LA IGLESIA CATÓLICA Y LA INDEPENDENCIA
DE MÉXICO
Cuando hablamos de la independencia
Mexicana nos referimos a tres momentos o clases de la misma 1.- La Independencia
de España. 2.- La Independencia de los Estados Unidos. 3.- La independencia
del imperio francés.
Nos referimos a los tres momentos desde el punto de vista de la actuación
de las misma de la Iglesia católica.
a) La independencia de España.
La influencia de la clase sacerdotal, la única
que, como afirma Abad y Queipo, tenía resonancia en el corazón
del pueblo, en la guerra de Independencia es evidente. El carácter
popular de la misma y el hecho de que haya sido iniciada por clérigos
revela la conexión estrecha que entre el pueblo y sus curas de almas
existía, la participación que éstos tenían en
la vida total de buena parte de los mexicanos y la lealtad y confianza que
el pueblo había depositado en sus eclesiásticos, quienes eran
no sólo consejeros espirituales, sino maestros, amigos y compañeros
en su angustia diaria.
La guerra de Independencia muestra una participación
estrecha entre el pueblo y sus curas, mexicanos casi todos, y una oposición
de los prelados, españoles en su mayoría, a los anhelos de
autonomía de México. Importa mucho en este aspecto constatar
el hecho de que cuando el estado eclesiástico se halla ligado al pueblo
estrechamente en sus luchas sociales resultan aliados; mas cuando entre ellos
se establece un divorcio, el movimiento social lo arrolla y destruye. La
independencia representa el primer caso y como es el primer gran movimiento
en el que al lado de una disputa política se ventila otra de tipo
social, la unión del pueblo con sus curas resultó fructífera.
En ella, buena parte de sus caudillos fueron eclesiásticos.
Don José Bravo Ugarte señala que de 161 que tomaron parte en
ese movimiento, 128 lo hicieron dentro de las filas insurgentes y 32 en las
realistas. De los 128, 125 lo fueron durante la primera lucha de Hidalgo,
Morelos y Mina y sólo 4 en las filas trigarantes. De ellos 92 eran
del clero secular y 37 del regular. De los 32 realistas, 22 eran clérigos
y 10 regulares.
b) La independencia de Estados Unidos
La guerra del cuarenta y siete en contra de los Estados
Unidos representa el segundo episodio de este conflicto. En él, la
actitud de la Iglesia fue desigual. En tanto que algunos prelados y eclesiásticos
recibían al enemigo con Te Deum y bajo palio, otros condenaban con
toda energía la invasión y varios más la combatían
con las armas.
En esta lucha, tras la cual no había ningún problema
religioso, resulta, pese a los desfallecimientos de algunos pocos, saludable,
patriótica y positiva la actitud de la mayoría del clero. Las
palabras de condenación que el vicario capitular de México
don Manuel Irisarri y Peralta diera contra la guerra son reveladoras de esa
actitud.
Consideró la invasión como “la más injusta
y menos racional, la más cruel a que nunca ha dado ocasión
ni el menor motivo”, y agregaba: “Ya no hay un momento seguro y nuestra esclavitud
o nuestro triunfo, son los dos extremos […] Hoy en consecuencia es decisivo
que el espíritu público se levante, se reanime, se consolide
y uniforme, no debiendo pensarse en ningún otro objeto que el de sostenerse,
salvarse y vencer”. Notable es también la actitud del obispo don Antonio
Mantecón e Ibáñez, que entregó buena parte de
los bienes de su diócesis oaxaqueña para hacer frente a los
gastos de la guerra
c) La independencia ante la intervención francesa.
La intervención francesa a partir del año 62
es la culminación de ese proceso y en ella también hubo una
actitud desigual. Curas como Miranda y otros más, rabiosamente reaccionarios
y apegados al poder extraño ennegrecieron las horas de la patria,
y altos prelados como Labastida contemporizaron y sirvieron al Imperio del
que se alejaron al darse cuenta de que las ideas que lo movían eran
del todo opuestas a las que ellos sustentaban.
Algunas veces en medio de la gran confusión que significó
la intervención y el Imperio Napoleónico se levantaron contra
ella y él, como lo hizo el por entonces canónigo don Lázaro
de la Garza, más tarde arzobispo de México, quien afirmaba
que no reconocería sino al gobierno legítimamente emanado del
pueblo.
La Iglesia mexicana, mejor dicho, algunos de sus miembros
no supieron en circunstancias semejantes comprender la alta y enorme significación
que ella misma encierra al ser “una institución supranacional, que
coloca las necesidades espirituales de los hombres sobre los intereses particulares
de cada pueblo, pero a ninguno de sus hijos exige que traicione a su patria
o reniegue de su raza”.