Encíclica de LEÓN XIII
Sobre los problemas que atañen a la Iglesia y a la
fe
21 de abril de 1878
Venerables Hermanos, salud y bendición apostólica
1. Introducción
Elevados, aunque sin merecerlo, por inescrutables
designios de Dios, a la cumbre de la dignidad Apostólica, al momento
sentimos vehemente deseo y necesidad de dirigiros Nuestras palabras, no sólo
para manifestaros los sentimientos de nuestro amor íntimo, sino para
alentaros también a vosotros, que sois los llamados a compartir con
Nos Nuestra solicitud, a sostener juntamente con Nosotros la lucha de Nuestros
tiempos en defensa de la Iglesia de Dios y la salvación de las almas,
cumpliendo en esto el encargo que Dios nos ha confiado.
Pues, desde los primero días de Nuestro
Pontificado se Nos presenta a la vista el triste espectáculo de los
males que por todas partes afligen al género humano: esta tan generalmente
difundida subversión de las supremas verdades, en las cuales, como
en sus fundamentos, se sostiene el orden social; esta arrogancia de los ingenios,
que rechaza toda potestad legítima; esta perpetua causa de discordias
de donde nacen intestinos conflictos y guerras crueles y sangrientas; el desprecio
de las leyes que rigen las costumbres y defienden la justicia; la insaciable
codicia de bienes caducos y el olvido de los eternos, llevada hasta el loco
furor con el que se ve a cada paso a tantos infelices que no temen quitarse
la vida; la poca meditada administración, la prodigalidad, la malversación
del los fondos públicos, así como la imprudencia de aquellos
que, cuanto más se equivocan tanto más trabajan por aparecer
defensores de la patria, de la libertad y de todo derecho; esa especie, en
fin, de peste mortífera, que llega hasta lo íntimo de los miembros
de la sociedad humana, y que no la deja descansar, anunciándole a
su vez nuevos acontecimientos y calamitosos sucesos.
2. La autoridad de la Iglesia despreciada
Nos, empero, estamos persuadidos de que estos
males tienen su causa principal en el desprecio y olvido de aquélla
santa y augustísima autoridad de la Iglesia, que preside al género
humano en nombre de Dios, y que es la garantía y apoyo de toda autoridad
legítima.
Esto lo han comprendido perfectamente los enemigos
del orden público, y por eso han pensado que nada era más propicio
para minar los fundamentos sociales, que el dirigir tenazmente sus agresiones
contra la Iglesia de Dios; hacerla odiosa y aborrecible por medio de vergonzosas
calumnias, representándola como enemiga de la civilización;
debilitar su fuerza y su autoridad con heridas siempre nuevas, destruir el
supremo poder del Pontífice Romano, que es en la tierra el guardián
y defensor de las normas inmutables de lo bueno y de lo justo. De ahí
es, ciertamente, de donde han salido esas leyes que quebrantan la divina constitución
de la Iglesia católica, cuya promulgación tenemos que deplorar
en la mayor parte de los países; de ahí, el desprecio del poder
episcopal; las trabas puestas al ejercicio del ministerio eclesiástico,
la dispersión de las Órdenes religiosas y la venta en subasta
de los bienes que servían para mantener a los ministros de la Iglesia
y a los pobres; de ahí también, el que las instituciones públicas,
consagradas a la caridad y a la beneficencia, se hayan sustraído a
la saludable dirección de la Iglesia; de ahí, en fin, esa libertad
desenfrenada de enseñar y publicar todo lo malo, cuando por el contrario
se viola y oprime de todas maneas el derecho de la Iglesia de instruir y
educar la juventud. Ni tiene otra mira la ocupación del Principado
civil, que la Divina Providencia ha concedido hace largos siglos al Pontífice
Romano, para que él pueda usar libremente y sin trabas, para la eterna
salvación de los pueblos, de la potestad que le confirió Jesucristo.
No hemos hecho mención de todos estos
quebrantos, Venerables Hermanos, no para aumentar la tristeza que esta desgraciadísima
situación infunde en vuestros ánimos, sino porque comprendemos
que por ella habéis de conocer perfectamente la gravedad que han alcanzado
las cosas que deben ser objeto de Nuestro ministerio y de Nuestro celo, y
con cuanto empeño debemos dedicarnos a defender y amparar con todas
Nuestras fuerzas a la Iglesia de Cristo y a la dignidad de esta Sede Apostólica
atacada especialmente en los actuales y calamitosos tiempos con tantas calumnias.
3. La Iglesia y los principios eternos de verdad y de justicia
Es bien claro y manifiesto, Venerables Hermanos,
que la causa de la civilización carece de fundamentos sólidos,
si no se apoya sobre los principios eternos de la verdad y sobre las leyes
inmutables del Derecho y de la justicia y si un amor sincero no une estrechamente
las voluntades de los hombres, y no arregla suavemente el orden y la naturaleza
de sus deberes recíprocos. ¿Quién es empero, el que se
atreve ya a negar que es la Iglesia la que habiendo difundido el Evangelio
entre las naciones, ha hecho brillar la luz de la verdad en medio de los pueblos
salvajes, imbuidos de supersticiones vergonzosas, y la que les ha conducido
al conociemiento del Divino Autor de todas las cosas y a reflexionar sobre
sí mismos; la que habiendo hecho desaparecer la calamidad de la esclavitud,
ha vuelto a los hombres a la originaria dignidad de su nobilísima naturaleza;
la que, habiendo desplegado en todas partes el estandarte de la Redención,
después de haber introducido y protegido las ciencias y las artes,
y fundado, poniéndolos bajo su amparo, institutos de caridad destinados
al alivio de todas las miserias, se ha cuidado de la cultura del género
humano en la sociedad y en la familia, las ha sacado de su miseria, y las
ha formado con esmero para un género de vida conforme a las dignidad
y a los destinos de su naturaleza? Y si alguno de recta intención,
compara esta misma época en que vivimos, tan hostil a la Religión
y a la Iglesia de Jesucristo, con aquellos afortunadísimos tiempos
en los que la Iglesia era respetada como madre, se quedará convencido
de que esta época, llena de perturbación y ruinas, corre en
derechura al precipicio; y que al contrario, los tiempos en que más
han florecido las mejores instituciones, la tranquilidad y la riqueza y prosperidad
públicas, han sido aquellos más sumisos al gobierno de la Iglesia,
y en el que mejor se han observado sus leyes. Y si es una verdad que los
muchísimos beneficios que Nos acabamos de recordar, y que proceden
del ministerio y benéfico influjo de la Iglesia, son obras gloriosas
de verdadera civilización, lo es a su vez que ten lejos está
la Iglesia de aborrecerla y rechazarla, que más bien cree se le debe
alabanza por haber hecho con ella los oficios de maestra, nodriza y madre.
4. El verdadero progreso aproxima la humanidad a Dios
Antes bien, esa civilización que choca
de frente con las santas doctrinas y las leyes de la Iglesia, no es sino una
falsa civilización, y debe considerársela como un nombre vano
y vacío. Y prueba de esto bien manifiesta son los pueblos que no han
visto brillar la luz del Evangelio; y en los que se han podido notar a veces
falsas apariencias de civilización; mas ninguno de sus sólidos
y verdaderos bienes ha podido arraigarse ni florecer en ellos. En manera alguna,
pues, puede considerarse como un progreso de la vida civil, aquel que desprecia
osadamente todo poder legítimo; ni puede llamarse libertad, la que
torpe y miserablemente cunde por la propaganda desenfrenada de los errores,
por el libre goce de perversas concupiscencias, la impunidad de crímenes
y maldades, y la opresión de los buenos ciudadanos, cualquiera que
sea la clase a la que pertenecen. Siendo como son estos principios, falsos,
erróneos y perniciosos, seguramente no tienen la virtud de perfeccionar
la naturaleza humana y engrandecerla, porque el pecado hace a los hombres
desgraciados[i]; sino que es consecuencia absolutamente lógica, que,
corrompidas las inteligencias y los corazones, por su propio peso precipiten
a los pueblos en un piélago de desgracias, debiliten el buen orden
de cosas, y de esa manera hagan venir tarde o temprano la pérdida de
la tranquilidad pública y la ruina del Estado.
5. El Pontificado y la sociedad civil
¿Y qué puede haber más
inicuo, si se contemplan las obras del Pontificado Romano, que el negar cuánto
y cuán bien han merecido los Papas de toda la sociedad civil? Ciertamente,
Nuestros predecesores procurando el bien de los pueblos, nunca titubearon
en emprender luchas de toda clase, sobrellevar grandes trabajos, y, puestos
los ojos en el cielo, no inclinaron jamás la frente ante las amenazas
de los impíos, ni consintieron en faltar con vil condescendencia bajamente
a su misión movidos por adulaciones o promesas. Esta Sede Apostólica
fue la que recogió y unió los restos de la antigua desmoronada
sociedad. Ella fue la antorcha amiga, que hizo resplandecer la civilización
de los tiempos cristianos; ella fue el áncora de salvación en
las rudísimas tempestades que azotaron el humano linaje; ella, el
vínculo sagrado de concordia, que unió unas con otras a las
naciones lejanas entre sí y de tan diversas costumbres; ella, el centro
común, finalmente, de donde partía así la doctrina de
la Religión y de la fe como los auspicios y consejos en los negocios
y la paz. ¿Para qué más? ¡Grande gloria es para
los Pontífices Máximos la de haberse puesto constantemente,
como baluarte inquebrantable, para que la sociedad no volviera a caer en
la antigua superstición y barbarie!
¡Ojalá que esta saludable autoridad
nunca hubiera sido olvidada y rechazada! De seguro que ni el Principado civil
hubiera perdido aquel esplendor augusto y sagrado que la Religión le
había impreso, único que hace digna y noble la sumisión,
ni hubieran estallado tantas sediciones y guerras, que enlutaron de estragos
y calamidades la tierra, ni los reinos, en otro tiempo florecientes, hubieran
caído al abismo desde lo alto de su grandeza arrastrados por el peso
de toda clase de desventuras. De esto son ejemplo también los pueblos
de Oriente; que rompiendo los suavísimos vínculos que les unían
a esta Sede Apostólica, vieron eclipsarse el esplendor de su antiguo
rango, y perdieron, a la vez, la gloria de las ciencias y de las artes y la
dignidad de su imperio.
6. Italia y el Romano Pontífice
Los insignes beneficios que se derivaron de
la Sede Apostólica a todos los puntos del globo, los ponen de manifiesto
los ilustres monumentos de todas las edades; pero se dejaron sentir especialmente
en la región italiana, la cual cuanto más cercana a dicha Sede
Apostólica estaba, tanto más abundantes frutos recogió
de ella. Italia debe reconocerse, en gran parte, deudora a los Romanos Pontífices
de su verdadera gloria y grandeza, con que se elevó sobre las demás
naciones. Su autoridad y paternal benevolencia le han protegido no sólo
una vez contra los ataques de sus enemigos, y le han prestado la ayuda y socorro
necesarios para que la fe católica fuese siempre conservada en toda
su integridad en los corazones de los italianos.
Apelamos especialmente, para no ocuparnos de
otros, a los tiempos de San León Magno, de Alejandro II, de Inocencio
III, de San Pío V, de León X y de otros Pontífices, con
cuyo auxilio y protección Italia se libró del horrible exterminio
con que la amenazaban los bárbaros, conservó incorrupta su
antigua fe, entre las tinieblas y miserias de un siglo menos culto, nutrió
y mantuvo viva la luz de las ciencias y el esplendor de las artes. Apelamos
a esta, Nuestra augusta ciudad, Sede del Pontificado, la cual sacó
de ellos el mayor fruto y la singularísima ventaja de llegar a ver,
no sólo el inexpugnable alcázar de la fe, sino también
el asilo de las bellas artes, morada de la sabiduría, admiración
y envidia del mundo. Por el esplendor de tales hechos, que la historia nos
ha trasmitido en imperecederos monumentos, fácil es reconocer que sólo
por voluntad hostil y por indigna calumnia, a fin de engañar a las
muchedumbres, se ha podido insinuar, de viva voz y por escrito, que la Sede
Apostólica sea obstáculo a la civilización de los pueblos
ya a la felicidad de Italia.
7. La soberanía del romano Pontífice
Si todas las esperanzas, pues, de Italia y
del mundo universo descansan en esa influencia saludabilísima
para el bien y utilidad común de la que goza la Autoridad de la Sede
Apostólica, y en los lazos muy íntimos que todos los fieles
mantienen con el Romano Pontífice, razón demás hay para
que Nos ocupemos con el más solícito cuidado en conservar incólume
e intacata la dignidad de la Cátedra Romana, y en asegurar más
y más la unión de los miembros con la Cabeza, de los hijos
con el Padre.
Por lo tanto, para amparar ante todo y del
mejor modo que podamos los derechos de la libertad de esta Santa Sede, no
dejaremos nunca de esforzarnos para que Nuestra autoridad sea respetada;
para que se remuevan los obstáculos que impiden la plena libertad
de Nuestro ministerio y de Nuestra potestad; y que se Nos restituya a aquel
estado de cosas en que la Sabiduría divina desde tiempos antiguos,
había colocado a los Pontífices de Roma. No Nos mueve a pedir
este restablecimiento, Venerables Hermanos, un vano deseo de dominio y de
ambición; sino que así lo exigen Nuestros deberes y los solemnes
juramentos que Nos atan; y además, porque no sólo es necesario
este principado para tutelar y conservar la plena libertad del poder espiritual,
sino también porque es evidentísimo que, cuando se trata del
Principado temporal de la Sede Apostólica, se trata a la vez la causa
del bien y de la salvación de la familia humana.
De aquí que nos, en cumplimiento de
Nuestro encargo, por el que venimos obligados a defender los derechos de
la Iglesia, de ninguna manera podemos pasar en silencio las declaraciones
y protestas que Nuestro Predecesor Pío IX, de feliz memoria, hizo
repetidamente, ya contra la ocupación del principado civil, ya contra
la violación de los derechos de la Iglesia Romana, las mismas que
Nos por estas Nuestras letras completamente renovamos y confirmamos.
8. Acercamiento a la Iglesia fuente de autoridad y salvación
Y al mismo tiempo dirigimos Nuestra voz a los
Príncipes y supremos Gobernantes de los pueblos, y una y otra vez les
rogamos, en el nombre augusto del Dios Altísimo, que no repudien
el apoyo, que en estos peligrosos tiempos les ofrece la Iglesia; que se agrupen
en común esfuerzo, en torno a esta fuente de autoridad y salud; que
estrechen cada vez más con ella íntimas relaciones de amor
y observancia. Haga Dios que ellos, convencidos de estas verdades, y reflexionando
sobre la doctrina de Cristo, al decir de San Agustín, si se observa,
es la gran salvación del Estado[ii] y que en la conservación
y respeto de la Iglesia están basadas la salud y prosperidad públicas,
dirijan todos sus cuidados y pensamientos a aliviar los males con que se ven
afligidas la Iglesia y su Cabeza visible; y el resultado sea tal, que los
pueblos que ellos gobiernan, conducidos por el camino de la justicia y de
la paz, vengan a disfrutar en adelante una nueva era de prosperidad y gloria.
Y a fin de que sea cada vez más firme
la unión de toda la grey católica con el Supremo Pastor, Nos
dirigimos ahora a vosotros, con afecto muy especial, Venerables Hermanos,
y encarecidamente os exhortamos, a que, con todo el fervor de vuestro celo
sacerdotal y pastoral solicitud, procuréis inflamar en los fieles que
os están confiados el amor a la Religión, que les mueva a unirse
más fuertemente a esta Cátedra de verdad y de justicia, a recibir
de ella con sincera docilidad de inteligencia y de voluntad todas las doctrinas,
y a rechazar en absoluto aquellas opiniones, por generalizadas que estén,
que conozcan ser contrarias a las enseñanzas de la Iglesia.
9. La doctrina conforme a la fe católica
A este propósito los Romanos Pontífices,
Nuestros Predecesores, y últimamente Pío IX, principalmente
en el Concilio Ecuménico ´Vaticano, teniendo en vista las palabras
de San Pablo: Estad sobre aviso, que ninguno os engañe con filosofías
y vanos sofismas, según la tradición de los hombres, según
los elementos del mundo, y no según Cristo[iii], no dejaron de reprobar,
cuando fue necesario, los errores corrientes, y señalarlos con la Apostólica
censura. Y Nos, siguiendo las huellas de Nuestros Predecesores, desde esta
Apostólica Cátedra de verdad, confirmamos y renovamos todas
estas condenaciones rogando con instancia al mismo tiempo al Padre de las
luces que, perfectamente conformes con todos los fieles en un solo espíritu
y en un mismo sentir, piensen y hablen como Nos. Es. empero, de vuestro encargo,
Venerables Hermanos, emplearos con todas vuestras fuerzas para que la semilla
de las celestes doctrinas sea esparcida con mano pródiga en el campo
del Señor, y para que, desde muy temprano, se infundan en el alma
de los fieles las enseñanzas de la fe católica, echen en ella
profundas raíces, y sean precervadas del contagio del error. Cuanto
más se afanan los enemigos de la Religión por enseñar
a los ignorantes, y especialmente a la juventud, doctrinas que ofuscan la
inteligencia y corrompen las costumbres, tanto mayor debe ser el empeño
para que no sólo el método de la enseñanza sea apropiado
y sólido, sino principalmente para que la misma enseñanza sea
completamente conforme a la fe católica, tanto en las letras como en
la ciencia, muy principalmente en la filosofía de la cual depende en
gran parte la buena dirección de las demás ciencias, y que no
tienda a destruir la revelación divina, sino que se complazca en allanarle
el camino y defenderla de los que la impugnan, como nos ha enseñado
con su ejemplo y con sus escritos el gran Agustín, el Angélico
Doctor y los demás maestros de la sabiduría cristiana.
10. La corrupción de la familia
Pero la buena educación de la juventud,
para que sirva de amparo a la fe, a la Religión, y a la integridad
de las costumbres, debe empezar desde los más tiernos años en
el seno de la familia, la cual, miserablemente trastornada en nuestros días,
no puede volver a su dignidad perdida, sino sometiéndose a las leyes
con que fue instituida en la Iglesia por su divino Autor. El cual, habiendo
elevado a la dignidad de Sacramento el matrimonio, símbolo de su unión
con la Iglesia, no sólo santificó el contrato nupcial, sino
que proporcionó también eficacísimos auxilios a los
padres y a los hijos para conseguir fácilmente, con el cumplimiento
de sus mutuos deberes, la felicidad temporal y eterna. Mas después
que leyes impías, desconociendo el carácter sagrado del matrimonio,
le han reducido a la condición de contrato meramente civil, siguióse
desgraciadamente por consecuencia que, profanada la dignidad del matrimonio
cristiano, los ciudadanos vivan en concubinato legal, como si fuera matrimonio;
que desprecien los cónyuges las obligaciones de la fidelidad, a que
mutuamente se obligaron; que los hijos nieguen a los padres la obediencia
y el respeto; que se debiliten los vínculos de los afectos domésticos,
y, lo que es de pésimo ejemplo y muy dañoso a la honestidad
de las públicas costumbres, que muy frecuentemente un amor malsano
termine en lamentable y funestas separaciones.
11. La restauración de la familia en Dios
Tan deplorables y graves desórdenes,
Venerables Hermanos, no pueden menos de excitar y mover vuestro celos a amonestar
con perseverante insistencia a los fieles confiados a vuestro cuidado, a que
presten dócil oído a las enseñanzas que se refieren a
la santidad del matrimonio cristiano y obedezcan las leyes con que la Iglesia
regula los deberes de los cónyuges y de su prole.
Conseguiriase también con esto otro
de los más excelentes resultados, la reforma de cada uno individualmente
porque, así como de un tronco corrompido brotan rama viciadas y frutos
miserables, así la corrupción, que contamina las familias, viene
a contagiar y a viciar desgraciadamente a cada uno de los ciudadanos. Por
el contrario, ordenada la sociedad doméstica conforme a la norma de
la vida cristiana, poco a poco se irá acostumbrando cada uno de sus
miembros a amar la Religión y la piedad, a aborrecer las doctrinas
falsas y perniciosas, a ser virtuosos, a respetar a los mayores, y a refrenar
ese estéril sentimiento de egoísmo, que tanto enerva y degrada
la humana naturaleza. A este propósito convendrá mucho regular
y fomentar las asociaciones piadosas, que, con grandísima ventaja de
los intereses católicos, han sido fundadas, en nuestros días
sobre todo.
12. Motivos de esperanza
Grande son ciertamente y superiores las fuerzas
del hombre, Venerables Hermanos, todas estas cosas objeto de Nuestra esperanza
y de Nuestros votos; empero, habiendo hecho Dios capaces de mejoramiento a
las naciones de la tierra, habiendo instituido la Iglesia para salvación
de las gentes, y prometiéndole su benéfica asistencia hasta
la consumación de los siglos, Nos abrigamos gran confianza de que,
merced a los trabajos de vuestro celo, los hombres ilustrados con tantos males
y desventuras, han de venir finalmente a buscar la salud y la felicidad en
la sumisión a la Iglesia y al infalible magisterio de la Cátedra
apostólica.
Entre tanto, Venerables Hermanos, antes de
poner fina estas Nuestras Letras, no podemos menos de manifestaros el júbilo
que experimentamos por la admirable unión y concordia en que vivís
unos con otros y todos con esta Sede Apostólica; cuya perfecta unión
no sólo es el baluarte más fuerte contra los asaltos del enemigo,
sino un fausto y feliz augurio de mejores tiempos para la Iglesia; y así
como Nos consuela en gran manera esta risueña esperanza, a su vez convenientemente
Nos reanima para sostener alegre y varonilmente en el arduo cargo que hemos
asumido, cuantos trabajos y combates sean necesarios en defensa de la Iglesia.
Tampoco Nos podemos separar de los motivos
de júbilo y esperanza que hemos expuesto, las demostraciones de amor
y reverencia, que en estos primeros días de Nuestro Pontificado, Vosotros,
Venerables Hermanos, y juntamente con vosotros han dedicado a Nuestra humilde
persona, innumerables Sacerdotes y seglares, los cuales, por medio de reverentes
escritos, santas ofrendas, peregrinaciones y otros piadosos testimonios, han
puesto de manifiesto que la adhesión y afecto que tuvieron hacia Nuestro
dignísimo Predecesor, se mantienen en sus corazones ten firmes, íntegros
y estables, que nada pierden de su ardiente fuego en la persona de su sucesor,
tan inferior en merecimientos para sucederle en la herencia. Por estos brillantísimos
testimonios de la piedad Católica, humildemente alabamos la benigna
clemencia del Señor, y a vosotros, Venerables Hermanos, y a todos
aquellos amados Hijos de quienes los hemos recibido, damos fe públicamente
y de lo íntimo del corazón de Nuestra inmensa gratitud, plenamente
confiados, en que, en estas circunstancias críticas y en estos tiempos
difíciles, jamás ha de faltarnos vuestra ardiente adhesión
y el afecto de todos los fieles. Ni dudamos que tan excelentes ejemplos de
piedad filial y de virtud cristiana tendrán gran valor para mover
el corazón de Dios clementísimo a que mire propicio a su grey,
y a que de a la Iglesia la paz y la victoria. Y porque Nos esperamos que
más pronta y fácilmente serán concedidas esa paz y esa
victoria, si los fieles dirigen constantemente sus votos y plegarias a Dios
para obtenerla, Nos profundamente os exhortamos, Venerables Hermanos, a que
excitéis con este objetos los fervientes deseos de los fieles, poniendo
como mediadora para con Dios a la Inmaculada Reina de los cielos, y por intercesores
a San José, patrono celestial de la Iglesia, a los Santos Príncipes
d los apóstoles, Pedro y Pablo, a cuyo poderoso patrocinio Nos encomendamos
suplicante Nuestra humilde persona, los órdenes todos de la jerarquía
de la Iglesia y toda la grey del Señor.
13. Conclusión
Aparte de esto, Nos vivamente deseamos que
estos días, en que recordamos solemnemente la Resurrección
de Nuestro Señor Jesucristo, sean para vosotros, Venerables Hermanos,
saludables y llenos de santo júbilo, y pedimos a Dios benignísimo,
que con la Sangre del Cordero Inmaculado, con la que fue cancelada la escritura
de nuestra condenación, sean lavadas las culpas contraídas,
y con clemencia mitigado el juicio que a ellas nos sujetan.
La gracia de Nuestro Señor Jesucristo,
la caridad de Dios y la comunicación del Espíritu Santo sea
con todos vosotros[iv], Venerables Hermanos, a quienes a todos y a cada uno,
así como a los queridos hijos del Clero y pueblo de vuestras iglesias,
en prenda especial de benevolencia y como presagio de la protección
celestial, Nos concedemos, con el amor más grande, la Apostólica
Bendición.
Dado en Roma, junto a San Pedro, en el solemne
día de Pascua, 21 de abril dl año 1878, primero de Nuestro
Pontificado. León XIII.
[i] Proverbios 14, 24
[ii] S. Agustín, Epist. 138 (alias 5) ad Marcellinum
15.
[iii] Colosenses., 2, 8
[iv] II Corintios. 13, 13.