Humani Generis
DE LAS FALSAS OPINIONES CONTRA LOS FUNDAMENTOS
DE LA DOCTRINA CATÓLICA
Carta encíclica del Papa Pío XII promulgada el 12 de agosto
de 1950
Las disensiones y errores del género humano en cuestiones religiosas
y morales han sido siempre fuente y causa de intenso dolor para todas las
personas de buena voluntad, y principalmente para los hijos fieles y sinceros
de la iglesia; pero en especial lo son hoy, cuando vemos combatidos aun los
principios mismos de la civilización cristiana.
INTRODUCCIÓN
I. DOCTRINAS ERRONEAS
II.DOCTRINA DE LA IGLESIA
III. LAS CIENCIAS
INTRODUCCIÓN
Ni es de admirar que siempre haya habido disensiones y errores fuera del
redil de Cristo. Porque, aun cuando la razón humana, hablando absolutamente,
procede con sus fuerzas y su luz natural al conocimiento verdadero y cierto
de un Dios único y personal que con su providencia sostiene y gobierna
el mundo, y, asimismo, al conocimiento de la ley natural, impresa por el
Creador en nuestras almas; sin embargo, no son pocos los obstáculos
que impiden a nuestra razón cumplir eficaz y fructuosamente este su
poder natural. Porque las verdades tocantes a Dios y a las relaciones entre
los hombres y Dios se hallan por completo fuera del orden de los seres sensibles;
y, cuando se introducen en la práctica de la vida y la determinan,
exigen sacrificio y abnegación propia.
2. Ahora bien; para adquirir tales verdades, el entendimiento humano encuentra
dificultades, ya a causa de los sentidos o imaginación, ya por las
malas concupiscencias derivadas del pecado original. Y así sucede
que, en estas cosas, los hombres fácilmente se persuadan ser falso
o dudoso lo que no quieren que sea verdadero. Por todo ello, ha de defenderse
que la revelación divina es moralmente necesaria, para que, aun en
el estado actual del género humano, con facilidad, con firme certeza
y sin ningún error, todos puedan conocer las verdades religiosas y
morales que de por sí no se hallan fuera del alcance de la razón[1].
Más aún; a veces la mente humana puede encontrar dificultad
hasta para formarse un juicio cierto sobre la credibilidad de la fe católica,
no obstante que Dios haya ordenado muchas y admirables señales exteriores,
por medio de las cuales aun con la sola luz de la razón se puede probar
con certeza el origen divino de religión cristiana. De hecho, o guiado
por prejuicios o motivo por las pasiones y la mala voluntad, puede no sólo
negar la clara evidencia de esos indicios externos, sino también resistir
a las inspiraciones que Dios infunde en nuestra almas.
3. Dando una mirada al mundo moderno, que se halla fuera del redil de Cristo,
fácilmente se descubren las principales direcciones que siguen los
doctos. Algunos admiten de hecho, sin discreción y sin prudencia,
el sistema evolucionista, aunque ni en el mismo campo de las ciencias naturales
ha sido probado como indiscutible, y pretenden que hay que extenderlo al
origen de todas las cosas, y con temeridad sostienen la hipótesis
monista y panteísta de un mundo sujeto a perpetua evolución.
Hipótesis, de que se valen bien los comunistas para defender y propagar
su materialismo dialéctico y arrancar de las almas toda idea de Dios.
La falsas afirmaciones de semejante evolucionismo, por las que se rechaza
todo cuanto es absoluto, firme e inmutable, han abierto el camino a las aberraciones
de una moderna filosofía , que, para oponerse al idealismo, al inmanetismo
y al Pragmatismo se ha llamado a sí misma Existencialismo, porque
rechaza las esencias inmutables de las cosas y sólo se preocupa de
la existencia de los seres singulares.
Existe, además, un falso historicismo que, al admitir tan sólo
los acontecimientos de la vida humana, tanto en el campo de la filosofía
como en el de los dogmas cristianos destruye los fundamentos de toda verdad
y ley absoluta.
4. En medio de tal confusión de opiniones, Nos es de algún
consuelo ver a los que hoy no rara vez, abandonando las doctrinas de Racionalismo
en que antes se habían formado, desean volver a las fuentes de la
verdad revelada, y reconocer y profesar la palabra de Dios, conservada en
la Sagrada Escritura como fundamentos de la Teología. Pero al mismo
tiempo lamentamos que no pocos de ésos, cuanto con más firmeza
se adhieren a la palabra de Dios, tanto más rebajan el valor de la
razón humana; y cuanto con más entusiasmo realzan la autoridad
de Dios revelador, con tanta mayor aspereza desprecian el magisterio de la
Iglesia, instituido por nuestro Señor Jesucristo para guardar e interpretar
las verdades revelada por Dios. Semejante desprecio no sólo se halla
en abierta contradicción con la Sagrada Escritura, sino que se manifiesta
en su propia falsedad por la misma experiencia. Porque con frecuencia hasta
los mismos disidentes de la Iglesia se lamentan públicamente de la
discordia entre ellos reinante en las cuestiones dogmáticas, de tal
suerte que, aun no queriéndolo, se ven obligados a reconocer la necesidad
de un Magisterio vivo.
5. Los teólogos y filósofos católicos, que tienen la
difícil misión de defender e imprimir en las almas de los hombres
las verdades divinas y humanas, no deben ignorar ni desatender estas opiniones
que, más o menos, se apartan del recto camino. Aun más, es
necesario que las conozcan bien, ya porque no se pueden curar las enfermedades
si antes no son suficientemente conocidas; ya que en las mismas falsas afirmaciones
se oculta a veces un poco de verdad; ya, por último, porque los mismos
errores estimulan la mente a investigar y ponderar con mayor diligencia algunas
verdades filosóficas o teológicas.
6. Si nuestros filósofos y teólogos procurasen tan sólo
sacar este fruto de aquellas doctrinas estudiadas con cautela, no tenía
por qué intervenir el Magisterio de la Iglesia. Pero, aunque sabemos
que los maestros y estudiosos católicos en general se guardan de tales
errores, Nos consta, sin embargo, que aun no faltan quienes, como en los
tiempos apostólicos, amando la novedad más de lo debido y temiendo
ser tenidos por ignorantes de los progresos de la ciencia, procuran sustraerse
a la dirección del Sagrado Magisterio, y así se hallan en peligro
de apartarse poco a poco e insensiblemente de la verdad revelada y arrastrar
también a los demás hacía el error.
7. Señálase también otro peligro, tanto más grave
cuanto más se oculta bajo la capa de virtud. Muchos deplorando la
discordia del género humano y la confusión reinante en las
inteligencias humanas, son motivos por un celo imprudente y llevados por
un interno impulso y un ardiente deseo de romper las barreras que separan
entre sí a las personas buenas y honradas; por ello, propugnan una
especie tal de irenismo que, pasando por alto las cuestiones que dividen
a los hombres, se proponen no sólo combatir en unión de fuerzas
al arrollador ateísmo, sino también reconciliar las opiniones
contrarias aun en el campo dogmático. Y como en otro tiempo hubo quienes
se preguntaban si la apologética tradicional de la Iglesia no era
más bien un impedimento que una ayuda en el ganar las almas para Cristo,
así tampoco faltan hoy quienes se atreven a poner en serio la duda
de si conviene no sólo perfeccionar, sino hasta reformar completamente,
la teología y su método tales como actualmente, con aprobación
eclesiástica, se emplean en la enseñanza teológica,
a fin de que con mayor eficacia se propague el reino de Cristo en todo el
mundo, entre los hombres todos, cualquiera que sea su civilización
o su opinión religiosa.
Si los tales no pretendiesen sino acomodar mejor, con alguna renovación,
la ciencia eclesiástica y su método a las condiciones y necesidades
actuales, nada habría casi de temerse; mas, al contrario, algunos
de ellos, abrasados por un imprudente irenismo, parecen considerar como un
óbice para restablecer la unidad fraterna todo cuanto se funda en
las mismas leyes y principios dados por Cristo y en las instituciones por
El fundadas o cuanto constituye la defensa y el sostenimiento de la integridad
de la fe, caído todo lo cual, seguramente la unificación sería
universal, en la común ruina.
8. Los que, o por reprensible afán de novedad, o por algún
motivo laudable, propugnan estas nuevas opiniones, no siempre las proponen
con el mismo orden, con la misma claridad o con los mismos términos,
ni siempre con plena unanimidad de pareceres entre sí mismos; y de
hecho, lo que hoy enseñan algunos más encubiertamente, con
ciertas cautelas y distinciones, otros más audaces lo propalan mañana
a las claras y sin limitaciones, con escándalo de muchos, sobre todo
del clero joven, y con detrimento de la autoridad eclesiástica. Y
aunque ordinariamente se suelen tratar, con mayor cautela, esas materias
en los libros que se publican, con mayor libertad se habla ya en folletos
distribuidos privadamente, ya en lecciones dactilografiadas, conferencias
y reuniones. Estas doctrinas se divulgan no sólo entre los miembros
de uno y otro clero, en los seminarios e institutos religiosos, sino también
entre los seglares, sobre todo entre quienes se dedican a la educación
e instrucción de la juventud.
I. DOCTRINAS ERRÓNEAS
9. En las materias de la teología, algunos pretenden disminuir lo
más posible el significado de los dogmas y librar el dogma mismo de
la manera de hablar tradicional ya en la Iglesia y de los conceptos filosóficos
usados por los doctores católicos, a fin de volver, en la exposición
de la doctrina católica, a las expresiones empleadas por las Sagradas
Escrituras y por los Santos Padres. Así esperan que el dogma, despojado
de los elementos que llaman extrínsecos a la revelación divina,
se pueda coordinar fructuosamente con las opiniones dogmáticas de
los que se hallan separados de la Iglesia, para que así se llegue
poco a poco a la mutua asimilación entre el dogma católico
y las opiniones de los disidentes.- Reducida ya la doctrina católica
a tales condiciones, creen que ya queda así allanado el camino por
donde se pueda llegar, según exigen las necesidades modernas, a que
el dogma pueda ser formulado con las categorías de la filosofía
moderna, ya se trate del Inmanentismo, o del Idealismo, o del Existencialismo,
ya de cualquier otro sistema. Algunos más audaces afirman que esto
se puede, y aún debe hacerse, porque los misterios de la fe -según
ellos- nunca se pueden significar con conceptos completamente verdaderos,
mas sólo con conceptos aproximativos -así los llaman ellos-
y siempre mutables, por medio de los cuales de algún modo se manifiesta
la verdad, sí, pero necesariamente también se desfigurar. Por
eso no creen absurdo, antes lo creen necesario del todo, el que la teología,
según los diversos sistemas filosóficos que en el decurso del
tiempo le sirven de instrumento, vaya sustituyendo los antiguos conceptos
por otros nuevos, de tal suerte que con fórmulas diversas y hasta
cierto punto aun opuestas-equivalente, dicen ellos-expongan a la manera humana
aquellas verdades divinas. Añaden que la historia de los dogmas consiste
en exponer las varias formas que sucesivamente ha dio tomando la verdad revelada,
según las diversas doctrinas y opiniones que a través de los
siglos han ido apareciendo.
10. Por lo dicho es evidente que estas tendencias no sólo conducen
al llamado relativismo dogmático, sino que ya de hecho lo contienen,
pues el desprecio de la doctrina tradicional y de su terminología
favorecen demasiado a ese relativismo y lo fomentan. Nadie ignora que los
términos empleados, así en la enseñanza de la teología
como por el mismo Magisterio de la Iglesia, para expresar tales conceptos,
pueden ser perfeccionados y precisados, y sabido es, además, que la
Iglesia no siempre ha sido constante en el uso de aquello mismos términos.
También es cierto que la Iglesia no puede ligarse a un efímero
sistema filosófico, pero las nociones y los términos que los
doctores católicos, con general aprobación, han ido reuniendo
durante varios siglos para llegar a obtener algún conocimiento del
dogma, no se fundan, sin duda, en cimientos tan deleznables. Se fundan, realmente,
en principios y nociones deducidas del verdadero conocimiento de las cosas
creadas; deducción realizada a la luz de la verdad revelada, que,
por medio de la Iglesia, iluminaba, como una estrella, la mente humana. Por
eso no es de admirar que algunas de estas nociones hayan sido no sólo
empleadas, sino también aprobadas por los Concilios ecuménicos,
de tal suerte que no es lícito apartarse de ellas.
11. Por todas estas razones, pues, es de suma imprudencia el abandonar o
rechazar o privar de su valor tantas y tan importantes nociones y expresiones
que hombres de ingenio y santidad no comunes, bajo la vigilancia del sagrado
Magisterio y con la luz y guía del Espíritu Santo, han concebido,
expresado y perfeccionado -con un trabajo de siglos- para expresar las verdades
de la fe, cada vez con mayor exactitud, y (suma imprudencia es) sustituirlas
con nociones hipotéticas o expresiones fluctuantes y vagas de la nueva
filosofía, que, como las hierbas del campo, hoy existen, y mañana
caerían secas; aún más, ello convertiría el mismo
dogma en una caña agitada por el viento. demás de que el desprecio
de los términos y nociones que suelen emplear los teóricos
escolásticos conducen forzosamente a debilitar la teología
llamada especulativa, la cual, según ellos, carece de verdadera certeza,
en cuanto que se fundan en razones teológicas.
12. Por desgracia, estos amigos de novedades fácilmente pasan del
desprecio de la teología escolática a tener en menos y aun
a despreciar también el mismo Magisterio de la Iglesia, que con su
autoridad tanto peso ha dado a aquella teología. Presentan este Magisterio
como un impedimento del progreso y como un obstáculo d el ciencia;
y hasta hay católicos que lo consideran como un freno injusto, que
impide que algunos teólogos más cultos renueven la teología.
Y aunque este sagrado Magisterio, en las cuestiones de fe y costumbres, debe
ser para todo teólogo la norma próxima y universal de la verdad
(ya que a él ha confiado nuestro Señor Jesucristo la custodia,
la defensa y la interpretación del todo el depósito d el fe
-o sea, las Sagradas Escrituras y la tradición divina), sin embargo
a veces se ignora, como si no existiese, la obligación que tienen
todos los fieles de huir de aquellos errores que más o menos se acercan
a la herejía, y, por lo tanto, de observar también las constituciones
y decretos en que la Santa Sede ha proscrito y prohibido las tales opiniones
falsas[2].
Hay algunos que, de propósito y habitualmente, desconocen todo cuanto
los Romanos Pontífices han expuesto en las Encíclicas sobre
el carácter y la constitución de la Iglesia; y ello, para hacer
prevalecer un concepto vago que ellos profesan y dicen haber sacado de los
antiguos Padres, especialmente de los griegos. Y, pues los Sumos Pontífices,
dicen ellos, no quieren determinar nada en la opiniones disputadas entre
los teólogos, se ha de volver a las fuentes primitivas, y con los
escritos de los antiguos se han de explicar las constituciones y decretos
del Magisterio.
13. Afirmaciones éstas, revestidas tal vez d un estilo elegante, pero
que no carecen de falacia. Pues es verdad que los Romanos Pontífices,
en general, conceden libertad a los teólogos en las cuestione disputadas
-en distintos sentidos- entre los más acreditados doctores; pero la
historia enseña que muchas cuestiones que algún tiempo fueron
objeto de libre discusión no pueden ya ser discutidas.
14. Ni puede afirmarse que las enseñanzas de las encíclicas
no exijan de por sí nuestro asentimiento, pretextando que los Romanos
Pontífices no ejercen en ellas la suprema majestad de su Magisterio.
Pues son enseñanzas del Magisterio ordinario, para las cuales valen
también aquellas palabras: El que a vosotros oye, a Mí me oye[3];
y la mayor parte de las veces, lo que se propone e inculca en las Encíclicas
pertenece ya -por otras razones- al patrimonio de la doctrina católica.
Y si los Sumos Pontífices, en sus constituciones, de propósito
pronuncian una sentencia en materia hasta aquí disputada, es evidente
que, según la intención y voluntad de los mismos Pontífices,
esa cuestión ya no se puede tener como de libre discusión entre
los teólogos.
15. También es verdad que los teólogos deben siempre volver
a las fuentes de la Revelación divina, pues a ellos toca indicar de
qué manera se encuentre explícita o implícitamente[4]
en la Sagrada Escritura y en la divina tradición lo que enseña
el Magisterio vivo. Además, las dos fuentes de la doctrina revelada
contienen tantos y tan sublimes tesoros de verdad, que nunca realmente se
agotan. Por eso, con el estudio de las fuentes sagradas se rejuvenecen continuamente
las sagradas ciencias, mientras que, por lo contrario, una especulación
que deje ya de investigar el depósito de la fe se hace estéril,
como vemos por experiencia. Pero esto no autoriza a hacer de la teología,
aun de la positiva, una ciencia meramente histórica. Porque junto
con esas sagradas fuentes, Dios ha dado a su Iglesia el Magisterio Vivo,
para ilustrar también y declarar lo que en el depósito de la
fe no se contiene sino oscura y como implícitamente. Y el divino Redentor
no ha confiado la interpretación auténtica de este depósito
a cada uno de sus fieles, ni un a los teólogos, sino sólo al
Magisterio de la Iglesia. Y si la Iglesia ejerce este su oficio (como con
frecuencia lo h hecho en el curso de los siglos, con el ejercicio, ya extraordinario,
del mismo oficio), es evidentemente falso el método que trata de explicar
lo claro con lo oscuro; antes bien, es menester que todos sigan el orden
inverso. Por los cual Nuestro Predecesor de i. m., Pío IX, al enseñar
que es deber nobilísimo de la teología el mostrar cómo
una doctrina definida por la Iglesia se contiene en las fuentes, no sin grave
motivo añadió aquellas palabras: con el mismo sentido, con
que ha sido definida por la Iglesia.
16. Volviendo a las nuevas doctrinas de que tratamos antes, algunos proponen
o insinúan en los ánimos muchas opiniones que disminuyen la
autoridad divina de la Sagrada Escritura, pues se atreven a adulterar el
sentido de las palabras con que el Concilio Vaticano define que Dios es el
autor de la Sagrada Escritura y renuevan una teoría, ya muchas veces
condenada, según la cual la inerrancia de la Sagrada Escritura se
extiende sólo a los textos que tratan de Dios mismo, de la religión
o de la moral. Más aún: sin razón hablan de un sentido
humano de la Biblia, bajo el cual se oculta el sentido divino, que es, según
ellos, el sólo infalible. En la interpretación de la Sagrada
Escritura no quieren tener en cuenta la analogía de la fe ni la tradición
de la Iglesia, de manera que la doctrina de los Santos Padres y del sagrado
Magisterio, debe ser medida por la de las Sagradas Escrituras, explicadas
– éstas- por los exégetas de un modo meramente humano, más
bien que exponer las Sagradas Escrituras según la mente de la Iglesia,
que ha sido constituida por Nuestro Señor Jesucristo como guarda e
intérprete de todo el depósito de las verdades reveladas.
17. Además, el sentido literal de la Sagrada Escritura y su exposición,
que tantos y tan eximios exégetas, bajo la vigilancia de la Iglesia,
han elaborado, deben ceder el puesto, según las falsas opiniones de
éstos [los nuevos], a una nueva exégesis que llaman simbólica
o espiritual, con la cual los libros del Antiguo Testamento, que actualmente
en la Iglesia son como una fuente cerrada y oculta, llegarían por
fin a abrirse para todos. De esta manera, afirman, desaparecen todas las
dificultades, que solamente encuentran los que se atienen al sentido literal
de las Sagradas Escrituras.
18. Todos ven cuánto se apartan estas opiniones de los principios
y normas hermenéuticas justamente establecidas por Nuestros Predecesores,
de f. m., León XIII, en la encíclica Providentissimus, y Benedicto
XV, en la encíclica Spiritus Paraclitus, y también por Nos
mismo en la encíclica Divino aflante Spiritu.
19. No hay, pues, que admirarse que estas novedades hayan producido frutos
venenosos ya en casi todos los tratados de teología. Se pone en duda
si la razón humana, sin la ayuda de la divina revelación y
de la divina gracia, puede demostrar la existencia de un Dios personal con
argumentos deducidos de las cosas creadas; se niega que el mundo haya tenido
principio, y se afirma que la creación del mundo es necesaria, pues
procede de la necesaria liberalidad del amor divino; se niega asimismo a
Dios la presencia eterna e infalible de las acciones libres de los hombres:
opiniones todas contrarias del Concilio Vaticano[5].
20. También hay algunos que plantean el problema de si los ángeles
son personas; y si hay diferencia esencial entre la materia y el espíritu.
Otros desvirtúan el concepto del carácter gratuito del orden
sobrenatural, pues defienden que Dios no puede crear seres inteligentes sin
ordenarlos y llevarlos a la visión beatífica. Y, no contentos
con esto, contra las definiciones del Concilio de Trento, destruyen el concepto
del pecado original, junto con el del pecado en general en ofensa de Dios,
así como también el de la satisfacción que Cristo ha
dado por nosotros. Ni faltan quienes sostienen que la doctrina de la transubstanciación,
al estar fundada sobre un concepto ya anticuado de la substancia, debe ser
corregida de manera que la presencia real de Cristo en la Eucaristía
quede reducida a un simbolismo, según el cual las especies consagradas
no son sino señales eficaces de la presencia espiritual de Cristo
y de su íntima unión con en el Cuerpo Místico con los
miembros fieles.
21. Algunos no se consideran obligados por la doctrina -que, fundada en las
fuentes de la revelación, expusimos Nos hace pocos años en
una Encíclica-, según la cual el Cuerpo Místico de Cristo
y la Iglesia Católica Romana son una sola y misma cosa[6]. Otros reducen
a una pura fórmula la necesidad de pertenecer a la verdadera Iglesia
para conseguir la salud eterna. Otros, finalmente, no admiten el carácter
racional de los signos de la credibilidad de la fe cristiana.
22. Es notorio que estos y otros errores semejantes se propagan entre algunos
hijos Nuestros, equivocados por un imprudente celo o por una ciencia falsa;
y con tristeza nos vemos obligados a repetirles -a estos hijos- verdades
conocidísimas y errores manifiestos, señalándoles con
preocupación los peligros del error.
Todos conocen bien cuánto estima la Iglesia el valor de la humana
razón, cuyo oficio es demostrar con certeza la existencia de un solo
Dios personal, comprobar invenciblemente los fundamentos de la misma fe cristiana
por medio de sus notas divinas, establecer claramente la ley impresa por
el Creador en las almas de los hombres y, por fin, alcanzar algún
conocimiento, siquiera limitado, aunque muy fructuoso, de los misterios[7].
II.DOCTRINA DE LA IGLESIA
23. Pero este oficio sólo será cumplido bien y seguramente,
cuando la razón esté convenientemente cultivada, es decir,
si hubiere sido nutrida con aquella sana filosofía, que es como un
patrimonio heredado de las precedentes generaciones cristianas, y que, por
consiguiente, goza de una mayor autoridad, por que el mismo Magisterio de
la Iglesia ha utilizado sus principios y sus principales asertos, manifestados
y precisados lentamente, a través de los tiempos, por hombres de gran
talento, para comprobar la misma divina revelación. Y esta filosofía,
confirmada y comúnmente aceptada por la Iglesia, defiende el verdadero
y genuino valor del conocimiento humano, los inconcusos principios metafísicos
-a saber: los de razón suficiente, causalidad y finalidad- y, finalmente
sostiene que se puede llegar a la verdad cierta e inmutable.
24. En tal filosofía se exponen, es cierto, muchas cosas que ni directa
ni indirectamente se refieren a la fe o las costumbres, y que, por lo mismo,
la Iglesia deja a la libre disputa de los especialistas; pero no existe la
misma libertad en muchas otras materias, principalmente en lo que toca a
los principios y a los principales asertos que poco ha hemos recordado. Aún
en estas cuestiones esenciales se puede vestir a la filosofía con
más aptas y ricas vestiduras, reforzarla con más eficaces expresiones,
despojarla de cierta terminología escolar menos conveniente, y hasta
enriquecerla -pero con cautela- con ciertos elementos dejados a la elaboración
progresiva del pensamiento humano; pero nunca es lícito derribarla
o contaminarla con falsos principios, ni estimarla como un gran monumento,
pero ya anticuado. Pues la verdad y sus expresiones filosóficas no
pueden estar sujetas a cambios continuos, principalmente cuando se trate
de los principios que la mente humana conoce por sí misma o de aquellos
juicios que se apoyan tanto en la sabiduría de los siglos como en
el consentimiento y fundamento aun de la misma revelación divina.
Ninguna verdad, que la mente humana hubiese descubierto mediante una sincera
investigación, puede estar en contradicción con otra verdad
ya alcanzada, porque Dios la suma Verdad, creó y rige la humana inteligencia
no para que cada día oponga nuevas verdades a las ya realmente adquiridas,
sino para que, apartados los errores que tal vez se hayan introducido, vaya
añadiendo verdades a verdades de un modo tan ordenado y orgánico
como el que aparece en la constitución misma de la naturaleza de las
cosas, de donde se extrae la verdad. Por ello, el cristiano, tanto filósofo
como teólogo, no abraza apresurada y ligeramente las novedades que
se ofrecen todos los días, sino que ha de examinarlas con la máxima
diligencia y ha de someterlas a justo examen, no sea que pierda la verdad
ya adquirida o la corrompa, ciertamente con grave peligro y daño aun
para la fe misma.
25. Considerando bien todo lo ya expuesto más arriba, fácilmente
se comprenderá porqué la Iglesia exige que los futuros sacerdotes
sean instruidos en las disciplinas filosóficas según el método,
la doctrina y los principios del Doctor Angélico[8], pues por la experiencia
de muchos siglos sabemos ya bien que el método del Aquinatense se
distingue por una singular excelencia, tanto para formar a los alumnos como
para investigar la verdad, y que, además, su doctrina está
en armonía con la divina revelación y es muy eficaz así
para salvaguardar los fundamentos de la fe como para recoger útil
y seguramente los frutos de un sano progreso[9].
26. Por ello es muy deplorable que hoy en día algunos desprecien una
filosofía que la Iglesia ha aceptado y aprobado, y que imprudentemente
la apelliden anticuada por su forma y racionalística (así dicen)
por el progreso psicológico. Pregonan que esta nuestra filosofía
defiende erróneamente la posibilidad de una metafísica absolutamente
verdadera; mientras ellos sostienen, por lo contrario, que las verdades,
principalmente las trascendentales, sólo pueden convenientemente expresarse
mediante doctrinas dispares que se completen mutuamente, aunque en cierto
modo sean opuestas entre sí. Por ello conceden que la filosofía
enseñada en nuestras escuelas, con su lúcida exposición
y solución de los problemas, con su exacta precisión de conceptos
y con sus claras distinciones, puede ser útil como preparación
al estudio de la teología escolástica, como se adaptó
perfectamente a la mentalidad del medievo; pero -afirman- no es un método
filosófico que responda ya a la cultura y a las necesidades modernas.
Agregan, además, que la filosofía perenne no es sino la filosofía
de las esencias inmutables, mientras que la mente moderna ha de considerar
la existencia de los seres singulares y la vida en su continua evolución.
Y mientras desprecian esta filosofía ensalzan otras, antiguas o modernas,
orientales u occidentales, de tal modo que parecen insinuar que, cualquier
filosofía o doctrina opinable, añadiéndole -si fuere
menester- algunas correcciones o complementos, puede conciliarse con el dogma
católico. Pero ningún católico puede dudar de cuán
falso sea todo eso, principalmente cuando se trata de sistemas como el Inmanentismo,
el Idealismo, el Materialismo, ya sea histórico, ya dialéctico,
o también el Existencialismo, tanto si defiende el ateísmo
como si impugna el valor del raciocinio en el campo de la metafísica.
Por fin, achacan a la filosofía enseñada en nuestras escuelas
el defecto de que, en el proceso del conocimiento, atiende sólo a
la inteligencia, menospreciando el oficio de la voluntad y de los sentimientos.
Lo cual no es verdad. La filosofía cristiana, en efecto, nunca ha
negado la utilidad y la eficiencia de las buenas disposiciones que todo espíritu
tiene para conocer y abrazar los principios religiosos y morales; más
aún: siempre ha enseñado que la falta de tales disposiciones
puede ser la causa de que el entendimiento, bajo el influjo de las pasiones
y de la mala voluntad, de tal manera se obscurezca que no pueda ya llegar
a ver con rectitud. Y el Doctor común cree que el entendimiento puede
en cierto modo percibir los más altos bienes correspondientes al orden
moral, tanto natural como sobrenatural, en cuanto experimenta en lo íntimo
una cierta efectiva connaturalidad con esos mismos bienes, ya sea natural,
ya por medio de la gracia divina[10]; y se comprende bien cómo ese
conocimiento, por poco claro que sea, puede ayudar a la razón en sus
investigaciones. Pero una cosa es reconocer la fuerza de la voluntad y de
los sentimientos para ayudar a la razón a alcanzar un conocimiento
más cierto y más seguro de las cosas morales, y otra lo que
intentan estos innovadores, esto es, atribuir a la voluntad y a los sentimientos
un cierto poder de intuición y afirmar que el hombre, cuando con la
razón no puede ver con claridad lo que debería abrazar como
verdadero, acude a la voluntad, gracias a la cual elige libremente para resolverse
entre las opiniones opuestas, con lo cual de mala manera mezclan el conocimiento
y el acto de la voluntad.
27. No es de maravillar que, con estas nuevas opiniones, estén en
peligro las dos disciplinas filosóficas que por su misma naturaleza
están estrechamente relacionadas con la doctrina católica,
a saber: la teodicea y la ética. Sostienen ellos que el oficio de
éstas no es demostrar con certeza alguna verdad tocante a Dios o a
cualquier otro ser trascendente, sino más bien el mostrar que cuanto
la fe enseña acerca de Dios personal y de sus preceptos, es enteramente
conforme a las necesidades de la vida, y que por lo mismo todos deben abrazarlo
para evitar la desesperación y alcanzar la salvación eterna.
Afirmaciones éstas, claramente opuestas a las enseñanzas de
nuestros Antecesores León XIII y Pío X, e inconciliables con
los decretos del Concilio Vaticano. Inútil sería el deplorar
tales desviaciones de la verdad si, aún en el campo filosófico,
todos mirasen con la debida reverencia al Magisterio de la Iglesia, la cual
por divina institución tiene la misión no sólo de custodiar
e interpretar el depósito de la verdad revelada, sino también
vigilar sobre las mismas disciplinas filosóficas para que los dogmas
no puedan recibir daño alguno de las opiniones no rectas.
III. LAS CIENCIAS
28. Resta ahora el decir algo sobre determinadas cuestiones que, aún
perteneciendo a las ciencias llamadas positivas, se entrelazan, sin embargo,
más o menos con las verdades de la fe cristiana. No pocos ruegan con
insistencia que la fe católica tenga muy en cuenta tales ciencias;
y ello ciertamente es digno de alabanza, siempre que se trata de hechos realmente
demostrados; pero es necesario andar con mucha cautela cuando más
bien se trate sólo de hipótesis, que, aun apoyadas en la ciencia
humana, rozan con la doctrina contenida en la Sagrada Escritura o en la tradición.
Si tales hipótesis se oponen directa o indirectamente a la doctrina
revelada por Dios, entonces sus postulados no pueden admitirse en modo alguno.
29. Por todas estas razones, el Magisterio de la Iglesia no prohíbe
el que -según el estado actual de las ciencias y la teología-
en las investigaciones y disputas, entre los hombres más competentes
de entrambos campos sea objeto de estudio la doctrina del evolucionismo,
en cuanto busca el origen del cuerpo humano en una materia viva preexistente
-pero la fe católica manda defender que las almas son creadas inmediatamente
por Dios-. Mas todo ello ha de hacerse de manera que las razones de una y
otra opinión -es decir la defensora y la contraria al evolucionismo-
sean examinadas y juzgadas seria, moderada y templadamente; y con tal que
todos se muestren dispuestos a someterse al juicio de la Iglesia, a quien
Cristo confirió el encargo de interpretar auténticamente las
Sagradas Escrituras y defender los dogmas de la fe[11]. Pero algunos traspasan
esta libertad de discusión, obrando como si el origen del cuerpo humano
de una materia viva preexistente fuese ya absolutamente cierto y demostrado
por los datos e indicios hasta el presente hallados y por los raciocinios
en ellos fundados; y ello, como si nada hubiere en las fuentes de la revelación,
que exija la máxima moderación y cautela en esta materia.
30. Mas, cuando ya se trata de la otra hipótesis, es a saber, la del
poligenismo, los hijos de la Iglesia no gozan de la misma libertad, porque
los fieles cristianos no pueden abrazar la teoría de que después
de Adán hubo en la tierra verdaderos hombres no procedentes del mismo
protoparente por natural generación, o bien de que Adán significa
el conjunto de muchos primeros padres, pues no se ve claro cómo tal
sentencia pueda compaginarse con cuanto las fuentes de la verdad revelada
y los documentos del Magisterio de la Iglesia enseñan sobre el pecado
original, que procede de un pecado en verdad cometido por un solo Adán
individual y moralmente, y que, transmitido a todos los hombres por la generación,
es inherente a cada uno de ellos como suyo propio[12].
31. Y como en las ciencias biológicas y antropológicas, también
en las históricas algunos traspasan audazmente los límites
y las cautelas que la Iglesia ha establecido. De un modo particular es deplorable
el modo extraordinariamente libre de interpretar los libros del Antiguo Testamento.
Los autores de esa tendencia, para defender su causa, sin razón invocan
la carta que la Comisión Pontificia para los Estudios Bíblicos
envió no hace mucho tiempo al Arzobispo de París[13]. La verdad
es que tal carta advierte claramente cómo los once primeros capítulos
del Génesis, aunque propiamente no concuerdan con el método
histórico usado por los eximios historiadores greco-latinos y modernos,
no obstante pertenecen al género histórico en un sentido verdadero,
que los exégetas han de investigar y precisar; los mismos capítulos
-lo hace notar la misma carta- con estilo sencillo y figurado, acomodado
a la mente de un pueblo poco culto, contienen ya las verdades principales
y fundamentales en que se apoya nuestra propia salvación, ya también
una descripción popular del origen del género humano y del
pueblo escogido.
32. Mas si los antiguo hagiógrafos tomaron algo de las tradiciones
populares -lo cual puede ciertamente concederse-, nunca ha de olvidarse que
ellos obraron así ayudados por la divina inspiración , la cual
los hacía inmunes de todo error al elegir y juzgar aquellos documentos.
Por lo tanto, las narraciones populares incluidas en la Sagrada Escritura,
en modo alguno pueden compararse con las mitologías u otras narraciones
semejantes, las cuales más bien proceden de una encendida imaginación
que de aquel amor a la verdad y a la sencillez que tanto resplandece en los
libros Sagrados, aun en los del Antiguo Testamento, hasta el punto de que
nuestros hagiógrafos deben ser tenidos en este punto como claramente
superiores a los escritores profanos.
33. En verdad sabemos Nos cómo la mayoría de los doctores católicos,
consagrados a trabajar con sumo fruto en las Universidades, en los Seminarios
y en los Colegios religiosos, están muy lejos de esos errores, que
hoy abierta u ocultamente se divulgan o por cierto afán de novedad
o por un inmoderado celo de apostolado. Pero sabemos también que tales
nuevas opiniones hacen su presa entre los incautos, y por lo mismo preferimos
poner remedio en los comienzos, más bien que suministrar una medicina,
cuando la enfermedad esté ya demasiado inveterada. Por lo cual, después
de meditarlo y considerarlo largamente delante del Señor, para no
faltar a Nuestro sagrado deber, mandamos a los Obispos y a los Superiores
generales de las Ordenes y Congregaciones religiosas, onerando gravísimamente
sus consecuencias, que con la mayor diligencia procuren el que ni en las
clases, ni en reuniones o conferencias, ni con escritos de ningún
género se expongan tales opiniones, en modo alguno, ni a los clérigos
ni a los fieles cristianos.
34. Sepan cuantos enseñan en Institutos eclesiásticos que no
pueden en conciencia ejercer el oficio de enseñar que les ha sido
concedido, si no acatan con devoción las normas que hemos dado y si
no las cumplen con toda exactitud en la formación de sus discípulos.
Esta reverencia y obediencia que en su asidua labor deben ellos profesar
al Magisterio de la Iglesia, es la que también han de infundir en
las mentes y en los corazones de sus discípulos.
Esfuércense por todos medios y con entusiasmo para contribuir al progreso
de las ciencias que enseñan; pero eviten también el traspasar
los límites por Nos establecidos para la defensa de la fe y de la
doctrina católica. A las nuevas cuestiones que la moderna cultura
y el progreso del tiempo han hecho de gran actualidad, dediquen los resultados
de sus más cuidadosas investigaciones, pero con la conveniente prudencia
y cautela; finalmente, no crean, cediendo a un falso irenismo, que pueda
lograrse una feliz vuelta-a la Iglesia- de los disidentes y los que están
en el error, si la verdad íntegra que rige en la Iglesia no es enseñada
a todos sinceramente, sin ninguna corrupción y sin disminución
alguna.
Fundados en esta esperanza que vuestra pastoral solicitud aumentará
todavía, como prenda de los dones celestiales y en señal de
Nuestra paternal benevolencia, a todos vosotros, Venerables Hermanos, a vuestro
clero y a vuestro pueblo, impartimos con todo amor la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 12 de agosto de 1950, año duodécimo
de Nuestro Pontificado.
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[1] Conc. Vat. DB 1876, Const. De Fide cath. cap. 2 De revelatione
[2]C.I.C. c. 1324; cf. Conc. Vat. DB 1820, Const. De Fide cath. cap. 4 De
Fide et ratione.
[3] Luc. 10, 16.
[4] Pius IX Inter gravíssimas 28 oct. 1870 Acta 1, 260.
[5] Cf. Conc. Vat. Const. De Fide cath. cap. 1 De Deo rerum omnium creatore.
[6] Cf. enc. Mystici Corporis Christi, A.A.S. 34, 193 ss.
[7] Cf. Conc. Vat. DB 1796.
[8]C.I.C. can. 1366, 2.
[9]A.A.S. 38 (1946) 387.
[10] Cf. S. Th. 2. 2ae., 1, 4 ad 3 et 45, 2 in c.
[11] Cf. Alloc. Pont. ad membra Academiae Scientiarum 30 nov. 1941: A.A.S.
33, 506.
[12] Cf. Rom. 5, 12-19; Conc. Trid. sess. 5, can. 1-4.
[13] 16 ian. 1948: A.A.S. 40, 45-48.