LABOREM EXERCENS
SOBRE EL TRABAJO HUMANO EN EL 90 ANIVERSARIO DE LA RERUM
NOVARUM
CARTA ENCÍCLICA DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II SOBRE
EL TRABAJO HUM EN EL 90 ANIVERSARIO
DE LA RERUM NOVARUM
Venerables Hermanos,
Amadísimos Hijos e Hijas:
Salud y bendición Apostólica
Con su trabajo el hombre ha de procurarse el pan cotidiano,[1] contribuir
al continuo progreso de las ciencias y la técnica, y sobre todo a
la incesante elevación cultural y moral de la sociedad en la que vive
en comunidad con sus hermanos. Y « trabajo »; significa todo
tipo de acción realizada por el hombre independientemente de sus características
o circunstancias; significa toda actividad humana que se puede o se debe
reconocer como trabajo entre las múltiples actividades de las que
el hombre es capaz y a las que está predispuesto por la naturaleza
misma en virtud de su humanidad. Hecho a imagen y semejanza de Dios [2] en
el mundo visible y puesto en él para que dominase la tierra,[3] el
hombre está por ello, desde el principio, llamado al trabajo. El trabajo
es una de las características que distinguen al hombre del resto de
las criaturas, cuya actividad, relacionada con el mantenimiento de la vida,
no puede llamarse trabajo; solamente el hombre es capaz de trabajar, solamente
él puede llevarlo a cabo, llenando a la vez con el trabajo su existencia
sobre la tierra. De este modo el trabajo lleva en sí un signo particular
del hombre y de la humanidad, el signo de la persona activa en medio de una
comunidad de personas; este signo determina su característica interior
y constituye en cierto sentido su misma naturaleza.
I. INTRODUCCIÓN
1. El Trabajo humano 90 años después de la « Rerum Novarum
»;
Habiéndose cumplido, el 15 de mayo del año en curso, noventa
años desde la publicación -por obra de León XIII, el
gran Pontífice de la « cuestión social »;- de aquella
Encíclica de decisiva importancia, que comienza con las palabras Rerum
Novarum, deseo dedicar este documento precisamente al trabajo humano, y más
aún deseo dedicarlo al hombre en el vasto contexto de esa realidad
que es el trabajo. En efecto, si como he dicho en la Encíclica Redemptor
Hominis, publicada al principio de mi servicio en la sede romana de San Pedro,
el hombre « es el camino primero y fundamental de la Iglesia »;,[4]
y ello precisamente a causa del insondable misterio de la Redención
en Cristo, entonces hay que volver sin cesar a este camino y proseguirlo
siempre nuevamente en sus varios aspectos en los que se revela toda la riqueza
y a la vez toda la fatiga de la existencia humana sobre la tierra.
EL trabajo es uno de estos aspectos, perenne y fundamental, siempre actual
y que exige constantemente una renovada atención y un decidido testimonio.
Porque surgen siempre nuevos interrogantes y problemas, nacen siempre nuevas
esperanzas, pero nacen también temores y amenazas relacionadas con
esta dimensión fundamental de la existencia humana, de la que la vida
del hombre está hecha cada día, de la que deriva la propia
dignidad específica y en la que a la vez está contenida la
medida incesante de la fatiga humana, del sufrimiento y también del
daño y de la injusticia que invaden profundamente la vida social dentro
de cada Nación y a escala internacional. Si bien es verdad que el
hombre se nutre con el pan del trabajo de sus manos,[5] es decir, no sólo
de ese pan de cada día que mantiene vivo su cuerpo, sino también
del pan de la ciencia y del progreso, de la civilización y de la cultura,
entonces es también verdad perenne que él se nutre de ese pan
con el sudor de su frente;[6] o sea no sólo con el esfuerzo y la fatiga
personales, sino también en medio de tantas tensiones, conflictos
y crisis que, en relación con la realidad del trabajo, trastocan la
vida de cada sociedad y aun de toda la humanidad.
Celebramos el 90deg. aniversario de la Encíclica Rerum Novarum en
vísperas de nuevos adelantos en las condiciones tecnológicas,
económicas y políticas que, según muchos expertos, influirán
en el mundo del trabajo y de la producción no menos de cuanto lo hizo
la revolución industrial del siglo pasado. Son múltiples los
factores de alcance general: la introducción generalizada de la automatización
en muchos campos de la producción, el aumento del coste de la energía
y de las materias básicas; la creciente toma de conciencia de la limitación
del patrimonio natural y de su insoportable contaminación; la aparición
en la escena política de pueblos que, tras siglos de sumisión,
reclaman su legítimo puesto entre las naciones y en las decisiones
internacionales. Estas condiciones y exigencias nuevas harán necesaria
una reorganización y revisión de las estructuras de la economía
actual, así como de la distribución del trabajo. Tales cambios
podrán quizás significar por desgracia, para millones de trabajadores
especializados, desempleo, al menos temporal, o necesidad de nueva especialización;
conllevarán muy probablemente una disminución o crecimiento
menos rápido del bienestar material para los Países más
desarrollados; pero podrán también proporcionar respiro y esperanza
a millones de seres que viven hoy en condiciones de vergonzosa e indigna
miseria.
No corresponde a la Iglesia analizar científicamente las posibles
consecuencias de tales cambios en la convivencia humana. Pero la Iglesia
considera deber suyo recordar siempre la dignidad y los derechos de los hombres
del trabajo, denunciar las situaciones en las que se violan dichos derechos,
y contribuir a orientar estos cambios para que se realice un auténtico
progreso del hombre y de la sociedad.
2. En una línea de desarrollo orgánico de la acción
y enseñanza social de la Iglesia
Ciertamente el trabajo, en cuanto problema del hombre, ocupa el centro mismo
de la « cuestión social »;, a la que durante los casi
cien años transcurridos desde la publicación de la mencionada
Encíclica se dirigen de modo especial las enseñanzas de la
Iglesia y las múltiples iniciativas relacionadas con su misión
apostólica. Si deseo concentrar en ellas estas reflexiones, quiero
hacerlo no de manera diversa, sino más bien en conexión orgánica
con toda la tradición de tales enseñanzas e iniciativas. Pero
a la vez hago esto siguiendo las orientaciones del Evangelio, para sacar
del patrimonio del Evangelio « cosas nuevas y cosas viejas »;.[7]
Ciertamente el trabajo es « cosa antigua »;, tan antigua como
el hombre y su vida sobre la tierra. La situación general del hombre
en el mundo contemporáneo, considerada y analizada en sus varios aspectos
geográficos, de cultura y civilización, exige sin embargo que
se descubran los nuevos significados del trabajo humano y que se formulen
asimismo los nuevos cometidos que en este campo se brindan a cada hombre,
a cada familia, a cada Nación, a todo el género humano y, finalmente,
a la misma Iglesia. En el espacio de los años que nos separan de la
publicación de la Encíclica Rerum Novarum, la cuestión
social no ha dejado de ocupar la atención de la Iglesia. Prueba de
ello son los numerosos documentos del Magisterio, publicados por los Pontífices,
así como por el Concilio Vaticano II. Prueba asimismo de ello son
las declaraciones de los Episcopados o la actividad de los diversos centros
de pensamiento y de iniciativas concretas de apostolado, tanto a escala internacional
como a escala de Iglesias locales. Es difícil enumerar aquí
detalladamente todas las manifestaciones del vivo interés de la Iglesia
y de los cristianos por la cuestión social, dado que son muy numerosas.
Como fruto del Concilio, el principal centro de coordinación en este
campo ha venido a ser la Pontificia Comisión Justicia y Paz, la cual
cuenta con Organismos correspondientes en el ámbito de cada Conferencia
Episcopal. El nombre de esta institución es muy significativo: indica
que la cuestión social debe ser tratada en su dimensión integral
y compleja. El compromiso en favor de la justicia debe estar íntimamente
unido con el compromiso en favor de la paz en el mundo contemporáneo.
Y ciertamente se ha pronunciado en favor de este doble cometido la dolorosa
experiencia de las dos grandes guerras mundiales, que, durante los últimos
90 años, han sacudido a muchos Países tanto del continente
europeo como, al menos en parte, de otros continentes. Se manifiesta en su
favor, especialmente después del final de la segunda guerra mundial,
la permanente amenaza de una guerra nuclear y la perspectiva de la terrible
autodestrucción que deriva de ella.
Si seguimos la línea principal del desarrollo de los documentos del
supremo Magisterio de la Iglesia, encontramos en ellos la explícita
confirmación de tal planteamiento del problema. La postura clave,
por lo que se refiere a la cuestión de la paz en el mundo, es la de
la Encíclica Pacem in terris de Juan XXIII. Si se considera en cambio
la evolución de la cuestión de la justicia social, ha de notarse
que, mientras en el período comprendido entre la Rerum Novarum y la
Quadragesimo Anno de Pío XI, las enseñanzas de la Iglesia se
concentran sobre todo en torno a la justa solución de la llamada cuestión
obrera, en el ámbito de cada Nación y, en la etapa posterior,
amplían el horizonte a dimensiones mundiales. La distribución
desproporcionada de riqueza y miseria, la existencia de Países y Continentes
desarrollados y no desarrollados, exigen una justa distribución y
la búsqueda de vías para un justo desarrollo de todos. En esta
dirección se mueven las enseñanzas contenidas en la Encíclica
Mater et Magistra de Juan XXIII, en la Constitución pastoral Gaudium
et Spes del Concilio Vaticano II y en la Encíclica Populorum Progressio
de Pablo VI.
Esta dirección de desarrollo de las enseñanzas y del compromiso
de la Iglesia en la cuestión social, corresponde exactamente al reconocimiento
objetivo del estado de las cosas. Si en el pasado, como centro de tal cuestión,
se ponía de relieve ante todo el problema de la « clase »;,
en época más reciente se coloca en primer plano el problema
del « mundo »;. Por lo tanto, se considera no sólo el
ámbito de la clase, sino también el ámbito mundial de
la desigualdad y de la injusticia; y, en consecuencia, no sólo la
dimensión de clase, sino la dimensión mundial de las tareas
que llevan a la realización de la justicia en el mundo contemporáneo.
Un análisis completo de la situación del mundo contemporáneo
ha puesto de manifiesto de modo todavía más profundo y más
pleno el significado del análisis anterior de las injusticias sociales;
y es el significado que hoy se debe dar a los esfuerzos encaminados a construir
la justicia sobre la tierra, no escondiendo con ello las estructuras injustas,
sino exigiendo un examen de las mismas y su transformación en una
dimensión más universal.
3. El problema del trabajo, clave de la cuestión social
En medio de todos estos procesos -tanto del diagnóstico de la realidad
social objetiva como también de las enseñanzas de la Iglesia
en el ámbito de la compleja y variada cuestión social- el problema
del trabajo humano aparece naturalmente muchas veces. Es, de alguna manera,
un elemento fijo tanto de la vida social como de las enseñanzas de
la Iglesia. En esta enseñanza, sin embargo, la atención al
problema se remonta más allá de los últimos noventa
años. En efecto, la doctrina social de la Iglesia tiene su fuente
en la Sagrada Escritura, comenzando por el libro del Génesis y, en
particular, en el Evangelio y en los escritos apostólicos. Esa doctrina
perteneció desde el principio a la enseñanza de la Iglesia
misma, a su concepción del hombre y de la vida social y, especialmente,
a la moral social elaborada según las necesidades de las distintas
épocas. Este patrimonio tradicional ha sido después heredado
y desarrollado por las enseñanzas de los Pontífices sobre la
moderna « cuestión social »;, empezando por la Encíclica
Rerum Novarum. En el contexto de esta « cuestión »;, la
profundización del problema del trabajo ha experimentado una continua
puesta al día conservando siempre aquella base cristiana de verdad
que podemos llamar perenne.
Si en el presente documento volvemos de nuevo sobre este problema -sin querer
por lo demás tocar todos los argumentos que a él se refieren-
no es para recoger y repetir lo que ya se encuentra en las enseñanzas
de la Iglesia, sino más bien para poner de relieve -quizá más
de lo que se ha hecho hasta ahora- que el trabajo humano es una clave, quizá
la clave esencial, de toda la cuestión social, si tratamos de verla
verdaderamente desde el punto de vista del bien del hombre. Y si la solución,
o mejor, la solución gradual de la cuestión social, que se
presenta de nuevo constantemente y se hace cada vez más compleja,
debe buscarse en la dirección de « hacer la vida humana más
humana »;,[8] entonces la clave, que es el trabajo humano, adquiere
una importancia fundamental y decisiva.
II. EL TRABAJO Y EL HOMBRE
4. En el libro del Génesis
La Iglesia está convencida de que el trabajo constituye una dimensión
fundamental de la existencia del hombre en la tierra. Ella se confirma en
esta convicción considerando también todo el patrimonio de
las diversas ciencias dedicadas al estudio del hombre: la antropología,
la paleontología, la historia, la sociología, la sicología,
etc.; todas parecen testimoniar de manera irrefutable esta realidad. La Iglesia,
sin embargo, saca esta convicción sobre todo de la fuente de la Palabra
de Dios revelada, y por ello lo que es una convicción de la inteligencia
adquiere a la vez el carácter de una convicción de fe. El motivo
es que la Iglesia -vale la pena observarlo desde ahora- cree en el hombre:
ella piensa en el hombre y se dirige a él no sólo a la luz
de la experiencia histórica, no sólo con la ayuda de los múltiples
métodos del conocimiento científico, sino ante todo a la luz
de la palabra revelada del Dios vivo. Al hacer referencia al hombre, ella
trata de expresar los designios eternos y los destinos trascendentes que
el Dios vivo, Creador y Redentor ha unido al hombre.
La Iglesia halla ya en las primeras páginas del libro del Génesis
la fuente de su convicción según la cual el trabajo constituye
una dimensión fundamental de la existencia humana sobre la tierra.
El análisis de estos textos nos hace conscientes a cada uno del hecho
de que en ellos –a veces aun manifestando el pensamiento de una manera arcaica–
han sido expresadas las verdades fundamentales sobre el hombre, ya en el
contexto del misterio de la Creación. Estas son las verdades que deciden
acerca del hombre desde el principio y que, al mismo tiempo, trazan las grandes
líneas de su existencia en la tierra, tanto en el estado de justicia
original como también después de la ruptura, provocada por
el pecado, de la alianza original del Creador con lo creado, en el hombre.
Cuando éste, hecho « a imagen de Dios … varón y hembra
»;,[9] siente las palabras: « Procread y multiplicaos, y henchid
la tierra; sometedla »;,[10]aunque estas palabras no se refieren directa
y explícitamente al trabajo, indirectamente ya se lo indican sin duda
alguna como una actividad a desarrollar en el mundo. Más aún,
demuestran su misma esencia más profunda. El hombre es la imagen de
Dios, entre otros motivos por el mandato recibido de su Creador de someter
y dominar la tierra. En la realización de este mandato, el hombre,
todo ser humano, refleja la acción misma del Creador del universo.
El trabajo entendido como una actividad « transitiva »;, es decir,
de tal naturaleza que, empezando en el sujeto humano, está dirigida
hacia un objeto externo, supone un dominio específico del hombre sobre
la « tierra »; y a la vez confirma y desarrolla este dominio.
Está claro que con el término « tierra »;, del
que habla el texto bíblico, se debe entender ante todo la parte del
universo visible en el que habita el hombre; por extensión sin embargo,
se puede entender todo el mundo visible, dado que se encuentra en el radio
de influencia del hombre y de su búsqueda por satisfacer las propias
necesidades. La expresión « someter la tierra »; tiene
un amplio alcance. Indica todos los recursos que la tierra (e indirectamente
el mundo visible) encierra en sí y que, mediante la actividad consciente
del hombre, pueden ser descubiertos y oportunamente usados. De esta manera,
aquellas palabras, puestas al principio de la Biblia, no dejan de ser actuales.
Abarcan todas las épocas pasadas de la civilización y de la
economía, así como toda la realidad contemporánea y
las fases futuras del desarrollo, las cuales, en alguna medida, quizás
se están delineando ya, aunque en gran parte permanecen todavía
casi desconocidas o escondidas para el hombre.
Si a veces se habla de período de « aceleración »;
en la vida económica y en la civilización de la humanidad o
de las naciones, uniendo estas « aceleraciones »; al progreso
de la ciencia y de la técnica, y especialmente a los descubrimientos
decisivos para la vida socio-económica, se puede decir al mismo tiempo
que ninguna de estas « aceleraciones »; supera el contenido esencial
de lo indicado en ese antiquísimo texto bíblico. Haciéndose
-mediante su trabajo- cada vez más dueño de la tierra y confirmando
todavía -mediante el trabajo- su dominio sobre el mundo visible, el
hombre en cada caso y en cada fase de este proceso se coloca en la línea
del plan original del Creador; lo cual está necesaria e indisolublemente
unido al hecho de que el hombre ha sido creado, varón y hembra, «
a imagen de Dios »;. Este proceso es, al mismo tiempo, universal:abarca
a todos los hombres, a cada generación, a cada fase del desarrollo
económico y cultural, y a la vez es un proceso que se actúa
en cada hombre, en cada sujeto humano consciente. Todos y cada uno están
comprendidos en él contemporáneamente. Todos y cada uno, en
una justa medida y en un número incalculable de formas, toman parte
en este gigantesco proceso, mediante el cual el hombre « somete la
tierra »; con su trabajo.
5. El trabajo en sentido objetivo: La técnica
Esta universalidad y a la vez esta multiplicidad del proceso de « someter
la tierra »; iluminan el trabajo del hombre, ya que el dominio del
hombre sobre la tierra se realiza en el trabajo y mediante el trabajo. Emerge
así el significado del trabajo en sentido objetivo, el cual halla
su expresión en las varias épocas de la cultura y de la civilización.
El hombre domina ya la tierra por el hecho de que domestica los animales,
los cría y de ellos saca el alimento y vestido necesarios, y por el
hecho de que puede extraer de la tierra y de los mares diversos recursos
naturales. Pero mucho más « somete la tierra »;, cuando
el hombre empieza a cultivarla y posteriormente elabora sus productos, adaptándolos
a sus necesidades. La agricultura constituye así un campo primario
de la actividad económica y un factor indispensable de la producción
por medio del trabajo humano. La industria, a su vez, consistirá siempre
en conjugar las riquezas de la tierra -los recursos vivos de la naturaleza,
los productos de la agricultura, los recursos minerales o químicos-
y el trabajo del hombre, tanto el trabajo físico como el intelectual.
Lo cual puede aplicarse también en cierto sentido al campo de la llamada
industria de los servicios y al de la investigación, pura o aplicada.
Hoy, en la industria y en la agricultura la actividad del hombre ha dejado
de ser. en muchos casos, un trabajo prevalentemente manual, ya que la fatiga
de las manos y de los músculos es ayudada por máquinas y mecanismos
cada vez más perfeccionados. No solamente en la industria, sino también
en la agricultura, somos testigos de las transformaciones llevadas a cabo
por el gradual y continuo desarrollo de la ciencia y de la técnica.
Lo cual, en su conjunto, se ha convertido históricamente en una causa
de profundas transformaciones de la civilización, desde el origen
de la « era industrial »; hasta las sucesivas fases de desarrollo
gracias a las nuevas técnicas, como las de la electrónica o
de los microprocesadores de los últimos años.
Aunque pueda parecer que en el proceso industrial « trabaja »;
la máquina mientras el hombre solamente la vigila, haciendo posible
y guiando de diversas maneras su funcionamiento, es verdad también
que precisamente por ello el desarrollo industrial pone la base para plantear
de manera nueva el problema del trabajo humano. Tanto la primera industrialización,
que creó la llamada cuestión obrera, como los sucesivos cambios
industriales y postindustriales, demuestran de manera elocuente que, también
en la época del « trabajo »; cada vez más mecanizado,
el sujeto propio del trabajo sigue siendo el hombre.
El desarrollo de la industria y de los diversos sectores relacionados con
ella –hasta las más modernas tecnologías de la electrónica,
especialmente en el terreno de la miniaturización, de la informática,
de la telemática y otros– indica el papel de primerísima importancia
que adquiere, en la interacción entre el sujeto y objeto del trabajo
(en el sentido más amplio de esta palabra), precisamente esa aliada
del trabajo, creada por el cerebro humano, que es la técnica. Entendida
aquí no como capacidad o aptitud para el trabajo, sino como un conjunto
de instrumentos de los que el hombre se vale en su trabajo, la técnica
es indudablemente una aliada del hombre. Ella le facilita el trabajo, lo
perfecciona, lo acelera y lo multiplica. Ella fomenta el aumento de la cantidad
de productos del trabajo y perfecciona incluso la calidad de muchos de ellos.
Es un hecho, por otra parte, que a veces, la técnica puede transformarse
de aliada en adversaria del hombre, como cuando la mecanización del
trabajo « suplanta »; al hombre, quitándole toda satisfacción
personal y el estímulo a la creatividad y responsabilidad; cuanto
quita el puesto de trabajo a muchos trabajadores antes ocupados, o cuando
mediante la exaltación de la máquina reduce al hombre a ser
su esclavo. Si las palabras bíblicas « someted la tierra »;,
dichas al hombre desde el principio, son entendidas en el contexto de toda
la época moderna, industrial y postindustrial, indudablemente encierran
ya en sí una relación con la técnica, con el mundo de
mecanismos y máquinas que es el fruto del trabajo del cerebro humano
y la confirmación histórica del dominio del hombre sobre la
naturaleza. La época reciente de la historia de la humanidad, especialmente
la de algunas sociedades, conlleva una justa afirmación de la técnica
como un coeficiente fundamental del progreso económico; pero al mismo
tiempo, con esta afirmación han surgido y continúan surgiendo
los interrogantes esenciales que se refieren al trabajo humano en relación
con el sujeto, que es precisamente el hombre. Estos interrogantes encierran
una carga particular de contenidos y tensiones de carácter ético
y ético-social. Por ello constituyen un desafío continuo para
múltiples instituciones, para los Estados y para los gobiernos, para
los sistemas y las organizaciones internacionales; constituyen también
un desafío para la Iglesia.
6. El trabajo en sentido subjetivo: el hombre, sujeto del trabajo
Para continuar nuestro análisis del trabajo en relación con
las palabras de la Biblia, en virtud de las cuales el hombre ha de someter
la tierra, hemos de concentrar nuestra atención sobre el trabajo en
sentido subjetivo, mucho más de cuanto lo hemos hecho hablando acerca
del significado objetivo del trabajo, tocando apenas esa vasta problemática
que conocen perfecta y detalladamente los hombres de estudio en los diversos
campos y también los hombres mismos del trabajo según sus especializaciones.
Si las palabras del libro del Génesis, a las que nos referimos en
este análisis, hablan indirectamente del trabajo en sentido objetivo,
a la vez hablan también del sujeto del trabajo; y lo que dicen es
muy elocuente y está lleno de un gran significado.
El hombre debe someter la tierra, debe dominarla, porque como « imagen
de Dios »; es una persona, es decir, un ser subjetivo capaz de obrar
de manera programada y racional, capaz de decidir acerca de sí y que
tiende a realizarse a sí mismo. Como persona, el hombre es pues sujeto
del trabajo. Como persona él trabaja, realiza varias acciones pertenecientes
al proceso del trabajo; éstas, independientemente de su contenido
objetivo, han de servir todas ellas a la realización de su humanidad,
al perfeccionamiento de esa vocación de persona, que tiene en virtud
de su misma humanidad. Las principales verdades sobre este tema han sido
últimamente recordadas por el Concilio Vaticano II en la Constitución
Gaudium et Spes, sobre todo en el capítulo I, dedicado a la vocación
del hombre.
Así ese « dominio »; del que habla el texto bíblico
que estamos analizando, se refiere no sólo a la dimensión objetiva
del trabajo, sino que nos introduce contemporáneamente en la comprensión
de su dimensión subjetiva. El trabajo entendido como proceso mediante
el cual el hombre y el género humano someten la tierra, corresponde
a este concepto fundamental de la Biblia sólo cuando al mismo tiempo,
en todo este proceso, el hombre se manifiesta y confirma como el que «
domina »;. Ese dominio se refiere en cierto sentido a la dimensión
subjetiva más que a la objetiva: esta dimensión condiciona
la misma esencia ética del trabajo. En efecto no hay duda de que el
trabajo humano tiene un valor ético, el cual está vinculado
completa y directamente al hecho de que quien lo lleva a cabo es una persona,
un sujeto consciente y libre, es decir, un sujeto que decide de sí
mismo.
Esta verdad, que constituye en cierto sentido el meollo fundamental y perenne
de la doctrina cristiana sobre el trabajo humano, ha tenido y sigue teniendo
un significado primordial en la formulación de los importantes problemas
sociales que han interesado épocas enteras. La edad antigua introdujo
entre los hombres una propia y típica diferenciación en gremios,
según el tipo de trabajo que realizaban. El trabajo que exigía
de parte del trabajador el uso de sus fuerzas físicas, el trabajo
de los músculos y manos, era considerado indigno de hombres libres
y por ello era ejecutado por los esclavos. El cristianismo, ampliando algunos
aspectos ya contenidos en el Antiguo Testamento, ha llevado a cabo una fundamental
transformación de conceptos, partiendo de todo el contenido del mensaje
evangélico y sobre todo del hecho de que Aquel, que siendo Dios se
hizo semejante a nosotros en todo,[11] dedicó la mayor parte de los
años de su vida terrena al trabajo manual junto al banco del carpintero.
Esta circunstancia constituye por sí sola el más elocuente
« Evangelio del trabajo »;, que manifiesta cómo el fundamento
para determinar el valor del trabajo humano no es en primer lugar el tipo
de trabajo que se realiza, sino el hecho de que quien lo ejecuta es una persona.
Las fuentes de la dignidad del trabajo deben buscarse principalmente no en
su dimensión objetiva, sino en su dimensión subjetiva. En esta
concepción desaparece casi el fundamento mismo de la antigua división
de los hombres en clases sociales, según el tipo de trabajo que realizasen.
Esto no quiere decir que el trabajo humano, desde el punto de vista objetivo,
no pueda o no deba ser de algún modo valorizado y cualificado. Quiere
decir solamente que el primer fundamento del valor del trabajo es el hombre
mismo, su sujeto. A esto va unida inmediatamente una consecuencia muy importante
de naturaleza ética: es cierto que el hombre está destinado
y llamado al trabajo; pero, ante todo, el trabajo está « en
función del hombre »; y no el hombre « en función
del trabajo »;. Con esta conclusión se llega justamente a reconocer
la preeminencia del significado subjetivo del trabajo sobre el significado
objetivo. Dado este modo de entender, y suponiendo que algunos trabajos realizados
por los hombres puedan tener un valor objetivo más o menos grande,
sin embargo queremos poner en evidencia que cada uno de ellos se mide sobre
todo con el metro de la dignidad del sujeto mismo del trabajo, o sea de la
persona, del hombre que lo realiza. A su vez, independientemente del trabajo
que cada hombre realiza, y suponiendo que ello constituya una finalidad –a
veces muy exigente– de su obrar, esta finalidad no posee un significado definitivo
por sí mismo. De hecho, en fin de cuentas, la finalidad del trabajo,
de cualquier trabajo realizado por el hombre –aunque fuera el trabajo «
más corriente »;, más monótono en la escala del
modo común de valorar, e incluso el que más margina– permanece
siempre el hombre mismo.
7. Una amenaza al justo orden de los valores
Precisamente estas afirmaciones básicas sobre el trabajo han surgido
siempre de la riqueza de la verdad cristiana, especialmente del mensaje mismo
del « Evangelio del trabajo »;, creando el fundamento del nuevo
modo humano de pensar, de valorar y de actuar. En la época moderna,
desde el comienzo de la era industrial, la verdad cristiana sobre el trabajo
debía contraponerse a las diversas corrientes del pensamiento materialista
y « economicista »;. Para algunos autores de tales ideas, el
trabajo se entendía y se trataba como una especie de « mercancía
»;, que el trabajador -especialmente el obrero de la industria- vende
al empresario, que es a la vez poseedor del capital, o sea del conjunto de
los instrumentos de trabajo y de los medios que hacen posible la producción.
Este modo de entender el trabajo se difundió, de modo particular,
en la primera mitad del siglo XIX. A continuación, las formulaciones
explícitas de este tipo casi han ido desapareciendo, cediendo a un
modo más humano de pensar y valorar el trabajo. La interacción
entre el hombre del trabajo y el conjunto de los instrumentos y de los medios
de producción ha dado lugar al desarrollo de diversas formas de capitalismo
-paralelamente a diversas formas de colectivismo- en las que se han insertado
otros elementos socio-económicos como consecuencia de nuevas circunstancias
concretas, de la acción de las asociaciones de los trabajadores y
de los poderes públicos, así como de la entrada en acción
de grandes empresas transnacionales. A pesar de todo, el peligro de considerar
el trabajo como una « mercancía sui generis »;, o como
una anónima « fuerza »; necesaria para la producción
(se habla incluso de « fuerza-trabajo »;), existe siempre, especialmente
cuando toda la visual de la problemática económica esté
caracterizada por las premisas del economismo materialista.
Una ocasión sistemática y, en cierto sentido, hasta un estímulo
para este modo de pensar y valorar está constituido por el acelerado
proceso de desarrollo de la civilización unilateralmente materialista,
en la que se da importancia primordial a la dimensión objetiva del
trabajo, mientras la subjetiva –todo lo que se refiere indirecta o directamente
al mismo sujeto del trabajo– permanece a un nivel secundario. En todos los
casos de este género, en cada situación social de este tipo
se da una confusión, e incluso una inversión del orden establecido
desde el comienzo con las palabras del libro del Génesis: el hombre
es considerado como un instrumento de producción,[12]mientras él,
-él solo, independientemente del trabajo que realiza- debería
ser tratado como sujeto eficiente y su verdadero artífice y creador.
Precisamente tal inversión de orden, prescindiendo del programa y
de la denominación según la cual se realiza, merecería
el nombre de « capitalismo »; en el sentido indicado más
adelante con mayor amplitud. Se sabe que el capitalismo tiene su preciso
significado histórico como sistema, y sistema económico-social,
en contraposición al « socialismo »; o « comunismo
»;. Pero, a la luz del análisis de la realidad fundamental del
entero proceso económico y, ante todo, de la estructura de producción
-como es precisamente el trabajo- conviene reconocer que el error del capitalismo
primitivo puede repetirse dondequiera que el hombre sea tratado de alguna
manera a la par de todo el complejo de los medios materiales de producción,
como un instrumento y no según la verdadera dignidad de su trabajo,
o sea como sujeto y autor, y, por consiguiente, como verdadero fin de todo
el proceso productivo.
Se comprende así cómo el análisis del trabajo humano
hecho a la luz de aquellas palabras, que se refieren al « dominio »;
del hombre sobre la tierra, penetra hasta el centro mismo de la problemática
ético-social. Esta concepción debería también
encontrar un puesto central en toda la esfera de la política social
y económica, tanto en el ámbito de cada uno de los países,
como en el más amplio de las relaciones internacionales e intercontinentales,
con particular referencia a las tensiones que se delinean en el mundo no
sólo en el eje Oriente-Occidente, sino también en el del Norte-Sur.
Tanto el Papa Juan XXIII en la Encíclica Mater et Magistra como Pablo
VI en la Populorum Progressio han dirigido una decidida atención a
estas dimensiones de la problemática ético-social contemporánea.
8. Solidaridad de los hombres del trabajo
Si se trata del trabajo humano en la fundamental dimensión de su sujeto,
o sea del hombre-persona que ejecuta un determinado trabajo, se debe bajo
este punto de vista hacer por lo menos una sumaria valoración de las
transformaciones que, en los 90 años que nos separan de la Rerum Novarum,
han acaecido en relación con el aspecto subjetivo del trabajo. De
hecho aunque el sujeto del trabajo sea siempre el mismo, o sea el hombre,
sin embargo en el aspecto objetivo se verifican transformaciones notables.
Aunque se pueda decir que el trabajo, a causa de su sujeto, es uno (uno y
cada vez irrepetible) sin embargo, considerando sus direcciones objetivas,
hay que constatar que existen muchos trabajos: tantos trabajos distintos.
El desarrollo de la civilización humana conlleva en este campo un
enriquecimiento continuo. Al mismo tiempo, sin embargo, no se puede dejar
de notar cómo en el proceso de este desarrollo no sólo aparecen
nuevas formas de trabajo, sino que también otras desaparecen. Aun
concediendo que en línea de máxima sea esto un fenómeno
normal, hay que ver todavía si no se infiltran en él, y en
qué manera, ciertas irregularidades, que por motivos ético-sociales
pueden ser peligrosas.
Precisamente, a raíz de esta anomalía de gran alcance surgió
en el siglo pasado la llamada cuestión obrera, denominada a veces
« cuestión proletaria »;. Tal cuestión -con los
problemas anexos a ella- ha dado origen a una justa reacción social,
ha hecho surgir y casi irrumpir un gran impulso de solidaridad entre los
hombres del trabajo y, ante todo, entre los trabajadores de la industria.
La llamada a la solidaridad y a la acción común, lanzada a
los hombres del trabajo -sobre todo a los del trabajo sectorial, monótono,
despersonalizador en los complejos industriales, cuando la máquina
tiende a dominar sobre el hombre- tenía un importante valor y su elocuencia
desde el punto de vista de la ética social. Era la reacción
contra la degradación del hombre como sujeto del trabajo, y contra
la inaudita y concomitante explotación en el campo de las ganancias,
de las condiciones de trabajo y de previdencia hacia la persona del trabajador.
Semejante reacción ha reunido al mundo obrero en una comunidad caracterizada
por una gran solidaridad.
Tras las huellas de la Encíclica Rerum Novarum y de muchos documentos
sucesivos del Magisterio de la Iglesia se debe reconocer francamente que
fue justificada, desde la óptica de la moral social, la reacción
contra el sistema de injusticia y de daño, que pedía venganza
al cielo,[13] y que pesaba sobre el hombre del trabajo en aquel período
de rápida industrialización. Esta situación estaba favorecida
por el sistema socio-político liberal que, según sus premisas
de economismo, reforzaba y aseguraba la iniciativa económica de los
solos poseedores del capital, y no se preocupaba suficientemente de los derechos
del hombre del trabajo, afirmando que el trabajo humano es solamente instrumento
de producción, y que el capital es el fundamento, el factor eficiente,
y el fin de la producción.
Desde entonces la solidaridad de los hombres del trabajo, junto con una toma
de conciencia más neta y más comprometida sobre los derechos
de los trabajadores por parte de los demás, ha dado lugar en muchos
casos a cambios profundos. Se han ido buscando diversos sistemas nuevos.
Se han desarrollado diversas formas de neocapitalismo o de colectivismo.
Con frecuencia los hombres del trabajo pueden participar, y efectivamente
participan, en la gestión y en el control de la productividad de las
empresas. Por medio de asociaciones adecuadas, ellos influyen en las condiciones
de trabajo y de remuneración, así como en la legislación
social. Pero al mismo tiempo, sistemas ideológicos o de poder, así
como nuevas relaciones surgidas a distintos niveles de la convivencia humana,
han dejado perdurar injusticias flagrantes o han provocado otras nuevas.
A escala mundial, el desarrollo de la civilización y de las comunicaciones
ha hecho posible un diagnóstico más completo de las condiciones
de vida y del trabajo del hombre en toda la tierra, y también ha manifestado
otras formas de injusticia mucho más vastas de las que, en el siglo
pasado, fueron un estímulo a la unión de los hombres del trabajo
para una solidaridad particular en el mundo obrero. Así ha ocurrido
en los Países que han llevado ya a cabo un cierto proceso de revolución
industrial; y así también en los Países donde el lugar
primordial de trabajo sigue estando en el cultivo de la tierra u otras ocupaciones
similares.
Movimientos de solidaridad en el campo del trabajo -de una solidaridad que
no debe ser cerrazón al diálogo y a la colaboración
con los demás- pueden ser necesarios incluso con relación a
las condiciones de grupos sociales que antes no estaban comprendidos en tales
movimientos, pero que sufren, en los sistemas sociales y en las condiciones
de vida que cambian, una « proletarización »; efectiva
o, más aún, se encuentran ya realmente en la condición
de « proletariado »;, la cual, aunque no es conocida todavía
con este nombre, lo merece de hecho. En esa condición pueden encontrarse
algunas categorías o grupos de la « inteligencia »; trabajadora,
especialmente cuando junto con el acceso cada vez más amplio a la
instrucción, con el número cada vez más numeroso de
personas, que han conseguido un diploma por su preparación cultural,
disminuye la demanda de su trabajo. Tal desocupación de los intelectuales
tiene lugar o aumenta cuando la instrucción accesible no está
orientada hacia los tipos de empleo o de servicios requeridos por las verdaderas
necesidades de la sociedad, o cuando el trabajo para el que se requiere la
instrucción, al menos profesional, es menos buscado o menos pagado
que un trabajo manual. Es obvio que la instrucción de por sí
constituye siempre un valor y un enriquecimiento importante de la persona
humana; pero no obstante, algunos procesos de « proletarización
»; siguen siendo posibles independientemente de este hecho.
Por eso, hay que seguir preguntándose sobre el sujeto del trabajo
y las condiciones en las que vive. Para realizar la justicia social en las
diversas partes del mundo, en los distintos Países, y en las relaciones
entre ellos, son siempre necesarios nuevos movimientos de solidaridad de
los hombres del trabajo y de solidaridad con los hombres del trabajo. Esta
solidaridad debe estar siempre presente allí donde lo requiere la
degradación social del sujeto del trabajo, la explotación de
los trabajadores, y las crecientes zonas de miseria e incluso de hambre.
La Iglesia está vivamente comprometida en esta causa, porque la considera
como su misión, su servicio, como verificación de su fidelidad
a Cristo, para poder ser verdaderamente la « Iglesia de los pobres
»;. Y los « pobres »; se encuentran bajo diversas formas;
aparecen en diversos lugares y en diversos momentos; aparecen en muchos casos
como resultado de la violación de la dignidad del trabajo humano:
bien sea porque se limitan las posibilidades del trabajo -es decir por la
plaga del desempleo-, bien porque se deprecian el trabajo y los derechos
que fluyen del mismo, especialmente el derecho al justo salario, a la seguridad
de la persona del trabajador y de su familia.
9. Trabajo – dignidad de la persona
Continuando todavía en la perspectiva del hombre como sujeto del trabajo,
nos conviene tocar, al menos sintéticamente, algunos problemas que
definen con mayor aproximación la dignidad del trabajo humano, ya
que permiten distinguir más plenamente su específico valor
moral. Hay que hacer esto, teniendo siempre presente la vocación bíblica
a « dominar la tierra »;,[14] en la que se ha expresado la voluntad
del Creador, para que el trabajo ofreciera al hombre la posibilidad de alcanzar
el « dominio »; que le es propio en el mundo visible.
La intención fundamental y primordial de Dios respecto del hombre,
que El « creó … a su semejanza, a su imagen »;,[15] no
ha sido revocada ni anulada ni siquiera cuando el hombre, después
de haber roto la alianza original con Dios, oyó las palabras: «
Con el sudor de tu rostro comerás el pan »;.[16] Estas palabras
se refieren a la fatiga a veces pesada, que desde entonces acompaña
al trabajo humano; pero no cambian el hecho de que éste es el camino
por el que el hombre realiza el « dominio »;, que le es propio
sobre el mundo visible « sometiendo »; la tierra. Esta fatiga
es un echo universalmente conocido, porque es universalmente experimentado.
Lo saben los hombres del trabajo manual, realizado a veces en condiciones
excepcionalmente pesadas. Lo saben no sólo los agricultores, que consumen
largas jornadas en cultivar la tierra, la cual a veces « produce abrojos
y espinas »;,[17] sino también los mineros en las minas o en
las canteras de piedra, los siderúrgicos junto a sus altos hornos,
los hombres que trabajan en obras de albañilería y en el sector
de la construcción con frecuente peligro de vida o de invalidez. Lo
saben a su vez, los hombres vinculados a la mesa de trabajo intelectual;
lo saben los científicos; lo saben los hombres sobre quienes pesa
la gran responsabilidad de decisiones destinadas a tener una vasta repercusión
social. Lo saben los médicos y los enfermeros, que velan día
y noche junto a los enfermos. Lo saben las mujeres, que a veces sin un adecuado
reconocimiento por parte de la sociedad y de sus mismos familiares, soportan
cada día la fatiga y la responsabilidad de la casa y de la educación
de los hijos. Lo saben todos los hombres del trabajo y, puesto que es verdad
que el trabajo es una vocación universal, lo saben todos los hombres.
No obstante, con toda esta fatiga -y quizás, en un cierto sentido,
debido a ella- el trabajo es un bien del hombre. Si este bien comporta el
signo de un « bonum arduum »;, según la terminología
de Santo Tomás;[18] esto no quita que, en cuanto tal, sea un bien
del hombre. Y es no sólo un bien « útil »; o «
para disfrutar »;, sino un bien « digno »;, es decir, que
corresponde a la dignidad del hombre, un bien que expresa esta dignidad y
la aumenta. Queriendo precisar mejor el significado ético del trabajo,
se debe tener presente ante todo esta verdad. El trabajo es un bien del hombre
–es un bien de su humanidad–, porque mediante el trabajo el hombre no sólo
transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino
que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto
sentido « se hace más hombre »;.
Si se prescinde de esta consideración no se puede comprender el significado
de la virtud de la laboriosidad y más en concreto no se puede comprender
por qué la laboriosidad debería ser una virtud: en efecto,
la virtud, como actitud moral, es aquello por lo que el hombre llega a ser
bueno como hombre.[19] Este hecho no cambia para nada nuestra justa preocupación,
a fin de que en el trabajo, mediante el cual la materia es ennoblecida, el
hombre mismo no sufra mengua en su propia dignidad.[20] Es sabido además,
que es posible usar de diversos modos el trabajo contra el hombre, que se
puede castigar al hombre con el sistema de trabajos forzados en los campos
de concentración, que se puede hacer del trabajo un medio de opresión
del hombre, que, en fin, se puede explotar de diversos modos el trabajo humano,
es decir, al hombre del trabajo. Todo esto da testimonio en favor de la obligación
moral de unir la laboriosidad como virtud con el orden social del trabajo,
que permitirá al hombre « hacerse más hombre »;
en el trabajo, y no degradarse a causa del trabajo, perjudicando no sólo
sus fuerzas físicas (lo cual, al menos hasta un cierto punto, es inevitable),
sino, sobre todo, menoscabando su propia dignidad y subjetividad.
10. Trabajo y sociedad: familia, nación
Confirmada de este modo la dimensión personal del trabajo humano,
se debe luego llegar al segundo ámbito de valores, que está
necesariamente unido a él. El trabajo es el fundamento sobre el que
se forma la vida familiar, la cual es un derecho natural y una vocación
del hombre. Estos dos ámbitos de valores -uno relacionado con el trabajo
y otro consecuente con el carácter familiar de la vida humana- deben
unirse entre sí correctamente y correctamente compenetrarse. El trabajo
es, en un cierto sentido, una condición para hacer posible la fundación
de una familia, ya que ésta exige los medios de subsistencia, que
el hombre adquiere normalmente mediante el trabajo. Trabajo y laboriosidad
condicionan a su vez todo el proceso de educación dentro de la familia,
precisamente por la razón de que cada uno « se hace hombre »;,
entre otras cosas, mediante el trabajo, y ese hacerse hombre expresa precisamente
el fin principal de todo el proceso educativo. Evidentemente aquí
entran en juego, en un cierto sentido, dos significados del trabajo: el que
consiente la vida y manutención de la familia, y aquel por el cual
se realizan los fines de la familia misma, especialmente la educación.
No obstante, estos dos significados del trabajo están unidos entre
sí y se complementan en varios puntos.
En conjunto se debe recordar y afirmar que la familia constituye uno de los
puntos de referencia más importantes, según los cuales debe
formarse el orden socio-ético del trabajo humano. La doctrina de la
Iglesia ha dedicado siempre una atención especial a este problema
y en el presente documento convendrá que volvamos sobre él.
En efecto, la familia es, al mismo tiempo, una comunidad hecha posible gracias
al trabajo y la primera escuela interior de trabajo para todo hombre.
El tercer ámbito de valores que emerge en la presente perspectiva
-en la perspectiva del sujeto del trabajo– se refiere a esa gran sociedad,
a la que pertenece el hombre en base a particulares vínculos culturales
e históricos. Dicha sociedad –aun cuando no ha asumido todavía
la forma madura de una nación- es no sólo la gran « educadora
»; de cada hombre, aunque indirecta (porque cada hombre asume en la
familia los contenidos y valores que componen, en su conjunto, la cultura
de una determinada nación), sino también una gran encarnación
histórica y social del trabajo de todas las generaciones. Todo esto
hace que el hombre concilie su más profunda identidad humana con la
pertenencia a la nación y entienda también su trabajo como
incremento del bien común elaborado juntamente con sus compatriotas,
dándose así cuenta de que por este camino el trabajo sirve
para multiplicar el patrimonio de toda la familia humana, de todos los hombres
que viven en el mundo.
Estos tres ámbitos conservan permanentemente su importancia para el
trabajo humano en su dimensión subjetiva. Y esta dimensión,
es decir la realidad concreta del hombre del trabajo, tiene precedencia sobre
la dimensión objetiva. En su dimensión subjetiva se realiza,
ante todo, aquel « dominio »; sobre el mundo de la naturaleza,
al que el hombre está llamado desde el principio según las
palabras del libro del Génesis. Si el proceso mismo de « someter
la tierra »;, es decir, el trabajo bajo el aspecto de la técnica,
está marcado a lo largo de la historia y, especialmente en los últimos
siglos, por un desarrollo inconmensurable de los medios de producción,
entonces éste es un fenómeno ventajoso y positivo, a condición
de que la dimensión objetiva del trabajo no prevalezca sobre la dimensión
subjetiva, quitando al hombre o disminuyendo su dignidad y sus derechos inalienables.
III. CONFLICTO ENTRE TRABAJO Y CAPITAL EN LA PRESENTE FASE HISTÓRICA
11. Dimensión de este conflicto
El esbozo de la problemática fundamental del trabajo, tal como se
ha delineado más arriba haciendo referencia a los primeros textos
bíblicos, constituye así, en un cierto sentido, la misma estructura
portadora de la enseñanza de la Iglesia, que se mantiene sin cambio
a través de los siglos, en el contexto de las diversas experiencias
de la historia. Sin embargo, en el transfondo de las experiencias que precedieron
y siguieron a la publicación de la Encíclica Rerum Novarum,
esa enseñanza adquiere una expresividad particular y una elocuencia
de viva actualidad. El trabajo aparece en este análisis como una gran
realidad, que ejerce un influjo fundamental sobre la formación, en
sentido humano del mundo dado al hombre por el Creador y es una realidad
estrechamente ligada al hombre como al propio sujeto y a su obrar racional.
Esta realidad, en el curso normal de las cosas, llena la vida humana e incide
fuertemente sobre su valor y su sentido. Aunque unido a la fatiga y al esfuerzo,
el trabajo no deja de ser un bien, de modo que el hombre se desarrolla mediante
el amor al trabajo. Este carácter del trabajo humano, totalmente positivo
y creativo, educativo y meritorio, debe constituir el fundamento de las valoraciones
y de las decisiones, que hoy se toman al respecto, incluso referidas a los
derechos subjetivos del hombre, como atestiguan las Declaraciones internacionales
y también los múltiples Códigos del trabajo, elaborados
tanto por las competentes instituciones legisladoras de cada País,
como por las organizaciones que dedican su actividad social o también
científico-social a la problemática del trabajo. Un organismo
que promueve a nivel internacional tales iniciativas es la Organización
Internacional del Trabajo, la más antigua Institución especializada
de la ONU.
En la parte siguiente de las presentes consideraciones tengo intención
de volver de manera más detallada sobre estos importantes problemas,
recordando al menos los elementos fundamentales de la doctrina de la Iglesia
sobre este tema. Sin embargo antes conviene tocar un ámbito mucho
más importante de problemas, entre los cuales se ha ido formando esta
enseñanza en la última fase, es decir en el período,
cuya fecha, en cierto sentido simbólica, es el año de la publicación
de la Encíclica Rerum Novarum.
Se sabe que en todo este período, que todavía no ha terminado,
el problema del trabajo ha sido planteado en el contexto del gran conflicto,
que en la época del desarrollo industrial y junto con éste
se ha manifestado entre el « mundo del capital »; y el «
mundo del trabajo »;, es decir, entre el grupo restringido, pero muy
influyente, de los empresarios, propietarios o poseedores de los medios de
producción y la más vasta multitud de gente que no disponía
de estos medios, y que participaba, en cambio, en el proceso productivo exclusivamente
mediante el trabajo. Tal conflicto ha surgido por el hecho de que los trabajadores,
ofreciendo sus fuerzas para el trabajo, las ponían a disposición
del grupo de los empresarios, y que éste, guiado por el principio
del máximo rendimiento, trataba de establecer el salario más
bajo posible para el trabajo realizado por los obreros. A esto hay que añadir
también otros elementos de explotación, unidos con la falta
de seguridad en el trabajo y también de garantías sobre las
condiciones de salud y de vida de los obreros y de sus familias.
Este conflicto, interpretado por algunos como un conflicto socio-económico
con carácter de clase, ha encontrado su expresión en el conflicto
ideológico entre el liberalismo, entendido como ideología del
capitalismo, y el marxismo, entendido como ideología del socialismo
científico y del comunismo, que pretende intervenir como portavoz
de la clase obrera, de todo el proletariado mundial. De este modo, el conflicto
real, que existía entre el mundo del trabajo y el mundo del capital,
se ha transformado en la lucha programada de clases, llevada con métodos
no sólo ideológicos, sino incluso, y ante todo, políticos.
Es conocida la historia de este conflicto, como conocidas son también
las exigencias de una y otra parte. El programa marxista, basado en la filosofía
de Marx y de Engels, ve en la lucha de clases la única vía
para eliminar las injusticias de clase, existentes en la sociedad, y las
clases mismas. La realización de este programa antepone la «
colectivización »;de los medios de producción, a fin
de que a través del traspaso de estos medios de los privados a la
colectividad, el trabajo humano quede preservado de la explotación.
A esto tiende la lucha conducida con métodos no sólo ideológicos,
sino también políticos. Los grupos inspirados por la ideología
marxista como partidos políticos, tienden, en función del principio
de la « dictadura del proletariado »;, y ejerciendo influjos
de distinto tipo, comprendida la presión revolucionaria, al monopolio
del poder en cada una de las sociedades, para introducir en ellas, mediante
la supresión de la propiedad privada de los medios de producción,
el sistema colectivista. Según los principales ideólogos y
dirigentes de ese amplio movimiento internacional, el objetivo de ese programa
de acción es el de realizar la revolución social e introducir
en todo el mundo el socialismo y, en definitiva, el sistema comunista.
Tocando este ámbito sumamente importante de problemas que constituyen
no sólo una teoría, sino precisamente un tejido de vida socio-económica,
política e internacional de nuestra época, no se puede y ni
siquiera es necesario entrar en detalles, ya que éstos son conocidos
sea por la vasta literatura, sea por las experiencias prácticas. Se
debe, en cambio, pasar de su contexto al problema fundamental del trabajo
humano, al que se dedican sobre todo las consideraciones contenidas en el
presente documento. Al mismo tiempo pues, es evidente que este problema capital,
siempre desde el punto de vista del hombre, -problema que constituye una
de las dimensiones fundamentales de su existencia terrena y de su vocación-
no puede explicarse de otro modo si no es teniendo en cuenta el pleno contexto
de la realidad contemporánea.
12. Prioridad del trabajo
Ante la realidad actual, en cuya estructura se encuentran profundamente insertos
tantos conflictos, causados por el hombre, y en la que los medios técnicos
-fruto del trabajo humano- juegan un papel primordial (piénsese aquí
en la perspectiva de un cataclismo mundial en la eventualidad de una guerra
nuclear con posibilidades destructoras casi inimaginables) se debe ante todo
recordar un principio enseñado siempre por la Iglesia. Es el principio
de la prioridad del « trabajo »; frente al « capital »;.
Este principio se refiere directamente al proceso mismo de producción,
respecto al cual el trabajo es siempre una causa eficiente primaria, mientras
el « capital »;, cuando el conjunto de los medios de producción,
es sólo un instrumento o la causa instrumental. Este principio es
una verdad evidente, que se deduce de toda la experiencia histórica
del hombre.
Cuando en el primer capítulo de la Biblia oímos que el hombre
debe someter la tierra, sabemos que estas palabras se refieren a todos los
recursos que el mundo visible encierra en sí, puestos a disposición
del hombre. Sin embargo, tales recursos no pueden servir al hombre si no
es mediante el trabajo. Con el trabajo ha estado siempre vinculado desde
el principio el problema de la propiedad: en efecto, para hacer servir para
sí y para los demás los recursos escondidos en la naturaleza,
el hombre tiene como único medio su trabajo. Y para hacer fructificar
estos recursos por medio del trabajo, el hombre se apropia en pequeñas
partes, de las diversas riquezas de la naturaleza: del subsuelo, del mar,
de la tierra, del espacio. De todo esto se apropia él convirtiéndolo
en su puesto de trabajo.
Se lo apropia por medio del trabajo y para tener un ulterior trabajo. El
mismo principio se aplica a las fases sucesivas de este proceso, en el que
la primera fase es siempre la relación del hombre con los recursos
y las riquezas de la naturaleza. Todo el esfuerzo intelectual, que tiende
a descubrir estas riquezas, a especificar las diversas posibilidades de utilización
por parte del hombre y para el hombre, nos hace ver que todo esto, que en
la obra entera de producción económica procede del hombre,
ya sea el trabajo como el conjunto de los medios de producción y la
técnica relacionada con éstos (es decir, la capacidad de usar
estos medios en el trabajo), supone estas riquezas y recursos del mundo visible,
que el hombre encuentra, pero no crea. El los encuentra, en cierto modo,
ya dispuestos, preparados para el descubrimiento intelectual y para la utilización
correcta en el proceso productor. En cada fase del desarrollo de su trabajo,
el hombre se encuentra ante el hecho de la principal donación por
parte de la « naturaleza »;, y en definitiva por parte del Creador.
En el comienzo mismo del trabajo humano se encuentra el misterio de la creación.
Esta afirmación ya indicada como punto de partida, constituye el hilo
conductor de este documento, y se desarrollará posteriormente en la
última parte de las presentes reflexiones.
La consideración sucesiva del mismo problema debe confirmarnos en
la convicción de la prioridad del trabajo humano sobre lo que, en
el transcurso del tiempo, se ha solido llamar « capital »;. En
efecto, si en el ámbito de este último concepto entran, además
de los recursos de la naturaleza puestos a disposición del hombre,
también el conjunto de medios, con los cuales el hombre se apropia
de ellos, transformándolos según sus necesidades (y de este
modo, en algún sentido, « humanizándolos »;), entonces
se debe constatar aquí que el conjunto de medios es fruto del patrimonio
histórico del trabajo humano. Todos los medios de producción,
desde los más primitivos hasta los ultramodernos, han sido elaborados
gradualmente por el hombre: por la experiencia y la inteligencia del hombre.
De este modo, han surgido no sólo los instrumentos más sencillos
que sirven para el cultivo de la tierra, sino también -con un progreso
adecuado de la ciencia y de la técnica- los más modernos y
complejos: las máquinas, las fábricas, los laboratorios y las
computadoras. Así, todo lo que sirve al trabajo, todo lo que constituye-en
el estado actual de la técnica- su « instrumento »; cada
vez más perfeccionado, es fruto del trabajo.
Este gigantesco y poderoso instrumento -el conjunto de los medios de producción,
que son considerados, en un cierto sentido, como sinónimo de «
capital »;-, ha nacido del trabajo y lleva consigo las señales
del trabajo humano. En el presente grado de avance de la técnica,
el hombre, que es el sujeto del trabajo, queriendo servirse del conjunto
de instrumentos modernos, o sea de los medios de producción, debe
antes asimilar a nivel de conocimiento el fruto del trabajo de los hombres
que han descubierto aquellos instrumentos, que los han programado, construido
y perfeccionado, y que siguen haciéndolo. La capacidad de trabajo
-es decir, de participación eficiente en el proceso moderno de producción-
exige una preparación cada vez mayor y, ante todo, una instrucción
adecuada. Está claro obviamente que cada hombre que participa en el
proceso de producción, incluso en el caso de que realice sólo
aquel tipo de trabajo para el cual son necesarias una instrucción
y especialización particulares, es sin embargo en este proceso de
producción el verdadero sujeto eficiente, mientras el conjunto de
los instrumentos, incluso el más perfecto en sí mismo, es sólo
y exclusivamente instrumento subordinado al trabajo del hombre.
Esta verdad, que pertenece al patrimonio estable de la doctrina de la Iglesia,
deber ser siempre destacada en relación con el problema del sistema
de trabajo, y también de todo el sistema socio-económico. Conviene
subrayar y poner de relieve la primacía del hombre en el proceso de
producción, la primacía del hombre respecto de las cosas. Todo
lo que está contenido en el concepto de « capital »; -en
sentido restringido- es solamente un conjunto de cosas. El hombre como sujeto
del trabajo, e independientemente del trabajo que realiza, el hombre, él
solo, es una persona. Esta verdad contiene en sí consecuencias importantes
y decisivas.
13. Economismo y materialismo
Ante todo, a la luz de esta verdad, se ve claramente que no se puede separar
el « capital »; del trabajo, y que de ningún modo se puede
contraponer el trabajo al capital ni el capital al trabajo, ni menos aún
-como se dirá más adelante- los hombres concretos, que están
detrás de estos conceptos, los unos a los otros. Justo, es decir,
conforme a la esencia misma del problema; justo, es decir, intrínsecamente
verdadero y a su vez moralmente legítimo, puede ser aquel sistema
de trabajo que en su raíz supera la antinomia entre trabajo y el capital,
tratando de estructurarse según el principio expuesto mas arriba de
la sustancial y efectiva prioridad del trabajo, de la subjetividad del trabajo
humano y de su participación eficiente en todo el proceso de producción,
y esto independientemente de la naturaleza de las prestaciones realizadas
por el trabajador.
La antinomia entre trabajo y capital no tiene su origen en la estructura
del mismo proceso de producción, y ni siquiera en la del proceso económico
en general. Tal proceso demuestra en efecto la compenetración recíproca
entre el trabajo y lo que estamos acostumbrados a llamar el capital; demuestra
su vinculación indisoluble. El hombre, trabajando en cualquier puesto
de trabajo, ya sea éste relativamente primitivo o bien ultramoderno,
puede darse cuenta fácilmente de que con su trabajo entra en un doble
patrimonio, es decir, en el patrimonio de lo que ha sido dado a todos los
hombres con los recursos de la naturaleza y de lo que los demás ya
han elaborado anteriormente sobre la base de estos recursos, ante todo desarrollando
la técnica, es decir, formando un conjunto de instrumentos de trabajo,
cada vez más perfectos: el hombre, trabajando, al mismo tiempo «
reemplaza en el trabajo a los demás »;.[21] Aceptamos sin dificultad
dicha imagen del campo y del proceso del trabajo humano, guiados por la inteligencia
o por la fe que recibe la luz de la Palabra de Dios. Esta es una imagen coherente,
teológica y al mismo tiempo humanística. El hombre es en ella
el « señor »; de las creaturas, que están puestas
a su disposición en el mundo visible. Si en el proceso del trabajo
se descubre alguna dependencia, ésta es la dependencia del Dador de
todos los recursos de la creación, y es a su vez la dependencia de
los demás hombres, a cuyo trabajo y a cuyas iniciativas debemos las
ya perfeccionadas y ampliadas posibilidades de nuestro trabajo. De todo esto
que en el proceso de producción constituye un conjunto de «
cosas »;, de los instrumentos, del capital, podemos solamente afirmar
que condiciona el trabajo del hombre; no podemos, en cambio, afirmar que
ello constituya casi el « sujeto »; anónimo que hace dependiente
al hombre y su trabajo.
La ruptura de esta imagen coherente, en la que se salvaguarda estrechamente
el principio de la primacía de la persona sobre las cosas, ha tenido
lugar en la mente humana, alguna vez, después de un largo período
de incubación en la vida práctica. Se ha realizado de modo
tal que el trabajo ha sido separado del capital y contrapuesto al capital,
y el capital contrapuesto al trabajo, casi como dos fuerzas anónimas,
dos factores de producción colocados juntos en la misma perspectiva
« economística »;. En tal planteamiento del problema había
un error fundamental, que se puede llamar el error del economismo, si se
considera el trabajo humano exclusivamente según su finalidad económica.
Se puede también y se debe llamar este error fundamental del pensamiento
un error del materialismo, en cuanto que el economismo incluye, directa o
indirectamente, la convicción de la primacía y de la superioridad
de lo que es material, mientras por otra parte el economismo sitúa
lo que es espiritual y personal (la acción del hombre, los valores
morales y similares) directa o indirectamente, en una posición subordinada
a la realidad material. Esto no es todavía el materialismo teórico
en el pleno sentido de la palabra; pero es ya ciertamente materialismo práctico,
el cual, no tanto por las premisas derivadas de la teoría materialista,
cuanto por un determinado modo de valorar, es decir, de una cierta jerarquía
de los bienes, basada sobre la inmediata y mayor atracción de lo que
es material, es considerado capaz de apagar las necesidades del hombre.
El error de pensar según las categorías del economismo ha avanzado
al mismo tiempo que surgía la filosofía materialista y se desarrollaba
esta filosofía desde la fase más elemental y común (llamada
también materialismo vulgar, porque pretende reducir la realidad espiritual
a un fenómeno superfluo) hasta la fase del llamado materialismo dialéctico.
Sin embargo parece que -en el marco de las presentes consideraciones-, para
el problema fundamental del trabajo humano y, en particular, para la separación
y contraposición entre « trabajo »; y « capital
»;, como entre dos factores de la producción considerados en
aquella perspectiva « economística »; dicha anteriormente,
el economismo haya tenido una importancia decisiva y haya influido precisamente
sobre tal planteamiento no humanístico de este problema antes del
sistema filosófico materialista. No obstante es evidente que el materialismo,
incluso en su forma dialéctica, no es capaz de ofrecer a la reflexión
sobre el trabajo humano bases suficientes y definitivas, para que la primacía
del hombre sobre el instrumento-capital, la primacía de la persona
sobre las cosas, pueda encontrar en él una adecuada e irrefutable
verificación y apoyo. También en el materialismo dialéctico
el hombre no es ante todo sujeto del trabajo y causa eficiente del proceso
de producción, sino que es entendido y tratado como dependiendo de
lo que es material, como una especie de « resultante »; de las
relaciones económicas y de producción predominantes en una
determinada época.
Evidentemente la antinomia entre trabajo y capital considerada aquí
-la antinomia en cuyo marco el trabajo ha sido separado del capital y contrapuesto
al mismo, en un cierto sentido ónticamente como si fuera un elemento
cualquiera del proceso económico- inicia no sólo en la filosofía
y en las teorías económicas del siglo XVIII, sino mucho más
todavía en toda la praxis económico-social de aquel tiempo,
que era el de la industrialización que nacía y se desarrollaba
precipitadamente, en la cual se descubría en primer lugar la posibilidad
de acrecentar mayormente las riquezas materiales, es decir los medios, pero
se perdía de vista el fin, o sea el hombre, al cual estos medios deben
servir. Precisamente este error práctico ha perjudicado ante todo
al trabajo humano, al hombre del trabajo, yha causado la reacción
social éticamente justa, de la que se ha hablado anteriormente. El
mismo error, que ya tiene su determinado aspecto histórico, relacionado
con el período del primitivo capitalismo y liberalismo, puede sin
embargo repetirse en otras circunstancias de tiempo y lugar, si se parte,
en el pensar, de las mismas premisas tanto teóricas como prácticas.
No se ve otra posibilidad de una superación radical de este error,
si no intervienen cambios adecuados tanto en el campo de la teoría,
como en el de la práctica, cambios que van en la línea de la
decisiva convicción de la primacía de la persona sobre las
cosas, del trabajo del hombre sobre el capital como conjunto de los medios
de producción.
14. Trabajo y propiedad
El proceso histórico -presentado aquí brevemente- que ciertamente
ha salido de su fase inicial, pero que sigue en vigor, más aún
que continúa extendiéndose a las relaciones entre las naciones
y los continentes, exige una precisación también desde otro
punto de vista. Es evidente que, cuando se habla de la antinomia entre trabajo
y capital, no se trata sólo de conceptos abstractos o de « fuerzas
anónimas »;, que actúan en la producción económica.
Detrás de uno y otro concepto están los hombres, los hombres
vivos, concretos; por una parte aquellos que realizan el trabajo sin ser
propietarios de los medios de producción, y por otra aquellos que
hacen de empresarios y son los propietarios de estos medios, o bien representan
a los propietarios. Así pues, en el conjunto de este difícil
proceso histórico, desde el principio está el problema de la
propriedad. La Encíclica Rerum Novarum, que tiene como tema la cuestión
social, pone el acento también sobre este problema, recordando y confirmando
la doctrina de la Iglesia sobre la propiedad, sobre el derecho a la propiedad
privada, incluso cuando se trata de los medios de producción. Lo mismo
ha hecho la Encíclica Mater et Magistra.
El citado principio, tal y como se recordó entonces y como todavía
es enseñado por la Iglesia, se aparta radicalmente del programa del
colectivismo, proclamado por el marxismo y realizado en diversos Países
del mundo en los decenios siguientes a la época de la Encíclica
de León XIII. Tal principio se diferencia al mismo tiempo, del programa
del capitalismo, practicado por el liberalismo y por los sistemas políticos,
que se refieren a él. En este segundo caso, la diferencia consiste
en el modo de entender el derecho mismo de propiedad. La tradición
cristiana no ha sostenido nunca este derecho como absoluto e intocable. Al
contrario, siempre lo ha entendido en el contexto más amplio del derecho
común de todos a usar los bienes de la entera creación: el
derecho a la propiedad privada como subordinado al derecho al uso común,
al destino universal de los bienes.
Además, la propiedad según la enseñanza de la Iglesia
nunca se ha entendido de modo que pueda constituir un motivo de contraste
social en el trabajo. Como ya se ha recordado anteriormente en este mismo
texto, la propiedad se adquiere ante todo mediante el trabajo, para que ella
sirva al trabajo. Esto se refiere de modo especial a la propiedad de los
medios de producción. El considerarlos aisladamente como un conjunto
de propiedades separadas con el fin de contraponerlos en la forma del «
capital »; al « trabajo »;, y más aún realizar
la explotación del trabajo, es contrario a la naturaleza misma de
estos medios y de su posesión. Estos no pueden ser poseídos
contra el trabajo, no pueden ser ni siquiera poseídos para poseer,
porque el único título legítimo para su posesión
–y esto ya sea en la forma de la propiedad privada, ya sea en la de la propiedad
pública o colectiva– es que sirvan al trabajo; consiguientemente que,
sirviendo al trabajo, hagan posible la realización del primer principio
de aquel orden, que es el destino universal de los bienes y el derecho a
su uso común. Desde ese punto de vista, pues, en consideración
del trabajo humano y del acceso común a los bienes destinados al hombre,
tampoco conviene excluir la socialización, en las condiciones oportunas,
de ciertos medios de producción. En el espacio de los decenios que
nos separan de la publicación de la Encíclica Rerum Novarum,
la enseñanza de la Iglesia siempre ha recordado todos estos principios,
refiriéndose a los argumentos formulados en la tradición mucho
más antigua, por ejemplo, los conocidos argumentos de la Summa Theologiae
de Santo Tomás de Aquino.[22]
En este documento, cuyo tema principal es el trabajo humano, es conveniente
corroborar todo el esfuerzo a través del cual la enseñanza
de la Iglesia acerca de la propiedad ha tratado y sigue tratando de asegurar
la primacía del trabajo y, por lo mismo, la subjetividad del hombre
en la vida social, especialmente en la estructura dinámica de todo
el proceso económico. Desde esta perspectiva, sigue siendo inaceptable
la postura del « rígido »; capitalismo, que defiende el
derecho exclusivo a la propiedad privada de los medios de producción,
como un « dogma »; intocable en la vida económica. El
principio del respeto del trabajo, exige que este derecho se someta a una
revisión constructiva en la teoría y en la práctica.
En efecto, si es verdad que el capital, al igual que el conjunto de los medios
de producción, constituye a su vez el producto del trabajo de generaciones,
entonces no es menos verdad que ese capital se crea incesantemente gracias
al trabajo llevado a cabo con la ayuda de ese mismo conjunto de medios de
producción, que aparecen como un gran lugar de trabajo en el que,
día a día, pone su empeño la presente generación
de trabajadores. Se trata aquí, obviamente, de las distintas clases
de trabajo, no solo del llamado trabajo manual, sino también del múltiple
trabajo intelectual, desde el de planificación al de dirección.
Bajo esta luz adquieren un significado de relieve particular las numerosas
propuestas hechas por expertos en la doctrina social católica y también
por el Supremo Magisterio de la Iglesia.[23] Son propuestas que se refieren
a la copropiedad de los medios de trabajo, a la participación de los
trabajadores en la gestión y o en los beneficios de la empresa, al
llamado « accionariado »; del trabajo y otras semejantes. Independientemente
de la posibilidad de aplicación concreta de estas diversas propuestas,
sigue siendo evidente que el reconocimiento de la justa posición del
trabajo y del hombre del trabajo dentro del proceso productivo exige varias
adaptaciones en el ámbito del mismo derecho a la propiedad de los
medios de producción; y esto teniendo en cuenta no sólo situaciones
más antiguas, sino también y ante todo la realidad y la problemática
que se ha ido creando en la segunda mitad de este siglo, en lo que concierne
al llamado Tercer Mundo y a los distintos nuevos Países independientes
que han surgido, de manera especial pero no únicamente en África,
en lugar de los territorios coloniales de otros tiempos.
Por consiguiente, si la posición del « rígido »;
capitalismo debe ser sometida continuamente a revisión con vistas
a una reforma bajo el aspecto de los derechos del hombre, entendidos en el
sentido más amplio y en conexión con su trabajo, entonces se
debe afirmar, bajo el mismo punto de vista, que estas múltiples y
tan deseadas reformas no pueden llevarse a cabo mediante la eliminación
apriorística de la propiedad privada de los medios de producción.
En efecto, hay que tener presente que la simple substracción de esos
medios de producción (el capital) de las manos de sus propietarios
privados, no es suficiente para socializarlos de modo satisfactorio. Los
medios de producción dejan de ser propiedad de un determinado grupo
social, o sea de propietarios privados, para pasar a ser propiedad de la
sociedad organizada, quedando sometidos a la administración y al control
directo de otro grupo de personas, es decir, de aquellas que, aunque no tengan
su propiedad por más que ejerzan el poder dentro de la sociedad, disponen
de ellos a escala de la entera economía nacional, o bien de la economía
local.
Este grupo dirigente y responsable puede cumplir su cometido de manera satisfactoria
desde el punto de vista de la primacía del trabajo; pero puede cumplirlo
mal, reivindicando para sí al mismo tiempo el monopolio de la administración
y disposición de los medios de producción, y no dando marcha
atrás ni siquiera ante la ofensa a los derechos fundamentales del
hombre. Así pues, el mero paso de los medios de producción
a propiedad del Estado, dentro del sistema colectivista, no equivale ciertamente
a la « socialización »; de esta propiedad. Se puede hablar
de socialización únicamente cuando quede asegurada la subjetividad
de la sociedad, es decir, cuando toda persona, basándose en su propio
trabajo, tenga pleno título a considerarse al mismo tiempo «
copropietario »; de esa especie de gran taller de trabajo en el que
se compromete con todos. Un camino para conseguir esa meta podría
ser la de asociar, en cuanto sea posible, el trabajo a la propiedad del capital
y dar vida a una rica gama de cuerpos intermedios con finalidades económicas,
sociales, culturales: cuerpos que gocen de una autonomía efectiva
respecto a los poderes públicos, que persigan sus objetivos específicos
manteniendo relaciones de colaboración leal y mutua, con subordinación
a las exigencias del bien común y que ofrezcan forma y naturaleza
de comunidades vivas; es decir, que los miembros respectivos sean considerados
y tratados como personas y sean estimulados a tomar parte activa en la vida
de dichas comunidades.[24]
15. Argumento « personalista »
Así pues el principio de la prioridad del trabajo respecto al capital
es un postulado que pertenece al orden de la moral social. Este postulado
tiene importancia clave tanto en un sistema basado sobre el principio de
la propiedad privada de los medios de producción, como en el sistema
en que se haya limitado, incluso radicalmente, la propiedad privada de estos
medios. El trabajo, en cierto sentido, es inseparable del capital, y no acepta
de ningún modo aquella antinomia, es decir, la separación y
contraposición con relación a los medios de producción,
que han gravado sobre la vida humana en los últimos siglos, como fruto
de premisas únicamente económicas. Cuando el hombre trabaja,
sirviéndose del conjunto de los medios de producción, desea
a la vez que los frutos de este trabajo estén a su servicio y al de
los demás y que en el proceso mismo del trabajo tenga la posibilidad
de aparecer como corresponsable y coartífice en el puesto de trabajo,
al cual está dedicado.
Nacen de ahí algunos derechos específicos de los trabajadores,
que corresponden a la obligación del trabajo. Se hablará de
ellos más adelante. Pero hay que subrayar ya aquí, en general,
que el hombre que trabaja desea no sólo la debida remuneración
por su trabajo, sino también que sea tomada en consideración,
en el proceso mismo de producción, la posibilidad de que él,
a la vez que trabaja incluso en una propiedad común, sea consciente
de que está trabajando « en algo propio »;. Esta conciencia
se extingue en él dentro del sistema de una excesiva centralización
burocrática, donde el trabajador se siente engranaje de un mecanismo
movido desde arriba; se siente por una u otra razón un simple instrumento
de producción, más que un verdadero sujeto de trabajo dotado
de iniciativa propia. Las enseñanzas de la Iglesia han expresado siempre
la convicción firme y profunda de que el trabajo humano no mira únicamente
a la economía, sino que implica además y sobre todo, los valores
personales. El mismo sistema económico y el proceso de producción
redundan en provecho propio, cuando estos valores personales son plenamente
respetados. Según el pensamiento de Santo Tomás de Aquino,[25]
es primordialmente esta razón la que atestigua en favor de la propiedad
privada de los mismos medios de producción. Si admitimos que algunos
ponen fundados reparos al principio de la propiedad privada -y en nuestro
tiempo somos incluso testigos de la introducción del sistema de la
propiedad « socializada »;- el argumento personalista sin embargo
no pierde su fuerza, ni a nivel de principios ni a nivel práctico.
Para ser racional y fructuosa, toda socialización de los medios de
producción debe tomar en consideración este argumento. Hay
que hacer todo lo posible para que el hombre, incluso dentro de este sistema,
pueda conservar la conciencia de trabajar en « algo propio »;.
En caso contrario, en todo el proceso económico surgen necesariamente
daños incalculables; daños no sólo económicos,
sino ante todo daños para el hombre.
IV. DERECHOS DE LOS HOMBRES DEL TRABAJO
16. En el amplio contexto de los derechos humanos
Si el trabajo -en el múltiple sentido de esta palabra- es una obligación,
es decir, un deber, es también a la vez una fuente de derechos por
parte del trabajador. Estos derechos deben ser examinados en el amplio contexto
del conjunto de los derechos del hombre que le son connaturales, muchos de
los cuales son proclamados por distintos organismos internacionales y garantizados
cada vez más por los Estados para sus propios ciudadanos. El respeto
de este vasto conjunto de los derechos del hombre, constituye la condición
fundamental para la paz del mundo contemporáneo: la paz, tanto dentro
de los pueblos y de las sociedades como en el campo de las relaciones internacionales,
tal como se ha hecho notar ya en muchas ocasiones por el Magisterio de la
Iglesia especialmente desde los tiempos de la Encíclica « Pacem
in terris »;. Los derechos humanos que brotan del trabajo, entran precisamente
dentro del más amplio contexto de los derechos fundamentales de la
persona.
Sin embargo, en el ámbito de este contexto, tienen un carácter
peculiar que corresponde a la naturaleza específica del trabajo humano
anteriormente delineada; y precisamente hay que considerarlos según
este carácter. El trabajo es, como queda dicho, una obligación,
es decir, un deber del hombre y esto en el múltiple sentido de esta
palabra. El hombre debe trabajar bien sea por el hecho de que el Creador
lo ha ordenado, bien sea por el hecho de su propia humanidad, cuyo mantenimiento
y desarrollo exigen el trabajo. El hombre debe trabajar por respeto al prójimo,
especialmente por respeto a la propia familia, pero también a la sociedad
a la que pertenece, a la nación de la que es hijo o hija, a la entera
familia humana de la que es miembro, ya que es heredero del trabajo de generaciones
y al mismo tiempo coartífice del futuro de aquellos que vendrán
después de él con el sucederse de la historia. Todo esto constituye
la obligación moral del trabajo, entendido en su más amplia
acepción. Cuando haya que considerar los derechos morales de todo
hombre respecto al trabajo, correspondientes a esta obligación, habrá
que tener siempre presente el entero y amplio radio de referencias en que
se manifiesta el trabajo de cada sujeto trabajador.
En efecto, hablando de la obligación del trabajo y de los derechos
del trabajador, correspondientes a esta obligación, tenemos presente,
ante todo, la relación entre el empresario -directo e indirecto- y
el mismo trabajador.
La distinción entre empresario directo e indirecto parece ser muy
importante en consideración de la organización real del trabajo
y de la posibilidad de instaurar relaciones justas o injustas en el sector
del trabajo.
Si el empresario directo es la persona o la institución, con la que
el trabajador estipula directamente el contrato de trabajo según determinadas
condiciones, como empresario indirecto se deben entender muchos factores
diferenciados, además del empresario directo, que ejercen un determinado
influjo sobre el modo en que se da forma bien sea al contrato de trabajo,
bien sea, en consecuencia, a las relaciones más o menos justas en
el sector del trabajo humano.
17. Empresario: « indirecto »; y « directo »;
En el concepto de empresario indirecto entran tanto las personas como las
instituciones de diverso tipo, así como también los contratos
colectivos de trabajo y los principios de comportamiento, establecidos por
estas personas e instituciones, que determinan todo el sistema socio-económico
o que derivan de él. El concepto de empresario indirecto implica así
muchos y variados elementos. La responsabilidad del empresario indirecto
es distinta de la del empresario directo, como lo indica la misma palabra:
la responsabilidad es menos directa; pero sigue siendo verdadera responsabilidad:
el empresario indirecto determina sustancialmente uno u otro aspecto de la
relación de trabajo y condiciona de este modo el comportamiento del
empresario directo cuando este último determina concretamente el contrato
y las relaciones laborales. Esta constatación no tiene como finalidad
la de eximir a este último de su propia responsabilidad sino únicamente
la de llamar la atención sobre todo el entramado de condicionamientos
que influyen en su comportamiento. Cuando se trata de determinar una política
laboral correcta desde el punto de vista ético hay que tener presentes
todos estos condicionamientos. Tal política es correcta cuando los
derechos objetivos del hombre del trabajo son plenamente respetados.
El concepto de empresario indirecto se puede aplicar a toda sociedad y, en
primer lugar, al Estado. En efecto, es el Estado el que debe realizar una
política laboral justa. No obstante es sabido que, dentro del sistema
actual de relaciones económicas en el mundo, se dan entre los Estados
múltiples conexiones que tienen su expresión, por ejemplo,
en los procesos de importación y exportación, es decir, en
el intercambio recíproco de los bienes económicos, ya sean
materias primas o a medio elaborar o bien productos industriales elaborados.
Estas relaciones crean a su vez dependencias recíprocas y, consiguientemente
sería difícil hablar de plena autosuficiencia es decir, de
autarquía, por lo que se refiere a cualquier Estado, aunque sea el
más poderoso en sentido económico.
Tal sistema de dependencias recíprocas, es normal en sí mismo;
sin embargo, puede convertirse fácilmente en ocasión para diversas
formas de explotación o de injusticia, y de este modo influir en la
política laboral de los Estados y en última instancia sobre
el trabajador que es el sujeto propio del trabajo. Por ejemplo, los Países
altamente industrializados y, más aún, las empresas que dirigen
a gran escala los medios de producción industrial (las llamadas sociedades
multinacionales o transnacionales), ponen precios lo más alto posibles
para sus productos, mientras procuran establecer precios lo más bajo
posibles para las materias primas o a medio elaborar, lo cual entre otras
causas tiene como resultado una desproporción cada vez mayor entre
los réditos nacionales de los respectivos Países. La distancia
entre la mayor parte de los Países ricos y los Países más
pobres no disminuye ni se nivela, sino que aumenta cada vez más, obviamente
en perjuicio de estos últimos. Es claro que esto no puede menos de
influir sobre la política local y laboral, y sobre la situación
del hombre del trabajo en las sociedades económicamente menos avanzadas.
El empresario directo, inmerso en concreto en un sistema de condicionamientos,
fija las condiciones laborales por debajo de las exigencias objetivas de
los trabajadores, especialmente si quiere sacar beneficios lo más
alto posibles de la empresa que él dirige (o de las empresas que dirige,
cuando se trata de una situación de propiedad « socializada
»; de los medios de producción).
Este cuadro de dependencias, relativas al concepto de empresario indirecto
-como puede fácilmente deducirse- es enormemente vasto y complicado.
Para definirlo hay que tomar en consideración, en cierto sentido,
el conjunto de elementos decisivos para la vida económica en la configuración
de una determinada sociedad y Estado; pero, al mismo tiempo, han de tenerse
también en cuenta conexiones y dependencias mucho más amplias.
Sin embargo, la realización de los derechos del hombre del trabajo
no puede estar condenada a constituir solamente un derivado de los sistemas
económicos, los cuales, a escala más amplia o más restringida,
se dejen guiar sobre todo por el criterio del máximo beneficio. Al
contrario, es precisamente la consideración de los derechos objetivos
del hombre del trabajo -de todo tipo de trabajador: manual, intelectual,
industrial, agrícola, etc.- lo que debe constituir el criterio adecuado
y fundamental para la formación de toda la economía, bien sea
en la dimensión de toda sociedad y de todo Estado, bien sea en el
conjunto de la política económica mundial, así como
de los sistemas y relaciones internacionales que de ella derivan.
En esta dirección deberían ejercer su influencia todas las
Organizaciones Internacionales llamadas a ello, comenzando por la Organización
de las Naciones Unidas. Parece que la Organización Mundial del Trabajo
(OIT), la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación
y la Agricultura (FAO) y otras tienen que ofrecer aún nuevas aportaciones
particularmente en este sentido. En el ámbito de los Estados existen
ministerios o dicasterios del poder público y también diversos
Organismos sociales instituidos para este fin. Todo esto indica eficazmente
cuánta importancia tiene -como se ha dicho anteriormente- el empresario
indirecto en la realización del pleno respeto de los derechos del
hombre del trabajo, dado que los derechos de la persona humana constituyen
el elemento clave de todo el orden moral social.
18. El problema del empleo
Considerando los derechos de los hombres del trabajo, precisamente en relación
con este « empresario indirecto »;, es decir, con el conjunto
de las instancias a escala nacional e internacional responsables de todo
el ordenamiento de la política laboral, se debe prestar atención
en primer lugar a un problema fundamental. Se trata del problema de conseguir
trabajo, en otras palabras, del problema de encontrar un empleo adecuado
para todos los sujetos capaces de él. Lo contrario de una situación
justa y correcta en este sector es el desempleo, es decir, la falta de puestos
de trabajo para los sujetos capacitados. Puede ser que se trate de falta
de empleo en general, o también en determinados sectores de trabajo.
El cometido de estas instancias, comprendidas aquí bajo el nombre
de empresario indirecto, es el de actuar contra el desempleo, el cual es
en todo caso un mal y que, cuando asume ciertas dimensiones, puede convertirse
en una verdadera calamidad social. Se convierte en problema particularmente
doloroso, cuando los afectados son principalmente los jóvenes, quienes,
después de haberse preparado mediante una adecuada formación
cultural, técnica y profesional, no logran encontrar un puesto de
trabajo y ven así frustradas con pena su sincera voluntad de trabajar
y su disponibilidad a asumir la propia responsabilidad para el desarrollo
económico y social de la comunidad. La obligación de prestar
subsidio a favor de los desocupados, es decir, el deber de otorgar las convenientes
subvenciones indispensables para la subsistencia de los trabajadores desocupados
y de sus familias es una obligación que brota del principio fundamental
del orden moral en este campo, esto es, del principio del uso común
de los bienes o, para hablar de manera aún más sencilla, del
derecho a la vida y a la subsistencia.
Para salir al paso del peligro del desempleo, para asegurar empleo a todos,
las instancias que han sido definidas aquí como « empresario
indirecto »; deben proveer a una planificación global, con referencia
a esa disponibilidad de trabajo diferenciado, donde se forma la vida no solo
económica sino también cultural de una determinada sociedad;
deben prestar atención además a la organización correcta
y racional de tal disponibilidad de trabajo. Esta solicitud global carga
en definitiva sobre las espaldas del Estado, pero no puede significar una
centralización llevada a cabo unilateralmente por los poderes públicos.
Se trata en cambio de una coordinación, justa y racional, en cuyo
marco debe ser garantizada la iniciativa de las personas, de los grupos libres,
de los centros y complejos locales de trabajo, teniendo en cuenta lo que
se ha dicho anteriormente acerca del carácter subjetivo del trabajo
humano.
El hecho de la recíproca dependencia de las sociedades y Estados,
y la necesidad de colaborar en diversos sectores requieren que, manteniendo
los derechos soberanos de todos y cada uno en el campo de la planificación
y de la organización del trabajo dentro de la propia sociedad, se
actúe al mismo tiempo en este sector importante, en el marco de la
colaboración internacional mediante los necesarios tratados y acuerdos.
También en esto es necesario que el criterio a seguir en estos pactos
y acuerdos sea cada vez más el trabajo humano, entendido como un derecho
fundamental de todos los hombres, el trabajo que da análogos derechos
a todos los que trabajan, de manera que el nivel de vida de los trabajadores
en las sociedades presente cada vez menos esas irritantes diferencias que
son injustas y aptas para provocar incluso violentas reacciones. Las Organizaciones
Internacionales tienen un gran cometido a desarrollar en este campo. Es necesario
que se dejen guiar por un diagnóstico exacto de las complejas situaciones
y de los condicionamientos naturales, históricos, civiles, etc.; es
necesario además que tengan, en relación con los planes de
acción establecidos conjuntamente, mayor operatividad, es decir, eficacia
en cuanto a la realización.
En este sentido se puede realizar el plan de un progreso universal y proporcionado
para todos, siguiendo el hilo conductor de la Encíclica de Pablo VI
Populorum Progressio. Es necesario subrayar que el elemento constitutivo
y a su vez la verificación más adecuada de este progreso en
el espíritu de justicia y paz, que la Iglesia proclama y por el que
no cesa de orar al Padre de todos los hombres y de todos los pueblos, es
precisamente la continua revalorización del trabajo humano, tanto
bajo el aspecto de su finalidad objetiva, como bajo el aspecto de la dignidad
del sujeto de todo trabajo, que es el hombre. El progreso en cuestión
debe llevarse a cabo mediante el hombre y por el hombre y debe producir frutos
en el hombre. Una verificación del progreso será el reconocimiento
cada vez más maduro de la finalidad del trabajo y el respeto cada
vez más universal de los derechos inherentes a él en conformidad
con la dignidad del hombre, sujeto del trabajo.
Una planificación razonable y una organización adecuada del
trabajo humano, a medida de las sociedades y de los Estados, deberían
facilitar a su vez el descubrimiento de las justas proporciones entre los
diversos tipos de empleo: el trabajo de la tierra, de la industria, en sus
múltiples servicios, el trabajo de planificación y también
el científico o artístico, según las capacidades de
los individuos y con vistas al bien común de toda sociedad y de la
humanidad entera. A la organización de la vida humana según
las múltiples posibilidades laborales debería corresponder
un adecuado sistema de instrucción y educación que tenga como
principal finalidad el desarrollo de una humanidad madura y una preparación
específica para ocupar con provecho un puesto adecuado en el grande
y socialmente diferenciado mundo del trabajo.
Echando una mirada sobre la familia humana entera, esparcida por la tierra,
no se puede menos de quedar impresionados ante un hecho desconcertante de
grandes proporciones, es decir, el hecho de que, mientras por una parte siguen
sin utilizarse conspicuos recursos de la naturaleza, existen por otra grupos
enteros de desocupados o subocupados y un sinfín de multitudes hambrientas:
un hecho que atestigua sin duda el que, dentro de las comunidades políticas
como en las relaciones existentes entre ellas a nivel continental y mundial
-en lo concerniente a la organización del trabajo y del empleo- hay
algo que no funciona y concretamente en los puntos más críticos
y de mayor relieve social.
19. Salario y otras prestaciones sociales
Una vez delineado el importante cometido que tiene el compromiso de dar un
empleo a todos los trabajadores, con vistas a garantizar el respeto de los
derechos inalienables del hombre en relación con su trabajo, conviene
referirnos más concretamente a estos derechos, los cuales, en definitiva,
surgen de la relación entre el trabajador y el empresario directo.
Todo cuanto se ha dicho anteriormente sobre el tema del empresario indirecto
tiene como finalidad señalar con mayor precisión estas relaciones
mediante la expresión de los múltiples condicionamientos en
que indirectamente se configuran. No obstante, esta consideración
no tiene un significado puramente descriptivo; no es un tratado breve de
economía o de política. Se trata de poner en evidencia el aspecto
deontológico y moral. El problema-clave de la ética social
es el de la justa remuneración por el trabajo realizado. No existe
en el contexto actual otro modo mejor para cumplir la justicia en las relaciones
trabajador-empresario que el constituido precisamente por la remuneración
del trabajo. Independientemente del hecho de que este trabajo se lleve a
efecto dentro del sistema de la propiedad privada de los medios de producción
o en un sistema en que esta propiedad haya sufrido una especie de «
socialización »;, la relación entre el empresario (principalmente
directo) y el trabajador se resuelve en base al salario: es decir, mediante
la justa remuneración del trabajo realizado.
Hay que subrayar también que la justicia de un sistema socio-económico
y, en todo caso, su justo funcionamiento merecen en definitiva ser valorados
según el modo como se remunera justamente el trabajo humano dentro
de tal sistema. A este respecto volvemos de nuevo al primer principio de
todo el ordenamiento ético-social: el principio del uso común
de los bienes. En todo sistema que no tenga en cuenta las relaciones fundamentales
existentes entre el capital y el trabajo, el salario, es decir, la remuneración
del trabajo, sigue siendo una vía concreta, a través de la
cual la gran mayoría de los hombres puede acceder a los bienes que
están destinados al uso común: tanto los bienes de la naturaleza
como los que son fruto de la producción. Los unos y los otros se hacen
accesibles al hombre del trabajo gracias al salario que recibe como remuneración
por su trabajo. De aquí que, precisamente el salario justo se convierta
en todo caso en la verificación concreta de la justicia de todo el
sistema socio-económico y, de todos modos, de su justo funcionamiento.
No es esta la única verificación, pero es particularmente importante
y es en cierto sentido la verificación-clave.
Tal verificación afecta sobre todo a la familia. Una justa remuneración
por el trabajo de la persona adulta que tiene responsabilidades de familia
es la que sea suficiente para fundar y mantener dignamente una familia y
asegurar su futuro. Tal remuneración puede hacerse bien sea mediante
el llamado salario familiar -es decir, un salario único dado al cabeza
de familia por su trabajo y que sea suficiente para las necesidades de la
familia sin necesidad de hacer asumir a la esposa un trabajo retribuido fuera
de casa- bien sea mediante otras medidas sociales, como subsidios familiares
o ayudas a la madre que se dedica exclusivamente a la familia, ayudas que
deben corresponder a las necesidades efectivas, es decir, al número
de personas a su cargo durante todo el tiempo en que no estén en condiciones
de asumirse dignamente la responsabilidad de la propia vida. La experiencia
confirma que hay que esforzarse por la revalorización social de las
funciones maternas, de la fatiga unida a ellas y de la necesidad que tienen
los hijos de cuidado, de amor y de afecto para poderse desarrollar como personas
responsables, moral y religiosamente maduras y sicológicamente equilibradas.
Será un honor para la sociedad hacer posible a la madre –sin obstaculizar
su libertad, sin discriminación sicológica o práctica,
sin dejarle en inferioridad ante sus compañeras– dedicarse al cuidado
y a la educación de los hijos, según las necesidades diferenciadas
de la edad. El abandono obligado de tales tareas, por una ganancia retribuida
fuera de casa, es incorrecto desde el punto de vista del bien de la sociedad
y de la familia cuando contradice o hace difícil tales cometidos primarios
de la misión materna.[26]
En este contexto se debe subrayar que, del modo más general, hay que
organizar y adaptar todo el proceso laboral de manera que sean respetadas
las exigencias de la persona y sus formas de vida, sobre todo de su vida
doméstica, teniendo en cuenta la edad y el sexo de cada uno. Es un
hecho que en muchas sociedades las mujeres trabajan en casi todos los sectores
de la vida. Pero es conveniente que ellas puedan desarrollar plenamente sus
funciones según la propia índole, sin discriminaciones y sin
exclusión de los empleos para los que están capacitadas, pero
sin al mismo tiempo perjudicar sus aspiraciones familiares y el papel específico
que les compete para contribuir al bien de la sociedad junto con el hombre.
La verdadera promoción de la mujer exige que el trabajo se estructure
de manera que no deba pagar su promoción con el abandono del carácter
específico propio y en perjuicio de la familia en la que como madre
tiene un papel insustituible.
Además del salario, aquí entran en juego algunas otras prestaciones
sociales que tienen por finalidad la de asegurar la vida y la salud de los
trabajadores y de su familia. Los gastos relativos a la necesidad de cuidar
la salud, especialmente en caso de accidentes de trabajo, exigen que el trabajador
tenga fácil acceso a la asistencia sanitaria y esto, en cuanto sea
posible, a bajo costo e incluso gratuitamente. Otro sector relativo a las
prestaciones es el vinculado con el derecho al descanso; se trata ante todo
de regular el descanso semanal, que comprenda al menos el domingo y además
un reposo más largo, es decir, las llamadas vacaciones una vez al
año o eventualmente varias veces por períodos más breves.
En fin, se trata del derecho a la pensión, al seguro de vejez y en
caso de accidentes relacionados con la prestación laboral. En el ámbito
de estos derechos principales, se desarrolla todo un sistema de derechos
particulares que, junto con la remuneración por el trabajo, deciden
el correcto planteamiento de las relaciones entre el trabajador y el empresario.
Entre estos derechos hay que tener siempre presente el derecho a ambientes
de trabajo y a procesos productivos que no comporten perjuicio a la salud
física de los trabajadores y no dañen su integridad moral.
20. Importancia de los sindicatos
Sobre la base de todos estos derechos, junto con la necesidad de asegurarlos
por parte de los mismos trabajadores, brota aún otro derecho, es decir,
el derecho a asociarse; esto es, a formar asociaciones o uniones que tengan
como finalidad la defensa de los intereses vitales de los hombres empleados
en las diversas profesiones. Estas uniones llevan el nombre de sindicatos.
Los intereses vitales de los hombres del trabajo son hasta un cierto punto
comunes a todos; pero al mismo tiempo, todo tipo de trabajo, toda profesión
posee un carácter específico que en estas organizaciones debería
encontrar su propio reflejo particular.
Los sindicatos tienen su origen, de algún modo, en las corporaciones
artesanas medievales, en cuanto que estas organizaciones unían entre
sí a hombres pertenecientes a la misma profesión y por consiguiente
en base al trabajo que realizaban. Pero al mismo tiempo, los sindicatos se
diferencian de las corporaciones en este punto esencial: los sindicatos modernos
han crecido sobre la base de la lucha de los trabajadores, del mundo del
trabajo y ante todo de los trabajadores industriales para la tutela de sus
justos derechos frente a los empresarios y a los propietarios de los medios
de producción. La defensa de los intereses existenciales de los trabajadores
en todos los sectores, en que entran en juego sus derechos, constituye el
cometido de los sindicatos. La experiencia histórica enseña
que las organizaciones de este tipo son un elemento indispensable de la vida
social, especialmente en las sociedades modernas industrializadas. Esto evidentemente
no significa que solamente los trabajadores de la industria puedan instituir
asociaciones de este tipo. Los representantes de cada profesión pueden
servirse de ellas para asegurar sus respectivos derechos. Existen pues los
sindicatos de los agricultores y de los trabajadores del sector intelectual,
existen además las uniones de empresarios. Todos, como ya se ha dicho,
se dividen en sucesivos grupos o subgrupos, según las particulares
especializaciones profesionales.
La doctrina social católica no considera que los sindicatos constituyan
únicamente el reflejo de la estructura de « clase »; de
la sociedad y que sean el exponente de la lucha de clase que gobierna inevitablemente
la vida social. Sí, son un exponente de la lucha por la justicia social,
por los justos derechos de los hombres del trabajo según las distintas
profesiones. Sin embargo, esta « lucha »; debe ser vista como
una dedicación normal « en favor »; del justo bien: en
este caso, por el bien que corresponde a las necesidades y a los méritos
de los hombres del trabajo asociados por profesiones; pero no es una lucha
« contra »; los demás. Si en las cuestiones controvertidas
asume también un carácter de oposición a los demás,
esto sucede en consideración del bien de la justicia social; y no
por « la lucha »; o por eliminar al adversario. El trabajo tiene
como característica propia que, antes que nada, une a los hombres
y en esto consiste su fuerza social: la fuerza de construir una comunidad.
En definitiva, en esta comunidad deben unirse de algún modo tanto
los que trabajan como los que disponen de los medios de producción
o son sus propietarios. A la luz de esta fundamental estructura de todo trabajo
-a la luz del hecho de que en definitiva en todo sistema social el «
trabajo »; y el « capital »; son los componentes indispensables
del proceso de producción– la unión de los hombres para asegurarse
los derechos que les corresponden, nacida de la necesidad del trabajo, sigue
siendo un factor constructivo de orden social y de solidaridad, del que no
es posible prescindir.
Los justos esfuerzos por asegurar los derechos de los trabajadores, unidos
por la misma profesión, deben tener siempre en cuenta las limitaciones
que impone la situación económica general del país.
Las exigencias sindicales no pueden transformarse en una especie de «
egoísmo »; de grupo o de clase, por más que puedan y
deban tender también a corregir -con miras al bien común de
toda la sociedad- incluso todo lo que es defectuoso en el sistema de propiedad
de los medios de producción o en el modo de administrarlos o de disponer
de ellos. La vida social y económico-social es ciertamente como un
sistema de « vasos comunicantes »;, y a este sistema debe también
adaptarse toda actividad social que tenga como finalidad salvaguardar los
derechos de los grupos particulares.
En este sentido la actividad de los sindicatos entra indudablemente en el
campo de la « política »;, entendida ésta como
una prudente solicitud por el bien común. Pero al mismo tiempo, el
cometido de los sindicatos no es « hacer política »; en
el sentido que se da hoy comúnmente a esta expresión. Los sindicatos
no tienen carácter de « partidos políticos »; que
luchan por el poder y no deberían ni siquiera ser sometidos a las
decisiones de los partidos políticos o tener vínculos demasiado
estrechos con ellos. En efecto, en tal situación ellos pierden fácilmente
el contacto con lo que es su cometido específico, que es el de asegurar
los justos derechos de los hombres del trabajo en el marco del bien común
de la sociedad entera y se convierten en cambio en un instrumento para otras
finalidades.
Hablando de la tutela de los justos derechos de los hombres del trabajo,
según sus profesiones, es necesario naturalmente tener siempre presente
lo que decide acerca del carácter subjetivo del trabajo en toda profesión,
pero al mismo tiempo, o antes que nada, lo que condiciona la dignidad propia
del sujeto del trabajo. Se abren aquí múltiples posibilidades
en la actuación de las organizaciones sindicales y esto incluso en
su empeño de carácter instructivo, educativo y de promoción
de la autoeducación. Es benemérita la labor de las escuelas,
de las llamadas « universidades laborales »; o « populares
»;, de los programas y cursos de formación, que han desarrollado
y siguen desarrollando precisamente este campo de actividad. Se debe siempre
desear que, gracias a la obra de sus sindicatos, el trabajador pueda no solo
« tener »; más, sino ante todo « ser »; más:
es decir pueda realizar más plenamente su humanidad en todos los aspectos.
Actuando en favor de los justos derechos de sus miembros, los sindicatos
se sirven también del método de la « huelga »;,
es decir, del bloqueo del trabajo, como de una especie de ultimátum
dirigido a los órganos competentes y sobre todo a los empresarios.
Este es un método reconocido por la doctrina social católica
como legítimo en las debidas condiciones y en los justos límites.
En relación con esto los trabajadores deberían tener asegurado
el derecho a la huelga, sin sufrir sanciones penales personales por participar
en ella. Admitiendo que es un medio legítimo, se debe subrayar al
mismo tiempo que la huelga sigue siendo, en cierto sentido, un medio extremo.
No se puede abusar de él; no se puede abusar de él especialmente
en función de los « juegos políticos »;. Por lo
demás, no se puede jamás olvidar que cuando se trata de servicios
esenciales para la convivencia civil, éstos han de asegurarse en todo
caso mediante medidas legales apropiadas, si es necesario. El abuso de la
huelga puede conducir a la paralización de toda la vida socio-económica,
y esto es contrario a las exigencias del bien común de la sociedad,
que corresponde también a la naturaleza bien entendida del trabajo
mismo.
21. Dignidad del trabajo agrícola
Todo cuanto se ha dicho precedentemente sobre la dignidad del trabajo, sobre
la dimensión objetiva y subjetiva del trabajo del hombre, tiene aplicación
directa en el problema del trabajo agrícola y en la situación
del hombre que cultiva la tierra en el duro trabajo de los campos. En efecto
se trata de un sector muy amplio del ambiente de trabajo de nuestro planeta,
no circunscrito a uno u otro continente, no limitado a las sociedades que
han conseguido ya un determinado grado de desarrollo y de progreso. El mundo
agrícola, que ofrece a la sociedad los bienes necesarios para su sustento
diario, reviste una importancia fundamental. Las condiciones del mundo rural
y del trabajo agrícola no son iguales en todas partes, y es diversa
la posición social de los agricultores en los distintos Países.
Esto no depende únicamente del grado de desarrollo de la técnica
agrícola sino también, y quizá más aún,
del reconocimiento de los justos derechos de los trabajadores agrícolas
y, finalmente, del nivel de conciencia respecto a toda la ética social
del trabajo.
El trabajo del campo conoce no leves dificultades, tales como el esfuerzo
físico continuo y a veces extenuante, la escasa estima en que está
considerado socialmente hasta el punto de crear entre los hombre de la agricultura
el sentimiento de ser socialmente unos marginados, hasta acelerar en ellos
el fenómeno de la fuga masiva del campo a la ciudad y desgraciadamente
hacia condiciones de vida todavía más deshumanizadoras. Se
añada a esto la falta de una adecuada formación profesional
y de medios apropiados, un determinado individualismo sinuoso, y además
situaciones objetivamente injustas. En algunos Países en vía
de desarrollo, millones de hombres se ven obligados a cultivar las tierras
de otros y son explotados por los latifundistas, sin la esperanza de llegar
un día a la posesión ni siquiera de un pedazo mínimo
de tierra en propiedad. Faltan formas de tutela legal para la persona del
trabajador agrícola y su familia en caso de vejez, de enfermedad o
de falta de trabajo. Largas jornadas de pesado trabajo físico son
pagadas miserablemente. Tierras cultivables son abandonadas por sus propietarios;
títulos legales para la posesión de un pequeño terreno,
cultivado como propio durante años, no se tienen en cuenta o quedan
sin defensa ante el « hambre de tierra »; de individuos o de
grupos más poderosos. Pero también en los Países económicamente
desarrollados, donde la investigación científica, las conquistas
tecnológicas o la política del Estado han llevado la agricultura
a un nivel muy avanzado, el derecho al trabajo puede ser lesionado, cuando
se niega al campesino la facultad de participar en las opciones decisorias
correspondientes a sus prestaciones laborales, o cuando se le niega el derecho
a la libre asociación en vista de la justa promoción social,
cultural y económica del trabajador agrícola.
Por consiguiente, en muchas situaciones son necesarios cambios radicales
y urgentes para volver a dar a la agricultura -y a los hombres del campo-
el justo valor como base de una sana economía, en el conjunto del
desarrollo de la comunidad social. Por lo tanto es menester proclamar y promover
la dignidad del trabajo, de todo trabajo, y, en particular, del trabajo agrícola,
en el cual el hombre, de manera tan elocuente, « somete »; la
tierra recibida en don por parte de Dios y afirma su « dominio »;
en el mundo visible.
22. La persona minusválida y el trabajo
Recientemente, las comunidades nacionales y las organizaciones internacionales
han dirigido su atención a otro problema que va unido al mundo del
trabajo y que está lleno de incidencias: el de las personas minusválidas.
Son ellas también sujetos plenamente humanos, con sus correspondientes
derechos innatos, sagrados e inviolables, que, a pesar de las limitaciones
y los sufrimientos grabados en sus cuerpos y en sus facultades, ponen más
de relieve la dignidad y grandeza del hombre. Dado que la persona minusválida
es un sujeto con todos los derechos, debe facilitársele el participar
en la vida de la sociedad en todas las dimensiones y a todos los niveles
que sean accesibles a sus posibilidades. La persona minusválida es
uno de nosotros y participa plenamente de nuestra misma humanidad. Sería
radicalmente indigno del hombre y negación de la común humanidad
admitir en la vida de la sociedad, y, por consiguiente, en el trabajo, únicamente
a los miembros plenamente funcionales porque, obrando así, se caería
en una grave forma de discriminación, la de los fuertes y sanos contra
los débiles y enfermos. El trabajo en sentido objetivo debe estar
subordinado, también en esta circunstancia, a la dignidad del hombre,
al sujeto del trabajo y no a las ventajas económicas.
Corresponde por consiguiente a las diversas instancias implicadas en el mundo
laboral, al empresario directo como al indirecto, promover con medidas eficaces
y apropiadas el derecho de la persona minusválida a la preparación
profesional y al trabajo, de manera que ella pueda integrarse en una actividad
productora para la que sea idónea. Esto plantea muchos problemas de
orden práctico, legal y también económico; pero corresponde
a la comunidad, o sea, a las autoridades públicas, a las asociaciones
y a los grupos intermedios, a las empresas y a los mismos minusválidos
aportar conjuntamente ideas y recursos para llegar a esta finalidad irrenunciable:
que se ofrezca un trabajo a las personas minusválidas, según
sus posibilidades, dado que lo exige su dignidad de hombres y de sujetos
del trabajo. Cada comunidad habrá de darse las estructuras adecuadas
con el fin de encontrar o crear puestos de trabajo para tales personas tanto
en las empresas públicas y en las privadas, ofreciendo un puesto normal
de trabajo o uno más apto, como en las empresas y en los llamados
ambientes « protegidos »;.
Deberá prestarse gran atención, lo mismo que para los demás
trabajadores, a las condiciones físicas y psicológicas de los
minusválidos, a la justa remuneración, a las posibilidades
de promoción, y a la eliminación de los diversos obstáculos.
Sin tener que ocultar que se trata de un compromiso complejo y nada fácil,
es de desear que una recta concepción del trabajo en sentido subjetivo
lleve a una situación que dé a la persona minusválida
la posibilidad de sentirse no al margen del mundo del trabajo o en situación
de dependencia de la sociedad, sino como un sujeto de trabajo de pleno derecho,
útil, respetado por su dignidad humana, llamado a contribuir al progreso
y al bien de su familia y de la comunidad según las propias capacidades.
23. El trabajo y el problema de la emigración
Es menester, finalmente, pronunciarse al menos sumariamente sobre el tema
de la llamada emigración por trabajo. Este es un fenómeno antiguo,
pero que todavía se repite y tiene, también hoy, grandes implicaciones
en la vida contemporánea. El hombre tiene derecho a abandonar su País
de origen por varios motivos -como también a volver a él- y
a buscar mejores condiciones de vida en otro País. Este hecho, ciertamente
se encuentra con dificultades de diversa índole; ante todo, constituye
generalmente una pérdida para el País del que se emigra. Se
aleja un hombre y a la vez un miembro de una gran comunidad, que está
unida por la historia, la tradición, la cultura, para iniciar una
vida dentro de otra sociedad, unida por otra cultura, y muy a menudo también
por otra lengua. Viene a faltar en tal situación un sujeto de trabajo,
que con el esfuerzo del propio pensamiento o de las propias manos podría
contribuir al aumento del bien común en el propio País; he
aquí que este esfuerzo, esta ayuda se da a otra sociedad, la cual,
en cierto sentido, tiene a ello un derecho menor que la patria de origen.
Sin embargo, aunque la emigración es bajo cierto aspecto un mal, en
determinadas circunstancias es, como se dice, un mal necesario. Se debe hacer
todo lo posible -y ciertamente se hace mucho- para que este mal, en sentido
material, no comporte mayores males en sentido moral; es más, para
que, dentro de lo posible, comporte incluso un bien en la vida personal,
familiar y social del emigrado, en lo que concierne tanto al País
donde llega, como a la Patria que abandona. En este sector muchísimo
depende de una justa legislación, en particular cuando se trata de
los derechos del hombre del trabajo. Se entiende que tal problema entra en
el contexto de las presentes consideraciones, sobre todo bajo este punto
de vista.
Lo más importante es que el hombre, que trabaja fuera de su País
natal, como emigrante o como trabajador temporal, no se encuentre en desventaja
en el ámbito de los derechos concernientes al trabajo respecto a los
demás trabajadores de aquella determinada sociedad. La emigración
por motivos de trabajo no puede convertirse de ninguna manera en ocasión
de explotación financiera o social. En lo referente a la relación
del trabajo con el trabajador inmigrado deben valer los mismos criterios
que sirven para cualquier otro trabajador en aquella sociedad. EL valor del
trabajo debe medirse con el mismo metro y no en relación con las diversas
nacionalidades, religión o raza. Con mayor razón no puede ser
explotada una situación de coacción en la que se encuentra
el emigrado. Todas estas circunstancias deben ceder absolutamente, -naturalmente
una vez tomada en consideración su cualificación específica-,
frente al valor fundamental del trabajo, el cual está unido con la
dignidad de la persona humana. Una vez más se debe repetir el principio
fundamental: la jerarquía de valores, el sentido profundo del trabajo
mismo exigen que el capital esté en función del trabajo y no
el trabajo en función del capital.
V. ELEMENTOS PARA UNA ESPIRITUALIDAD DEL TRABAJO
24. Particular cometido de la Iglesia
Conviene dedicar la última parte de las presentes reflexiones sobre
el tema del trabajo humano, con ocasión del 90 aniversario de la Encíclica
Rerum Novarum, a la espiritualidad del trabajo en el sentido cristiano de
la expresión. Dado que el trabajo en su aspecto subjetivo es siempre
una acción personal, actus personae, se sigue necesariamente que en
él participa el hombre completo, su cuerpo y su espíritu, independientemente
del hecho de que sea un trabajo manual o intelectual. Al hombre entero se
dirige también la Palabra del Dios vivo, el mensaje evangélico
de la salvación, en el que encontramos muchos contenidos -como luces
particulares- dedicados al trabajo humano. Ahora bien, es necesaria una adecuada
asimilación de estos contenidos; hace falta el esfuerzo interior del
espíritu humano, guiado por la fe, la esperanza y la caridad, con
el fin de dar al trabajo del hombre concreto, con la ayuda de estos contenidos,
aquel significado que trabajo tiene ante los ojos de Dios, y mediante el
cual entra en la obra de la salvación al igual que sus tramas y componentes
ordinarios, que son al mismo tiempo particularmente importantes.
Si la Iglesia considera como deber suyo pronunciarse sobre el trabajo bajo
el punto de vista de su valor humano y del orden moral, en el cual se encuadra,
reconociendo en esto una tarea específica importante en el servicio
que hace al mensaje evangélico completo, contemporáneamente
ella ve un deber suyo particular en la formación de una espiritualidad
del trabajo, que ayude a todos los hombres a acercarse a través de
él a Dios, Creador y Redentor, a participar en sus planes salvíficos
respecto al hombre y al mundo, y a profundizar en sus vidas la amistad con
Cristo, asumiendo mediante la fe una viva participación en su triple
misión de Sacerdote, Profeta y Rey, tal como lo enseña con
expresiones admirables el Concilio Vaticano II.
25. El trabajo como participación en la obra del Creador
Como dice el Concilio Vaticano II: « Una cosa hay cierta para los creyentes:
la actividad humana individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos
realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones
de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios.
Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar
el mundo en justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto
en ella se contiene y de orientar a Dios la propia persona y el universo
entero, reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que con el sometimiento
de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de Dios en el mundo
»;.[27]
En la palabra de la divina Revelación está inscrita muy profundamente
esta verdad fundamental, que el hombre, creado a imagen de Dios, mediante
su trabajo participa en la obra del Creador, y según la medida de
sus propias posibilidades, en cierto sentido, continúa desarrollándola
y la completa, avanzando cada vez más en el descubrimiento de los
recursos y de los valores encerrados en todo lo creado. Encontramos esta
verdad ya al comienzo mismo de la Sagrada Escritura, en el libro del Génesis,
donde la misma obra de la creación está presentada bajo la
forma de un « trabajo »; realizado por Dios durante los «
seis días »;,[28] para « descansar »; el séptimo.[29]
Por otra parte, el último libro de la Sagrada Escritura resuena aún
con el mismo tono de respeto para la obra que Dios ha realizado a través
de su « trabajo »; creativo, cuando proclama: « Grandes
y estupendas son tus obras, Señor, Dios todopoderoso »;,[30]
análogamente al libro del Génesis, que finaliza la descripción
de cada día de la creación con la afirmación: «
Y vio Dios ser bueno »;.[31]
Esta descripción de la creación, que encontramos ya en el primer
capítulo del libro del Génesis es, a su vez, en cierto sentido
el primer « evangelio del trabajo »;. Ella demuestra, en efecto,
en qué consiste su dignidad; enseña que el hombre, trabajando,
debe imitar a Dios, su Creador, porque lleva consigo -él solo- el
elemento singular de la semejanza con El. El hombre tiene que imitar a Dios
tanto trabajando como descansando, dado que Dios mismo ha querido presentarle
la propia obra creadora bajo la forma del trabajo y del reposo. Esta obra
de Dios en el mundo continúa sin cesar, tal como atestiguan las palabras
de Cristo: « Mi Padre sigue obrando todavía … »;; [32]
obra con la fuerza creadora, sosteniendo en la existencia al mundo que ha
llamado de la nada al ser y obra con la fuerza salvífica en los corazones
de los hombres, a quienes ha destinado desde el principio al « descanso
»; [33] en unión consigo mismo, en « la casa del Padre
»;.[34] Por lo tanto, el trabajo humano no sólo exige el descanso
cada « siete días »;,[35] sino que además no puede
consistir en el mero ejercicio de las fuerzas humanas en una acción
exterior; debe deja un espacio interior, donde el hombre, convirtiéndose
cada vez más en lo que por voluntad divina tiene que ser. se va preparando
a aquel « descanso »; que el Señor reserva a sus siervos
y amigos.[36]
La conciencia de que el trabajo humano es una participación en la
obra de Dios, debe llegar –como enseña el Concilio–incluso a «
los quehaceres más ordinarios. Porque los hombres y mujeres que, mientras
procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de
forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón
pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven
al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los
designios de Dios en la historia »;.[37]
Hace falta, por lo tanto, que esta espiritualidad cristiana del trabajo llegue
a ser patrimonio común de todos. Hace falta que, de modo especial
en la época actual, la espiritualidad del trabajo demuestre aquella
madurez, que requieren las tensiones y las inquietudes de la mente y del
corazón: « Los cristianos, lejos de pensar que las conquistas
logradas por el hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura racional
pretende rivalizar con el Creador, están, por el contrario, persuadidos
de que las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios y consecuencia
de su inefable designio. Cuanto más se acrecienta el poder del hombre,
más amplia es su responsabilidad individual y colectiva … El mensaje
cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo ni los
lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, al contrario, les impone
como deber el hacerlo »;.[38]
La conciencia de que a través del trabajo el hombre participa en la
obra de la creación, constituye el móvil más profundo
para emprenderlo en varios sectores: « Deben, pues, los fieles –leemos
en la Constitución Lumen Gentium– conocer la naturaleza íntima
de todas las criaturas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios
y, además, deben ayudarse entre si, también mediante las actividades
seculares, para lograr una vida más santa, de suerte que el mundo
se impregne del espíritu de Cristo y alcance más eficazmente
su fin en la justicia, la caridad y la paz … Procuren, pues, seriamente,
que por su competencia en los asuntos profanos y por su actividad, elevada
desde dentro por la gracia de Cristo, los bienes creados se desarrollen …
según el plan del Creador y la iluminación de su Verbo, mediante
el trabajo humano, la técnica y la cultura civil »;.[39]
26. Cristo, el hombre del trabajo
Esta verdad, según la cual a través del trabajo el hombre participa
en la obra de Dios mismo, su Creador, ha sido particularmente puesta de relieve
por Jesucristo, aquel Jesús ante el que muchos de sus primeros oyentes
en Nazareth « permanecían estupefactos y decían: "¿De
dónde le viene a éste tales cosas, y qué sabiduría
es ésta que le ha sido dada? … ¿No es acaso el carpintero?"
»;[40] En efecto, Jesús no solamente lo anunciaba, sino que
ante todo, cumplía con el trabajo el « evangelio »; confiado
a él, la palabra de la Sabiduría eterna. Por consiguiente,
esto era también el « evangelio del trabajo »;, pues el
que lo proclamaba, él mismo era hombre del trabajo, del trabajo artesano
al igual que José de Nazareth.[41] Aunque en sus palabras no encontremos
un preciso mandato de trabajar –más bien, una vez, la prohibición
de una excesiva preocupación por el trabajo y la existencia–[42] no
obstante, al mismo tiempo, la elocuencia de la vida de Cristo es inequívoca:
pertenece al « mundo del trabajo »;, tiene reconocimiento y respeto
por el trabajo humano; se puede decir incluso más: él mira
con amor el trabajo, susdiversas manifestaciones, viendo en cada una de ellas
un aspecto particular de la semejanza del hombre con Dios, Creador y Padre.
¿No es El quien dijo « mi Padre es el viñador »;
…,[43] transfiriendo de varias maneras a su enseñanza aquella verdad
fundamental sobre el trabajo, que se expresa ya en toda la tradición
del Antiguo Testamento, comenzando por el libro del Génesis?
En los libros del Antiguo Testamento no faltan múltiples referencias
al trabajo humano, a las diversas profesiones ejercidas por el hombre. Baste
citar por ejemplo la de médico,[44] farmacéutico,[45] artesano-artista,[46]
herrero [47] –se podrían referir estas palabras al trabajo del siderúrgico
de nuestros días–, la de alfarero,[48] agricultor,[49] estudioso,[50]
navegante,[51] albañil,[52] músico,[53] pastor,[54] y pescador.[55]
Son conocidas las hermosas palabras dedicadas al trabajo de las mujeres.[56]
Jesucristo en sus parábolas sobre el Reino de Dios se refiere constantemente
al trabajo humano: al trabajo del pastor,[57] del labrador,[58] del médico,[59]
del sembrador,[60] del dueño de casa,[61] del siervo,[62] del administrador,[63]
del pescador,[64] del mercader,[65] del obrero.[66] Habla además de
los distintos trabajos de las mujeres.[67] Presenta el apostolado a semejanza
del trabajo manual de los segadores[68] o de los pescadores.[69] Además
se refiere al trabajo de los estudiosos.[70]
Esta enseñanza de Cristo acerca del trabajo, basada en el ejemplo
de su propia vida durante los años de Nazaret, encuentra un eco particularmente
vivo en las enseñanzas del Apóstol Pablo. Este se gloriaba
de trabajar en su oficio (probablemente fabricaba tiendas),[71] y gracias
a esto podía también, como apóstol, ganarse por sí
mismo el pan.[72] « Con afán y con fatiga trabajamos día
y noche para no ser gravosos a ninguno de vosotros »;.[73] De aquí
derivan sus instrucciones sobre el tema del trabajo, que tienen carácter
de exhortación y mandato: «A éstos … recomendamos y exhortamos
en el Señor Jesucristo que, trabajando sosegadamente, coman su pan
»;, así escribe a los Tesalonicenses.[74] En efecto, constatando
que « algunos viven entre vosotros desordenadamente, sin hacer nada
»;,[75] el Apóstol también en el mismo contexto no vacilará
en decir: « El que no quiere trabajar no coma »;.[76]
En otro pasaje por el contrario anima a que: « Todo lo que hagáis,
hacedlo de corazón como obedeciendo al Señor y no a los hombres,
teniendo en cuenta que del Señor recibiréis por recompensa
la herencia »;.[77] Las enseñanzas del Apóstol de las
Gentes tienen, como se ve, una importancia capital para la moral y la espiritualidad
del trabajo humano. Son un importante complemento a este grande, aunque discreto,
evangelio del trabajo, que encontramos en la vida de Cristo y en sus parábolas,
en lo que Jesús « hizo y enseñó »;.[78]
En base a estas luces emanantes de la Fuente misma, la Iglesia siempre ha
proclamado esto, cuya expresión contemporánea encontramos en
la enseñanza del Vaticano II: « La actividad humana, así
como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues
éste, con su acción, no sólo transforma las cosas y
la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva
sus facultades, se supera y se trasciende. Tal superación, rectamente
entendida, es más importante que las riquezas exteriores que puedan
acumularse … Por tanto, ésta es la norma de la actividad humana que,
de acuerdo con los designios y voluntad divinos, sea conforme al auténtico
bien del género humano y permita al hombre, como individuo y miembro
de la sociedad, cultivar y realizar íntegramente su plena vocación
»;.[79]
En el contexto de tal visión de los valores del trabajo humano, o
sea de una concreta espiritualidad del trabajo, se explica plenamente lo
que en el mismo número de la Constitución pastoral del Concilio
leemos sobre el tema del justo significado del progreso: «El hombre
vale más por lo que es que por lo que tiene. Asimismo, cuanto llevan
a cabo los hombres para lograr más justicia, mayor fraternidad y un
más humano planteamiento en los problemas sociales, vale más
que los progresos técnicos. Pues dichos progresos pueden ofrecer,
como si dijéramos, el material para la promoción humana, pero
por sí solo no pueden llevarla a cabo »;.[80]
Esta doctrina sobre el problema del progreso y del desarrollo –tema dominante
en la mentalidad moderna– puede ser entendida únicamente como fruto
de una comprobada espiritualidad del trabajo humano, y sólo en base
a tal espiritualidad ella puede realizarse y ser puesta en práctica.
Esta es la doctrina, y a la vez el programa, que ahonda sus raíces
en el « evangelio del trabajo »;.
27. El trabajo humano a la luz de la cruz y resurrección de Cristo
Existe todavía otro aspecto del trabajo humano, una dimensión
suya esencial, en la que la espiritualidad fundada sobre el Evangelio penetra
profundamente. Todo trabajo -tanto manual como intelectual- está unido
inevitablemente a la fatiga. El libro del Génesis lo expresa de manera
verdaderamente penetrante, contraponiendo a aquella originaria bendición
del trabajo, contenida en el misterio mismo de la creación, y unida
a la elevación del hombre como imagen de Dios, la maldición,
que el pecado ha llevado consigo: « Por ti será maldita la tierra.
Con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida »;.[81]
Este dolor unido al trabajo señala el camino de la vida humana sobre
la tierra y constituye el anuncio de la muerte: « Con el sudor de tu
rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra; pues de ella
has sido tomado … »;.[82] Casi como un eco de estas palabras, se expresa
el autor de uno de los libros sapienciales: « Entonces miré
todo cuanto habían hecho mis manos y todos los afanes que al hacerlo
tuve … »;.[83] No existe un hombre en la tierra que no pueda hacer
suyas estas palabras.
El Evangelio pronuncia, en cierto modo, su última palabra, también
al respecto, en el misterio pascual de Jesucristo. Y aquí también
es necesario buscar la respuesta a estos problemas tan importantes para la
espiritualidad del trabajo humano. En el misterio pascual está contenida
la cruz de Cristo, su obediencia hasta la muerte, que el Apóstol contrapone
a aquella desobediencia, que ha pesado desde el comienzo a lo largo de la
historia del hombre en la tierra.[84] Está contenida en él
también la elevación de Cristo, el cual mediante la muerte
de cruz vuelve a sus discípulos con la fuerza del Espíritu
Santo en la resurrección.
El sudor y la fatiga, que el trabajo necesariamente lleva en la condición
actual de la humanidad, ofrecen al cristiano y a cada hombre, que ha sido
llamado a seguir a Cristo, la posibilidad de participar en el amor a la obra
que Cristo ha venido a realizar.[85] Esta obra de salvación se ha
realizado a través del sufrimiento y de la muerte de cruz. Soportando
la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado por nosotros,
el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención
de la humanidad. Se muestra verdadero discípulo de Jesús llevando
a su vez la cruz de cada día [86] en la actividad que ha sido llamado
a realizar.
Cristo « sufriendo la muerte por todos nosotros, pecadores, nos enseña
con su ejemplo a llevar la cruz que la carne y el mundo echan sobre los hombros
de los que buscan la paz y la justicia »;; pero, al mismo tiempo, «
constituido Señor por su resurrección, Cristo, al que le ha
sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra, obra ya por la virtud
de su Espíritu en el corazón del hombre … purificando y robusteciendo
también, con ese deseo, aquellos generosos propósitos con los
que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y
someter la tierra a este fin »;.[87]
En el trabajo humano el cristiano descubre una pequeña parte de la
cruz de Cristo y la acepta con el mismo espíritu de redención,
con el cual Cristo ha aceptado su cruz por nosotros. En el trabajo, merced
a la luz que penetra dentro de nosotros por la resurrección de Cristo,
encontramos siempre un tenue resplandor de la vida nueva, del nuevo bien,
casi como un anuncio de los « nuevos cielos y otra tierra nueva »;,[88]
los cuales precisamente mediante la fatiga del trabajo son participados por
el hombre y por el mundo. A través del cansancio y jamás sin
él. Esto confirma, por una parte, lo indispensable de la cruz en la
espiritualidad del trabajo humano; pero, por otra parte, se descubre en esta
cruz y fatiga, un bien nuevo que comienza con el mismo trabajo: con el trabajo
entendido en profundidad y bajo todos sus aspectos, y jamás sin él.
¿No es ya este nuevo bien -fruto del trabajo humano- una pequeña
parte de aquella « tierra nueva »;, en la que mora la justicia?
[89] ¿En qué relación está ese nuevo bien con
la resurrección de Cristo, si es verdad que la múltiple fatiga
del trabajo del hombre es una pequeña parte de la cruz de Cristo?
También a esta pregunta intenta responder el Concilio, tomando la
luz de las mismas fuentes de la Palabra revelada: « Se nos advierte
que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí
mismo (cfr. Lc 9, 25). No obstante la espera de una tierra nueva no debe
amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar
esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede
de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque
hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino
de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar
mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios »;.[90]
Hemos intentado, en estas reflexiones dedicadas al trabajo humano, resaltar
todo lo que parecía indispensable, dado que a través de él
deben multiplicarse sobre la tierra no sólo « los frutos de
nuestro esfuerzo »;, sino además « la dignidad humana,
la unión fraterna, y la libertad »;.[91] El cristiano que está
en actitud de escucha de la palabra del Dios vivo, uniendo el trabajo a la
oración, sepa qué puesto ocupa su trabajo no sólo en
el progreso terreno, sino también en el desarrollo del Reino de Dios,
al que todos somos llamados con la fuerza del Espíritu Santo y con
la palabra del Evangelio.
Al finalizar estas reflexiones, me es grato impartir de corazón a
vosotros, venerados Hermanos, Hijos e Hijas amadísimos, la propiciadora
Bendición Apostólica.
Este documento, que había preparado para que fuese publicado el día
15 de mayo pasado, con ocasión del 90 aniversario de la Encíclica
Rerum Novarum, he podido revisarlo definitivamente sólo después
de mi permanencia en el hospital.
Dado en Castelgandolfo, el 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación
de la Santa Cruz, del año 1981, tercero de mi Pontificado.
Joannes Paulus PP. II
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[1] Cfr. Sal 127 (128), 2; cfr. también Gén 3, 17-19; Prov
10, 22; Ex 1, 8-14; Jer 22, 13.
[2] Cfr. Gén 1, 26.
[3] Cfr. Ibid. 1, 28.
[4] Carta Encíclica Redemptor Hominis, 14: AAS 71(1979) p. 284.
[5] Cfr. Sal 127 (128), 2.
[6] Gén 3, 19.
[7] Cfr. Mt 13, 52.
[8] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et Spes, 38: AAS 58 (1966) p. 1055.
[9] Gén 1, 27.
[10] Gén 1, 28.
[11] Cfr. Heb 2, 17; Flp 2, 5-8.
[12] Cfr. Pío XI, Carta Encíclica Quadragesimo Anno: AAS 23
(1931) p. 221.
[13] Dt 24, 15; Sant 5, 4; y también Gén 4, 10.
[14] Cfr. Gén 1, 28.
[15] Cfr. Gén 1, 26-27.
[16] Gén 3, 19.
[17] Heb 6, 8; cfr. Gén 3, 18.
[18] Cfr. Summa Th., I-II, q. 40, a. 1 c.; I-II, q. 34, a. 2, ad 1.
[19] Cfr. Summa Th., I-II, q. 40, a. 1 c.; I-II, q. 34, a. 2, ad 1.
[20] Cfr. Pío XI, Carta Encíclica Quadragesimo Anno: AAS 23
(1931) p. 221-222.
[21] Cfr. Jn 4, 38.
[22] Sobre el derecho a la propiedad cfr.: Summa Th. II-II, q. 66, aa. 2,
6; De Regimine principum, L. I., cc. 15, 17. Respecto a la función
social de la propiedad cfr.: Summa Th., II-II, q. 134, a. 1, ad 3.
[23] Cfr. Pío XI, Carta Encíclica Quadragesimo Anno: AAS 23
(1931) p. 199; Conc. Ecum. Vat. II, Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et Spes, 68: AAS 58 (1966) pp. 1089-1090.
[24] Cfr. Juan XXIII, Carta Encíclica Mater et Magistra: AAS 53 (1961)
p. 419.
[25] Cfr. Summa Th., II-II, q. 65, a. 2.
[26] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et Spes, 67: AAS 58 (1966) p. 1089.
[27] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et Spes, 34: AAS 58 (1966) pp. 1052 s.
[28] Cfr. Gén 2, 2; Ex 20, 8. 11; Dt 5, 12-14.
[29] Cfr. Gén 2, 3.
[30] Ap 15, 3.
[31] Gén 1, 4. 10. 12. 18. 21. 25. 31.
[32] Jn 5, 17.
[33] Heb 4, 1. 9-10.
[34] Jn 14, 2.
[35] Dt 5, 12-14; Ex 20, 8-12.
[36] Cfr. Mt 25, 21.
[37] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et Spes, 34: AAS 58 (1966) pp. 1052 s.
[38] Ibid.
[39] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Dogm. sobre la Iglesia Lumen Gentium, 36:
AAS 57 (1965) p. 41.
[40] Mc 6, 2-3.
[41] Cfr. Mt 13, 55.
[42] Cfr. Mt 6, 25-34.
[43] Jn 15, 1
[44] Cfr. Eclo 38, 1-3.
[45] Cfr. Eclo 38, 4-8.
[46] Cfr. Ex 31, 1-5; Eclo 38, 27.
[47] Cfr. Gén 4, 22; Is 44, 12.
[48] Cfr. Jer 18, 3-4; Eclo 38, 29-30.
[49] Cfr. Gén 9, 20; Is 5, 1-2.
[50] Cfr. Ecl 12, 9-12; Eclo 39, 1-8.
[51] Cfr. Sal 107 (108), 23-30; Sab 14, 2-3 a.
[52] Cfr. Gén 11, 3; 2 Re 12, 12-13; 22, 5-6.
[53] Cfr. Gén 4, 21.
[54] Cfr. Gén 4, 2; 37, 3; Ex 3, 1; 1 Sam 16, 11; passim.
[55] Cfr. Ez 47, 10.
[56] Cfr. Prov 31, 15-27.
[57] Por ej. Jn 10, 1-16.
[58] Cfr. Mc 12, 1-12.
[59] Cfr. Lc 4, 23.
[60] Cfr. Mc 4, 1-9.
[61] Cfr. Mt 13, 52.
[62] Cfr. Mt 24, 45, Lc 12, 42-48.
[63] Cfr. Lc 16, 1-8.
[64] Cfr. Mt 13, 47-50.
[65] Cfr. Mt 13, 45-46.
[66] Cfr. Mt 20, 1-16.
[67] Cfr. Mt 13, 33; Lc 15, 8-9.
[68] Cfr. Mt 9, 37; Jn 4, 35-38.
[69] Cfr. Mt 4, 19.
[70] Cfr. Mt 13, 52.
[71] Cfr. Act 18, 3.
[72] Cfr. Act 20, 34-35.
[73] 2 Tes 3, 8. S. Pablo reconoce a los misioneros el derecho a los medios
de subsistencia: 1 Cor 9, 6-14; Gál 6, 6; 2 Tes 3, 9; cfr. Lc 10,
7.
[74] 2 Tes 3, 12.
[75] 2 Tes 3, 11.
[76] 2 Tes 3, 10.
[77] Col 3, 23-24.
[78] Act 1, 1.
[79] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et Spes, 35: AAS 58 ( 1966) p. 1053.
[80] Ibid.
[81] Gén 3, 17.
[82] Gén 3, 19.
[83] Ecl 2, 11.
[84] Cfr. Rom 5, 19.
[85] Cfr. Jn 17, 4.
[86] Cfr. Lc 9, 23.
[87] Conc Ecum. Vat. II, Const. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium
et Spes, 38: AAS 58 (1966) pp. 1055 s.
[88] Cfr. 2 Pe 3, 13; Ap 21, 1.
[89] Cfr. 2 Pe 3, 13.
[90] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo actual
Gaudium et Spes, 39: AAS 58 (1966) p. 1057.
[91] Ibid.