SANTA INÉS DE ASÍS
 1253 d.C.
 16 de noviembre
 
  
 
 
  
   Inés (Catalina) de Favarone,
hermana de Santa Clara de Asís «según la carne y según
la pureza» (Leyenda de Sta. Clara 24), no es una figura que fácilmente
pueda esbozarse, a no ser que se ceda al fácil impulso de revestir
los escasos datos históricos que se poseen –oscuros y limitados en
información– con reflexiones verosímiles, pero no comprobadas,
sugeridas más bien por su situación a la sombra de santa Clara.
Inés de Asís es una figura de contornos difuminados, que se
la intuye más y mejor precisamente cuanto menos se trata de fijarla
dentro de una línea marcada y precisa.
 
    Hija segunda de Favarone y Ortolana, Inés nace en esta 
noble familia asisiense alrededor de 1197. Su Vita, incluida en la Crónica 
de los XXIV Generales de la Orden de los Hermanos Menores, de finales del 
siglo XIV, afirma estrictamente que en la fecha de su muerte, acaecida poco 
después de la muerte de Clara en 1253, tenía unos 56 años.
 
    El nombre de Inés no le fue impuesto en el Bautismo
sino más tarde, después de la conversión; y se lo impuso 
san Francisco de Asís, después que «por el Cordero inocente, 
es decir, por Jesucristo, inmolado por nuestra salvación, resistió 
con fortaleza y combatió virilmente» (Crónica) haciendo 
frente a los ataques de sus familiares, dedicados a arrancarla del claustro 
del Santo Ángel de Panzo, donde se había refugiado con Clara.
 
    Probablemente, su nombre de pila fue el de Catalina. Según 
refiere la Vida de santa Clara escrita a finales del siglo XV por el humanista 
Hugolino Verino, y, como por primera vez señaló Fausta Casolini, 
el tío Monaldo, volviéndose a Inés en la tentativa de 
conducirla de nuevo a casa de sus padres, la apostrofa con el nombre de «Catalina... 
que así se llamaba Inés en el siglo...» (cf. AFH 13, 1920,
175). Catalina es el nombre de la intrépida virgen de Alejandría, 
cuyas reliquias, conservadas en una iglesia erigida en el Sinaí, eran 
objeto de devotas peregrinaciones para todos los que, dirigiéndose 
a Tierra Santa, desembarcaban en el puerto egipcio de Damieta, de donde emprendían 
el viaje a Jerusalén pasando precisamente por el Sinaí y Gaza. 
También Ortolana, la madre de Clara e Inés, había realizado 
una peregrinación a los lugares santificados con la presencia del Mesías:
quizá la devoción hacia la mártir de Alejandría,
reforzada durante la peregrinación, le sugirió más tarde
el nombre para su segunda hija. Y esta misma devoción, seguramente
viva en las hijas por influencia de Ortolana, inspiró el nombre titular
de Santa Catalina del Monte Sinaí para muchos de los pequeños
monasterios de Hermanas Pobres.
 
    La infancia y la juventud de Inés corren parejas con 
las de su hermana Clara, tres o cuatro años mayor que ella. Es intenso 
el afecto que las une recíprocamente e iguales sus sentimientos. Sin 
embargo, la orientación inicial es distinta. En efecto, si Clara, siguiendo
la voz interior que la llama a una vida completamente dedicada al Señor,
no quiere ni oír hablar de boda, tal vez la serena vida familiar que
observa entre sus padres y con sus dos hermanas, despierta en Inés
el deseo de una vida análoga iluminada por el gozo íntimo de
un matrimonio y de una maternidad bendecidos por Dios.
 
    El autor de la «Leyenda», al presentar el llamamiento 
de Inés a la vida religiosa como uno de los primeros efectos de la 
poderosa oración de Clara en el silencio del claustro, escribe: «Entre 
las principales plegarias que ofrecía a Dios con plenitud de afecto, 
pedía esto con mayor insistencia: que, así como en el siglo 
había tenido con la hermana conformidad de sentimientos, así 
ahora se unieran ambas para el servicio de Dios en una sola voluntad. Ora, 
por lo tanto, con insistencia al Padre de las misericordias para que a su 
hermana Inés, a la que había dejado en su casa, el mundo se 
le convierta en amargura y Dios en dulzura; y que así, transformada, 
de la perspectiva de unas nupcias carnales se eleve al deseo del divino amor, 
de modo que a una con ella se despose en virginidad perpetua con el Esposo 
de la gloria. Existía realmente entre ambas un extraordinario cariño 
mutuo, el cual, aunque por diferentes motivos, había hecho para la 
una y la otra más dolorosa la reciente separación» (Leyenda 
24).
 
    Es fácil adivinar lo interminables que fueron para Inés 
los días que siguieron a la fuga de Clara. Inés tiene sólo 
catorce o quince años, y en la hermana menor, Beatriz, no encuentra 
de ninguna manera el apoyo afectuoso que le proporcionaba la presencia de 
Clara. Transcurre la semana de Pasión, a la que sigue la Pascua, una 
Pascua más que nunca velada por la nostalgia y el recuerdo de la hermana 
ausente, a la que no han conseguido hacer regresar a la casa paterna ni la 
afectuosa presión de la familia ni la violencia. También pasa 
la semana de Pascua; y cada día que transcurre, mientras la memoria 
repasa los dulces recuerdos que le evocan a Clara, la mente y el corazón 
se detienen cada vez con mayor frecuencia a pensar en el camino escogido por
Clara, y descubren la profunda y escondida riqueza que encierra. Y la exuberancia
juvenil de Catalina empieza a arder con el mismo fuego que Clara, encendido
por el Espíritu, y suspira por poder entregarse completamente, como
ella, al Señor Jesús y a su Reino.
 
     Dieciséis días después de la fuga de
Clara de la casa paterna, el 14 de mayo de 1211, o quizá al día
siguiente, Inés se llega por fin a su hermana en el monasterio benedictino
del Santo Ángel de Panzo, donde Clara se había refugiado provisionalmente, 
y le manifiesta con firmeza el propósito de consagrarse totalmente, 
como ella, al servicio de Dios.
 
    El abrazo gozoso de Clara, que ha visto escuchada su oración, 
representa al mismo tiempo la aceptación de la primera novicia en la
nueva Orden fundada por san Francisco.
 
    La desaparición de Inés, refugiada junto a su 
hermana, provocó una nueva y aún más violenta reacción 
por parte de los familiares, que no estaban dispuestos a tolerar por segunda 
vez una iniciativa que era para ellos una afrenta a la riqueza y al poder 
de la noble familia. Y he aquí que un grupo de doce caballeros se abalanza
sobre las dos hermanas en la serena quietud monástica del Santo Ángel
de Panzo, donde Clara, «la que más sabía del Señor,
instruía a su hermana y novicia» (Leyenda 25). No repitamos
aquí el desarrollo del episodio ya referido; añadamos solamente
que, al final, Inés puede responder a Clara que le pregunta –angustiada
por tantos golpes recibidos mientras los hombres armados la arrastraban a
la fuerza por la ladera del monte– que por la gracia de Dios y por sus oraciones,
poco o nada ha sufrido.
 
    Después de este episodio de violencia, «el bienaventurado 
Francisco con sus propias manos le cortó los cabellos y le impuso el
nombre de Inés, ya que por el Cordero inocente... resistió con
fortaleza y combatió varonilmente» (Crónica).
 
    A continuación, dirigida por el Santo, juntamente con 
Clara, en el camino de la perfección emprendida (Leyenda 26), Inés 
progresó tan rápidamente en el camino de la santidad, que su 
vida aparecía ante sus compañeras extraordinaria y sobrehumana. 
Su penitencia y mortificación, como la de la misma Clara, despertaban 
admiración teniendo en cuenta su corta edad. Sin que nadie lo sospechase, 
ciñó su cintura con un áspero cilicio de crin de caballo, 
y esto desde el comienzo de su vida religiosa hasta su muerte; su ayuno era 
tan riguroso que casi siempre se alimentaba solamente de pan y agua.
 
 Caritativa y dulcísima de carácter, se inclinaba maternalmente 
sobre quien sufría por el motivo que fuere, y se mostraba llena de 
piadosa solicitud hacia todos.
 
    Santa Clara, escribiendo de ella a santa Inés de Praga, 
llamará a su hermana «virgen prudentísima»; es la
opinión de una santa, es decir, de quien sabe medir personas y cosas
con la misma medida de Dios.
 
    Hay un episodio que, ciertamente, sirve para corroborar en
Clara la convicción de la santidad de su joven hermana; episodio que
no sabemos con seguridad cuando aconteció, si en los años precedentes 
o subsiguientes a la partida de Inés a Monticelli. Lo extraemos de 
la Vita inserta en la Crónica.
 
    «En cierta ocasión, mientras, apartada de las
demás, perseveraba devotamente en oración en el silencio de
la noche, la bienaventurada Clara, que también se había quedado
a orar no muy lejos de ella, la contempló en oración, elevada
del suelo, y suspendida en el aire, coronada con tres coronas que de tanto
en tanto le colocaba un ángel. Cuando al día siguiente le preguntó 
la bienaventurada Clara qué pedía en la oración y qué 
visión había tenido aquella noche, Inés trató 
de eludir la respuesta. Pero al fin, obligada por la bienaventurada Clara 
a responder por obediencia, refirió lo siguiente: –En primer lugar, 
al pensar una y otra vez en la bondad y paciencia de Dios, cuánto y
de cuántas maneras se deja ofender por los pecadores, medité 
mucho, doliéndome y compadeciéndome; en segundo lugar, medité 
sobre el inefable amor que muestra a los pecadores y cómo padeció 
acerbísima pasión y muerte por su salvación; en tercer 
lugar, medité por las almas del purgatorio y sus penas, y cómo 
no pueden por sí mismas procurarse ningún alivio» (Crónica). 
En la meditación de Inés, de acuerdo con toda la espiritualidad 
seráfica, el Dios- Hombre crucificado proyecta su vasta sombra de eficacia
salvadora sobre el drama de los pecadores y de los redimidos que anhelan
su última purificación.
 
 Una despedida nostálgica
 
    «Después, el bienaventurado Francisco la envió 
como Abadesa a Florencia, donde condujo a Dios muchas almas, tanto con el 
ejemplo de su santidad de vida, como con su palabra dulce y persuasiva, llena 
de amor de Dios. Ferviente en el desprecio del mundo, implantó en aquel
monasterio –como ardientemente lo deseaba Clara– la observancia de la pobreza
evangélica» (Crónica).
 
    No es fácil desentrañar los acontecimientos que 
están bajo una fuente tan avara de información. Solamente está 
clara la línea general de los hechos. Es ésta:
 
    El paso de san Francisco por Florencia no suscitó entusiasmo 
solamente entre los florentinos, algunos de los cuales abrazaron enseguida 
su misma vida evangélica, sino que también enfervorizó 
a algunas jóvenes y señoras de nobles familias que, a imitación 
del gesto realizado hacía poco por Clara, deseaban dejarlo todo para 
dedicarse exclusivamente al servicio de Dios. De hecho, no tardaron mucho 
en dar cumplimiento a sus deseos; y, no teniendo aún monasterio, se 
retiraron en casa de algunas de ellas en espera de que la Providencia les 
proporcionase un lugar más conveniente. Se desconoce la fecha en la 
que surgieron tales comunidades de señoras florentinas, que tomaban 
por modelo la de San Damián; quizá resulte más fácil 
identificar el lugar donde se iniciaron estas comunidades. En efecto, sabemos 
que la señora Avegnente de Albizzo, que figura como Abadesa del Monasterio 
en 1219, poseía un lugar en la comarca de Santa María del Sepulcro 
en Monticelli; hizo donación del mismo a la iglesia romana, para que 
en él fuese erigido un monasterio, y la propiedad fue aceptada por 
el Cardenal Hugolino, en nombre de la Iglesia, en el 1218. Con este acto, 
las nobles señoras florentinas reunidas en torno a Avegnente, se ponían 
bajo la dependencia de la Santa Sede.
 
    Como hemos dicho, la señora Avegnente figura en 1219 
como Abadesa de la comunidad erigida, que desde los primeros años se
relaciona con San Damián y observa, junto con la Regla del Cardenal 
Hugolino de 1218-1219, las mismas Observantiae regulares, es decir, esa especie 
de «constituciones» que por entonces estaban en vigor en San Damián,
basadas en los escritos y palabras de san Francisco.
 
    La cesión gratuita de un terreno contiguo por parte
de Forese Bellicuzi, permitió la erección de un monasterio:
la casa anterior, quizá demasiado pequeña, no podía
albergar el número creciente de monjas.
 
    La joven Inés fue enviada a esta comunidad con el encargo 
de transferir a Florencia el genuino espíritu de Clara. A ella se confiará
el gobierno de esta nueva falange de Hermanas Pobres.
 
    Existe un documento precioso, esto es, una carta, remitida
por Inés a su hermana después de su llegada al nuevo destino,
que nos da luz acerca del profundo dolor que le produjo la separación 
de San Damián, así como acerca de la nueva comunidad, floreciente 
en una atmósfera de paz y de unión. La misma carta, sin fecha, 
nos proporciona también indicaciones que pueden ser válidas 
como referencias cronológicas:
 
    « ... Has de saber, madre –escribe entre otras cosas
Inés–, que mi carne y mi espíritu sufren grandísima
tribulación e inmensa tristeza; que me siento sobremanera agobiada
y afligida, hasta tal punto que casi no soy capaz ni de hablar, porque estoy
corporalmente separada de vos y de las otras hermanas mías con las
que esperaba vivir siempre en este mundo y morir... ¡Oh dulcísima
madre y señora!, ¿qué diré, si no tengo la esperanza 
de volveros a ver con los ojos corporales a vos ni a mis hermanas?... Por 
otra parte, encuentro un gran consuelo y también vos podéis 
alegraros conmigo por lo mismo, pues he hallado mucha unión, nada de
disensiones, muy por encima de cuanto hubiera podido creerse. Todas me han
recibido con gran cordialidad y gozo, y me han prometido obediencia con devotísima
reverencia... Os ruego que tengáis solícito cuidado de mí
y de ellas como de hermanas e hijas vuestras. Quiero que sepáis que
tanto yo como ellas queremos observar inviolablemente vuestros consejos y
preceptos durante toda nuestra vida. Además de todo esto, os hago
saber que el señor papa ha accedido en todo y por todo a lo que yo
había expuesto y querido, según la intención vuestra
y mía, en el asunto que ya sabéis, es decir, en la cuestión
de las propiedades. Os ruego que pidáis al hermano Elías que
se sienta obligado a visitarme muy a menudo, para consolarme en el Señor».
 
    El Privilegio de la Pobreza, que señala la carta, fue 
concedido a las monjas de Monticelli por el Papa Gregorio IX el 15 de mayo 
de 1230. Además, el hermano Elías no es designado en la carta 
ni como «vicario» ni como «ministro general»; la alusión
al hermano Elías hace excluir –queriendo asignar una fecha a la carta–
la serie de los años 1217 a 1221, en los que se encontraba como Ministro
provincial en el Oriente; y parece excluir también los años
1221 al 1227, en los que fue Vicario, y los años después de
1232, ya que en el Capítulo de aquel año fue elegido Ministro 
General.
 
    Por tanto, es probable que la salida de Inés de Asís 
a Monticelli, salida querida por san Francisco y causa de profundo dolor para
la obediente hermana de santa Clara, no fuese en el 1221, como se repetía 
tradicionalmente, sino más tarde, alrededor de los años 1228-1230: 
a menos que se quiera admitir que la carta, aunque refleja la herida de una 
separación reciente, haya sido escrita muchos años después 
de la partida de San Damián.
 
 A la cabecera de Clara moribunda
 
    Queda en la sombra lo que se refiere a la permanencia de Inés 
en Florencia, así como queda encubierto con el misterio el itinerario 
de su regreso a Asís; muchos monasterios se glorían de haberla 
tenido como fundadora en su camino de retorno, y es muy posible que el dato 
tradicional, no recogido en documentos, responda en alguna medida a la realidad. 
En cualquier caso, tras un lapso de diez años, la historia vuelve a
presentar a Inés en la clausura de San Damián, cuando asiste 
a Clara en su prolongada agonía.
 
    Según Mariano de Firenze, que escribe en el siglo XVI, 
la partida de Inés de Monticelli estuvo precisamente en relación 
con el empeoramiento de la enfermedad de la Santa: al tener noticia de ello, 
Inés se habría puesto de viaje apresuradamente con algunas de
las hermanas externas de Monticelli, destinadas a recoger y a conservar las
últimas palabras de la Madre de la Orden, para llevar su recuerdo a
la fundación florentina. Siguiendo la misma narración, Clara 
habría entregado a estas hermanas que acompañaban a Inés 
su velo; sería el que se conserva como reliquia en el monasterio de 
clarisas de Firenze- Castello.
 
    Cualquiera que sea la fecha en que haya de fijarse el regreso 
de Inés a San Damián, es indudable su presencia a la cabecera 
de Clara moribunda. Para Inés que, oprimida por el dolor, no halla 
manera de contener las lágrimas abundantes y amargas, y suplica a su
hermana que no se marche ni la abandone, Clara tiene palabras de ternura infinita,
que hacen florecer una esperanza maravillosa en el corazón de Inés:
«Hermana carísima, es del agrado de Dios que yo me vaya; mas
tú cesa de llorar, porque llegarás pronto ante  el Señor,
enseguida después de mí, y Él te concederá un
gran consuelo antes que me aparte de ti» (Leyenda 43).
 
    La tarde del 11 de agosto de 1253, en el desgarramiento de
la separación, Inés habrá recordado a la hermana, bienaventurada 
por siempre en el abrazo del Esposo, la promesa que le hiciera pocos días 
antes. Y cuando al día siguiente, entre alabanzas y gozo universal, 
el cuerpo de Clara, ya invocada como santa, bendecido por el Papa, subió 
por la pendiente de Asís para ser depositado en el mismo sepulcro que
un día recibió los despojos mortales de Francisco, seguramente 
reconocería Inés, en este preludio tan solemne de la canonización, 
el gran consuelo profetizado por Clara.
 
    También tuvo bien pronto realización la promesa 
que le había hecho, pues «al cabo de pocos días, Inés, 
llamada a las bodas del Cordero, siguió a su hermana Clara a las eternas 
delicias; allí entrambas hijas de Sión, hermanas por naturaleza, 
por gracia y por reinado, exultan en Dios con júbilo sin fin. Y por 
cierto que antes de morir recibió Inés aquella consolación 
que Clara le había prometido. En efecto, como había pasado del
mundo a la cruz precedida por su hermana, así mismo, ahora que Clara
comenzaba ya a brillar con prodigios y milagros, Inés pasó ya
madura, en pos de ella, de esta luz languideciente, a resplandecer por siempre
ante Dios» (Leyenda 48).
 
    La noticia de la muerte de Inés, difundida por Asís, 
atrajo –como la de Clara– multitud de gentes, que le profesaban gran devoción 
y esperaban poder contemplar sus despojos mortales y ser así consoladas 
espiritualmente. Todo este gentío subió la escalera de madera 
que daba acceso al monasterio de San Damián. Pero de pronto, las cadenas 
de hierro que sostenían esta escalera, cedieron bajo peso tan desacostumbrado, 
y se derrumbó con gran estrépito sobre la multitud que estaba 
debajo, arrastrando en su derrumbamiento a cuantos allí se agolpaban.
 
    De la imprevista catástrofe se podían esperar 
consecuencias desastrosas, puesto que el gentío quedó como aplastado
bajo el enorme peso de la escalera sobrecargada de gente. Pero en los corazones
se abrió paso la esperanza en el nombre de Inés. Invocando
inmediatamente su nombre y sus méritos, heridos y magullados se levantaron
riendo, como si nada hubieran sufrido.
 
    Esta fue la primera de las numerosísimas intervenciones 
milagrosas de Inés, que, ya reunida con Clara en la gloria, será 
para siempre, como su hermana, muy pródiga en su intercesión 
a favor de cuantos, en su nombre, supliquen para verse librados de enfermedades 
incurables, de la ceguera, o de posesión diabólica. La serie 
de estas intervenciones continúa ampliamente durante todo el siglo 
XIV, hasta establecerse su culto, ratificado por la Iglesia. Su nombre aparece 
en el Martirologio Romano entre los santos del día 16 de noviembre, 
y sus restos reposan en la Basílica de Asís, que también 
encierra el cuerpo de su «madre y señora» Clara.