LIBRO I
(En defensa de la religión cristiana)
CAPÍTULO I
Los enemigos del nombre de Cristo obtienen el perdón
de los bárbaros, por reverencia a Cristo, durante la devastación
de Roma
De esta ciudad terrena surgen los enemigos contra quienes hay
que defender la ciudad de Dios. Muchos de ellos, apartándose de sus
errores impíos, se convierten en moradores bastante laudables de esta
ciudad. Otros muchos, en cambio, se están abrasando en un odio tan
violento contra ella, y son tan ingratos a los evidentes favores de su Redentor,
que éste es el día en que no serían capaces de mover
su lengua contra esta ciudad si no fuera porque encontraron en sus lugares
sagrados, al huir de las armas enemigas, la salvación de su vida,
de la que ahora tanto se enorgullecen. ¿O es que no son enemigos encarnizados
de Cristo aquellos romanos a quienes los bárbaros, por respeto a Cristo,
les perdonaron la vida? Testigos son de ello los santuarios de los mártires
y las basílicas de los Apóstoles, que en aquella devastación
de la gran Urbe acogieron a cuantos en ella se refugiaron, tanto propios
como extraños. Allí se moderaba la furia encarnizada del enemigo;
allí ponía fin el exterminador a su saña; allí
conducían los enemigos, tocados de benignidad, a quienes, fuera de
aquellos lugares, habían perdonado la vida, y los aseguraban de las
manos de quienes no tenían tal misericordia. Incluso aquellos mismos
que en otras partes, al estilo de un enemigo, realizaban matanzas llenas
de crueldad, se acercaban a estos lugares en los que estaba vedado lo que
por derecho de guerra se permite en otras partes, refrenaban toda la saña
de su espada y renunciaban al ansia que tenían de hacer cautivos.
De esta manera han escapado multitud de los que ahora desacreditan
el cristianismo, y achacan a Cristo las desgracias que tuvo que soportar
aquella ciudad. En cambio, el beneficio de perdonárseles la vida por
respeto a Cristo no se lo atribuyen a nuestro Cristo, sino a su Destino.
Deberían más bien, con un poco de juicio, atribuir los sufrimientos
y asperezas que les han infligido sus enemigos a la divina Providencia, que
suele acrisolar y castigar la vida corrompida de los humanos. Ella es quien
pone a prueba la rectitud y la vida honrada de los mortales con estos dolores
para, una vez probada, pasarla a vida mejor, o bien retenerla en esta tierra
con otros fines.
Pero de hecho los bárbaros, en su ferocidad, les han
perdonado la vida, contra el estilo normal de las guerras, por respeto al
nombre de Cristo, sea en lugares comunes, sea en los recintos consagrados
a su culto, y, para que fuera aún más abundante la compasión,
eligieron los más amplios, destinados a reunir multitudes. Este hecho
deberían atribuirlo al cristianismo. He aquí la necesaria ocasión
para dar gracias a Dios y recurrir a su nombre con sinceridad, evitando las
penas del fuego eterno, ellos que en masa escaparon de las presentes calamidades
usando hipócritamente ese mismo nombre. Porque muchos de los que ves
ahora insultar a los siervos de Cristo, con insolente desvergüenza,
no hubieran escapado de aquella carnicería desastrosa si no hubieran
fingido ser siervos de Cristo. Y ahora, ¡oh soberbia desagradecida
y despiadada locura!, se hacen reos de las eternas tinieblas oponiéndose
con perverso corazón a su nombre, nombre al cual un día se
acogieron, con labios engañosos, para gozar de la luz temporal.
CAPÍTULO II
Jamás en una guerra
los vencedores han perdonado a los vencidos por reverencia a sus dioses
Muchas son las gestas guerreras consignadas por escrito, unas
anteriores a Roma, otras desde su nacimiento hasta el apogeo de su dominio:
léanlas y dígannos si, en el asalto de alguna ciudad por extranjeros,
los vencedores han perdonado de esta manera a los refugiados en los templos
de sus propios dioses. O si se ha dado alguna orden por un caudillo bárbaro
para que después del asalto a alguna ciudad no se hiriese a nadie
de los encontrados en tal o cual templo.
¿No fue Eneas quien vio a Príamo entre los altares
«profanando con su sangre los fuegos que él mismo había
consagrado»? Y Diomedes y Ulises, «después de degollar
a la guardia de la ciudadela, ¿no tuvieron el atrevimiento de robar
la sagrada imagen y de poner sus ensangrentadas manos en las virgíneas
fajas de la diosa»?
Y, sin embargo, lo que sigue no es cierto: «Desde aquel
instante empezó a aflojar y a desvanecerse la esperanza de los griegos».
Porque fue después cuando quedaron victoriosos; fue después
cuando a Troya la destruyeron a sangre y fuego; fue después cuando
a Príamo, que había buscado refugio en los altares, lo degollaron.
No; Troya no cayó por haber perdido a Minerva. Y Minerva, ¿qué
había perdido ella para caer? ¿Quizá sus guardianes?
Esto sí que es verdad; porque sólo pudo ser robada después
de degollados ellos. La verdad es que el ídolo era defendido por los
guardianes, en lugar de ser éstos defendidos por el ídolo.
¿Cómo es posible que se le diera culto para que fuera la custodia
de la ciudad y sus habitantes, ella que no fue capaz de custodiar a su propia
custodia?
CAPÍTULO III
Lamentable ligereza de los romanos al creer que los dioses Penates,
impotentes para defender a Troya, les habían de servir a ellos
¡Mirad a qué dioses tenían a gala los romanos
encomendar la guardia de su ciudad! ¡Qué error más lamentable!
¡Y se irritan contra nosotros porque decimos todo esto de sus dioses!
Y, en cambio, no se irritan contra sus escritores que lo inventaron, a quienes
han podido estudiar a fuerza de dinero, juzgando además a sus maestros
muy dignos de salario público y de honores.
Es precisamente a Virgilio, como al principal y más brillante
de todos los poetas, a quien leen desde niños para que sus espíritus,
todavía tiernos, se empapen en él y no pueda caer en el olvido
fácilmente, según aquel verso de Horacio: «La vasija
que de nueva se empapó de un perfume, largo tiempo lo conservará».
Según este mismo Virgilio, Juno aparece llena de odio a los troyanos,
diciendo a Eolo, rey de los vientos, para azuzarlo contra ellos: «Una
raza, enemiga personal mía, va surcando las ondas del Tirreno; llevan
consigo a Ilión y a los dioses vencidos de sus hogares hacia Italia».
¿A estos dioses vencidos es a quienes los hombres juiciosos
debieron encomendar a Roma para ser invencible? Juno hablaba así como
una mujer irritada, sin saber bien lo que se decía. ¿Y qué
dice Eneas, llamado «el Piadoso» tantas veces? ¿No es
él quien cuenta: «Parto, el hijo de Otreo, sacerdote del alcázar
de Apolo, llevando a rastras en sus manos los objetos del culto, los dioses
vencidos y a su nietecito, viene a mis umbrales en loca carrera»? ¿No
muestra que tales dioses -que no duda en llamarlos vencidos- le fueron confiados
a él, más bien que él a ellos, cuando se le dice: «Troya
te confía sus objetos de culto y sus Penates»?
Si, pues, Virgilio a estos dioses los declara vencidos, e incluso
encomendados a un hombre, para lograr la fuga, ¿no será una
locura pensar que Roma fue acertadamente encomendada a tales protectores,
y que, de no haberlos perdido, no hubiera podido ser arrasada? Más
aún, dar culto a unos dioses vencidos como a sus guías y defensores,
¿qué otra cosa será sino tener no ya divinidades propicias,
sino más bien pagadores sin crédito?
Roma no habría evitado su ruina conservando sus dioses, sino
más digno de fe me parece que éstos habrían perecido
mucho antes si Roma no hubiera hecho lo imposible por conservarlos a ellos.
¿Quién no se da cuenta a primera vista de la vana pretensión
de ser invencibles bajo la protección de seres vencidos, y de afirmar
que llegó su ruina por haber perdido a sus dioses protectores, siendo
así que la única causa de su perdición pudo muy bien
ser el haber elegido a unos protectores perecederos? No era el placer de
mentir lo que impulsaba a los poetas a escribir y cantar esos versos sobre
los dioses vencidos, no. Era la fuerza de la verdad lo que les obligaba a
ser sinceros, como a hombres sensatos.
Estas cuestiones las trataré en otro lugar más
oportuno, cuidadosa y ampliamente. De momento voy a hablar un poco, según
el plan trazado y mis posibilidades, de aquellos ingratos que le imputan
a Cristo, entre blasfemias, los males que están padeciendo como efecto
de la corrupción de su vida. Se les perdonó incluso a ellos,
por reverencia a Cristo, y ellos ni siquiera prestan atención a este
hecho. Con desenfreno sacrílego y perverso desatan contra este nombre
las mismas lenguas que lo usaron con hipocresía para salvar su vida:
esas lenguas que frenaron llenos de miedo en los lugares a Él consagrados,
quedando a salvo y sin peligro al ser respetados de sus enemigos por amor
a Él. Y luego salen furiosos de estos sagrados asilos vomitando maldiciones
contra Cristo.
CAPÍTULO IV
El asilo de Juno en Troya no libró de las manos griegas
a nadie. En cambio, las basílicas de los Apóstoles ampararon
del furor de los bárbaros a todos los que se acogieron a ellas
La misma Troya, como he dicho, madre del pueblo romano, no pudo
defender en los templos a sus habitantes del fuego y la espada de los griegos,
que daban culto a esos mismos dioses. Más todavía: «En
el asilo sagrado de Juno, los guardianes escogidos, Fénix y el cruel
Ulises, custodiaban el botín. Aquí y allá se amontonaban
tesoros de Troya, arrancados a los templos en llamas: mesas consagradas a
los dioses, cráteras de oro macizo, vestimentas robadas. En derredor,
de pie y en larga hilera, están las madres temblorosas con los niños».
Así es: fue elegido el lugar consagrado a tan excelente
diosa, pero no para impedir la salida de los cautivos, sino para tenerlos
allí encerrados. Compara ahora aquel asilo, no de cualquier divinidad
gregaria, ni una del tropel de dioses, sino de la misma hermana y esposa
de Júpiter, reina de todos los dioses. Compárala con los lugares
dedicados a los Apóstoles: allí se llevaban los despojos robados
a los dioses y templos incendiados, no para ofrecérselos a los vencidos,
sino para repartirlo entre los vencedores; aquí, en cambio, se traía
con honor y un sagrado respeto hasta lo encontrado en otras partes, perteneciente
a estos lugares. Allí se perdía la libertad; aquí quedaba
asegurada. Allí se aseguraba la cautividad; aquí se prohibía.
Allí eran encerrados para presa de la ambición de los enemigos;
aquí los enemigos, movidos a compasión, los traían para
darles libertad. Aquel templo, en fin, de la diosa Juno lo había escogido
la avaricia orgullosa de unos frívolos griegos; en cambio, estas basílicas
de Cristo fueron elegidas por la humilde compasión de los bárbaros,
incluso inhumanos. A no ser que quizá los griegos, en aquella su victoria,
perdonasen los templos de los dioses comunes, y no se atreviesen a herir
o hacer cautivos a los infelices y vencidos troyanos, allí refugiados;
en tal caso, mentiría Virgilio, al estilo de los poetas. Pero nada
de eso. Él mismo nos describe el método usado por los enemigos
al devastar las ciudades.
CAPÍTULO V
Método generalizado
de arrasar los enemigos a las ciudades vencidas. Sentencia de César
Ya el mismo César hace notar estos métodos salvajes
al exponer ante el Senado su parecer sobre los conjurados, como recoge Salustio,
historiador de notable fidelidad a los hechos: «Raptos de doncellas
y muchachos, niños arrancados de los brazos de sus padres, madres
sufriendo los caprichos de los vencedores, templos y casas entregados al
saqueo, muertes, incendios. En fin, armas, cadáveres, sangre y lamentos
por todas partes».
Si en este pasaje hubiera omitido los lugares sagrados, habría
fundamento para pensar que los enemigos respetaban de ordinario las moradas
de los dioses. Y este trato no lo tenían los templos romanos precisamente
de las hordas extranjeras, sino de Catilina y sus secuaces, senadores de
la más alta alcurnia y ciudadanos romanos. Bien es cierto que esta
gente eran hombres perdidos y parricidas de su propia Madre Patria.
CAPÍTULO VI
Los romanos mismos jamás perdonaron a los refugiados
en los templos de las ciudades conquistadas
¿Qué necesidad tenemos de que nuestra palabra
ande en busca de muchas naciones que hayan luchado entre sí, y que
en ninguna de ellas hayan perdonado a los vencidos, refugiados en las moradas
de sus dioses? Veamos a los mismos romanos. Sí, traigamos a la memoria
y pasemos revista a estos romanos, cuyo principal timbre de gloria se expresó
así: «Perdonarás al vencido y abatirás al soberbio»,
y que preferían olvidar las injurias recibidas antes que vengarlas.
Queremos que se nos diga en qué templos solían hacer excepción
para dejar en libertad a los que allí se habían refugiado,
en el saqueo de tantas y tan grandes ciudades, asaltadas y tomadas por ellos
para extender sus dominios. ¿Será tal vez que obraban así,
pero los cronistas de sus hazañas lo iban callando? ¿Cómo
iban a pasar por alto unas muestras de tan alta piedad para ellos, quienes
andaban a la caza de ocasiones en que poder airear sus alabanzas?
Se cuenta del ilustre romano Marco Marcelo, conquistador de
la hermosa ciudad de Siracusa, que antes de arruinarla se echó a llorar,
corriendo primero sus lágrimas que la sangre de sus moradores. Tomó
incluso interés en respetar el pudor, como digno de ser tenido en
cuenta con el enemigo. En efecto, antes de ordenar, como vencedor, el asalto
de la ciudad dio un edicto prohibiendo hacer violencia corporal a ninguna
persona libre. La ciudad, con todo, fue arrasada, como ocurre en las guerras,
y en ninguna parte leemos decreto alguno por el que este caudillo, tan casto
y clemente, ordenase dejar ileso a quien hubiera buscado refugio en tal o
cual templo. Jamás se hubiera silenciado este hecho, en caso de haber
ocurrido, cuando no se han callado sus lágrimas y la orden de no violar
lo más mínimo la decencia.
Fabio, el destructor de Tarento, recibe alabanzas por haberse
abstenido del pillaje de los ídolos. Su secretario le consultó
qué debía hacer con las muchas imágenes de los dioses
que habían capturado, y él hasta sazonó su clemencia
con un gracejo. Preguntó cómo eran, y se le contesta que muchas
de gran tamaño, e incluso estaban armadas. «Dejémosles
a los tarentinos -dijo- sus airados dioses».
Pues bien, ni el llanto del uno, ni la risa del otro, ni la
casta piedad del primero, ni la donosa moderación del segundo han
podido pasar en silencio los historiadores romanos. ¿Cómo,
entonces, iban a dejar de consignar el haber perdonado a algún hombre
en honor de cualquiera de sus dioses, hasta el punto de prohibir atacarles
o hacer cautivos en sus templos?
CAPÍTULO VII
La crudeza en la destrucción de
Roma fue producto de la tradición bélica. La clemencia vino
de la fuerza del nombre de Cristo
Por consiguiente, cuantas ruinas, degüellos, pillajes,
incendios, tormentos se cometieron en la reciente catástrofe de Roma,
producto fueron del estilo de las guerras. En cambio, lo insólito
allí ocurrido, el que, cambiando su rumbo los acontecimientos de una
manera insospechada, el salvajismo de los bárbaros se haya mostrado
blando hasta el punto de dejar establecidas, por elección, las basílicas
más capaces para que el público las llenase y evitaran la condena,
se lo debemos al nombre de Cristo: allí a nadie se atacaba; de allí
nadie podía ser llevado preso; a sus recintos los enemigos conducían
por compasión a muchos para darles la libertad; allí ni la
crueldad de los enemigos sacaría cautivo a uno solo. Todo esto, repito,
se lo debemos al nombre cristiano, esto se lo debemos a la época de
cristianismo. Quien esto no vea está ciego. Quien lo vea y no lo alabe
es un ingrato. Quien se muestre en contra de quien lo alaba es un mentecato.
¡No quiera Dios que un hombre en sus cabales atribuya estos datos a
la fiereza de los bárbaros! Él fue quien a los pechos feroces
y sanguinarios los llenó de terror, les fue poniendo freno y los ablandó
milagrosamente, cuando mucho tiempo antes había dicho por el profeta:
Castigaré con vara sus pecados, y a latigazos sus culpas; pero no
les retiraré mi favor6.
CAPÍTULO VIII
Las gracias y las desgracias son comunes
casi siempre a buenos y malos
1. Alguien podrá decir: «Este divino favor, ¿por qué
ha alcanzado también a los impíos e ingratos?». ¿Por
qué ha de ser, sino porque lo brindó quien hace salir diariamente
el sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores?7 Sí,
habrá algunos que, cayendo en la cuenta de esto, se corrijan con dolor
de su impiedad, y otros que, despreciando, como dice el Apóstol, las
riquezas de bondad, y de tolerancia de Dios, con la dureza de su corazón
impenitente están almacenando castigos para el día del castigo,
cuando se revele el justo juicio de Dios, que pagará a cada uno según
sus obras8.
Con todo, la paciencia de Dios está invitando a la conversión
a los malos, y el azote de Dios a los buenos les enseña la paciencia.
Asimismo, la misericordia de Dios rodea amorosamente a los buenos para animarlos,
y la severidad de Dios corrige a los malos para castigarlos. Plugo a la divina
Providencia disponer para la otra vida bienes a los buenos que no disfrutarán
los pecadores, y males a los impíos que no atormentarán a los
justos. Sin embargo, ha querido que estos bienes y males pasajeros fueran
comunes a todos para que no se busquen ansiosamente los bienes que vemos
en posesión también de los malos ni se huya, como de algo vergonzoso,
de los males que con mucha frecuencia padecen incluso los buenos.
2. Lo que más nos interesa aquí es la postura personal tanto
ante las cosas que llamamos prósperas como ante las adversas. Porque
el hombre de bien ni se engríe con los bienes temporales ni se siente
abatido con los males. Y al contrario, el malvado sufre el castigo de la
desgracia temporal, porque con la prosperidad cae en la corrupción.
No obstante, Dios, en la misma distribución de bienes y males, hace
más patente con frecuencia su intervención. En efecto, si ahora
castigase cualquier pecado con penas manifiestas, se creería que no
reserva nada para el último juicio. Al contrario, si ahora dejase
impunes todos los pecados, creeríamos que no existe la Providencia
divina. Otro tanto sucede con las cosas prósperas: si Dios no las
concediese con abierta generosidad a algunos de cuantos se las piden, diríamos
que no son de su jurisdicción; y asimismo, si las concediese a todos
cuantos se las piden, llegaríamos a pensar que sólo se le debe
servir en espera de semejante recompensa. Y un servicio así, lejos
de hacernos más santos, nos volvería más ambiciosos,
más avaros.
Deducimos de aquí que no porque buenos y malos hayan
sufrido las mismas pruebas vamos a negar la distinción entre ellos.
Bien se compagina la desemejanza de los atribulados con la semejanza de las
tribulaciones. Y aunque estén sufriendo el mismo tormento, no por
ello son idénticos la virtud y el vicio. Como por un mismo fuego brilla
el oro y humea la paja; como bajo un mismo trillo se tritura la paja y el
grano se limpia; como no se confunde el alpechín con el aceite al
ser exprimidos bajo la misma almazara, de igual modo un mismo golpe, cayendo
sobre los buenos, los somete a prueba, los purifica, los afina; y condena,
arrasa y extermina a los malos. De aquí que, en idénticas pruebas,
los malos abominan y blasfeman de Dios; en cambio, le suplican y no cesan
de alabarle los buenos. He aquí lo que interesa: no la clase de sufrimientos,
sino cómo los sufre cada uno. Agitados con igual movimiento, el cieno
despide un hedor insufrible, y el ungüento, una suave fragancia.
CAPÍTULO IX
Causas de los castigos que azotan por
igual a buenos y malos
1. ¿Qué padecieron los cristianos en aquella catástrofe
que no les sirviera de provecho, si lo consideramos con los ojos de la fe?
En primer lugar, pensar con humildad en los pecados por los que Dios, en
su indignación, llenó el mundo de tamañas calamidades.
Si bien es verdad que se verán lejos de los criminales, de los infames,
de los impíos, no se creerán exentos de falta, hasta el punto
de juzgarse a sí mismos indignos de sufrir mal temporal alguno por
su causa. Hago excepción de que todo el mundo, por muy intachable
que sea su vida, concede algo a la concupiscencia carnal, aunque sin llegar
a la crueldad del crimen ni al abismo de la infamia o a la perversión
de la impiedad; pero sí a ciertos pecados, quizá raramente
cometidos, o quizá tanto más frecuentes cuanto más leves.
Pues bien, exceptuando esto, ¿a quién hallamos fácilmente
que trate como se debe a estos perversos, por cuya abominable soberbia, desenfreno
y ambición, por sus injusticias y horrendos sacrilegios, Dios ha aplastado
el mundo9, como ya lo había anunciado con amenazas? ¿Y quién
vive entre esta gente como se debería vivir? Porque de ordinario se
disimula culpablemente con ellos, no enseñándoles ni amonestándolos,
incluso no riñéndolos ni corrigiéndolos, sea porque
nos cuesta, sea porque nos da vergüenza echárselo en cara, o
porque queremos evitar enemistades que pueden ser impedimento, y hasta daño
en los bienes temporales, que nuestra codicia todavía aspira a conseguir
o que nuestra flaqueza teme perder.
De esta forma, los justos están descontentos, es cierto,
de la vida de los malos, y por ello no vienen a caer en la condenación
que a ellos les aguarda después de esta vida; pero, en cambio, como
son indulgentes con sus detestables pecados, al paso que les tienen miedo,
y caen en sus propios pecados, ligeros, es verdad, y veniales, con razón
se ven envueltos en el mismo azote temporal, aunque estén lejos de
ser castigados por una eternidad. Bien merecen los buenos sentir las amarguras
de esta vida, cuando se ven castigados por Dios con los malvados, ellos que,
por no privarse de su bienestar, no quisieron causar amarguras a los pecadores.
2. Puede ocurrir que alguien se muestre remiso en reprender y poner corrección
a los malhechores por estar buscando la ocasión más propicia,
o bien tienen miedo de que se vuelvan peores por ello, o que pongan trabas
a la formación moral y religiosa de algunos más débiles,
con presiones para que se aparten de la fe. Esto no me parece consecuencia
de mala inclinación alguna, sino más bien fruto de la caridad.
Sí son culpables los que viven de una forma distinta y aborrecen la
conducta de los pecadores, pero hacen la vista gorda con los pecados ajenos,
cuando deberían desaconsejar o reprender. Tienen miedo a sus reacciones,
tal vez perjudiciales en los mismos bienes que los justos pueden disfrutar
lícita y honestamente, pero que lo hacen con mayor avidez de la conveniente
a unos peregrinos en este mundo que enarbolan la bandera de la esperanza
en una patria celestial.
Y, naturalmente, no me refiero sólo a los más
remisos, es decir, a quienes llevan, por ejemplo, vida conyugal, teniendo
o procurando tener hijos, con casas y servidumbre en abundancia (como aquellos
a quienes se dirige el Apóstol en las iglesias para enseñarles
y recordarles cómo deben vivir las esposas con sus maridos, los maridos
con sus esposas, los hijos con sus padres y los padres con sus hijos, los
siervos con sus señores y los señores con sus siervos)10. Todos
éstos, de muy buen grado, adquieren bienes caducos de la tierra en
abundancia, y con mucho desagrado los pierden. Ésta es la causa por
la que no se atreven a ofender a los humanos cuya vida, llena de podredumbre
y de crímenes, les disgusta.
No me refiero sólo a éstos, no. Se trata incluso
de aquellas personas que se han comprometido con un género más
elevado de vida, libres de las ataduras del vínculo conyugal, de frugal
mesa y sencillo vestido. Éstos, digo, se abstienen ordinariamente
de reprender la conducta de los malvados, temiendo que sus disimuladas venganzas
o sus ataques pongan en peligro su fama o seguridad personal. Cierto que
no les tienen tanto miedo, hasta el punto de perpetrar acciones parecidas,
cediendo a cualquiera de sus amenazas o perversidades. Con todo, evitan reprender
esas tropelías que no cometen en complicidad con ellos, siendo así
que algunos cambiarían de conducta con la reprensión. Tienen
miedo, si fracasan en su intento, de poner en peligro y de perder la reputación
y la vida. Y no porque la crean indispensable para el servicio de enseñar
a los demás, no. Es más bien efecto de aquella debilidad morbosa
en que cae la lengua y los juicios humanos11 cuando se complacen en sus adulaciones
y temen la opinión pública, los tormentos de la carne o la
muerte. Consecuencias son éstas de la esclavitud a las malas inclinaciones,
no del deber de la caridad.
3. Así que, a mi modo de ver, no es despreciable la razón por
la que pasan penalidades malos y buenos juntamente, cuando a Dios le parece
bien castigar incluso con penas temporales la corrompida conducta de los
hombres. Sufren juntos no porque juntamente lleven una vida depravada, sino
porque juntos aman la vida presente. No con la misma intensidad, pero sí
juntos. Y los buenos deberían menospreciarla para que los otros, enmendados
con la reprensión, alcanzasen la vida eterna. Y si sus enemigos se
niegan a acompañarlos en conseguir la vida eterna, deberían
ser soportados y amados, ya que, mientras están viviendo, nunca se
sabe si darán un cambio en su voluntad para hacerse mejores.
En esta materia tienen no ya parecida, sino mucho más
grave responsabilidad, aquellos de quienes habla el profeta: Perecerá
éste por su culpa, pero de su sangre yo pediré cuentas al centinela12.
Con este fin están puestos precisamente los centinelas, es decir,
los responsables de los pueblos, en las iglesias, para no ser remisos en
reprender los pecados. Pero no se crea enteramente libre de culpa quien,
sin ser prelado, está ligado a otras personas por circunstancias inevitables
de esta vida, y es negligente en amonestar o corregir muchas de las cosas
que conoce reprensibles en ellos por tratar de evitar sus venganzas. Mira
por los bienes en que se puede disfrutar en esta vida legítimamente,
sí, pero pone en ellos un goce más allá de lo legítimo.
Tienen, además, otra razón los buenos para sufrir
males temporales. Es la misma que tuvo Job: someter el hombre a prueba su
mismo espíritu y comprobar qué hondura tiene su postura religiosa
y cuánto amor desinteresado tiene a Dios.
CAPÍTULO X
Nada pierden los Santos al perder las
cosas temporales
1. Si has profundizado debidamente en estas cuestiones, pon atención
a ver si les sucede a los hombres creyentes y piadosos algún mal que
no se les convierta en bien. A no ser que dejemos sin sentido el dicho del
Apóstol: Sabemos que todas las cosas cooperan al bien de los que aman
a Dios13. Supongamos que ya han perdido todo lo que tenían. Pero ¿han
perdido su fe? ¿Han perdido su religión? ¿Han perdido
los tesoros del hombre interior, el que ante Dios es rico?14 He aquí
las riquezas de los cristianos en las que el Apóstol se sentía
opulento, y decía: La religión es ciertamente un buen negocio
cuando uno se conforma con lo que tiene; porque nada trajimos al mundo, como
nada podremos llevarnos; así que, teniendo qué comer y con
qué vestirnos, podemos estar contentos. Los que quieren hacerse ricos
caen en tentaciones, trampas y mil afanes insensatos y funestos, que hunden
a los hombres en la ruina y en la perdición; porque la raíz
de todos los males es el amor al dinero; por esta ansia algunos se desviaron
de la fe y se infligieron mil tormentos15.
2. Por tanto, aquellos que en el mencionado desastre perdieron las riquezas
terrenas, si las poseían como lo habían oído de labios
de aquel Job, pobre por fuera y rico por dentro, es decir, si hacían
uso del mundo como si no lo hicieran16, bien pudieron decir lo mismo que
él, tan fuertemente tentado y nunca vencido: Desnudo salí del
seno de mi madre, desnudo volveré a la tierra. El Señor dio,
el Señor quitó. Ha sucedido según su beneplácito:
bendito sea el nombre del Señor17. Como buen servidor pretendía
que sus riquezas fueran la voluntad misma de su Señor: siguiéndole
paso a paso se haría rico en su espíritu, y no sufriría
quebranto al abandonar en vida lo que pronto, con la muerte, tenía
que abandonar.
Pero los otros, más débiles, que, sin anteponer
estos bienes terrenos a Cristo, estaban sujetos a ellos con un cierto apego,
al perderlos se han dado cuenta de hasta qué punto pecaron poniendo
su amor en ellos. Tanto más se han dolido cuanto más se habían
implicado en los dolores, según he recordado antes por boca del Apóstol.
Era preciso una lección de experiencia para quienes habían
descuidado tanto tiempo las palabras. Pues al decir el Apóstol: Los
que quieren hacerse ricos caen en tentaciones, etc., sin duda lo que recrimina
en las riquezas es la codicia, no la posesión. Él ordena en
otro lugar: A los ricos de este mundo insísteles en que no sean soberbios
ni pongan su confianza en riqueza tan incierta, sino en el Dios vivo, que
nos lo procura todo en abundancia para que lo disfrutemos. Que hagan el bien,
que sean ricos en buenas obras, generosos, con sentido social. Así
se asegurarán un capital sólido para el porvenir y alcanzarán
la vida verdadera18.
Quienes usaban así de sus riquezas fueron compensados
en sus ligeras pérdidas con sustanciosas ganancias. Y la alegría
experimentada por haber colocado a buen seguro los bienes que con gusto distribuyeron
ha sido más grande que el dolor sentido por la pérdida alegre
de los bienes que poseyeron sin apegos. Bien está que se hayan perdido
en la tierra los tesoros que por descuido no se trasladaron al cielo. De
hecho, los que escucharon esta recomendación del Señor: Dejaos
de amontonar tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los echan
a perder, donde los ladrones abren boquetes y roban. En cambio, amontonaos
riquezas en el cielo, adonde el ladrón no llega ni la polilla corroe.
Porque donde está tu tesoro, allí está también
tu corazón19; éstos, digo, pudieron experimentar, en tiempo
de tribulación, con cuánta cordura obraron al no despreciar
las enseñanzas del Maestro más veraz y del más leal
e invencible guardián de su tesoro.
Son muchos los que se alegraron de haber puesto sus riquezas
en lugares no alcanzados, de hecho, por el enemigo. Pero ¿con cuánta
mayor certeza y seguridad han podido alegrarse quienes siguieron la recomendación
de su Dios y la trasladaron a donde jamás podrá el enemigo
tener acceso? Ésta fue la postura de nuestro querido Paulino, obispo
de Nola, que de opulento rico se hizo voluntariamente paupérrimo,
al tiempo que un acaudalado en santidad. Cuando los bárbaros asolaron
a Nola, cayó él en su poder. Y así oraba en su corazón,
según hemos sabido después por él mismo: «Señor,
no sea yo torturado por el oro o la plata. Tú bien sabes dónde
tengo yo toda mi fortuna». Sí, tenía toda su fortuna
guardada y atesorada donde se lo había indicado el mismo que había
anunciado todos estos males al mundo.
He aquí por qué en la invasión de los bárbaros
no perdieron ni siquiera las riquezas terrenas quienes fueron dóciles
al mandato del Señor sobre cómo y dónde debían
atesorar. En cambio, algunos tuvieron que arrepentirse por no haber seguido
sus indicaciones, y han aprendido la lección sobre el empleo de tales
bienes, si no con la sabiduría que sabe prevenir, sí al menos
con las consecuencias que hay que pagar.
3. Es verdad que hubo hombres de bien, incluso cristianos, que fueron torturados
para que entregasen sus bienes a los enemigos. Pero nunca pudieron entregar
ni perder los bienes que los hacían buenos. Y si algunos prefirieron
ser torturados antes de entregar sus «injustas riquezas», entonces
ya no eran buenos. A éstos, que tanto estaban sufriendo por el oro,
debía habérseles advertido cuánto tenían que
padecer por Cristo: aprenderían así a amar a quien hace ricos
de eterna felicidad a todos los que han padecido por Él, en lugar
de amar el oro y la plata. Lamentable del todo fue haber padecido por ello,
sea mintiendo para ocultarlos, sea confesando para entregarlos. Nadie perdió
a Cristo confesándolo en las torturas. Pero el oro nadie lo salvó
sino renegando. Por eso quizá resultaban más útiles
los tormentos que enseñaban a amar el bien incorruptible, que los
otros bienes por cuyo amor sufrían tormentos sus dueños sin
fruto alguno aprovechable.
Hubo también quienes, no teniendo bienes algunos que
entregar, sufrieron torturas por no ser creídos. También éstos,
quizá, deseaban poseer, y si eran pobres, no lo eran por una voluntad
santa. En ellos se puso en evidencia que no fue la posesión, sino
la pasión por las riquezas, la merecedora de tales torturas. Ahora
bien, si algunos, resueltos a emprender una vida más perfecta, no
tenían escondidos ni oro ni plata, ignoro si les sucedió algo
parecido, es decir, recibir torturas hasta convencer a sus verdugos de que
nada tenían. De todos modos, aunque el caso se haya dado, el que confesaba
la santa pobreza entre aquellos tormentos, a Cristo estaba confesando con
toda evidencia. Y, por tanto, aunque no logró hacerse creer de los
enemigos, sí logró con sus tormentos una recompensa celestial,
como defensor de la santa pobreza.
4. Se dice que un hambre prolongada acabó con muchos cristianos. También
esto lo han convertido en beneficio suyo los auténticos hombres de
fe, tolerándolo con una actitud religiosa. El hambre, al quitarles
la vida, como si fuera una enfermedad corporal, los ha librado de los males
de esta vida. Y si no los llegó a consumir, les ha enseñado
a vivir más sobriamente, a ayunar más prolongadamente.
CAPÍTULO XI
Fin de la vida temporal, larga o breve
Se objeta que muchos cristianos han sido muertos y con frecuencia
perecieron de la forma más horrenda. Será esto duro de soportar,
pero es la suerte común de todos los engendrados para esta vida. Una
cosa sí afirmo: nadie fue muerto que no hubiera de morir algún
día. La muerte hace idénticas tanto la vida larga como la breve.
En efecto, de dos cosas que ya no existen, ni una es mejor o peor, ni tampoco
es más larga o más breve. ¿Qué importa la clase
de muerte que ponga fin a esta vida cuando al que muere no se le obliga ya
de nuevo a morir? La verdad es que a cada mortal de alguna manera le amenazan
muertes por todas partes. En los cotidianos azares de la presente vida, mientras
dure la incertidumbre sobre cuál de ellas le sobrevendrá, yo
me pregunto si no será preferible pasar una, muriendo antes, que tener
encima la amenaza de todas viviendo. No ignoro con qué facilidad elegimos
vivir largos años bajo el temor de tantas muertes, en lugar de morir
de una vez y no temblar ya ante ninguna. Pero una cosa es lo que el sentido
carnal, flaco como es, rehúye por miedo, y otra distinta las victorias
logradas por el espíritu tras una reflexión profunda y minuciosa.
La muerte no debe tenerse como un mal cuando la ha precedido una vida honrada.
En rigor, lo que convierte en mala la muerte es lo que sigue a la muerte.
De aquí que quienes necesariamente han de morir no deben tener grandes
preocupaciones por las circunstancias de su muerte, sino más bien
adónde tendrán que ir sin remedio tras el paso de la muerte.
Los cristianos saben que fue incomparablemente mejor la muerte de aquel piadoso
pobre, en medio de los perros que le lamían, que la del rico impío,
entre su púrpura y su lino20. ¿En qué han podido entonces
perjudicar, a los difuntos que han vivido sin tacha, las formas horrendas
de morir?.
CAPÍTULO XII
De nada priva a los cristianos el dejar
sus cadáveres insepultos
1. Tal era el montón de cadáveres -objetan-, que ni sepultarlos
pudieron. Pues bien, tampoco a esto le tiene demasiado miedo una fe auténtica.
Los servidores de Cristo recuerdan lo que fue anunciado, que ni siquiera
las bestias devoradoras serán obstáculo a la resurrección
de los cuerpos: no se perderá un cabello de su cabeza21. De ningún
modo hubiera dicho la Verdad: No tengáis miedo a los que matan el
cuerpo, y no pueden matar el alma22, si fuera obstáculo para la vida
futura lo que se les antojase hacer con sus cuerpos a los enemigos de los
caídos. No se empeñará ningún insensato en sostener:
«Antes de morir no debemos tener miedo a quienes matan el cuerpo, pero
sí que impidan la sepultura del cadáver». En ese caso
sería falso lo que dice Cristo: Los que matan el cuerpo, y luego ya
no tienen más que hacer23, si pudieran hacer algo tan importante con
el cadáver. ¡Lejos de nosotros dudar lo afirmado por la Verdad!
Dijo, en efecto, que algún daño sí causaban al matar,
dado que el cuerpo tiene sensaciones en ese instante. Después ya no
tienen nada que hacer: el cadáver está totalmente insensible.
A muchos cuerpos de cristianos no se les dio tierra, es verdad.
Pero a nadie han logrado expulsar de los espacios del cielo y tierra, llenos
como están de la presencia de Aquel que conoce de dónde hará
surgir, por la resurrección, lo que Él mismo creó. Cierto
que se dice en el salmo: Echaron los cadáveres de tus siervos en pasto
a las aves del cielo, y la carne de tus fieles a las fieras de la tierra.
Derramaron su sangre como agua en torno a Jerusalén, y nadie la enterraba24.
Pero estos términos son más para resaltar la crueldad de los
autores que el infortunio de las víctimas. Porque, aunque estos horrores
parezcan duros y crueles a los ojos humanos, sin embargo, preciosa es a los
ojos de Dios la muerte de sus fieles25.
Por consiguiente, todo lo tocante a las honras fúnebres,
a la calidad de la sepultura o a la solemnidad del entierro constituye más
un consuelo de vivos que un alivio de los difuntos. Si al hombre sin religión
le sirve de provecho una costosa sepultura, al piadoso le sería una
desventaja la ordinaria, o el no tener ninguna. Brillantes funerales a los
ojos humanos le brindó la muchedumbre de sus servidores al famoso
rico purpurado. Pero mucho más deslumbrantes ante el Señor
le ofreció al pobrecillo ulceroso el ejército de los ángeles,
quienes no lo colocaron en un alto y marmóreo túmulo, sino
que lo depositaron en el regazo de Abrahán.
2. De todo esto se burlan aquellos contra quienes he emprendido la apología
de la ciudad de Dios. Sin embargo, también sus filósofos han
mostrado desprecio por el cuidado de su sepultura. Y hasta ejércitos
enteros, al entregar su vida por la patria terrena, no se preocupaban del
lugar de su reposo ni por qué fieras habían de ser devorados.
Bien han podido decir algunos poetas con aplausos de sus lectores: «A
quien le falta urna, el cielo le sirva de cobertura». ¡Tanto
menos deben zaherir a los cristianos por los cadáveres insepultos
cuanto que la restauración de su carne y de todos sus miembros está
prometida no solamente a partir de la tierra, sino desde el seno más
secreto de los demás elementos en que se hayan podido convertir los
cadáveres al disiparse! En un instante volverán a su integridad26.
CAPÍTULO XIII
Motivos para dar sepultura a los cuerpos de los santos
De lo dicho no se deduce que hayamos de menospreciar y abandonar
los cuerpos de los difuntos, sobre todo los de los santos y los creyentes,
de quienes se sirvió el Espíritu Santo como de instrumentos
y receptáculos de toda clase de buenas obras. Si las vestiduras del
padre y de la madre, o su anillo y recuerdos personales, son tanto más
queridos para los descendientes cuanto mayor fue el cariño hacia ellos,
en absoluto se debe menospreciar el cuerpo con el cual hemos tenido mucha
más familiaridad e intimidad que con cualquier vestido. Es el cuerpo
algo más que un simple adorno o un instrumento: forma parte de la
misma naturaleza del hombre. De aquí que los entierros de los antiguos
justos se cuidaran como un deber de piedad; se les celebraban funerales y
se les proporcionaba sepultura27. Ellos mismos en vida dieron disposiciones
a sus hijos acerca del sepelio o el traslado de sus cuerpos28. Se prodigan
elogios a Tobías, que por enterrar a los muertos, según el
testimonio de un ángel, alcanzó merecimientos ante Dios29.
Y el Señor en persona, que había de resucitar al tercer día,
elogia como buena la acción de aquella piadosa mujer, y quiere que
sea divulgada como tal: el haber derramado el exquisito perfume sobre sus
miembros con vistas a la sepultura30. Con elogio se cita en el Evangelio
a quienes pusieron delicadeza en bajarlo de la cruz, lo envolvieron respetuosamente
y lo colocaron en el sepulcro31.
Todos estos textos, sin embargo, tan autorizados, no nos quieren
insinuar que exista sensación alguna en los cadáveres. Más
bien nos indican que la divina Providencia se interesa también por
los cuerpos de los difuntos y que se complace en todos estos deberes de piedad
para con ellos, porque van reafirmando nuestra fe en la resurrección.
Aquí se nos da también otra saludable lección sobre
la gran recompensa que nos aguarda por las limosnas ofrecidas a quienes tienen
vida y sensibilidad, puesto que ante Dios no caerán en el vacío
las delicadezas derrochadas en nuestras obligaciones con los miembros ya
sin vida de los humanos.
Otras disposiciones hay también de los santos patriarcas,
conscientemente pronunciadas como portadoras de un contenido profético,
acerca de la sepultura o traslado de sus cuerpos, pero no es éste
el lugar adecuado para tratarlo. Es suficiente con lo expuesto.
En lo referente a los bienes indispensables de los vivos, como
pueden ser el alimento y el vestido, si bien es cierto que su falta les causa
una grave molestia, así y todo no les hace a los buenos rendirse en
su fortaleza ante el sufrimiento ni les arranca de raíz su religiosidad,
sino que la vuelve más fecunda por más experimentada. ¡Cuánto
menos han de sentirse desgraciados estos justos si les llegan a faltar los
cuidados que se suelen emplear en los funerales y en el entierro de los cuerpos
difuntos, estando ya ellos en la paz de las escondidas moradas de los santos!
Por eso, cuando en el saqueo de Roma, o de cualquier otra ciudad, les han
faltado a los cadáveres de los cristianos estas atenciones, ni fue
culpa de los vivos, que no podían hacerlo, ni constituyó una
desgracia para los difuntos, que no podían sentirlo.
CAPÍTULO XIV
Los santos, durante su cautiverio, no
carecieron nunca de las divinas consolaciones
Se pone esta objeción: gran número de cristianos
fueron conducidos al cautiverio. Del todo lamentable sería si los
hubieran logrado conducir a donde no fuesen capaces de encontrar a su Dios.
Ahí están las santas Escrituras: en ellas se encuentra gran
consuelo, incluso en medio de tales calamidades. Cautivos estuvieron los
tres jóvenes, cautivo estuvo Daniel y lo estuvieron otros profetas.
Y Dios no cesó de ser su consuelo. No abandonó a sus fieles
bajo la dominación de una raza, bárbara, sí, pero humana,
el que no había abandonado tampoco al profeta dentro de las entrañas
de una bestia32. Prefieren nuestros adversarios burlarse también de
esto antes que creerlo. Pero también ellos, en sus escritos, creen
que Arión de Metimna, célebre citarista, arrojado de una nave,
fue recibido a lomos de un delfín, alcanzando así la costa.
Sí, nuestra narración sobre el profeta Jonás es más
increíble. Efectivamente, más increíble cuanto más
maravillosa, y tanto más maravillosa cuanto mayor poder muestra.
CAPÍTULO XV
El caso de Régulo, un ejemplo de cautividad voluntaria,
tolerada por motivos religiosos. No obstante, de nada le sirvió el
culto a los dioses
1. Tienen nuestros adversarios, entre sus más relevantes personalidades,
un ejemplo magnífico de cautividad voluntaria sufrida por motivos
religiosos. Marco Atilio Régulo, general romano, estuvo cautivo de
los cartagineses. Éstos preferían la devolución de sus
propios prisioneros antes que retener en su poder a los cautivos romanos.
Envían, pues, a Régulo con sus embajadores a Roma, con objeto,
ante todo, de conseguir este canje. Pero antes le hacen jurar que si no lo
conseguía, debía él volver a Cartago. Allá se
fue, y, como estaba persuadido de la desventaja para Roma de este cambio
de prisioneros, convenció al Senado para no realizarlo. Terminada
su exhortación, nadie de sus compatriotas le obligó a volver
al enemigo. Pero como había comprometido su palabra, la cumplió
espontáneamente. Los cartagineses le quitaron la vida entre las más
refinadas y horrendas torturas: metiéronle en un estrecho cajón,
donde por fuerza tenía que estar de pie. En él clavaron agudas
puntas por todas partes, de modo que no se pudiera apoyar sin atroces dolores.
Así terminaron con él a fuerza de vigilias.
Con toda justicia se alaba un valor que sobrepasa tamaño
infortunio. Notemos que Régulo había jurado por los dioses,
cuya prohibición de darles culto atrajo, dicen, todas estas calamidades
al género humano. Ahora bien, si estos dioses, a quienes se daba culto
con miras a obtener la prosperidad en la vida presente, han querido o permitido
la aplicación de tales penas a quien se mantuvo fiel a su juramento,
¿qué castigos, aún más duros, no habrán
podido infligir en su enojo con el reo de perjurio? ¿Y por qué
no he de sacar la misma conclusión de ambas hipótesis? Ciertamente,
su culto a los dioses llegó hasta el punto de no quedarse en su patria
ni de buscar refugio en lugar alguno. Al contrario, volvió de nuevo,
y sin la menor vacilación, a sus enemigos más encarnizados.
Todo en virtud de la fidelidad al juramento prestado.
¿Tenía él como beneficiosa para la vida
presente esta su resolución? Si es así, se engañaba
por completo, al tener como recompensa un tan horrendo desenlace. Su ejemplo
nos ha puesto de manifiesto que los dioses de nada sirven a sus devotos en
relación con el bienestar temporal. El testimonio lo tenemos en Régulo:
a un hombre, entregado a su culto, lo vemos derrotado y conducido cautivo.
Y precisamente porque en su conducta no quiso más que ser fiel al
juramento hecho en su nombre, fue exterminado con un horrible suplicio, nuevo
en su especie y sin precedentes.
Supongamos, por otra parte, que el culto a los dioses otorga
como recompensa la felicidad de la vida futura: ¿a qué viene
levantar contra el cristianismo la calumnia de que le sobrevino a Roma tal
desgracia por dejar de dar culto a sus dioses? ¿No podría haber
sido tan desgraciada como lo fue el famoso Régulo, aun cuando pusiera
el máximo cuidado en honrarlos? Porque nadie tan tercamente se empeñará
en sostener la felicidad como segura para una ciudad entera, fiel al culto
de sus dioses, mientras no está asegurada para un hombre solo. Es
decir, que el poder de sus dioses sea más adecuado para salvar colectividades
que individuos. Pero ¿acaso las colectividades no están formadas
de individuos?
2. Podrá argüirse todavía que Marco Régulo, en
medio de su cautiverio y de tales tormentos físicos, pudo conservar
su felicidad gracias a la virtud de su espíritu. Que busquen entonces
una virtud que haga posible la felicidad de una ciudad entera. Es evidente
que el bienestar de la ciudad no procede de una fuente distinta que el bienestar
del individuo, puesto que la ciudad no es otra cosa que una multitud de hombres
en mutua armonía. Ahora no entro en cuestión sobre la naturaleza
de la virtud de Régulo. Baste, de momento, dejar claro que este alto
ejemplo les obliga a reconocer a los paganos que su culto a los dioses no
es con miras a los bienes corporales, o a las cosas externas al hombre: ahí
está Régulo, que prefirió carecer de todas ellas antes
que ofender a los dioses en cuyo nombre había jurado. Pero ¿qué
haremos con unos individuos en este dilema: por un lado se glorían
de haber tenido un tan ilustre compatriota, y por otro temen que la ciudad
siga su ejemplo? Porque, si no tienen este temor, confiesan que una desgracia
parecida a la de Régulo le puede suceder a cualquier ciudad que se
esmera en dar culto a los dioses... y se dejen ya de levantar calumnias contra
el cristianismo.
Pero volvamos a la cuestión antes surgida acerca de los
cristianos hechos cautivos. Al considerar este hecho, guarden silencio ellos,
que de aquí toman pie para mofarse, indecentes e imprudentes, de la
religión más saludable. Si no fue un desdoro para sus dioses
el que su más celoso adorador, por ser fiel a su juramento, renunció
a la única patria que tenía, y, cautivo de sus enemigos, perdió
la vida con torturas de inaudita crueldad en medio de una prolongada agonía,
mucho menos hay que culpar al nombre cristiano por la cautividad de sus santos:
esperaron con una fe sin vacilaciones la patria celestial y se reconocieron
peregrinos aun en sus propios hogares33.
CAPÍTULO XVI
La violación de las vírgenes consagradas en el transcurso de
su cautividad, ¿habrá contaminado la virtud del espíritu
sin consentimiento voluntario?
Creen los infieles arrojar contra los cristianos un enorme delito
cuando, al decantar su cautiverio, añaden las violaciones cometidas,
no sólo con mujeres casadas y con doncellas casaderas, sino también
con religiosas consagradas. Llegados a este punto, no es la fe, no es la
piedad, no es la virtud misma, llamada caridad; es nuestro propio pensamiento
el que de algún modo se encuentra en aprietos entre el pudor y la
razón. No nos preocupamos aquí solamente de dar una respuesta
a los extraños cuanto de proporcionar consuelo a nuestros hermanos
en la fe.
Quede bien sentado en primer lugar que la virtud, norma del
bien vivir, da sus órdenes a los miembros corporales desde su sede,
el alma, y que el cuerpo se santifica siendo instrumento de una voluntad
santa. Si ésta permanece inquebrantable y firme, aunque algún
extraño obrase con el cuerpo o en él a su antojo acciones que
no se podrían evitar sin pecado propio, no hay culpa en la víctima.
Ahora bien, como no sólo se pueden conseguir en un cuerpo ajeno efectos
dolorosos, sino también excitar deleite carnal, cuando esto pudiera
suceder, no por eso se logró arrancarle al alma su pureza defendida
valientemente, aunque el pudor sí quedase turbado. No se vaya a creer
consentido por la voluntad más íntima lo que tal vez no ha
sucedido sin algún deleite carnal.
CAPÍTULO XVII
La muerte voluntaria por miedo al dolor o a la deshonra
¿Qué corazón humano se negará a
disculpar a las mujeres que se suicidaron para evitar un ultraje de esta
clase? Y si alguien quisiera acusar a las restantes de no haberse quitado
la vida para evitar con este pecado el delito ajeno, él mismo no se
quedará sin la acusación de estupidez. Sabemos que no existe
ley alguna que permita quitar la vida, incluso al culpable, por iniciativa
privada, y, por tanto, quien se mata a sí mismo es homicida. Y tanto
más culpable se hace al suicidarse cuanto más inocente era
en la causa que le llevó a la muerte.
Concedamos con razón el hecho de Judas: la Verdad manifiesta
que, al suspenderse de un lazo, más bien aumentó que expió
la felonía de su traición. En efecto, desesperando de la divina
misericordia con mortales remordimientos, cerró para sí todo
camino de una penitencia salvadora34. Pues bien, ¡cuánto más
debe abstenerse del suicidio quien no tiene culpa alguna que castigar en
tal suplicio! Porque Judas, al matarse, mató a un delincuente, y a
pesar de todo acabó su propia vida no solamente reo de la muerte de
Cristo, sino de la suya propia. Se suicidó por su propio crimen, pero,
además, añadió un segundo crimen.
¿Por qué, pues, el hombre que no ha hecho mal
alguno se lo va a causar a sí mismo? ¿Por qué con su
propia muerte va a ejecutar a un inocente, por no sufrir a un culpable? ¿Va
a cometer en su persona un pecado para evitar que en ella se cometa otro
ajeno?
CAPÍTULO XVIII
La violencia y la pasión carnal
ajenas, sufridas en el cuerpo de la víctima contra su voluntad
1. Se tiene miedo, sin duda, de que a uno le mancille la pasión carnal,
incluso ajena. Nunca le mancillará si es ajena, y si le mancilla,
no será ajena. Pero la pureza es una virtud del espíritu, y
tiene por compañera la fortaleza, que le da coraje para aguantar cualesquiera
males antes que consentir el mal. Por otra parte, nadie, por paciente y pudoroso
que sea, tiene en su mano el disponer de su propia carne: únicamente
es dueño de consentir o de rechazar en su espíritu. Según
esto, ¿admitirá algún hombre de sano juicio que se pierde
la castidad si se da el caso de que en su propia carne, tomada por la fuerza,
tienen lugar actos, incluso consumados, de una pasión carnal extraña?
Si por esta razón fenece la pureza, entonces ya no es
una virtud del espíritu, y no formaría parte de aquellos bienes
que constituyen una conducta intachable. Se la contaría solamente
entre los bienes del cuerpo, tales como el vigor, la belleza, la buena salud
y otros por el estilo. Estas cualidades, aunque llegaran a disminuir, de
ninguna manera menguarían la honradez y la justicia de una vida. Si
la castidad fuera un bien de este orden, ¿a qué viene el esforzarse
para no perderla hasta con peligro del cuerpo? Pero si es un bien del espíritu,
no se pierde ni aun con la violencia del cuerpo. Más aún, cuando
la santa continencia resiste el asalto impuro de las concupiscencias carnales,
hasta el mismo cuerpo queda santificado. Si persiste en una decisión
sin fisuras de no ceder a sus solicitudes, no se mengua la santidad ni siquiera
del cuerpo, puesto que sigue en pie la voluntad y, en cuanto está
de su parte, también la posibilidad de utilizarlo santamente.
2. No se crea que el cuerpo es santo porque conserva la integridad de sus
miembros o la exención de todo contacto físico, dado que por
diversas causas pueden sufrir atentados o violencias. Los médicos,
a veces, por razones de salud, practican actos que repugnarían a la
vista. Parece ser que una comadre, en la comprobación de la integridad
de una doncella con la mano, sea por mala voluntad, sea por impericia o accidentalmente,
se la destruyó en esta inspección. No creo a nadie de tan poco
seso como para pensar en alguna mengua de santidad en tal doncella, incluso
de la corporal, aunque haya perdido la integridad de esa parte. Cuando el
espíritu se conserva firme en el propósito que le ha merecido
la santificación incluso corporal, no se la arrebata la violencia
pasional ajena. Está muy custodiada por la propia continencia.
Supongamos, por el contrario, que una mujer, interiormente corrompida,
viola la promesa hecha a Dios y se va a buscar a su seductor para entregarse
a la pasión viciosa; ¿diremos que conserva, mientras va de
camino todavía, la santidad corporal, habiendo perdido y destrozado
la santidad de su espíritu que hacía santo al cuerpo? Lejos
de nosotros semejante error.
Saquemos más bien de lo dicho la siguiente conclusión:
la santidad del cuerpo, aun en el caso de violencia, no se pierde si permanece
la santidad del espíritu; y al revés: desaparece, aunque el
cuerpo quede intacto, si se pierde la santidad del espíritu. Se deduce
de aquí que no hay razón alguna para castigarse a sí
misma con el suicidio la mujer profanada violentamente y víctima de
un pecado ajeno. Mucho menos si es antes de la agresión. ¿Por
qué vamos a consentir un homicidio cierto, cuando aún es incierto
el delito mismo, por más que sea ajeno?
CAPÍTULO XIX
El caso de Lucrecia, suicidada por la
deshonra en ella cometida
1. Hemos expuesto que, cuando se da opresión corporal sin que haya
cambiado hacia el mal, en lo más íntimo, la resolución
de mantener la castidad, la torpeza recae únicamente sobre quien logró
satisfacer la pasión carnal con violencia, nunca sobre quien cayó,
contra su voluntad, bajo la violencia pasional. ¿Tendrán la
osadía de contradecir un tan evidente raciocinio estos individuos,
en contra de los cuales salimos en defensa de la santidad corporal y espiritual
de las mujeres cristianas violentadas en el cautiverio?
Son ellos quienes ponen por las nubes la castidad de Lucrecia,
noble matrona de la antigua Roma. El hijo del rey Tarquinio hizo presa lasciva
en su cuerpo con violencia. Ella delató este crimen del desvergonzado
joven a su marido, Colatino, y a Bruto, pariente suyo, ambos del más
alto rango y valor, haciéndoles prometer venganza. Luego, incapaz
de soportar la amargura de un tal deshonor cometido en su persona, se quitó
la vida.
¿Qué diremos ante este caso? ¿Qué
veredicto le damos: es adúltera o casta? ¿Merecerá la
pena gastar energías en esta discusión? Con toda elegancia
y exactitud dijo un declamador: «¡Oh maravilla; dos hubo, y sólo
uno cometió adulterio!». Afirmación espléndida
y justísima. Tiene en cuenta, en la unión de los dos cuerpos,
el sucio apetito de uno y la más casta voluntad de la otra. Se fija
no en cuánto se han unido los miembros corporales, sino cuánto
se han separado las intenciones. Por eso dice: «Dos hubo, y sólo
uno cometió adulterio».
2. Pero ¿qué es esto? ¿Recae la venganza con más
rigor sobre quien no cometió adulterio? Porque el joven aquel fue
arrojado de la patria juntamente con su padre; en cambio, Lucrecia recibió
el supremo castigo. Si no hay lascivia cuando una víctima es violentada,
tampoco hay justicia cuando una mujer casta sufre castigo. ¡A vosotros
apelo, leyes y jueces de Roma! Vosotros, que después de cometerse
un crimen nunca habéis permitido que el reo sea impunemente ejecutado
sin que preceda condena judicial. Si alguien presentase ante vuestro tribunal
este delito, y quedase probado no solamente que ha sido asesinada una mujer
sin previa condena, sino que lo ha sido una mujer casta e inocente, ¿no
le aplicaríais rigurosamente al autor la pena proporcionada? Pues
bien, esto es lo que ha hecho la famosa Lucrecia. Aquella, sí, aquella
tan decantada Lucrecia mató a una Lucrecia inocente, casta y, para
colmo, víctima de la violencia. ¡Dictad sentencia! ¿Quizá
no os es posible al no sobrevivir la reo para aplicarle el castigo? Entonces,
¿a qué vienen esos panegíricos exaltando a la homicida
de una inocente y casta?
Seguramente que no vais a tener argumentos para defenderla,
ante los jueces de los infiernos, aunque éstos sean como nos cantan
vuestros poetas en sus versos. Estará, sin duda, entre aquellos «que,
siendo inocentes, con sus propias manos se dieron muerte y exhalaron sus
vidas renegando de la luz». Y cuando ella intenta volver a la tierra,
«el destino lo impide, y la siniestra y repugnante laguna la mantiene
sujeta a su marea».
¿O tal vez no se encuentra allá por haber acabado
con su vida no inocente, sino consciente de su maldad? ¿Y si suponemos
-cosa que sólo ella podía saber- que después del violento
ataque de aquel joven, arrastrada ella de su propio placer, consintió,
y su dolor fue tan grande que decidió expiarlo en sí misma
con la muerte? Aunque así hubiera sido, no debió quitarse la
vida, si es que había posibilidad de hacer ante sus dioses falsos
una saludable penitencia. En este caso, es falso aquello de «dos hubo,
y sólo uno cometió adulterio». Más bien ambos
cometieron adulterio: el uno con evidente irrupción, y la otra con
oculta aprobación. No se suicidó siendo inocente, y pueden
decir los escritores que salen en su defensa que no está en las moradas
infernales entre «los que, siendo inocentes, con sus propias manos
se dieron muerte». Pero así resulta que el presente caso se
ve coartado por ambos extremos: si disculpamos el homicidio, estamos realzando
el adulterio, y si atenuamos el adulterio, agravamos el homicidio. No hay
salida posible: si es adúltera, ¿por qué se la ensalza?
Y si es casta, ¿por qué se suicidó?
3. Pero a nosotros, para confundir a esta gente alejada de toda consideración
de santidad que insultan a las mujeres violadas en el cautiverio, nos basta,
en el ejemplo tan noble de esta mujer, con lo dicho entre sus más
gloriosas alabanzas: «Dos hubo, y sólo uno cometió adulterio».
Por tan íntegra tenían a Lucrecia, que la creyeron incapaz
de macularse con un consentimiento adulterino.
El hecho de darse muerte por ser la víctima de un adúltero,
sin ser adúltera, no es amor a la castidad, sino debilidad de la vergüenza.
Se avergonzó, en efecto, de la torpeza ajena, en su cuerpo cometida,
aunque sin su complicidad. Como mujer romana que era, celosa en demasía
de su gloria, tuvo miedo de que la violencia sufrida durante su vida la gente
la interpretase como consentida, si seguía viviendo. Esta razón
la movió a presentar a los ojos de los hombres aquel castigo como
testimonio de su intención, ya que no podía mostrarles lo secreto
de su conciencia. La llenó de vergüenza la idea de creerse cómplice
en un pecado cometido, sí, por otro en ella, pero tolerado por ella
pacientemente.
No fue éste el proceder
de las mujeres cristianas, que, a pesar de haber padecido situaciones semejantes,
continúan viviendo. No tomaron en sí mismas venganza de un
pecado ajeno para no añadir su propio delito. Esto hubiera sucedido
si los enemigos, cometiendo violaciones y dando rienda suelta en sus cuerpos
a las pasiones bajas, ellas, por vergüenza, hubiesen cometido homicidio
en sí mismas. Tienen, ciertamente, en lo íntimo de su ser,
la gloria de la castidad y el testimonio de su conciencia. Lo tienen a los
ojos de Dios, y no buscan nada más. Les basta esto para un recto proceder,
no sea que, al querer evitar sin justificación la herida de la sospecha
humana, se desvíen de la autoridad de la ley divina.
CAPÍTULO XX
No existe potestad alguna capaz de autorizar a los cristianos el quitarse
la vida
Resulta imposible encontrar en los santos libros canónicos
pasaje alguno donde se preceptúe o se permita el inferirnos la muerte
a nosotros mismos, sea para liberarnos o evitar algún mal, sea incluso
para conseguir la inmortalidad misma. Al contrario, debemos ver prohibida
esta posibilidad donde dice la Ley: No matarás, sobre todo al no haber
añadido «a tu prójimo», como al prohibir el falso
testimonio dice: No darás falso testimonio contra tu prójimo35.
Con todo, si uno diese un falso testimonio contra sí mismo, que no
se crea libre de este delito. Porque la norma de amar al prójimo la
tiene en sí mismo el que ama, según aquel texto: Ama al prójimo
como a ti mismo36.
Ahora bien, no sería menos reo de falso testimonio quien
lo levantara contra sí mismo que quien lo hiciera contra el prójimo.
Pero si, en el precepto que prohíbe el testimonio falso, esta prohibición
se limita sólo al prójimo, y en una visión equivocada
alguien puede entender que le está permitido presentarse como falso
testigo contra sí mismo, ¡con cuánta mayor fuerza se
ha de considerar prohibido al hombre el quitarse la vida, ya que en el texto
no matarás, sin más añadiduras, nadie se puede considerar
exceptuado, ni siquiera el que recibe el mandato!
Por el mismo criterio han querido algunos ver extendido este
precepto hasta las fieras y los animales domésticos, viéndose
por él impedidos de matar a ninguno de ellos. ¿Y por qué
no también las plantas, y todo lo que, arraigado en el suelo, se nutre
por la raíz? 30 Pues de estas especies de seres, aunque no sientan,
decimos que tienen vida, y, por tanto, son capaces de morir, y de ser muertas,
empleando la violencia. De aquí que el Apóstol, hablando de
las semillas de las plantas, dice: Lo que tú siembras no cobra vida
si antes no muere37; y leemos en el salmo: Aplastó con granizo sus
viñedos38. Es decir, que, según esto, al oír no matarás,
¿tenemos como un delito arrancar un matorral, y, con la mayor de las
locuras, damos nuestro beneplácito al error de los maniqueos? Alejemos,
en fin, estos devaneos, y cuando leamos no matarás, no incluiremos
en esta prohibición a las plantas, que carecen de todo sentido; ni
a los animales irracionales, como las aves, los peces, cuadrúpedos,
reptiles, diferenciados de nosotros por la razón, ya que a ellos no
se les concedió participarla con nosotros (esto hace que, por justa
disposición del Creador, su vida y su muerte estén a nuestro
servicio). Así que, por exclusión, aplicaremos al hombre las
palabras no matarás, entendiendo: ni a otro ni a ti, puesto que quien
se mata a sí mismo mata a un hombre.
CAPÍTULO XXI
Casos de ejecuciones humanas que se exceptúan
del crimen de homicidio
Hay algunas excepciones, sin embargo, a la prohibición
de no matar, señaladas por la misma autoridad divina. En estas excepciones
quedan comprendidas tanto una ley promulgada por Dios de dar muerte como
la orden expresa dada temporalmente a una persona. Pero, en este caso, quien
mata no es la persona que presta sus servicios a la autoridad; es como la
espada, instrumento en manos de quien la maneja. De ahí que no quebrantaron,
ni mucho menos, el precepto de no matarás los hombres que, movidos
por Dios, han llevado a cabo guerras, o los que, investidos de pública
autoridad, y ateniéndose a su ley, es decir, según el dominio
de la razón más justa, han dado muerte a reos de crímenes.
El mismo Abrahán no solamente está libre del delito
de crueldad, sino que es elogiado con el título de piadoso por querer
ejecutar a su hijo no criminalmente, sino por obediencia39. En el caso de
Jefté surge la duda de si habrá que tomar la orden como divina.
Jefté dio muerte a su hija por ser ella quien salió corriendo
a su encuentro. En efecto, él había hecho voto de inmolar a
Dios lo primero que le saliese al encuentro a su vuelta victoriosa de la
batalla40. Tampoco Sansón queda excusado de haberse sepultado a sí
mismo con sus enemigos en el derrumbamiento de la casa, a no ser porque el
Espíritu Santo, que hacía milagros por su medio41, se lo ordenara
interiormente.
Pues bien, fuera de estos casos, en los que se da la orden de
matar, sea de forma general por una ley justa, sea de un modo particular
por la misma fuente de la justicia, Dios, el que mate a un hombre, trátese
de sí mismo o de otro cualquiera, contrae crimen de homicidio.
CAPÍTULO XXII
La muerte voluntaria nada tiene que ver
con la fortaleza de ánimo
1. Todos los que han cometido consigo mismos este crimen tal vez sean dignos
de admiración por su fortaleza de ánimo, mas no por la cordura
de su sabiduría. Aunque razonado con más detención,
ni siquiera fortaleza de ánimo la podemos llamar, porque se han dado
la muerte al no poder soportar una situación dolorosa o pecados de
otras personas. Más bien nos encontramos aquí con un alma débil,
incapaz de soportar la dura servidumbre de su cuerpo o la opinión
necia de la gente. Mucho más esforzado debemos llamar al ánimo
dispuesto a pasar una vida penosa, antes que a huir de ella, fiado en la
certeza de una conciencia limpia, así como a despreciar la opinión
de los hombres, máxime del vulgo, que casi siempre está envuelta
en la sombra del error.
Si un hombre se convierte en esforzado de ánimo cuando
se produce a sí mismo la muerte, es obligatorio incluir en ellos a
Teómbroto. Dicen que tras la lectura de un libro de Platón,
en el que se trataba de la inmortalidad del alma, se arrojó desde
un muro, pasando así de esta vida a aquélla, que él
creía mejor. Ningún peso de infortunio o de crimen, verdadero
ni falso imposible de soportar, le inducía a suicidarse. Únicamente
la grandeza de ánimo le bastó para abrazar la muerte y romper
los suaves lazos de esta vida. El mismo Platón, a quien acababa de
ver, pudo ser testigo de que la hazaña participaba más de lo
grande que de lo bueno. Sin lugar a dudas, él mismo lo habría
realizado en primer lugar y por encima de todo, incluso lo habría
ordenado. Pero con la misma clarividencia con que intuyó la inmortalidad
del alma, se dio cuenta de que esta acción no era jamás recomendable;
es más, debía prohibirse.
2. Pero lo cierto es que muchos se quitaron la vida para
no caer en manos de los enemigos. No preguntamos ahora si esto se realizó,
sino si esto debió haberse realizado. El sano juicio debe ser antepuesto
a los ejemplos. Son éstos los que están de acuerdo con aquél,
y son tanto más dignos de imitación cuanto son de una religiosidad
más excelente. No se han dado muerte los Patriarcas, ni los Profetas,
ni los Apóstoles, ya que Cristo, en la advertencia de huir de una
ciudad a otra en tiempos de persecución42, les pudo aconsejar que
muriesen a sus propias manos antes de caer en las del perseguidor. Cristo
ni ordenó ni aconsejó que los suyos partiesen así de
esta vida: él mismo prometió que a los que partían de
aquí les prepararía unas moradas eternas43. Así que,
por más ejemplos que pongan en contra los gentiles, desconocedores
de Dios, el suicidio es claramente ilícito para quienes dan culto
al único Dios verdadero.
CAPÍTULO XXIII
Importancia del ejemplo de Catón,
que se suicidó no pudiendo soportar la victoria de César
A pesar de todo, fuera del caso de Lucrecia, de quien ya hemos
hablado arriba lo bastante, a nuestro parecer, no encuentran los paganos
autoridades que puedan aducir, de no ser el famoso Catón, que se dio
muerte en Útica. Y no porque falten otros que hayan realizado esto
mismo, sino por la fama que tenía de hombre sabio y honrado, hasta
el punto de creer fundadamente que se le ha podido o se le puede imitar en
este punto con rectitud de conciencia. ¿Qué voy a decir yo
como lo más relevante de esta acción? Que sus amigos, algunos
de ellos hombres cultos, le disuadían con toda prudencia de consumar
el suicidio, y opinaban que su hazaña más bien era propia de
un espíritu cobarde que valeroso al quedar patente en ella que no
se trataba del honor que pretende evitar la deshonra, sino de la debilidad
que no es capaz de soportar la adversidad.
Así pensó el mismo Catón con respecto a
su hijo muy querido. Y si era vergonzoso vivir humillado por la victoria
de César, ¿por qué se convierte él en provocador
de una tal vergüenza para su hijo, mandándole que lo espere todo
de la benignidad de César? ¿Por qué no le arrastró
consigo a la muerte? Y si Torcuato ejecutó a su hijo con general aplauso,
aquel hijo que, en contra de sus órdenes, luchó contra el enemigo
quedando incluso victorioso, ¿cómo es que Catón, que
no se perdonó a sí mismo, vencido él, perdonó
a su hijo también vencido? ¿Era acaso más deshonroso
quedar vencedor en contra del mandato que soportarlo en contra del honor?
Catón no ha tenido por deshonroso vivir sometido al vencedor César.
En ese caso, lo habría liberado de tal deshonra con su espada paterna.
Entonces, ¿por qué? No por otra causa que ésta: todo
el amor que tuvo a su hijo, para quien esperó y quiso la clemencia
de César, lo tuvo de envidia o -por usar un término más
benigno- de pundonor ante la gloria que podía constituir para César
otorgarle el perdón, según testimonio -dicen- del propio César.
CAPÍTULO XXIV
Régulo, más valeroso que
Catón. Los cristianos superan a ambos
No quieren nuestros adversarios que por encima de Catón
pongamos al santo varón Job, que prefirió sufrir tan horrendos
males en su carne antes que librarse de todos sus tormentos infiriéndose
la muerte; ni tampoco a otros santos, que, según el testimonio de
nuestras Escrituras, de tanto peso por su gran autoridad y dignas de todo
crédito, eligieron soportar la cautividad o la tiranía del
enemigo antes que proporcionarse la muerte a sí mismos. Yo, por sus
escritos, prefiero a Marco Régulo antes que a Marco Catón.
En efecto, Catón no había nunca vencido a César, y,
una vez vencido por él, le pareció indigno someterse. Para
evitarlo, eligió quitarse la vida.
Régulo, por el contrario, tenía vencidos ya a
los cartagineses. Como buen romano que era, había conquistado para
Roma, siendo general, una victoria no luctuosa para sus compatriotas, sino
gloriosa sobre sus enemigos. Vencido por ellos más tarde, prefirió
sufrirlos como su esclavo antes que librarse de ellos con la muerte. De este
modo conservó bajo la opresión de los cartagineses la entereza,
y por amor de los romanos la constancia, no sustrayendo su cuerpo vencido
a los enemigos ni su ánimo invicto a sus compatriotas.
Por otra parte, el hecho de no querer suicidarse no fue por
amor a esta vida. Prueba de ello es que, para cumplir el juramento hecho,
embarcó, sin vacilar un momento, rumbo a los mismos enemigos, ofendidos
más gravemente por su discurso ante el Senado que por las armas en
la guerra. Consiguientemente, un tan ilustre despreciador de esta vida, al
elegir el fin de sus días a manos de sus encarnizados enemigos entre
sabe Dios qué tormentos antes que causarse la muerte, tuvo por un
gran crimen, sin género de dudas, el producirse el hombre a sí
mismo la muerte. Entre todos sus hombres honorables e ilustres por su intachable
proceder, los romanos no nos muestran otro mejor: ni con la prosperidad cayó
en la corrupción, puesto que vivió paupérrimo a pesar
de haber logrado una tan alta victoria, ni tampoco cayó en el abatimiento
con la desgracia, puesto que volvió intrépido hacia tamañas
torturas.
He aquí cómo los más valientes y famosos
defensores de la patria terrena adoraban sin hipocresía a los dioses,
y, aunque falsos, juraban por ellos con toda sinceridad. Pues bien, éstos,
que en virtud del derecho de guerra y por costumbre tenían la potestad
de inmolar a sus enemigos vencidos, encontrándose ellos en esta situación,
no quisieron inmolarse a sí mismos. Sin ningún miedo a la muerte,
prefirieron soportarlos como dueños de sus vidas antes que causarse
la muerte. ¿Con cuánta mayor razón los cristianos, adoradores
del Dios verdadero y que aspiran a una patria celeste, han de contenerse
ante el delito de homicidio, si una disposición divina los pone temporalmente
bajo el yugo de los enemigos, con objeto de probarlos o corregirlos? Además,
no los abandona en una tal humillación Él, que, siendo el Altísimo,
por ellos tanto se humilló. Y ninguna potestad o derecho militar obliga
a los cristianos a aniquilar al enemigo vencido. ¿Cómo es que
un error tan funesto se ha deslizado en el hombre, que le lleva al suicidio,
bien porque un enemigo ha pecado contra él, bien para evitarlo cuando
no se atreve a matar al enemigo que ya ha pecado o que se dispone a pecar?
CAPÍTULO XXV
No se debe cometer un pecado para evitar
otro
Con todo -siguen diciendo-, es de temer que el cuerpo, presa
de la pasión de un agresor, induzca al alma a consentir en el pecado
por un atractivo deleite, y esto hay que evitarlo. Así que no ya por
un pecado ajeno, sino por el propio, hay obligación de matarse antes
de cometerlo.
No, de ninguna manera un alma, sujeta más a Dios y a
su sabiduría que al cuerpo y a su concupiscencia, consentirá
en el placer carnal propio, excitado por el ajeno. Al contrario, si el procurarse
el hombre su muerte es un detestable delito y un crimen abominable, como
lo proclama la Verdad manifiestamente, ¿quién, en su desatino,
llegará a decir: «Vamos a pecar ahora, no sea que pequemos después;
cometamos ahora un homicidio, no sea que después caigamos en adulterio»?
Pero supongamos que la perversidad llegase hasta el punto de elegir el pecado
en lugar de la inocencia: ¿no es mayor la incertidumbre sobre un adulterio
futuro que la certeza de un homicidio presente? ¿No sería preferible
cometer un desorden reparable por la penitencia antes que un crimen al que
no se le deja lugar a un saludable arrepentimiento?
Digo esto refiriéndome a aquellos o aquellas que para
evitar no ya un pecado ajeno, sino el propio, y temiendo el consentimiento
de su propia lujuria, excitada por la de otro, cree obligado herirse de muerte
a sí mismo. Por lo demás, ¡lejos de un cristiano que
se fía de su Dios y que se apoya en su auxilio, poniendo en Él
toda su esperanza; lejos, digo, el pensar que una tal alma se rinda a los
deleites carnales, sean los que sean, hasta consentir en un pecado torpe!
Y si todavía esa rebeldía lujuriosa que habita en los miembros
destinados a la muerte se mueve como por propia ley, al margen de nuestra
voluntad, ¡cuánto más sucederá esto sin culpa
en el cuerpo de quien no consiente, puesto que sin culpa sucede, por ejemplo,
en el cuerpo de un dormido!
CAPÍTULO XXVI
Motivos que los santos han debido tener
al realizar algo ilícito
Pero algunas santas mujeres -nos dicen- durante las persecuciones
se arrojaron a un río de corriente mortal para no caer en manos de
los violadores de su castidad, muriendo de ese modo, y su martirio se celebra
con la más solemne veneración en la Iglesia Católica.
Sobre este hecho no me atrevo a emitir un juicio precipitado. Ignoro si la
autoridad divina, por medio de algunos testimonios dignos de fe, ha persuadido
a la Iglesia a honrar de tal modo su memoria. Y puede ser que así
haya sucedido. ¿Y si tomaron esta decisión no por error humano,
sino por mandato divino, siendo, por tanto, no ya unas alucinadas, sino unas
obedientes? Algo así como en el caso de Sansón, del que no
es justo pensar de otro modo. En efecto, cuando Dios manda, y muestra sin
ambages que es Él quien manda, ¿alguien llamará delito
a esta obediencia? ¿Quién acusará esta piadosa disponibilidad?
Sin embargo, no pensemos que obra rectamente quien resolviera sacrificar
a su hijo porque Abrahán hizo lo mismo con el suyo y es digno de elogio
por ello. También el soldado que, obediente a su autoridad legítima,
mata a un hombre, por ninguna ley estatal se le llama reo de homicidio. Es
más, se le culpa de desertor y rebelde a la autoridad en caso de negarse
a ello. Asimismo, si lo hiciera él por su propia cuenta y riesgo,
incurriría en delito de sangre. Reo de castigo se hace tanto por matar
sin una orden como por no matar después de ella. Y si esto sucede
con la autoridad militar, ¡cuánto más bajo la autoridad
del Creador! Así que quien ya conoce la no licitud del suicidio, cométalo
si recibe una orden de Aquel cuyos mandatos no es lícito despreciar.
Con una condición: que haya total certidumbre sobre el origen divino
de tal orden.
Nosotros, por las palabras, barruntamos la conciencia de los
demás, sin permitirnos emitir juicios de lo que se nos oculta. Nadie
sabe la manera de ser del hombre si no es el espíritu del hombre que
está dentro de él44. Lo que decimos, lo que damos por seguro,
lo que de todas maneras queremos probar, es esto: nadie tiene el derecho
de causarse la muerte por su cuenta, bajo pretexto de librarse de las calamidades
temporales, porque caería en las eternas; nadie lo tiene por pecados
ajenos, porque empezaría a tener uno propio y gravísimo quien
estaba limpio de toda mancha ajena; nadie tiene el mencionado derecho por
sus pecados pasados: precisamente por ellos le es más necesaria la
vida, para poderlos reparar con la penitencia; nadie lo tiene so pretexto
de un deseo de vida mejor, esperada después de la muerte: esta vida
no acoge en su seno a los reos de su propia muerte.
CAPÍTULO XXVII
¿Debe desearse la muerte voluntaria
por evitar un pecado?
Queda todavía un motivo, mencionado antes, por el que
parecería de utilidad el suicidio, a saber: para evitar la caída
en pecado, ya por seducción del deleite carnal, ya por la atrocidad
del dolor. Si esta razón la damos por válida, poco a poco nos
llevaría a la obligación de aconsejar a los humanos su propia
muerte en el momento más oportuno: cuando, ya limpios por el baño
santo de la regeneración, hubieran recibido la remisión de
todos sus pecados. Es entonces el momento de evitar los pecados futuros,
puesto que están borrados todos los pretéritos. En efecto,
si la muerte espontánea es una buena obra, ¿por qué
no hacerla sobre todo en tal momento? ¿Cómo es que todos los
bautizados se perdonan la vida? ¿Cómo es que de nuevo ofrecen
su cabeza, ya libre, a tantos peligros de esta vida, teniendo en la mano
una solución tan fácil de evitarlos todos con el suicidio?
Está escrito: Quien ama el peligro en él caerá45. ¿Y
por qué se aman tantos y tamaños peligros o, por lo menos,
aunque no se amen, se exponen a ellos al permanecer en esta vida, quien puede
lícitamente ausentarse de ella?
Pero ¿cómo es capaz de trastornar el corazón
una perversión tan impertinente y cegarlo ante la verdad? ¡Llegar
a pensar que para no caer en pecado bajo la tiranía de alguien tendríamos
la obligación de darnos muerte! ¡Y que la vida sería
para soportar este mundo, lleno a todas horas de tentaciones, algunas de
ellas temibles, dignas de un tirano, y luego las innumerables seducciones
restantes, de las que inevitablemente está llena esta vida! ¿Para
qué, entonces, perder tiempo en sermones llenos de celo para inflamar
a los bautizados en deseos de la integridad virginal, o de la continencia
vidual, o de la misma fidelidad conyugal, cuando disponemos de un atajo mucho
más práctico y lejos de todo peligro de pecar, como es el poder
convencer a todos de que nada más conseguir la remisión de
sus pecados, se abracen inmediatamente a la muerte produciéndosela?
De esta forma los enviaríamos a Dios mucho más íntegros
y puros.
Pero si se le ocurre a alguien intentarlo o aconsejarlo, no
digo ya que desvaría; es que está loco. ¿Con qué
cara le podrá decir a una persona: «Mátate, no sea que
al vivir en poder de un dueño desvergonzado, de bárbaras costumbres,
añadas a tus pecados leves uno grave»? Sería lo mismo
que decir, cometiendo un enorme crimen: «Mátate, ahora que tienes
perdonados todos tus pecados, no sea que vuelvas a cometerlos de nuevo o
aún peores. ¿No ves que vives en un mundo lisonjero, con tantos
placeres impuros, enloquecido con tantas crueldades nefandas, hostil con
tantos errores y terrores?» Y puesto que hablar así es una inmoralidad,
inmoral es el suicidio. Porque si se pudiera dar alguna razón justa
para perpetrarlo voluntariamente, sin lugar a dudas que ésta citada
sería la más justa de todas. Pero como ni siquiera ésta
es justa, ninguna razón lo es.
CAPÍTULO XXVIII
Razones de Dios al permitir que la lujuria
del enemigo pecase contra los cuerpos de las vírgenes
1. No sintáis fastidio de vuestra vida, fieles a Cristo, si vuestra
castidad llegó a ser la burla del enemigo. Tenéis motivos de
una grande y auténtica consolación si mantenéis la convicción
firme de no haber participado en los pecados cometidos, por permisión,
contra vosotros. Pero podéis preguntar el porqué de esta permisión.
He aquí la respuesta: ¡qué profunda es la providencia
del creador y gobernador del mundo! ¡Qué insondables son sus
decisiones y qué irrastreables sus caminos!46 No obstante, interrogaos
sinceramente desde el fondo de vuestra alma a ver si tal vez no os habéis
engreído, con aires de superioridad, del don de vuestra integridad,
o de vuestra continencia vidual o de vuestro pudor conyugal, y a ver si,
llevadas por el halago de las alabanzas, no habéis tenido envidia
en este punto de algunas otras mujeres. No pretendo ser acusador de lo que
ignoro ni he oído tampoco la respuesta que os da el corazón
a estas preguntas. Pero si responde afirmativamente, no os maravilléis
de haber perdido aquello con lo que pretendíais suscitar la admiración
de los humanos, y de haberos quedado con lo que ellos ya no pueden admirar.
Si no habéis prestado vuestro consentimiento a los que estaban pecando,
es que el auxilio divino prestó ayuda a la divina gracia para no perderla,
y el oprobio humano sucedió a la humana gloria para no amarla. En
ambos casos, consolaos, mujeres atemorizadas: allá fuisteis probadas,
aquí castigadas: allá fuisteis santificadas, aquí corregidas.
Aquellas, por el contrario, que después de interrogar
a su corazón pueden responderse que nunca se han enorgullecido de
la excelencia de la virginidad, o de la viudez casta o del recato conyugal47,
sino que, atraídas más bien por lo humilde, se han alegrado
con temblor de este don divino, sin envidiar en nadie la excelencia de una
santidad y castidad iguales; antes bien, dejando a un lado la humana alabanza
(que tanto más suele prodigarse cuando la virtud alabada es más
infrecuente), han optado por crecer en número, más que por
sobresalir un grupo reducido de ellas; tampoco éstas, digo, que se
han conservado íntegras, si la lujuriosa barbarie ha hecho presa en
alguna de ellas, deben quejarse de esta permisión ni creer que Dios
echa en olvido tales vilezas porque permite lo que nadie comete impunemente.
Por cierto que a algunos, como si fueran lastres de los depravados
apetitos, se les deja rienda suelta por un juicio divino, oculto en el tiempo
presente, pero quedando reservados para el último y público
juicio. Quizá estas últimas, muy conscientes de no haberse
engreído por el don de la castidad, pero que han padecido la violencia
hostil en su propia carne, tenían alguna escondida debilidad que,
en caso de estar libres de tal humillación en el curso del saqueo
de Roma, podría haberse traducido en humos altivos de soberbia. Así
como algunos fueron arrebatados por la muerte para que la maldad no pervirtiera
su inteligencia48, así en alguna de estas mujeres se le arrebató
un tanto de su honor por la violencia para que su situación ventajosa
no ocasionara la perversión de su modestia.
Así que tanto a unos, que ya se enorgullecían
por no haber sufrido en su carne ningún contacto obsceno, como a las
otras, que se podían tal vez enorgullecer si no llegan a sufrir el
atropello brutal de los enemigos, a ninguna se le arrebató la castidad,
sino que se les inculcó la humildad. A las primeras se les curó
la hinchazón latente; a las segundas se las preservó de una
hinchazón inminente.
2. No hay tampoco por qué pasar por alto otro punto: varias de las
víctimas de la violencia han considerado quizá la continencia
como uno más de los bienes corporales: se conservaría solamente
si el cuerpo quedara libre de todo contacto carnal, en lugar de residir en
la sola fortaleza de la voluntad, ayudada por Dios, santificando así
no sólo el espíritu, sino también el cuerpo. Por otra
parte, este don -en su parecer- no sería de tal categoría que
hiciera imposible arrebatárselo a nadie en contra de su voluntad.
Supongo que se habrán visto libres de tal error. Cuando piensan con
qué sinceridad han servido a Dios; cuando con una fe inconmovible
están convencidas de que, a los que así le sirven y le suplican,
Dios no los puede en manera alguna dejar abandonados; cuando están
seguras de lo mucho que a Dios le agrada la castidad; cuando todo esto, digo,
se mantiene en ellas, claramente deducen una conclusión: Dios no puede
permitir jamás que sucedan estos acontecimientos con sus santos si
con ello corre peligro de desaparecer la santidad que él les confirió
y que en ellos continúa amando.
CAPÍTULO XXIX
Respuesta de la familia cristiana a los
infieles cuando éstos le echan en cara que Cristo no los libró
del furor de los enemigos
Ya tiene, pues, la familia entera del sumo y verdadero Dios
su propio consuelo, y un consuelo no falaz ni fundamentado en la esperanza
de bienes tambaleantes o pasajeros. Ya no tiene en absoluto por qué
estar pesarosa ni siquiera de la misma vida temporal, puesto que en ella
aprende a conseguir la eterna, y, como peregrina que es, hace uso, pero no
cae en la trampa, de los bienes terrenos; y en cuanto a los males, o es en
ellos puesta a prueba o es por ellos corregida. Y los paganos, que, con ocasión
de sobrevivir tal vez a algunos infortunios temporales, insultan su honor,
gritándoles: ¿Dónde está tu Dios?49, que digan
ellos dónde están sus dioses, puesto que están padeciendo
precisamente aquellas calamidades contra las que, para evitarlas, les tributan
culto o pretenden que hay que tributárselo.
He aquí la respuesta de la familia cristiana: mi Dios
está presente en todas partes; en todas partes está todo Él;
no está encerrado en ningún lugar: puede hallarse cerca sin
que lo sepamos y puede ausentarse sin movimiento alguno. Cuando me azota
con la adversidad, está sometiendo a prueba mis méritos o castigando
mis pecados. Yo sé que me tiene reservada una recompensa eterna por
haber tolerado religiosamente las desgracias temporales. Pero vosotros, ¿quiénes
sois para merecer que se hable con vosotros ni siquiera de vuestros dioses,
cuánto menos de mi Dios, que es más temible que todos los dioses,
pues los dioses de los gentiles son demonios, mientras que el Señor
ha hecho el cielo?50
CAPÍTULO XXX
Los que se quejan del cristianismo están deseando rebosar en prosperidades
vergonzosas
Si todavía estuviese vivo el famoso Escipión Nasica,
en otro tiempo vuestro pontífice, elegido unánimemente por
el Senado como el hombre más virtuoso para recibir la sagrada imagen
de Frigia bajo el terror de la guerra púnica, no os atreveríais
quizá a mirarle al rostro; sería él en persona quien
frenaría vuestra actual desvergüenza: ¿por qué
os quejáis del cristianismo cuando os azota la adversidad? ¿No
es porque estáis deseando gozar con seguridad de vuestros excesos
y nadar en las aguas corrompidas de vuestras inmoralidades, lejos de toda
molestia incómoda? Anheláis tener paz y estar sobrados de toda
clase de recursos, pero no es para hacer uso de ellos con honradez, es decir,
con moderación y sobriedad, con templanza y según las exigencias
de la religión, sino para procuraros la más infinita gama de
placeres con despilfarros insensatos, y en tal prosperidad dar origen en
vuestra conducta a unas depravaciones peores que la crueldad de los enemigos.
Pero este vuestro querido Escipión, pontífice
máximo, declarado como el hombre más honrado de la República
por el Senado en pleno, temía que os fuera a sobrevenir esta desgracia,
y por eso rechazaba la destrucción de Cartago, rival entonces del
poder romano, y se oponía a Catón, que abogaba por su ruina.
Temía la seguridad para los espíritus débiles como a
un enemigo, y veía que era necesario el terror como tutor adecuado
para esta especie de ciudadanos menores.
No se equivocó Escipión: fue la realidad la que
le dio toda la razón. En efecto, destruida Cartago, es decir, alejado
y desaparecido de Roma el terror, inmediatamente comenzaron a surgir, como
consecuencia de la situación próspera, enorme cantidad de lacras:
la concordia mutua se resquebrajó y llegó a romperse. Primeramente
por rebeliones encarnizadas y sangrientas, e inmediatamente después
por una complicación de sucesos desafortunados, incluso con guerras
civiles, se produjeron tales desastres, se derramó tanta sangre, se
encendió un tal salvajismo con avidez de destierros y rapiñas,
que los romanos, aquellos que en tiempos de su vida más íntegra
temían desgracias por parte del enemigo, ahora, echada a perder esa
integridad de conducta, tenían que padecer mayores crueldades de sus
propios compatriotas. La misma ambición de poder, uno de tantos vicios
del género humano, pero arraigado con mucha más fuerza en las
entrañas de todo el pueblo romano, una vez vencidas algunas de las
principales potencias, aplastó bajo el yugo de su servidumbre a las
restantes, ya deshechas y fatigadas.
CAPÍTULO XXXI
La corrupción, en una constante
escalada, impulsó en los romanos la pasión de dominio
¿Y cuándo iba a quedar satisfecha tal ambición
en estos espíritus tan orgullosos, más que cuando llegasen
a poseer el dominio absoluto, tras escalar todos los honores? En efecto,
no habría la posibilidad de continuar manteniendo tales honores si
no hubiera una ambición superior. Pero jamás la ambición
se adueñaría si no es en un pueblo corrompido por la avaricia
y el desenfreno. Y en avaro y desenfrenado se convirtió el pueblo
romano por la prosperidad, aquella prosperidad de la que el famoso Nasica,
con penetrante visión de futuro, opinaba que se debía evitar,
oponiéndose a la destrucción del mayor, el más fuerte
y más opulento Estado rival. De esta manera el temor reprimiría
la pasión; con la pasión así reprimida, no se caería
en el desenfreno; y contenido éste, no asomaría la avaricia.
Teniendo atajados estos vicios florecería y se incrementaría
la virtud, tan útil a la patria. La libertad, compañera de
la virtud, estaría siempre presente.
Por esta misma razón y por el amor tan previsor a su
patria, este vuestro pontífice máximo en persona, designado
-no lo repetiremos nunca bastante- con plena unanimidad por el Senado de
su tiempo como el hombre más honrado, hizo que el mismo Senado retirase
su proyecto, tan ansiado, de construir un teatro. En su discurso, lleno de
gravedad, logró persuadirlos para que no consintieran la infiltración
de la molicie griega en la conducta varonil de su patria y no tolerasen el
desmoronamiento y la muerte de la virtud romana por causa de una advenediza
depravación. Fue tal el poder de sus palabras, que el Senado cambió
sus disposiciones: prohibió que en adelante se colocaran los asientos,
que ya empezaba la ciudad a ordenar en grupos, a la hora del espectáculo
de los juegos.
¡Con qué celo no habría desterrado de Roma
este hombre hasta los mismos juegos escénicos si hubiera osado resistir
a la autoridad de los que creía dioses! No se daba cuenta de que eran
funestos demonios o, si lo sabía, más bien pensaba se les debía
aplacar que menospreciar. Todavía no se había hecho luz ante
los gentiles sobre aquella doctrina de lo alto, que pudiera cambiar las aspiraciones
humanas y, limpiando el corazón por la fe, tendiese a los bienes celestes
y supracelestes con humilde espíritu religioso, quedando liberado
de la tiranía de los hinchados demonios.
CAPÍTULO XXXII
Institución de los juegos escénicos
A pesar de todo, sabedlo quienes lo ignoráis y los que
fingís ignorarlo. Tenedlo en cuenta, vosotros que murmuráis
contra el que os libró de tales tiranos: los juegos escénicos,
espectáculo de torpezas y desenfreno de falsedades, fueron creados
en Roma no por vicios humanos, sino por orden de vuestros dioses. Sería
más tolerable el haber concedido los honores divinos al Escipión
aquel que dar culto a dioses semejantes. Porque no eran éstos mejores
que su pontífice. ¡A ver si ponéis atención, si
es que vuestro espíritu, emborrachado de errores desde hace tanto
tiempo, os permite hacer alguna consideración que valga la pena! Los
dioses ordenaban exhibiciones de juegos teatrales en su honor para poner
un remedio a vuestros cuerpos apestados; el pontífice, en cambio,
prohibía la construcción del teatro mismo para evitar que vuestras
almas quedaran apestadas. ¡Si os queda una chispa de lucidez para dar
preferencia al alma sobre el cuerpo, elegid a quién de los dos deberéis
dar culto: si a vuestros dioses o a su pontífice!
Y no se calmó aquella epidemia corporal precisamente
porque en un pueblo belicoso como éste, acostumbrado hasta entonces
únicamente a los juegos de circo, se infiltró la manía
refinada de las representaciones teatrales. Al contrario, la astucia de los
espíritus malignos, adivinando que aquella peste iba a terminar a
su debido tiempo, puso cuidado en inocular, con ocasión de ello, otra
mucho peor y de su pleno agrado, no en los cuerpos, sino en las costumbres.
Esta segunda plaga les ha cegado el espíritu a estos desdichados con
tan espesas tinieblas, y se los ha vuelto tan deformes, que todavía
ahora (si llega a oídos de nuestra posteridad quizá se nieguen
a creerlo), recién devastada Roma, aquellos contagiados de esta segunda
peste, que en su huida han logrado llegar a Cartago, a porfía se vuelven
locos por los histriones diariamente en los teatros.
CAPÍTULO XXXIII
Los vicios de los romanos que no se corrigieron
por la destrucción de la Patria
¡Oh inteligencias que ya no entienden! ¿Qué
equivocación es ésta; mejor dicho, qué frenesí
es éste? Según nuestras noticias, mientras todos los pueblos
de Oriente y las ciudades más relevantes de los lugares más
remotos de la Tierra lamentan vuestro desastre, y declaran público
luto, y se muestran inconsolables, vosotros, ¡a buscar teatros, a meteros
en ellos y a abarrotarlos para volverlos todavía más estúpidos
de lo que eran antes! Era esta bajeza y esta peste de vuestras almas, esta
perversión de la integridad y de la honradez la que temía en
vosotros Escipión cuando ponía el veto a la construcción
de teatros, cuando veía que la prosperidad os podía sumir en
la corrupción, cuando se negaba a que estuvierais asegurados del terror
enemigo. Nunca creyó él en la felicidad de un Estado de erguidas
murallas, pero arruinadas costumbres.
Sin embargo, en vosotros tuvo más poder la seducción
impía de los demonios que las advertencias de los hombres precavidos.
Por eso los males que cometéis no queréis que se os imputen,
mientras que los males que padecéis se los imputáis vosotros
al cristianismo. Y ni siquiera en vuestra seguridad buscáis la paz
de vuestra Patria, sino la impunidad de vuestro desenfreno; vosotros, que,
viciados por la prosperidad, tampoco habéis sido capaces de corregiros
en la adversidad. Quería manteneros el célebre Escipión
en el temor al enemigo para que no os deslizarais hacia la molicie; y vosotros,
ni hechos trizas por el enemigo le habéis puesto freno a esa molicie.
Habéis echado a perder los frutos aprovechables de la desgracia; os
habéis convertido en los más dignos de lástima y habéis
continuado siendo los más depravados.
CAPÍTULO XXXIV
La clemencia de Dios atemperó
el desastre de Roma
A pesar de todo, si continuáis con vida se lo debéis
a Dios, que os invita con su perdón a que os corrijáis por
el arrepentimiento. Él, a pesar de vuestra ingratitud, os ha concedido
escapar de las manos enemigas usando el nombre cristiano de sus siervos o
bien refugiándoos en los monumentos a los mártires. Dicen que
Rómulo y Remo fundaron un asilo. Todos los que se refugiasen en él
quedaban exentos de condenas. Esto lo hacían con el fin de aumentar
la población de la ciudad que iban a fundar. ¡Maravillosa iniciativa
que redundó en honor de Cristo! Los destructores de Roma determinaron
lo mismo que habían hecho antes los fundadores. ¿Y qué
hay de extraordinario en que hayan hecho aquéllos, para suplir el
número de sus compatriotas, lo mismo que han hecho éstos para
conservar la abundancia de sus enemigos?
CAPÍTULO XXXV
En medio de los paganos hay hijos de la Iglesia, y dentro de la Iglesia hay
falsos cristianos
Estas y otras semejantes respuestas, y posiblemente con más
elocuencia y soltura, podrán responder a sus enemigos los miembros
de la familia de Cristo, el Señor, y de la peregrina ciudad de Cristo
Rey. Y no deben perder de vista que entre esos mismos enemigos se ocultan
futuros compatriotas, no vayan a creer infructuoso el soportar como ofensores
a los mismos que quizá un día los encuentren proclamadores
de su fe. Del mismo modo sucede que la ciudad de Dios tiene, entre los miembros
que la integran mientras dura su peregrinación en el mundo, algunos
que están ligados a ella por la participación en sus misterios
y, sin embargo, no participarán con ella la herencia eterna de los
santos. Unos están ocultos, otros manifiestos. No dudan en hablar,
incluso unidos a los enemigos, contra Dios, de cuyo sello sacramental son
portadores. Tan pronto se encuentran entre la multitud pagana, que llena
los teatros, como entre nosotros en las iglesias. No hay por qué desesperar
en la enmienda de algunos, incluso de estos últimos, mucho menos cuando
entre nuestros enemigos más declarados se ocultan algunos predestinados
a ser nuestros amigos, y que ni ellos mismos lo saben. Entrelazadas, de hecho,
y mezcladas mutuamente están estas dos ciudades, hasta que sean separadas
en el último juicio.
Voy a exponer mi opinión sobre el origen de ambas, su
proceso evolutivo y el final que les corresponde, según la ayuda que
reciba de Dios; todo a gloria de la ciudad de Dios, que brillará con
más claridad en contraste con sus opuestos.
CAPÍTULO XXXVI
Tema del resto de la obra
Me quedan todavía varias cosas que replicar a quienes
achacan los desastres del Estado romano a nuestra religión, por obra
de la cual existe prohibición de sacrificar a sus dioses. Voy a hacer
mención de todas aquellas desgracias que vengan a propósito,
tanto por su número como por su magnitud, y que puedan parecer suficientes,
soportadas por Roma o las provincias a ella sometidas, antes de la prohibición
de sus sacrificios. Sin duda alguna que nos las cargarían todas a
nosotros, si nuestra religión se hubiera ya hecho luz ante ellos o
les hubiera puesto el veto a sus cultos sacrílegos.
En segundo lugar, voy a exponer el motivo por el que el Dios
verdadero se dignó prestar su auxilio a algunas formas de su conducta
para engrandecer el dominio de Roma. Veremos también cómo el
poder de quienes ellos llaman dioses de nada les ha servido; al contrario,
les ha perjudicado profundamente con sus patrañas y sus mentiras.
Tomaré la palabra, por fin, contra aquellos que, ya refutados
y convictos con pruebas evidentísimas, ponen gran celo en sostener
la obligación de darles culto, no precisamente buscando un provecho
en la presente vida, sino más bien para la vida de ultratumba. Tema
éste, si no me equivoco, mucho más complicado, bien digno de
una delicada discusión. Se trata nada menos que de discutir contra
los filósofos, y no unos filósofos cualesquiera, sino los que
gozan ante ellos de la más encumbrada fama, y que están de
acuerdo con nosotros en muchos puntos; por ejemplo, la inmortalidad del alma,
la creación del mundo por el verdadero Dios, la Providencia divina,
gobernadora de todo lo creado. Pero como deben quedar también refutados
aquellos puntos en que disienten de nosotros, tomaremos esto como un deber
ineludible, de forma que se resuelvan, con la ayuda de Dios, las objeciones
contra la religión y luego dejemos firmemente asentada la ciudad de
Dios, la verdadera religiosidad y el culto divino, en el cual únicamente
se halla la verídica promesa de la felicidad eterna.
Quede así terminado este libro, y emprendamos un nuevo
camino, según el plan trazado.