BEATO JOSÉ OLALLO VALDÉS
1889 d.C.
7 de marzo
José Olallo Valdés
nació en La Habana, Isla de Cuba, el 12 de febrero de 1820. Hijo de
padres desconocidos, fue confiado a la Casa Cuna San José de La Habana,
donde el mismo día 15 de marzo de 1820 recibió el bautismo.
Vivió y fue educado en la misma Casa Cuna hasta los 7 años,
y después en la de Beneficencia, manifestándose un muchacho
serio y responsable; a la edad de 13-14 años ingresó en la
Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, en la comunidad del hospital de los
santos Felipe y Santiago, de la Habana.
Superando los obstáculos que parecían interponerse
a su vocación, se mantiene constante en su decisión, emitiendo
la profesión como religioso hospitalario. En el mes de abril del año
1835 fue destinado a la ciudad de Puerto Príncipe (hoy Camagüey),
incorporándose a la comunidad del Hospital de San Juan de Dios, donde
se dedicó por el resto de su vida al servicio de los enfermos, según
el estilo de San Juan de Dios; en 54 años solamente una noche se ausentó
del hospital, y por causas ajenas a su voluntad. De enfermero ayudante, a
los 25 años pasa a ser el “Enfermero Mayor del hospital, y después,
en 1856, Superior de la Comunidad.
Vivió afrontando grandes sacrificios y dificultades,
pero siempre con rectitud y fuerza de ánimo: su vida consagrada a
la hospitalidad no se sintió afectada durante el periodo de la supresión
de las Ordenes Religiosas por parte de los gobiernos liberales españoles,
aunque comportó también la confiscación de los bienes
eclesiásticos. Del 1876, en que murió su ultimo hermano de
Comunidad, hasta la fecha de su muerte, en 1889, se quedó solo, pero
siguió con la misma magnificencia ocupándose de la asistencia
de los enfermos, siempre fiel a Dios, a su conciencia, a su vocación
y al carisma, humilde y obediente, con nobleza de corazón, respetando,
sirviendo y amando también a los ingratos, a los enemigos y a los
envidiosos, sin nunca abandonar sus votos religiosos.
En el periodo de la guerra de los 10 años (1868-1878)
se mostró lleno de coraje, en la custodia de los que tenía
a su cuidado, siempre prudente y sin rencor, trabajando en favor de todos,
pero con preferencia por los más débiles y pobres, por los
ancianos, huérfanos y esclavos. Cedió ante las exigencias de
las autoridades militares de convertir el centro en hospital de sangre para
sus soldados, pero sin dejar de seguir acogiendo a los más necesitados
de los civiles, sin hacer distinciones de ideología, raza ni religión.
Durante los momentos y situaciones más difíciles de los conflictos
bélicos, aún poniendo en peligro su propia existencia, con
“dulce firmeza”, socorría asistiendo a los prisioneros y heridos de
la guerra, sin tener en cuenta su proveniencia social o política,
defendiendo incluso a los que no tenían permiso del gobierno para
que se les curara, no dejándose intimidar de amenazas, ni de prohibiciones,
y obteniendo por todo ello el respeto y la consideración de las mismas
autoridades militares. Ante dichas autoridades también fue capaz de
interceder en favor de la población de Camagüey en un momento
de especial tensión y peligro, evitando una masacre civil.
Perseverante en la vocación, a través de su bondad
dulce y serena hizo del cuarto voto de Hospitalidad, propio de los religiosos
de San Juan de Dios, no solo un ministerio de amor y servicio hacia los enfermos,
sino un modo de ardiente apostolado, destacándose en la asistencia
a los moribundos y agonizantes, a los cuales acompañaba en las últimas
horas de su existencia, en el paso hacia una vida mejor. Se distinguió,
pues, siempre por su infinita bondad, siendo llamado con los apelativos de
“apóstol de la caridad” y “padre de los pobres”, que sintetizan perfectamente
el heroico testimonio del Beato Olallo.
Modesto, sobrio, sin aspiraciones de ningún género
sino la de estar consagrado únicamente a su ministerio misericordioso,
renunció al sacerdocio y se caracterizó por su espíritu
humanitario y competencia sanitaria, incluso como médico-cirujano,
aun siendo autodidacta. Vivió lejos de las aclamaciones, rehuyendo
los honores para poder fijar su mirada solamente sobre Jesucristo, que encontraba
en el rostro de los que sufrían. Su humildad, en fidelidad a su carisma,
se manifestó en la renuncia al sacerdocio, cuando fue invitado por
su Arzobispo, porque su vocación era el servicio de los enfermos y
pobres; los testimonios, finalmente, nos hablan de fidelidad total a su consagración
como religioso en la práctica de los votos de obediencia, castidad,
pobreza y hospitalidad.
Su muerte, ocurrida el 7 de marzo de 1889, fue tenida como
la “muerte de un justo”: fallecimiento, velatorio, funerales y sepultura,
con el monumento-mausoleo, levantado después por suscripción
popular, expresaban reverencia y veneración hacia quien fue su admirado
protector. Desde entonces su tumba será visitada continuamente. Había
muerto pero permanecerá vivo en el corazón del pueblo, que
le seguirá llamando “Padre Olallo”.
La popular fama de santidad que le rodeaba nacía de su
vida de hombre modesto, justo y de ánimo generoso, en cuanto modelo
de virtudes con un corazón ardiente de amor por “mis hermanos predilectos”:
sobrio, gozoso, afable, pero sobretodo excelso servidor da la caridad. El
Beato Olallo supo ser un fiel imitador de su Fundador. Dios fue su vida y,
en consecuencia, iluminado por el amor de Dios, devolvió de la misma
manera tanto amor. “Dios ocupó el primer puesto en sus intenciones
y en sus obras: fijos sus ojos en el bien llevaba a Jesús constantemente
en el alma”. Esta heroica caridad tenía su base en una fe que reconocía
en “Dios a su propio padre, y en Jesús el centro de su vida, el fundamento
de su servicio de amor y de su misericordia; Jesús crucificado fue
el secreto de su fidelidad al amor de Dios que motivaba cada una de sus obras”.
Aún siendo de espíritu tenaz, fue siempre dócil
a los designios de Dios para afrontar y sostener mejor las duras y cotidianas
tareas impuestas por el trabajo hospitalario y las situaciones difíciles
y delicadas que comportaban riesgos para su propia vida, siempre tratando
de obtener el bien de sus enfermos.
Con la muerte del Padre Olallo y de inmediato, su fama de santidad
fue aumentando cada día más, principalmente entre el pueblo
de Camagüey, que atribuía a su intercesión gracias y ayuda
continuas. Abierto el año 1990, en correspondencia con el centenario
de su muerte, el Proceso de estudio de la Causa de su santidad en la diócesis
de Camagüey, Cuba, fue reconocida la heroicidad de sus virtudes el 16
de diciembre de 2006.
Igualmente, después de la celebración del Proceso
diocesano sobre un presunto milagro, ocurrido en favor de la curación
de la niña, Daniela Cabrera Ramos, de 3 años, en la misma diócesis
de Camagüey, su curación fue reconocida como verdadero milagro
por su Santidad Benedicto XVI con Decreto del 15 de marzo de 2008.