« Incarnationis mysterium »
BULA DE CONVOCACIÓN
DEL GRAN JUBILEO
DEL AÑO 2000
JUAN PABLO OBISPO
SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS
A TODOS LOS FIELES
EN CAMINO HACIA EL TERCER MILENIO
SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA
1. Con la mirada puesta en el misterio de la encarnación del Hijo
de Dios, la Iglesia se prepara para cruzar el umbral del tercer milenio.
Nunca como ahora sentimos el deber de hacer propio el canto de alabanza y
acción de gracias del Apóstol: « Bendito sea el Dios
y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda
clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo; por cuanto nos
ha elegido en Él antes de la fundación del mundo, para ser
santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de
antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según
el beneplácito de su voluntad, [...] dándonos a conocer el
Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en Él
se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer
que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo
que está en la tierra » (Ef 1, 3-5.9-10).
De estas palabras se deduce evidentemente que la historia de la salvación
tiene en Cristo su punto culminante y su significado supremo. En Él
todos hemos recibido « gracia por gracia » (Jn 1, 16), alcanzando
la reconciliación con el Padre (cf. Rm 5, 10; 2 Co 5, 18).
El nacimiento de Jesús en Belén no es un hecho que se pueda
relegar al pasado. En efecto, ante Él se sitúa la historia
humana entera: nuestro hoy y el futuro del mundo son iluminados por su presencia.
Él es « el que vive » (Ap 1, 18), « Aquél
que es, que era y que va a venir » (Ap 1, 4). Ante Él debe doblarse
toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua
debe proclamar que Él es el Señor (cf. Flp 2, 10-11). Al encontrar
a Cristo, todo hombre descubre el misterio de su propia vida.(1)
Jesús es la verdadera novedad que supera todas las expectativas de
la humanidad y así será para siempre, a través de la
sucesión de las diversas épocas históricas. La encarnación
del Hijo de Dios y la salvación que Él ha realizado con su
muerte y resurrección son, pues, el verdadero criterio para juzgar
la realidad temporal y todo proyecto encaminado a hacer la vida del hombre
cada vez más humana.
2. El Gran Jubileo del año 2000 está a las puertas. Desde mi
primera Encíclica, Redemptor hominis, he mirado hacia esta fecha con
la única intención de preparar los corazones de todos a hacerse
dóciles a la acción del Espíritu.(2) Será un
acontecimiento que se celebrará contemporáneamente en Roma
y en todos las Iglesias particulares diseminadas por el mundo, y tendrá,
por decirlo de algún modo, dos centros: por una parte la Ciudad donde
la Providencia quiso poner la sede del Sucesor de Pedro, y por otra, Tierra
Santa, en la que el Hijo de Dios nació como hombre tomando carne de
una Virgen llamada María (cf. Lc 1, 27). Con igual dignidad e importancia
el Jubileo será, pues, celebrado, además de Roma, en la Tierra
llamada justamente « santa » por haber visto nacer y morir a
Jesús. Aquella Tierra, en la que surgió la primera comunidad
cristiana, es el lugar donde Dios se reveló a la humanidad. Es la
Tierra prometida, que ha marcado la historia del pueblo judío y es
venerada también por los seguidores del Islam. Que el Jubileo pueda
favorecer un nuevo paso en el diálogo recíproco hasta que un
día —judíos, cristianos y musulmanes— todos juntos nos demos
en Jerusalén el saludo de la paz.(3)
El tiempo jubilar nos introduce en el recio lenguaje que la pedagogía
divina de la salvación usa para impulsar al hombre a la conversión
y la penitencia, principio y camino de su rehabilitación y condición
para recuperar lo que con sus solas fuerzas no podría alcanzar: la
amistad de Dios, su gracia y la vida sobrenatural, la única en la
que pueden resolverse las aspiraciones más profundas del corazón
humano.
La entrada en el nuevo milenio alienta a la comunidad cristiana a extender
su mirada de fe hacia nuevos horizontes en el anuncio del Reino de Dios.
Es obligado, en esta circunstancia especial, volver con una renovada fidelidad
a las enseñanzas del Concilio Vaticano II, que ha dado nueva luz a
la tarea misionera de la Iglesia ante las exigencias actuales de la evangelización.
En el Concilio la Iglesia ha tomado conciencia más viva de su propio
misterio y de la misión apostólica que le encomendó
el Señor. Esta conciencia compromete a la comunidad de los creyentes
a vivir en el mundo sabiendo que han de ser « fermento y el alma de
la sociedad humana, que debe ser renovada en Cristo y transformada en familia
de Dios ».(4) Para corresponder eficazmente a este compromiso debe
permanecer unida y crecer en su vida de comunión.(5) El inminente
acontecimiento jubilar es un fuerte estímulo en este sentido.
El paso de los creyentes hacia el tercer milenio no se resiente absolutamente
del cansancio que el peso de dos mil años de historia podría
llevar consigo; los cristianos se sienten más bien alentados al ser
conscientes de llevar al mundo la luz verdadera, Cristo Señor. La
Iglesia, al anunciar a Jesús de Nazaret, verdadero Dios y Hombre perfecto,
abre a cada ser humano la perspectiva de ser « divinizado » y,
por tanto, de hacerse así más hombre.(6) Éste es el
único medio por el cual el mundo puede descubrir la alta vocación
a la que está llamado y llevarla a cabo en la salvación realizada
por Dios.
3. En estos años de preparación inmediata al Jubileo las Iglesias
particulares, de acuerdo con lo que escribí en mi Carta Tertio millennio
adveniente,(7) se están disponiendo con la oración, la catequesis
y la dedicación en diversas formas de la pastoral, para esta fecha
que introduce a la Iglesia entera en un nuevo período de gracia y
de misión. La proximidad del acontecimiento jubilar suscita además
un creciente interés por parte de quienes están a la búsqueda
de un signo propicio que los ayude a descubrir los rasgos de la presencia
de Dios en nuestro tiempo.
Los años de preparación al Jubileo han estado dedicados a la
Santísima Trinidad: por Cristo —en el Espíritu Santo— a Dios
Padre. El misterio de la Trinidad es origen del camino de fe y su término
último, cuando al final nuestros ojos contemplarán eternamente
el rostro de Dios. Al celebrar la Encarnación, tenemos la mirada fija
en el misterio de la Trinidad. Jesús de Nazaret, revelador del Padre,
ha llevado a cumplimiento el deseo escondido en el corazón de cada
hombre de conocer a Dios. Lo que la creación conservaba impreso en
sí misma como sello de la mano creadora de Dios y lo que los antiguos
Profetas habían anunciado como promesa, alcanza su manifestación
definitiva en la revelación de Jesucristo.(8)
Jesús revela el rostro de Dios Padre « compasivo y misericordioso
» (St 5, 11), y con el envío del Espíritu Santo manifiesta
el misterio de amor de la Trinidad. Es el Espíritu de Cristo quien
actúa en la Iglesia y en la historia: se debe permanecer a su escucha
para distinguir los signos de los tiempos nuevos y hacer que la espera del
retorno del Señor glorificado sea cada vez más viva en el corazón
de los creyentes. El Año Santo, pues, debe ser un canto de alabanza
único e ininterrumpido a la Trinidad, Dios Altísimo. Nos ayudan
para ello las poéticas palabras del teólogo san Gregorio Nacianceno:
« Gloria a Dios Padre y al Hijo,
Rey del universo.
Gloria al Espíritu,
digno de alabanza y santísimo.
La Trinidad es un solo Dios
que creó y llenó cada cosa:
el cielo de seres celestes
y la tierra de seres terrestres.
Llenó el mar, los ríos y las fuentes
de seres acuáticos,
vivificando cada cosa con su Espíritu,
para que cada criatura honre
a su sabio Creador,
causa única del vivir y del permanecer.
Que lo celebre siempre más que cualquier otra
la criatura racional
como gran Rey y Padre bueno ».(9)
4. Que este himno a la Trinidad por la encarnación del Hijo pueda
ser cantado juntos por quienes, habiendo recibido el mismo Bautismo, comparten
la misma fe en el Señor Jesús. Que el carácter ecuménico
del Jubileo sea un signo concreto del camino que, sobre todo en estos últimos
decenios, están realizando los fieles de las diversas Iglesias y Comunidades
eclesiales. La escucha del Espíritu debe hacernos a todos capaces
de llegar a manifestar visiblemente en la plena comunión la gracia
de la filiación divina inaugurada por el Bautismo: todos hijos de
un solo Padre. El Apóstol no cesa de repetir incluso para nosotros,
hoy, su apremiante exhortación: « Un solo Cuerpo y un solo Espíritu,
como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor,
una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está
sobre todos, por todos y en todos » (Ef 4, 4-6). Según san Ireneo,
nosotros no podemos permitirnos dar al mundo una imagen de tierra árida,
después de recibir la Palabra de Dios como lluvia bajada del cielo;
ni jamás podremos pretender llegar a ser un único pan, si impedimos
que la harina se transforme en un único pan, si impedimos que la harina
sea amalgamada por obra del agua que ha sido derramada sobre nosotros.(10)
Cada año jubilar es como una invitación a una fiesta nupcial.
Acudamos todos, desde las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales diseminadas
por el mundo, a la fiesta que se prepara; llevemos con nosotros lo que ya
nos une y la mirada puesta sólo en Cristo nos permita crecer en la
unidad que es fruto del Espíritu. Como Sucesor de Pedro, el Obispo
de Roma está aquí para hacer más intensa la invitación
a la celebración jubilar, para que la conmemoración bimilenaria
del misterio central de la fe cristiana sea vivida como camino de reconciliación
y como signo de genuina esperanza para quienes miran a Cristo y a su Iglesia,
sacramento « de la unión íntima con Dios y de la unidad
de todo el género humano ».(11)
5. ¡Cuántos acontecimientos históricos evoca la celebración
jubilar! El pensamiento se remonta al año 1300, cuando el Papa Bonifacio
VIII, acogiendo el deseo de todo el pueblo de Roma, inauguró solemnemente
el primer Jubileo de la historia. Recuperando una antigua tradición
que otorgaba « abundantes perdones e indulgencias de los pecados »
a cuantos visitaban en la Ciudad eterna la Basílica de San Pedro,
quiso conceder en aquella ocasión « una indulgencia de todos
los pecados no sólo más abundante, sino más plena ».(12)
A partir de entonces la Iglesia ha celebrado siempre el Jubileo como una
etapa significativa de su camino hacia la plenitud en Cristo.
La historia muestra con cuanto entusiasmo el pueblo de Dios ha vivido siempre
los Años Santos, viendo en ellos una conmemoración en la que
se siente con mayor intensidad la llamada de Jesús a la conversión.
Durante este camino no han faltado abusos e incomprensiones; sin embargo,
los testimonios de fe auténtica y de caridad sincera han sido con
mucho superiores. Lo atestigua de modo ejemplar la figura de san Felipe Neri
que, con ocasión del Jubileo de 1550, inició la « caridad
romana » como signo tangible de acogida a los peregrinos. Se podría
indicar una larga historia de santidad precisamente a partir de la práctica
del Jubileo y de los frutos de conversión que la gracia del perdón
ha producido en tantos creyentes.
6. Durante mi pontificado he tenido el gozo de convocar, en 1983, el Jubileo
extraordinario con ocasión de los 1950 años de la redención
del género humano. Este misterio, realizado mediante la muerte y resurrección
de Jesús, es el culmen de un acontecimiento que tuvo su inicio en
la encarnación del Hijo de Dios. Así pues, este Jubileo puede
considerarse ciertamente « grande », y la Iglesia manifiesta
su gran deseo de acoger entre sus brazos a todos los creyentes para ofrecerles
la alegría de la reconciliación. Desde toda la Iglesia se elevará
un himno de alabanza y agradecimiento al Padre, que en su incomparable amor
nos ha concedido en Cristo ser « conciudadanos de los santos y familiares
de Dios » (Ef 2, 19). Con ocasión de esta gran fiesta, están
cordialmente invitados a compartir también nuestro gozo los seguidores
de otras religiones, así como los que están lejos de la fe
en Dios. Como hermanos de la única familia humana, cruzamos juntos
el umbral de un nuevo milenio que exigirá el empeño y la responsabilidad
de todos.
Para nosotros los creyentes el año jubilar pondrá claramente
de relieve la redención realizada por Cristo mediante su muerte y
resurrección. Nadie, después de esta muerte, puede ser separado
del amor de Dios (cf. Rm 8, 21-39), si no es por su propia culpa. La gracia
de la misericordia sale al encuentro de todos, para que quienes han sido
reconciliados puedan también ser « salvos por su vida »
(Rm 5, 10).
Establezco, pues, que el Gran Jubileo del Año 2000 se inicie la noche
de Navidad de 1999, con la apertura de la puerta santa de la Basílica
de San Pedro en el Vaticano, que precederá de pocas horas a la celebración
inaugural prevista en Jerusalén y en Belén y a la apertura
de la puerta santa en las otras Basílicas patriarcales de Roma. La
apertura de la puerta santa de la Basílica de San Pablo se traslada
al martes 18 de enero siguiente, inicio de la Semana de oración por
la unidad de los cristianos, para subrayar también de este modo el
peculiar carácter ecuménico del Jubileo.
Establezco, además, que la inauguración del Jubileo en las
Iglesias particulares se celebre el día santísimo de la Natividad
del Señor Jesús, con una solemne Liturgia eucarística
presidida por el Obispo diocesano en la catedral, así como en la concatedral.
En la concatedral el Obispo puede confiar la presidencia de la celebración
a un delegado suyo. Ya que el rito de apertura de la puerta santa es propio
de la Basílica Vaticana y de las Basílicas Patriarcales, conviene
que en la inauguración del período jubilar en cada Diócesis
se privilegie la statio en otra iglesia, desde la cual se salga en peregrinación
hacia la catedral; el realce litúrgico del Libro de los Evangelios
y la lectura de algunos párrafos de esta Bula, según las indicaciones
del « Ritual para la celebración del Gran Jubileo en las Iglesias
particulares ».
La Navidad de 1999 debe ser para todos una solemnidad radiante de luz, preludio
de una experiencia particularmente profunda de gracia y misericordia divina,
que se prolongará hasta la clausura del Año jubilar el día
de la Epifanía de Nuestro Señor Jesucristo, el 6 de enero del
año 2001. Cada creyente ha de acoger la invitación de los ángeles
que anuncian incesantemente: « Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra
paz a los hombres que ama el Señor » (Lc 2, 14). De este modo,
el tiempo de Navidad será el corazón palpitante del Año
Santo, que introducirá en la vida de la Iglesia la abundancia de los
dones del Espíritu para una nueva evangelización.
7. A lo largo de la historia la institución del Jubileo se ha enriquecido
con signos que testimonian la fe y favorecen la devoción del pueblo
cristiano. Entre ellos hay que recordar, sobre todo, la peregrinación,
que recuerda la condición del hombre a quien gusta describir la propia
existencia como un camino. Del nacimiento a la muerte, la condición
de cada uno es la de homo viator. Por su parte, la Sagrada Escritura manifiesta
en numerosas ocasiones el valor del ponerse en camino hacia los lugares sagrados.
Era tradición que el israelita fuera en peregrinación a la
ciudad donde se conservaba el arca de la alianza, o también que visitase
el santuario de Betel (cf. Jdt 20, 18) o el de Silo, donde fue escuchada
la oración de Ana, la madre de Samuel (cf. 1 S 1, 3). Sometiéndose
voluntariamente a la Ley, también Jesús, con María y
José, fue peregrinando a la ciudad santa de Jerusalén (cf.
Lc 2, 41). La historia de la Iglesia es el diario viviente de una peregrinación
que nunca acaba. En camino hacia la ciudad de los santos Pedro y Pablo, hacia
Tierra Santa o hacia los antiguos y los nuevos santuarios dedicados a la
Virgen María y a los Santos, numerosos fieles alimentan así
su piedad.
La peregrinación ha sido siempre un momento significativo en la vida
de los creyentes, asumiendo en las diferentes épocas históricas
expresiones culturales diversas. Evoca el camino personal del creyente siguiendo
las huellas del Redentor: es ejercicio de ascesis laboriosa, de arrepentimiento
por las debilidades humanas, de constante vigilancia de la propia fragilidad
y de preparación interior a la conversión del corazón.
Mediante la vela, el ayuno y la oración, el peregrino avanza por el
camino de la perfección cristiana, esforzándose por llegar,
con la ayuda de la gracia de Dios, « al estado de hombre perfecto,
a la madurez de la plenitud de Cristo » (Ef 4, 13).
8. La peregrinación va acompañada del signo de la puerta santa,
abierta por primera vez en la Basílica del Santísimo Salvador
de Letrán durante el Jubileo de 1423. Ella evoca el paso que cada
cristiano está llamado a dar del pecado a la gracia. Jesús
dijo: « Yo soy la puerta » (Jn 10, 7), para indicar que nadie
puede tener acceso al Padre si no a través suyo. Esta afirmación
que Jesús hizo de sí mismo significa que sólo Él
es el Salvador enviado por el Padre. Hay un solo acceso que abre de par en
par la entrada en la vida de comunión con Dios: este acceso es Jesús,
única y absoluta vía de salvación. Sólo a Él
se pueden aplicar plenamente las palabras del Salmista: « Aquí
está la puerta del Señor, por ella entran los justos »
(Sal 118 [117],20).
La indicación de la puerta recuerda la responsabilidad de cada creyente
de cruzar su umbral. Pasar por aquella puerta significa confesar que Cristo
Jesús es el Señor, fortaleciendo la fe en Él para vivir
la vida nueva que nos ha dado. Es una decisión que presupone la libertad
de elegir y, al mismo tiempo, el valor de dejar algo, sabiendo que se alcanza
la vida divina (cf. Mt 13, 44-46). Con este espíritu el Papa será
el primero en atravesar la puerta santa en la noche del 24 al 25 de diciembre
de 1999. Al cruzar su umbral mostrará a la Iglesia y al mundo el Santo
Evangelio, fuente de vida y de esperanza para el próximo tercer milenio.
A través de la puerta santa, simbólicamente más grande
por ser final de un milenio,(13) Cristo nos introducirá más
profundamente en la Iglesia, su Cuerpo y Esposa. Comprendemos así
la riqueza de significado que tiene la llamada del apóstol Pedro cuando
escribe que, unidos a Cristo, también nosotros, como piedras vivas,
entramos « en la construcción de un edificio espiritual, para
un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, agradables a
Dios » (1 P 2, 5).
9. Otro signo característico, muy conocido entre los fieles, es la
indulgencia, que es uno de los elementos constitutivos del Jubileo. En ella
se manifiesta la plenitud de la misericordia del Padre, que sale al encuentro
de todos con su amor, manifestado en primer lugar con el perdón de
las culpas. Ordinariamente Dios Padre concede su perdón mediante el
sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación.(14) En efecto,
el caer de manera consciente y libre en pecado grave separa al creyente de
la vida de la gracia con Dios y, por ello mismo, lo excluye de la santidad
a la que está llamado. La Iglesia, habiendo recibido de Cristo el
poder de perdonar en su nombre (cf. Mt 16, 19; Jn 20, 23), es en el mundo
la presencia viva del amor de Dios que se inclina sobre toda debilidad humana
para acogerla en el abrazo de su misericordia. Precisamente a través
del ministerio de su Iglesia, Dios extiende en el mundo su misericordia mediante
aquel precioso don que, con nombre antiguo, se llama « indulgencia
».
El sacramento de la Penitencia ofrece al pecador la « posibilidad de
convertirse y de recuperar la gracia de la justificación »,(15)
obtenida por el sacrificio de Cristo. Así, es introducido nuevamente
en la vida de Dios y en la plena participación en la vida de la Iglesia.
Al confesar sus propios pecados, el creyente recibe verdaderamente el perdón
y puede acercarse de nuevo a la Eucaristía, como signo de la comunión
recuperada con el Padre y con su Iglesia. Sin embargo, desde la antigüedad
la Iglesia ha estado siempre profundamente convencida de que el perdón,
concedido de forma gratuita por Dios, implica como consecuencia un cambio
real de vida, una progresiva eliminación del mal interior, una renovación
de la propia existencia. El acto sacramental debía estar unido a un
acto existencial, con una purificación real de la culpa, que precisamente
se llama penitencia. El perdón no significa que este proceso existencial
sea superfluo, sino que, más bien, cobra un sentido, es aceptado y
acogido.
En efecto, la reconciliación con Dios no excluye la permanencia de
algunas consecuencias del pecado, de las cuales es necesario purificarse.
Es precisamente en este ámbito donde adquiere relieve la indulgencia,
con la que se expresa el « don total de la misericordia de Dios ».(16)
Con la indulgencia se condona al pecador arrepentido la pena temporal por
los pecados ya perdonados en cuanto a la culpa.
10. El pecado, por su carácter de ofensa a la santidad y a la justicia
de Dios, como también de desprecio a la amistad personal de Dios con
el hombre, tiene una doble consecuencia. En primer lugar, si es grave, comporta
la privación de la comunión con Dios y, por consiguiente, la
exclusión de la participación en la vida eterna. Sin embargo,
Dios, en su misericordia, concede al pecador arrepentido el perdón
del pecado grave y la remisión de la consiguiente « pena eterna
».
En segundo lugar, « todo pecado, incluso venial, entraña apego
desordenado a las criaturas que es necesario purificar, sea aquí abajo,
sea después de la muerte, en el estado que se llama Purgatorio. Esta
purificación libera de lo que se llama la “pena temporal” del pecado
»,(17) con cuya expiación se cancela lo que impide la plena
comunión con Dios y con los hermanos.
Por otra parte, la Revelación enseña que el cristiano no está
solo en su camino de conversión. En Cristo y por medio de Cristo la
vida del cristiano está unida con un vínculo misterioso a la
vida de todos los demás cristianos en la unidad sobrenatural del Cuerpo
místico. De este modo, se establece entre los fieles un maravilloso
intercambio de bienes espirituales, por el cual la santidad de uno beneficia
a los otros mucho más que el daño que su pecado les haya podido
causar. Hay personas que dejan tras de sí como una carga de amor,
de sufrimiento aceptado, de pureza y verdad, que llega y sostiene a los demás.
Es la realidad de la « vicariedad », sobre la cual se fundamenta
todo el misterio de Cristo. Su amor sobreabundante nos salva a todos. Sin
embargo, forma parte de la grandeza del amor de Cristo no dejarnos en la
condición de destinatarios pasivos, sino incluirnos en su acción
salvífica y, en particular, en su pasión. Lo dice el conocido
texto de la carta a los Colosenses: « Completo en mi carne lo que falta
a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia »
(1, 24).
Esta profunda realidad está admirablemente expresada también
en un pasaje del Apocalipsis, en el que se describe la Iglesia como la esposa
vestida con un sencillo traje de lino blanco, de tela resplandeciente. Y
san Juan dice: « El lino son las buenas acciones de los santos »
(19, 8). En efecto, en la vida de los santos se teje la tela resplandeciente,
que es el vestido de la eternidad.
Todo viene de Cristo, pero como nosotros le pertenecemos, también
lo que es nuestro se hace suyo y adquiere una fuerza que sana. Esto es lo
que se quiere decir cuando se habla del « tesoro de la Iglesia »,
que son las obras buenas de los santos. Rezar para obtener la indulgencia
significa entrar en esta comunión espiritual y, por tanto, abrirse
totalmente a los demás. En efecto, incluso en el ámbito espiritual
nadie vive para sí mismo. La saludable preocupación por la
salvación de la propia alma se libera del temor y del egoísmo
sólo cuando se preocupa también por la salvación del
otro. Es la realidad de la comunión de los santos, el misterio de
la « realidad vicaria », de la oración como camino de
unión con Cristo y con sus santos. Él nos toma consigo para
tejer juntos la blanca túnica de la nueva humanidad, la túnica
de tela resplandeciente de la Esposa de Cristo.
Esta doctrina sobre las indulgencias enseña, pues, en primer lugar
« lo malo y amargo que es haber abandonado a Dios (cf. Jr 2, 19). Los
fieles, al ganar las indulgencias, advierten que no pueden expiar con solas
sus fuerzas el mal que al pecar se han infligido a sí mismos y a toda
la comunidad, y por ello son movidos a una humildad saludable ».(18)
Además, la verdad sobre la comunión de los santos, que une
a los creyentes con Cristo y entre sí, nos enseña lo mucho
que cada uno puede ayudar a los demás —vivos o difuntos— para estar
cada vez más íntimamente unidos al Padre celestial.
Apoyándome en estas razones doctrinales e interpretando el maternal
sentir de la Iglesia, dispongo que todos los fieles, convenientemente preparados,
puedan beneficiarse con abundancia, durante todo el Jubileo, del don de la
indulgencia, según las indicaciones que acompañan esta Bula
(ver decreto adjunto).
11. Estos signos ya forman parte de la tradición de la celebración
jubilar. El Pueblo de Dios ha de abrir también su mente para reconocer
otros posibles signos de la misericordia de Dios que actúa en el Jubileo.
En la Carta apostólica Tertio millennio adveniente he indicado algunos
que pueden servir para vivir con mayor intensidad la gracia extraordinaria
del Jubileo.(19) Los recuerdo ahora brevemente.
Ante todo, el signo de la purificación de la memoria, que pide a todos
un acto de valentía y humildad para reconocer las faltas cometidas
por quienes han llevado y llevan el nombre de cristianos.
El Año Santo es por su naturaleza un momento de llamada a la conversión.
Esta es la primera palabra de la predicación de Jesús que,
significativamente, está relacionada con la disponibilidad a creer:
« Convertíos y creed en la Buena Nueva » (Mc 1, 15). Este
imperativo presentado por Cristo es consecuencia de ser conscientes de que
« el tiempo se ha cumplido » (Mc 1, 15). El cumplimiento del
tiempo de Dios se entiende como llamada a la conversión. Ésta
es, por lo demás, fruto de la gracia. Es el Espíritu el que
empuja a cada uno a « entrar en sí mismo » y a sentir
la necesidad de volver a la casa del Padre (cf. Lc 15, 17-20). Así
pues, el examen de conciencia es uno de los momentos más determinantes
de la existencia personal. En efecto, en él todo hombre se pone ante
la verdad de su propia vida, descubriendo así la distancia que separa
sus acciones del ideal que se ha propuesto.
La historia de la Iglesia es una historia de santidad. El Nuevo Testamento
afirma con fuerza esta característica de los bautizados: son «
santos » en la medida en que, separados del mundo que está sujeto
al Maligno, se consagran al culto del único y verdadero Dios. Esta
santidad se manifiesta tanto en la vida de los muchos Santos y Beatos reconocidos
por la Iglesia, como en la de una inmensa multitud de hombres y mujeres no
conocidos, cuyo número es imposible calcular (cf. Ap 7, 9). Su vida
atestigua la verdad del Evangelio y ofrece al mundo el signo visible de la
posibilidad de la perfección. Sin embargo, se ha de reconocer que
en la historia hay también no pocos acontecimientos que son un antitestimonio
en relación con el cristianismo. Por el vínculo que une a unos
y otros en el Cuerpo místico, y aún sin tener responsabilidad
personal ni eludir el juicio de Dios, el único que conoce los corazones,
somos portadores del peso de los errores y de las culpas de quienes nos han
precedido. Además, también nosotros, hijos de la Iglesia, hemos
pecado, impidiendo así que el rostro de la Esposa de Cristo resplandezca
en toda su belleza. Nuestro pecado ha obstaculizado la acción del
Espíritu Santo en el corazón de tantas personas. Nuestra poca
fe ha hecho caer en la indiferencia y alejado a muchos de un encuentro auténtico
con Cristo.
Como Sucesor de Pedro, pido que en este año de misericordia la Iglesia,
persuadida de la santidad que recibe de su Señor, se postre ante Dios
e implore perdón por los pecados pasados y presentes de sus hijos.
Todos han pecado y nadie puede considerarse justo ante Dios (cf. 1 Re 8,
46). Que se repita sin temor: « Hemos pecado » (Jr 3, 25), pero
manteniendo firme la certeza de que « donde abundó el pecado
sobreabundó la gracia » (Rm 5, 20).
El abrazo que el Padre dispensa a quien, habiéndose arrepentido, va
a su encuentro, será la justa recompensa por el humilde reconocimiento
de las culpas propias y ajenas, que se funda en el profundo vínculo
que une entre sí a todos los miembros del Cuerpo místico de
Cristo. Los cristianos están llamados a hacerse cargo, ante Dios y
ante los hombres que han ofendido con su comportamiento, de las faltas cometidas
por ellos. Que lo hagan sin pedir nada a cambio, profundamente convencidos
de que « el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones »
(Rm 5, 5). No dejará de haber personas ecuánimes capaces de
reconocer que en la historia del pasado y del presente se han producido y
se producen frecuentemente casos de marginación, injusticia y persecución
en relación con los hijos de la Iglesia.
Que en este año jubilar nadie quiera excluirse del abrazo del Padre.
Que nadie se comporte como el hermano mayor de la parábola evangélica
que se niega a entrar en casa para hacer fiesta (cf. Lc 25, 25-30). Que la
alegría del perdón sea más grande y profunda que cualquier
resentimiento. Obrando así, la Esposa aparecerá ante los ojos
del mundo con el esplendor de la belleza y santidad que provienen de la gracia
del Señor. Desde hace dos mil años, la Iglesia es la cuna en
la que María coloca a Jesús y lo entrega a la adoración
y contemplación de todos los pueblos. Que por la humildad de la Esposa
brille todavía más la gloria y la fuerza de la Eucaristía,
que ella celebra y conserva en su seno. En el signo del Pan y del Vino consagrados,
Jesucristo resucitado y glorificado, luz de las gentes (cf. Lc 2, 32), manifiesta
la continuidad de su Encarnación. Permanece vivo y verdadero en medio
de nosotros para alimentar a los creyentes con su Cuerpo y con su Sangre.
Que la mirada, pues, esté puesta en el futuro. El Padre misericordioso
no tiene en cuenta los pecados de los que nos hemos arrepentido verdaderamente
(cf. Is 38, 17). Él realiza ahora algo nuevo y, en el amor que perdona,
anticipa los cielos nuevos y la tierra nueva. Que se robustezca, pues, la
fe, se acreciente la esperanza y se haga cada vez más activa la caridad,
para un renovado compromiso de testimonio cristiano en el mundo del próximo
milenio.
12. Un signo de la misericordia de Dios, hoy especialmente necesario, es
el de la caridad, que nos abre los ojos a las necesidades de quienes viven
en la pobreza y la marginación. Es una situación que hoy afecta
a grandes áreas de la sociedad y cubre con su sombra de muerte a pueblos
enteros. El género humano se halla ante formas de esclavitud nuevas
y más sutiles que las conocidas en el pasado y la libertad continúa
siendo para demasiadas personas una palabra vacía de contenido. Muchas
naciones, especialmente las más pobres, se encuentran oprimidas por
una deuda que ha adquirido tales proporciones que hace prácticamente
imposible su pago. Resulta claro, por lo demás, que no se puede alcanzar
un progreso real sin la colaboración efectiva entre los pueblos de
toda lengua, raza, nación y religión. Se han de eliminar los
atropellos que llevan al predominio de unos sobre otros: son un pecado y
una injusticia. Quien se dedica solamente a acumular tesoros en la tierra
(cf. Mt 6, 19), « no se enriquece en orden a Dios » (Lc 12, 21).
Así mismo, se ha de crear una nueva cultura de solidaridad y cooperación
internacionales, en la que todos —especialmente los Países ricos y
el sector privado— asuman su responsabilidad en un modelo de economía
al servicio de cada persona. No se ha de retardar el tiempo en el que el
pobre Lázaro pueda sentarse junto al rico para compartir el mismo
banquete, sin verse obligado a alimentarse de lo que cae de la mesa (cf.
Lc 16, 19-31). La extrema pobreza es fuente de violencias, rencores y escándalos.
Poner remedio a la misma es una obra de justicia y, por tanto, de paz.
El Jubileo es una nueva llamada a la conversión del corazón
mediante un cambio de vida. Recuerda a todos que no se debe dar un valor
absoluto ni a los bienes de la tierra, porque no son Dios, ni al dominio
o la pretensión de dominio por parte del hombre, porque la tierra
pertenece a Dios y sólo a Él: « La tierra es mía,
ya que vosotros sois para mí como forasteros y huéspedes »
(Lv 25, 23). ¡Que este año de gracia toque el corazón
de cuantos tienen en sus manos los destinos de los pueblos!
13. Un signo perenne, pero hoy particularmente significativo, de la verdad
del amor cristiano es la memoria de los mártires. Que no se olvide
su testimonio. Ellos son los que han anunciado el Evangelio dando su vida
por amor. El mártir, sobre todo en nuestros días, es signo
de ese amor más grande que compendia cualquier otro valor. Su existencia
refleja la suprema palabra pronunciada por Jesús en la cruz: «
Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen » (Lc 23, 34).
El creyente que haya tomado seriamente en consideración la vocación
cristiana, en la cual el martirio es una posibilidad anunciada ya por la
Revelación, no puede excluir esta perspectiva en su propio horizonte
existencial. Los dos mil años transcurridos desde el nacimiento de
Cristo se caracterizan por el constante testimonio de los mártires.
Además, este siglo que llega a su ocaso ha tenido un gran número
de mártires, sobre todo a causa del nazismo, del comunismo y de las
luchas raciales o tribales. Personas de todas las clases sociales han sufrido
por su fe, pagando con la sangre su adhesión a Cristo y a la Iglesia,
o soportando con valentía largos años de prisión y de
privaciones de todo tipo por no ceder a una ideología transformada
en un régimen dictatorial despiadado. Desde el punto de vista psicológico,
el martirio es la demostración más elocuente de la verdad de
la fe, que sabe dar un rostro humano incluso a la muerte más violenta
y que manifiesta su belleza incluso en medio de las persecuciones más
atroces.
Inundados por la gracia del próximo año jubilar, podremos elevar
con más fuerza el himno de acción de gracias al Padre y cantar:
Te martyrum candidatus laudat exercitus. Ciertamente, éste es el ejército
de los que « han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la
sangre del Cordero » (Ap 7, 14). Por eso la Iglesia, en todas las partes
de la tierra, debe permanecer firme en su testimonio y defender celosamente
su memoria. Que el Pueblo de Dios, fortalecido en su fe por el ejemplo de
estos auténticos paladines de todas las edades, lenguas y naciones,
cruce con confianza el umbral del tercer milenio. Que la admiración
por su martirio esté acompañada, en el corazón de los
fieles, por el deseo de seguir su ejemplo, con la gracia de Dios, si así
lo exigieran las circunstancias.
14. La alegría jubilar no sería completa si la mirada no se
dirigiese a aquélla que, obedeciendo totalmente al Padre, engendró
para nosotros en la carne al Hijo de Dios. En Belén a María
« se le cumplieron los días del alumbramiento » (Lc 2,
6), y llena del Espíritu Santo dio a luz al Primogénito de
la nueva creación. Llamada a ser la Madre de Dios, María vivió
plenamente su maternidad desde el día de la concepción virginal,
culminándola en el Calvario a los pies de la Cruz. Allí, por
un don admirable de Cristo, se convirtió también en Madre de
la Iglesia, indicando a todos el camino que conduce al Hijo.
Mujer del silencio y de la escucha, dócil en las manos del Padre,
la Virgen María es invocada por todas las generaciones como «
dichosa », porque supo reconocer las maravillas que el Espíritu
Santo realizó en ella. Nunca se cansarán los pueblos de invocar
a la Madre de la misericordia, bajo cuya protección encontrarán
siempre refugio. Que ella, que con su hijo Jesús y su esposo José
peregrinó hacia el templo santo de Dios, proteja el camino de todos
los peregrinos en este año jubilar. Que interceda con especial intensidad
en favor del pueblo cristiano durante los próximos meses, para que
obtenga la abundancia de gracia y misericordia, a la vez que se alegra por
los dos mil años transcurridos desde el nacimiento de su Salvador.
Que la Iglesia alabe a Dios Padre en el Espíritu Santo por el don
de la salvación en Cristo Señor, ahora y por siempre.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 29 de noviembre, I domingo de Adviento,
del año del Señor de 1998, vigésimo primero de mi Pontificado.
Joannes Paulus II
DISPOSICIONES PARA OBTENER
LA INDULGENCIA JUBILAR
Con el presente decreto, que da cumplimiento a la voluntad del Santo Padre
expresada en la Bula para la convocación del Gran Jubileo del año
2000, la Penitenciaría Apostólica, en virtud de las facultades
concedidas por el mismo Sumo Pontífice, determina la disciplina que
se ha de observar para la obtención de la indulgencia jubilar.
Todos los fieles debidamente preparados pueden beneficiarse copiosamente
del don de la indulgencia durante todo el Jubileo, según las disposiciones
especificadas a continuación.
Teniendo presente que las indulgencias ya concedidas, sea de manera general
sea por un rescripto especial, permanecen en vigor durante el Gran Jubileo,
se recuerda que la indulgencia jubilar puede ser aplicada como sufragio por
las almas de los difuntos. Con esta práctica se hace un acto de caridad
sobrenatural, por el vínculo mediante el cual, en el Cuerpo místico
de Cristo, los fieles todavía peregrinos en este mundo están
unidos a los que ya han terminado su existencia terrena. Durante el año
jubilar queda también en vigor la norma según la cual la indulgencia
plenaria puede obtenerse solamente una vez al día.(20)
Culmen del Jubileo es el encuentro con Dios Padre por medio de Cristo Salvador,
presente en su Iglesia, especialmente en sus Sacramentos. Por esto, todo
el camino jubilar, preparado por la peregrinación, tiene como punto
de partida y de llegada la celebración del sacramento de la Penitencia
y de la Eucaristía, misterio pascual de Cristo, nuestra paz y nuestra
reconciliación: éste es el encuentro transformador que abre
al don de la indulgencia para uno mismo y para los demás.
Después de haber celebrado dignamente la confesión sacramental,
que de manera ordinaria, según el can. 960 del CIC y el can. 720,
§ 1 del CCEO, debe ser en su forma individual e íntegra, el fiel,
una vez cumplidos los requisitos exigidos, puede recibir o aplicar, durante
un prudente período de tiempo, el don de la indulgencia plenaria,
incluso cotidianamente, sin tener que repetir la confesión. Conviene,
no obstante, que los fieles reciban frecuentemente la gracia del sacramento
de la Penitencia, para ahondar en la conversión y en la pureza de
corazón.(21) La participación en la Eucaristía —necesaria
para cada indulgencia— es conveniente que tenga lugar el mismo día
en que se realizan las obras prescritas.(22)
Estos dos momentos culminantes han de estar acompañados, ante todo,
por el testimonio de comunión con la Iglesia, manifestada con la oración
por las intenciones del Romano Pontífice, así como por las
obras de caridad y de penitencia, según las indicaciones dadas más
abajo. Estas obras quieren expresar la verdadera conversión del corazón
a la que conduce la comunión con Cristo en los Sacramentos. En efecto,
Cristo es la indulgencia y la « propiciación por nuestros pecados
» (1 Jn 2, 2). El, infundiendo en el corazón de los fieles el
Espíritu Santo, que es « el perdón de todos los pecados
»,(23) impulsa a cada uno a un filial y confiado encuentro con el Padre
de la misericordia. De este encuentro surgen los compromisos de conversión
y de renovación, de comunión eclesial y de caridad para con
los hermanos.
Para el próximo Jubileo se confirma también la norma según
la cual los confesores pueden conmutar, en favor de quienes estén
legítimamente impedidos, tanto la obra prescrita como las condiciones
requeridas.(24) Los religiosos y religiosas de clausura, los enfermos y todos
aquellos que no puedan salir de su vivienda, podrán realizar, en vez
de la visita a una determinada iglesia, una visita a la capilla de la propia
casa; si ni siquiera esto les fuera posible, podrán obtener la indulgencia
uniéndose espiritualmente a cuantos cumplen en el modo ordinario la
obra prescrita, ofreciendo a Dios sus oraciones, sufrimientos y molestias.
Respecto a los requisitos necesarios, los fieles podrán obtener la
indulgencia jubilar:
1) En Roma, haciendo una peregrinación a una de las Basílicas
patriarcales, a saber: la Basílica de San Pedro en el Vaticano, la
Archibasílica del Santísimo Salvador de Letrán, la Basílica
de Santa María la Mayor o la de San Pablo Extramuros en la vía
Ostiense, y participando allí con devoción en la Santa Misa
o en otra celebración litúrgica como Laudes o Vísperas,
o en un ejercicio de piedad (por ejemplo, el Vía Crucis, el Rosario
mariano, el rezo del himno Akáthistos en honor de la Madre de Dios);
también visitando, en grupo o individualmente, una de las cuatro Basílicas
patriarcales y permaneciendo allí un cierto tiempo en adoración
eucarística o en meditación espiritual, concluyendo con el
« Padre nuestro », con la profesión de fe en cualquiera
de sus formas legítimas y con la invocación a la Santísima
Virgen María. En esta ocasión especial del Gran Jubileo, se
añaden a las cuatro Basílicas patriarcales los siguientes lugares
y con las mismas condiciones: la Basílica de la Santa Cruz de Jerusalén,
la Basílica de San Lorenzo junto al cementerio Verano, el Santuario
de la Virgen del Divino Amor y las Catacumbas cristianas.(25)
2) En Tierra Santa, observando las mismas condiciones y visitando la Basílica
del Santo Sepulcro en Jerusalén, la Basílica de la Natividad
en Belén o la Basílica de la Anunciación en Nazaret.
3) En las demás circunscripciones eclesiásticas, haciendo una
peregrinación a la iglesia Catedral o a otras iglesias o lugares designados
por el Ordinario y asistiendo allí con devoción a una celebración
litúrgica o a otro tipo de ejercicio, como los indicados anteriormente
para la ciudad de Roma; también visitando, en grupo o individualmente,
la iglesia Catedral o un Santuario designado por el Ordinario, permaneciendo
allí un cierto tiempo en meditación espiritual, concluyendo
con el « Padre nuestro », con la profesión de fe en cualquiera
de sus formas legítimas y con la invocación a la Santísima
Virgen María.
4) En cada lugar, yendo a visitar por un tiempo conveniente a los hermanos
necesitados o con dificultades (enfermos, encarcelados, ancianos solos, minusválidos,
etc.), como haciendo una peregrinación hacia Cristo presente en ellos
(cf. Mt 25, 34-36) y cumpliendo los requisitos espirituales acostumbrados,
sacramentales y de oración. Los fieles querrán ciertamente
repetir estas visitas durante el Año Santo, pudiendo obtener en cada
una ellas la indulgencia plenaria, obviamente una sola vez al día.
La indulgencia plenaria jubilar podrá obtenerse también mediante
iniciativas que favorezcan de modo concreto y generoso el espíritu
penitencial, que es como el alma del Jubileo. A saber: absteniéndose
al menos durante un día de cosas superfluas (por ejemplo, el tabaco,
las bebida alcohólicas, ayunando o practicando la abstinencia según
las normas generales de la Iglesia y las de los Episcopados) y dando una
suma proporcionada de dinero a los pobres; sosteniendo con una significativa
aportación obras de carácter religioso o social (especialmente
en favor de la infancia abandonada, de la juventud con dificultades, de los
ancianos necesitados, de los extranjeros en los diversos Países donde
buscan mejores condiciones de vida); dedicando una parte conveniente del
propio tiempo libre a actividades de interés para la comunidad u otras
formas parecidas de sacrificio personal.
Roma, en la Penitenciaría Apostólica, 29 de noviembre de 1998,
I domingo de Adviento.
William Wakefield Card. Baum
Penitenciario Mayor
Luigi de Magistris
Regente
(1) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 22.
(2) Cf. n. 1: AAS 71 (1979), 258.
(3) Cf. Juan Pablo II, Cart. ap. Redemptionis anno (20 de abril de 1984):
AAS 76 (1984), 627.
(4) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en
el mundo actual, 40.
(5) Cf. Juan Pablo II, Cart. ap. Tertio millennio adveniente, (10 de noviembre
de 1994), 36: AAS 87 (1995), 28.
(6) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 41.
(7) Cf. nn. 39-54: AAS 87 (1995), 31-37.
(8) Cf. Conc. Ecum. Vat. II Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación,
2.4.
(9) Poemas dogmáticos, XXXI, Hymnus alias: PG 37, 510-511.
(10) Cf. Adversus Haereses, III, 17, PG 7, 930.
(11) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.
(12) Bula Antiquorum habet (22 de febrero de 1300): Bullarium Romanum III/2,
p. 94.
(13) Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 de noviembre
de 1994), 33: AAS 87 (1995), 25.
(14) Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Reconciliatio et Paenitentia
(2 de diciembre de 1984), 28-34: AAS 77 (1985), 250-273.
(15) Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1446.
(16) Bula Aperite portas Redemptori (6 de enero de 1983), 8: AAS 75 (1983),
98.
(17) Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1472.
(18) Pablo VI, Const. ap. Indulgentiarum doctrina (1 de enero de 1967), 9:
AAS 59 (1967), 18.
(19) Cf. nn. 33.37.51: AAS (1995), 25-26; 29-30; 36.
(20) Cf. Enchiridion indulgentiarum, LEV 1986, norm. 21, § 1.
(21) Cf. ibid., norm. 23, §§ 1-2.
(22) Cf. ibid., norm. 23, § 3.
(23) « Quia ipse remissio omnium peccatorum »: Missale Romanum,
Super oblata, Sabbato post Dominicam VII Paschae.
(24) Cf. Ench. indulg., norm. 27.
(25) Cf. Ench. indulg., conces. 14.