HONORIO, Papa
625-638 d.C.
Ningún Papa ha desatado tantas
pasiones, trece siglos después de su muerte, ninguno ha hecho verter más tinta
y ninguno se ha visto mezclado más de lleno en un problema siempre delicado
y difícil: la cuestión de la infalibilidad pontificia.
Todo hacía augurar sin embargo que Honorio pasaría a la Historia como
un gran Papa. Originario de la Campania, era hijo de un cónsul y se había
fijado como meta ideal -cuando fue consagrado el 27 de octubre del 625- continuar
la obra de san Gregorio Magno, del que había sido discípulo.
Desde el principio de su pontificado desplegó una actividad tan variada
como fructífera. En el norte de Italia se aplicó con éxito a reducir las
últimas resistencias cismáticas, vestigios de la crisis provocada por Vigilio
y la cuestión de los «Tres Capítulos»; Istria y Venecia volvieron al seno
de Roma. Consiguió que reconocieran su primado los obispos de España, Cerdeña
y el Epiro. Su sabia administración del patrimonio de la Iglesia también contribuyó
a que aumentara considerablemente su prestigio y, al mismo tiempo, su influencia
en la orientación política de Italia. Hizo construir en Roma iglesias y edificios
públicos que procuró decorar suntuosamente, como Santa Inés Extramuros o
San Pancracio. Promovió, en fin, con notable eficacia la evangelización de
los anglo-sajones y confirió el palio -especie de capelo cardenalicio- a
Honorio de Canterbury y a Paulino de York.
En resumen, un gran pontificado que prometía una gloria segura... Pero bastó
una fórmula desafortunada, redactada quizá en un momento de irritación, para
echar por tierra de un manotazo tan agradables perspectivas y comprometer
seriamente, trece siglos más tarde, los pasos que condujeron a la declaración
del dogma de la infalibilidad del vicario de Cristo. Este pontífice sería
formalmente censurado por tres concilios ecuménicos sucesivos y, durante
varios siglos, cada nuevo Papa tendría que jurar obligatoriamente, en la
ceremonia de su entronización, que no incurriría en los errores de Honorio.
¿Qué es lo que desencadenó esta famosa «cuestión del Papa Honorio»? Al
examinar la serena nitidez de los relatos evangélicos sorprende que los cristianos
hayan podido llegar, durante siglos -y en nombre del evangeho-, a matarse
unos a otros. Se planteaba, por ejemplo, qué voluntad era la que empujaba
a Jesucristo a obrar. ¿Había en el Señor una sola voluntad expresada por
su única persona, o había dos voluntades correspondientes a sus dos naturalezas?
Las célebres «cuestiones bizantinas» no siempre se limitaban a cortar
un cabello en cuatro partes: a veces hacían lo mismo con la cabeza. En aquellos
tiempos se discutía de teología hasta en los mercados y se defendían las
más sutiles distinciones a fuerza de puños; las peleas que se organizaban
acerca, por ejemplo, de las procesiones intratrinitarias sólo llegaban a
su fin por los garrotes y las cargas de la policía.
La reacción de Honorio -para ser bien comprendida debe situarse en aquella
circunstancia, cuando un día del año 634 recibió una carta del patriarca
Sergio I de Constantinopla. Se pedía en la misiva que el papa fijará su posición
en la polémica que enfrentaba al patriarca Ciro de Alejandría y al monje
Sofronio de Jerusalén. El primero abogaba por la existencia de una sola «energía»
en Jesús, en tanto que el otro quería ver dos.
Para un hombre de acción de la envergadura de Honorio, en aquella discusión
no había más que una inútil querella de palabras vacías. Sergio, partidario
de la postura de Ciro de una única voluntad (monotelismo), había sido muy
hábil al expresar el problema de tal modo que un Papa poco acostumbrado a
las sutilezas de la cristología no tuviera más remedio que darle la razón.
Quizá por eso, sin esperar a conocer los argumentos de la otra parte, esto
es, la tesis de Sofronio, Honorio respondió sucintamente: que no había que
hablar de eso, sino confesar sencillamente «un solo Jesucristo que obra en
las dos naturalezas las obras de la divinidad y las de la humanidad. Es necesario,
ante todo, poner a salvo la voluntad personal y debe reconocerse alguna unidad
de voluntad, ya que el Verbo ha tomado nuestra naturaleza, mas no el pecado
que hay en ella». Y terminaba pidiendo que se dejara de hablar de una o de
dos «energías», expresión que consideraba un invento caprichoso que no haría
sino generar discusiones.
En una segunda carta dirá: «Nosotros no debemos definir ni una ni dos
energías.... sino confesar las dos naturalezas en la unidad de un solo Cristo».
Mas los disgustos y problemas que Honorio quiso evitar se produjeron fatalmente
apareciendo él como culpable... a título póstumo; él era un papa realista,
demasiado embebido en las concretas amenazas de las tropas lombardas como
para perder el tiempo en abstracciones.
Pero aquellas «abstracciones» que en el año 634 y en Occidente no pasaban
de ser una distracción pasajera, en Oriente se tomaban muy en serio. Los
patriarcas orientales -que tenían todo el tiempo que quisieran para teologías-
calibraron el peso dogmático de las dos posiciones y su trascendencia para
la fe cristiana. Y, a su juicio, la respuesta de Honorio revelaba una lamentable
ignorancia y ponía de manifiesto hasta qué punto, en todo el Occidente, pero
particularmente en Italia, había caído en decadencia la teología desde el
siglo VI.
Cincuenta años después, el sexto concilio ecuménico reunido en Constantinopla
lanzó su anatema contra los promotores de nuevas herejías, incluyendo explícitamente
«al obispo de Roma, Honorio, que, en una carta a Sergio había probado que
participaba de sus errores y que confirmaba su impía doctrina».
El séptimo y el octavo concilios consideraron necesario también renovar
la misma condenación. El papa León II (682-683) reconoció el error dogmático
cometido por su lejano predecesor y, durante mucho tiempo, cada pontífice
que accedía al solio papal tuvo que jurar que «rechazaría la herejía cuyo
fermento había introducido Honorio».
En Occidente se procuró olvidar poco a poco que el hereje Honorio había
sido un papa, y en la Edad Media se llegó incluso a no mentar su nombre. Pero
hacia el año 1420, gracias al humanista florentino Ambrosio Traversari (1386-1439)
y a sus traducciones de los Padres de la Iglesia griegos, surgió de nuevo
el dramático episodio. Y Juan de Turrecremata (1388-1468) salió en defensa
del papa culpando de la condenación de Honorio a un error de un concilio
mal informado.
En la época de la Reforma, el teólogo católico Albert Pigges (1490-1542),
apologista acérrimo de la Santa Sede y partidario de la infalibilidad del
papa, llegó a negar que se hubiera condenado a Honorio, imaginando que el
pretendido anatema no existió más que en las falsedades subrepticiamente
incorporadas por griegos malintencionados en las Actas de los Concilios.
El cardenal Belarmino y Baronio se apresuraron a adoptar esta tesis tan oportuna
que, en virtud del prestigio de sus defensores, tuvo partidarios hasta el
siglo XIX, pese a que Melchor Cano (1509-1560) se había ya revelado contra
aquella explicación tan simplista y tan alejada de la realidad.
El caso es que en 1870, en el Concilio Vaticano I, todos los que consideraban
que no era oportuna una proclamación solemne de la infalibilidad del papa,
adujeron como argumento en contra del conocido episodio de Honorio. Por contra,
los partidarios del dogma desmontaron el ataque basándose en que la garantía
de infalibilidad sólo era aplicable cuando los papas hablaban «ex cathedra»,
condición que no se daba en las dos cartas famosas de Honorio a Sergio. La
crítica posterior ha tendido a exonerar a Honorio de toda sombra de herejía
porque -aunque se admitan sus cartas como documentos «ex cathedra»- en lo
que él dijo e impuso no había error, sino pura ortodoxia. Cuando se refirió
a una unidad de voluntad en Jesucristo, no propugnaba una sola voluntad,
una unidad física, sino la unidad moral de las dos voluntades existentes
en el Señor.
Triunfó la infalibilidad. Y el que sin pretenderlo había sido causa de
la polémica que precedió a la declaración del dogma, había muerto 1242 años
antes, el 12 de octubre del 638.
(Samuel Miranda