Juan VIII fue elegido
el mismo día en que murió su predecesor, el 14 de diciembre
del año 872. Había sido durante veinte años archidiácono
de la Iglesia romana. Era un hombre enérgico, un hábil político
y un excelente organizador militar, al que la Urbe debía las fortificaciones
levantadas alrededor de la basílica de San Pablo y la construcción
de una nueva flota.
Tenía valía suficiente para haber
reanudado la política de san Nicolás I Magno, pero no halló
el apoyo indispensable ni por parte del rey de Francia, Carlos el Calvo -a
quien coronó emperador en el 875-, ni por la de Carlos el Gordo, rey
de Alemania, su sucesor en el trono imperial. En Italia comenzaron entonces
las luchas de los príncipes por el poder, enfrentamientos que pronto
arrastrarían al mismo papado.
Juan VIII padeció los primeros embates
cuando tomaron Roma Lamberto de Espoleto y Adalberto de Toscana. Y se vio
obligado a esperar largas semanas en prisión hasta que consiguió
escaparse y llegar a Francia, donde, en el 878, consagró rey a Luis
el Tartamudo, hijo de Carlos el Calvo. En agosto del 878 reunió un
sínodo en Troyes y en el 879 pudo volver a Roma, donde coronó
a Carlos el Gordo rey de Italia (880) para ceñirle, al año
siguiente -el emperador francés había muerto en el 877-, la
corona imperial. Pero el nuevo emperador no prestó ayuda alguna al
papa, que, por lo tanto, tuvo que valerse por sí mismo para enfrentarse
a los príncipes italianos y a las incursiones de los sarracenos.
Desengañado de los carolingios, Juan
VIII puso sus esperanzas en Bizancio. Para asegurarse su apoyo llegó,
incluso, a modificar las decisiones de los pontífices anteriores para
aceptar que el patriarca Focio se instalara en la sede de Constantinopla.
Sin embargo, éste, en lugar de mostrarse agradecido, se convirtió
en fuente inagotable de nuevas preocupaciones para el papa. La consecuencia
de tan complicada trama fue una clara pérdida de autoridad y prestigio
para el papado Juan VIII, reducido entonces a un trágico aislamiento,
se vio obligado, para salvar la Urbe de los sarracenos, a pagar a aquellos
piratas musulmanes un tributo humillante.
Este vicario de Cristo, que había perseguido
obstinadamente la paz y que, si hubiera estado suficientemente respaldado,
habría podido escribir páginas gloriosas en la historia del
papado, tuvo un final espantoso. Cayó en la trampa de una conjuración
urdida por su propia familia. Según los Anales de Fulda fue envenenado,
pero como el veneno no actuó con toda la rapidez que los asesinos
deseaban, acabaron éstos a martillazos con la vida del pontífice.
Tal sería su muerte el 16 de diciembre del año 882.