INSTRUMENTISTAS



   En un tiempo se habría hablado sólo del organista, pero la reforma litúrgica ha tocado también a la música y a sus operadores. El objetivo pastoral principal de la participación plena de parte de la asamblea ha repropuesto la gran ley de la adaptación. Adaptar significa tomar en serio el principio pedagógico basado en el misterio de la Encarnación: la música, como el canto, participa de la misma dimensión sacramental de la liturgia, es ella misma un elemento simbólico de realidades destinadas a glorificar a Dios y a santificar a los hombres y no un simple adorno exterior para añadir belleza y gozo. «Desde que la Palabra de Dios se hizo carne y Dios ha escogido hablar y ser alabado en la lengua de los hombres, cada palabra auténticamente humana ha sido asumida en el misterio de la Encarnación y ninguna 'lengua' humana podrá nunca ser excluida. Todo aquello de que se sirve el hombre para expresar la fe (...), todo es 'carne' en la eterna Palabra de Dios y todo ha sido habilitado para dar expresión a lo inexpresable. Precisamente esta intención de fe, (...) compromete a la Iglesia a no rechazar ninguna de las formas nuevas en las que el hombre contemporáneo gusta de expresar la comprensión que tiene de sí mismo, del mundo en que vive y de la fe que profesa» (Conferencia episcopal de Italia).

  Esta larga cita quiere justificar con autoridad el derecho de que toda expresión musical -y aquí en particular todo instrumento- tiene de entrar en la liturgia con respeto al pasado, pero dirigida también a las exigencias que la liturgia renovada pide, la primera de todas, la de dar voz a cada expresión cultural y a todo instrumento capaz de hacer arte.

   El problema tal vez, suscitado todavía hoy por voces nostálgicas, va dirigido no tanto al tipo de instrumento que hay que usar en las celebraciones (no existe un instrumento «sagrado»), cuanto a su modo de empleo. También aquí, el profesionalismo, arte, sentido litúrgico y capacidad de integrarse con los otros papeles activos de la celebración, hacen del instrumentista un ministro que da calidad a la acción de la que es parte y que refuerza, encuadra, exalta la participación de todos.

   Quisiera añadir, para terminar, una palabra sobre el uso que se ha empezado a hacer, por acá y por allá, de la música grabada, que se emplea en las celebraciones. El principio de la «verdad» de los signos al que remite el Concilio (SC 21 y 34), se desatiende si en la liturgia se recurre a la cinta magnética y se favorece una actitud de delegación que no suscita la implicación activa. Se favorece así también un concepto ya superado de la liturgia como espectáculo, si la música se pide a instrumentos no presentes. La asamblea, aun en su pobreza, debe sentir la necesidad de expresarse gradual y pacientemente, tal como es, con sus capacidades y dones personales que descubre, cultiva y lleva a expresión para el bien de todos.

   La utilización de música grabada puede sin embargo preverse en la preparación, especialmente cuando no se tiene un animador musical o un coro. Puede ser valorado también antes de una celebración, para crear el clima de oración o de recogimiento esperado, o al final, como una continuación ambiental y un eco que se prolonga en el tiempo.

  Como conclusión de estas rápidas reflexiones sobre los ministerios del canto y de la música litúrgica, podemos concordar totalmente con quien afirma que «nuestras asambleas serían muy grises, o sea, hiper-racionales o simplemente frías, si nunca floreciera un canto para decir, y hacer, la unanimidad. La fe no tendrá tal vez necesidad del canto; pero la pertenencia cordial, la participación vivida en la comunidad y en sus celebraciones, no pueden normalmente ser sin cantos». Mucho se ha hecho en estos treinta años de renovación litúrgica, ¿pero no es verdad que todavía queda mucho por hacer para crear una conciencia más amplia y una participación más viva?.

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(Samuel Miranda)