HISTORIA DE LA IGLESIA
EPOCA ANTIGUA (SIGLOS I-V)
TERCERA PARTE:
LA REVOLUCION CONSTANTINIANA
CAPÍTULO XXXI
LAS RAÍCES DE LA EUROPA CRISTIANA (476-604)
I. El cuadro histórico
Cuando cae el Imperio romano de Occidente (476) está
en el trono de Constantinopla el emperador Zenón (474-491). Le sucedieron
Anastasio (491-418), Justino (518-527) y Justiniano (527-565). Este último,
débil de carácter y dominado por su mujer Teodora, tuvo sin
embargo el mérito de salvar la herencia gloriosa de Roma, confiando
al jurisconsulto Triboniano la compilación del Corpus iuris civilis
—dividido en Instituciones, Digesto o Pandetas, Codice, Novelas— y promoviendo
grandiosas construcciones —entre ellas Santa Sofía de Constantinopla
y San Vital de Rávena—. Religiosísimo personalmente, en las
relaciones con la Iglesia, sin embargo, intensificó la línea
cesaropapista de sus predecesores, encontrando, en cambio, resistencia en
el papado. No renunció, además, a las intervenciones en Occidente,
modificando —gracias a dos valiosos generales, Belisario y Narsete— muchas
de las situaciones que allí se crearon.
En Occidente, de hecho, ya al final del siglo V la situación
de los estados romano-germánicos —arrianos— se había estabilizado
del siguiente modo: en África los vándalos, en Hispania los
suevos y visigodos, en la Galia los francos —el rey Clodoveo se convertía
en el 496 al catolicismo—, en Britania los anglos y los sajones, en Italia
los hérulos de Odoacro, sustituidos en el 488 por los ostrogodos de
Teodorico —famoso por haber embellecido la capital Rávena y por haber
acogido en la corte a intelectuales de la aristocracia romana, como Severino
Boecio y Casiodoro—.
Pero tal situación fue desbaratada por los ejércitos
de Constantinopla, que tuvieron en Sicilia, ya bizantina, su base de operaciones.
El primer reino en estar en su punto de mira fue el de los vándalos,
que de hecho desaparece en el 535 por el enérgico ataque lanzado por
Belisario. Posteriormente les llegó la vez a los ostrogodos: a Teodorico
le había sucedido en el 526 Atalarico, por el cual tuvo el poder su
madre Amalasunta. Precisamente la supresión de Amalasunta por parte
de los nacionalistas godos ofreció el pretexto de una guerra ventenal
(535-553), devastadora, que vio enfrentarse en su última fase al ostrogodo
Totila con el bizantino Narsete, y que se concluyó con la asociación
de Italia al gobierno imperial de Constantinopla.
Sin embargo, la sujeción a Oriente duró poco,
pues en el 568 entraron en escena los longobardos. Al mismo tiempo en Oriente
irrumpieron eslavos y mongoles, dando su nombre a las tierras ocupadas —Serbia,
Croacia y Eslovenia los primeros; Bulgaria los segundos, en seguida eslavizados—.
Éstos, sin embargo, bien pronto sufrieron la influencia civilizadora
de Bizancio, entrando en el ámbito de la Iglesia de Oriente, cuya
autonomía de Roma se hacía cada vez más pronunciada,
alcanzando uno de los momentos más delicados en tiempos de Gregorio
Magno (590-604) y del emperador Mauricio.
En cuanto a los longobardos, de estirpe germánica y de
religión arriana, liderados por Alboino invadieron Italia, rompiendo
la unidad: a la pars longobarda —dividida en ducados y con capital en Pavía—
se yuxtaponía la pars bizantina —el Lacio y zonas costeras, con capital
en Rávena—. Dos reyes se distinguieron en el período siguiente:
Autari y Agilulfo; los dos esposaron con la católica Teodolinda, y
así, al final del siglo VI, se terminaba el proceso de conversión
de los longobardos al catolicismo.
Evento este último en el que fue determinante el influjo
del papa Gregorio Magno, perteneciente a la noble familia de los Anicios.
Ya prefecto de Roma, atraído por el ideal de Benito de Nursia —a quien
se debe la introducción en Occidente de una nueva forma de monacato,
centrada en el ora et labora—, había abandonado la vida pública
para retirarse en un convento por él fundado sobre las pendientes
del Celio. Pero el papa Pelagio II, en el 579, lo quiso como nuncio —“apocrisario”—
en Constantinopla, y después como consejero suyo en Roma. Fue elegido
pontífice en el 590, en un momento de grave crisis —pestilencia y
avance de los longobardos—.
En Gregorio coexistieron un excepcional fervor religioso y una
extraordinaria habilidad política. Notable fue el impulso que supo
dar a la actividad de expansión del cristianismo —enviando misioneros
hasta los lejanos anglos— y a la consolidación de la organización
eclesial bajo la dependencia del papado. Frente al avance de los longobardos,
ausente la autoridad bizantina, se dispuso a defender militarmente Roma,
a estipular tratados de paz y a socorrer las poblaciones oprimidas. Las bases
del poder temporal eran virtualmente creadas: en Roma la autoridad efectiva
era la del Papa.
II. La Iglesia frente a los nuevos pueblos
La nueva disposición de Occidente modificó notablemente
también el rostro de la Iglesia: al mismo tiempo en que la cristiandad
transmitía a los nuevos pueblos los valores de la fe y de la civilización
romana, se engrosaba un proceso de “deculturación”, reflejado, entre
otras cosas, en el gusto creciente de lo irracional, en las conversiones
en masa, en la ruralización. Este último fenómeno, en
particular, estaba en conexión con la penetración de la Iglesia
en los campos, mientras también en el ámbito de las declinantes
ciudades podía decirse como ya concluida la conversión de la
aristocracia.
Desaparecida la aversión hacia los bárbaros, que
en el pasado no había respetado mentes también selectas del
mundo cristiano76, se pasaba a una visión providencialista de la nueva
situación histórica, pensándose que los bárbaros
habían sido destinados por Dios a acoger la fe cristiana, y, por ello,
se les miraba con respeto e inquietud misionera; no obstante, tampoco faltaron
incomprensiones y fricciones.
III. Se ahonda el foso entre Oriente y Occidente
Después de la caída del imperio de Occidente,
Constantinopla se consideró como la auténtica heredera de las
glorias del pasado, y el emperador se creyó autorizado a hablar, también
en materia de fe, exigiendo que con él coincidiera al unísono
el patriarca. Una señal clara de esta pretensión se capta en
el 482, cuando el emperador Zenón, de acuerdo con el patriarca Acacio,
promulgó el Edicto de Unión, una fórmula que dejaba
de lado Calcedonia y que, por eso, no fue aceptada por Roma. El papa Félix
II (483-492) declaró depuesto al patriarca, dando lugar al llamado
cisma acaciano (484-519), durante el cual emerge la firmeza mostrada —tanto
con la acción como con la doctrina— por el papa Gelasio I (492-496).
Pero el cisma fue destructivo por las repercusiones que tuvo
en Roma, donde en el 498, después del breve pontificado del papa Anastasio,
la corriente filobizantina opuso al alecto pontífice Símmaco
—de parecida firmeza a Gelasio— el acomodaticio Lorenzo. Un cisma —llamado
laurenciano— dentro del cisma, que finalizó gracias a la intervención
de Teodorico, interesado en que no se reforzara el partido imperial. Fue
un período amargo, que vio a la ciudad ensangrentarse por los enfrentamientos
violentos entre las dos facciones, pero durante el cual se tuvieron también
tres sínodos de relevante importancia por las cuestiones en ellos
definidas —la procedencia de la elección pontificia, y los derechos
de autonomía (también patrimonial) y de absoluta preeminencia
jerárquica del obispo de Roma77—.
Quedaba aún el cisma acaciano, el cual era resuelto en
el 519 por medio del nuevo emperador, Justino —filocalcedoniano—; y en el
clima de reconciliación entre las dos iglesias fue elegido papa Juan
I (523-526). Pero precisamente este acercamiento a Bizancio molestó
a Teodorico. El rey ostrogodo, antes tan respetuoso con la religión
católica78, intentó ahora una serie de procesos a traición
—cayó también Boecio— y encarceló al Papa.
En medio de los dos fuegos, el godo y el bizantino, el papado
tuvo que sufrir muchísimo en los años siguientes, siendo víctima
de manera particular el papa Vigilio (537-555), cuyo pontificado coincide
de lleno con el período de la guerra ventenal: presionado por el emperador
Justiniano a aceptar el edicto de los Tres capítulos79 y excomulgado
por un sínodo de obispos africanos, moría en Siracusa humillado
y fracasado.
La tensión entre Roma y Bizancio perduró con los
sucesores de Vigilio y de Justiniano, pero con Gregorio Magno tuvo éxitos,
en una dirección del todo contraria a comprometer el honor del papado.
Éste fue defendido por el gran pontífice con firmeza, tanto
en la acción como en los escritos80. Por otra parte, la misma situación
histórica en la que se encontraba Italia bajo los longobardos hizo
que recayeran sobre Gregorio las responsabilidades del gobierno y de la administración,
y por este camino Roma y los territorios circundantes, formalmente bajo Bizancio,
se dispusieron a ser un “estado” bajo la soberanía del papa. Contribuyó
a esta transformación epocal el patrimonium Petri81, conducido con
sagacidad política, mas, a la vez, con ánimo profundamente
atento a los problemas pastorales82 y doctrinales83.
Así también a nivel eclesial: cuando el patriarca
de Constantinopla llega a ser prácticamente una sola cosa con el emperador
de Oriente, Gregorio Magno reacciona con fuerza; no por miedo a perder el
papado, el primado, sino por temor a la pérdida de la unidad en la
Iglesia. Era consciente de que en tanto la situación política
podía estar dividida, sin embargo la Iglesia no debía dividirse;
la Iglesia una corría el riesgo de dividirse cuando dejase de lado
la unidad con Roma.