Haurietis Aquas
Carta encíclica de S.S. Pío
XII sobre la devoción al Sagrada Corazón de Jesús
Beberéis aguas con gozo en las fuentes del Salvador[1].
Estas palabras con las que el profeta Isaías prefiguraba simbólicamente
los múltiples y abundantes bienes que la era mesiánica había
de traer consigo, vienen espontáneas a Nuestra mente, si damos una
mirada retrospectiva a los cien años pasados desde que Nuestro Predecesor,
de i. m., Pío IX, correspondiendo a los deseos del orbe católico,
mandó celebrar la fiesta del Sacratísimo Corazón de
Jesús en la Iglesia universal.
Innumerables son, en efecto, las riquezas celestiales que el
culto tributado al Sagrado Corazón infunde en las almas: las purifica,
las llena de consuelos sobrenaturales y las mueve a alcanzar las virtudes
todas. Por ello, recordando las palabras del apóstol Santiago: Toda
dádiva, buena y todo don perfecto de arriba desciende, del Padre de
las luces[2], razón tenemos para considerar en este culto, ya tan
universal y cada vez más fervoroso, el inapreciable don que el Verbo
Encarnado, nuestro Salvador divino y único Mediador de la gracia y
de la verdad entre el Padre Celestial y el género humano, ha concedido
a la Iglesia, su mística Esposa, en el curso de los últimos
siglos, en los que ella ha tenido que vencer tantas dificultades y soportar
pruebas tantas. Gracias a don tan inestimable, la Iglesia puede manifestar
más ampliamente su amor a su Divino Fundador y cumplir más
fielmente esta exhortación que, según el evangelista San Juan,
profirió el mismo Jesucristo: En el último gran día
de la fiesta, Jesús, habiéndose puesto en pie, dijo en alta
voz: "El que tiene sed, venga a mí y beba el que cree en mí".
Pues, como dice la Escritura, "de su seno manarán ríos de agua
viva". Y esto lo dijo El del Espíritu que habían de recibir
lo que creyeran en El[3]. Los que escuchaban estas palabras de Jesús,
con la promesa de que habían de manar de su seno ríos de agua
viva, fácilmente las relacionaban con los vaticinios de Isaías,
Ezequiel y Zacarías, en los que se profetizaba el reino del Mesías,
y también con la simbólica piedra, de la que, golpeada por
Moisés, milagrosamente hubo de brotar agua[4].
2. La caridad divina tiene su primer origen en el Espíritu Santo,
que es el Amor personal del Padre y del Hijo, en el seno de la augusta Trinidad.
Con toda razón, pues, el Apóstol de las Gentes, como haciéndose
eco de las palabras de Jesucristo, atribuye a este Espíritu de Amor
la efusión de la caridad en las almas de los creyentes: La caridad
de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo,
que nos ha sido dado[5].
Este tan estrecho vínculo que, según la Sagrada Escritura,
existe entre el Espíritu Santo, que es Amor por esencia, y la caridad
divina que debe encenderse cada vez más en el alma de los fieles,
nos revela a todos en modo admirable, Venerables Hermanos, la íntima
naturaleza del culto que se ha de atribuir al Sacratísimo Corazón
de Jesucristo. En efecto; manifiesto es que este culto, si consideramos su
naturaleza peculiar, es el acto de religión por excelencia, esto es,
una plena y absoluta voluntad de entregarnos y consagrarnos al amor del Divino
Redentor, cuya señal y símbolo más viviente es su Corazón
traspasado. E igualmente claro es, y en un sentido aún más
profundo, que este culto exige ante todo que nuestro amor corresponda al
Amor divino. Pues sólo por la caridad se logra que los corazones de
los hombres se sometan plena y perfectamente al dominio de Dios, cuando los
afectos de nuestro corazón se ajustan a la divina voluntad de tal
suerte que se hacen casi una cosa con ella, como está escrito: Quien
al Señor se adhiere, un espíritu es con El[6].
I. SÓLIDOS PRINCIPIOS
3. La Iglesia siempre ha tenido en tan grande estima el culto del Sacratísimo
Corazón de Jesús: lo fomenta y propaga entre todos los cristianos,
y lo defiende, además, enérgicamente contra las acusaciones
del "Naturalismo" y del "Sentimentalismo"; sin embargo, es muy doloroso comprobar
cómo, en lo pasado y aun en nuestros días, este nobilísimo
culto no es tenido en el debido honor y estimación por algunos cristianos,
y a veces ni aun por los que se dicen animados de un sincero celo por la
religión católica y por su propia santificación.
Si tú conocieses el don de Dios[7]. Con estas palabras, Venerables
Hermanos, Nos, que por divina disposición hemos sido constituidos
guardián y dispensador del tesoro de la fe y de la piedad que el Divino
Redentor ha confiado a la Iglesia, conscientes del deber de Nuestro oficio,
amonestamos a todos aquellos de Nuestros hijos que, a pesar de que el culto
del Sagrado Corazón de Jesús, venciendo la indiferencia y los
errores humanos, ha penetrado ya en su Cuerpo Místico, todavía
abrigan prejuicios hacia él y aun llegan a reputarlo menos adaptado,
por no decir nocivo, a las necesidades espirituales de la Iglesia y de la
humanidad en la hora presente, que son las más apremiantes. Pues no
faltan quienes, confundiendo o equiparando la índole de este culto
con las diversas formas particulares de devoción, que la Iglesia aprueba
y favorece sin imponerlas, lo juzgan como algo superfluo que cada uno pueda
practicar o no, según le agradare; otros consideran oneroso este culto,
y aun de poca o ninguna utilidad, singularmente para los que militan en el
Reino de Dios, consagrando todas sus energías espirituales, su actividad
y su tiempo a la defensa y propaganda de la verdad católica, a la
difusión de la doctrina social católica, y a la multiplicación
de aquellas prácticas religiosas y obras que ellos juzgan mucho más
necesarias en nuestros días. Y no faltan quienes estiman que este
culto, lejos de ser un poderoso medio para renovar y reforzar las costumbres
cristianas, tanto en la vida individual como en la familiar, no es sino una
devoción, más saturada de sentimientos que constituida por
pensamientos y afectos nobles; así la juzgan más propia de
la sensibilidad de las mujeres piadosas que de la seriedad de los espíritus
cultivados.
Otros, finalmente, al considerar que esta devoción exige, sobre todo,
penitencia, expiación y otras virtudes, que más bien juzgan
pasivas porque aparentemente no producen frutos externos, no la creen a propósito
para reanimar la espiritualidad moderna, a la que corresponde el deber de
emprender una acción franca y de gran alcance en pro del triunfo de
la fe católica y en valiente defensa de las costumbres cristianas;
y ello, dentro de una sociedad plenamente dominada por el indiferentismo
religioso que niega toda norma para distinguir lo verdadero de lo falso,
y que, además, se halla penetrada, en el pensar y en el obrar, por
los principios del materialismo ateo y del laicismo.
4. ¿Quién no ve, Venerables Hermanos, la plena oposición
entre estas opiniones y el sentir de Nuestros Predecesores, que desde esta
cátedra de verdad aprobaron públicamente el culto del Sacratísimo
Corazón de Jesús? ¿Quién se atreverá a
llamar inútil o menos acomodada a nuestros tiempos esta devoción
que Nuestro Predecesor, de i. m., León XIII, llamó práctica
religiosa dignísima de todo encomio, y en la que vio un poderoso remedio
para los mismos males que en nuestros días, en forma más aguda
y más amplia, inquietan y hacen sufrir a los individuos y a la sociedad?
Esta devoción -decía-, que a todos recomendamos, a todos será
de provecho. Y añadía este aviso y exhortación que se
refiere a la devoción al Sagrado Corazón: Ante la amenaza de
las graves desgracias que hace ya mucho tiempo se ciernen sobre nosotros,
urge recurrir a Aquel único, que puede alejarlas. Mas ¿quién
podrá ser Este sino Jesucristo, el Unigénito de Dios? "Porque
debajo del cielo no existe otro nombre, dado a los hombres, en el cual hayamos
de ser salvos"[8]. Por lo tanto, a El debemos recurrir, que es "camino, verdad
y vida"[9].
No menos recomendable ni menos apto para fomentar la piedad cristiana lo
juzgó Nuestro inmediato Predecesor, de f. m., Pío XI, en su
encíclica Miserentissimus Redemptor: ¿No están acaso
contenidos en esta forma de devoción el compendio de toda la religión
y aun la norma de vida más perfecta, puesto que constituye el medio
más suave de encaminar las almas al profundo conocimiento de Cristo
Señor nuestro y el medio más eficaz que las mueve a amarle
con más ardor y a imitarle con mayor fidelidad y eficacia?[10].
Nos, por Nuestra parte, en no menor grado que Nuestros Predecesores, hemos
aprobado y aceptado esta sublime verdad; y cuando fuimos elevados al sumo
pontificado, al contemplar el feliz y triunfal progreso del culto al Sagrado
Corazón de Jesús entre el pueblo cristiano, sentimos Nuestro
ánimo lleno de gozo y Nos regocijamos por los innumerables frutos
de salvación que producía en toda la Iglesia; sentimientos
que Nos complacimos en expresar ya en Nuestra primera Encíclica[11].
Estos frutos, a través de los años de Nuestro pontificado -llenos
de sufrimientos y angustias, pero también de inefables consuelos-,
no se mermaron en número, eficacia y hermosura, antes bien se aumentaron.
Pues, en efecto, muchas iniciativas, y muy acomodadas a las necesidades de
nuestros tiempos, han surgido para favorecer el crecimiento cada día
mayor de este mismo culto: asociaciones, destinadas a la cultura intelectual
y a promover la religión y la beneficencia; publicaciones de carácter
histórico, ascético y místico para explicar su doctrina;
piadosas prácticas de reparación y, de manera especial, las
manifestaciones de ardentísima piedad promovidas por el Apostolado
de la Oración, a cuyo celo y actividad se debe que familias, colegios,
instituciones y aun, a veces, algunas naciones se hayan consagrado al Sacratísimo
Corazón de Jesús. Por todo ello, ya en Cartas, ya en Discursos
y aun Radiomensajes, no pocas veces hemos expresado Nuestra paternal complacencia[12].
5. Conmovidos, pues, al ver cómo tan gran abundancia de aguas, es
decir, de dones celestiales de amor sobrenatural del Sagrado Corazón
de nuestro Redentor, se derrama sobre innumerables hijos de la Iglesia católica
por obra e inspiración del Espíritu Santo, no podemos menos,
Venerables Hermanos, de exhortaros con ánimo paternal a que, juntamente
con Nos, tributéis alabanzas y rendida acción de gracias a
Dios, dador de todo bien, exclamando con el Apóstol: Al que es poderoso
para hacer sobre toda medida con incomparable exceso más de lo que
pedimos o pensamos, según la potencia que despliega en nosotros su
energía, a El la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por
todas las generaciones, en los siglos de los siglos. Amén[13]. Pero,
después de tributar las debidas gracias al Dios eterno, queremos por
medio de esta Encíclica exhortaros a vosotros y a todos los amadísimos
hijos de la Iglesia a una más atenta consideración de los principios
doctrinales -contenidos en la Sagrada Escritura, en los Santos Padres y en
los teólogos-, sobre los cuales, como sobre sólidos fundamentos,
se apoya el culto del Sacratísimo Corazón de Jesús.
Porque Nos estamos plenamente persuadidos de que sólo cuando a la
luz de la divina revelación hayamos penetrado más a fondo en
la naturaleza y esencia íntima de este culto, podremos apreciar debidamente
su incomparable excelencia y su inexhausta fecundidad en toda clase de gracias
celestiales; y de esta manera, luego de meditar y contemplar piadosamente
los innumerables bienes que produce, encontraremos muy digno de celebrar
el primer centenario de la extensión de la fiesta del Sacratísimo
Corazón a la Iglesia universal.
Con el fin, pues, de ofrecer a la mente de los fieles el alimento de saludables
reflexiones, con las que más fácilmente puedan comprender la
naturaleza de este culto, sacando de él los frutos más abundantes,
Nos detendremos, ante todo, en las páginas del Antiguo y del Nuevo
Testamento que revelan y describen la caridad infinita de Dios hacia el género
humano, pues jamás podremos escudriñar suficientemente su sublime
grandeza; aludiremos luego a los comentarios de los Padres y Doctores de
la Iglesia; finalmente, procuraremos poner en claro la íntima conexión
existente entre la forma de devoción que se debe tributar al Corazón
del Divino Redentor y el culto que los hombres están obligados a dar
al amor que El y las otras Personas de la Santísima Trinidad tienen
a todo el género humano. Porque juzgamos que, una vez considerados
a la luz de la Sagrada Escritura y de la Tradición los elementos constitutivos
de esta devoción tan noble, será más fácil a
los cristianos de ver con gozo las aguas en las fuentes del Salvador[14];
es decir, podrán apreciar mejor la singular importancia que el culto
al Corazón Sacratísimo de Jesús ha adquirido en la liturgia
de la Iglesia, en su vida interna y externa, y también en sus obras:
así podrá cada uno obtener aquellos frutos espirituales que
señalarán una saludable renovación en sus costumbres,
según lo desean los Pastores de la grey de Cristo.
6. Para comprender mejor, en orden a esta devoción, la fuerza de algunos
textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, precisa atender bien al motivo
por el cual la Iglesia tributa al Corazón del Divino Redentor el culto
de latría. Tal motivo, como bien sabéis, Venerables Hermanos,
es doble: el primero, común también a los demás miembros
adorables del Cuerpo de Jesucristo, se funda en el hecho de que su Corazón,
por ser la parte más noble de su naturaleza humana, está unido
hipostáticamente a la Persona del Verbo de Dios, y, por consiguiente,
se le ha de tributar el mismo culto de adoración con que la Iglesia
honra a la Persona del mismo Hijo de Dios encarnado. Es una verdad de la
fe católica, solemnemente definida en el Concilio Ecuménico
de Efeso y en el II de Constantinopla[15]. El otro motivo se refiere ya de
manera especial al Corazón del Divino Redentor, y, por lo mismo, le
confiere un título esencialmente propio para recibir el culto de latría:
su Corazón, más que ningún otro miembro de su Cuerpo,
es un signo o símbolo natural de su inmensa caridad hacia el género
humano. Es innata al Sagrado Corazón, observaba Nuestro Predecesor
León XIII, de f. m., la cualidad de ser símbolo e imagen expresiva
de la infinita caridad de Jesucristo, que nos incita a devolverle amor por
amor[16].
Es indudable que los Libros Sagrados nunca hacen una mención clara
de un culto de especial veneración y amor, tributado al Corazón
físico del Verbo Encarnado como a símbolo de su encendidísima
caridad. Este hecho, que se debe reconocer abiertamente, no nos ha de admirar
ni puede en modo alguno hacernos dudar de que el amor de Dios a nosotros
-razón principal de este culto- es proclamado e inculcado tanto en
el Antiguo como en el Nuevo Testamento con imágenes con que vivamente
se conmueven los corazones. Y estas imágenes, por encontrarse ya en
los Libros Santos cuando predecían la venida del Hijo de Dios hecho
hombre, han de considerarse como un presagio de lo que había de ser
el símbolo y signo más noble del amor divino, es a saber, el
sacratísimo y adorable Corazón del Redentor divino.
7. Por lo que toca a Nuestro propósito, al escribir esta Encíclica,
no juzgamos necesario aducir muchos textos de los libros del Antiguo Testamento
que contienen las primeras verdades reveladas por Dios; creemos baste recordar
la Alianza establecida entre Dios y el pueblo elegido, consagrada con víctimas
pacíficas -cuyas leyes fundamentales, esculpidas en dos tablas, promulgó
Moisés[17] e interpretaron los profetas-; alianza, ratificada por
los vínculos del supremo dominio de Dios y de la obediencia debida
por parte de los hombres, pero consolidada y vivificada por los más
nobles motivos del amor. Porque aun para el mismo pueblo de Israel, la razón
suprema de obedecer a Dios era no ya el temor de las divinas venganzas, que
los truenos y relámpagos fulgurantes en la ardiente cumbre del Sinaí
suscitaban en los ánimos, sino más bien el amor debido a Dios:
Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor.
Amarás, pues al Señor tu Dios con todo tu corazón, con
toda tu alma y con toda tu fuerza. Y estas palabras que hoy te mando estarán
en tu corazón[18].
No nos extrañemos, pues, si Moisés y los profetas, a quien
con toda razón llama el Angélico Doctor los "mayores" del pueblo
elegido[19], comprendiendo bien que el fundamento de toda la ley se basaba
en este mandamiento del amor, describieron las relaciones todas existentes
entre Dios y su nación, recurriendo a semejanzas sacadas del amor
recíproco entre padre e hijo, o entre los esposos, y no representarlas
con severas imágenes inspiradas en el supremo dominio de Dios o en
nuestra obligada servidumbre llena de temor.
Así, por ejemplo, Moisés mismo, en su celebérrimo cántico,
al ver liberado su pueblo de la servidumbre de Egipto, queriendo expresar
cómo esa liberación era debida a la intervención omnipotente
de Dios, recurre a estas conmovedoras expresiones e imágenes: Como
el águila que adiestra a sus polluelos para que alcen el vuelo y encima
de ellos revolotea, así (Dios) desplegó sus alas, alzó
(a Israel) y le llevó en sus hombros[20]. Pero ninguno, tal vez, entre
los Profetas, expresa y descubre tan clara y ardientemente como Oseas el
amor constante de Dios hacia su pueblo. En efecto; en los escritos de este
profeta que entre los profetas menores sobresale por la profundidad de conceptos
y la concisión del lenguaje, se describe a Dios amando a su pueblo
escogido con un amor justo y lleno de santa solicitud, cual es el amor de
un padre lleno de misericordia y amor, o el de un esposo herido en su honor.
Es un amor que, lejos de disminuir y cesar ante las monstruosas infidelidades
y pérfidas traiciones, las castiga, sí, como lo merecen en
los culpables, no para repudiarlos y abandonarlos a sí mismos, sino
sólo con el fin de limpiar y purificar a la esposa alejada e infiel
y a los hijos ingratos para hacerles volver a unirse de nuevo consigo, una
vez renovados y confirmados los vínculos de amor: Cuando Israel era
niño, yo le amé; y de Egipto llamé a mi hijo… Yo enseñé
a andar a Efraín, los tomé en mis brazos, mas ellos no comprendieron
que yo los cuidaba. Los conducía con cuerdas de humanidad, con lazos
de amor… Sanaré su rebeldía, los amaré generosamente,
pues mi ira se ha apartado de ellos. Seré como el rocío para
Israel, florecerá él como el lirio y echará sus raíces
como el Líbano[21].
Expresiones semejantes tiene el profeta Isaías, cuando presenta a
Dios mismo y a su pueblo escogido como dialogando y discutiendo entre sí
con opuestos sentimientos: Mas Sión dijo: Me ha abandonado el Señor,
el Señor se ha olvidado de mí. ¿Puede, acaso, una mujer
olvidar a su pequeñuelo hasta no apiadarse del hijo de sus entrañas?
Aunque esta se olvidare, yo no me olvidaré de ti[22].
Ni son menos conmovedoras las palabras con que el autor del Cantar de los
Cantares, sirviéndose del simbolismo del amor conyugal, describe con
vivos colores los lazos de amor mutuo que unen entre sí a Dios y a
la nación predilecta: Como lirio entre las espinas, así mi
amada entre las doncellas… Yo soy de mi amado, y mi amado es para mí;
El se apacienta entre lirios… Ponme como sello sobre tu corazón, como
sello sobre tu brazo, pues fuerte como la muerte es el amor, duros como el
infierno los celos; sus ardores son ardores de fuego y llamas[23].
8. Este amor de Dios tan tierno, indulgente y sufrido, aunque se indigna
por las repetidas infidelidades del pueblo de Israel, nunca llega a repudiarlo
definitivamente; se nos muestra, sí, vehemente y sublime; pero no
es así, en sustancia, sino el preludio a aquella muy encendida caridad
que el Redentor prometido había de mostrar a todos con su amantísimo
Corazón y que iba a ser el modelo de nuestro amor y la piedra angular
de la Nueva Alianza.
Porque, en verdad sólo Aquel que es el Unigénito del Padre
y el Verbo hecho carne lleno de gracia y de verdad[24], al descender hasta
los hombres, oprimidos por innumerables pecados y miserias, podía
hacer que de su naturaleza humana, unida hipostáticamente a su Divina
Persona, brotara un manantial de agua viva que regaría copiosamente
la tierra árida de la humanidad, transformándola en florido
jardín lleno de frutos. Obra admirable que había de realizar
el amor misericordiosísimo y eterno de Dios, y que ya parece preanunciar
en cierto modo el profeta Jeremías con estas palabras: Te he amado
con un amor eterno, por eso te he atraído a mí lleno de misericordia…
He aquí que vienen días, afirma el Señor, en que pactaré
con la casa de Israel y con la casa de Judá una alianza nueva; … Este
será el pacto que yo concertaré con la casa de Israel después
de aquellos días, declara el Señor: Pondré mi ley en
su interior y la escribiré en su corazón; yo les seré
su Dios, y ellos serán mi pueblo…; porque les perdonaré su
culpa y no me acordaré ya de su pecado[25].
II. NUEVO TESTAMENTO TRADICIÓN
9. Pero tan sólo por los Evangelios llegamos a conocer con perfecta
claridad que la Nueva Alianza estipulada entre Dios y la humanidad -de la
cual la alianza pactada por Moisés entre el pueblo y Dios, fue tan
solo una prefiguración simbólica, y el vaticinio de Jeremías
una mera predicción- es la misma que estableció y realizó
el Verbo Encarnado, mereciéndonos la gracia divina. Esta Alianza es
incomparablemente más noble y más sólida, porque a diferencia
de la precedente, no fue sancionada con sangre de cabritos y novillos, sino
con la Sangre Sacrosanta de Aquel a quienes aquellos animales pacíficos
y privados de razón prefiguraban: el cordero de Dios que quita el
pecado del mundo[26]. Porque la Alianza cristiana, más aún
que la antigua, se manifiesta claramente como un pacto fundado no en la servidumbre
o en el temor, sino en la amistad que debe reinar en las relaciones entre
padres e hijos. Se alimenta y se consolida por una más generosa efusión
de la gracia divina y de la verdad, según la sentencia del Evangelista
San Juan: De su plenitud todos nosotros recibimos, y gracia por gracia. Porque
la ley fue dada por Moisés, mas la gracia y la verdad por Jesucristo
han venido[27].
Introducidos por estas palabras del Discípulo amado y que, durante
la Cena, reclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús[28], en
el mismo misterio de la infinita caridad del Verbo Encarnado, es cosa digna,
justa, recta y saludable, que nos detengamos un poco, Venerables Hermanos,
en la contemplación de tan dulce misterio, a fin de que, iluminados
por la luz que sobre él proyectan las páginas del Evangelio,
podamos también nosotros experimentar el feliz cumplimiento del deseo
significado por el Apóstol a los fieles de Efeso: Que Cristo habite
por la fe en vuestros corazones, de modo que, arraigados y cimentados en
la caridad, podáis comprender con todos los santos cuál es
la anchura y la longitud, la alteza y la profundidad, hasta conocer el amor
de Cristo, que sobrepuja a todo conocimiento, de suerte que estéis
llenos de toda la plenitud de Dios[29].
10. En efecto, el Misterio de la Redención divina es, ante todo y
por su propia naturaleza, un misterio de amor; esto es, un misterio del amor
justo de Cristo a su Padre celestial, a quien el sacrificio de la cruz, ofrecido
con amor y obediencia, presenta una satisfacción sobreabundante e
infinita por los pecados del género humano: Cristo sufriendo, por
caridad y obediencia, ofreció a Dios algo de mayor valor que lo que
exigía la compensación por todas las ofensas hechas a Dios
por el género humano[30]. Además, el misterio de la Redención
es un misterio de amor misericordioso de la augusta trinidad y del Divino
Redentor hacia la humanidad entera, puesto que, siendo esta del todo incapaz
de ofrecer a Dios una satisfacción condigna por sus propios delitos[31],
Cristo, mediante la inescrutable riqueza de méritos, que nos ganó
con la efusión de su preciosísima Sangre, pudo restablecer
y perfeccionar aquel pacto de amistad entre Dios y los hombres, violado por
vez primera en el Paraíso terrenal por culpa de Adan y luego innumerables
veces por las infidelidades del pueblo escogido.
Por lo tanto, el Divino Redentor, en su cualidad de legítimo y perfecto
Mediador nuestro, al haber conciliado bajo el estímulo de su caridad
ardentísima hacia nosotros los deberes y obligaciones del género
humano con los derechos de Dios, ha sido, sin duda, el autor de aquella maravillosa
reconciliación entre la divina justicia y la divina misericordia,
que constituye esencialmente el misterio trascendente de nuestra salvación.
Muy a propósito dice el Doctor Angélico: Conviene observar
que la liberación del hombre, mediante la pasión de Cristo,
fue conveniente tanto a su justicia como a su misericordia. Ante todo, a
la justicia; porque con su pasión Cristo satisfizo por la culpa del
género humano, y, por consiguiente, por la justicia de Cristo el hombre
fue libertado. Y, en segundo lugar, a la misericordia; porque, no siéndole
posible al hombre satisfacer por el pecado, que manchaba a toda la naturaleza
humana, Dios le dio un Redentor en la persona de su Hijo. Ahora bien: esto
fue de parte de Dios un acto de más generosa misericordia que si El
hubiese perdonado los pecados sin exigir satisfacción alguna. Por
ello está escrito: Dios, que es rico en misericordia, movido por el
excesivo amor con que nos amó, aun cuando estábamos muertos
por los pecados, nos volvió a dar la vida en Cristo[32].
11. Pero a fin de que podamos en cuanto es dado a los hombres mortales, comprender
con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la alteza y
la profundidad[33] del misterioso amor del Verbo Encarnado a su celestial
Padre y hacia los hombres manchados con tantas culpas, conviene tener muy
presente que su amor no fue únicamente espiritual, como conviene a
Dios, puesto que Dios es espíritu[34]. Es indudable que de índole
puramente espiritual fue el amor de Dios a nuestros primeros padres y al
pueblo hebreo; por eso, las expresiones de amor humano conyugal o paterno,
que se leen en los Salmos, en los escritos de los profetas y en el Cantar
de los Cantares, son signos y símbolos del muy verdadero amor, pero
exclusivamente espiritual, con que Dios amaba al género humano; al
contrario, el amor que brota del Evangelio, de las cartas de los Apóstoles
y de las páginas del Apocalipsis, al describir el amor del Corazón
mismo de Jesús, comprende no sólo la caridad divina, sino también
los sentimientos de un afecto humano. Para todos los católicos, esta
verdad es indiscutible. En efecto, el Verbo de Dios no ha tomado un cuerpo
ilusorio y ficticio, como ya en el primer siglo de la era cristiana osaron
afirmar algunos herejes, que atrajeron la severa condenación del Apóstol
San Juan: Puesto que en el mundo han salido muchos impostores: los que no
confiesan a Jesucristo como Mesías venido en carne. Negar esto es
ser un impostor y el anticristo[35]. En realidad, El ha unido a su Divina
Persona una naturaleza humana individual, íntegra y perfecta, concebida
en el seno purísimo de la Virgen María por virtud del Espíritu
Santo[36]. Nada, pues, faltó a la naturaleza humana que se unió
el Verbo de Dios. El la asumió plena e íntegra tanto en los
elementos constitutivos espirituales como en los corporales, conviene a saber:
dotada de inteligencia y de voluntad todas las demás facultades cognoscitivas,
internas y externas; dotada asimismo de las potencias afectivas sensibles
y de todas las pasiones naturales. Esto enseña la Iglesia católica,
y está sancionado y solemnemente confirmado por los Romanos Pontífices
y los Concilios Ecuménicos: Entero en sus propiedades, entero en las
nuestras[37]; perfecto en la divinidad y El mismo perfecto en la humanidad[38];
todo Dios [hecho] hombre, y todo el hombre [subsistente en] Dios[39].
12. Luego si no hay duda alguna de que Jesús poseía un verdadero
Cuerpo humano, dotado de todos los sentimientos que le son propios, entre
los que predomina el amor, también es igualmente verdad que El estuvo
provisto de un corazón físico, en todo semejante al nuestro,
puesto que, sin esta parte tan noble del cuerpo, no puede haber vida humana,
y menos en sus afectos. Por consiguiente, no hay duda de que el Corazón
de Cristo, unido hipostáticamente a la Persona divina del Verbo, palpitó
de amor y de todo otro afecto sensible; mas estos sentimientos estaban tan
conformes y tan en armonía con su voluntad de hombre esencialmente
plena de caridad divina, y con el mismo amor divino que el Hijo tiene en
común con el Padre y el Espíritu Santo, que entre estos tres
amores jamás hubo falta de acuerdo y armonía[40].
Sin embargo, el hecho de que el Verbo de Dios tomara una verdadera y perfecta
naturaleza humana y se plasmara y aun, en cierto modo, se modelara un corazón
de carne que, no menos que el nuestro, fuese capaz de sufrir y de ser herido,
esto, decimos Nos, si no se piensa y se considera no sólo bajo la
luz que emana de la unión hipostática y sustancial, sino también
bajo la que procede de la Redención del hombre, que es, por decirlo
así, el complemento de aquélla, podría parecer a algunos
escándalo y necedad, como de hecho pareció a los judíos
y gentiles Cristo crucificado[41]. Ahora bien: los Símbolos de la
fe, en perfecta concordia con la Sagrada Escritura, nos aseguran que el Hijo
Unigénito de Dios tomó una naturaleza humana capaz de padecer
y morir, principalmente por razón del Sacrificio de la cruz, donde
El deseaba ofrecer un sacrificio cruento a fin de llevar a cabo la obra de
la salvación de los hombres. Esta es, además, la doctrina expuesta
por el Apóstol de las Gentes: Pues tanto el que santifica como los
que son santificados todos traen de uno su origen. Por cuya causa no se desdeña
de llamarlos hermanos, diciendo: "Anunciaré tu nombre a mis hermanos…".
Y también: "Heme aquí a mí y a los hijos que Dios me
ha dado". Y por cuanto los hijos tienen comunes la carne y sangre, El también
participó de las mismas cosas… Por lo cual debió, en todo,
asemejarse a sus hermanos, a fin de ser un pontífice misericordioso
y fiel en las cosas que miren a Dios, para expiar los pecados del pueblo.
Pues por cuanto El mismo fue probado con lo que padeció, por ello
puede socorrer a los que son probados[42].
13. Los Santos Padres, testigos verídicos de la doctrina revelada,
entendieron muy bien lo que ya el apóstol San Pablo había claramente
significado, a saber, que el misterio del amor divino es como el principio
y el coronamiento de la obra de la Encarnación y Redención.
Con frecuente claridad se lee en sus escritos que Jesucristo tomó
en sí una naturaleza humana perfecta, con un cuerpo frágil
y caduco como el nuestro, para procurarnos la salvación eterna, y
para manifestarnos y darnos a entender, en la forma más evidente,
así su amor infinito como su amor sensible.
San Justino, que parece un eco de la voz del Apóstol de las Gentes,
escribe lo siguiente: Amamos y adoramos al Verbo nacido de Dios inefable
y que no tiene principio: El, en verdad, se hizo hombre por nosotros para
que, al hacerse partícipe de nuestras dolencias, nos procurase su
remedio[43]. Y San Basilio, el primero de los tres Padres de Capadocia, afirma
que los afectos sensibles de Cristo fueron verdaderos y al mismo tiempo santos:
Aunque todos saben que el Señor poseyó los afectos naturales
en confirmación de su verdadera y no fantástica encarnación,
sin embargo, rechazó de sí como indignos de su purísima
divinidad los afectos viciosos, que manchan la pureza de nuestra vida[44].
Igualmente, San Juan Crisóstomo, lumbrera de la Iglesia antioquena,
confiesa que las conmociones sensibles de que el Señor dio muestra
prueban irrecusablemente que poseyó la naturaleza humana en toda su
integridad: Si no hubiera poseído nuestra naturaleza, no hubiera experimentado
una y más veces la tristeza[45].
Entre los Padres latinos merecen recuerdo los que hoy venera la Iglesia como
máximos Doctores. San Ambrosio afirma que la unión hipostática
es el origen natural de los afectos y sentimientos que el Verbo de Dios encarnado
experimentó: Por lo tanto, ya que tomó el alma, tomó
las pasiones del alma; pues Dios, como Dios que es, no podía turbarse
ni morir[46].
En estas mismas reacciones apoya San Jerónimo el principal argumento
para probar que Cristo tomó realmente la naturaleza humana: Nuestro
Señor se entristeció realmente, para poner de manifiesto la
verdad de su naturaleza humana[47].
Particularmente, San Agustín nota la íntima unión existente
entre los sentimientos del Verbo encarnado y la finalidad de la Redención
humana: El Señor, pues, se revistió de estos sentimientos de
la frágil naturaleza humana, así como de la carne misma que
forma parte de la débil naturaleza del hombre, y aun de la muerte
de la humana carne; y ello, no obligado por necesidad de su condición
divina, sino movido por su libre voluntad de usar misericordia con nosotros;
esto es, para poder ofrecer en Sí mismo modelo que imitar a su cuerpo
-la Iglesia-, de la que se dignó hacerse cabeza, esto es, a sus miembros-
que son sus santos y sus fieles; de tal suerte que si a alguno de ellos,
bajo la opresión de las tentaciones humanas, le tocara entristecerse
y sufrir, no por ello pensase haber quedado sustraído al influjo de
su gracia, antes comprendiese que semejantes afecciones de por sí,
no tanto son pecados, cuanto sólo indicios de la pasibilidad humana.
Y así su Cuerpo Místico, semejante a un coro de voces acorde
con la que da el tono, habría aprendido ya de su propia Cabeza[48].
Doctrina de la Iglesia, que con mayor concisión y no menor fuerza
testifican estos pasajes de San Juan Damasceno: En verdad que todo Dios ha
tomado todo lo que en mí es hombre, y todo se ha unido a todo para
procurar la salvación de todo el hombre. De otra manera no hubiera
podido sanar lo que no asumió[49]. Cristo, pues, asumió los
elementos todos que componen la naturaleza humana, a fin de que todos fueran
santificados[50].
14. Es, sin embargo, de razón que ni los Autores sagrados ni los Padres
de la Iglesia que hemos citado y otros semejantes, aunque prueban abundantemente
que Jesucristo estuvo sujeto a los sentimientos y afectos humanos y que por
eso precisamente tomó la naturaleza humana para procurarnos la eterna
salvación, no refieran expresamente dichos afectos a su corazón
físicamente considerado, hasta hacer de él expresamente un
símbolo de su amor infinito.
Por más que los Evangelistas y los demás escritores eclesiásticos
no nos describan directamente los varios efectos que en el ritmo pulsante
del Corazón de nuestro Redentor, no menos vivo y sensible que el nuestro,
se debieron indudablemente a las diversas conmociones y afectos de su alma
y a la ardentísima caridad de su doble voluntad -divina y humana-,
sin embargo, frecuentemente ponen de relieve su divino amor y todos los demás
afectos con él relacionados: el deseo, la alegría, la tristeza,
el temor y la ira, según se manifiestan en las expresiones de su mirada,
palabras y actos. Y principalmente el rostro adorable de nuestro Salvador,
sin duda, debió aparecer como signo y casi como espejo fidelísimo
de los afectos, que, conmoviendo en varios modos su ánimo, a semejanza
de olas que se entrechocan, llegaban a su Corazón santísimo
y determinaban sus latidos. A la verdad, vale también a propósito
de Jesucristo, cuanto el Doctor Angélico, amaestrado por la experiencia,
observa en materia de psicología humana y de los fenómenos
de ella derivados: La turbación de la ira repercute en los miembros
externos y principalmente en aquellos en que se refleja más la influencia
del corazón, como son los ojos, el semblante, la lengua[51].
15. Luego, con toda razón, es considerado el corazón del Verbo
Encarnado como signo y principal símbolo del triple amor con que el
Divino Redentor ama continuamente al Eterno Padre y a todos los hombres.
Es, ante todo, símbolo del divino amor que en El es común con
el Padre y el Espíritu Santo, y que sólo en El, como Verbo
Encarnado, se manifiesta por medio del caduco y frágil velo del cuerpo
humano, ya que en El habita toda la plenitud de la Divinidad corporalmente[52].
Además, el Corazón de Cristo es símbolo de la ardentísima
caridad que, infundida en su alma, constituye la preciosa dote de su voluntad
humana y cuyos actos son dirigidos e iluminados por una doble y perfectísima
ciencia, la beatífica y la infusa[53].
Finalmente, y esto en modo más natural y directo, el Corazón
de Jesús es símbolo de su amor sensible, pues el Cuerpo de
Jesucristo, plasmado en el seno castísimo de la Virgen María
por obra del Espíritu Santo, supera en perfección, y, por ende,
en capacidad perceptiva a todos los demás cuerpos humanos[54].
16. Aleccionados, pues, por los Sagrados Textos y por los Símbolos
de la fe, sobre la perfecta consonancia y armonía que reina en el
alma santísima de Jesucristo y sobre cómo El dirigió
al fin de la Redención las manifestaciones todas de su triple amor,
podemos ya con toda seguridad contemplar y venerar en el Corazón del
Divino Redentor la imagen elocuente de su caridad y la prueba de haberse
ya cumplido nuestra Redención, y como una mística escala para
subir al abrazo de Dios nuestro Salvador[55]. Por eso, en las palabras, en
los actos, en la enseñanza, en los milagros y especialmente en las
obras que más claramente expresan su amor hacia nosotros -como la
institución de la divina Eucaristía, su dolorosa pasión
y muerte, la benigna donación de su Santísima Madre, la fundación
de la Iglesia para provecho nuestro y, finalmente, la misión del Espíritu
Santo sobre los Apóstoles y sobre nosotros-, en todas estas obras,
decimos Nos, hemos de admirar otras tantas pruebas de su triple amor, y meditar
los latidos de su Corazón, con los cuales quiso medir los instantes
de su terrenal peregrinación hasta el momento supremo, en el que,
como atestiguan los Evangelistas, Jesús, luego de haber clamado de
nuevo con gran voz, dijo: "Todo está consumado". E inclinado la cabeza,
entregó su espíritu[56]. Sólo entonces su Corazón
se paró y dejó de latir, y su amor sensible permaneció
como en suspenso, hasta que, triunfando de la muerte, se levantó del
sepulcro.
Después que su Cuerpo, revestido del estado de la gloria sempiterna,
se unió nuevamente al alma del Divino Redentor, victorioso ya de la
muerte, su Corazón sacratísimo no ha dejado nunca ni dejará
de palpitar con imperturbable y plácido latido, ni cesará tampoco
de demostrar el triple amor con que el Hijo de Dios se une a su Padre eterno
y a la humanidad entera, de la que con pleno derecho es Cabeza Mística.
III. EL CORAZÓN DE JESÚS Y LA MISIÓN SALVADORA DEL REDENTOR
17. Ahora, Venerables Hermanos, para que de estas Nuestras piadosas consideraciones
podamos sacar abundantes y saludables frutos, parémonos a meditar
y contemplar brevemente la íntima participación que el Corazón
de nuestro Salvador Jesucristo tuvo en su vida afectiva divina y humana,
durante el curso de su vida mortal. En las páginas del Evangelio,
principalmente, encontraremos la luz, con la cual, iluminados y fortalecidos,
podremos penetrar en el templo de este divino Corazón y admirar con
el Apóstol de las Gentes las abundantes riquezas de la gracia [de
Dios] en la bondad usada con nosotros por amor de Jesucristo[57].
18. El adorable Corazón de Jesucristo late con amor divino al mismo
tiempo que humano, desde que la Virgen María pronunció su Fiat,
y el Verbo de Dios, como nota el Apóstol, al entrar en el mundo dijo:
"Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me diste un cuerpo a propósito;
holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: Heme
aquí presente. En el principio del libro se habla de mí. Quiero
hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad…" Por esta "voluntad" hemos sido santificados
mediante la "oblación del cuerpo" de Jesucristo, que él ha
hecho de una vez para siempre[58].
De manera semejante palpitaba de amor su Corazón, en perfecta armonía
con los afectos de su voluntad humana y con su amor divino, cuando en la
casita de Nazaret mantenía celestiales coloquios con su dulcísima
Madre y con su padre putativo, San José, al que obedecía y
con quien colaboraba en el fatigoso oficio de carpintero. Este mismo triple
amor movía a su Corazón en su continuo peregrinar apostólico,
cuando realizaba innumerables milagros, cuando resucitaba a los muertos o
devolvía la salud a toda clase de enfermos, cuando sufría trabajos,
soportaba el sudor, hambre y sed; en las prolongadas vigilias nocturnas pasadas
en oración ante su Padre amantísimo; en fin, cuando daba enseñanzas
o proponía y explicaba parábolas, especialmente las que más
nos hablan de la misericordia, como la parábola de la dracma perdida,
la de la oveja descarriada y la del hijo pródigo. En estas palabras
y en estas obras, como dice San Gregorio Magno, se manifiesta el Corazón
mismo de Dios: Mira el Corazón de Dios en las palabras de Dios, para
que con más ardor suspires por los bienes eternos[59].
Con amor aun mayor latía el Corazón de Jesucristo cuando de
su boca salían palabras inspiradas en amor ardentísimo. Así,
para poner algún ejemplo, cuando viendo a las turbas cansadas y hambrientas,
dijo: Me da compasión esta multitud de gentes[60]; y cuando, a la
vista de Jerusalén, su predilecta ciudad, destinada a una fatal ruina
por su obstinación en el pecado, exclamó: Jerusalén,
Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que a ti son
enviados; ¡cuantas veces quise recoger a tus hijos, como la gallina
recoge a sus polluelos bajo las alas, y tú no lo has querido![61].
Su Corazón palpitó también de amor hacia su Padre y
de santa indignación cuando vio el comercio sacrílego que en
el templo se hacía, e increpó a los violadores con estas palabras:
Escrito está: "Mi casa será llamada casa de oración";
mas vosotros hacéis de ella una cueva de ladrones[62].
19. Pero particularmente se conmovió de amor y de temor su Corazón,
cuando ante la hora ya tan inminente de los cruelísimos padecimientos
y ante la natural repugnancia a los dolores y a la muerte, exclamó:
Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz[63];
vibró luego con invicto amor y con amargura suma, cuando, aceptando
el beso del traidor, le dirigió aquellas palabras que suenan a última
invitación de su Corazón misericordiosísimo al amigo
que, con ánimo impío, infiel y obstinado, se disponía
a entregarlo en manos de sus verdugos: Amigo, ¿a qué has venido
aquí? ¿Con un beso entregas al Hijo del hombre?[64]; en cambio,
se desbordó con regalado amor y profunda compasión, cuando
a las piadosas mujeres, que compasivas lloraban su inmerecida condena al
tremendo suplicio de la cruz, las dijo así: Hijas de Jerusalén,
no lloréis por mí; llorad por vosotras mismas y por vuestros
hijos…, pues si así tratan al árbol verde, ¿en el seco
qué se hará?[65].
Finalmente, colgado ya en la cruz el Divino Redentor, es cuando siente cómo
su Corazón se trueca en impetuoso torrente, desbordado en los más
variados y vehementes sentimientos, esto es, de amor ardentísimo,
de angustia, de misericordia, de encendido deseo, de serena tranquilidad,
como se nos manifiestan claramente en aquellas palabras tan inolvidables
como significativas: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen[66];
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?[67];
En verdad te digo: Hoy estarás conmigo en el paraíso[68]; Tengo
sed[69]; Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu[70].
20. ¿Quién podrá dignamente describir los latidos del
Corazón divino, signo de su infinito amor, en aquellos momentos en
que dio a los hombres sus más preciados dones: a Sí mismo en
el sacramento de la Eucaristía, a su Madre Santísima y la participación
en el oficio sacerdotal?
Ya antes de celebrar la última cena con sus discípulos, sólo
al pensar en la institución del Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre,
con cuya efusión había de sellarse la Nueva Alianza, en su
Corazón sintió intensa conmoción, que manifestó
a sus apóstoles con estas palabras: Ardientemente he deseado comer
esta Pascua con vosotros, antes de padecer[71]; conmoción que, sin
duda, fue aún más vehemente cuando tomó el pan, dio
gracias, lo partió y lo dio a ellos, diciendo: "Este es mi cuerpo,
el cual se da por vosotros; haced esto en memoria mía". Y así
hizo también con el cáliz, luego de haber cenado, y dijo: "Este
cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que se derramará por
vosotros"[72].
Con razón, pues, debe afirmarse que la divina Eucaristía, como
sacramento por el que El se da a los hombres y como sacrificio en el que
El mismo continuamente se inmola desde el nacimiento del sol hasta su ocaso[73],
y también el Sacerdocio, son clarísimos dones del Sacratísimo
Corazón de Jesús.
Don también muy precioso del sacratísimo Corazón es,
como indicábamos, la Santísima Virgen, Madre excelsa de Dios
y Madre nuestra amantísima. Era, pues, justo fuese proclamada Madre
espiritual del género humano la que, por ser Madre natural de nuestro
Redentor, le fue asociada en la obra de regenerar a los hijos de Eva para
la vida de la gracia. Con razón escribe de ella San Agustín:
Evidentemente Ella es la Madre de los miembros del Salvador, que somos nosotros,
porque con su caridad cooperó a que naciesen en la Iglesia los fieles,
que son los miembros de aquella Cabeza[74].
Al don incruento de Sí mismo bajo las especies del pan y del vino
quiso Jesucristo nuestro Salvador unir, como supremo testimonio de su amor
infinito, el sacrificio cruento de la Cruz. Así daba ejemplo de aquella
sublime caridad que él propuso a sus discípulos como meta suprema
del amor, con estas palabras: Nadie tiene amor más grande que el que
da su vida por sus amigos[75]. De donde el amor de Jesucristo, Hijo de Dios,
revela en el sacrificio del Gólgota, del modo más elocuente,
el amor mismo de Dios: En esto hemos conocido la caridad de Dios: en que
dio su vida por nosotros; y así nosotros debemos dar la vida por nuestros
hermanos[76]. Cierto es que nuestro Divino Redentor fue crucificado más
por la interior vehemencia de su amor que por la violencia exterior de sus
verdugos: su sacrificio voluntario es el don supremo que su Corazón
hizo a cada uno de los hombres, según la concisa expresión
del Apóstol: Me amó y se entregó a sí mismo por
mí[77].
21. No hay, pues, duda de que el Sagrado Corazón de Jesús,
al ser participante tan íntimo de la vida del Verbo encarnado y, al
haber sido, por ello asumido como instrumento de la divinidad, no menos que
los demás miembros de su naturaleza humana, para realizar todas las
obras de la gracia y de la omnipotencia divina[78], por lo mismo es también
símbolo legítimo de aquella inmensa caridad que movió
a nuestro Salvador a celebrar, por el derramamiento de la sangre, su místico
matrimonio con la Iglesia: Sufrió la pasión por amor a la Iglesia
que había de unir a sí como Esposa[79]. Por lo tanto, del Corazón
traspasado del Redentor nació la Iglesia, verdadera dispensadora de
la sangre de la Redención; y del mismo fluye abundantemente la gracia
de los sacramentos que a los hijos de la Iglesia comunican la vida sobrenatural,
como leemos en la sagrada Liturgia: Del Corazón abierto nace la Iglesia,
desposada con Cristo… Tú, que del Corazón haces manar la gracia[80].
De este simbolismo, no desconocido para los antiguos Padres y escritores
eclesiásticos, el Doctor común escribe, haciéndose su
fiel intérprete: Del costado de Cristo brotó agua para lavar
y sangre para redimir. Por eso la sangre es propia del sacramento de la Eucaristía;
el agua, del sacramento del Bautismo, el cual, sin embargo, tiene su fuerza
para lavar en virtud de la sangre de Cristo[81]. Lo afirmado del costado
de Cristo, herido y abierto por el soldado, ha de aplicarse a su Corazón,
al cual, sin duda, llegó el golpe de la lanza, asestado precisamente
por el soldado para comprobar de manera cierta la muerte de Jesucristo.
Por ello, durante el curso de los siglos, la herida del Corazón Sacratísimo
de Jesús, muerto ya a esta vida mortal, ha sido la imagen viva de
aquel amor espontáneo por el que Dios entregó a su Unigénito
para la redención de los hombres, y por el que Cristo nos amó
a todos con tan ardiente amor, que se inmoló a sí mismo como
víctima cruenta en el Calvario: Cristo nos amó, y se ofreció
a sí mismo a Dios, en oblación y hostia de olor suavísimo[82].
22. Después que nuestro Salvador subió al cielo con su cuerpo
glorificado y se sentó a la diestra de Dios Padre, no ha cesado de
amar a su esposa, la Iglesia, con aquel inflamado amor que palpita en su
Corazón. Aun en la gloria del cielo, lleva en las heridas de sus manos,
de sus pies y de su costado los esplendentes trofeos de su triple victoria:
sobre el demonio, sobre el pecado y sobre la muerte; lleva, además,
en su Corazón, como en arca preciosísima, aquellos inmensos
tesoros de sus méritos, frutos de su triple victoria, que ahora distribuye
con larguez al género humano ya redimido. Esta es una verdad consoladora,
enseñada por el Apóstol de las Gentes, cuando escribe: Al subirse
a lo alto llevó consigo cautiva a una grande multitud de cautivos,
y derramó sus dones sobre los hombres… El que descendió, ese
mismo es el que ascendió sobre todos los cielos, para dar cumplimiento
a todas las cosas[83].
23. La misión del Espíritu Santo a los discípulos es
la primera y espléndida señal del munífico amor del
Salvador, después de su triunfal ascensión a la diestra del
Padre. De hecho, pasados diez días, el Espíritu Paráclito,
dado por el Padre celestial, bajó sobre los apóstoles reunidos
en el Cenáculo, como Jesús mismo les había prometido
en la última cena: Yo rogaré al Padre y él os dará
otro consolador para que esté con vosotros eternamente[84]. El Espíritu
Paráclito, por ser el Amor mutuo personal por el que el Padre ama
al Hijo y el Hijo al Padre, es enviado por ambos, bajo forma de lenguas de
fuego, para infundir en el alma de los discípulos la abundancia de
la caridad divina y de los demás carismas celestiales. Pero esta infusión
de la caridad divina brota también del Corazón de nuestro Salvador,
en el cual están encerrados todos los tesoros de la sabiduría
y de la ciencia[85].
Esta caridad es, por lo tanto, don del Corazón de Jesús y de
su Espíritu. A este común Espíritu del Padre y del Hijo
se debe, en primer lugar, el nacimiento de la Iglesia y su propagación
admirable en medio de todos los pueblos paganos, dominados hasta entonces
por la idolatría, el odio fraterno, la corrupción de costumbres
y la violencia. Esta divina caridad, don preciosísimo del Corazón
de Cristo y de su Espíritu, es la que dio a los Apóstoles y
a los mártires la fortaleza para predicar la verdad evangélica
y testimoniarla hasta con su sangre; a los Doctores de la Iglesia, aquel
ardiente celo por ilustrar y defender la fe católica; a los Confesores,
para practicar las más selectas virtudes y realizar las empresas más
útiles y admirables, provechosas a la propia santificación
y a la salud eterna y temporal de los prójimos; a las Vírgenes,
finalmente, para renunciar espontánea y alegremente a los goces de
los sentidos, con tal de consagrarse por completo al amor del celestial Esposo.
A esta divina caridad, que redunda del Corazón del Verbo encarnado
y se infunde por obra del Espíritu Santo en las almas de todos los
creyentes, el Apóstol de las Gentes entonó aquel himno de victoria,
que ensalza a la par el triunfo de Jesucristo, Cabeza, y el de los miembros
de su Místico Cuerpo sobre todo cuanto de algún modo se opone
al establecimiento del divino Reino del amor entre los hombres: ¿Quién
podrá separarnos del amor de Cristo? ¿La tribulación?,
¿la angustia?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el
riesgo, la persecución?, ¿la espada? … Mas en todas estas cosas
soberanamente triunfamos por obra de Aquel que nos amó. Porque seguro
estoy de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni principados, ni lo presente
ni lo venidero, ni poderíos, ni altura, ni profundidades, ni otra
alguna criatura será capaz de separarnos del amor de Dios que se funda
en Jesucristo nuestro Señor[86].
24. Nada, por lo tanto, prohibe que adoremos el Corazón Sacratísimo
de Jesucristo como participación y símbolo natural, el más
expresivo, de aquel amor inexhausto que nuestro Divino Redentor siente aun
hoy hacia el género humano. Ya no está sometido a las perturbaciones
de esta vida mortal; sin embargo, vive y palpita y está unido de modo
indisoluble a la Persona del Verbo divino, y, en ella y por ella, a su divina
voluntad. Y porque el Corazón de Cristo se desborda en amor divino
y humano, y porque está lleno de los tesoros de todas las gracias
que nuestro Redentor adquirió por los méritos de su vida, padecimientos
y muerte, es, sin duda, la fuente perenne de aquel amor que su Espíritu
comunica a todos los miembros de su Cuerpo Místico.
Así, pues, el Corazón de nuestro Salvador en cierto modo refleja
la imagen de la divino Persona del Verbo, y es imagen también de sus
dos naturalezas, la humana y la divina; y así en él podemos
considerar no sólo el símbolo, sino también, en cierto
modo, la síntesis de todo el misterio de nuestra Redención.
Luego, cuando adoramos el Corazón de Jesucristo, en él y por
él adoramos así el amor increado del Verbo divino como su amor
humano, con todos sus demás afectos y virtudes, pues por un amor y
por el otro nuestro Redentor se movió a inmolarse por nosotros y por
toda la Iglesia, su Esposa, según el Apóstol: Cristo amó
a su Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla,
purificándola con el bautismo de agua por la palabra de vida, a fin
de hacerla comparecer ante sí llena de gloria, sin mancha ni arruga
ni cosa semejante, sino siendo santa e inmaculada[87].
Cristo ha amado a la Iglesia, y la sigue amando intensamente con aquel triple
amor de que hemos hablado[88], y ese es el amor que le mueve a hacerse nuestro
Abogado para conciliarnos la gracia y la misericordia del Padre, siempre
vivo para interceder por nosotros[89]. La plegaria que brota de su inagotable
amor, dirigida al Padre, no sufre interrupción alguna. Como en los
días de su vida en la carne[90], también ahora, triunfante
ya en el cielo, suplica al Padre con no menor eficacia; y a Aquel que amó
tanto al mundo que dio a su Unigénito Hijo, a fin de que todos cuantos
creen en El no perezcan, sino que tengan la vida eterna[91]. El muestra su
Corazón vivo y herido, con un amor más ardiente que cuando,
ya exánime, fue herido por la lanza del soldado romano: Por esto fue
herido [tu Corazón], para que por la herida visible viésemos
la herida invisible del amor[92].
Luego no puede haber duda alguna de que ante las súplicas de tan grande
Abogado hechas con tan vehemente amor, el Padre celestial, que no perdonó
a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros[93], por
medio de El hará descender siempre sobre todos los hombres la exuberante
abundancia de sus gracias divinas.
IV. NACIMIENTO Y DESARROLLO DEL CULTO DEL SAGRADO CORAZÓN
25. Hemos querido, Venerables Hermanos, proponer a vuestra consideración
y a la del pueblo cristiano, en sus líneas generales, la naturaleza
íntima del culto al Corazón de Jesús, y las perennes
gracias que de él se derivan, tal como resaltan de su fuente primera,
la revelación divina. Estamos persuadidos de que estas Nuestras reflexiones,
dictadas por la enseñanza misma del Evangelio, han mostrado claramente
cómo este culto se identifica sustancialmente con el culto al amor
divino y humano del Verbo Encarnado, y también con el culto al amor
mismo con que el Padre y el Espíritun Santo aman a los hombres pecadores;
porque, como observa el Doctor Angélico, el amor de las tres Personas
divinas es el principio y origen del misterio de la Redención humana,
ya que, desbordándose aquel poderosamente sobre la voluntad humana
de Jesucristo y, por lo tanto, sobre su Corazón adorable, le indujo
con un idéntico amor a derramar generosamente su Sangre para rescatarnos
de la servidumbre del pecado[94]: Con un bautismo tengo que ser bautizado,
y ¡qué angustias hasta que se cumpla![95].
Por lo demás, es persuasión Nuestra que el culto tributado
al amor de Dios y de Jesucristo hacia el género humano, a través
del símbolo augusto del Corazón traspasado del Redentor crucificado,
jamás ha estado completamente ausente de la piedad de los fieles,
aunque su manifestación clara y su admirable difusión en toda
la Iglesia se haya realizado en tiempos no muy remotos de nosotros, sobre
todo después que el Señor mismo reveló este divino misterio
a algunos hijos suyos, y los eligió para mensajeros y heraldos suyos,
y los eligió para mensajeros y heraldos suyos, luego de haberles colmado
con abundancia de dones sobrenaturales.
De hecho, siempre hubo almas especialmente consagradas a Dios que, inspiradas
en los ejemplos de la excelsa Madre de Dios, de los Apóstoles y de
insignes Padres de la Iglesia, han tributado culto de adoración, de
gratitud y de amor a la Humanidad santísima de Cristo y en modo especial
a las heridas abiertas en su Cuerpo por los tormentos de la Pasión
salvadora.
Y ¿cómo no reconocer en aquellas palabras ¡Señor
mío y Dios mío![96], pronunciadas por el apóstol Tomás
y que revelan su improvisa transformación de incrédulo en fiel,
una clara profesión de fe, de adoración y de amor, que de la
humanidad llagada del Salvador se elevaba hasta la majestad de la Persona
Divina?
Mas si el Corazón traspasado del Redentor siempre ha llevado a los
hombres a venerar su infinito amor por el género humano, porque para
los cristianos de todos los tiempos han tenido siempre valor las palabras
del profeta Zacarías, que el evangelista San Juan aplicó a
Jesús Crucificado: Verán a Quien traspasaron[97], obligado
es, sin embargo, reconocer que tan sólo poco a poco y progresivamente
llegó ese Corazón a constituir objeto directo de un culto especial,
como imagen del amor humano y divino del Verbo Encarnado.
26. Si queremos indicar siquiera las etapas gloriosas recorridas por este
culto en la historia de la piedad cristiana, precisa, ante todo, recordar
los nombres de algunos de aquellos que bien se pueden considerar como los
precursores de esta devoción que, en forma privada, pero de modo gradual,
cada vez más vasto, se fue difundiendo dentro de los Institutos religiosos.
Así, por ejemplo, se distinguieron por haber establecido y promovido
cada vez más este culto al Corazón Sacratísimo de Jesús:
San Buenaventura, San Alberto Magno, Santa Gertrudis, Santa Catalina de Siena,
el Beato Enrique Suso, San Pedro Canisio y San Francisco de Sales. San Juan
Eudes es el autor del primer oficio litúrgico en honor del Sagrado
Corazón de Jesús, cuya fiesta solemne se celebró por
primera vez, con el beneplácito de muchos Obispos de Francia, el 20
de octubre de 1672.
Pero entre todos los promotores de esta excelsa devoción merece un
puesto especial Santa Margarita María Alacoque, porque su celo, iluminado
y ayudado por el de su director espiritual -el Beato Claudio de la Colombiere-,
consiguió que este culto, ya tan difundido, haya alcanzado el desarrollo
que hoy suscita la admiración de los fieles cristianos, y que, por
sus características de amor y reparación, se distingue de todas
las demás formas de la piedad cristiana[98].
Basta esta rápida evocación de los orígenes y gradual
desarrollo del culto del Corazón de Jesús para convencernos
plenamente de que su admirable crecimiento se debe principalmente al hecho
de haberse comprobado que era en todo conforme con la índole de la
religión cristiana, que es la religión del amor.
No puede decirse, por consiguiente, ni que este culto deba su origen a revelaciones
privadas, ni cabe pensar que apareció de improviso en la Iglesia;
brotó espontáneamente, en almas selectas, de su fe viva y de
su piedad ferviente hacia la persona adorable del Redentor y hacia aquellas
sus gloriosas heridas, testimonio el más elocuente de su amor inmenso
para el espíritu contemplativo de los fieles. Es evidente, por lo
tanto, cómo las revelaciones de que fue favorecida Santa Margarita
María ninguna nueva verdad añadieron a la doctrina católica.
Su importancia consiste en que -al mostrar el Señor su Corazón
Sacratísimo- de modo extraordinario y singular quiso atraer la consideración
de los hombres a la contemplación y a la veneración del amor
tan misericordioso de Dios al género humano. De hecho, mediante una
manifestación tan excepcional, Jesucristo expresamente y en repetidas
veces mostró su Corazón como el símbolo más apto
para estimular a los hombres al conocimiento y a la estima de su amor; y
al mismo tiempo lo constituyó como señal y prenda de su misericordia
y de su gracia para las necesidades espirituales de la Iglesia en los tiempos
modernos.
27. Además, una prueba evidente de que este culto nace de las fuentes
mismas del dogma católico está en el hecho de que la aprobación
de la fiesta litúrgica por la Sede Apostólica precedió
a la de los escritos de Santa Margarita María. En realidad, independientemente
de toda revelación privada, y sólo accediendo a los deseos
de los fieles, la Sagrada Congregación de Ritos, por decreto del 25
de enero de 1765, aprobado por Nuestro predecesor Clemente XIII el 6 de febrero
del mismo año, concedió a los Obispos de Polonia y a la Archicofradía
Romana del Sagrado Corazón de Jesús la facultad de celebrar
la fiesta litúrgica. Con este acto quiso la Santa Sede que tomase
nuevo incremento un culto, ya en vigor y floreciente, cuyo fin era reavivar
simbólicamente el recuerdo del amor divino[99], que había llevado
al Salvador a hacerse víctima para expiar los pecados de los hombres.
A esta primera aprobación, dada en forma de privilegio y aun limitado
para determinados fines, siguió otra, a distancia casi de un siglo,
de importancia mucho mayor y expresada en términos más solemnes.
Nos referimos al decreto de la Sagrada Congregación de Ritos del 23
de agosto de 1856, anteriormente mencionado, por el cual Nuestro predecesor
Pío IX, de i. m., acogiendo las súplicas de los Obispos de
Francia y de casi todo el mundo católico, extendió a toda la
Iglesia la fiesta del Corazón Sacratísimo de Jesús y
prescribió la forma de su celebración litúrgica[100].
Fecha ésta, digna de ser recomendada al perenne recuerdo de los fieles,
pues, como vemos escrito en la liturgia misma de dicha festividad: Desde
entonces, el culto del Sacramentísimo Corazón de Jesús,
semejante a un río desbordado, venciendo todos los obstáculos,
se difundió por todo el mundo católico.
De cuanto hemos expuesto hasta ahora aparece evidente, Venerables Hermanos,
que en los textos de la Sagrada Escritura, de la Tradición y de la
Sagrada Liturgia es donde los fieles han de encontrar principalmente los
manantiales límpidos y profundos del culto al Corazón Sacratísimo
de Jesús, si desean penetrar en su íntima naturaleza y sacar
de su pía meditación sustancia y aumento para su fervor religioso.
Iluminada, y penetrando más íntimamente mediante esta meditación
asidua, el alma fiel no podrá menos de llegar a aquel dulce conocimiento
de la caridad de Cristo, en la cual está la plenitud toda de la vida
cristiana, como, instruido por la propia experiencia, enseña el Apóstol:
Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo…,
para que, según las riquezas de su gloria, os conceda por medio de
su Espíritu ser fortalecidos en virtud en el hombre interior, y que
Cristo habite por la fe en vuestros corazones, estando arraigados y cimentados
en caridad; a fin de que podáis… conocer también aquel amor
de Cristo, que sobrepuja a todo conocimiento, para que seáis plenamente
colmados de toda la plenitud de Dios[101]. De esta universal plenitud es
precisamente imagen muy espléndida el Corazón de Jesucristo:
plenitud de misericordia, propia del Nuevo Testamento, en el cual Dios nuestro
Salvador ha manifestado su benignidad y amor para con los hombres[102]; pues
no envió Dios su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que
por su medio el mundo se salve[103].
28. Constante persuasión de la Iglesia, maestra de verdad para los
hombres, ya desde que promulgó los primeros documentos oficiales relativos
al culto del Corazón Sacratísimo de Jesús, fue que sus
elementos esenciales, es decir, los actos de amor y de reparación
tributados al amor infinito de Dios hacia los hombres, lejos de estar contaminados
de materialismo y de superstición, constituyen una norma de piedad,
en la que se cumple perfectamente aquella religión espiritual y verdadera
que anunció el Salvador mismo a la Samaritana: Ya llega tiempo, y
ya estamos en él, cuando los verdaderos adoradores adorarán
al Padre en espíritu y en verdad, pues tales son los adoradores que
el Padre desea. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben adorarle
en espíritu y en verdad[104].
Por lo tanto, no es justo decir que la contemplación del Corazón
físico de Jesús impide el contacto más íntimo
con el amor de Dios, porque retarda el progreso del alma en la "vía"
que conduce directa a la posesión de las más excelsas virtudes.
La Iglesia rechaza plenamente este falso misticismo al igual que, por la
autoridad de Nuestro Predecesor Inocencio XI, de f. m., condenó la
doctrina de quienes afirmaban: No deben (las almas de esta "vía" interna)
hacer actos de amor a la bienaventurada Virgen, a los Santos o a la humanidad
de Cristo; pues como estos objetos son sensibles, tal es también el
amor hacia ellos. Ninguna criatura, ni aun la bienaventurada Virgen y los
Santos, han de tener asiento en nuestro corazón; porque Dios quiere
ocuparlo y poseerlo solo[105].
Los que así piensan son, naturalmente, de opinión que el simbolismo
del Corazón de Cristo no se extiende más allá de su
amor sensible y que no puede, por lo tanto, en modo alguno constituir un
nuevo fundamento del culto de latría, que está reservado tan
sólo a lo que es esencialmente divino. Ahora bien, una interpretación
semejante del valor simbólico de las sagradas imágenes es absolutamente
falsa, porque coarta injustamente su trascendental significado. Contraria
es la opinión y la enseñanza de los teólogos católicos,
entre los cuales Santo Tomás escribe así: A las imágenes
se les tributa culto religioso, no consideradas en sí mismas, es decir,
en cuanto realidades, sino en cuanto son imágenes que nos llevan hasta
Dios encarnado. El movimiento del alma hacia la imagen, en cuanto es imagen,
no se para en ella, sino que tiende al objeto representado por la imagen.
Por consiguiente, del tributar culto religioso a las imágenes de Cristo
no resulta un culto de latría diverso ni una virtud de religión
distinta[106]. Por lo tanto, es en la persona misma del Verbo Encarnado donde
termina el culto relativo tributado a sus imágenes, sean éstas
las reliquias de su acerba Pasión, sea la imagen misma que supera
a todas en valor expresivo, es decir, el Corazón herido de Cristo
crucificado.
Y así del elemento corpóreo -el Corazón de Jesucristo-
y de su natural simbolismo, es legítimo y justo que, llevados en alas
de la fe, nos elevemos no sólo a la contemplación de su amor
sensible, sino más alto aún, hasta la consideración
y adoración de su excelentísimo amor infundido, y, finalmente,
en un vuelo sublime y dulce a un mismo tiempo, hasta la meditación
y adoración del Amor divino del Verbo Encarnado. De hecho, a la luz
de la fe -por la cual creemos que en la Persona de Cristo están unidas
la naturaleza humana y la naturaleza divina- nuestra mente se torna idónea
para concebir los estrechísimos vínculos que existen entre
el amor sensible del Corazón físico de Jesús y su doble
amor espiritual, el humano y el divino. En realidad, estos amores no se deben
considerar sencillamente como coexistentes en la adorable Persona del Redentor
divino, sino también como unidos entre sí por vínculo
natural, en cuanto que al amor divino están subordinados el humano
espiritual y el sensible, los cuales dos son una representación analógica
de aquél. No pretendemos con esto que en el Corazón de Jesús
se haya de ver y adorar la que llaman imagen formal, es decir, la representación
perfecta y absoluta de su amor divino, pues que no es posible representar
adecuadamente con ninguna imagen criada la íntima esencia de este
amor; pero el alma fiel, al venerar el Corazón de Jesús, adora
juntamente con la Iglesia el símbolo y como la huella de la Caridad
divina, la cual llegó también a amar con el Corazón
del Verbo Encarnado al género humano, contaminado por tantos crímenes.
29. Por ello, en esta materia tan importante como delicada, es necesario
tener siempre muy presente cómo la verdad del simbolismo natural,
que relaciona al Corazón físico de Jesús con la Persona
del Verbo, descansa toda ella en la verdad primaria de la unión hipostática;
en torno a la cual no cabe duda alguna, como no se quiera renovar los errores
condenados más de una vez por la Iglesia, por contrarios a la unidad
de Persona en Cristo -con la distinción e integridad de sus dos naturalezas.
Esta verdad fundamental nos permite entender cómo el Corazón
de Jesús es el corazón de una persona divina, es decir, del
Verbo Encarnado, y que, por consiguiente, representa y pone ante los ojos
todo el amor que El nos ha tenido y nos tiene aún. Y aquí está
la razón de por qué el culto al Sagrado Corazón se considera,
en la práctica, como la más completa profesión de la
religión cristiana. Verdaderamente, la religión de Jesucristo
se funda toda en el Hombre-Dios Mediador; de manera que no se puede llegar
al Corazón de Dios sino pasando por el Corazón de Cristo, conforme
a lo que El mismo afirmó: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie
viene al Padre sino por mí[107].
Siendo esto así, fácilmente se deduce que el culto al Sacratísimo
Corazón de Jesús no es sustancialmente sino el mismo culto
al amor con que Dios nos amó por medio de Jesucristo, al mismo tiempo
que el ejercicio de nuestro amor a Dios y a los demás hombres. Dicho
de otra manera: Este culto se dirige al amor de Dios para con nosotros, proponiéndolo
como objeto de adoración, de acción de gracias y de imitación;
además, considera la perfección de nuestro amor a Dios y a
los hombres como la meta que ha de alcanzarse por el cumplimiento cada vez
más generoso del mandamiento "nuevo" que el Divino Maestro legó
como sacra herencia a sus Apóstoles, cuando les dijo: Un nuevo mandamiento
os doy: Que os améis los unos a los otros, como yo os he amado… El
precepto mío es que os améis unos a otros, como yo os he amado[108].
Mandamiento éste, en verdad nuevo y propio de Cristo; porque, como
dice Santo Tomás de Aquino: Poca diferencia hay entre el Antiguo y
el Nuevo Testamento, pues, como dice Jeremías, "Haré un pacto
nuevo con la casa de Israel"[109]. Pero que este mandamiento se practicase
en el Antiguo Testamento a impulso de santo temor y amor, se debía
al Nuevo Testamento; en cuanto que, si este mandamiento ya existía
en la Antigua Ley, no era como prerrogativa suya propia, sino más
bien como prólogo y preparación de la Ley Nueva[110].
V. PRACTICA DEL CULTO DEL SAGRADO CORAZÓN
30. Antes de terminar estas consideraciones tan hermosas como consoladoras
sobre la naturaleza auténtica de este culto y su cristiana excelencia,
Nos, plenamente conscientes del oficio apostólico que por primera
vez fue confiado a San Pedro, luego de haber profesado por tres veces su
amor a Jesucristo nuestro Señor, creemos conveniente exhortaros una
vez más, Venerables Hermanos, y por vuestro medio a todos los queridísimos
hijos en Cristo, para que con creciente entusiasmo cuidéis de promover
esta suavísima devoción, pues de ella han de brotar grandísimos
frutos también en nuestros tiempos.
Y en verdad que si debidamente se ponderan los argumentos en que se funda
el culto tributado al Corazón herido de Jesús, todos verán
claramente cómo aquí no se trata de una forma cualquiera de
piedad, que sea lícito posponer a otras o tenerla en menos, sino de
una práctica religiosa muy apta para conseguir la perfección
cristiana. Si la devoción -según el tradicional concepto teológico,
formulado por el Doctor Angélico- no es sino la pronta voluntad de
dedicarse a todo cuanto con el servicio de Dios se relaciona[111], ¿puede
haber servicio divino más debido y más necesario, al mismo
tiempo que más noble y dulce, que el rendido a su amor? Y ¿qué
servicio cabe pensar más grato y afecto a Dios que el homenaje tributado
a la caridad divina y que se hace por amor, desde el momento en que todo
servicio voluntario en cierto modo es un don, y cunado el amor constituye
el don primero, por el que nos son dados todos los dones gratuitos?[112].
Es digna, pues, de sumo honor aquella forma de culto por la cual el hombre
se dispone a honrar y amar en sumo grado a Dios y a consagrarse con mayor
facilidad y prontitud al servicio de la divina caridad; y ello tanto más
cuanto que nuestro Redentor mismo se dignó proponerla y recomendarla
al pueblo cristiano, y los Sumos Pontífices la han confirmado con
memorables documentos y la han enaltecido con grandes alabanzas. Y así,
quien tuviere en poco este insigne beneficio que Jesucristo ha dado a su
Iglesia, procedería en forma temeraria y perniciosa, y aun ofendería
al mismo Dios.
31. Esto supuesto, ya no cabe duda alguna de que los cristianos que honran
al sacratísimo Corazón del Redentor cumplen el deber, ciertamente
gravísimo, que tienen de servir a Dios, y que juntamente se consagran
a sí mismos y a toda su propia actividad, tanto interna como externa,
a su Creador y Redentor, poniendo así en práctica aquel divino
mandamiento: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón,
y con toda tu alma, y con toda tu mente, y con todas tus fuerzas[113]. Además
de que así tienen la certeza de que a honrar a Dios no les mueve ninguna
ventaja personal, corporal o espiritual, temporal o eterna, sino la bondad
misma de Dios, a quien cuidan de obsequiar con actos de amor, de adoración
y de debida acción de gracias. Si no fuera así, el culto al
sacratísimo Corazón de Jesús ya no respondería
a la índole genuina de la religión cristiana, porque entonces
el hombre con tal culto ya no tendría como mira principal el servicio
de honrar principalmente el amor divino; y entonces deberían mantenerse
como justas las acusaciones de excesivo amor y de demasiada solicitud por
sí mismos, motivadas por quienes entienden mal esta devoción
tan nobilísima, o no la practican con toda rectitud.
Todos, pues, tengan la firme persuasión de que en el culto al augustísimo
Corazón de Jesús lo más importante no consiste en las
devotas prácticas externas de piedad, y que el motivo principal de
abrazarlo tampoco debe ser la esperanza de la propia utilidad, porque aun
estos beneficios Cristo nuestro Señor los ha prometido mediante ciertas
revelaciones privadas, precisamente para que los hombres se sintieran movidos
a cumplir con mayor fervor los principales deberes de la religión
católica, a saber, el deber de amor y el de la expiación, al
mismo tiempo que así obtengan de mejor manera su propio provecho espiritual.
32. Exhortamos, pues, a todos Nuestros hijos en Cristo a que practiquen con
fervor esta devoción, así a los que ya están acostumbrados
a beber las aguas saludables que brotan del Corazón del Redentor,
como, sobre todo, a los que, a guisa de espectadores, desde lejos miran todavía
con espíritu de curiosidad y hasta de duda. Piensen éstos con
atención que se trata de un culto, según ya hemos dicho, que
desde hace mucho tiempo está arraigado en la Iglesia, que se apoya
profundamente en los mismos Evangelios; un culto, en cuyo favor está
claramente la Tradición y la sagrada Liturgia, y que los mismos Romanos
Pontífices han ensalzado con alabanzas tan multiplicadas como grandes:
no se contentaron con instituir una fiesta en honor del Corazón augustísimo
del Redentor, y extenderla luego a toda la Iglesia, sino que por su parte
tomaron la iniciativa de dedicar y consagrar solemnemente todo el género
humano al mismo sacratísimo Corazón[114]. Finalmente, conveniente
es asimismo pensar que este culto tiene en su favor una mies de frutos espirituales
tan copiosos como consoladores, que de ella se han derivado para la Iglesia:
innumerables conversiones a la religión católica, reavivada
vigorosamente la fe en muchos espíritus, más íntima
la unión de los fieles con nuestro amantísimo Redentor; frutos
todos estos que, sobre todo en los últimos decenios, se han mostrado
en una forma tan frecuente como conmovedora.
Al contemplar este admirable espectáculo de la extensión y
fervor con que la devoción al sacratísimo Corazón de
Jesús se ha propagado en toda clase de fieles, Nos sentimos ciertamente
llenos de gozo y de inefable consuelo; y, luego de dar a nuestro Redentor
las obligadas gracias por los tesoros infinitos de su bondad, no podemos
menos de expresar Nuestra paternal complacencia a todos los que, tanto del
clero como del elemento seglar, con tanta eficacia han cooperado a promover
este culto.
33. Aunque la devoción al Sagrado Corazón de Jesús,
Venerables Hermanos, ha producido en todas partes abundantes frutos de renovación
espiritual en la vida cristiana, sin embargo, nadie ignora que la Iglesia
militante en la tierra y, sobre todo, la sociedad civil no han alcanzado
aún el grado de perfección que corresponde a los deseos de
Jesucristo, Esposo Místico de la Iglesia y Redentor del género
humano. En verdad que no pocos hijos de la Iglesia afean con numerosas manchas
y arrugas el rostro materno, que en sí mismos reflejan; no todos los
cristianos brillan por la santidad de costumbres, a la que por vocación
divina están llamados; no todos los pecadores, que en mala hora abandonaron
la casa paterna, han vuelto a ella, para de nuevo vestirse con el vestido
precioso[115] y recibir el anillo, símbolo de fidelidad para con el
Esposo de su alma; no todos los infieles se han incorporado aún al
Cuerpo Místico de Cristo. Hay mas. Porque si bien Nos llena de amargo
dolor el ver cómo languidece la fe en los buenos, y contemplar cómo,
por el falaz atractivo de los bienes terrenales, decrece en sus almas y poco
a poco se apaga el fuego de la caridad divina, mucho más Nos atormentan
las maquinaciones de los impíos que, ahora más que nunca, parecen
incitados por el enemigo infernal en su odio implacable y declarado contra
Dios, contra la Iglesia y, sobre todo, contra Aquel que en la tierra representa
a la persona del Divino Redentor y su caridad para con los hombres, según
la conocidísima frase del Doctor de Milán: (Pedro) es interrogado
acerca de lo que se duda, pero no duda el Señor; pregunta no para
saber, sino para enseñar al que, antes de ascender al cielo, nos dejaba
como "vicario de su amor"[116].
34. Ciertamente, el odio contra Dios y contra los que legítimamente
hacen sus veces es el mayor delito que puede cometer el hombre, creado a
imagen y semejanza de Dios y destinado a gozar de su amistad perfecta y eterna
en el cielo; puesto que por el odio a Dios el hombre se aleja lo más
posible del Sumo Bien, y se siente impulsado a rechazar de sí y de
sus prójimos cuanto viene de Dios, une con Dios y conduce a gozar
de Dios, o sea, la verdad, la virtud, la paz y la justicia[117].
Pudiendo, pues, observar que, por desgracia, el número de los que
se jactan de ser enemigos del Señor eterno crece hoy en algunas partes,
y que los falsos principios del materialismo se difunden en las doctrinas
y en la práctica; y oyendo cómo continuamente se exalta la
licencia desenfrenada de las pasiones, ¿qué tiene de extraño
que en muchas almas se enfríe la caridad, que es la suprema ley de
la religión cristiana, el fundamento más firme de la verdadera
y perfecta justicia, el manantial más abundante de la paz y de las
castas delicias? Ya lo advirtió nuestro Salvador: Por la inundación
de los vicios, se resfriará la caridad de muchos[118].
35. Ante tantos males que, hoy más que nunca, trastornan profundamente
a individuos, familias, naciones y orbe entero, ¿dónde, Venerables
Hermanos, hallaremos un remedio eficaz? ¿Podremos encontrar alguna
devoción que aventaje al culto augustísimo del Corazón
de Jesús, que responda mejor a la índole propia de la fe católica,
que satisfaga con más eficacia las necesidades espirituales actuales
de la Iglesia y del género humano? ¿Qué homenaje religioso
más noble, más suave y más saludable que este culto,
pues se dirige todo a la caridad misma de Dios?[119]. Por último,
¿qué puede haber más eficaz que la caridad de Cristo
-que la devoción al Sagrado Corazón promueve y fomenta cada
día más- para estimular a los cristianos a que practiquen en
su vida la perfecta observancia de la ley evangélica, sin la cual
no es posible instaurar entre los hombres la paz verdadera, como claramente
enseñan aquellas palabras del Espíritu Santo: Obra de la justicia
será la paz[120].
Por lo cual, siguiendo el ejemplo de Nuestro inmediato Antecesor, queremos
recordar de nuevo a todos Nuestros hijos en Cristo la exhortación
que León XIII, de i. m., al explicar el siglo pasado, dirigía
a todos los cristianos y a cuantos se sentían sinceramente preocupados
por su propia salvación y por la salud de la sociedad civil: Ved hoy
ante vuestros ojos un segundo lábaro consolador y divino: el Sacratísimo
Corazón de Jesús… que brilla con refulgente esplendor entre
las llamas. En El hay que poner toda nuestra confianza; a El hay que suplicar
y de El hay que esperar nuestra salvación[121].
Deseamos también vivamente que cuantos se glorían del nombre
de cristianos e, intrépidos, combaten por establecer el Reino de Jesucristo
en el mundo, consideren la devoción al Corazón de Jesús
como bandera y manantial de unidad, de salvación y de paz. No piense
ninguno que esta devoción perjudique en nada a las otras formas de
piedad con que el pueblo cristiano, bajo la dirección de la Iglesia,
venera al Divino Redentor. Al contrario, una ferviente devoción al
Corazón de Jesús fomentará y promoverá, sobre
todo, el culto a la santísima Cruz, no menos que el amor al augustísimo
Sacramento del altar. Y, en realidad, podemos afirmar -como lo ponen de relieve
las revelaciones de Jesucristo mismo a Santa Gertrudis y a Santa Margarita
María- que ninguno comprenderá bien a Jesucristo crucificado,
si no penetra en los arcanos de su Corazón. Ni será fácil
entender el amor con que Jesucristo se nos dio a sí mismo por alimento
espiritual, si no es mediante la práctica de una especial devoción
al Corazón Eucarístico de Jesús; la cual -para valernos
de las palabras de Nuestro Predecesor, de f. m., León XIII- nos recuerda
aquel acto de amor sumo con que nuestro Redentor, derramando todas las riquezas
de su Corazón, a fin de prolongar su estancia con nosotros hasta la
consumación de los siglos, instituyó el adorable Sacramento
de la Eucaristía[122]. Ciertamente, no es pequeña la parte
que en la Eucaristía tuvo su Corazón, por ser tan grande el
amor de su Corazón con que nos la dio[123].
36. Finalmente, con el ardiente deseo de poner una firme muralla contra las
impías maquinaciones de los enemigos de Dios y de la Iglesia, y también
hacer que las familias y las naciones vuelvan a caminar por la senda del
amor a Dios y al prójimo, no dudamos en proponer la devoción
al Sagrado Corazón de Jesús como escuela eficacísima
de caridad divina; caridad divina, en la que se ha de fundar, como en el
más sólido fundamento, aquel Reino de Dios que urge establecer
en las almas de los individuos, en la sociedad familiar y en las naciones,
como sabiamente advirtió Nuestro mismo Predecesor, de p. m.: El reino
de Jesucristo saca su fuerza y su hermosura de la caridad divina: su fundamento
y su excelencia es amar santa y ordenadamente. De donde se sigue necesariamente:
cumplir íntegramente los propios deberes, no violar los derechos ajenos,
considerar los bienes naturales como inferiores a los sobrenaturales y anteponer
el amor de Dios a todas las cosas[124].
Y para que la devoción al Corazón augustísimo de Jesús
produzca más copiosos frutos de bien en la familia cristiana y aun
en toda la humanidad, procuren los fieles unir a ella estrechamente la devoción
al Inmaculado Corazón de la Madre de Dios. Ha sido voluntad de Dios
que, en la obra de la Redención humana, la Santísima Virgen
María estuviese inseparablemente unida con Jesucristo; tanto, que
nuestra salvación es fruto de la caridad de Jesucristo y de sus padecimientos,
a los cuales estaban íntimamente unidos el amor y los dolores de su
Madre. Por eso, el pueblo cristiano que por medio de María ha recibido
de Jesucristo la vida divina, después de haber dado al Sagrado Corazón
de Jesús el debido culto, rinda también al amantísimo
Corazón de su Madre celestial parecidos obsequios de piedad, de amor,
de agradecimiento y de reparación. En armonía con este sapientísimo
y suavísimo designio de la divina Providencia, Nos mismo, con un acto
solemne, dedicamos y consagramos la santa Iglesia y el mundo entero al Inmaculado
Corazón de la Santísima Virgen María[125].
37. Cumpliéndose felizmente este año como indicamos antes,
el primer siglo de la institución de la fiesta del Sagrado Corazón
de Jesús en toda la Iglesia por Nuestro Predecesor Pío IX,
de f. m., es vivo deseo Nuestro, Venerables Hermanos, que el pueblo cristiano
celebre en todas partes solemnemente este centenario con actos públicos
de adoración, de acción de gracias y de reparación al
Corazón divino de Jesús. Con especial fervor se celebrarán,
sin duda, estas solemnes manifestaciones de alegría cristiana y de
cristiana piedad -en unión de caridad y de oraciones con todos los
demás fieles- en aquella Nación en la cual, por designio de
Dios, nació aquella santa Virgen que fue promotora y heraldo infatigable
de esta devoción.
Entre tanto, animados por dulce esperanza, y como gustando ya los frutos
espirituales que copiosamente han de redundar -en la Iglesia- de la devoción
al Sagrado Corazón de Jesús, con tal de que ésta, como
ya hemos explicado, se entienda rectamente y se practique con fervor, suplicamos
a Dios quiera hacer que con el poderoso auxilio de su gracia se cumplan estos
Nuestros vivos deseos: a la vez que expresamos, también la esperanza
de que, con la divina gracia, como fruto de las solemnes conmemoraciones
de este año, aumente cada vez más la devoción de los
fieles al Sagrado Corazón de Jesús, y así se extienda
más por todo el mundo su imperio y reino suavísimo: reino de
verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor
y de paz[126].
Como prenda de estos dones celestiales, os impartimos de todo corazón
la Bendición Apostólica, tanto a vosotros personalmente, Venerables
Hermanos, como al clero y a todos los fieles encomendados a vuestra pastoral
solicitud, y especialmente a todos los que se consagran a fomentar y promover
la devoción al Sacratísimo Corazón de Jesús.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 15 de mayo de 1956, año decimoctavo
de Nuestro Pontificado.
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[1] Is. 12, 3.
[2] Iac. 1, 17.
[3] Io. 7, 37-39.
[4] Cf. Is. 12, 3; Ez. 47, 1-12; Zach. 13, 1; Ex. 17, 1-7; Num. 20, 7-13;
1 Cor. 10, 4; Apoc. 7, 17; 22, 1.
[5]Rom. 5, 5.
[6] 1 Cor. 6, 17.
[7] Io. 4, 10.
[8]Act. 4, 12.
[9] Enc. Annum Sacrum, 25 maii 1899; AL 19 (1900) 71, 77-78.
[10] Enc. Miserentissimus Redemptor, 8 maii 1928 A.A.S. 20 (1928) 167.
[11] Cf. enc. Summi Pontificatus, 20 octob. 1939 A.A.S. 31 (1939) 415.
[12] Cf. A.A.S. 32 (1940) 276; 35 (1943) 170; 37 (1945) 263-264; 40 (1948)
501; 41 (1949) 331.
[13]Eph. 3, 20-21.
[14] Is. 12, 3.
[15] Conc. Ephes. can. 8; cf. Mansi, Sacrorum Conciliorum ampliss. Collectio,
4, 1083 C.; Conc. Const. II, can. 9; cf. ibid. 9, 382 E.
[16] Cf. enc. Annum sacrum: AL 19 (1900) 76.
[17] Cf. Ex. 34, 27-28.
[18]Deut. 6, 4-6.
[19] 2. 2.ae 2, 7: ed. Leon. 8 (1895) 34.
[20]Deut. 32, 11.
[21] Os. 11, 1, 3-4; 14, 5-6.
[22] Is. 49, 14-15.
[23]Cant. 2, 2; 6, 2; 8, 6.
[24] Io. 1, 14.
[25] Ier. 31, 3; 31, 33-34.
[26] Cf. Io. 1, 29; Hebr. 9, 18-28; 10, 1-17.
[27] Io. 1, 16-17.
[28] Ibid., 21.
[29]Eph. 3, 17-19.
[30]Sum. theol. 3, 48, 2: ed. Leon. 11 (1903) 464.
[31] Cf. enc. Miserentissimus Redemptor: A.A.S. 20 (1928) 170.
[32]Eph. 2, 4; Sum. theol. 3, 46, 1 ad 3: ed. Leon. 11 (1903) 436.
[33]Eph. 3, 18.
[34] Io. 4, 24.
[35] 2 Io. 7.
[36] Cf. Luc. 1, 35.
[37] S. Leo Magnus, Ep. dogm. "Lectis dilectionis tuae" ad Flavianum Const.
Patr. 13 iun. a. 449: cf. PL 54, 763.
[38] Conc. Chalced. a. 451: cf. Mansi, op. cit. 7, 115 B.
[39] S. Gelasius Papa, tr. 3: "Necessarium", de duabus naturis in Christo:
cf. A. Thiel Epist. Rom. Pont. a S. Hilaro usque ad Pelagium II, p. 532.
[40] Cf. S. Th. Sum. theol. 3, 15, 4; 18, 6: ed. León. 11 (1903) 189
et 237.
[41] Cf. 1 Cor. 1, 23.
[42]Hebr. 2, 11-14. 17-18.
[43]Apol. 2, 13 PG 6, 465.
[44] Ep. 261, 3 PG 32, 972.
[45]In Io. homil. 63, 2 PG 59, 350.
[46]De fide ad Gratianum 2, 7, 56 PL 16, 594.
[47] Cf. Super Mat. 26, 37 PL 26, 205.
[48]Enarr. in Ps. 87, 3 PL 37, 1111.
[49]De fide orth. 3, 6 PG 94, 1006.
[50] Ibid. 3, 20 PG 94, 1081.
[51] 1. 2.ae 48, 4: ed. Leon. 6 (1891) 306.
[52]Col. 2, 9.
[53] Cf. Sum. theol. 3, 9, 1-3; ed. Leon. 11 (1903) 142.
[54] Cf. ibid. 3, 33, 2 ad 3; 46, 6: ed. Leon. 11 (1903) 342, 433.
[55]Tit. 3, 4.
[56] Mat. 27, 50; Io. 19, 30.
[57]Eph. 2, 7.
[58]Hebr. 10, 5-7, 10.
[59] Registr. epist. 4, ep. 31 ad Theodorum medicum PL 77, 706.
[60]Marc. 8, 2.
[61] Mat. 23, 37.
[62] Ibid. 21, 13.
[63] Ibid. 26, 39.
[64] Ibid. 26, 50; Luc. 22, 48.
[65] Luc. 23, 28. 31.
[66] Ibid. 23, 34.
[67] Mat. 27, 46.
[68] Luc. 23, 43.
[69] Io. 19, 28.
[70] Luc. 23, 46.
[71] Ibid. 22, 15.
[72] Ibid. 22, 19-20.
[73] Mal. 1, 11.
[74] De sancta virginitate 6 PL 40, 399.
[75] Io. 15, 13.
[76] 1 Io. 3, 16.
[77]Gal. 2, 20.
[78] Cf. S. Th. Sum. theol. 3, 19, 1: ed. Leon. 11 (1903) 329.
[79]Sum. theol. Suppl. 42, 1 ad 3: ed. Leon. 12 (1906) 81.
[80] Hymn. ad Vesp. Festi Ssmi. Cordis Iesu.
[81] 3, 66, 3 ad 3: ed. Leon. 12 (1906) 65.
[82]Eph. 5, 2.
[83] Ibid. 4, 8. 10.
[84] Io. 14, 16.
[85]Col. 2, 3.
[86]Rom. 8, 35. 37-39.
[87]Eph. 5, 25-27.
[88] Cf. 1 Io. 2, 1.
[89]Hebr. 7, 25.
[90] Ibid. 5, 7.
[91] Io. 3, 16.
[92] S. Bonaventura, Opusc. X Vitis mystica 3, 5: Opera Omnia, Ad Claras
Aquas (Quaracchi) 1898, 8, 164. -Cf. S. Th. 3, 54, 4: ed. Leon. 11 (1903)
513.
[93]Rom. 8, 32.
[94] Cf. 3. 48, 5: ed. Leon 11 (1903) 467.
[95] Luc. 12, 50.
[96] Io. 20, 28.
[97] Ibid. 19, 37; cf. Zach. 12, 10.
[98] Cf. litt. enc. Miserentissimus Redemptor: A.A.S. 20 (1928) 167-168.
[99] Cf. A. Gardellini Decreta authentica (1857) n. 4579, tomo 3, 174.
[100] Cf. Decr. S. C. Rit. apud N. Nilles, De rationibus festorum Sacratissimi
Cordis Iesu et purissimi Cordis Mariae, 5a. ed. Innsbruck, 1885, tomo 1,
167.
[101]Eph. 3, 14, 16-19.
[102]Tit. 3, 4.
[103] Io. 3, 17.
[104] Ibid. 4, 23-24.
[105] Innocentius XI, constit. ap. Coelestis Pastor, 19 nov. 1687: Bullarium
Romanum, Romae 1734, tomo 8, 443.
[106] 2. 2.ae 81, 3 ad 3: ed. Leon. 9 (1897) 180.
[107] Io. 14, 6.
[108] Ibid. 13, 34; 15, 12.
[109] Ier. 31, 31.
[110]Comment. in Evang. S. Ioann. 13, lect. 7, 3: ed. Parmae, 1860, tomo
10, p. 541.
[111] 2. 2.ae 82, 1: ed. Leon. 9 (1897) 187.
[112] Ibid. 1, 38, 2: ed. Leon. 4 (1888) 393.
[113] Marc. 12, 30; Mat. 22, 37.
[114] Cf. Leo XIII, enc. Annum Sacrum: AL 19 (1900) 71 sq. -Decr. S. C. Rituum,
28 iun. 1899, in Decr. Auth. 3, n. 3712. -Pius XI, enc. Miserentissimus Redemtor:
A.A.S. 20 (1928) 177 sq. -Decr. S. C. Rit. 29 ian. 1929 A.A.S. 21 (1929)
77.