
las otras religiosas ya en el vestir ya en el comer? Respondo en una palabra:
que no, de ninguna manera, sino hubiere necesidad, como se hace con las demás:
ni tampoco conviene que tenga silla particular, sino es en el coro y en el
capítulo: y en esta silla no se ha de sentar jamás la asistente,
aunque en todo lo demás se la debe tener el mismo respeto que a la
superiora, y esto se entiende en su ausencia. Tampoco en el refectorio se
le ha de dar más que un asiento como a las demás, bien que
en todo se le ha de mirar como persona particular a la que se ha de tener
grandísimo respeto. No ha de ser ella singular en cosa alguna sino
es no pudiendo mas, exceptuando siempre en caso de necesidad, como si fuese
ya muy anciana o enferma, porque entonces será permitido darla silla
para su alivio.
Importa mucho evitar cuidadosamente todas aquellas cosas que nos hacen parecer
algo más que los otros, quiero decir sobresalientes y notables. La
superiora debe ser conocida y señalada por sus virtudes y no por sus
singularidades no necesarias, especialmente entre nosotros los de la Visitación
que queremos hacer profesión particular de una grande simplicidad
y humildad; esos honores son buenos para aquellos conventos donde la superiora
se llama Doña; pero entre nosotros no hacemos caso de eso.
Resta solo decir, ¿cómo se conservará bien el espíritu
de la Visitación para que no se relaje? El único remedio es
tenerle encerrado y preso dentro de la observancia de las reglas. Pero me
decís que hay algunas tan celosas de este espíritu, que no
quieren jamás comunicar con los de fuera de casa: algo hay de superfluidad
en este celo, lo que conviene cortar; porque ¿á qué
propósito, os ruego, se ha de esconder al prójimo lo que le
puede aprovechar? Yo no soy de esa opinión, porque quisiera que todo
el bien que hay en la Visitación fuese reconocido y sabido de todos;
y por esto he sido siempre de parecer que sería bueno imprimir las
Reglas y Constituciones para que, leyéndolas muchos, puedan sacar
alguna utilidad.
Pluguiese a Dios, queridas hermanas, que se hallaran muchas personas que
las quisiesen practicar, se verían bien presto grandes mudanzas en
ellas que redundarían en gloria de Dios y salud de las almas. Sed
muy cuidadosas en conservar el espíritu de la Visitación; mas
no sea de manera que impida el comunicarlo caritativamente y con simplicidad
al prójimo, a cada uno según su capacidad; y no temáis
que por esta comunicación se pierda, porque la caridad jamás
destruye cosa alguna, antes lo perfecciona todo. Dios sea bendito.
ENTRETENIMIENTO XVII
En que se pregunta cómo y con qué motivo se ha de dar el voto
a las novicias para admitirlas al noviciado, como a la profesión.
Dos cosas son necesarias para dar el voto como conviene a tales personas.
La primera, es que se dé a personas que tengan llamamiento de Dios.
La segunda, que tengan las cualidades necesarias a nuestro modo de vida.
En cuanto al primer punto de que tengan verdadero llamamiento de Dios para
ser recibidas en nuestra Religión, conviene saber que cuando yo hablo
de este llamamiento y vocación, no lo entiendo de la vocación
general, como es aquella con que Nuestro Señor llama a todos los hombres
al cristianismo; ni tampoco de aquella, de la que se dice en el Evangelio:
Que son muchos los llamados y pocos los elegidos. Porque Dios, que desea
dar a todos la vida eterna, les concede los medios para llegar a ella; y
por eso los llama al cristianismo y los ha escogido, correspondiendo a esta
vocación y siguiendo sus divinas inspiraciones. Con todo, el número
de los que vienen es muy pequeño en comparación de los que
son llamados.
Pero, hablando más en particular de la vocación religiosa,
digo, que muchos son llamados de Dios a la Religión, pero son muy
pocos los que mantienen y conservan su vocación; porque comienzan
bien, pero no son fieles en corresponder a la gracia, ni en perseverar en
la práctica de lo que puede conservar su vocación y hacerla
buena y segura. Hay otros que no son llamados, y con todo después
de haber venido, su vocación ha sido ratificada y hecha buena por
Dios: así vemos algunos que vienen a la Religión por despecho
o enojo, y aunque esta vocación no parece buena, con todo se han visto
algunos que habiendo venido así han salido muy a propósito
para el servicio de Dios. Otros son incitados a entrar en la Religión
por alguna desgracia o infortunio que les ha sucedido en el mundo: otros
por defectos de salud o hermosura corporal; y aun que estos motivos de suyo
no son buenos, Dios no obstante se sirve de ellos para llamarlos: en fin,
los caminos de Dios son incomprensibles y sus juicios inescrutables y admirables
en la variedad de las vocaciones, y de los medios de que se sirve para llamar
las criaturas a su servicio, y todos deben ser adorados y reverenciados.
De esta gran variedad de vocaciones se sigue que es cosa bien difícil
conocer las verdaderas. Y con todo, la primera cosa que se requiere para
dar el voto es saber si la persona que se propone viene bien llamada y si
es buena su vocación. ¿Cómo, pues, entre variedad tan
grande de vocaciones y entre tan diferentes motivos se podrá distinguir
la buena de la mala para no errar? Esta es una cosa verdaderamente de grande
importancia y de mucha dificultad; con todo, no es tanta que del todo quedemos
destituidos de medios para conocer la bondad de una vocación, y entre
muchos que pudiera alegar, diré uno solo, como el mejor de todos.
La buena vocación, pues, no es otra cosa que una voluntad firme y
constante que tiene la persona de querer servir a Dios en la manera y lugar
a que la llama su divina Majestad; y esta es la mejor señal que hay
para conocer cuando una vocación es buena. Pero advertid que cuando
digo una voluntad firme y constante de servir a Dios, no digo que ella haga
luego desde los principios todo lo que toca hacer a su devoción, y
con tan gran firmeza y constancia que esté del todo exenta de repugnancia,
dificultad o disgusto en todo lo que de ella depende; no, yo no digo tal,
ni menos que esta firmeza y constancia sea tal que la libre de cometer faltas,
ni que por ella sea tan fuerte que jamás pueda vacilar ni variar en
la empresa de practicar los medios que la pueden conducir a la perfección.
No por cierto es eso lo que quiero decir: porque todo hombre está
sujeto a tal pasión, variedad y mudanza, que uno amará hoy
una cosa, y mañana querrá otra. No se debe, pues, por estos
tan varios sentimientos y movimientos juzgar de la firmeza y constancia de
la voluntad en el bien que ha abrazado una vez: sino, si en medio de esta
variedad de diversos movimientos, la voluntad permanece firme en no dejar
el bien que ha emprendido, aunque sienta disgusto o tibieza en el amor de
alguna virtud, y que no deje por eso de practicar los medios que se le han
señalado para conseguirla. De modo que para tener señal de
vocación no es menester una constancia sensible, sino que esté
en la parte superior del espíritu que es afectiva.
Para saber, pues, si Dios quiere que una persona sea religiosa no es menester
esperar que nos hable sensiblemente o que nos envíe un Ángel
del cielo a intimarnos su voluntad y menos tener revelación sobre
esta materia: no es menester tampoco un examen de diez o doce doctores para
averiguar si la inspiración es buena o mala, si se ha de seguir o
no; pero es necesario corresponder y cultivar el primer impulso, y después
no afligirse si viniere algún disgusto o tibieza tocante a eso; porque
si se procura siempre que la voluntad esté firme en querer buscar
el bien que se le ha mostrado, no dejará Dios de hacer que todo redunde
en gloria suya.
Y cuando digo esto, no hablo solamente por vosotras, sino también
por las doncellas que están en el mundo, de las cuales verdaderamente
es necesario tener gran cuidado en ayudarlas en sus buenos designios: cuando
tienen los primeros impulsos algo fuertes nada les parece dificultoso, piensa
n que allanarán los mayores imposibles; pero cuando sienten aquellas
mudanzas, y advierten que aquellos movimientos no son ya tan sensibles en
la parte inferior, les parece entonces que todo está perdido y que
conviene dejarlo: ya quieren, ya no quieren. Lo que entonces sienten no es
bastante para dejar el mundo. Dice una de estas doncellas: yo bien quisiera,
pero no sé si es la voluntad de Dios que yo sea religiosa, porque
la inspiración que siento ahora no es, me parece, muy fuerte. Verdad
es que la he tenido mucho más viva antes, pero corno no es permanente
me persuado de que no es buena.
Verdaderamente cuando encuentro tales almas no me admiro de estos disgustos
y tibiezas, y menos creo que por esto su vocación no sea buena. Solamente
se ha de tener gran cuidado en ayudarlas y persuadirlas a que no se acobarden
por estas mudanzas, alentándolas a perseverar firmes en medio de ellas.
Y bien, les digo yo, esto no es nada. Decidme, ¿no habéis sentido
el movimiento o la inspiración dentro de vuestro corazón para
buscar un tan gran bien? Si, dicen ellas, así es verdad; pero luego
se pasó. Si se pasó, replico yo, la fuerza de este sentimiento
¿no ha sido de modo que ha dejado alguna afición? Así
es, responden, porque yo siento siempre un no sé qué que me
hace inclinar a esta parte; pero lo que me aflige es el que no siento aquella
fuerza de movimiento que es necesaria para tal resolución. Yo les
respondo, que no se congojen por estos sentimientos sensibles, que no los
examinen tanto, que se contenten de la constancia de su voluntad, que en
medio de estas mudanzas no pierdan la afición de su primer prop6sito;
que solamente pongan su cuidado en fomentarla y en corresponder bien a su
primera moción.
No pongáis cuidado, digo yo, en mirar de que parte viene; porque Dios
tiene muchos medios para llamar a sus siervos y siervas a su servicio. Algunas
veces se sirve de la predicación, otras de la lección de buenos
libros; unos han sido llamados por haber oído las palabras sagradas
del Evangelio, como san Francisco y san Antonio que lo fueron oyendo aquellas:
Ve, y vende todo lo que tienes, y dalo a los pobres, y sígueme. Y
quien quisiere venir en pos de mi, niéguese a sí mismo, tome
su cruz y sígame (Mt 19, 21; 16, 24). Otros han sido llamados por
medio de enojos, desastres y aflicciones que les han sobrevenido en el mundo,
las que les dieron motivo de indignarse contra él y dejarle.
Nuestro Señor se ha valido muchas veces de este medio para atraer
muchas personas a su servicio, que por otros no los hubiera atraído.
Porque aunque Dios es omnipotente y puede todo lo que quiere, con todo no
quiere quitamos la libertad que una vez nos ha dado; y cuando nos llama a
su servicio, quiere que vayamos por nuestro gusto y nopal' fuerza ni necesidad;
y si bien estos vienen a Dios como irritados contra el mundo que los ha maltratado,
o por algunos trabajos y aflicciones que los atormentan, no dejan de darse
a Dios de su libre voluntad: y muy de ordinario tales personas salen a propósito
para su santo servicio y vienen a ser grandes santos, y a veces más
grandes que aquellos que entraron por vocaciones más aparentes.
Habéis leído lo que refiere el padre Plati de un caballero
bizarro, según el mundo, el cual estando un día muy galán
sobre un caballo ricamente enjaezado procurando parecer bien a unas damas
que galanteaba, como le quisiese hacer mal el caballo, le derribó
en medio del lodo, de donde salió todo sucio y enlodado, y quedó
con tal accidente tan confuso y corrido, que lleno de cólera resolvió
entrarse luego religioso, diciendo: ¡Oh traidor mundo, tú te
has burlado de mi, mas yo también me burlaré de ti: tú
has jugado de esta suerte conmigo, pero yo haré juego de ti de otra
manera; porque jamás tendré paz contigo, y para esto resuelvo
desde ahora entrarme en Religión (I Libro del Estado religioso, cap.
ult.): donde luego fue recibido y vivió santamente, no obstante que
su vocación fue un despecho.
Ha habido también otros cuyos motivos fueron peores que este. De buen
origen supe que un caballero de nuestros tiempos, valiente de corazón
y de cuerpo y de muy buen linaje, viendo pasar dos Padres capuchinos, dijo
a otros señores que estaban con él: me ha dado gana de saber
cómo viven estos de pies descalzos y de entrarme con ellos, no para
quedarme siempre, sino por un mes o tres semanas para poder mejor notar lo
que hacen para reírme después y burlarme con vosotros de ello.
Así lo resolvió, pidió el hábito con instancia
y fue recibido; mas la divina Providencia, que se sirvió de este motivo
para sacarle del mundo, convirtió su fin y mala intención en
buena; y el que pensó armar lazo a los otros cayó en él,
porque apenas hubo estado algunos días con estos buenos religiosos,
cuando del todo se trocó perseverando fielmente en su vocación
y llegó a ser un gran siervo de Dios.
Otros hay cuya vocación no es mejor que esta, y son aquellos que entran
en Religión por algún defecto natural, como por ser cojos,
tuertos, o por ser feos, o por tener otros semejantes defectos; y lo que
parece peor que son inducidos de sus padres los cuales, cuando tienen los
hijos defectuosos, los dejan en un rinc6n diciendo: este no vale nada para
el mundo, necesario es inclinarle a la Religión o procurarle algún
beneficio y así descargaremos la casa. Los hijos se dejan guiar de
este modo con la esperanza de vivir de los bienes del altar. Otros tienen
muchos hijos y dicen que es menester dejar libre la hacienda y encaminar
algunos a la Religión, para que los primogénitos lo tengan
todo y puedan lucir en el mundo; pero Dios muy de ordinario suele hacer que
se vea la grandeza de su misericordia y clemencia, valiéndose de estas
intenciones, que por sí mismas no son buenas, para formar de estas
personas grandes siervos de su divina Majestad.
y en esto se manifiesta admirable, complaciéndose este Artífice
divino en fabricar hermosos edificios con madera muy torcida y que no tiene
apariencia alguna de ser buena para nada; y como el que no sabe el arte de
carpintería, viendo algún madero torcido en la tienda del carpintero
se espantará si le dicen que es para hacer una obra primorosa; porque
dirá él, si es como decís, necesario será pasar
muchas veces el cepillo por encima de él antes de perfeccionarle;
así de ordinario la divina Providencia hace lindos primores de obra
con estas intenciones torcidas y siniestras, como hizo entrar en su convite
a los ciegos y a los cojos, para darnos a entender que aprovecha poco para
entrar en el cielo el tener dos ojos o dos piernas, y que es mejor ir a él
con un pié, un ojo y un brazo, que tener dos y perderse: a tal clase
de personas, habiendo venido a la Religión de este modo, se les ha
visto muchas veces hacer gran fruto y perseverar fielmente en su vocación.
Hay otros que han sido llamados bien, los cuales con todo no han perseverado,
antes después de haber estado algún tiempo en la Religión,
la han del todo dejado. Y de estos es buen ejemplo Judas, que no podemos
dudar de que fue bien llamado porque Cristo Nuestro Señor le escogió
y llamó con su propia boca al Apostolado: ¿de dónde,
pues, vino que siendo tan bien llamado, no perseveró en su vocación?
La razón es porque abusó de su libertad y no quiso valerse
de los medios que Dios le había dado para este efecto; sino que en
vez de abrazarlos y ponerlos en ejecución para su provecho, abusó
de ellos y los desechó, y esa fue la causa de perderse; porque es
cosa cierta, que cuando Dios llama a alguna vocación se obliga por
consiguiente por su providencia divina a proveerle de todas las ayudas necesarias
para perfeccionarse en ella.
Cuando digo que Dios se obliga, no se ha de pensar que nosotros le obligamos
a esto con seguir su vocación; porque ¿quién sabrá
obligarle? Pero Dios se obliga a sí mismo, por sí mismo, movido
por las entrañas de su infinita bondad y misericordia. De manera,
que haciéndome yo religioso, Nuestro Señor se ha obligado a
proveerme de todo aquello que es necesario para ser buen religioso, no por
deuda sino por su misericordia y providencia infinita: así como cuando
un gran Rey levanta soldados para hacer una guerra, su providencia y prudencia
requieren que vaya previniendo armas para armarlos; porque ¿con qué
apariencia podría enviarlos sin ellas a combatir? y si no lo hiciera
sería notado de imprudente. La divina Majestad nunca falta en el cuidado
y providencia de esto; y para que mejor lo creamos, se ha obligado de manera
que jamás se puede dudar que haya faltado cuando no obramos bien;
antes su liberalidad es tan grande, que da estos medios a los que no se los
ha prometido ni les está obligado por no haberlos llamado.
Notad también, que cuando digo que Dios se ha obligado a dar a los
que llama todas las condiciones necesarias para ser perfectos en su vocación,
no digo que las da todas de una vez y al instan te que entran en Religión.
No por cierto, no se ha de pensar que en entrando luego son perfectos con
toda prontitud; basta que traten de atender a la perfección y de abrazar
los medios para perfeccionarse; y por este fin es necesario tener esta voluntad,
de que hemos hablado, firme y constante.
Ved aquí, pues, como los juicios de Dios son ocultos y secretos, y
como algunos que vienen a la Religión por desprecio, o a modo de burla,
no obstante perseveran en ella; y otros siendo llamados bien y habiendo comenzado
con gran fervor acaban mal y lo dejan todo. Es, pues, cosa muy difícil
el saber si una doncella es bien llamada de Dios para darle el voto: porque
si bien la veréis fervorosa, puede ser que no persevere, pero tanto
peor será para ella; no dejéis por eso de dárselo si
veis que tiene esta voluntad constante de querer servir a Dios y perfeccionarse;
porque si quisiere recibir las ayudas que Dios infaliblemente le dará,
ella perseverará; pero si después de algunos años pierde
la perseverancia, no seréis la causa de su daño, sino ella
misma. Esto, pues, toca a la primera parte y al conocimiento de las vocaciones.
En cuanto a la segunda, que es de saber las cualidades que han de tener las
doncellas, primero para ser recibidas aquí dentro, segundo para entrar
en noviciado, y en tercer lugar para ser admitidas a la profesión,
no tengo mucho que decir. En cuanto a la recepción primera, sabed
que no se pueden conocer mucho aquellas que vienen con tan buen semblante.
Si las habláis, prometerán cuanto se quiera; parécense
a san Juan y Santiago, a los cuales Nuestro Señor dijo: ¿Podréis
vosotros beber el cáliz de mi pasión? (Mt 22, 22) Y ellos respondieron
osada y ardientemente: Que si: y en la noche de la pasión le dejaron.
Estas hacen lo mismo; ruegan mucho, agasajan, aseguran tanto su buena voluntad,
que casi no se pueden despedir; y en efecto, a mi parecer, no se deben hacer
en esto grandes discursos.
Esto lo digo en cuanto a lo interior, porque verdaderamente es muy difícil
en aquel tiempo el poderlo conocer, principalmente en las que vienen de lejos.
Todo lo que se puede hacer en orden a estas, es saber quiénes son
y las cosas que miran a lo temporal y exterior. Después abrirles la
puerta y admitirlas a la primera prueba. Si son del lugar, se puede observar
su modo, y por la conversación que se tiene con ellas reconocer algo
de su interior; pero también hallo que es muy difícil, porque
siempre vienen con la mejor cara y postura que pueden.
Paréceme que en cuanto a lo que toca a la salud corporal y enfermedades
del cuerpo, se debe hacer muy poca o ninguna consideración, pues en
estas Casas pueden recibirse las enfermas y débiles como las sanas
y robustas; pues en parte podemos decir que se han fundado para ellas, como
no sean enfermedades tan grandes que del todo las hagan incapaces de observar
la regla e inhábiles para obrar lo que es propio de esta vocación.
Pero fuera de esto, yo jamás les negara mi voto, ni aun cuando fuesen
ciegas, mancas, o cojas; mientras tuviesen las otras condiciones necesarias
para esta vocación.
Y no me diga la prudencia humana que si siempre se ofreciese tal clase de
gente y que si siempre es necesario recibirla, si todas fuesen ciegas o enfermas,
¿quién las serviría? De esto no tengáis cuidado
que no sucederá, dejadlo a la divina Providencia que sabrá
bien disponerlo y llamar las fuertes necesarias a su servicio. Cuando os
propusieren enfermas, decid: Dios sea bendito; si vinieren sea en buen ahora.
En suma las enfermedades que no impiden la observancia de la regla no deben
considerarse en vuestras casas. Y esto es lo que tengo que decir en cuanto
a la primera recepción.
En cuanto a la segunda, que es de recibir una doncella al noviciado, yo no
hallo tampoco que tenga grande dificultad, si bien se debe considerar más
que la primera, porque se ha tenido más comodidad para conocer su
humor, acciones y costumbres; luego se ven las pasiones que tiene; pero nada
de esto debe impedir el recibirla al noviciado, con tal que tenga buena voluntad
de enmendarse, sujetarse y valerse de los medicamentos propios para su curación,
y aunque sienta repugnancia a estos remedios y los tome con gran dificultad
no importa nada, mientras no dejen de usar de ellos; porque las medicinas
son siempre amargas al gusto, y no es posible que se reciban con la suavidad
que si fueran muy apetecibles; pero con todo esto no dejan de hacer su operación,
y cuando obran mejor dan mayor disgusto y trabajo. Veréis una joven
que tiene sus pasiones fuertes, es colérica, o impaciente, comete
muchas faltas, y no obstante eso quiere ser curada y que la corrijan y mortifiquen,
y que otra la dé remedios propios para su salud, y aunque al recibirlos
la disgusten y trabajen, no por eso se le ha de negar el voto, porque no
solo tiene la voluntad de curarse, sino también abraza los remedios
que para eso se le dan, aunque sienta pena y dificultad.
Otras se hallarán que serán mal educadas y poco corteses, de
natural rudo y grosero, y no hay duda que a éstas les costará
más trabajo y dificultad que a otras que son de afable condición
y natural mansedumbre, y estarán más sujetas a cometer faltas
que las que están bien criadas. Con todo, si quieren ser corregidas
y manifiestan una voluntad firme de recibir los remedios, aunque les sean
pesados, a éstas daría mi voto no obstante Sus faltas; porque
después de mucho trabajo hacen gran fruto en la Religión, salen
grandes siervas de Dios y adquieren una virtud fuerte y sólida; porque
la gracia divina suple lo que falta a la naturaleza; y no hay duda que donde
hay menos de aquella, muy de ordinario hay más de esa. Por esto, pues,
no conviene dejar de recibir al noviciado a las jóvenes, aunque tengan
muchos malos hábitos, el corazón rudo y grosero, y muestren
mucha condición, con tal que quieran el remedio. En suma, para recibir
al noviciado no es menester saber más que si tienen buena voluntad
y firme resolución de recibir el tratamiento que se les hará
para su cura, y vivir en gran sumisión. Teniendo esto, yo les concedo
mi voto. Ved aquí, me parece, cuanto se puede decir acerca de esta
segunda recepción.
En cuanto a la tercera condición digo, que es de suma importancia
el recibir a la profesión, y por esto me parece que se han de observar
tres cosas.
1. La primera, que las doncellas que se reciban a la profesión sean
sanas, no de cuerpo, como ya tengo dicho, sino de corazón y de espíritu,
quiero decir, que tengan el corazón bien dispuesto a vivir en una
entera obediencia y sumisión.
2. La segunda, que tengan buen espíritu; y cuando digo espíritu
bueno, no quiero decir aquellos grandes espíritus que son de ordinario
vanos y llenos de propio juicio de suficiencia, y que estando en el mundo
son tiendas de vanidad, que vienen a la Religión no para humillarse,
sino como si en ella hubieran de leer filosofía o teología,
queriendo guiar y gobernarlo todo. A éstas es menester mirar con cuidado;
digo mirar con cuidado, y no digo, que no conviene recibirlas, si se advierte
que quieren enmendarse y humillarse; porque con el tiempo y la gracia de
Dios podrán mudarse, lo que se hará sin duda si con fidelidad
se aprovechan de los remedios que se les aplicarán a su cura.
Cuando hablo de un espíritu bueno, entiendo de los espíritus
de buena capacidad y discurso, y también de los medianas, que ni son
muy grandes ni muy pequeños; porque estos hacen siempre mucho sin
que lo entiendan, aplícanse al obrar y se dan a las virtudes sólidas,
son tratables y se pueden gobernar sin trabajo; porque con facilidad comprenden
cuán bueno es el dejarse gobernar.
III. La tercera cosa que es menester observar es, si la monja ha procedido
bien en su noviciado, si ha hecho uso y sacado provecho de las medicinas
que se le han aplicad o; si ha llevado adelante las resoluciones con que
entró en él, de mudar sus malos humores e inclinaciones; pues
que el año del noviciado se le dio para eso: y si se ve que ha perseverado
fielmente en su resolución, y que su voluntad está firme y
constante en continuar, y que se ha aplicado a reformarse y ajustarse a las
reglas y constituciones, y que este propósito le dura con deseo de
hacerla siempre mejor, esta es muy buena señal y buena condición
para darla el voto; porque si bien, no obstante esto, ella no deja de hacer
algunas faltas, aunque sean grandes, no por eso se le ha de negar el voto;
pues si bien en el año de su noviciado debe trabajar en la reforma
de sus costumbres y hábitos, no por esto se ha de entender que no
pueda dar alguna caída y que deba al fin de su noviciado salir ya
perfecta.
¿Dónde no sucede así? Mirad al colegio de Nuestro Señor
y veréis los gloriosos Apóstoles, que aunque fueron bien llamados
y trabajaron mucho en reformar su vida, cometieron muchas faltas no solo
en el primer año sino también en el segundo y tercero. Todos
decían y prometían maravillas hasta ofrecerse a seguir al Señor
en su prisión y muerte: mas la noche de la pasión, cuando vieron
prender a su Maestro todos le desampararon. Las caídas no deben ser
causa para que se despida a una novicia, cuando en medio de ellas está
con firme voluntad de enmendarse y valerse de los medios que se le dan para
este fin. Esto es lo que puedo deciros tocante a las condiciones que han
de tener las que se han de recibir a la profesión, y lo que han de
observar las monjas para darlas su voto; y así acabaré mi discurso
sino me preguntáis otra cosa.
1. La pregunta, pues, en primer lugar, es: Si se hallase una doncella que
con facilidad se turba de pocas cosas, y que su espíritu muchas veces
se llena de congoja e inquietud, y que en medio de esto no muestra grande
amor a su vocación, y no obstante, pasándosele aquello, promete
hacer maravillas ¿qué se debe hacer en este caso? Ciertísimo
es que mujer tan mudable no es a propósito para la Religión;
pero con todo parece que quiere ser curada; porque si no hay señas
de ello, conviene despedirla.
2. No se sabe, diréis, si procede de falta de voluntad de ser curada,
o bien de que ella no comprende en qué consiste la verdadera virtud.
Digo, pues, que si habiéndola dado bien a entender lo que conviene
que haga para su enmienda no lo hace, antes es incorregible, se la debe despedir;
principalmente porque sus yerros no proceden, según lo que decís,
de falta de entendimiento ni por no comprender en qué consiste la
verdadera virtud, ni tampoco por no alcanzar lo que debe hacer para enmendarse;
sino por defecto de la voluntad que no tiene átomo de perseverancia
ni de constancia en obrar ni aprovecharse de lo que sabe y es necesario para
su enmienda; y aunque algunas veces diga que lo hará mejor no lo hace,
antes persevera en su inconstancia de voluntad: por lo que yo no le diera
mi voto.
3. Decís también, que hay algunas tan tiernas, que no pueden
sufrir que las corrijan sin turbarse, y que esto ordinariamente las hace
enfermar. Si es así, conviene abrirles la puerta, porque ya que están
enfermas y no se dejan visitar ni quieren se les apliquen los remedios propios
a su curación, se ve claramente que, obrando así, se hacen
incorregibles y no dan esperanza de su salud. En cuanto al ser tiernas tanto
de espíritu como de cuerpo, digo que este es uno de los grandes impedimentos
para la vida religiosa, y. así conviene tener gran cuidado de no recibir
a aquellas que lo son con demasía; porque por miedo a los remedios
no quieren procurarse la salud.
IV. En segundo lugar se pregunta ¿qué debe hacerse de una joven
que manifiesta en sus palabras que está arrepentida de haber entrado
en Religión? Verdaderamente si persevera en ese disgusto de su vocación
y en el arrepentirse de ella, y se ve que eso la tiene perezosa y negligente
en conformarse a las costumbres y espíritu de esta vocación,
conviene echarla fuera. Con todo, se debe considerar que esto puede suceder
o por una simple tentación o por ejercicio, y se conocerá por
el provecho que saca de tal pensamiento de disgusto o arrepentimiento, y
si con sencillez descubre el estado en que se halla, y es fiel en servirse
de los remedios que se le han dado, porque Dios jamás permite cosa
para nuestro ejercicio de que no quiera que saquemos provecho; lo que sucede
siempre cuando es fiel la persona en descubrirse y simple, como tengo dicho,
en ejecutar y creer lo que se le ha dicho; y esta es la señal de que
el ejercicio es de Dios: mas cuando se ve que esta joven usa de su propio
juicio y que su voluntad está engañada y perdida, perseverando
en su disgusto, entonces la cosa está en mal estado y casi sin remedio,
y así conviene despedirla.
5. Pregúntase en tercer lugar: ¿Si se ha de dar el voto a una
doncella que no es cordial o que no procede con igual afecto con todas las
hermanas, y que ha dado muestras de más inclinación a unas
que a otras? No conviene ser tan rigurosas por causas tan pequeñas;
sabed que esa inclinación es la postrera cosa que renunciamos; porque
antes de poder llegar a este punto de no tener inclinación alguna
más a esta que a la otra, y de que estas aficiones estén de
tal suerte mortificadas que no sobresalgan, es menester mucho tiempo. Débese
observar en esto, como en lo demás, si esta persona es en ello incorregible.
Finalmente decís: ¿Si el sentimiento de las demás hermanas
es contrario a lo que una sabe, y a esta le viene inspiración de decir
alguna cosa que ha reconocido será de crédito para la novicia,
convendrá callarlo? No, aunque el sentimiento de las otras sea totalmente
contrario al vuestro y vos seáis sola en esa opinión: porque
eso podrá servir para que las demás tomen la debida resolución.
El Espíritu Santo debe presidir en las comunidades, y conforme la
variedad de opiniones se toma resolución de hacer lo que parece más
expediente a su gloria. En cuanto a la inclinación que tenéis
a que las otras den su voto o que no le den con dar vos el vuestro o no darlo,
se debe desechar y reprimir como otra cualquiera tentación; y nunca
conviene descubrir sus inclinaciones o aversiones entre las hermanas en esta
ocasión.
En fin, para todas las imperfecciones que las jóvenes traen del mundo
conviene guardar esta regla: cuando se ve que se enmiendan, aunque no dejen
de cometer faltas, no se deben desechar, porque por su enmienda se conoce
que no quieren quedarse incorregibles. Dios sea bendito.
ENTRETENIMIENTO XVIII
Cómo se han de recibir los sacramentos y rezar el Oficio divino; con
algunos puntos tocantes a la oración.
Antes de decir cómo nos hemos de preparar para recibir los Sacramentos,
y qué fruto hemos de sacar de ellos, es necesario saber qué
cosa son los sacramentos y cuáles sus efectos. Los sacramentos, pues,
son las canales por las que, digámoslo así, Dios baja a nosotros,
como por la oración subimos nosotros a él; porque la oración
no es otra cosa que una elevación de nuestro espíritu a Dios.
Los efectos de los sacramentos son diversos, aunque todos tienen un fin y
una misma pretensión, que es unirnos a Dios. Por el sacramento del
Bautismo nos unimos con su divina Majestad como los hijos con los padres.
Por el de la Confirmación nos unimos como los soldados con su caritán,
recibiendo fuerzas para pelear y vencer a nuestros enemigos en todas las
tentaciones. Por el de la Penitencia nos unimos con Dios como amigos reconciliados.
Por el de la Eucaristía como la comida con el estómago. Por
el de la Extremaunci6nnos unimos a Dios como el hijo que viene de lejanas
tierras, y pone un pié en casa de su padre para juntarse con él,
con su madre y con toda su familia. Estos, pues, son los efectos diferentes
de los sacramentos, pero todos se encaminan a la unión de nuestra
alma con Dios.
Ahora solo hablaremos de dos, que son Penitencia y Eucaristía. Primeramente
es muy necesario saber por qué recibiendo tan a menudo estos dos sacramentos,
no recibimos también las gracias que suelen comunicar a las almas,
gracias que van juntas con los sacramentos? Yo lo diré en una palabra:
por falta de la debida preparación; y así conviene saber cómo
debemos prepararnos para recibir bien estos dos sacramentos y también
los demás.
La primera preparación es la pureza de intención, la segunda
la atención, y la tercera la humildad. En cuánto a la pureza
de intención, esta es totalmente necesaria no solo en la recepción
de los sacramentos, si que también en todas nuestras obras. La intención
es pura, cuando recibimos los sacramentos o hacemos otra cualquiera obra
por unirnos a Dios y serle agradables sin mezcla alguna de interés
propio. Conoceréis esto si cuando deseáis comulgar no os lo
permiten, o si después de la santa Comunión no tenéis
consuelo alguno, y no obstante quedáis en paz sin consentir en las
aflicciones que os pudieran venir; pero si por el contrario os dejáis
llevar de la inquietud por no haberos dejado comulgar, o porque no habéis
tenido consuelo ¿quién no ve que vuestra intención no
es pura, y que no buscáis el uniros con Dios sino con los consuelos?
Sabed, pues, que vuestra unión con Dios se debe hacer por medio de
la santa virtud de la obediencia y de la misma manera, si deseáis
la perfección con un deseo lleno de inquietud, ¿quién
no ve que es el amor propio el que os mueve porque n o quisiera que se hallase
imperfección en nosotros? Si fuese posible que agradásemos
a Dios tanto siendo imperfectos como siendo perfectos, debiéramos
desear no tener perfección para conservar por este medio en nosotros
la santísima humildad.
La segunda preparación es la atención. Ciertamente debiéramos
llegarnos a los sacramentos con mucha atención tanto por la grandeza
de la obra, como por lo que cada uno de ellos requiere de nosotros. Pongo
por ejemplo: cuando vamos a la confesión debemos llevar un corazón
amorosamente doloroso; y a la santa Comunión un corazón ardientemente
amoroso. No digo que por esta grande atención no hayamos de tener
la más mínima distracción, porque esto no está
en nuestra mano; pero digo que se ha de tener un cuidado muy especial de
no distraerse voluntariamente.
La tercera preparación es la humildad, virtud muy necesaria para recibir
abundantemente las gracias que corren por las canales de los sacramentos,
porque las aguas suelen correr más fácil y presurosamente cuan
do las canales están puestas pendientes y mirando abajo.
Pero, a más de estas tres preparaciones, os quiero decir en una palabra:
que la principal es la total renuncia de nosotros mismos en las manos de
Dios, sometiendo sin reserva alguna nuestra voluntad y todos nuestros afectos
a su dominio. Digo sin reserva, porque nuestra miseria es tan grande que
siempre nos reservamos algo. Las personas espirituales se reservan de ordinario
la voluntad de tener virtudes; y cuando van a comulgar: ¡oh Señor,
dicen, yo me pongo enteramente en vuestras manos, pero servíos de
darme prudencia para saber gobernar mi vida honradamente; pero de la simplicidad
no piden nada! ¡Oh Dios mío! yo estoy absolutamente sujeto a
vuestra divina voluntad, pero dadme grande aliento para hacer obras excelentes
en vuestro servicio; pero de afabilidad para vivir pacíficamente con
el prójimo no se habla palabra. Dadme, dirá otro, la humildad
que es tan importante para dar buen ejemplo; pero de la humildad de corazón
que nos hace amar nuestro propio abatimiento no les parece que haya necesidad.
¡Oh mi Dios! pues soy todo vuestro, concededme consuelos en la oración.
Verdaderamente lo que es necesario para unimos con Dios, que es nuestra pretensión,
y lo que jamás pedimos son las tribulaciones o mortificaciones.
No es el camino para llegar a esta unión el reservarse todas sus voluntades
por hermosa apariencia que tengan; porque Nuestro Señor, queriéndose
dar todo a nosotros, recíprocamente quiere que nos demos enteramente
a él, para que la unión de nuestra alma con su divina Majestad
sea más perfecta, y que podamos decir con verdad lo de aquel grande
perfecto entre los cristianos: Yo no vivo ya en mí, sino que Cristo
es quien vive en mi (Gal 2, 20).
La segunda parte de esta preparación consiste en vaciar nuestro corazón
de todas las cosas para que Nuestro Señor lo llene todo de sí
mismo. Verdaderamente la causa de no recibir la gracia de la santificación,
pues una sola comunión bien hecha es bastante y suficiente para hacernos
santos y perfectos, no es otra sino que no dejamos reinar a Nuestro Señor
en nosotros como su bondad desea. Viene a nosotros este amado de nuestras
almas y halla nuestros corazones llenos de deseos, de aficiones y de pequeñas
voluntades; esto no es lo que busca, sino que estén vacíos,
para hacerse dueño y gobernador de ellos.
Y para mostrar cuánto lo desea, dice a su amante sagrada: Que le ponga
como un sello sobre su corazón (Cant 8, 6), para que nada pueda entrar
en él sin su permiso y conforme a su beneplácito. Yo sé
muy bien que lo mejor de vuestro corazón está vacío,
porque de otra suerte sería una grande infelicidad, quiero decir,
que no solo habéis desechado y detestado el pecado mortal, sí
que también toda suerte de mala afición; pero ¡ay! que
todos los rincones y esquinas de nuestro corazón están llenos
de mil cosas indignas de parecer en la presencia de este Rey soberano, las
que parece que le atan las manos, y le embarazan el que nos reparta los bienes
y las gracias que su bondad deseaba hacemos si nos hubiera hallado dispuestos.
Hagamos, pues, de nuestra parte lo que esté en nuestra mano para prepararnos
bien a recibir este pan sobresubstancial, dejándonos totalmente a
la divina Providencia no solo por lo que mira a los bienes temporales sino
principalmente a los espirituales, derramando en la presencia de su divina
Bondad todas nuestras aficiones, deseos e inclinaciones, para estarle enteramente
sujetos, y estemos seguros de que Nuestro Señor cumplirá de
su parte la promesa que nos ha hecho de transformarnos en sí, levantando
nuestra bajeza hasta unirla con su grandeza.
Bien se puede comulgar por diversos fines, corno por pedir a Dios que nos
libre de alguna tentación o aflicción, ya sea a nosotros ya
a nuestros amigos; o por pedir alguna virtud, con tal que esto sea con la
condición de unirnos por este medio más perfectamente a él;
lo que de ordinario no sucede, porque en el tiempo de la aflicción
estamos casi siempre más unidos a Dios porque nos acordamos más
a menudo de él y por lo que toca a las virtudes, alguna vez es más
a propósito y mejor para nosotros no tener el hábito de ellas
corno si le tuviéramos, mientras ejerzamos sus actos en las ocasiones
que se nos ofrecieren; porque la repugnancia que sentimos en el ejercicio
de una virtud, nos debe servir para humillarnos, y la humildad vale siempre
más que todo.
En fin conviene que todas las súplicas y peticiones que hacéis
a Dios no sean solamente por vosotras, sino que tengáis cuidado de
decir siempre por nosotros, como Nuestro Señor lo enseñó
en la oración del Padre nuestro, donde no hay ni mía ni mío
ni yo: esto se entiende que tengáis intención de rogar a Dios
que conceda la gracia o virtud que le pedís para vosotras a todos
aquellos que tuvieren la misma necesidad y esto sea siempre para unirnos
más con él; porque de otro modo no debemos pedir ni desear
cosa alguna ni para nosotros ni para los prójimos; pues este es el
fin para que se instituyeron los sacramentos.
Conviene, pues, que correspondamos a esta intención de Nuestro Señor
recibiéndolos por este mismo fin; y no habéis de pensar que
comulgando u orando por los otros perderéis algo, y que porque ofrecéis
a Dios la comunión y oración por satisfacción de sus
pecados entonces no satisfacéis por los vuestros; porque el mérito
de la comunión y de la oración siempre os queda, pues no podemos
merecer la gracia los unos por los otros, solo Cristo Nuestro Señor
lo ha podido: podemos si impetrar la gracia para otros, pero no merecerla.
La oración que hacemos por ellos aumenta nuestro mérito, ya
para la recompensa de la gracia en esta vida, como para la de la gloria en
la otra; y aunque una persona no tenga atención a hacer las obras
que hace por satisfacción de sus pecados, la sola intención
que tiene de hacer aquello por puro amor de Dios, basta para satisfacer por
ellos; pues es cosa cierta que quien pudiere hacer un acto excelente de caridad
o de perfecta contrición, satisfará plenariamente por sus pecados.
También me parece que queréis saber, cómo conoceréis
si aprovecháis con la frecuencia de estos sacramentos. Lo podréis
conocer, mirando si adelantáis en las virtudes que les son propias:
como si sacáis de la confesión amor a vuestro abatimiento y
humildad, porque estas virtudes son propias de este sacramento, y siempre
a medida de la humildad se conoce nuestro aprovechamiento. ¿No sabéis
que está escrito: el que se humilla será ensalzado? Ser ensalzado
es ser adelantado. Si por medio de la santísima Comunión llegáis
a ser más dulce y afable, pues esta es la virtud propia de este sacramento
que es todo dulce, todo suave, todo miel, sacaréis de él el
fruto propio, y así adelantaréis; pero, al contrario, si no
salís más humilde, ni más suave, mereceréis que
os quiten el pan, pues no queréis trabajar.
Yo quisiera, que cuando os viene el deseo de comulgar, fuerais simplemente
a pedir licencia a la superiora con resignación de aceptar humildemente
la excusa si os la negare: si otorgare vuestra demanda, llegarse a comulgar
con amor, y aunque haya mortificación en pedirla, no por eso se ha
de dejar de hacerla; porque las que entran en esta Religión no vienen
a otra cosa que a mortificarse, y las cruces que llevan se lo han de acordar.
Y si a alguna le viniere la inspiración de no comulgar con tanta frecuencia
como las otras, por el conocimiento' que tiene de su indignidad, lo puede
decir a la superiora, esperando el juicio que sobre ello hiciere con grande
dulzura y humildad.
También quisiera que no os inquietaseis cuando entendéis que
se ha hablado de algún defecto que tenéis o de alguna virtud
que os falta, sino que alabaseis a Dios porque os ha descubierto el modo
de adquirir la virtud y de enmendaras de la imperfección, y luego
os animaseis a practicar los medios. ,Es necesario tener un espíritu
generoso, que solo procure asirse a Dios sin dejarse tirar en manera alguna
de lo que nuestra parte inferior quiere, procurando que la parte superior
de nuestra alma reine; pues enteramente está en nuestra mano, con
la gracia de Dios, no consentir jamás con la inferior. Los consuelos
y ternuras no se deben desear, pues no son necesarios para amar más
a Dios. No conviene, pues, ocuparse en considerar si tenemos buenos sentimientos,
sino en hacer lo que haríamos si los tuviésemos.
Tampoco conviene ser tan delicadas en quererse confesar de todas las menores
imperfecciones, pues no estamos obligados a confesar las culpas veniales
si no queremos; pero cuando se confiesan es preciso tener determinada voluntad
de enmendarse de ellas, porque de otra manera seria un abuso el confesarlas.
Ni tampoco es menester inquietarse cuando no os acordáis de vuestras
faltas para confesarlas; porque no es creíble que un alma, que hace
a menudo el examen de conciencia, no señale bien las faltas que son
de importancia para acordarse de ellas; así de las faltas pequeñas
y ligeras podéis hablar con Dios cuando os acordareis de ellas, y
para ellas una humillación de espíritu, un suspiro, bastan.
Me preguntáis ¿cómo podréis hacer en poco tiempo
un acto de contrición? Digo que casi no es menester tiempo para hacerla
bien; pues no es menester otra cosa que postrarse delante de Dios en espíritu
de humildad y arrepentimiento de haberle ofendido.
Deseáis en segundo lugar que yo hable del Oficio divino: pues vengo
a esto; primeramente os digo que conviene prepararse para rezarlo desde el
punto que se oye la campana que os llama, como dice san Bernardo, y preguntar
a nuestro corazón qué es lo que va a hacer, y esto no solamente
en esta ocasión, sino también al principio de todos nuestros
ejercicios, para que en cada uno entremos con su propio espíritu;
porque no será del caso ir al Oficio divino como a la recreación;
a esta se ha de llevar un espíritu amorosamente alegre, y a aquel
un espíritu gravemente amoroso.
Cuando se dice: Deus in adjutorium meum intende, se ha de pensar que Nuestro
Señor nos dice recíprocamente: Está tú bien atenta
a mí. Las que entienden algo lo que rezan en el Oficio, empleen fielmente
este talento según el beneplácito de Dios, que se le ha dado
para ayudarlas a que estén recogidas por medio de los buenos sentimientos
que pueden sacar. Y las que nada entienden, estén simplemente atentas
a Dios, o hagan aspiraciones amorosas, mientras el otro coro dice el verso
y ellas hacen pausa.
También se ha de considerar que hacemos el mismo oficio de los Ángeles,
aunque en diferente lenguaje, y que esta,... mas delante del mismo Dios en
cuya presencia tiemblan. Y así como un hombre que hablase a un Rey
estaría muy atento temiendo caer en alguna falta, y sí, no
obstante su cuidado, la hiciese, se pondría al punto colorado; de
la misma manera debemos hacer en el Oficio, estando muy atentos por no errar.
También es necesario tener atención a pronunciar bien y rezar
como se ordena, especialmente al principio; y si sucediere hacer alguna falta,
conviene humillarse sin confundirse; pues esto no es cosa extraña
y que en otra parte no nos suceda; pero si muchas veces las repetimos y esto
se continúa, es señal que no hemos concebido una verdadera
displicencia de nuestras primeras faltas, y esta negligencia nos debiera
causar mucha confusión, no por la presencia de la superiora, sino
por la de Dios, que está presente, y la de sus Ángeles. Es
una regla casi general que cuando cometemos muy a menudo una misma falta
es indicio de poco afecto de enmendarnos; y si muchas veces hemos sido advertidos
de ella, es señal de que se desprecia la advertencia.
Después de esto, no es menester hacer escrúpulo por dejar en
todo un oficio dos 6 tres versos por descuido, como no se haga expresamente;
pero si os dormís una parte notable del oficio, aunque digáis
los versos de vuestro coro, estáis obligada a volverlo a rezar: pero
cuando se hacen cosas que necesariamente se han de hacer en el oficio, como
toser o escupir, o que la maestra de ceremonias hable en lo que pertenece
al rezo, entonces no hay obligación de volver a decirlo.
Cuando se entra en el coro, comenzado el oficio, os habéis de poner
en vuestro lugar con las otras y proseguir con ellas, y después de
acabado, habéis de rezar lo que estaba ya dicho cuando entrasteis,
acabando donde empezasteis, o decir en voz baja lo que en el coro se había
dicho hasta alcanzarle, y luego continuar con él en caso que nuestra
asistencia sea allí verdaderamente necesaria.
No habéis de volver a rezar el oficio por haberos distraído
al rezarle, como no haya sido voluntaria la distracción; y aunque
os halléis al fin de un salmo sin estar cierta de haberlo dicho todo,
porque habéis estado distraída sin advertirlo, no dejéis
de pasar adelante, humillándoos delante de Dios, porque no se ha de
creer siempre que haya sido negligencia el haber estado distraída
mucho tiempo; porque podrá suceder que dure todo un oficio la distracción
sin que haya culpa nuestra, y por mucha que fuese no convendrá inquietarse,
sino hacerse unas simples repulsas de cuando en cuando delante de Dios. Yo
quisiera que jamás os turbaseis por, malos sentimientos que tengáis,
sino que animosa y fielmente procuraseis no consentir; pues hay grande diferencia
entre sentir y consentir.
También queréis que yo os diga alguna cosa acerca de la oración.
Muchos se engañan grandemente creyendo que es necesario gran método
y regla para tenerla bien, y se congojan por hallar un arte que les parece
ser necesario saber, no cesando jamás de sutilizar e inquirir acerca
de su oración por saber cómo la tienen o cómo la podrán
tener a su gusto, y piensan que no se ha de toser, ni removerse, mientras
están en ella, temiendo que el espíritu de Dios se les vaya:
¡locura verdaderamente grandísima, como si fuera tan delicado
este soberano espíritu que dependiese de la regla o postura de los
que tienen oración!
Yo no digo que no se haya de usar de las vías que están señaladas,
sino que no se aten a ellas, como hacen aquellos que piensan no tener jamás
bien la oración si no hacen sus consideraciones antes de los afectos
que Nuestro Señor les da, los cuales son el fin porque se forman las
consideraciones. Tales personas se parecen a aquellos que, hallándose
en el lugar donde pretenden llegar, se vuelven atrás porque no vinieron
por el camino que les habían mostrado.
No obstante, es necesario guardar grande reverencia hablando a la divina
Majestad, pues los Ángeles, que son tan puros, tiemblan en su presencia.
Mas, Dios mío, dirá alguno, yo no puedo tener siempre este
sentimiento de la presencia de Dios que cause en el alma tan grande humillación,
ni esa reverencia sensible que me haga aniquilar tan dulce y agradablemente
delante del Señor. No es mi intento hablar de esa reverencia, sino
de aquella que hace que la parte superior de nuestro espíritu se abata
y humille en la divina presencia en reconocimiento de su infinita grandeza
y de nuestra profunda pequeñez e indignidad.
Es necesario también tener una determinación de no dejar jamás
la oración por grande dificultad que se ofrezca, y de no ir a ella
con anticipados deseos de ser allí consoladas y satisfechas; porque
no será eso tener vuestra voluntad ajustada y unida a la de Nuestro
Señor, que quiere que entremos en la oración resueltos a sufrir
la pena de continuas distracciones, sequedades y disgustos que en ella nos
vendrán, perseverando tan constantes como si tuviéramos mucho
consuelo y tranquilidad; pues es cosa cierta que nuestra oración no
será menos agradable a Dios ni menos útil a nosotros por haberla
tenido con más dificultad; porque como nosotros ajustemos siempre
nuestra voluntad con la divina, poniéndonos en una simple atención
y disposición para recibir los sucesos de su beneplácito con
amor, ya sea en la oración ya en otras ocurrencias, todas las cosas
nos serán provechosas y agradables a los ojos de la divina Bondad.
Este será pues, amadas hijas, buen modo de tener oración, estarse
en paz y sosiego en la presencia de Nuestro Señor y a su vista, sin
otro deseo y pretensión que de estarse con él y contentarle.
La primera regla, pues, para ocuparse en la oración es: llevar algún
punto, como los misterios de la vida, pasión y muerte de Cristo Nuestro
Señor, que son los más provechosos, y es cosa muy rara el no
sacar provecho con esta consideración. Este Señor es el Maestro
soberano que el Padre eterno envió al mundo para enseñarnos
lo que debemos hacer; y por esto a más de la obligación que
tenemos de conformarnos a este divino modelo, debemos ser grandemente diligentes
en considerar sus acciones para imitarlas; porque esta es una de las reglas
más excelentes que podemos tener en todo cuanto hacemos: hacer las
obras porque el Señor las ha hecho, quiero decir, practicar las virtudes
porque nuestro Padre las ha practicado y como él las practicó.
Y para entender bien esto es necesario pensarlas, verlas y considerarlas
fielmente en la oración; porque el hijo que ama mucho a su padre tiene
grande afición a conformarse con sus costumbres y a imitarle en cuanto
hace.
Verdad es lo que decís, que hay almas que no pueden detenerse ni ocupar
su espíritu en la meditación de algún misterio, siendo
llevadas a una cierta simplicidad toda dulce, que las pone en una tranquilidad
delante de Dios, sin otra consideración que saber que están
en su presencia y que él es todo su bien. Así pueden estarse
con mucho provecho, eso es muy bueno; pero generalmente hablándose
ha de procurar que todas las jóvenes empiecen por la regla de la oración,
que es más segura y lleva a la reformación de vida y mudanza
de costumbres, que es la que decimos, considerando los misterios de la vida
y muerte de Nuestro Señor, por la cual se camina seguramente.
Conviene, pues, aplicarse con sinceridad a nuestro maestro para aprender
lo que quiere que hagamos y también lo han de hacer los que se pueden
servir de la imaginación; pero han de usar de ella sobria, simple
y cortamente. Los santos Padres nos dejaron muchas consideraciones pías
y devotas, las cuales pueden servir muy bien para este intento; porque ya
que ellos siendo personas tan ilustradas las usaron, ¿quién
no se dispondrá a seguirles? Y ¿quién se atreverá
a rehusar creer piadosamente lo que ellos piadosísimamente creyeron?
Conviene caminar seguramente tras estas grandes guías y de tanta autoridad:
pero algunos no se han contentado con lo que estos Santos nos dejaron, y
han escrito muchas imaginaciones; mas de estas no es necesario usar en la
meditación, porque pueden causar daño.
En lo ferviente de la oración debemos hacer nuestras resoluciones
luego que el Sol de justicia nos alumbra y nos excita con su inspiración:
no quiero decir que sea necesario tener sentimientos grandes Y consolaciones
para esto; bien que cuando Dios nos los da estamos obligados a sacar de ellos
el fruto y corresponder a su amor; mas cuando no los concede no por eso hemos
de faltar a la fidelidad, antes vivir según la razón y la voluntad
divina y hacer nuestras resoluciones en lo supremo de nuestro espíritu
y parte superior de nuestra alma, no dejando de ejecutarlas y ponerlas en
práctica por alguna sequedad, repugnancia o contradicción que
se ofrezca. Ved aquí lo que toca a la primera forma de meditar, la
que muchos grandes Santos practicaron como muy buena si se hace como conviene.
La segunda manera de meditar es, no formar imaginación alguna, sino
estarse, como dicen, al pié de la letra: esto es, meditar pura y simplemente
el Evangelio y los misterios de nuestra santa fe, conversando familiar y
sencillamente con Nuestro Señor en todo lo que hizo y padeció
por nosotros, sin alguna representación. Esta manera de meditar es
más alta y mejor que la primera, y por esta razón más
santa y más, segura; y así conviene acomodarse con facilidad
a ella por poco atractivo que se sienta, observando en todo grado de' oración
el guardar el espíritu en una santa libertad para seguir las luces
y movimientos que Dios Nuestro Señor nos diere. Y en cuanto a otras
maneras de oración más elevadas, sino es que Dios os las dé
absolutamente, yo os ruego que no os pongáis en ellas por vosotras
mismas y sin consejo del que os gobierna. Dios sea bendito.
ENTRETENIMIENTO XIX
Sobre las virtudes de san José
El justo es semejante a la palma, como la Iglesia canta en cada festividad
de los santos confesores. Mas como la palma tiene una grandísima variedad
de propiedades particulares diversas de las de todos los otros árboles,
como príncipe y rey de los demás, así por la hermosura
como por la bondad de sus frutos; de ¡a misma suerte hay una muy grande
variedad de justicia; aun que todos los justos son justos e iguales en justicia,
no obstante hay una grande desproporción entre los actos particulares
de la justicia de cada uno, como se representa en la túnica del antiguo
José, la que era larga hasta los pies y recamada de una bella variedad
de flores, Cada justo tiene la ropa de la justicia que le llega a los pies,
quiero decir, que todas las facultades y potencias del alma están
cubiertas de justicia, y lo interior y lo exterior no representa más
que la justicia misma, siendo justo en todos los movimientos y acciones tanto
interiores como exteriores; mas con todo eso es necesario confesar que cada
ropa está recamada de diversas bellas variedades de flores donde la
desigualdad no las hace menos agradables ni de menos estimación.
El grande Pablo primer ermitaño fue justo de una justicia perfectísima;
y no obstante ninguno podrá dudar de que jamás ejercitó
tanta caridad con los prójimos como san Juan por esto llamado el Limosnero,
ni jamás tuvo ocasión de practicar la magnificencia, y por
eso no tuvo esta virtud en tan alto grado como otros Santos. Tuvo todas las
virtudes, pero no en tanta eminencia las unas como las otras. Los Santos
se aventajaron unos en unas virtudes y atrasen otras, y si bien todos consiguieron
la bienaventuranza, no obstante fue diferentísimamente, siendo tanta
la diferencia de santidades como la hay de Santos.
Esto presupuesto: yo he notado tres propiedades particulares que tiene la
palma, las que son muy celebradas entre todas las demás, y estas convienen
más al Santo cuya fiesta celebramos, que es, según la Iglesia
quiere que lo cantemos, semejante a la palma. ¡Oh qué santo
es el glorioso san José! El no solo es patriarca, sino corifeo de
todos los patriarcas: no solo es confesor, sino más que confesor;
porque dentro de su confesión se encierran las dignidades de los obispos,
la generosidad de los mártires y de todos los otros Santos. Esta es
justamente la razón porque se compara a la palma que es el rey de
los árboles y tiene la propiedad de la virginidad, de la humildad
y la de la constancia y esfuerzo, tres virtudes que tuvo el glorioso san
José con excelencia: y si alguno osare hacer comparaciones con .él,
habrá muchos que demuestren que excedió a todos los Santos
en estas tres virtudes.
Entre las palmas se halla varón y hembra. La palma que es varón
no lleva fruto alguno y no obstante no es infructuosa, porque la palma hembra
no llevara algún fruto sin él y sin su vista. De modo, que
si la hembra no está plantada cerca, y en tal forma que la mire, quedará
infructuosa y no llevará dátiles que son su fruto; pero si
al contrario .el varón la mira, lleva cantidad de frutos que son sus
partos; pero con todo eso los produce virginalmente, porque de ningún
modo la toca el varón, aunque la mira: rió precede alguna unión
entre estos dos árboles, solo produce sus frutos a la sombra y presencia
de su consorte; pero esta es toda pura y virginal, el varón nada contribuye
de su sustancia para esta producción; pero con todo eso ninguno puede
decir que no tiene grande parte en el fructificar de la palma hembra, pues
sin él no pudiera y quedara estéril e infructuosa.
Habiendo Dios determinado desde la eternidad en su divina providencia, que
una Virgen concibiese a un Hijo que fuese Dios y Hombre juntamente, quiso,
no obstante, que esta Virgen fuese casada. ¡Oh Dios! ¿por qué
razón, dicen los Santos doctores, ordenó dos cosas tan diferentes
como ser virgen y casada a un mismo tiempo? La mayor parte de los Padres
responde, que por evitar el que Nuestra Señora fuese acusada por los
judíos, los cuales no hubieran eximido a esta Señora de la
calumnia y oprobio si se vieran examinadores de su pureza; y que por conservar
a esta y su virginidad fue necesario que la divina Providencia la encomendase
al cuidado y guarda de un hombre que fuese virgen; y que esta Virgen concibiese
y se hiciese preñada del dulce fruto de vida, Cristo Señor
nuestro, a la sombra de este santo matrimonio.
San José fue como la palma varón, que no llevando algún
fruto no es de todo punto infructuoso, antes tiene mucha parte en el fruto
de la palma hembra; no porque este gran Santo contribuyese en cosa alguna
a tan santa y gloriosa producción, sino solo la sombra del maridaje
que libró a Nuestra Señora y Reina celestial de toda suerte
de calumnias y censuras que le hubiera causado su preñez; y si bien
nada contribuyó de suyo, con todo tuvo gran parte en este fruto santísimo
de su sagrada esposa; porque le pertenecía y estuvo plantada muy cerca
de él, como una gloriosa palma junto a su amado consorte; la cual
según el orden de la divina Providencia, no podía ni debía
producir sino a su sombra y vista, quiero decir, a la sombra del santo matrimonio
que contrajeron, matrimonio que no fue tanto por la comunicación de
los bienes exteriores, y de los ordinarios, cuanto por la unión de
los interiores.
¡Oh qué santa unión entre Nuestra Señora y el
glorioso san José! Unión que bastó para que el bien
de los bienes eternos, Cristo Señor nuestro, fuese y perteneciese
al glorioso san José, así como perteneció a su esposa;
no según la naturaleza que tomó en sus purísimas y virginales
entrañas, naturaleza que fue formada por el Espíritu Santo
de su purísima sangre, sino según la gracia que le hizo participante
de todos los bienes de su querida y amantísima esposa; y fue ocasión
de que fuese maravillosamente creciendo en perfección con la continua
comunicación que tuvo con Nuestra Señora. Esta poseyó
todas las virtudes en tan alto grado que ninguna pura criatura podrá
llegar a él; no obstante, el glorioso san José fue el que llegó
más cerca. Y del mismo modo que cuando un espejo puesto al sol recibe
sus rayos perfectísimamente, y estando otro espejo en frente de él,
aunque dichos rayos no le toquen sino por reverberación del primero,
los representa tan naturalmente que ninguno podrá juzgar cual de los
dos es el que inmediatamente los recibe del sol, si el que está puesto
a él, o el que por reverberación los representa, así
la Virgen Nuestra Señora es como un purísimo y cristalino espejo
puesto a los rayos del sol de justicia, rayos que instituyeron en su alma
todas las virtudes en su perfección; estas perfecciones y virtudes
hicieron una reverberación tan perfecta en san José, que parecía
ser tan perfecto o que tenía las virtudes en tan alto grado como las
tenía la gloriosa Virgen Nuestra Señora.
Mas en particular, por volver al propósito que empezamos, ¿en
qué grado pensáis que tuvo la virginidad, que es una virtud
que nos hace semejantes a los Ángeles? Si la santísima Virgen
no solo fue virgen toda pura, toda inmaculada, sino, como canta la Iglesia
en los responsos de las lecciones de sus maitines: Sancta et immaculata virginitas,
etc., que fue la misma virginidad: ¿qué tal pensáis
de aquel que fue escogido por el eterno Padre para guarda de esta virginidad,
o por mejor decir, para compañero, pues no tuvo necesidad de más
guarda que ella misma; qué tanto pensáis, digo, debió
ser grande en esta virtud? Los dos habían hecho voto de virginidad
todo el tiempo de su vida; y quiso Días que se uniesen con el lazo
del santo matrimonio, no para que se retractasen o arrepintiesen de su voto,
antes para que le confirmasen y se animasen el uno al otro a perseverar en
su santo propósito, y por esta razón le hicieron también
de vivir virginalmente juntos todo el resto de su vida.
El Esposo de los Cantares usa de términos admirables para pintar la
decencia, la castidad y candor inocentísimo de sus amores divinos
con su sagrada y muy querida Esposa, Dice pues así: Nuestra hermana
es pequeña niña, y todavía no tiene pechos; ¿qué
haremos con ella en el día que le hablaremos de desposarla? Si es
un muro arémosle baluartes de plata; y si es puerta reforcémosla
y doblémosla con tablas de cedro o de otra madera incorruptible (Cant
8, 8). Ved aquí como este divino Esposo habla de la pureza de la santísima
Virgen, de la Iglesia o del alma devota; pero esto principalmente se entiende
de la Virgen santísima, que fue la divina Sulamitis por excelencia
sobre todas las otras.
Nuestra hermana es pequeña, no tiene pechos, quiere decir no piensa
en casarse porque no tiene en su pecho cuidado de esto: ¿Qué
haremos en el día que la hablaremos de desposarla? ¿El divino
Esposo no la habla siempre que le place? En el día que la hablaremos,
quiere decir, de la habla principal que es cuando se habla a las doncellas
de casarlas, porque esta es habla de importancia, pues se trata de escoger
y elegir un estado en el que después se ha de vivir. Si es un muro,
dice el sagrado Esposo, hagámosle baluartes de plata, si es una puerta,
importa tanto, que la quiero cubrir, o antes la doblaremos, o reforzaremos
con tablas de cedro, que es madera incorruptible.
La gloriosísima Virgen es una torre de murallas bien altas dentro
de las cuales no puede entrar el enemigo, ni otros deseos, sino los de vivir
en perfecta pureza y virginidad; ¿qué haremos? porque ella
se debe casar: el mismo que la dio esta resolución de guardar virginidad
lo ha ordenado así. Si ella es una torre, una muralla, pongámosle
al rededor baluartes de plata que no solo no abatirán la torre, sino
que la reforzarán más. ¿Qué otra cosa es el glorioso
san José sino un fuerte baluarte edificado al rededor de Nuestra Señora,
pues siendo su esposa le estaba sujeta y él tenía cuidado de
ella? Tan lejos está, pues, de que san José fuese puesto al
rededor de Nuestra Señora para que faltase al voto de virginidad,
que muy al contrario se le dio por compañero para que la pureza virginal
de esta Señora pudiese más admirablemente perseverar en su
integridad bajo el velo y sombra del matrimonio y de la santa unión
que había entre los dos. Si la santísima Virgen es una puerta,
dice el Padre eterno, no queremos que esté abierta; porque es una
puerta oriental, por la cual ninguno puede entrar ni salir; antes conviene
doblarla y reforzarla de madera incorruptible; esto es, darle un compañero
en su pureza que es el grande José, el cual para este efecto debió
exceder a todos los Santos y aun a los Ángeles y Querubines mismos
en esta virtud tan preciosa de la virginidad; virtud que le hizo semejante
a la palma varón, como hemos dicho.
Pasemos a la segunda virtud que se halla en esta palma. He dicho según
el tema, que hay una justa semejanza y conformidad entre san José
y la palma en su virtud, que no es otra que la santísima humildad;
porque aunque la palma sea el príncipe de los árboles, es no
obstante el más humilde, y esto lo muestra con esconder su flor en
la primavera cuando los demás árboles la manifiestan, y no
la deja aparecer hasta en los fuertes calores.
La palma tiene cerradas sus flores dentro de sus bolsas, que son en forma
de vainas o estuches, y nos representan muy bien la diferencia entre las
almas que caminan a la perfección y las que no la procuran, la diferencia
entre los justos y los que viven según el mundo; porque los mundanos
y hombres terrestres que viven según los fueros de la tierra, luego
que tienen algún pensamiento bueno o alguna imaginación que
les parece digna de estimarse, o si tienen alguna virtud jamás reposan
hasta que la han manifestado dado a entender a cuantos encuentran; en lo
cual corren el mismo riesgo que los árboles que son prestos en florecer
en la primavera, como los almendros, porque si acaso el hielo los toca, perecen
sus flores y no llevan fruto alguno. Estos hombres mundanos ,que abren sus
flores con tanta presteza a la primavera de esta vida mortal con espíritu
de orgullo y ambición, corren siempre gran riesgo de ser oprimidos
del hielo y tibieza que les hace perder el fruto de sus obras; al contrario
los justos, ellos tienen siempre cerradas todas sus obras dentro del botón
de la humildad, y cuanto es posible procuran no se manifiesten hasta en los
grandes calores, cuando Dios, Sol de justicia, encienda poderosamente su
corazón en la vida eterna donde para siempre llevarán el dulce
fruto de la inmortalidad y bienaventuranza.
La palma no pone a la vista sus flores, hasta que el fuerte ardor del sol
rompe las fundas, vainas o cajas, en que están encerradas; y luego
al punto manifiesta sus frutos; lo mismo hace el alma justa, porque tiene
escondidas sus flores, esto es, sus virtudes, con el velo de la santa humildad
hasta la muerte, en laque Dios las manifiesta y hace que brote fuera, porque
sus frutos no pueden ya tardar.
¡Oh cuanto este gran Santo, de quien hablamos, fue en esto fiel! no
hay palabras para explicar su perfección; porque a mas de ser esta
tan grande, ¿en qué pobreza, en qué abatimiento no vivió
todos los días de su vida? Pobreza y abatimiento, bajo de los cuales
tuvo escondidas y cubiertas sus grandes virtudes y dignidades; pero ¡qué
dignidades! ¡Dios mío! ser gobernador de Nuestro Señor;
pero no solo eso, sino ser también su padre adoptivo, esposo de la
santísima Madre. ¡Oh! verdaderamente yo no dudo de que los Ángeles,
absortos de admiración, no viniesen en hermosas tropas a considerar
y admirar su humildad cuando tenía al divino Niño en su pobre
tienda, donde ejercía su oficio para sustentar al Hijo y a la Madre
que le estaban encomendados.
No hay duda alguna, queridas hermanas, que San José fue más
valiente que David y que tuvo más sabiduría que Salomón;
no obstante, viéndole reducido al ejercicio de carpintero ¿quién
hubiera juzgado esto, sino fuera alumbrado con la luz celestial? tan encubiertos
tenía los dones singulares de que Dios le había hecho merced.
Pero ¿qué sabiduría no tuvo, pues Dios le dio el cargo
de su Hijo gloriosísimo, y le escogió para que le gobernase?
Si los príncipes de la tierra ponen tanto cuidado, como cosa importantísima,
en dar un ayo de los más capaces a sus hijos, ya que Dios podía
hacer que el ayo de su Hijo fuese el hombre más cabal del mundo en
toda clase de perfecciones, según la dignidad y excelencia de la persona
gobernada que era su Hijo gloriosísimo, Príncipe universal
de cielo y tierra, ¿cómo podía ser, que habiendo podido,
no lo hubiese querido y no lo hubiera hecho? No hay, pues, duda alguna de
que san José no fuese dotado de todas las gracias y de todos los dones
que merecía el cargo que el Padre eterno le quería dar de la
economía temporal y doméstica de Nuestro Señor y del
gobierno de ,su Familia que solo se componía de tres, que nos representan
el misterio de la santísima y adorabilísima Trinidad; no porque
haya comparación sino en lo que mira a Cristo Nuestro Señor
que es una de las personas de la santísima Trinidad, porque en cuanto
a los otros son puras criaturas; más bien podemos decir que esta es
una Trinidad en la tierra, que en alguna manera representa la santísima
Trinidad: María, Jesús y José; José, Jesús
y María, Trinidad maravillosamente recomendable y digna de ser alabada.
Con esto, pues, entenderéis cuán relevante fue la dignidad
de san José y cuan adornado estuvo de toda suerte de virtudes; y no
obstante, por otra parte, veréis cuánto estuvo abatido y humillado,
más de lo que se puede decir ni imaginar: solo este ejemplo basta
para entenderlo bien. Fue a su patria; a la ciudad de Belén, y ninguno
de cuantos a ella fueron de otras partes fue desechado, por lo menos que
se sepa, sino él; de modo que se vio obligado a retirarse y llevar
a su casta esposa a un establo entre los bueyes y los jumentos. ¡Oh!
a cuánta extremidad estuvo reducida su humildad y su abatimiento!
Su humildad fue la causa, así lo explica san Bernardo (Homilía
II, sobre el Missus est), de querer dejar a Nuestra Señora cuando
vio su preñez, porque dijo que hizo consigo este discurso: ¿Qué
es esto? yo sé que ella es virgen, porque juntos hemos hecho voto
de virginidad y pureza al cual de ninguna manera querrá faltar; por
otra parte yo veo que está preñada y es madre; ¿cómo
se! puede encontrar la maternidad en la virginidad, y que la virginidad no
estorbe la maternidad? ¡Oh Dios! decía dentro de sí mismo,
bien puede ser que esta gloriosa Virgen sea aquella de quien los Profetas
aseguran que concebirá y será madre del Mesías! Si ella
es, no quiera Dios que yo habite a con ella siendo tan indigno; mejor será
dejarla secretamente, pues es tan grande mi indignidad, por la que no debo
estar más en su compañía.
Sentimiento de una humildad admirable, que hizo resplandecer a san Pedro
en la navecilla donde estaba con Nuestro Señor, luego que vio su omnipotencia
manifestada en la grande pesca que hizo solo con echar la red en el mar a
la parte que le mandó. o Señor, dijo todo absorto de un sentimiento
de humildad semejante al de san José, apartaos de mí, porque
soy hombre pecador (Lc 5, 8) y por esto no soy digno de estar con Vos. Yo
sé muy bien, quiso decir, que si me arrojo en el mar, pereceré;
pero Vos que sois omnipotente, andaréis sobre las aguas sin peligrar;
y esta es la razón porque os suplico que os retiréis de mi;
pero no que yo me retire de Vos.
Pero, san José, siendo vigilantísimo en guardar sus virtudes
debajo de la llave de la santa humildad, tenía un cuidad particularísimo
de esconder la preciosa perla de su virginidad; y por esto consintió
en casarse, con el fin de que persona alguna no la pudiese conocer y de que
bajo del santo velo del matrimonio pudiese vivir más cubierta: en
lo que las vírgenes y aquellos que quieren vivir castamente son enseñados
de que no les basta ser vírgenes, sino son humildes y no cierran su
pureza en la caja preciosa de la humildad: porque de otra suerte les sucederá
lo mismo que a las vírgenes locas, las cuales, faltas de humildad
y de caridad misericordiosa, fueron desechadas de las bodas del Esposo, y
se vieron obligadas a buscar las del mundo, donde no se guarda el consejo
del Esposo celestial que dice, que conviene ser humildes para entrar a las
bodas, quiere decir, que conviene practicar la humildad; porque dice él:
Cuando vas a las bodas o estás convidado a ellas, toma el postrer
lugar (Lc 14, 10). En lo que vemos cuánto es necesaria la humildad
para la conservación de la virginidad; pues indubitablemente ninguno
será admitido al banquete celestial y festín nupcial que Dios
prepara a las vírgenes en la corte celestial sino fuere acompañado
de esta virtud.
Ninguno pone las cosas preciosas, principalmente los ungüentos odoríferos,
al aire; porque a más de que los olores se evaporarán, las
moscas los consumieran y les hicieran perder el valor; así las almas
justas, temiendo perder el precio y valor de sus buenas obras, las guardan
ordinariamente en su caja y no en vaso común. Los ungüentos preciosos
se ponen en vaso de alabastro, como aquel que santa Magdalena quebró
o vertió sobre la cabeza sagrada de Nuestro Señor, luego que
la restauró a la virginidad, no esencial, sino reparada, la que suele
ser algunas veces más excelente siendo adquirida o restaurada, por
la penitencia, que aquella que no habiendo recibido disminución, está
acompañada de poca humildad. Este vaso; pues, de alabastro es la humildad;
dentro de la cual debemos, a imitación de Nuestra Señora y
san José, guardar nuestras virtudes y todo-aquello que nos puede hacer
estimar de los hombres, contentándonos de agradar solo a Dios y quedar
bajo el velo del abatimiento de nosotros mismos; atendiendo, como tengo dicho,
que cuando Dios sea servido de llevarnos al lugar de seguridad, que es el
cielo, hará campear nuestras virtudes para su honra y gloria.
Pero qué humildad más perfecta se puede imaginar que la de
san José, dejo aparte la de Nuestra Señora, porque ya tengo
dicho, que san José recibió un grande aumento en todas las
virtudes por modo de la reverberación que las de la santísima
Virgen hacían en él. Él tenía una grandísima
parte en el tesoro divino que guardaba en su casa, que es Nuestro Señor
y Maestro; y con todo eso se miraba tan abatido y humillado que no le parecía
tener parte en él y siempre le perteneció, después de
la santísima Virgen, más que a otro alguno; y esto nadie puede
dudarlo, pues Cristo era de su familia e Hijo de su Esposa que también
le tocaba.
Yo acostumbro a decir que si una paloma, por poner comparación más
conforme a la pureza de los Santos de quienes hablo, llevase en su pico un
dátil y le dejase caer en un jardín, la palma que produjese
pertenecía al dueño del jardín. Siendo, pues, esto así,
¿quién podrá dudar de que habiendo el Espíritu
Santo dejado caer este divino dátil, como divina paloma, dentro del
jardín firme y cerrado de la santísima Virgen, jardín
sellado y rodeado por todas partes del seto del voto de virginidad y castidad
inmaculado, el cual pertenecía a san José, como la mujer o
esposa al esposo; quién dudará, digo yo, o quién podrá
decir, que esta divina palma que lleva el fruto que sustenta para la inmortalidad,
no pertenecía por lo tanto bajo este respeto, a este grande José,
el cual por esto no se ensoberbecía, antes siempre se hacía
más humilde?
¡Oh Dios! como daba bien a entender esto la reverencia y respeto con
que trataba tanto a la Madre como al Hijo, que aunque quiso dejar a la Madre
no sabiendo aun del todo la grandeza de su dignidad, ¿en qué
admiración y profundo aniquilamiento vivió después cuando
se vio tan honrado, que Nuestro Señor y Nuestra Señora se rendían
obedientes a su voluntad y no hacían cosa fuera de su precepto?
Esto no se puede comprender; y así conviene pasar a la tercera propiedad,
que he notado en la palma, que es la constancia, valentía y fortaleza,
virtudes que en nuestro Santo se hallaron en grado muy eminente. La palma
tiene una fuerza y una valentía y también una gran constancia
sobre todos los árboles; por eso es el primero de todos. Ella muestra
sus fuerzas y su constancia en que cuanto más cargada está,
tanto se levanta en alto y crece en estatura; lo que es al contrario, no
solo en los otros árboles, sí que también de todas las
demás cosas, porque cuanto más peso tienen, tanto más
se abaten a la tierra; mas la palma muestra su fuerza y constancia en no
rendirse ni doblarse jamás, por carga que pongan sobre ella; porque
su instinto es subir a lo alto, y así lo hace sin que haya cosa que
se lo impida: muestra su valentía en que sus hojas son como espadas,
y parece que tiene otras tantas para pelear como para reverdecer.
Esta es verdaderamente la justa razón porque san José se dice
semejante a la palma, porque siempre fue muy valiente, constante y perseverante.
Hay mucha diferencia entre la constancia y la perseverancia, la fuerza y
la valentía: llamamos constante al hombre que está firme y
apercibido para resistir los asaltos de sus enemigos sin turbarse ni perder
el ánimo en el combate; mas la perseverancia mira principalmente a
un cierto enojo interior que nos viene en la continuación de nuestras
penas, que es tan fuerte y poderoso que no se puede encontrar otro mayor;
pues la perseverancia hace que el hombre desprecie este enemigo de manera
que quede victorioso de él por medio de una continua igualdad y sumisión
a la voluntad de Dios. La fortaleza hace que el hombre resista poderosamente
a los asaltos de sus enemigos; mas la valentía es una virtud, que
no solamente está prevenida para combatir y resistir cuando se ofrezca
la ocasión, sí que también acomete ella al enemigo al
mismo tiempo que él callaba.
Nuestro glorioso san José fue dotado de todas estas virtudes, y las
ejercitó maravillosamente. Por lo que toca a su constancia, mirad
cómo la manifestó cuando viendo preñada a Nuestra Señora,
y no sabiendo cómo aquello podía ser, ¡Dios mío!
qué congoja! qué dolor! qué pena de espíritu
no sintió! Con todo no se quejó, no fue más áspero,
ni menos obsequioso con su Esposa, no la trató mal por eso, mostrándose
tan afable y cortés con ella como antes.
Mas ¿qué valentía, qué fortaleza no mostró
en la victoria que consiguió de los dos mayores enemigos del hombre,
el demonio y el mundo, por la práctica exacta de una perfectísima
humildad, como hemos notado en todo el discurso de su vida? El demonio es
de tal modo enemigo de la humildad, que por no tenerla fue derribado del
cielo y precipitado en los infiernos, como si la humildad pudiera más
desde que no la quiso escoger por compañera inseparable, por lo que
no hay invención ni artificio de que él no se sirva por despojar
al hombre de esta virtud; y mucho más porque sabe que esta es una
virtud que hace infinitamente agradable a Dios: de modo, que podemos bien
decir, valiente y fuerte es el hombre que como San José persevera
en ella, porque llega a ser juntamente vencedor del demonio y del mundo,
que están llenos de ambición, de vanidad y soberbia.
En cuanto a la perseverancia contraria al enemigo interior, es el enojo que
nos sobreviene en la continuación de las cosas que abaten, humillan
y dan pena, de las malas fortunas, si así se puede decir, o bien por
la variedad de accidentes que nos suceden. ¡Oh cuán probado
de Dios y de los hombres fue san José cuando el Ángel le ordenó
partir prestamente y llevar a Nuestra Señora y a su Hijo amantísimo
a Egipto! Mirad, empero, como partió al punto sin hablar palabra;
no se inquietó ni preguntó ¿qué camino tendré?
de qué nos hemos de sustentar? quién nos recibirá? Él
salió a la ventura, cargado de sus instrumentos para ganar su pobre
vida y la de su familia con el sudor de su rostro. ¡Oh cuanto debió
de apretarle el sentimiento de que tratamos, viendo que el Ángel no
le dijo el tiempo que allá había de estar, de manera que no
tenía hora segura, no sabiendo cuando el Ángel le mandaría
volver!
Si san Pedro encarece tanto la obediencia de Abraham cuando Dios le mandó
salir de su tierra, porque no le decía a qué parte había
de ir; ni él le preguntó ¿Señor, me mandáis
que salga, decidme, pues, si será por la parte del Mediodía
o del Norte? antes se puso en camino, donde el espíritu de Dios le
guiaba.
¡Cuán admirable es esta perfecta obediencia de San José!
El Ángel no le dice, hasta cuando ha de estar en Egipto, y él
no se inquieta; estarse cinco años, como creen los más, sin
tener noticia de poder volver, confiando que el que le mandó ir, otra
vez le ordenaría cuando habría de volver, a todo él
estaba siempre pronto en obedecer. Estuvo en una tierra no solo extraña
sino enemiga de los israelitas; porque los egipcios se quejaban todavía
de lo que los habían quitado, y de que habían sido causa de
que una grande parte de sus antepasados fuese anegada cuando iban en su seguimiento.
Yo dejo a vuestra consideración el deseo que tendría san José
de salir de ella por los continuos temores que le podía causar esta
gente.
La pesadumbre de no saber cuándo volvería a su patria debió
sin duda afligir y atormentar grandemente a su pobre corazón: no obstante
vivió siempre inmutable, siempre afable, tranquilo, perseverante en
su rendimiento al beneplácito divino, del que se dejó totalmente
gobernar; porque, como era justo, tenía siempre su voluntad ajustada,
unida y conforme a la de Dios. Ser justo no es otra cosa que estar perfectamente
unido a la voluntad de Dios y conforme con ella en toda suerte de acontecimientos
prósperos o adversos. Que san José haya estado en todas ocasiones
siempre perfectamente rendido a la divina voluntad, nadie lo puede dudar.
¿No lo veis? Mirad como el Ángel le dice que conviene que vaya
a Egipto y va: mándale que vuelva y vuelve. Quiere Dios que sea siempre
pobre, que es una de las pruebas más fuertes que con nosotros puede
hacer, y él se sujeta amorosamente, y no por- algún tiempo,
sino por toda su vida. Y ¿qué pobreza? Despreciada, desechada
y menesterosa.
La pobreza voluntaria que en las Religiones se profesa es muy amable, porque
ella no prohíbe que se reciban y tomen las cosas que fueren necesarias,
prohibiendo y vedando solamente las superfluas. Mas la pobreza de San José,
de Nuestro Señor y Nuestra Señora, no fue así; porque,
aunque también fue voluntaria en tal forma que la amaron tiernamente,
no por eso dejó de ser abatida, desechada, menospreciada y necesitada
grandemente; porque todos trataban a este gran Santo como a un pobre carpintero;
y él sin duda no podía ganar tanto, que no le faltasen muchas
cosas necesarias, aunque trabajaba con un afecto incomparable por mantener
a toda su pequeña familia; y después se sujetaba humildísimamente
a la voluntad de Dios en la continuación de su pobreza y de su abatimiento,
sin dejarse en manera alguna vencer ni postrar del disgusto interior, el
que sin duda le daba muchos asaltos; pero él perseveró siempre
constante en la sumisión, en la que, como en todas las otras virtudes,
fue continuamente creciendo y perfeccionándose, así como Nuestra
Señora, la cual cada día granjeaba un crecimiento de virtudes
y perfecciones que tomaba de su Hijo santísimo, el que no podía
crecer en cosa alguna, porque fue desde el instante de su concepción
tal cual es y será eternamente. San José hizo que la santa
familia, de la que él formaba parte, fuese siempre creciendo y adelantándose
en perfección: Nuestra Señora tomando su perfección
de la divina Bondad, y san José recibiéndola, como ya hemos
dicho, por la mediación de Nuestra Señora.
¿Qué más nos falta ahora por decir, sino que de ninguna
manera podemos dudar de que este glorioso Santo no tenga mucha autoridad
en el cielo con quien tanto le ha favorecido que le quiso llevar allá
en cuerpo y alma? Lo que es lo más probable, respecto de que en la
tierra no tenemos alguna reliquia suya, y me parece que no se puede dudar
de esta verdad; porque ¿cómo pudo negar esta gracia a san José
aquel que le obedeció todo el tiempo de su vida?
Sin duda, cuando Cristo Nuestro Señor bajó al limbo, le habló
san José de esta suerte: Señor mío, acordaos, si sois
servido, de que cuando bajasteis del cielo a la tierra os recibí yo
en mi casa, en mi familia, y que después que hubisteis nacido os recibí
en mis brazos; ahora que habéis de subir al cielo llevadme con Vos.
Yo os recibí en mi familia, recibidme ahora en la vuestra, pues allá
os vais. Yo os traje en mis brazos, recibidme ahora en los vuestros, y como
yo tuve cuidado de alimentaros y conduciros durante el curso de vuestra vida
mortal, cuidad ahora de mí y de conducirme a la vida eterna.
Y siendo cierto, lo que debemos creer, que por virtud del santísimo
Sacramento que recibimos, resucitarán nuestros cuerpos el día
del juicio, ¿cómo podremos dudar de que Nuestro Señor
hizo subir al cielo, cuando subió él, en cuerpo y en alma al
glorioso san José, que mereció la honra y la gracia de traerle
tantas veces en los benditos brazos en los cuales tanto se complació?
¡Oh cuántos besos le dio tiernísimamente con su bendita
boca por recompensar con soberana dulzura su trabajo!
San José, pues, está sin duda en el cielo en cuerpo y alma.
¡Oh cuán dichosos seremos si podemos merecer tener parte en
sus santas intercesiones! Porque nada que pidiere le será negado,
ni por Nuestra Señora, ni por su Hijo glorioso; nos alcanzará,
si tenemos confianza en él, un aumento santo en todas las virtudes,
pero especialmente en aquellas que hemos visto tuvo en más alto grado
que los otros Santos, que son la santísima pureza de cuerpo y de espíritu,
la amabilísima virtud de la humildad, la constancia, valentía
y perseverancia, virtudes que nos sacarán victoriosos, en esta vida,
de nuestros enemigos, y que nos harán merecer la gracia ir a gozar,
en la vida eterna, de las recompensas que es1 prevenidas a aquellos que imitaren
el ejemplo que él les d estando en esta vida; recompensa que no será
menos que la felicidad eterna, en la que gozaremos de la clara visión
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Dios sea bendito.
ENTRETENIMIENTO XX
En que se pregunta: que pretensión debemos tener entrando en Religión.
La cuestión que nuestra madre propone para que os la declare es, queridas
hijas: ¿Que pretensión se ha de tener para entrar en Religión?
Es la más importante, más necesaria útil que se puede
pensar. Verdaderamente muchas doncellas entran en Religión sin saber
el por qué. Vendrán al locutorio, verán las religiosas
con semblante sereno, con buen rostro, muy modestas y contentas y dirán
a sí mismas: ¡Dios mío, que bien se está aquí!
me vengo acá: el mundo también nos pone mala cara, y no encontramos
en él lo que pretendemos. Otra dirá: ¡Dios mío,
qué bien se canta aquí dentro! Otras vienen por encontrar la
paz, las consolaciones y tal suerte de dulzuras, diciendo en su imaginación:
¡Dios mío, las religiosas sí que son dichosas! ellas
están fuera del ruido del padre y de la madre que en todo el día
no hacen más que gruñir, sin haber cosa que les contente; esto
es nunca acabar. Nuestro Señor promete a los que dejan el mundo por
su servicio muchos regalos: alto, pues; a la Religión. Ved aquí,
queridas hijas, tres especies de pretensiones que no valen nada para entrar
en la casa de Dios. Conviene necesariamente que Dios edifique la ciudad de
otra manera, y aunque esté edificada, será necesario arruinarla.
Yo quiero creer, hijas mías, que vuestras pretensiones .son totalmente
diferentes, y que todas tenéis buena intención, y que Dios
echará su bendici6n sobre esta pequeñita tropa que empieza
a servirle. Dos semejanzas me han venido al espíritu para daros a
entender por qué y c6mo Se ha de fundar vuestra pretensión
para ser sólida; pero contén tome con explicaros una que bastará.
Figuraos que un arquitecto quiere edificar una casa; él hace dos cosas:
lo primero considera si su edificio ha de servir de habitación a un
particular, a un príncipe o a un rey, porque es menester proceder
de diferente manera conforme a las personas; después mide el sitio
y cuenta los materiales, para ver si son bastantes para el edificio; porque
el que quiere ponerse a edificar una alta torre y primero no junta materiales
con que fabricarla, harán burla de él porque empezó
una cosa que no podía perfeccionar (Lc 14, 28). Conviene, pues, que
se resuelva a derribar el edificio viejo para desembarazar el sitio donde
quiere edificar el nuevo.
Nosotros queremos levantar un grande edificio, que es edificar en nuestra
casa la morada de Dios: consideremos maduramente si tenemos bastante ánimo
y resolución para arruinarnos a nosotros mismos y crucificarnos, o
por mejor decir, para permitir que Dios nos arruine y crucifique; para que
su divina Majestad nos edifique para que seamos su templo vivo.
Digo pues, queridas hijas mías, que nuestra única pretensión
debe ser unirnos a Dios, como Jesucristo se unió a su eterno Padre,
muriendo sobre la cruz; porque yo no pienso hablaros ahora de la unión
general que se hace por el bautismo, donde los cristianos se unen a Dios
recibiendo este santo Sacramento y el carácter de cristiano, y se
obligan a guardar sus mandamientos y los de la santa Iglesia, ejercitarse
en buenas obras, practicar las virtudes de la fe, esperanza y caridad, y
con esto su unión es valedera, y pueden justamente pretender el cielo.
Uniéndose de esta manera a Dios, como a Dios suyo, no están
obligados a más; conseguirán su fin por la vía general
y espaciosa de los mandamientos; pero vosotras, hijas mías, no camináis
así, porque a más de esta común obligación que
tenéis como todos los cristianos, Dios por un amor muy especial os
ha escogido para sus caras esposas.
Conviene saber qué es esto de ser religiosas. Esto es estar dos veces
atadas a Dios por la continua mortificación de sí mismas, y
no vivir sino para Dios guardando siempre el propio corazón a su divina
Majestad, sirviéndole continuamente nuestros ojos, nuestra lengua,
nuestras manos y todo lo restante de nosotros. Esta es la causa porque, como
veis, la Religión os suministra medios del todo propios a este fin
que son la oración, la lección, silencio, retiro del corazón
para reposar en Dios solo, jaculatorias continuas a nuestro Señor:
y porque no podremos llegar a esto sino por un continuo ejercicio de mortificación
de todas nuestras pasiones, inclinaciones, humores y aversiones, estamos
obligados a velar continuamente sobre nosotros mismos para hacer que muera
todo esto.
Escuchad, hijas mías: Si el grano de trigo cayendo en la tierra no
muere, quedará solo; pero si se pudre llevará ciento (Jn 12,
24). Estas palabras de Nuestro Señor están muy claras, siendo
pronunciadas por su santísima boca. La consecuencia es: vosotras que
pretendéis el hábito, y vosotras que aspiráis a la santa
profesión, mirad bien muchas veces si tenéis bastante resolución
para morir a vosotras mismas y no vivir sino para Dios; pensadlo bien, que
aun tenéis tiempo para pensarlo antes que queráis vestiros
de negro; porque os advierto, hijas mías, y no quiero adularos, cualquiera
que desee vivir según la naturaleza, que se quede en el mundo; y las
que están determinadas a vivir según la gracia vengan a la
Religión, la que no es otra cosa que una escuela de abnegación
y mortificación de sí mismo; esta es la causa porque ella os
provee de todos los instrumentos de mortificación tanto interiores
como exteriores.
Mas: ¡Dios mío! me diréis vosotras, eso no es lo que
yo busco, pensé yo que bastaba para ser buena religiosa tener deseo
de hacer bien la oración, tener visiones y revelaciones, ver Ángeles
en forma de hombres, estar arrebatada en éxtasis, amar la lección
de buenos libros; ¿pues qué? ¿no soy muy virtuosa, o
me lo parece, humilde y mortificada? todo el mundo me admira: ¿no
es ser muy humilde, hablar tan dulcemente a las compañeras de las
cosas de devoción? ¿contar los sermones estando en casa con
ellas? ¿tratar con afabilidad a los de la vecindad, principalmente
si no me contradicen? Verdaderamente, mis caras hijas, eso es bueno para
el mundo; pero la Religión quiere que se hagan obras dignas de su
vocación, quiero decir, morir a sí misma en todas las cosas,
tanto a las que son de nuestro gusto como a las dañosas é inútiles.
Considerad aquellos buenos religiosos del desierto que subieron a una tan
grande unión con Dios ¿llegaron a ella siguiendo sus inclinaciones?
Verdaderamente que no; ellos se mortificaron aun en las cosas más
santas, y aunque tenían gran consuelo en cantar las divinas alabanzas,
en leer, rezar y otras semejantes, no lo hacían por contentarse a
sí mismos, antes bien se privaban voluntariamente de estos placeres
por darse a las obras penosas y de trabajo. Es verdad que las almas religiosas
reciben mil suavidades y consuelos en medio de las mortificaciones y ejercicios
de la santa Religión, porque a ellas principalmente reparte el Espíritu
Santo sus preciosos dones; y por eso no deben buscar más que a Dios
y a la mortificación de sus humores, pasiones é inclinaciones
en la santa Religión; porque si buscan otra cosa, jamás hallaran
el consuelo que pretenden.
Pero, conviene tener un ánimo invencible para no decaer en nosotros
mismos; porque siempre tendremos algo que hacer y cortar. El oficio de los
religiosos debe ser cultivar bien su espíritu para arrancar todas
las malas yerbas que; nuestra naturaleza depravada cada día hace brotar,
y si bien parece que siempre es necesario reparar, y así como no hay
razón para que el labrador se enoje, pues no es culpa suya, el no
tener gran cosecha con tal que haya tenido cuidado de cultivar bien la tierra
y sembrarla bien, así el religioso no debe enojarse sino coge todos
los frutos de la perfección y de las virtudes, mientras tenga gran
fidelidad en cultivar bien: la tierra de su corazón y en arrancar
todo lo que le pareciere contrario a la perfección que se ha obligado
a pretender, porque nunca estaremos sin este recelo hasta que estemos en
el cielo.
Cuando vuestra regla os dice que pidáis el libro a la hora señalada
para la lección, ¿pensáis que los libros han de ser
por lo ordinario los que más os contenten para que se os den? De ninguna
manera; no es esa la intención de la regla. Lo mismo digo de otros
ejercicios: una hermana se sentirá, así se lo parece, muy inclinada
a tener oración, a decir el oficio, a estar en recogimiento, y la
dirán: hermana, vaya a la cocina, o haga tal o tal cosa; esta es una
muy mala nueva para una monja que es muy devota; pero yo digo que conviene
morir, para que Dios viva en nosotros; porque es imposible conseguir la unión
de Dios con nuestra alma por otro camino que por el de la mortificación.
Estas palabras es necesario morir son duras, pero están acompañadas
de gran suavidad; porque por esta muerte nos unimos a Dios.
Habéis de saber que ninguna persona prudente pone el vino nuevo en
vaso viejo. El licor del amor divino no puede estar donde el viejo Adán
reina; muy necesario es pues destruirle. Pero me diréis vosotras,
¿cómo le destruiremos? ¿cómo, hijas mías?
con la obediencia puntual a nuestras reglas. Yo os aseguro de parte de Dios,
que si vosotras sois fieles en hacer lo que ellas os enseñan, llegaréis
sin duda al término que debéis pretender, que es uniros a Dios.
Advertid que os digo hacer, porque no se adquiere la perfección en
cruzando los brazos; es menester trabajar de veras para domarse a sí
mismo y vivir según la razón, la regla y la obediencia, y no
conforme a las inclinaciones que sacamos del mundo.
La Religión tolera, es cierto, que traigamos a ella nuestras malas
costumbres, pasiones é inclinaciones; mas no que vivamos conforme
a ellas; ella nos da reglas que sirvan de torcedores a nuestro corazón,
y expriman del todo lo que es contrario a Dios. Vivid, pues, animosamente
según ellas.
Pero me dirá alguna ¡Dios mío! ¿qué haré
yo que no tengo el espíritu de la regla? Cierto, hijas mías,
que os creo fácilmente: esto no es cosa que se trae del mundo a la
Religión; el espíritu de la regla se adquiere practicando fielmente
la regla. Lo mismo os digo de la santa humildad y mansedumbre, dos piedras
fundamentales de esta Congregación. Dios nos lo dará infaliblemente
con tal que tengamos buen corazón y hagamos cuanto nos fuere posible
por adquirirle; dichosos seremos, si un cuarto de hora antes de morir nos
hallamos revestidos de esta ropa; toda nuestra vida será bien empleada
si la gastamos en coser ya una pieza ya otra, porque este santo habito no
es todo de una pieza sola, es necesario que tenga muchas. Puede ser que penséis
que la perfección se halla cortada y hecha, y que no falta más
que meterla por la cabeza como ropa cerrada. No es así, hijas mías,
no es así.
Nuestra madre me dirá, que nuestras hermanas pretendientes son personas
de buena voluntad, pero que les faltan las fuerzas para hacer todo lo que
quisieran, y que sienten sus pasiones tan fuertes que temen empezar a caminar.
Animo, queridas hijas, ya os tengo dicho muchas veces que la Religión
es una escuela donde se aprende la lección, el maestro no pide siempre
que los discípulos la sepan sin errar, basta que tengan atención
a hacer lo posible por aprenderla. Haciendo así lo que pudiéremos,
Dios se contentara y nuestros superiores también.
¿No veis todos los días las personas que aprenden a tirar las
armas? Estos caen muchas veces, lo mismo hacen los que aprenden a andar a
caballo; pero no por eso se dan por vencidos; porque una cosa es caer alguna
vez, y otra quedar absolutamente rendidos. Vuestras pasiones alguna vez os
hacen cara ¿y por eso habéis de decir, yo no soy a propósito
para la Religión porque tengo pasiones? No, amadas hijas, no es así.
La Religión no hace mucho triunfo en sazonar a un espíritu
ajustado, a un alma dulce y tranquila en sí misma; lo que estima grandemente
es el reducir a la virtud las almas fuertes en sus inclinaciones, porque
estas, si son fieles, pasaran a las otras, adquiriendo perfectamente lo que
las otras tienen sin trabajo.
No se os pide que no tengáis pasión alguna, eso no en vuestra
mano, y Dios quiere que las sintáis hasta muerte para vuestro mayor
mérito; ni menos que sean fuertes, porque esto sería decir,
que un alma mal habituada no pu.ede ser a propósito para el servicio
de Dios. El se engaña en este pensamiento. Dios no desecha cosa donde
no se halla la malicia: porque, decidme os ruego, qué culpa tiene
una persona en ser de tal o cual sujeta a tal o cual pasión? Todo,
pues, consiste en los que se hacen por aquel movimiento, los que dependen
de nuestra voluntad; porque el pecado es de tal modo voluntario que sin nuestro
consentimiento no lo hay. Poned el caso que la cólera me oprime: yo
la diré, vuelve y revuelve, crece si quieres, que yo en tu favor no
pienso hacer la menor cosa ni pronunciar una sola palabra según tu
movimiento. Dios nos ha dejado este poder; de otra suerte al pedirnos la
perfección seria obligarnos a cosas imposibles y por con siguiente
injustas; lo que no se puede hallar en Dios.
Me ha venido al pensamiento contaras una historia muy del caso a este propósito.
Luego que Moisés bajó del monte de donde venía de hablar
con Dios, vio que el pueblo, después de haber hecho un becerro de
oro, le adoraba; y arrebatado de una justa cólera y del celo de la
gloria de Dios, dijo hablando con los levitas: Si hay alguno que sea de la
parte de Dios, tome su espada y mate a cuantos se le pusieren delante, sin
perdonar ni padre, ni madre, ni hermana qué no de la muerte (Ex 23,
26-27). Los levitas, pues, empuñaron sus espadas, y el más
valiente fue el que mató más. De la misma manera queridas hermanas,
tomad la espada de la mortificación en las manos para matar y destruir
vuestras pasiones, y la que matare mas será la más valiente,
si quiere cooperar a la gracia.
Estas dos almas doncellitas que veis, que la una tiene poco menos de diez
y seis años, y la otra quince, tienen miedo al matar, porque su espíritu
apenas parece que ha nacido; pero las almas grandes que han experimentado
muchas cosas y gustado las dulzuras del cielo, a estas toca el matar y acabar
del todo con las pasiones. En cuanto a las que decís, madre nuestra,
que tienen grandes deseos de la perfección y que quieren aventajarse
a las demás en virtud, ellas consuelan con eso un poco su amor propio;
pero harán harto en seguir la comunidad, en guardar bien las reglas,
porque este es el camino derecho para llegar a Dios.
Vosotras sois muy dichosas, hijas mías, en comparación de los
que estamos en el mundo, porque cuando preguntamos .el camino, uno nos dice
este es el derecho; otro que es el izquierdo; en fin, lo más ordinario
es el engañarnos; pero vosotras no tenéis más que hacer
que dejaras llevar: parecéis a los que caminan por el mar, el barco
los lleva y ellos van dentro sin cuidado; si duermen caminan, y no tienen
necesidad de inquirir si van bien en su viaje; esto toca a los marineros,
que mirando siempre a la estrella hermosa, la aguja del navío, saben
que llevan buen derrotero y dicen a los que van en él:' alentaos,
que tenéis buen viaje, dejaos llevar sin temor. La aguja de marear
es Cristo Nuestro Señor, el navío vuestras reglas, los marineros
los superiores' que ordinariamente os dicen: caminad, hermanas, por la observancia
puntual de vuestras reglas y dichosamente llegaréis a Dios, él
os conducirá seguramente. Pero advertid que os digo: caminad por la
observancia puntual y fiel; porque el que menosprecia su camino, será
muerto (Prov 19, 16), dice Salomón.
Vos, mi madre, decís, que nuestras hermanas dicen que bueno es caminar
por las reglas; pero esa es la vía general. Dios nos ha guiado por
otras sendas particulares, cada una tiene la suya especial, pues no todas
somos atraídas por un mismo camino: tienen razón en decirlo
y es cierto; pero también lo es que si estas sendas son de Dios todas
las llevarán a la obediencia sin duda. No pertenece a los inferiores
el juzgar de los particulares caminos; eso es obligación de los superiores,
y por eso se ordena la dirección particular., Sed muy fieles y cogeréis
el fruto de bendición; si hacéis lo que se os ha enseñado,
queridas hijas, seréis felicísimas, viviréis contentas
y experimentaréis en este mundo los favores del cielo, o por lo menos
una pequeña participación de ellos.
Pero tened cuidado, si os viene algún gusto interior y regalo de Nuestro
Señor, de no pararos en él; eso es como un poco de anís
confitado que el boticario pone sobre la bebida amarga del enfermo; es necesario
que este trague la medicina, aunque tome de la mano del boticario los granos
azucarados, que a ello le obliga la necesidad que siente después de
las amarguras de la purga.
Ved aquí, pues, claramente cuál es la pretensión que
debéis tener para ser esposas dignas de Nuestro Señor y para
haceros capaces de desposaros con él sobre el monte Calvario. Vivid,
pues, toda vuestra vida y formad todas vuestras acciones según ella,
y Diosas bendecirá. Toda nuestra dicha consiste en la perseverancia;
a ella os exhorto, queridas hijas, de todo mi corazón, y ruego a la
divina Bondad que os llene de gracia y de su divino amor en este mundo y
nos conceda a todos gozar de su gloria en el otro. A Dios, amadas hijas,
yo os llevo a todas dentro de mi corazón encomendarme a vuestras oraciones
será cosa superflua, porque creo de vuestra piedad que jamás
faltáis en esto. Yo os echaré todos los días desde el
altar mi bendición, y ahora recibid la en el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo. Dios sea bendito.
ENTRETENIMIENTO XXI
Sobre el documento de nada pedir y nada rehusar
Madre nuestra, visité un día a una excelente religiosa que
me preguntó: ¿Si teniendo deseo de comulgar más veces
que la comunidad, se podía pedir a la superiora? Yo la respondí
que si fuera religioso pienso que hiciera esto: no pidiera más frecuencia
de comunión que la comunidad, ni traería mas días cilicio
o cintura que los demás, ni haría ayunos extraordinarios, disciplinas,
ni alguna otra cosa. Yo me contentara con seguir en todo y por todo a la
comunidad: si tuviese fuerzas, no comería cuatro veces al día;
pero si me lo mandaran, las comiera y no replicara: si estuviera flaco y
no quisieran que comiese más que una vez al día, solo una vez
comiera sin pensar en mi flaqueza.
Yo quiero pocas cosas, y lo que quiero lo quiero muy poco, yo no tengo casi
deseo; pero si volviera a nacer ahora, de todo tuviera nada. Si Dios viniera
a mi, también yo fuera a Dios. Si a mi no quisiere venir, yo me detendría
y no iría allá.
Digo, pues, que nada se ha de pedir y nada se ha de rehusar, sino dejarse
en los brazos de la Providencia divina sin ocuparse en deseo alguno, sino
querer lo que Dios quiere de nosotros. San Pablo practicó con excelencia
este dejamiento en el mismo instante de su conversión; cuando Nuestro
Señor le cegó, al punto dijo: Señor, ¿qué
es vuestra divina voluntad que yo haga? (Hech 9, 6) Desde entonces se dejó
en la absoluta dependencia de lo que Dios quisiese hacer de él. Toda
nuestra perfección pende de la práctica de este punto. Y el
mismo san Pablo, escribiendo a uno de sus discípulos, le prohíbe
entre otras cosas permitir que su corazón se ocupe de algún
deseo: tanto conocimiento tenía de este defecto.
Vosotras me diréis: Si se han de desear las virtudes, ya que Nuestro
Señor dice: Pedid y os será dado (Jn 16, 24). ¡Oh hijas
mías! cuando yo digo que nada se ha de pedir ni desear, lo entiendo
de las cosas de la tierra; que por lo que toca a las virtudes, las podemos
pedir, y pidiendo el amor de Dios las comprendemos todas porque él
las contiene todas.
Pero en cuanto al empleo exterior ¿no se podrá, diréis,
desear las ocupaciones bajas, supuesto que son las más penosas y que
en ellas hay más que hacer y en qué humillarse por Dios? Hijas
mías, David dice: Que quiso más ser abatido en la casa del
Señor, que ser grande entre los pecadores (Sal 83, 11). Bueno es,
Señor, que me hayáis humillado, dice también, para que
aprenda vuestras justificaciones (Sal 118, 71). Pero con todo eso este deseo
es muy sospechoso y puede ser una imaginación humana; ¿qué
sabéis vos si deseando los cargos bajos tendréis fuerza para
agradaros de los abatimientos que en ellos se encuentran? Puede ser que ellos
os traigan tanto disgusto amargura, que aunque ahora tengáis aliento
para sufrir la mortificación y humillación, no sabéis
si le tendréis siempre. En fin, conviene tener por tentación
el deseo de los cargos, cualesquiera que sean altos o bajos. Siempre es lo
mejor no desear cosa alguna, sino estar prevenidas para recibir aquellas
que la obediencia os impusiere y estas, sean honrosas o abatidas, tomadlas
y recibidlas humildemente sin decir una sola palabra, sino es que os lo preguntan,
y entonces yo respondiera simplemente la verdad como la hubiere pensado.
Vosotras me preguntáis: ¿Cómo se podrá practicar
el documento de la santa indiferencia en las enfermedades? y hallo en el
santo Evangelio un perfecto modelo en la suegra de san Pedro. Esta buena
mujer estando en la cama con una recia calentura practicó muchas virtudes;
pero la que yo admiro más es el grande dejamiento que hizo de sí
misma en la providencia divina y en el cuidado de sus superiores, quedando
en su calentura sosegada, tranquila y sin inquietud alguna y sin darla a
los que la asistían. Bien saben todos cuanto padecen los que están
con una fiebre y que esto les quita el reposo y les causa otros mil enojos.
Pero el dejamiento grande que nuestra enferma hizo de sí misma en
las manos de sus superiores, fue causa de que no se inquietase un punto ni
tuviese cuidado de su salud, ni de su cura, contentándose con sufrir
su mal dulce y pacíficamente. ¡ah Dios, qué dichosa fue
esta buena mujer! verdaderamente mereció bien que se tuviese cuidado
de ella como lo hicieron los Apóstoles que intercedieron por su remedio,
sin que lo solicitase, movidos de la caridad y conmiseración de los
que la veían sufrir.
Bienaventurados serán los religiosos y religiosas que hicieren esta
grande y absoluta remisión en las manos de sus superiores, los cuales
por el motivo de la caridad les servirán y proveerán cuidadosamente
en todas sus necesidades; porque la caridad es más fuerte y aprieta
más que la naturaleza. Esta querida enferma sabía muy bien
que Nuestro Señor estaba en Cafarnaúm, que sanaba enfermos,
y no se inquietó ni afligió por enviarle a decir lo que padecía;
pero lo más admirable es, que le vio en su casa donde la miró
y ella le miró también, y no le dijo una sola palabra de su
mal para que se compadeciera de ella, ni solicitó tocarle para quedar
sana.
La inquietud de espíritu que se siente en los sufrimientos y enfermedades,
a la que están sujetas no solo las personas del mundo, si que también
muy de ordinario las religiosas, nace del amor propio y desarreglado cuidado
de sí mismo. Nuestra enferma no hacía caso de su dolencia,
no reparó en el buen encuentro; ella lo sufrió sin cuidar de
que rogasen por ella ni solicitasen su cura, contentándose con que
lo sabían Dios y los superiores que la gobernaban. Ella vio a Nuestro
Señor en su casa como soberano médico, pero no le miró
como a tal; tampoco pensó en su cura, antes le consideró como
a su Dios, cuya era, ya sana ya enferma, estando tan contenta en su mal,
como si poseyera una entera salud.
¡Oh cuántas trazas hubieran usado otros para ser curados por
Nuestro Señor, y dijeran que pedían la salud pata servirle
mejor, temiendo que no les quedase alguna diligencia por hacer! pero esta
buena mujer en nada pensaba menos que en eso, manifestando su resignación
en no pedir su curación. Yo no quiero decir por esto que no se puede
pedir la mejoría a Nuestro Señor, como a aquel que nos la puede
dar, pero ha de ser con la condición de si es conforme a su divina
voluntad; porque siempre debemos decir: Hágase tu voluntad.
No basta estar enferma y tener aflicciones, pues que Dios lo quiere; es necesario
estar como él quiere, cuando él quiere, tanto tiempo como él
quiere, y de la manera que le agrada que estemos; no escogiendo ni desechando
el mal o aflicción, sea abatida o deshonrosa cuanto nos pueda parecer;
porque el mal o aflicción sin abatimiento hincha muchas veces el corazón
en lugar de humillarle; pero cuando se padece un mal sin honor, o cuando
la misma deshonra, vileza y abatimiento son nuestro mal, entonces sí
que es la ocasión de ejercitar la paciencia, la humildad, la modestia,
la dulzura de espíritu y de corazón.
Tened, pues, un gran cuidado como esta buena mujer de guardar vuestro corazón
en dulzura, sacando provecho como ella de vuestros males; porque ella se
levantó al punto que Nuestro Señor despidió la calentura
y le sirvió a la mesa; en lo que verdaderamente mostró una
gran virtud y lo mucho que había aprovechado en su enfermedad; pues
estando libre de ella no quiso usar de su salud sino para el servicio del
mismo Señor, empleándose en él al mismo instante que
la recibió. No era esta santa mujer como las personas del mundo, que
por un achaque de un día han menester semanas y meses para convalecer.
Cristo Nuestro Señor, estando en la cruz nos declaró como se
han de mortificar las ternuras; porque teniendo una grande sed no por eso
pidió de beber, sino que manifestó simplemente su necesidad,
diciendo: Sed tengo (Jn 19, 28). Después de lo cual hizo un acto de
grandísima sumisión; porque habiéndole llegado a la
boca en la punta de una caña un pedazo de esponja mojada en vinagre
por matarle la sed, la chupó con sus benditos labios: ¡cosa
extraña! no ignoraba que aquel era un brebaje que aumentaría
su pena, con todo eso lo gustó con toda sencillez, sin dar muestras
de que le molestaba o no le sabía bien, para enseñarnos aquella
sumisión con que debemos tomar los remedios y comidas que nos dan
cuando estamos enfermos, sin dar la menor señal de que nos disgustan
y enojan, aun cuando dudamos si nos podrán aumentar el mal.
¡Oh! cómo, si tenemos un poquito de incomodidad, lo hacemos
todo al contrario de lo que nos enseñó nuestro dulce Maestro,
porque no cesamos de lamentarnos y no hallamos bastantes personas, así
lo parece, para que oigan nuestras quejas y para contarles por menor nuestros
dolores, no hallamos alguno que vuele en contentarnos, como creemos necesario.
En fin, es gran compasión ver cuán poco imitamos la paciencia
de nuestro Salvador, el cual se olvidó de sus dolores, y no trató
de que los conociesen los hombres, contentándose que su Padre celestial,
por cuya obediencia los sufría, los consideraba y aplacaba el enojo
que tenía contra la naturaleza humana por la cual padecía.
Diréis vosotras, ¿qué es lo que yo más deseo
que os quede grabado en el espíritu, para ponerlo en práctica?
Muy amadas hijas, qué os puedo yo decir sino estas dos preciosas palabras
que tanto os he encargado: NO DESEÉIS NADA, NO REHUSÉIS NADA.
En estas cláusulas lo he dicho todo; porque este documento comprende
la práctica de la perfecta indiferencia. Mirad al pequeñito
Jesús en la cuna cómo recibe la pobreza, la desnudez, la compañía
de los animales, todas las inclemencias del tiempo, el frío y todo
cuanto su Padre permite que le venga. No se quejó, ni jamás
extendió sus manos a tomar los pechos de su Madre; todo se dejó
a su cuidado y providencia, tampoco rehusó los cortos alivios que
le daba. Él admitió los servicios de san José, las adoraciones
de los reyes y de los pastores, y todo con igual indiferencia: así
nosotros debemos nada desear y nada rehusar, sino sufrir y recibir igualmente
lo que la providencia de Dios permitiere que nos venga. Dios nos conceda
esta gracia. Amén.
ENTRETENIMIENTO XXII
De la exaltación de la Santa Cruz
Dios me ha dado un extraordinario deseo de plantar en todos los corazones
de los hijos de la Iglesia santa la reverencia y el amor a la santa Cruz
de Nuestro Señor Jesucristo. Muchas veces he considerado, que después
que el gran Judas Macabeo hubo reedificado el templo de la antigua Sinagoga,
la nación Hebraica sintió tanto consuelo que todos los pueblos
se postraron sobre su rostro, alabando y bendiciendo a Dios que tanto los
había prosperado. En este pensamiento digo yo: ¡oh Dios mío!
que consuelo y que júbilo de corazón deben tener los cristianos,
considerando la Exaltación de la santa Cruz, la que habiendo sido
derribada y abatida por los infieles, fue restaurada y ensalzada por el generoso
emperador Heraclio. Verdaderamente nuestro gozo debe ser tanto más
grande cuanto en aquel antiguo templo no se ofreció jamás sino
bueyes, becerros, corderos, etc., mas sobre la Cruz y en la Cruz, se ofreció
y sacrificó el Hijo eterno de Dios.
El templo antiguo jamás se vio teñido de otra sangre que de
animales; mas esta santa Cruz fue teñida con la sangre del autor y
consumador de todos.los sacrificios. Esta Cruz vence muy largamente la magnificencia
del antiguo templo, tanto más cuanto el sacrificio de la santa Cruz
excede a todos los otros: y no hay buen cristiano que no deba amar más
tiernamente la pobreza, el abatimiento y los dolores de la Cruz de Jesucristo,
que los antiguos judíos amaron la riqueza, la magnificencia y las
delicias de su templo. Este fue edificado tres veces, la primera por Salomón,
la segunda por Darío, y la tercera por los Macabeos. Y así
la santísima Cruz fue tres veces exaltada: la primera por Nuestro
Señor Jesucristo, la segunda por Constantino· y por la devota
santa Elena, y la tercera por Heraclio. Los buenos judíos procuraron
siempre reedificar su templo cuando sus enemigos lo destruían o en
parte lo derribaban; así los buenos cristianos deben siempre procurar
la exaltación de la santa Cruz, cuanto más los enemigos se
esforzaren a destruir su honra y su devoción.
San Pablo, incomparable maestro y doctor de la Iglesia naciente, tenía
a Jesucristo en la Cruz por las delicias de sus amores, por tema de sus sermones,
por blanco de todas sus glorias, por término de todas sus pretensiones
en este mundo y por el premio de todas sus esperanzas en la eternidad: Yo
entiendo, dice él, que no sé otra cosa que a Jesús crucificado.
No me suceda que me gloríe en otra cosa que en la Cruz de mi Jesús:
y no creáis, queridos míos, los de Galacia, que yo tenga otra
vida que la de la Cruz, porque os aseguro que yo miro y siento de tal suerte
en todo la Cruz de mi Salvador, que por su gracia estoy totalmente crucificado
al mundo y el mundo está crucificado para mi (Gál 6). Dichosa
el alma que así vive y en todo ve a Jesucristo crucificado.
Yo aconsejo de buena gana a mis devotos y devotas, que para refrescar más
a menudo la memoria de la santa Cruz, traigan una siempre o al lado del corazón
o en su rosario, y que jamás estén sin tener consigo una Cruz
que puedan mirar y besar muchas veces; porque el beso es señal de
amistad, y por eso Jesucristo, amante perfecto de nuestras almas, besaba
a sus Apóstoles cuando volvían a él. Y san Pablo decía
a sus discípulos: Saludaos unos a otros de mi parte, dándoos
el ósculo santo. Cualquiera que besa sin fingimiento y sin hipocresía,
y con una virtuosa intención a su hermano cristiano afirma en verdad
que le ama.
Empero, para prueba de nuestra fe, no nos debemos solo contentar con besar
la Cruz, sino que es necesario amar la Cruz; porque besarla sin amarla es
aumentar el crimen de nuestra infidelidad, y llamar sobre nosotros los castigos
de aquel pueblo, de quien Jesucristo dijo: Esta gente me honra con los labios,
danme besos hipócritas y fingidas alabanzas, mas su corazón
está muy apartado de mí (Mt 15, 8; Mc 6, 6), y por consiguiente
sus obras están muy distantes de mis intenciones; de donde el cristiano
debe inferir que no basta venerar la Cruz sino la ama; besarla si no la abraza
por medio de una cordial y firme resolución, no solo de amar la Cruz,
sino también la crucificación del corazón.
Algunos contemplativos meditaron que Jesucristo en la tienda de san José
y en los treinta años de su adorable vida retirada, se ocupaba algunas
veces en hacer cruces para toda clase de personas, y yo de su parte me atrevo
a presentarlas a todos. a los Prelados presento la cruz de la solicitud y
de los trabajos que es necesario que padezca un buen pastor por guardar,
aumentar, alimentar, perficionar y corregir sus ovejas. Esta cruz de pastor
es la primera que llevó Jesús: yo lo probaré fácilmente
por su cuna, por sus caminos, por sus cansancios y fatiga junto al pozo de
Samaría, y por su caritativo cuidado por aquellos también que
le atormentaban.
Á los religiosos y demás personas de la Iglesia presentaré
la cruz de la soledad, del celibato y de la abnegación del mundo.
Cruz santa que verdaderamente está tocada a la de Nuestro Señor:
cruz preciosa llevada por la Virgen de las vírgenes Nuestra Señora,
que después de su adorado Hijo fue la más santa, la más
inocente y la más enteramente crucificada de todas las almas amantes
de la santísima Cruz.
Á los nobles y caballeros doy la cruz de la modestia, el buen uso
del tiempo en ocupaciones espirituales, buenas y santas, tanto más
relevantes que las obras de la gente ordinaria, cuanto su condición
los da de preeminencia y su nacimiento de ventaja sobre los otros; y por
tercera rama de esta cruz que tengan el amor de la verdadera honra que es
la virtud sola de la piedad y temor de Dios, y la fuga del fantasma de honra
imaginaria que les sigue y que recibida de ellos los precipita en la vanidad,
en la estimación de sí mismos y desde esta a los duelos, y
de los duelos a la condenación eterna.
Á los ministros de justicia presento la cruz de la doctrina, de la
equidad y de la sincera verdad, cruz verdaderamente digna de los ministros
y oficiales de Dios justo y viviente, que hace que vaya delante de su rostro
la justicia y el juicio, y juzga toda la tierra en equidad y verdad, como
dice David.
Cruz deseable que crucifica los respetos humanos, el temor de los hombres
y el amor del propio interés, hace florecer en las provincias la paz
y el reposo de las familias.
Á los del tercer estado ofrezco la cruz de la humildad, del trabajo
y labor de sus manos; cruz que Dios les puso en su nacimiento, más
que santificó por el uso y ejercicio que Jesucristo tuvo del oficio
de carpintero, y de sí mismo hizo decir a su profeta: Yo estoy en
la obra y en el trabajo desde mi juventud (Sal 87, 6). Esta cruz del trabajo
de manos es muy saludable para ayudar a los hombres a la salvación
eterna, porque siendo la ociosidad madre de vicios, una necesaria y buena
ocupación libra al alma de mil fantasías que son la fuente
de los pecados, y la mantiene en una amable inocencia y buena fe.
Á la gente joven destino la cruz de la obediencia, de la castidad
y de la moderación en su porte. Cruz saludable que crucifica las fogosidades
de una sangre joven que comienza a hervir, y de un ánimo que aun no
tiene prudencia que le guíe. Esta cruz hará a los jóvenes
capaces de llevar el suave yugo de Nuestro Señor en el estado a que
su inspiración los llamare.
Á los ancianos yo les presento la cruz de la paciencia, de la dulzura
y del sabio consejo. Cruz que requiere un corazón armado de aliento
y valor, porque en su edad crecida y debilitada no hallarán más
que trabajo y dolor sobre la tierra (Sal 39, 10), como dice David.
Hay gran número de cruces para las personas casadas, con cuidados
de familia; no hay necesidad de señalarles de particulares. Con todo,
la que les presento de mejor gana es el mutuo sufrimiento, la amistad fiel
y no interrumpida con extranjeros amores y el cuidado en la educación
de los hijos, dando buen ejemplo a toda la familia, para no hacerse culpados
en pecados ajenos.
Á las viudas tampoco les falta cruz: si son verdaderas viudas, su
corazón, su amor y su placer deben estar clavados en la Cruz de Cristo,
por la abnegación de los pasatiempos del mundo y por la meditación
de la muerte; pues su cara mitad se está ya pudriendo en el sepulcro.
El glorioso san Antonio vio un día toda la tierra cubierta de lazos
y de hilos; y a mí me parece que con mis ojos interiores la veo toda
sembrada de cruces; dichosos aquellos que no huyen de la Cruz. Judas, aquel
pérfido discípulo guió su infernal tropa para prender
a Jesús y hacerle clavar en una Cruz, pero para sí el malaventurado
rehusó enteramente la cruz; no queriendo solo la de la santa contrición
y penitencia que le ofrecía Jesucristo. Los que rehúsan de
tomar humildemente y llevar virtuosamente la cruz que Dios les presenta en
esta vida, tendrán en la otra la porción de Judas.
El gran rey Salomón dice: Que todo lo que pasa bajo del sol es Vanidad
y aflicción de espíritu (Ecl 1, 11). Esto presupone que no
hay hombre bajo del sol que pueda evitar la cruz y el sufrimiento; mas los
impíos y las almas malas las llevan contra su voluntad y a despecho.
Hay también otras atadas a la cruz y a las tribulaciones, y por su
impaciencia cambian en fatales sus cruces: tienen sentimientos de estimación
de sí mismas, llegándose a los del mal ladrón, uniendo
por este medio su cruz a la de aquel malvado; y así infaliblemente
su salario será siniestro. ¡Oh cómo el buen ladrón
hizo de una cruz mala una cruz de Jesucristo! Verdaderamente los trabajos,
las injurias, las tribulaciones que recibimos son cruces de verdadero ladrón,
y nosotros las tenemos bien merecidas y debemos decir humildemente como el
buen ladrón: Nosotros en nuestros tormentos recibimos lo que tenemos
merecido por nuestros hechos, y por esta humildad volveremos nuestra cruz
de ladrón en una cruz de cristiano verdadero. Unamos, pues, como el
buen ladrón nuestras cruces de pecadores a la cruz de Aquel que nos
salvó por su Cruz y por medio de esta amorosa y devota unión
de nuestros sufrimientos a los sufrimientos y Cruz de Jesucristo, entraremos
como el ladrón en su amistad y por consiguiente en su paraíso.
Mirando, pues, la santa Cruz de Jesús con un corazón lleno
de amor y reverencia, haré estas eternas é inviolables resoluciones.
¡Oh Jesús; amado de mi alma! permitidme que como un ramillete
de mirra os estreche sobre mi pecho, y que bese el pié de esta santa
Cruz bañada con vuestra preciosa sangre, y os prometo que mi boca,
que ha sido tan dichosa en besar vuestra santa Cruz, se abstendrá
de hoy más de detracciones, murmuraciones y lascivias. Mis ojos que
ven, o Jesús, correr vuestras lágrimas por mis pecados sobre
la Cruz, no mirarán jamás cosa que os sea contraria. Estos
dos luminares de mi cuerpo desfallecerán a fuerza de mirar en lo alto
crucificado a mi Salvador sobre la Cruz; yo los apartaré para que
no vean la vanidad del mundo y solo atiendan siempre a la verdad de vuestro
santo amor.
Mis orejas, que oyen con tanto placer y consuelo las siete palabras pronunciadas
desde la Cruz, no recibirán más placer de las vanas alabanzas,
de falsas nuevas, de discursos que abatan a mi prójimo, de vanas propuestas
y de pláticas inútiles.
Mi entendimiento, que considera con gusto los adorables misterios de la santísima
Cruz, no se resolverá jamás en maliciosas y perversas imaginaciones.
Mi voluntad, que se ha rendido a las leyes de la santa Cruz y al amor de
Jesucristo crucificado, jamás aborrecerá a persona alguna,
porque Jesús su amado murió por todas de amor.
En fin, mi celo será de plantar la Cruz en mi corazón, en mi
entendimiento, en mis ojos, en mis oídos, en mi boca, en todos mis
sentidos interiores y exteriores, para que nada salga ni entre que no sea
obligado a pedir licencia a la santa Cruz. Yo formaré esta sagrada
señal con reverencia y con ella marcaré mi corazón al
levantar me y antes de acostarme, y buscando en la santa Cruz mi sufrimiento
entre las agonías de esta vida, espero hallar mi alegría eterna;
porque habiendo amado a Jesucristo crucificado en este mundo, gozaré
en el otro de Jesucristo glorificado, al cual sea la honra y la gloria en
los siglos de los siglos. Amén. Dios sea bendito.
FIN DE LOS ENTRETENIMIENTOS