LA CIUDAD DE DIOS

LIBRO I
(En defensa de la religión cristiana)

CAPÍTULO I

   Los enemigos del nombre de Cristo obtienen el perdón de los bárbaros, por reverencia a Cristo, durante la devastación de Roma

   De esta ciudad terrena surgen los enemigos contra quienes hay que defender la ciudad de Dios. Muchos de ellos, apartándose de sus errores impíos, se convierten en moradores bastante laudables de esta ciudad. Otros muchos, en cambio, se están abrasando en un odio tan violento contra ella, y son tan ingratos a los evidentes favores de su Redentor, que éste es el día en que no serían capaces de mover su lengua contra esta ciudad si no fuera porque encontraron en sus lugares sagrados, al huir de las armas enemigas, la salvación de su vida, de la que ahora tanto se enorgullecen. ¿O es que no son enemigos encarnizados de Cristo aquellos romanos a quienes los bárbaros, por respeto a Cristo, les perdonaron la vida? Testigos son de ello los santuarios de los mártires y las basílicas de los Apóstoles, que en aquella devastación de la gran Urbe acogieron a cuantos en ella se refugiaron, tanto propios como extraños. Allí se moderaba la furia encarnizada del enemigo; allí ponía fin el exterminador a su saña; allí conducían los enemigos, tocados de benignidad, a quienes, fuera de aquellos lugares, habían perdonado la vida, y los aseguraban de las manos de quienes no tenían tal misericordia. Incluso aquellos mismos que en otras partes, al estilo de un enemigo, realizaban matanzas llenas de crueldad, se acercaban a estos lugares en los que estaba vedado lo que por derecho de guerra se permite en otras partes, refrenaban toda la saña de su espada y renunciaban al ansia que tenían de hacer cautivos.

   De esta manera han escapado multitud de los que ahora desacreditan el cristianismo, y achacan a Cristo las desgracias que tuvo que soportar aquella ciudad. En cambio, el beneficio de perdonárseles la vida por respeto a Cristo no se lo atribuyen a nuestro Cristo, sino a su Destino. Deberían más bien, con un poco de juicio, atribuir los sufrimientos y asperezas que les han infligido sus enemigos a la divina Providencia, que suele acrisolar y castigar la vida corrompida de los humanos. Ella es quien pone a prueba la rectitud y la vida honrada de los mortales con estos dolores para, una vez probada, pasarla a vida mejor, o bien retenerla en esta tierra con otros fines.

   Pero de hecho los bárbaros, en su ferocidad, les han perdonado la vida, contra el estilo normal de las guerras, por respeto al nombre de Cristo, sea en lugares comunes, sea en los recintos consagrados a su culto, y, para que fuera aún más abundante la compasión, eligieron los más amplios, destinados a reunir multitudes. Este hecho deberían atribuirlo al cristianismo. He aquí la necesaria ocasión para dar gracias a Dios y recurrir a su nombre con sinceridad, evitando las penas del fuego eterno, ellos que en masa escaparon de las presentes calamidades usando hipócritamente ese mismo nombre. Porque muchos de los que ves ahora insultar a los siervos de Cristo, con insolente desvergüenza, no hubieran escapado de aquella carnicería desastrosa si no hubieran fingido ser siervos de Cristo. Y ahora, ¡oh soberbia desagradecida y despiadada locura!, se hacen reos de las eternas tinieblas oponiéndose con perverso corazón a su nombre, nombre al cual un día se acogieron, con labios engañosos, para gozar de la luz temporal.

CAPÍTULO II

   Jamás en una guerra los vencedores han perdonado a los vencidos por reverencia a sus dioses

   Muchas son las gestas guerreras consignadas por escrito, unas anteriores a Roma, otras desde su nacimiento hasta el apogeo de su dominio: léanlas y dígannos si, en el asalto de alguna ciudad por extranjeros, los vencedores han perdonado de esta manera a los refugiados en los templos de sus propios dioses. O si se ha dado alguna orden por un caudillo bárbaro para que después del asalto a alguna ciudad no se hiriese a nadie de los encontrados en tal o cual templo.

   ¿No fue Eneas quien vio a Príamo entre los altares «profanando con su sangre los fuegos que él mismo había consagrado»? Y Diomedes y Ulises, «después de degollar a la guardia de la ciudadela, ¿no tuvieron el atrevimiento de robar la sagrada imagen y de poner sus ensangrentadas manos en las virgíneas fajas de la diosa»?

   Y, sin embargo, lo que sigue no es cierto: «Desde aquel instante empezó a aflojar y a desvanecerse la esperanza de los griegos». Porque fue después cuando quedaron victoriosos; fue después cuando a Troya la destruyeron a sangre y fuego; fue después cuando a Príamo, que había buscado refugio en los altares, lo degollaron. No; Troya no cayó por haber perdido a Minerva. Y Minerva, ¿qué había perdido ella para caer? ¿Quizá sus guardianes? Esto sí que es verdad; porque sólo pudo ser robada después de degollados ellos. La verdad es que el ídolo era defendido por los guardianes, en lugar de ser éstos defendidos por el ídolo. ¿Cómo es posible que se le diera culto para que fuera la custodia de la ciudad y sus habitantes, ella que no fue capaz de custodiar a su propia custodia?

CAPÍTULO III

   Lamentable ligereza de los romanos al creer que los dioses Penates, impotentes para defender a Troya, les habían de servir a ellos

   ¡Mirad a qué dioses tenían a gala los romanos encomendar la guardia de su ciudad! ¡Qué error más lamentable! ¡Y se irritan contra nosotros porque decimos todo esto de sus dioses! Y, en cambio, no se irritan contra sus escritores que lo inventaron, a quienes han podido estudiar a fuerza de dinero, juzgando además a sus maestros muy dignos de salario público y de honores.

   Es precisamente a Virgilio, como al principal y más brillante de todos los poetas, a quien leen desde niños para que sus espíritus, todavía tiernos, se empapen en él y no pueda caer en el olvido fácilmente, según aquel verso de Horacio: «La vasija que de nueva se empapó de un perfume, largo tiempo lo conservará». Según este mismo Virgilio, Juno aparece llena de odio a los troyanos, diciendo a Eolo, rey de los vientos, para azuzarlo contra ellos: «Una raza, enemiga personal mía, va surcando las ondas del Tirreno; llevan consigo a Ilión y a los dioses vencidos de sus hogares hacia Italia».

   ¿A estos dioses vencidos es a quienes los hombres juiciosos debieron encomendar a Roma para ser invencible? Juno hablaba así como una mujer irritada, sin saber bien lo que se decía. ¿Y qué dice Eneas, llamado «el Piadoso» tantas veces? ¿No es él quien cuenta: «Parto, el hijo de Otreo, sacerdote del alcázar de Apolo, llevando a rastras en sus manos los objetos del culto, los dioses vencidos y a su nietecito, viene a mis umbrales en loca carrera»? ¿No muestra que tales dioses -que no duda en llamarlos vencidos- le fueron confiados a él, más bien que él a ellos, cuando se le dice: «Troya te confía sus objetos de culto y sus Penates»?

   Si, pues, Virgilio a estos dioses los declara vencidos, e incluso encomendados a un hombre, para lograr la fuga, ¿no será una locura pensar que Roma fue acertadamente encomendada a tales protectores, y que, de no haberlos perdido, no hubiera podido ser arrasada? Más aún, dar culto a unos dioses vencidos como a sus guías y defensores, ¿qué otra cosa será sino tener no ya divinidades propicias, sino más bien pagadores sin crédito?

  Roma no habría evitado su ruina conservando sus dioses, sino más digno de fe me parece que éstos habrían perecido mucho antes si Roma no hubiera hecho lo imposible por conservarlos a ellos. ¿Quién no se da cuenta a primera vista de la vana pretensión de ser invencibles bajo la protección de seres vencidos, y de afirmar que llegó su ruina por haber perdido a sus dioses protectores, siendo así que la única causa de su perdición pudo muy bien ser el haber elegido a unos protectores perecederos? No era el placer de mentir lo que impulsaba a los poetas a escribir y cantar esos versos sobre los dioses vencidos, no. Era la fuerza de la verdad lo que les obligaba a ser sinceros, como a hombres sensatos.

   Estas cuestiones las trataré en otro lugar más oportuno, cuidadosa y ampliamente. De momento voy a hablar un poco, según el plan trazado y mis posibilidades, de aquellos ingratos que le imputan a Cristo, entre blasfemias, los males que están padeciendo como efecto de la corrupción de su vida. Se les perdonó incluso a ellos, por reverencia a Cristo, y ellos ni siquiera prestan atención a este hecho. Con desenfreno sacrílego y perverso desatan contra este nombre las mismas lenguas que lo usaron con hipocresía para salvar su vida: esas lenguas que frenaron llenos de miedo en los lugares a Él consagrados, quedando a salvo y sin peligro al ser respetados de sus enemigos por amor a Él. Y luego salen furiosos de estos sagrados asilos vomitando maldiciones contra Cristo.

CAPÍTULO IV

   El asilo de Juno en Troya no libró de las manos griegas a nadie. En cambio, las basílicas de los Apóstoles ampararon del furor de los bárbaros a todos los que se acogieron a ellas

   La misma Troya, como he dicho, madre del pueblo romano, no pudo defender en los templos a sus habitantes del fuego y la espada de los griegos, que daban culto a esos mismos dioses. Más todavía: «En el asilo sagrado de Juno, los guardianes escogidos, Fénix y el cruel Ulises, custodiaban el botín. Aquí y allá se amontonaban tesoros de Troya, arrancados a los templos en llamas: mesas consagradas a los dioses, cráteras de oro macizo, vestimentas robadas. En derredor, de pie y en larga hilera, están las madres temblorosas con los niños».

   Así es: fue elegido el lugar consagrado a tan excelente diosa, pero no para impedir la salida de los cautivos, sino para tenerlos allí encerrados. Compara ahora aquel asilo, no de cualquier divinidad gregaria, ni una del tropel de dioses, sino de la misma hermana y esposa de Júpiter, reina de todos los dioses. Compárala con los lugares dedicados a los Apóstoles: allí se llevaban los despojos robados a los dioses y templos incendiados, no para ofrecérselos a los vencidos, sino para repartirlo entre los vencedores; aquí, en cambio, se traía con honor y un sagrado respeto hasta lo encontrado en otras partes, perteneciente a estos lugares. Allí se perdía la libertad; aquí quedaba asegurada. Allí se aseguraba la cautividad; aquí se prohibía. Allí eran encerrados para presa de la ambición de los enemigos; aquí los enemigos, movidos a compasión, los traían para darles libertad. Aquel templo, en fin, de la diosa Juno lo había escogido la avaricia orgullosa de unos frívolos griegos; en cambio, estas basílicas de Cristo fueron elegidas por la humilde compasión de los bárbaros, incluso inhumanos. A no ser que quizá los griegos, en aquella su victoria, perdonasen los templos de los dioses comunes, y no se atreviesen a herir o hacer cautivos a los infelices y vencidos troyanos, allí refugiados; en tal caso, mentiría Virgilio, al estilo de los poetas. Pero nada de eso. Él mismo nos describe el método usado por los enemigos al devastar las ciudades.

CAPÍTULO V

   Método generalizado de arrasar los enemigos a las ciudades vencidas. Sentencia de César

   Ya el mismo César hace notar estos métodos salvajes al exponer ante el Senado su parecer sobre los conjurados, como recoge Salustio, historiador de notable fidelidad a los hechos: «Raptos de doncellas y muchachos, niños arrancados de los brazos de sus padres, madres sufriendo los caprichos de los vencedores, templos y casas entregados al saqueo, muertes, incendios. En fin, armas, cadáveres, sangre y lamentos por todas partes».

   Si en este pasaje hubiera omitido los lugares sagrados, habría fundamento para pensar que los enemigos respetaban de ordinario las moradas de los dioses. Y este trato no lo tenían los templos romanos precisamente de las hordas extranjeras, sino de Catilina y sus secuaces, senadores de la más alta alcurnia y ciudadanos romanos. Bien es cierto que esta gente eran hombres perdidos y parricidas de su propia Madre Patria.

CAPÍTULO VI

    Los romanos mismos jamás perdonaron a los refugiados en los templos de las ciudades conquistadas

   ¿Qué necesidad tenemos de que nuestra palabra ande en busca de muchas naciones que hayan luchado entre sí, y que en ninguna de ellas hayan perdonado a los vencidos, refugiados en las moradas de sus dioses? Veamos a los mismos romanos. Sí, traigamos a la memoria y pasemos revista a estos romanos, cuyo principal timbre de gloria se expresó así: «Perdonarás al vencido y abatirás al soberbio», y que preferían olvidar las injurias recibidas antes que vengarlas. Queremos que se nos diga en qué templos solían hacer excepción para dejar en libertad a los que allí se habían refugiado, en el saqueo de tantas y tan grandes ciudades, asaltadas y tomadas por ellos para extender sus dominios. ¿Será tal vez que obraban así, pero los cronistas de sus hazañas lo iban callando? ¿Cómo iban a pasar por alto unas muestras de tan alta piedad para ellos, quienes andaban a la caza de ocasiones en que poder airear sus alabanzas?

   Se cuenta del ilustre romano Marco Marcelo, conquistador de la hermosa ciudad de Siracusa, que antes de arruinarla se echó a llorar, corriendo primero sus lágrimas que la sangre de sus moradores. Tomó incluso interés en respetar el pudor, como digno de ser tenido en cuenta con el enemigo. En efecto, antes de ordenar, como vencedor, el asalto de la ciudad dio un edicto prohibiendo hacer violencia corporal a ninguna persona libre. La ciudad, con todo, fue arrasada, como ocurre en las guerras, y en ninguna parte leemos decreto alguno por el que este caudillo, tan casto y clemente, ordenase dejar ileso a quien hubiera buscado refugio en tal o cual templo. Jamás se hubiera silenciado este hecho, en caso de haber ocurrido, cuando no se han callado sus lágrimas y la orden de no violar lo más mínimo la decencia.

   Fabio, el destructor de Tarento, recibe alabanzas por haberse abstenido del pillaje de los ídolos. Su secretario le consultó qué debía hacer con las muchas imágenes de los dioses que habían capturado, y él hasta sazonó su clemencia con un gracejo. Preguntó cómo eran, y se le contesta que muchas de gran tamaño, e incluso estaban armadas. «Dejémosles a los tarentinos -dijo- sus airados dioses».

   Pues bien, ni el llanto del uno, ni la risa del otro, ni la casta piedad del primero, ni la donosa moderación del segundo han podido pasar en silencio los historiadores romanos. ¿Cómo, entonces, iban a dejar de consignar el haber perdonado a algún hombre en honor de cualquiera de sus dioses, hasta el punto de prohibir atacarles o hacer cautivos en sus templos?


CAPÍTULO VII

La crudeza en la destrucción de Roma fue producto de la tradición bélica. La clemencia vino de la fuerza del nombre de Cristo

   Por consiguiente, cuantas ruinas, degüellos, pillajes, incendios, tormentos se cometieron en la reciente catástrofe de Roma, producto fueron del estilo de las guerras. En cambio, lo insólito allí ocurrido, el que, cambiando su rumbo los acontecimientos de una manera insospechada, el salvajismo de los bárbaros se haya mostrado blando hasta el punto de dejar establecidas, por elección, las basílicas más capaces para que el público las llenase y evitaran la condena, se lo debemos al nombre de Cristo: allí a nadie se atacaba; de allí nadie podía ser llevado preso; a sus recintos los enemigos conducían por compasión a muchos para darles la libertad; allí ni la crueldad de los enemigos sacaría cautivo a uno solo. Todo esto, repito, se lo debemos al nombre cristiano, esto se lo debemos a la época de cristianismo. Quien esto no vea está ciego. Quien lo vea y no lo alabe es un ingrato. Quien se muestre en contra de quien lo alaba es un mentecato. ¡No quiera Dios que un hombre en sus cabales atribuya estos datos a la fiereza de los bárbaros! Él fue quien a los pechos feroces y sanguinarios los llenó de terror, les fue poniendo freno y los ablandó milagrosamente, cuando mucho tiempo antes había dicho por el profeta: Castigaré con vara sus pecados, y a latigazos sus culpas; pero no les retiraré mi favor6.


CAPÍTULO VIII

Las gracias y las desgracias son comunes casi siempre a buenos y malos

1. Alguien podrá decir: «Este divino favor, ¿por qué ha alcanzado también a los impíos e ingratos?». ¿Por qué ha de ser, sino porque lo brindó quien hace salir diariamente el sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores?7 Sí, habrá algunos que, cayendo en la cuenta de esto, se corrijan con dolor de su impiedad, y otros que, despreciando, como dice el Apóstol, las riquezas de bondad, y de tolerancia de Dios, con la dureza de su corazón impenitente están almacenando castigos para el día del castigo, cuando se revele el justo juicio de Dios, que pagará a cada uno según sus obras8.

   Con todo, la paciencia de Dios está invitando a la conversión a los malos, y el azote de Dios a los buenos les enseña la paciencia. Asimismo, la misericordia de Dios rodea amorosamente a los buenos para animarlos, y la severidad de Dios corrige a los malos para castigarlos. Plugo a la divina Providencia disponer para la otra vida bienes a los buenos que no disfrutarán los pecadores, y males a los impíos que no atormentarán a los justos. Sin embargo, ha querido que estos bienes y males pasajeros fueran comunes a todos para que no se busquen ansiosamente los bienes que vemos en posesión también de los malos ni se huya, como de algo vergonzoso, de los males que con mucha frecuencia padecen incluso los buenos.

2. Lo que más nos interesa aquí es la postura personal tanto ante las cosas que llamamos prósperas como ante las adversas. Porque el hombre de bien ni se engríe con los bienes temporales ni se siente abatido con los males. Y al contrario, el malvado sufre el castigo de la desgracia temporal, porque con la prosperidad cae en la corrupción. No obstante, Dios, en la misma distribución de bienes y males, hace más patente con frecuencia su intervención. En efecto, si ahora castigase cualquier pecado con penas manifiestas, se creería que no reserva nada para el último juicio. Al contrario, si ahora dejase impunes todos los pecados, creeríamos que no existe la Providencia divina. Otro tanto sucede con las cosas prósperas: si Dios no las concediese con abierta generosidad a algunos de cuantos se las piden, diríamos que no son de su jurisdicción; y asimismo, si las concediese a todos cuantos se las piden, llegaríamos a pensar que sólo se le debe servir en espera de semejante recompensa. Y un servicio así, lejos de hacernos más santos, nos volvería más ambiciosos, más avaros.

   Deducimos de aquí que no porque buenos y malos hayan sufrido las mismas pruebas vamos a negar la distinción entre ellos. Bien se compagina la desemejanza de los atribulados con la semejanza de las tribulaciones. Y aunque estén sufriendo el mismo tormento, no por ello son idénticos la virtud y el vicio. Como por un mismo fuego brilla el oro y humea la paja; como bajo un mismo trillo se tritura la paja y el grano se limpia; como no se confunde el alpechín con el aceite al ser exprimidos bajo la misma almazara, de igual modo un mismo golpe, cayendo sobre los buenos, los somete a prueba, los purifica, los afina; y condena, arrasa y extermina a los malos. De aquí que, en idénticas pruebas, los malos abominan y blasfeman de Dios; en cambio, le suplican y no cesan de alabarle los buenos. He aquí lo que interesa: no la clase de sufrimientos, sino cómo los sufre cada uno. Agitados con igual movimiento, el cieno despide un hedor insufrible, y el ungüento, una suave fragancia.


CAPÍTULO IX

Causas de los castigos que azotan por igual a buenos y malos

1. ¿Qué padecieron los cristianos en aquella catástrofe que no les sirviera de provecho, si lo consideramos con los ojos de la fe? En primer lugar, pensar con humildad en los pecados por los que Dios, en su indignación, llenó el mundo de tamañas calamidades. Si bien es verdad que se verán lejos de los criminales, de los infames, de los impíos, no se creerán exentos de falta, hasta el punto de juzgarse a sí mismos indignos de sufrir mal temporal alguno por su causa. Hago excepción de que todo el mundo, por muy intachable que sea su vida, concede algo a la concupiscencia carnal, aunque sin llegar a la crueldad del crimen ni al abismo de la infamia o a la perversión de la impiedad; pero sí a ciertos pecados, quizá raramente cometidos, o quizá tanto más frecuentes cuanto más leves. Pues bien, exceptuando esto, ¿a quién hallamos fácilmente que trate como se debe a estos perversos, por cuya abominable soberbia, desenfreno y ambición, por sus injusticias y horrendos sacrilegios, Dios ha aplastado el mundo9, como ya lo había anunciado con amenazas? ¿Y quién vive entre esta gente como se debería vivir? Porque de ordinario se disimula culpablemente con ellos, no enseñándoles ni amonestándolos, incluso no riñéndolos ni corrigiéndolos, sea porque nos cuesta, sea porque nos da vergüenza echárselo en cara, o porque queremos evitar enemistades que pueden ser impedimento, y hasta daño en los bienes temporales, que nuestra codicia todavía aspira a conseguir o que nuestra flaqueza teme perder.

   De esta forma, los justos están descontentos, es cierto, de la vida de los malos, y por ello no vienen a caer en la condenación que a ellos les aguarda después de esta vida; pero, en cambio, como son indulgentes con sus detestables pecados, al paso que les tienen miedo, y caen en sus propios pecados, ligeros, es verdad, y veniales, con razón se ven envueltos en el mismo azote temporal, aunque estén lejos de ser castigados por una eternidad. Bien merecen los buenos sentir las amarguras de esta vida, cuando se ven castigados por Dios con los malvados, ellos que, por no privarse de su bienestar, no quisieron causar amarguras a los pecadores.

2. Puede ocurrir que alguien se muestre remiso en reprender y poner corrección a los malhechores por estar buscando la ocasión más propicia, o bien tienen miedo de que se vuelvan peores por ello, o que pongan trabas a la formación moral y religiosa de algunos más débiles, con presiones para que se aparten de la fe. Esto no me parece consecuencia de mala inclinación alguna, sino más bien fruto de la caridad. Sí son culpables los que viven de una forma distinta y aborrecen la conducta de los pecadores, pero hacen la vista gorda con los pecados ajenos, cuando deberían desaconsejar o reprender. Tienen miedo a sus reacciones, tal vez perjudiciales en los mismos bienes que los justos pueden disfrutar lícita y honestamente, pero que lo hacen con mayor avidez de la conveniente a unos peregrinos en este mundo que enarbolan la bandera de la esperanza en una patria celestial.

   Y, naturalmente, no me refiero sólo a los más remisos, es decir, a quienes llevan, por ejemplo, vida conyugal, teniendo o procurando tener hijos, con casas y servidumbre en abundancia (como aquellos a quienes se dirige el Apóstol en las iglesias para enseñarles y recordarles cómo deben vivir las esposas con sus maridos, los maridos con sus esposas, los hijos con sus padres y los padres con sus hijos, los siervos con sus señores y los señores con sus siervos)10. Todos éstos, de muy buen grado, adquieren bienes caducos de la tierra en abundancia, y con mucho desagrado los pierden. Ésta es la causa por la que no se atreven a ofender a los humanos cuya vida, llena de podredumbre y de crímenes, les disgusta.

   No me refiero sólo a éstos, no. Se trata incluso de aquellas personas que se han comprometido con un género más elevado de vida, libres de las ataduras del vínculo conyugal, de frugal mesa y sencillo vestido. Éstos, digo, se abstienen ordinariamente de reprender la conducta de los malvados, temiendo que sus disimuladas venganzas o sus ataques pongan en peligro su fama o seguridad personal. Cierto que no les tienen tanto miedo, hasta el punto de perpetrar acciones parecidas, cediendo a cualquiera de sus amenazas o perversidades. Con todo, evitan reprender esas tropelías que no cometen en complicidad con ellos, siendo así que algunos cambiarían de conducta con la reprensión. Tienen miedo, si fracasan en su intento, de poner en peligro y de perder la reputación y la vida. Y no porque la crean indispensable para el servicio de enseñar a los demás, no. Es más bien efecto de aquella debilidad morbosa en que cae la lengua y los juicios humanos11 cuando se complacen en sus adulaciones y temen la opinión pública, los tormentos de la carne o la muerte. Consecuencias son éstas de la esclavitud a las malas inclinaciones, no del deber de la caridad.

3. Así que, a mi modo de ver, no es despreciable la razón por la que pasan penalidades malos y buenos juntamente, cuando a Dios le parece bien castigar incluso con penas temporales la corrompida conducta de los hombres. Sufren juntos no porque juntamente lleven una vida depravada, sino porque juntos aman la vida presente. No con la misma intensidad, pero sí juntos. Y los buenos deberían menospreciarla para que los otros, enmendados con la reprensión, alcanzasen la vida eterna. Y si sus enemigos se niegan a acompañarlos en conseguir la vida eterna, deberían ser soportados y amados, ya que, mientras están viviendo, nunca se sabe si darán un cambio en su voluntad para hacerse mejores.

   En esta materia tienen no ya parecida, sino mucho más grave responsabilidad, aquellos de quienes habla el profeta: Perecerá éste por su culpa, pero de su sangre yo pediré cuentas al centinela12. Con este fin están puestos precisamente los centinelas, es decir, los responsables de los pueblos, en las iglesias, para no ser remisos en reprender los pecados. Pero no se crea enteramente libre de culpa quien, sin ser prelado, está ligado a otras personas por circunstancias inevitables de esta vida, y es negligente en amonestar o corregir muchas de las cosas que conoce reprensibles en ellos por tratar de evitar sus venganzas. Mira por los bienes en que se puede disfrutar en esta vida legítimamente, sí, pero pone en ellos un goce más allá de lo legítimo.

   Tienen, además, otra razón los buenos para sufrir males temporales. Es la misma que tuvo Job: someter el hombre a prueba su mismo espíritu y comprobar qué hondura tiene su postura religiosa y cuánto amor desinteresado tiene a Dios.


CAPÍTULO X

Nada pierden los Santos al perder las cosas temporales

1. Si has profundizado debidamente en estas cuestiones, pon atención a ver si les sucede a los hombres creyentes y piadosos algún mal que no se les convierta en bien. A no ser que dejemos sin sentido el dicho del Apóstol: Sabemos que todas las cosas cooperan al bien de los que aman a Dios13. Supongamos que ya han perdido todo lo que tenían. Pero ¿han perdido su fe? ¿Han perdido su religión? ¿Han perdido los tesoros del hombre interior, el que ante Dios es rico?14 He aquí las riquezas de los cristianos en las que el Apóstol se sentía opulento, y decía: La religión es ciertamente un buen negocio cuando uno se conforma con lo que tiene; porque nada trajimos al mundo, como nada podremos llevarnos; así que, teniendo qué comer y con qué vestirnos, podemos estar contentos. Los que quieren hacerse ricos caen en tentaciones, trampas y mil afanes insensatos y funestos, que hunden a los hombres en la ruina y en la perdición; porque la raíz de todos los males es el amor al dinero; por esta ansia algunos se desviaron de la fe y se infligieron mil tormentos15.

2. Por tanto, aquellos que en el mencionado desastre perdieron las riquezas terrenas, si las poseían como lo habían oído de labios de aquel Job, pobre por fuera y rico por dentro, es decir, si hacían uso del mundo como si no lo hicieran16, bien pudieron decir lo mismo que él, tan fuertemente tentado y nunca vencido: Desnudo salí del seno de mi madre, desnudo volveré a la tierra. El Señor dio, el Señor quitó. Ha sucedido según su beneplácito: bendito sea el nombre del Señor17. Como buen servidor pretendía que sus riquezas fueran la voluntad misma de su Señor: siguiéndole paso a paso se haría rico en su espíritu, y no sufriría quebranto al abandonar en vida lo que pronto, con la muerte, tenía que abandonar.

   Pero los otros, más débiles, que, sin anteponer estos bienes terrenos a Cristo, estaban sujetos a ellos con un cierto apego, al perderlos se han dado cuenta de hasta qué punto pecaron poniendo su amor en ellos. Tanto más se han dolido cuanto más se habían implicado en los dolores, según he recordado antes por boca del Apóstol. Era preciso una lección de experiencia para quienes habían descuidado tanto tiempo las palabras. Pues al decir el Apóstol: Los que quieren hacerse ricos caen en tentaciones, etc., sin duda lo que recrimina en las riquezas es la codicia, no la posesión. Él ordena en otro lugar: A los ricos de este mundo insísteles en que no sean soberbios ni pongan su confianza en riqueza tan incierta, sino en el Dios vivo, que nos lo procura todo en abundancia para que lo disfrutemos. Que hagan el bien, que sean ricos en buenas obras, generosos, con sentido social. Así se asegurarán un capital sólido para el porvenir y alcanzarán la vida verdadera18.

   Quienes usaban así de sus riquezas fueron compensados en sus ligeras pérdidas con sustanciosas ganancias. Y la alegría experimentada por haber colocado a buen seguro los bienes que con gusto distribuyeron ha sido más grande que el dolor sentido por la pérdida alegre de los bienes que poseyeron sin apegos. Bien está que se hayan perdido en la tierra los tesoros que por descuido no se trasladaron al cielo. De hecho, los que escucharon esta recomendación del Señor: Dejaos de amontonar tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los echan a perder, donde los ladrones abren boquetes y roban. En cambio, amontonaos riquezas en el cielo, adonde el ladrón no llega ni la polilla corroe. Porque donde está tu tesoro, allí está también tu corazón19; éstos, digo, pudieron experimentar, en tiempo de tribulación, con cuánta cordura obraron al no despreciar las enseñanzas del Maestro más veraz y del más leal e invencible guardián de su tesoro.

   Son muchos los que se alegraron de haber puesto sus riquezas en lugares no alcanzados, de hecho, por el enemigo. Pero ¿con cuánta mayor certeza y seguridad han podido alegrarse quienes siguieron la recomendación de su Dios y la trasladaron a donde jamás podrá el enemigo tener acceso? Ésta fue la postura de nuestro querido Paulino, obispo de Nola, que de opulento rico se hizo voluntariamente paupérrimo, al tiempo que un acaudalado en santidad. Cuando los bárbaros asolaron a Nola, cayó él en su poder. Y así oraba en su corazón, según hemos sabido después por él mismo: «Señor, no sea yo torturado por el oro o la plata. Tú bien sabes dónde tengo yo toda mi fortuna». Sí, tenía toda su fortuna guardada y atesorada donde se lo había indicado el mismo que había anunciado todos estos males al mundo.

   He aquí por qué en la invasión de los bárbaros no perdieron ni siquiera las riquezas terrenas quienes fueron dóciles al mandato del Señor sobre cómo y dónde debían atesorar. En cambio, algunos tuvieron que arrepentirse por no haber seguido sus indicaciones, y han aprendido la lección sobre el empleo de tales bienes, si no con la sabiduría que sabe prevenir, sí al menos con las consecuencias que hay que pagar.

3. Es verdad que hubo hombres de bien, incluso cristianos, que fueron torturados para que entregasen sus bienes a los enemigos. Pero nunca pudieron entregar ni perder los bienes que los hacían buenos. Y si algunos prefirieron ser torturados antes de entregar sus «injustas riquezas», entonces ya no eran buenos. A éstos, que tanto estaban sufriendo por el oro, debía habérseles advertido cuánto tenían que padecer por Cristo: aprenderían así a amar a quien hace ricos de eterna felicidad a todos los que han padecido por Él, en lugar de amar el oro y la plata. Lamentable del todo fue haber padecido por ello, sea mintiendo para ocultarlos, sea confesando para entregarlos. Nadie perdió a Cristo confesándolo en las torturas. Pero el oro nadie lo salvó sino renegando. Por eso quizá resultaban más útiles los tormentos que enseñaban a amar el bien incorruptible, que los otros bienes por cuyo amor sufrían tormentos sus dueños sin fruto alguno aprovechable.

   Hubo también quienes, no teniendo bienes algunos que entregar, sufrieron torturas por no ser creídos. También éstos, quizá, deseaban poseer, y si eran pobres, no lo eran por una voluntad santa. En ellos se puso en evidencia que no fue la posesión, sino la pasión por las riquezas, la merecedora de tales torturas. Ahora bien, si algunos, resueltos a emprender una vida más perfecta, no tenían escondidos ni oro ni plata, ignoro si les sucedió algo parecido, es decir, recibir torturas hasta convencer a sus verdugos de que nada tenían. De todos modos, aunque el caso se haya dado, el que confesaba la santa pobreza entre aquellos tormentos, a Cristo estaba confesando con toda evidencia. Y, por tanto, aunque no logró hacerse creer de los enemigos, sí logró con sus tormentos una recompensa celestial, como defensor de la santa pobreza.

4. Se dice que un hambre prolongada acabó con muchos cristianos. También esto lo han convertido en beneficio suyo los auténticos hombres de fe, tolerándolo con una actitud religiosa. El hambre, al quitarles la vida, como si fuera una enfermedad corporal, los ha librado de los males de esta vida. Y si no los llegó a consumir, les ha enseñado a vivir más sobriamente, a ayunar más prolongadamente.


CAPÍTULO XI

Fin de la vida temporal, larga o breve

   Se objeta que muchos cristianos han sido muertos y con frecuencia perecieron de la forma más horrenda. Será esto duro de soportar, pero es la suerte común de todos los engendrados para esta vida. Una cosa sí afirmo: nadie fue muerto que no hubiera de morir algún día. La muerte hace idénticas tanto la vida larga como la breve. En efecto, de dos cosas que ya no existen, ni una es mejor o peor, ni tampoco es más larga o más breve. ¿Qué importa la clase de muerte que ponga fin a esta vida cuando al que muere no se le obliga ya de nuevo a morir? La verdad es que a cada mortal de alguna manera le amenazan muertes por todas partes. En los cotidianos azares de la presente vida, mientras dure la incertidumbre sobre cuál de ellas le sobrevendrá, yo me pregunto si no será preferible pasar una, muriendo antes, que tener encima la amenaza de todas viviendo. No ignoro con qué facilidad elegimos vivir largos años bajo el temor de tantas muertes, en lugar de morir de una vez y no temblar ya ante ninguna. Pero una cosa es lo que el sentido carnal, flaco como es, rehúye por miedo, y otra distinta las victorias logradas por el espíritu tras una reflexión profunda y minuciosa. La muerte no debe tenerse como un mal cuando la ha precedido una vida honrada. En rigor, lo que convierte en mala la muerte es lo que sigue a la muerte. De aquí que quienes necesariamente han de morir no deben tener grandes preocupaciones por las circunstancias de su muerte, sino más bien adónde tendrán que ir sin remedio tras el paso de la muerte. Los cristianos saben que fue incomparablemente mejor la muerte de aquel piadoso pobre, en medio de los perros que le lamían, que la del rico impío, entre su púrpura y su lino20. ¿En qué han podido entonces perjudicar, a los difuntos que han vivido sin tacha, las formas horrendas de morir?.


CAPÍTULO XII

De nada priva a los cristianos el dejar sus cadáveres insepultos

1. Tal era el montón de cadáveres -objetan-, que ni sepultarlos pudieron. Pues bien, tampoco a esto le tiene demasiado miedo una fe auténtica. Los servidores de Cristo recuerdan lo que fue anunciado, que ni siquiera las bestias devoradoras serán obstáculo a la resurrección de los cuerpos: no se perderá un cabello de su cabeza21. De ningún modo hubiera dicho la Verdad: No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, y no pueden matar el alma22, si fuera obstáculo para la vida futura lo que se les antojase hacer con sus cuerpos a los enemigos de los caídos. No se empeñará ningún insensato en sostener: «Antes de morir no debemos tener miedo a quienes matan el cuerpo, pero sí que impidan la sepultura del cadáver». En ese caso sería falso lo que dice Cristo: Los que matan el cuerpo, y luego ya no tienen más que hacer23, si pudieran hacer algo tan importante con el cadáver. ¡Lejos de nosotros dudar lo afirmado por la Verdad! Dijo, en efecto, que algún daño sí causaban al matar, dado que el cuerpo tiene sensaciones en ese instante. Después ya no tienen nada que hacer: el cadáver está totalmente insensible.

   A muchos cuerpos de cristianos no se les dio tierra, es verdad. Pero a nadie han logrado expulsar de los espacios del cielo y tierra, llenos como están de la presencia de Aquel que conoce de dónde hará surgir, por la resurrección, lo que Él mismo creó. Cierto que se dice en el salmo: Echaron los cadáveres de tus siervos en pasto a las aves del cielo, y la carne de tus fieles a las fieras de la tierra. Derramaron su sangre como agua en torno a Jerusalén, y nadie la enterraba24. Pero estos términos son más para resaltar la crueldad de los autores que el infortunio de las víctimas. Porque, aunque estos horrores parezcan duros y crueles a los ojos humanos, sin embargo, preciosa es a los ojos de Dios la muerte de sus fieles25.

   Por consiguiente, todo lo tocante a las honras fúnebres, a la calidad de la sepultura o a la solemnidad del entierro constituye más un consuelo de vivos que un alivio de los difuntos. Si al hombre sin religión le sirve de provecho una costosa sepultura, al piadoso le sería una desventaja la ordinaria, o el no tener ninguna. Brillantes funerales a los ojos humanos le brindó la muchedumbre de sus servidores al famoso rico purpurado. Pero mucho más deslumbrantes ante el Señor le ofreció al pobrecillo ulceroso el ejército de los ángeles, quienes no lo colocaron en un alto y marmóreo túmulo, sino que lo depositaron en el regazo de Abrahán.

2. De todo esto se burlan aquellos contra quienes he emprendido la apología de la ciudad de Dios. Sin embargo, también sus filósofos han mostrado desprecio por el cuidado de su sepultura. Y hasta ejércitos enteros, al entregar su vida por la patria terrena, no se preocupaban del lugar de su reposo ni por qué fieras habían de ser devorados. Bien han podido decir algunos poetas con aplausos de sus lectores: «A quien le falta urna, el cielo le sirva de cobertura». ¡Tanto menos deben zaherir a los cristianos por los cadáveres insepultos cuanto que la restauración de su carne y de todos sus miembros está prometida no solamente a partir de la tierra, sino desde el seno más secreto de los demás elementos en que se hayan podido convertir los cadáveres al disiparse! En un instante volverán a su integridad26.


CAPÍTULO XIII

Motivos para dar sepultura a los cuerpos de los santos

   De lo dicho no se deduce que hayamos de menospreciar y abandonar los cuerpos de los difuntos, sobre todo los de los santos y los creyentes, de quienes se sirvió el Espíritu Santo como de instrumentos y receptáculos de toda clase de buenas obras. Si las vestiduras del padre y de la madre, o su anillo y recuerdos personales, son tanto más queridos para los descendientes cuanto mayor fue el cariño hacia ellos, en absoluto se debe menospreciar el cuerpo con el cual hemos tenido mucha más familiaridad e intimidad que con cualquier vestido. Es el cuerpo algo más que un simple adorno o un instrumento: forma parte de la misma naturaleza del hombre. De aquí que los entierros de los antiguos justos se cuidaran como un deber de piedad; se les celebraban funerales y se les proporcionaba sepultura27. Ellos mismos en vida dieron disposiciones a sus hijos acerca del sepelio o el traslado de sus cuerpos28. Se prodigan elogios a Tobías, que por enterrar a los muertos, según el testimonio de un ángel, alcanzó merecimientos ante Dios29. Y el Señor en persona, que había de resucitar al tercer día, elogia como buena la acción de aquella piadosa mujer, y quiere que sea divulgada como tal: el haber derramado el exquisito perfume sobre sus miembros con vistas a la sepultura30. Con elogio se cita en el Evangelio a quienes pusieron delicadeza en bajarlo de la cruz, lo envolvieron respetuosamente y lo colocaron en el sepulcro31.

   Todos estos textos, sin embargo, tan autorizados, no nos quieren insinuar que exista sensación alguna en los cadáveres. Más bien nos indican que la divina Providencia se interesa también por los cuerpos de los difuntos y que se complace en todos estos deberes de piedad para con ellos, porque van reafirmando nuestra fe en la resurrección. Aquí se nos da también otra saludable lección sobre la gran recompensa que nos aguarda por las limosnas ofrecidas a quienes tienen vida y sensibilidad, puesto que ante Dios no caerán en el vacío las delicadezas derrochadas en nuestras obligaciones con los miembros ya sin vida de los humanos.

   Otras disposiciones hay también de los santos patriarcas, conscientemente pronunciadas como portadoras de un contenido profético, acerca de la sepultura o traslado de sus cuerpos, pero no es éste el lugar adecuado para tratarlo. Es suficiente con lo expuesto.

   En lo referente a los bienes indispensables de los vivos, como pueden ser el alimento y el vestido, si bien es cierto que su falta les causa una grave molestia, así y todo no les hace a los buenos rendirse en su fortaleza ante el sufrimiento ni les arranca de raíz su religiosidad, sino que la vuelve más fecunda por más experimentada. ¡Cuánto menos han de sentirse desgraciados estos justos si les llegan a faltar los cuidados que se suelen emplear en los funerales y en el entierro de los cuerpos difuntos, estando ya ellos en la paz de las escondidas moradas de los santos! Por eso, cuando en el saqueo de Roma, o de cualquier otra ciudad, les han faltado a los cadáveres de los cristianos estas atenciones, ni fue culpa de los vivos, que no podían hacerlo, ni constituyó una desgracia para los difuntos, que no podían sentirlo.


CAPÍTULO XIV

Los santos, durante su cautiverio, no carecieron nunca de las divinas consolaciones

   Se pone esta objeción: gran número de cristianos fueron conducidos al cautiverio. Del todo lamentable sería si los hubieran logrado conducir a donde no fuesen capaces de encontrar a su Dios. Ahí están las santas Escrituras: en ellas se encuentra gran consuelo, incluso en medio de tales calamidades. Cautivos estuvieron los tres jóvenes, cautivo estuvo Daniel y lo estuvieron otros profetas. Y Dios no cesó de ser su consuelo. No abandonó a sus fieles bajo la dominación de una raza, bárbara, sí, pero humana, el que no había abandonado tampoco al profeta dentro de las entrañas de una bestia32. Prefieren nuestros adversarios burlarse también de esto antes que creerlo. Pero también ellos, en sus escritos, creen que Arión de Metimna, célebre citarista, arrojado de una nave, fue recibido a lomos de un delfín, alcanzando así la costa. Sí, nuestra narración sobre el profeta Jonás es más increíble. Efectivamente, más increíble cuanto más maravillosa, y tanto más maravillosa cuanto mayor poder muestra.


CAPÍTULO XV

   El caso de Régulo, un ejemplo de cautividad voluntaria, tolerada por motivos religiosos. No obstante, de nada le sirvió el culto a los dioses

1. Tienen nuestros adversarios, entre sus más relevantes personalidades, un ejemplo magnífico de cautividad voluntaria sufrida por motivos religiosos. Marco Atilio Régulo, general romano, estuvo cautivo de los cartagineses. Éstos preferían la devolución de sus propios prisioneros antes que retener en su poder a los cautivos romanos. Envían, pues, a Régulo con sus embajadores a Roma, con objeto, ante todo, de conseguir este canje. Pero antes le hacen jurar que si no lo conseguía, debía él volver a Cartago. Allá se fue, y, como estaba persuadido de la desventaja para Roma de este cambio de prisioneros, convenció al Senado para no realizarlo. Terminada su exhortación, nadie de sus compatriotas le obligó a volver al enemigo. Pero como había comprometido su palabra, la cumplió espontáneamente. Los cartagineses le quitaron la vida entre las más refinadas y horrendas torturas: metiéronle en un estrecho cajón, donde por fuerza tenía que estar de pie. En él clavaron agudas puntas por todas partes, de modo que no se pudiera apoyar sin atroces dolores. Así terminaron con él a fuerza de vigilias.

   Con toda justicia se alaba un valor que sobrepasa tamaño infortunio. Notemos que Régulo había jurado por los dioses, cuya prohibición de darles culto atrajo, dicen, todas estas calamidades al género humano. Ahora bien, si estos dioses, a quienes se daba culto con miras a obtener la prosperidad en la vida presente, han querido o permitido la aplicación de tales penas a quien se mantuvo fiel a su juramento, ¿qué castigos, aún más duros, no habrán podido infligir en su enojo con el reo de perjurio? ¿Y por qué no he de sacar la misma conclusión de ambas hipótesis? Ciertamente, su culto a los dioses llegó hasta el punto de no quedarse en su patria ni de buscar refugio en lugar alguno. Al contrario, volvió de nuevo, y sin la menor vacilación, a sus enemigos más encarnizados. Todo en virtud de la fidelidad al juramento prestado.

   ¿Tenía él como beneficiosa para la vida presente esta su resolución? Si es así, se engañaba por completo, al tener como recompensa un tan horrendo desenlace. Su ejemplo nos ha puesto de manifiesto que los dioses de nada sirven a sus devotos en relación con el bienestar temporal. El testimonio lo tenemos en Régulo: a un hombre, entregado a su culto, lo vemos derrotado y conducido cautivo. Y precisamente porque en su conducta no quiso más que ser fiel al juramento hecho en su nombre, fue exterminado con un horrible suplicio, nuevo en su especie y sin precedentes.

   Supongamos, por otra parte, que el culto a los dioses otorga como recompensa la felicidad de la vida futura: ¿a qué viene levantar contra el cristianismo la calumnia de que le sobrevino a Roma tal desgracia por dejar de dar culto a sus dioses? ¿No podría haber sido tan desgraciada como lo fue el famoso Régulo, aun cuando pusiera el máximo cuidado en honrarlos? Porque nadie tan tercamente se empeñará en sostener la felicidad como segura para una ciudad entera, fiel al culto de sus dioses, mientras no está asegurada para un hombre solo. Es decir, que el poder de sus dioses sea más adecuado para salvar colectividades que individuos. Pero ¿acaso las colectividades no están formadas de individuos?

2. Podrá argüirse todavía que Marco Régulo, en medio de su cautiverio y de tales tormentos físicos, pudo conservar su felicidad gracias a la virtud de su espíritu. Que busquen entonces una virtud que haga posible la felicidad de una ciudad entera. Es evidente que el bienestar de la ciudad no procede de una fuente distinta que el bienestar del individuo, puesto que la ciudad no es otra cosa que una multitud de hombres en mutua armonía. Ahora no entro en cuestión sobre la naturaleza de la virtud de Régulo. Baste, de momento, dejar claro que este alto ejemplo les obliga a reconocer a los paganos que su culto a los dioses no es con miras a los bienes corporales, o a las cosas externas al hombre: ahí está Régulo, que prefirió carecer de todas ellas antes que ofender a los dioses en cuyo nombre había jurado. Pero ¿qué haremos con unos individuos en este dilema: por un lado se glorían de haber tenido un tan ilustre compatriota, y por otro temen que la ciudad siga su ejemplo? Porque, si no tienen este temor, confiesan que una desgracia parecida a la de Régulo le puede suceder a cualquier ciudad que se esmera en dar culto a los dioses... y se dejen ya de levantar calumnias contra el cristianismo.

   Pero volvamos a la cuestión antes surgida acerca de los cristianos hechos cautivos. Al considerar este hecho, guarden silencio ellos, que de aquí toman pie para mofarse, indecentes e imprudentes, de la religión más saludable. Si no fue un desdoro para sus dioses el que su más celoso adorador, por ser fiel a su juramento, renunció a la única patria que tenía, y, cautivo de sus enemigos, perdió la vida con torturas de inaudita crueldad en medio de una prolongada agonía, mucho menos hay que culpar al nombre cristiano por la cautividad de sus santos: esperaron con una fe sin vacilaciones la patria celestial y se reconocieron peregrinos aun en sus propios hogares33.


CAPÍTULO XVI

La violación de las vírgenes consagradas en el transcurso de su cautividad,  ¿habrá contaminado la virtud del espíritu sin consentimiento voluntario?

   Creen los infieles arrojar contra los cristianos un enorme delito cuando, al decantar su cautiverio, añaden las violaciones cometidas, no sólo con mujeres casadas y con doncellas casaderas, sino también con religiosas consagradas. Llegados a este punto, no es la fe, no es la piedad, no es la virtud misma, llamada caridad; es nuestro propio pensamiento el que de algún modo se encuentra en aprietos entre el pudor y la razón. No nos preocupamos aquí solamente de dar una respuesta a los extraños cuanto de proporcionar consuelo a nuestros hermanos en la fe.

   Quede bien sentado en primer lugar que la virtud, norma del bien vivir, da sus órdenes a los miembros corporales desde su sede, el alma, y que el cuerpo se santifica siendo instrumento de una voluntad santa. Si ésta permanece inquebrantable y firme, aunque algún extraño obrase con el cuerpo o en él a su antojo acciones que no se podrían evitar sin pecado propio, no hay culpa en la víctima. Ahora bien, como no sólo se pueden conseguir en un cuerpo ajeno efectos dolorosos, sino también excitar deleite carnal, cuando esto pudiera suceder, no por eso se logró arrancarle al alma su pureza defendida valientemente, aunque el pudor sí quedase turbado. No se vaya a creer consentido por la voluntad más íntima lo que tal vez no ha sucedido sin algún deleite carnal.


CAPÍTULO XVII

La muerte voluntaria por miedo al dolor o a la deshonra

   ¿Qué corazón humano se negará a disculpar a las mujeres que se suicidaron para evitar un ultraje de esta clase? Y si alguien quisiera acusar a las restantes de no haberse quitado la vida para evitar con este pecado el delito ajeno, él mismo no se quedará sin la acusación de estupidez. Sabemos que no existe ley alguna que permita quitar la vida, incluso al culpable, por iniciativa privada, y, por tanto, quien se mata a sí mismo es homicida. Y tanto más culpable se hace al suicidarse cuanto más inocente era en la causa que le llevó a la muerte.

   Concedamos con razón el hecho de Judas: la Verdad manifiesta que, al suspenderse de un lazo, más bien aumentó que expió la felonía de su traición. En efecto, desesperando de la divina misericordia con mortales remordimientos, cerró para sí todo camino de una penitencia salvadora34. Pues bien, ¡cuánto más debe abstenerse del suicidio quien no tiene culpa alguna que castigar en tal suplicio! Porque Judas, al matarse, mató a un delincuente, y a pesar de todo acabó su propia vida no solamente reo de la muerte de Cristo, sino de la suya propia. Se suicidó por su propio crimen, pero, además, añadió un segundo crimen.

   ¿Por qué, pues, el hombre que no ha hecho mal alguno se lo va a causar a sí mismo? ¿Por qué con su propia muerte va a ejecutar a un inocente, por no sufrir a un culpable? ¿Va a cometer en su persona un pecado para evitar que en ella se cometa otro ajeno?


CAPÍTULO XVIII

La violencia y la pasión carnal ajenas, sufridas en el cuerpo de la víctima contra su voluntad

1. Se tiene miedo, sin duda, de que a uno le mancille la pasión carnal, incluso ajena. Nunca le mancillará si es ajena, y si le mancilla, no será ajena. Pero la pureza es una virtud del espíritu, y tiene por compañera la fortaleza, que le da coraje para aguantar cualesquiera males antes que consentir el mal. Por otra parte, nadie, por paciente y pudoroso que sea, tiene en su mano el disponer de su propia carne: únicamente es dueño de consentir o de rechazar en su espíritu. Según esto, ¿admitirá algún hombre de sano juicio que se pierde la castidad si se da el caso de que en su propia carne, tomada por la fuerza, tienen lugar actos, incluso consumados, de una pasión carnal extraña?

   Si por esta razón fenece la pureza, entonces ya no es una virtud del espíritu, y no formaría parte de aquellos bienes que constituyen una conducta intachable. Se la contaría solamente entre los bienes del cuerpo, tales como el vigor, la belleza, la buena salud y otros por el estilo. Estas cualidades, aunque llegaran a disminuir, de ninguna manera menguarían la honradez y la justicia de una vida. Si la castidad fuera un bien de este orden, ¿a qué viene el esforzarse para no perderla hasta con peligro del cuerpo? Pero si es un bien del espíritu, no se pierde ni aun con la violencia del cuerpo. Más aún, cuando la santa continencia resiste el asalto impuro de las concupiscencias carnales, hasta el mismo cuerpo queda santificado. Si persiste en una decisión sin fisuras de no ceder a sus solicitudes, no se mengua la santidad ni siquiera del cuerpo, puesto que sigue en pie la voluntad y, en cuanto está de su parte, también la posibilidad de utilizarlo santamente.

2. No se crea que el cuerpo es santo porque conserva la integridad de sus miembros o la exención de todo contacto físico, dado que por diversas causas pueden sufrir atentados o violencias. Los médicos, a veces, por razones de salud, practican actos que repugnarían a la vista. Parece ser que una comadre, en la comprobación de la integridad de una doncella con la mano, sea por mala voluntad, sea por impericia o accidentalmente, se la destruyó en esta inspección. No creo a nadie de tan poco seso como para pensar en alguna mengua de santidad en tal doncella, incluso de la corporal, aunque haya perdido la integridad de esa parte. Cuando el espíritu se conserva firme en el propósito que le ha merecido la santificación incluso corporal, no se la arrebata la violencia pasional ajena. Está muy custodiada por la propia continencia.

   Supongamos, por el contrario, que una mujer, interiormente corrompida, viola la promesa hecha a Dios y se va a buscar a su seductor para entregarse a la pasión viciosa; ¿diremos que conserva, mientras va de camino todavía, la santidad corporal, habiendo perdido y destrozado la santidad de su espíritu que hacía santo al cuerpo? Lejos de nosotros semejante error.

   Saquemos más bien de lo dicho la siguiente conclusión: la santidad del cuerpo, aun en el caso de violencia, no se pierde si permanece la santidad del espíritu; y al revés: desaparece, aunque el cuerpo quede intacto, si se pierde la santidad del espíritu. Se deduce de aquí que no hay razón alguna para castigarse a sí misma con el suicidio la mujer profanada violentamente y víctima de un pecado ajeno. Mucho menos si es antes de la agresión. ¿Por qué vamos a consentir un homicidio cierto, cuando aún es incierto el delito mismo, por más que sea ajeno?


CAPÍTULO XIX

El caso de Lucrecia, suicidada por la deshonra en ella cometida

1. Hemos expuesto que, cuando se da opresión corporal sin que haya cambiado hacia el mal, en lo más íntimo, la resolución de mantener la castidad, la torpeza recae únicamente sobre quien logró satisfacer la pasión carnal con violencia, nunca sobre quien cayó, contra su voluntad, bajo la violencia pasional. ¿Tendrán la osadía de contradecir un tan evidente raciocinio estos individuos, en contra de los cuales salimos en defensa de la santidad corporal y espiritual de las mujeres cristianas violentadas en el cautiverio?

   Son ellos quienes ponen por las nubes la castidad de Lucrecia, noble matrona de la antigua Roma. El hijo del rey Tarquinio hizo presa lasciva en su cuerpo con violencia. Ella delató este crimen del desvergonzado joven a su marido, Colatino, y a Bruto, pariente suyo, ambos del más alto rango y valor, haciéndoles prometer venganza. Luego, incapaz de soportar la amargura de un tal deshonor cometido en su persona, se quitó la vida.

   ¿Qué diremos ante este caso? ¿Qué veredicto le damos: es adúltera o casta? ¿Merecerá la pena gastar energías en esta discusión? Con toda elegancia y exactitud dijo un declamador: «¡Oh maravilla; dos hubo, y sólo uno cometió adulterio!». Afirmación espléndida y justísima. Tiene en cuenta, en la unión de los dos cuerpos, el sucio apetito de uno y la más casta voluntad de la otra. Se fija no en cuánto se han unido los miembros corporales, sino cuánto se han separado las intenciones. Por eso dice: «Dos hubo, y sólo uno cometió adulterio».

2. Pero ¿qué es esto? ¿Recae la venganza con más rigor sobre quien no cometió adulterio? Porque el joven aquel fue arrojado de la patria juntamente con su padre; en cambio, Lucrecia recibió el supremo castigo. Si no hay lascivia cuando una víctima es violentada, tampoco hay justicia cuando una mujer casta sufre castigo. ¡A vosotros apelo, leyes y jueces de Roma! Vosotros, que después de cometerse un crimen nunca habéis permitido que el reo sea impunemente ejecutado sin que preceda condena judicial. Si alguien presentase ante vuestro tribunal este delito, y quedase probado no solamente que ha sido asesinada una mujer sin previa condena, sino que lo ha sido una mujer casta e inocente, ¿no le aplicaríais rigurosamente al autor la pena proporcionada? Pues bien, esto es lo que ha hecho la famosa Lucrecia. Aquella, sí, aquella tan decantada Lucrecia mató a una Lucrecia inocente, casta y, para colmo, víctima de la violencia. ¡Dictad sentencia! ¿Quizá no os es posible al no sobrevivir la reo para aplicarle el castigo? Entonces, ¿a qué vienen esos panegíricos exaltando a la homicida de una inocente y casta?

   Seguramente que no vais a tener argumentos para defenderla, ante los jueces de los infiernos, aunque éstos sean como nos cantan vuestros poetas en sus versos. Estará, sin duda, entre aquellos «que, siendo inocentes, con sus propias manos se dieron muerte y exhalaron sus vidas renegando de la luz». Y cuando ella intenta volver a la tierra, «el destino lo impide, y la siniestra y repugnante laguna la mantiene sujeta a su marea».

   ¿O tal vez no se encuentra allá por haber acabado con su vida no inocente, sino consciente de su maldad? ¿Y si suponemos -cosa que sólo ella podía saber- que después del violento ataque de aquel joven, arrastrada ella de su propio placer, consintió, y su dolor fue tan grande que decidió expiarlo en sí misma con la muerte? Aunque así hubiera sido, no debió quitarse la vida, si es que había posibilidad de hacer ante sus dioses falsos una saludable penitencia. En este caso, es falso aquello de «dos hubo, y sólo uno cometió adulterio». Más bien ambos cometieron adulterio: el uno con evidente irrupción, y la otra con oculta aprobación. No se suicidó siendo inocente, y pueden decir los escritores que salen en su defensa que no está en las moradas infernales entre «los que, siendo inocentes, con sus propias manos se dieron muerte». Pero así resulta que el presente caso se ve coartado por ambos extremos: si disculpamos el homicidio, estamos realzando el adulterio, y si atenuamos el adulterio, agravamos el homicidio. No hay salida posible: si es adúltera, ¿por qué se la ensalza? Y si es casta, ¿por qué se suicidó?

3. Pero a nosotros, para confundir a esta gente alejada de toda consideración de santidad que insultan a las mujeres violadas en el cautiverio, nos basta, en el ejemplo tan noble de esta mujer, con lo dicho entre sus más gloriosas alabanzas: «Dos hubo, y sólo uno cometió adulterio». Por tan íntegra tenían a Lucrecia, que la creyeron incapaz de macularse con un consentimiento adulterino.

   El hecho de darse muerte por ser la víctima de un adúltero, sin ser adúltera, no es amor a la castidad, sino debilidad de la vergüenza. Se avergonzó, en efecto, de la torpeza ajena, en su cuerpo cometida, aunque sin su complicidad. Como mujer romana que era, celosa en demasía de su gloria, tuvo miedo de que la violencia sufrida durante su vida la gente la interpretase como consentida, si seguía viviendo. Esta razón la movió a presentar a los ojos de los hombres aquel castigo como testimonio de su intención, ya que no podía mostrarles lo secreto de su conciencia. La llenó de vergüenza la idea de creerse cómplice en un pecado cometido, sí, por otro en ella, pero tolerado por ella pacientemente.

   No fue éste el proceder de las mujeres cristianas, que, a pesar de haber padecido situaciones semejantes, continúan viviendo. No tomaron en sí mismas venganza de un pecado ajeno para no añadir su propio delito. Esto hubiera sucedido si los enemigos, cometiendo violaciones y dando rienda suelta en sus cuerpos a las pasiones bajas, ellas, por vergüenza, hubiesen cometido homicidio en sí mismas. Tienen, ciertamente, en lo íntimo de su ser, la gloria de la castidad y el testimonio de su conciencia. Lo tienen a los ojos de Dios, y no buscan nada más. Les basta esto para un recto proceder, no sea que, al querer evitar sin justificación la herida de la sospecha humana, se desvíen de la autoridad de la ley divina.


CAPÍTULO XX

No existe potestad alguna capaz de autorizar a los cristianos el quitarse la vida

   Resulta imposible encontrar en los santos libros canónicos pasaje alguno donde se preceptúe o se permita el inferirnos la muerte a nosotros mismos, sea para liberarnos o evitar algún mal, sea incluso para conseguir la inmortalidad misma. Al contrario, debemos ver prohibida esta posibilidad donde dice la Ley: No matarás, sobre todo al no haber añadido «a tu prójimo», como al prohibir el falso testimonio dice: No darás falso testimonio contra tu prójimo35. Con todo, si uno diese un falso testimonio contra sí mismo, que no se crea libre de este delito. Porque la norma de amar al prójimo la tiene en sí mismo el que ama, según aquel texto: Ama al prójimo como a ti mismo36.

   Ahora bien, no sería menos reo de falso testimonio quien lo levantara contra sí mismo que quien lo hiciera contra el prójimo. Pero si, en el precepto que prohíbe el testimonio falso, esta prohibición se limita sólo al prójimo, y en una visión equivocada alguien puede entender que le está permitido presentarse como falso testigo contra sí mismo, ¡con cuánta mayor fuerza se ha de considerar prohibido al hombre el quitarse la vida, ya que en el texto no matarás, sin más añadiduras, nadie se puede considerar exceptuado, ni siquiera el que recibe el mandato!

   Por el mismo criterio han querido algunos ver extendido este precepto hasta las fieras y los animales domésticos, viéndose por él impedidos de matar a ninguno de ellos. ¿Y por qué no también las plantas, y todo lo que, arraigado en el suelo, se nutre por la raíz? 30 Pues de estas especies de seres, aunque no sientan, decimos que tienen vida, y, por tanto, son capaces de morir, y de ser muertas, empleando la violencia. De aquí que el Apóstol, hablando de las semillas de las plantas, dice: Lo que tú siembras no cobra vida si antes no muere37; y leemos en el salmo: Aplastó con granizo sus viñedos38. Es decir, que, según esto, al oír no matarás, ¿tenemos como un delito arrancar un matorral, y, con la mayor de las locuras, damos nuestro beneplácito al error de los maniqueos? Alejemos, en fin, estos devaneos, y cuando leamos no matarás, no incluiremos en esta prohibición a las plantas, que carecen de todo sentido; ni a los animales irracionales, como las aves, los peces, cuadrúpedos, reptiles, diferenciados de nosotros por la razón, ya que a ellos no se les concedió participarla con nosotros (esto hace que, por justa disposición del Creador, su vida y su muerte estén a nuestro servicio). Así que, por exclusión, aplicaremos al hombre las palabras no matarás, entendiendo: ni a otro ni a ti, puesto que quien se mata a sí mismo mata a un hombre.


CAPÍTULO XXI

Casos de ejecuciones humanas que se exceptúan del crimen de homicidio

   Hay algunas excepciones, sin embargo, a la prohibición de no matar, señaladas por la misma autoridad divina. En estas excepciones quedan comprendidas tanto una ley promulgada por Dios de dar muerte como la orden expresa dada temporalmente a una persona. Pero, en este caso, quien mata no es la persona que presta sus servicios a la autoridad; es como la espada, instrumento en manos de quien la maneja. De ahí que no quebrantaron, ni mucho menos, el precepto de no matarás los hombres que, movidos por Dios, han llevado a cabo guerras, o los que, investidos de pública autoridad, y ateniéndose a su ley, es decir, según el dominio de la razón más justa, han dado muerte a reos de crímenes.

   El mismo Abrahán no solamente está libre del delito de crueldad, sino que es elogiado con el título de piadoso por querer ejecutar a su hijo no criminalmente, sino por obediencia39. En el caso de Jefté surge la duda de si habrá que tomar la orden como divina. Jefté dio muerte a su hija por ser ella quien salió corriendo a su encuentro. En efecto, él había hecho voto de inmolar a Dios lo primero que le saliese al encuentro a su vuelta victoriosa de la batalla40. Tampoco Sansón queda excusado de haberse sepultado a sí mismo con sus enemigos en el derrumbamiento de la casa, a no ser porque el Espíritu Santo, que hacía milagros por su medio41, se lo ordenara interiormente.

   Pues bien, fuera de estos casos, en los que se da la orden de matar, sea de forma general por una ley justa, sea de un modo particular por la misma fuente de la justicia, Dios, el que mate a un hombre, trátese de sí mismo o de otro cualquiera, contrae crimen de homicidio.


CAPÍTULO XXII

La muerte voluntaria nada tiene que ver con la fortaleza de ánimo

1. Todos los que han cometido consigo mismos este crimen tal vez sean dignos de admiración por su fortaleza de ánimo, mas no por la cordura de su sabiduría. Aunque razonado con más detención, ni siquiera fortaleza de ánimo la podemos llamar, porque se han dado la muerte al no poder soportar una situación dolorosa o pecados de otras personas. Más bien nos encontramos aquí con un alma débil, incapaz de soportar la dura servidumbre de su cuerpo o la opinión necia de la gente. Mucho más esforzado debemos llamar al ánimo dispuesto a pasar una vida penosa, antes que a huir de ella, fiado en la certeza de una conciencia limpia, así como a despreciar la opinión de los hombres, máxime del vulgo, que casi siempre está envuelta en la sombra del error.

   Si un hombre se convierte en esforzado de ánimo cuando se produce a sí mismo la muerte, es obligatorio incluir en ellos a Teómbroto. Dicen que tras la lectura de un libro de Platón, en el que se trataba de la inmortalidad del alma, se arrojó desde un muro, pasando así de esta vida a aquélla, que él creía mejor. Ningún peso de infortunio o de crimen, verdadero ni falso imposible de soportar, le inducía a suicidarse. Únicamente la grandeza de ánimo le bastó para abrazar la muerte y romper los suaves lazos de esta vida. El mismo Platón, a quien acababa de ver, pudo ser testigo de que la hazaña participaba más de lo grande que de lo bueno. Sin lugar a dudas, él mismo lo habría realizado en primer lugar y por encima de todo, incluso lo habría ordenado. Pero con la misma clarividencia con que intuyó la inmortalidad del alma, se dio cuenta de que esta acción no era jamás recomendable; es más, debía prohibirse.

2. Pero lo cierto es que muchos se quitaron la vida para no caer en manos de los enemigos. No preguntamos ahora si esto se realizó, sino si esto debió haberse realizado. El sano juicio debe ser antepuesto a los ejemplos. Son éstos los que están de acuerdo con aquél, y son tanto más dignos de imitación cuanto son de una religiosidad más excelente. No se han dado muerte los Patriarcas, ni los Profetas, ni los Apóstoles, ya que Cristo, en la advertencia de huir de una ciudad a otra en tiempos de persecución42, les pudo aconsejar que muriesen a sus propias manos antes de caer en las del perseguidor. Cristo ni ordenó ni aconsejó que los suyos partiesen así de esta vida: él mismo prometió que a los que partían de aquí les prepararía unas moradas eternas43. Así que, por más ejemplos que pongan en contra los gentiles, desconocedores de Dios, el suicidio es claramente ilícito para quienes dan culto al único Dios verdadero.


CAPÍTULO XXIII

Importancia del ejemplo de Catón, que se suicidó  no pudiendo soportar la victoria de César

   A pesar de todo, fuera del caso de Lucrecia, de quien ya hemos hablado arriba lo bastante, a nuestro parecer, no encuentran los paganos autoridades que puedan aducir, de no ser el famoso Catón, que se dio muerte en Útica. Y no porque falten otros que hayan realizado esto mismo, sino por la fama que tenía de hombre sabio y honrado, hasta el punto de creer fundadamente que se le ha podido o se le puede imitar en este punto con rectitud de conciencia. ¿Qué voy a decir yo como lo más relevante de esta acción? Que sus amigos, algunos de ellos hombres cultos, le disuadían con toda prudencia de consumar el suicidio, y opinaban que su hazaña más bien era propia de un espíritu cobarde que valeroso al quedar patente en ella que no se trataba del honor que pretende evitar la deshonra, sino de la debilidad que no es capaz de soportar la adversidad.

   Así pensó el mismo Catón con respecto a su hijo muy querido. Y si era vergonzoso vivir humillado por la victoria de César, ¿por qué se convierte él en provocador de una tal vergüenza para su hijo, mandándole que lo espere todo de la benignidad de César? ¿Por qué no le arrastró consigo a la muerte? Y si Torcuato ejecutó a su hijo con general aplauso, aquel hijo que, en contra de sus órdenes, luchó contra el enemigo quedando incluso victorioso, ¿cómo es que Catón, que no se perdonó a sí mismo, vencido él, perdonó a su hijo también vencido? ¿Era acaso más deshonroso quedar vencedor en contra del mandato que soportarlo en contra del honor? Catón no ha tenido por deshonroso vivir sometido al vencedor César. En ese caso, lo habría liberado de tal deshonra con su espada paterna. Entonces, ¿por qué? No por otra causa que ésta: todo el amor que tuvo a su hijo, para quien esperó y quiso la clemencia de César, lo tuvo de envidia o -por usar un término más benigno- de pundonor ante la gloria que podía constituir para César otorgarle el perdón, según testimonio -dicen- del propio César.


CAPÍTULO XXIV

Régulo, más valeroso que Catón. Los cristianos superan a ambos

   No quieren nuestros adversarios que por encima de Catón pongamos al santo varón Job, que prefirió sufrir tan horrendos males en su carne antes que librarse de todos sus tormentos infiriéndose la muerte; ni tampoco a otros santos, que, según el testimonio de nuestras Escrituras, de tanto peso por su gran autoridad y dignas de todo crédito, eligieron soportar la cautividad o la tiranía del enemigo antes que proporcionarse la muerte a sí mismos. Yo, por sus escritos, prefiero a Marco Régulo antes que a Marco Catón. En efecto, Catón no había nunca vencido a César, y, una vez vencido por él, le pareció indigno someterse. Para evitarlo, eligió quitarse la vida.

   Régulo, por el contrario, tenía vencidos ya a los cartagineses. Como buen romano que era, había conquistado para Roma, siendo general, una victoria no luctuosa para sus compatriotas, sino gloriosa sobre sus enemigos. Vencido por ellos más tarde, prefirió sufrirlos como su esclavo antes que librarse de ellos con la muerte. De este modo conservó bajo la opresión de los cartagineses la entereza, y por amor de los romanos la constancia, no sustrayendo su cuerpo vencido a los enemigos ni su ánimo invicto a sus compatriotas.

    Por otra parte, el hecho de no querer suicidarse no fue por amor a esta vida. Prueba de ello es que, para cumplir el juramento hecho, embarcó, sin vacilar un momento, rumbo a los mismos enemigos, ofendidos más gravemente por su discurso ante el Senado que por las armas en la guerra. Consiguientemente, un tan ilustre despreciador de esta vida, al elegir el fin de sus días a manos de sus encarnizados enemigos entre sabe Dios qué tormentos antes que causarse la muerte, tuvo por un gran crimen, sin género de dudas, el producirse el hombre a sí mismo la muerte. Entre todos sus hombres honorables e ilustres por su intachable proceder, los romanos no nos muestran otro mejor: ni con la prosperidad cayó en la corrupción, puesto que vivió paupérrimo a pesar de haber logrado una tan alta victoria, ni tampoco cayó en el abatimiento con la desgracia, puesto que volvió intrépido hacia tamañas torturas.

   He aquí cómo los más valientes y famosos defensores de la patria terrena adoraban sin hipocresía a los dioses, y, aunque falsos, juraban por ellos con toda sinceridad. Pues bien, éstos, que en virtud del derecho de guerra y por costumbre tenían la potestad de inmolar a sus enemigos vencidos, encontrándose ellos en esta situación, no quisieron inmolarse a sí mismos. Sin ningún miedo a la muerte, prefirieron soportarlos como dueños de sus vidas antes que causarse la muerte. ¿Con cuánta mayor razón los cristianos, adoradores del Dios verdadero y que aspiran a una patria celeste, han de contenerse ante el delito de homicidio, si una disposición divina los pone temporalmente bajo el yugo de los enemigos, con objeto de probarlos o corregirlos? Además, no los abandona en una tal humillación Él, que, siendo el Altísimo, por ellos tanto se humilló. Y ninguna potestad o derecho militar obliga a los cristianos a aniquilar al enemigo vencido. ¿Cómo es que un error tan funesto se ha deslizado en el hombre, que le lleva al suicidio, bien porque un enemigo ha pecado contra él, bien para evitarlo cuando no se atreve a matar al enemigo que ya ha pecado o que se dispone a pecar?


CAPÍTULO XXV

No se debe cometer un pecado para evitar otro

   Con todo -siguen diciendo-, es de temer que el cuerpo, presa de la pasión de un agresor, induzca al alma a consentir en el pecado por un atractivo deleite, y esto hay que evitarlo. Así que no ya por un pecado ajeno, sino por el propio, hay obligación de matarse antes de cometerlo.

   No, de ninguna manera un alma, sujeta más a Dios y a su sabiduría que al cuerpo y a su concupiscencia, consentirá en el placer carnal propio, excitado por el ajeno. Al contrario, si el procurarse el hombre su muerte es un detestable delito y un crimen abominable, como lo proclama la Verdad manifiestamente, ¿quién, en su desatino, llegará a decir: «Vamos a pecar ahora, no sea que pequemos después; cometamos ahora un homicidio, no sea que después caigamos en adulterio»? Pero supongamos que la perversidad llegase hasta el punto de elegir el pecado en lugar de la inocencia: ¿no es mayor la incertidumbre sobre un adulterio futuro que la certeza de un homicidio presente? ¿No sería preferible cometer un desorden reparable por la penitencia antes que un crimen al que no se le deja lugar a un saludable arrepentimiento?

   Digo esto refiriéndome a aquellos o aquellas que para evitar no ya un pecado ajeno, sino el propio, y temiendo el consentimiento de su propia lujuria, excitada por la de otro, cree obligado herirse de muerte a sí mismo. Por lo demás, ¡lejos de un cristiano que se fía de su Dios y que se apoya en su auxilio, poniendo en Él toda su esperanza; lejos, digo, el pensar que una tal alma se rinda a los deleites carnales, sean los que sean, hasta consentir en un pecado torpe! Y si todavía esa rebeldía lujuriosa que habita en los miembros destinados a la muerte se mueve como por propia ley, al margen de nuestra voluntad, ¡cuánto más sucederá esto sin culpa en el cuerpo de quien no consiente, puesto que sin culpa sucede, por ejemplo, en el cuerpo de un dormido!


CAPÍTULO XXVI

Motivos que los santos han debido tener al realizar algo ilícito

   Pero algunas santas mujeres -nos dicen- durante las persecuciones se arrojaron a un río de corriente mortal para no caer en manos de los violadores de su castidad, muriendo de ese modo, y su martirio se celebra con la más solemne veneración en la Iglesia Católica. Sobre este hecho no me atrevo a emitir un juicio precipitado. Ignoro si la autoridad divina, por medio de algunos testimonios dignos de fe, ha persuadido a la Iglesia a honrar de tal modo su memoria. Y puede ser que así haya sucedido. ¿Y si tomaron esta decisión no por error humano, sino por mandato divino, siendo, por tanto, no ya unas alucinadas, sino unas obedientes? Algo así como en el caso de Sansón, del que no es justo pensar de otro modo. En efecto, cuando Dios manda, y muestra sin ambages que es Él quien manda, ¿alguien llamará delito a esta obediencia? ¿Quién acusará esta piadosa disponibilidad? Sin embargo, no pensemos que obra rectamente quien resolviera sacrificar a su hijo porque Abrahán hizo lo mismo con el suyo y es digno de elogio por ello. También el soldado que, obediente a su autoridad legítima, mata a un hombre, por ninguna ley estatal se le llama reo de homicidio. Es más, se le culpa de desertor y rebelde a la autoridad en caso de negarse a ello. Asimismo, si lo hiciera él por su propia cuenta y riesgo, incurriría en delito de sangre. Reo de castigo se hace tanto por matar sin una orden como por no matar después de ella. Y si esto sucede con la autoridad militar, ¡cuánto más bajo la autoridad del Creador! Así que quien ya conoce la no licitud del suicidio, cométalo si recibe una orden de Aquel cuyos mandatos no es lícito despreciar. Con una condición: que haya total certidumbre sobre el origen divino de tal orden.

   Nosotros, por las palabras, barruntamos la conciencia de los demás, sin permitirnos emitir juicios de lo que se nos oculta. Nadie sabe la manera de ser del hombre si no es el espíritu del hombre que está dentro de él44. Lo que decimos, lo que damos por seguro, lo que de todas maneras queremos probar, es esto: nadie tiene el derecho de causarse la muerte por su cuenta, bajo pretexto de librarse de las calamidades temporales, porque caería en las eternas; nadie lo tiene por pecados ajenos, porque empezaría a tener uno propio y gravísimo quien estaba limpio de toda mancha ajena; nadie tiene el mencionado derecho por sus pecados pasados: precisamente por ellos le es más necesaria la vida, para poderlos reparar con la penitencia; nadie lo tiene so pretexto de un deseo de vida mejor, esperada después de la muerte: esta vida no acoge en su seno a los reos de su propia muerte.


CAPÍTULO XXVII

¿Debe desearse la muerte voluntaria por evitar un pecado?

   Queda todavía un motivo, mencionado antes, por el que parecería de utilidad el suicidio, a saber: para evitar la caída en pecado, ya por seducción del deleite carnal, ya por la atrocidad del dolor. Si esta razón la damos por válida, poco a poco nos llevaría a la obligación de aconsejar a los humanos su propia muerte en el momento más oportuno: cuando, ya limpios por el baño santo de la regeneración, hubieran recibido la remisión de todos sus pecados. Es entonces el momento de evitar los pecados futuros, puesto que están borrados todos los pretéritos. En efecto, si la muerte espontánea es una buena obra, ¿por qué no hacerla sobre todo en tal momento? ¿Cómo es que todos los bautizados se perdonan la vida? ¿Cómo es que de nuevo ofrecen su cabeza, ya libre, a tantos peligros de esta vida, teniendo en la mano una solución tan fácil de evitarlos todos con el suicidio? Está escrito: Quien ama el peligro en él caerá45. ¿Y por qué se aman tantos y tamaños peligros o, por lo menos, aunque no se amen, se exponen a ellos al permanecer en esta vida, quien puede lícitamente ausentarse de ella?

   Pero ¿cómo es capaz de trastornar el corazón una perversión tan impertinente y cegarlo ante la verdad? ¡Llegar a pensar que para no caer en pecado bajo la tiranía de alguien tendríamos la obligación de darnos muerte! ¡Y que la vida sería para soportar este mundo, lleno a todas horas de tentaciones, algunas de ellas temibles, dignas de un tirano, y luego las innumerables seducciones restantes, de las que inevitablemente está llena esta vida! ¿Para qué, entonces, perder tiempo en sermones llenos de celo para inflamar a los bautizados en deseos de la integridad virginal, o de la continencia vidual, o de la misma fidelidad conyugal, cuando disponemos de un atajo mucho más práctico y lejos de todo peligro de pecar, como es el poder convencer a todos de que nada más conseguir la remisión de sus pecados, se abracen inmediatamente a la muerte produciéndosela? De esta forma los enviaríamos a Dios mucho más íntegros y puros.

   Pero si se le ocurre a alguien intentarlo o aconsejarlo, no digo ya que desvaría; es que está loco. ¿Con qué cara le podrá decir a una persona: «Mátate, no sea que al vivir en poder de un dueño desvergonzado, de bárbaras costumbres, añadas a tus pecados leves uno grave»? Sería lo mismo que decir, cometiendo un enorme crimen: «Mátate, ahora que tienes perdonados todos tus pecados, no sea que vuelvas a cometerlos de nuevo o aún peores. ¿No ves que vives en un mundo lisonjero, con tantos placeres impuros, enloquecido con tantas crueldades nefandas, hostil con tantos errores y terrores?» Y puesto que hablar así es una inmoralidad, inmoral es el suicidio. Porque si se pudiera dar alguna razón justa para perpetrarlo voluntariamente, sin lugar a dudas que ésta citada sería la más justa de todas. Pero como ni siquiera ésta es justa, ninguna razón lo es.


CAPÍTULO XXVIII

Razones de Dios al permitir que la lujuria del enemigo  pecase contra los cuerpos de las vírgenes

1. No sintáis fastidio de vuestra vida, fieles a Cristo, si vuestra castidad llegó a ser la burla del enemigo. Tenéis motivos de una grande y auténtica consolación si mantenéis la convicción firme de no haber participado en los pecados cometidos, por permisión, contra vosotros. Pero podéis preguntar el porqué de esta permisión. He aquí la respuesta: ¡qué profunda es la providencia del creador y gobernador del mundo! ¡Qué insondables son sus decisiones y qué irrastreables sus caminos!46 No obstante, interrogaos sinceramente desde el fondo de vuestra alma a ver si tal vez no os habéis engreído, con aires de superioridad, del don de vuestra integridad, o de vuestra continencia vidual o de vuestro pudor conyugal, y a ver si, llevadas por el halago de las alabanzas, no habéis tenido envidia en este punto de algunas otras mujeres. No pretendo ser acusador de lo que ignoro ni he oído tampoco la respuesta que os da el corazón a estas preguntas. Pero si responde afirmativamente, no os maravilléis de haber perdido aquello con lo que pretendíais suscitar la admiración de los humanos, y de haberos quedado con lo que ellos ya no pueden admirar. Si no habéis prestado vuestro consentimiento a los que estaban pecando, es que el auxilio divino prestó ayuda a la divina gracia para no perderla, y el oprobio humano sucedió a la humana gloria para no amarla. En ambos casos, consolaos, mujeres atemorizadas: allá fuisteis probadas, aquí castigadas: allá fuisteis santificadas, aquí corregidas.

   Aquellas, por el contrario, que después de interrogar a su corazón pueden responderse que nunca se han enorgullecido de la excelencia de la virginidad, o de la viudez casta o del recato conyugal47, sino que, atraídas más bien por lo humilde, se han alegrado con temblor de este don divino, sin envidiar en nadie la excelencia de una santidad y castidad iguales; antes bien, dejando a un lado la humana alabanza (que tanto más suele prodigarse cuando la virtud alabada es más infrecuente), han optado por crecer en número, más que por sobresalir un grupo reducido de ellas; tampoco éstas, digo, que se han conservado íntegras, si la lujuriosa barbarie ha hecho presa en alguna de ellas, deben quejarse de esta permisión ni creer que Dios echa en olvido tales vilezas porque permite lo que nadie comete impunemente.

   Por cierto que a algunos, como si fueran lastres de los depravados apetitos, se les deja rienda suelta por un juicio divino, oculto en el tiempo presente, pero quedando reservados para el último y público juicio. Quizá estas últimas, muy conscientes de no haberse engreído por el don de la castidad, pero que han padecido la violencia hostil en su propia carne, tenían alguna escondida debilidad que, en caso de estar libres de tal humillación en el curso del saqueo de Roma, podría haberse traducido en humos altivos de soberbia. Así como algunos fueron arrebatados por la muerte para que la maldad no pervirtiera su inteligencia48, así en alguna de estas mujeres se le arrebató un tanto de su honor por la violencia para que su situación ventajosa no ocasionara la perversión de su modestia.

   Así que tanto a unos, que ya se enorgullecían por no haber sufrido en su carne ningún contacto obsceno, como a las otras, que se podían tal vez enorgullecer si no llegan a sufrir el atropello brutal de los enemigos, a ninguna se le arrebató la castidad, sino que se les inculcó la humildad. A las primeras se les curó la hinchazón latente; a las segundas se las preservó de una hinchazón inminente.

2. No hay tampoco por qué pasar por alto otro punto: varias de las víctimas de la violencia han considerado quizá la continencia como uno más de los bienes corporales: se conservaría solamente si el cuerpo quedara libre de todo contacto carnal, en lugar de residir en la sola fortaleza de la voluntad, ayudada por Dios, santificando así no sólo el espíritu, sino también el cuerpo. Por otra parte, este don -en su parecer- no sería de tal categoría que hiciera imposible arrebatárselo a nadie en contra de su voluntad. Supongo que se habrán visto libres de tal error. Cuando piensan con qué sinceridad han servido a Dios; cuando con una fe inconmovible están convencidas de que, a los que así le sirven y le suplican, Dios no los puede en manera alguna dejar abandonados; cuando están seguras de lo mucho que a Dios le agrada la castidad; cuando todo esto, digo, se mantiene en ellas, claramente deducen una conclusión: Dios no puede permitir jamás que sucedan estos acontecimientos con sus santos si con ello corre peligro de desaparecer la santidad que él les confirió y que en ellos continúa amando.


CAPÍTULO XXIX

Respuesta de la familia cristiana a los infieles cuando éstos le echan en cara que Cristo no los libró del furor de los enemigos

   Ya tiene, pues, la familia entera del sumo y verdadero Dios su propio consuelo, y un consuelo no falaz ni fundamentado en la esperanza de bienes tambaleantes o pasajeros. Ya no tiene en absoluto por qué estar pesarosa ni siquiera de la misma vida temporal, puesto que en ella aprende a conseguir la eterna, y, como peregrina que es, hace uso, pero no cae en la trampa, de los bienes terrenos; y en cuanto a los males, o es en ellos puesta a prueba o es por ellos corregida. Y los paganos, que, con ocasión de sobrevivir tal vez a algunos infortunios temporales, insultan su honor, gritándoles: ¿Dónde está tu Dios?49, que digan ellos dónde están sus dioses, puesto que están padeciendo precisamente aquellas calamidades contra las que, para evitarlas, les tributan culto o pretenden que hay que tributárselo.

   He aquí la respuesta de la familia cristiana: mi Dios está presente en todas partes; en todas partes está todo Él; no está encerrado en ningún lugar: puede hallarse cerca sin que lo sepamos y puede ausentarse sin movimiento alguno. Cuando me azota con la adversidad, está sometiendo a prueba mis méritos o castigando mis pecados. Yo sé que me tiene reservada una recompensa eterna por haber tolerado religiosamente las desgracias temporales. Pero vosotros, ¿quiénes sois para merecer que se hable con vosotros ni siquiera de vuestros dioses, cuánto menos de mi Dios, que es más temible que todos los dioses, pues los dioses de los gentiles son demonios, mientras que el Señor ha hecho el cielo?50


CAPÍTULO XXX

Los que se quejan del cristianismo están deseando rebosar en prosperidades vergonzosas

   Si todavía estuviese vivo el famoso Escipión Nasica, en otro tiempo vuestro pontífice, elegido unánimemente por el Senado como el hombre más virtuoso para recibir la sagrada imagen de Frigia bajo el terror de la guerra púnica, no os atreveríais quizá a mirarle al rostro; sería él en persona quien frenaría vuestra actual desvergüenza: ¿por qué os quejáis del cristianismo cuando os azota la adversidad? ¿No es porque estáis deseando gozar con seguridad de vuestros excesos y nadar en las aguas corrompidas de vuestras inmoralidades, lejos de toda molestia incómoda? Anheláis tener paz y estar sobrados de toda clase de recursos, pero no es para hacer uso de ellos con honradez, es decir, con moderación y sobriedad, con templanza y según las exigencias de la religión, sino para procuraros la más infinita gama de placeres con despilfarros insensatos, y en tal prosperidad dar origen en vuestra conducta a unas depravaciones peores que la crueldad de los enemigos.

   Pero este vuestro querido Escipión, pontífice máximo, declarado como el hombre más honrado de la República por el Senado en pleno, temía que os fuera a sobrevenir esta desgracia, y por eso rechazaba la destrucción de Cartago, rival entonces del poder romano, y se oponía a Catón, que abogaba por su ruina. Temía la seguridad para los espíritus débiles como a un enemigo, y veía que era necesario el terror como tutor adecuado para esta especie de ciudadanos menores.

   No se equivocó Escipión: fue la realidad la que le dio toda la razón. En efecto, destruida Cartago, es decir, alejado y desaparecido de Roma el terror, inmediatamente comenzaron a surgir, como consecuencia de la situación próspera, enorme cantidad de lacras: la concordia mutua se resquebrajó y llegó a romperse. Primeramente por rebeliones encarnizadas y sangrientas, e inmediatamente después por una complicación de sucesos desafortunados, incluso con guerras civiles, se produjeron tales desastres, se derramó tanta sangre, se encendió un tal salvajismo con avidez de destierros y rapiñas, que los romanos, aquellos que en tiempos de su vida más íntegra temían desgracias por parte del enemigo, ahora, echada a perder esa integridad de conducta, tenían que padecer mayores crueldades de sus propios compatriotas. La misma ambición de poder, uno de tantos vicios del género humano, pero arraigado con mucha más fuerza en las entrañas de todo el pueblo romano, una vez vencidas algunas de las principales potencias, aplastó bajo el yugo de su servidumbre a las restantes, ya deshechas y fatigadas.


CAPÍTULO XXXI

La corrupción, en una constante escalada, impulsó en los romanos la pasión de dominio

   ¿Y cuándo iba a quedar satisfecha tal ambición en estos espíritus tan orgullosos, más que cuando llegasen a poseer el dominio absoluto, tras escalar todos los honores? En efecto, no habría la posibilidad de continuar manteniendo tales honores si no hubiera una ambición superior. Pero jamás la ambición se adueñaría si no es en un pueblo corrompido por la avaricia y el desenfreno. Y en avaro y desenfrenado se convirtió el pueblo romano por la prosperidad, aquella prosperidad de la que el famoso Nasica, con penetrante visión de futuro, opinaba que se debía evitar, oponiéndose a la destrucción del mayor, el más fuerte y más opulento Estado rival. De esta manera el temor reprimiría la pasión; con la pasión así reprimida, no se caería en el desenfreno; y contenido éste, no asomaría la avaricia. Teniendo atajados estos vicios florecería y se incrementaría la virtud, tan útil a la patria. La libertad, compañera de la virtud, estaría siempre presente.

   Por esta misma razón y por el amor tan previsor a su patria, este vuestro pontífice máximo en persona, designado -no lo repetiremos nunca bastante- con plena unanimidad por el Senado de su tiempo como el hombre más honrado, hizo que el mismo Senado retirase su proyecto, tan ansiado, de construir un teatro. En su discurso, lleno de gravedad, logró persuadirlos para que no consintieran la infiltración de la molicie griega en la conducta varonil de su patria y no tolerasen el desmoronamiento y la muerte de la virtud romana por causa de una advenediza depravación. Fue tal el poder de sus palabras, que el Senado cambió sus disposiciones: prohibió que en adelante se colocaran los asientos, que ya empezaba la ciudad a ordenar en grupos, a la hora del espectáculo de los juegos.

   ¡Con qué celo no habría desterrado de Roma este hombre hasta los mismos juegos escénicos si hubiera osado resistir a la autoridad de los que creía dioses! No se daba cuenta de que eran funestos demonios o, si lo sabía, más bien pensaba se les debía aplacar que menospreciar. Todavía no se había hecho luz ante los gentiles sobre aquella doctrina de lo alto, que pudiera cambiar las aspiraciones humanas y, limpiando el corazón por la fe, tendiese a los bienes celestes y supracelestes con humilde espíritu religioso, quedando liberado de la tiranía de los hinchados demonios.


CAPÍTULO XXXII

Institución de los juegos escénicos

   A pesar de todo, sabedlo quienes lo ignoráis y los que fingís ignorarlo. Tenedlo en cuenta, vosotros que murmuráis contra el que os libró de tales tiranos: los juegos escénicos, espectáculo de torpezas y desenfreno de falsedades, fueron creados en Roma no por vicios humanos, sino por orden de vuestros dioses. Sería más tolerable el haber concedido los honores divinos al Escipión aquel que dar culto a dioses semejantes. Porque no eran éstos mejores que su pontífice. ¡A ver si ponéis atención, si es que vuestro espíritu, emborrachado de errores desde hace tanto tiempo, os permite hacer alguna consideración que valga la pena! Los dioses ordenaban exhibiciones de juegos teatrales en su honor para poner un remedio a vuestros cuerpos apestados; el pontífice, en cambio, prohibía la construcción del teatro mismo para evitar que vuestras almas quedaran apestadas. ¡Si os queda una chispa de lucidez para dar preferencia al alma sobre el cuerpo, elegid a quién de los dos deberéis dar culto: si a vuestros dioses o a su pontífice!

   Y no se calmó aquella epidemia corporal precisamente porque en un pueblo belicoso como éste, acostumbrado hasta entonces únicamente a los juegos de circo, se infiltró la manía refinada de las representaciones teatrales. Al contrario, la astucia de los espíritus malignos, adivinando que aquella peste iba a terminar a su debido tiempo, puso cuidado en inocular, con ocasión de ello, otra mucho peor y de su pleno agrado, no en los cuerpos, sino en las costumbres. Esta segunda plaga les ha cegado el espíritu a estos desdichados con tan espesas tinieblas, y se los ha vuelto tan deformes, que todavía ahora (si llega a oídos de nuestra posteridad quizá se nieguen a creerlo), recién devastada Roma, aquellos contagiados de esta segunda peste, que en su huida han logrado llegar a Cartago, a porfía se vuelven locos por los histriones diariamente en los teatros.


CAPÍTULO XXXIII

Los vicios de los romanos que no se corrigieron por la destrucción de la Patria

   ¡Oh inteligencias que ya no entienden! ¿Qué equivocación es ésta; mejor dicho, qué frenesí es éste? Según nuestras noticias, mientras todos los pueblos de Oriente y las ciudades más relevantes de los lugares más remotos de la Tierra lamentan vuestro desastre, y declaran público luto, y se muestran inconsolables, vosotros, ¡a buscar teatros, a meteros en ellos y a abarrotarlos para volverlos todavía más estúpidos de lo que eran antes! Era esta bajeza y esta peste de vuestras almas, esta perversión de la integridad y de la honradez la que temía en vosotros Escipión cuando ponía el veto a la construcción de teatros, cuando veía que la prosperidad os podía sumir en la corrupción, cuando se negaba a que estuvierais asegurados del terror enemigo. Nunca creyó él en la felicidad de un Estado de erguidas murallas, pero arruinadas costumbres.

   Sin embargo, en vosotros tuvo más poder la seducción impía de los demonios que las advertencias de los hombres precavidos. Por eso los males que cometéis no queréis que se os imputen, mientras que los males que padecéis se los imputáis vosotros al cristianismo. Y ni siquiera en vuestra seguridad buscáis la paz de vuestra Patria, sino la impunidad de vuestro desenfreno; vosotros, que, viciados por la prosperidad, tampoco habéis sido capaces de corregiros en la adversidad. Quería manteneros el célebre Escipión en el temor al enemigo para que no os deslizarais hacia la molicie; y vosotros, ni hechos trizas por el enemigo le habéis puesto freno a esa molicie. Habéis echado a perder los frutos aprovechables de la desgracia; os habéis convertido en los más dignos de lástima y habéis continuado siendo los más depravados.


CAPÍTULO XXXIV

La clemencia de Dios atemperó el desastre de Roma

   A pesar de todo, si continuáis con vida se lo debéis a Dios, que os invita con su perdón a que os corrijáis por el arrepentimiento. Él, a pesar de vuestra ingratitud, os ha concedido escapar de las manos enemigas usando el nombre cristiano de sus siervos o bien refugiándoos en los monumentos a los mártires. Dicen que Rómulo y Remo fundaron un asilo. Todos los que se refugiasen en él quedaban exentos de condenas. Esto lo hacían con el fin de aumentar la población de la ciudad que iban a fundar. ¡Maravillosa iniciativa que redundó en honor de Cristo! Los destructores de Roma determinaron lo mismo que habían hecho antes los fundadores. ¿Y qué hay de extraordinario en que hayan hecho aquéllos, para suplir el número de sus compatriotas, lo mismo que han hecho éstos para conservar la abundancia de sus enemigos?


CAPÍTULO XXXV

En medio de los paganos hay hijos de la Iglesia, y dentro de la Iglesia hay falsos cristianos

   Estas y otras semejantes respuestas, y posiblemente con más elocuencia y soltura, podrán responder a sus enemigos los miembros de la familia de Cristo, el Señor, y de la peregrina ciudad de Cristo Rey. Y no deben perder de vista que entre esos mismos enemigos se ocultan futuros compatriotas, no vayan a creer infructuoso el soportar como ofensores a los mismos que quizá un día los encuentren proclamadores de su fe. Del mismo modo sucede que la ciudad de Dios tiene, entre los miembros que la integran mientras dura su peregrinación en el mundo, algunos que están ligados a ella por la participación en sus misterios y, sin embargo, no participarán con ella la herencia eterna de los santos. Unos están ocultos, otros manifiestos. No dudan en hablar, incluso unidos a los enemigos, contra Dios, de cuyo sello sacramental son portadores. Tan pronto se encuentran entre la multitud pagana, que llena los teatros, como entre nosotros en las iglesias. No hay por qué desesperar en la enmienda de algunos, incluso de estos últimos, mucho menos cuando entre nuestros enemigos más declarados se ocultan algunos predestinados a ser nuestros amigos, y que ni ellos mismos lo saben. Entrelazadas, de hecho, y mezcladas mutuamente están estas dos ciudades, hasta que sean separadas en el último juicio.

   Voy a exponer mi opinión sobre el origen de ambas, su proceso evolutivo y el final que les corresponde, según la ayuda que reciba de Dios; todo a gloria de la ciudad de Dios, que brillará con más claridad en contraste con sus opuestos.


CAPÍTULO XXXVI

Tema del resto de la obra

   Me quedan todavía varias cosas que replicar a quienes achacan los desastres del Estado romano a nuestra religión, por obra de la cual existe prohibición de sacrificar a sus dioses. Voy a hacer mención de todas aquellas desgracias que vengan a propósito, tanto por su número como por su magnitud, y que puedan parecer suficientes, soportadas por Roma o las provincias a ella sometidas, antes de la prohibición de sus sacrificios. Sin duda alguna que nos las cargarían todas a nosotros, si nuestra religión se hubiera ya hecho luz ante ellos o les hubiera puesto el veto a sus cultos sacrílegos.

   En segundo lugar, voy a exponer el motivo por el que el Dios verdadero se dignó prestar su auxilio a algunas formas de su conducta para engrandecer el dominio de Roma. Veremos también cómo el poder de quienes ellos llaman dioses de nada les ha servido; al contrario, les ha perjudicado profundamente con sus patrañas y sus mentiras.

   Tomaré la palabra, por fin, contra aquellos que, ya refutados y convictos con pruebas evidentísimas, ponen gran celo en sostener la obligación de darles culto, no precisamente buscando un provecho en la presente vida, sino más bien para la vida de ultratumba. Tema éste, si no me equivoco, mucho más complicado, bien digno de una delicada discusión. Se trata nada menos que de discutir contra los filósofos, y no unos filósofos cualesquiera, sino los que gozan ante ellos de la más encumbrada fama, y que están de acuerdo con nosotros en muchos puntos; por ejemplo, la inmortalidad del alma, la creación del mundo por el verdadero Dios, la Providencia divina, gobernadora de todo lo creado. Pero como deben quedar también refutados aquellos puntos en que disienten de nosotros, tomaremos esto como un deber ineludible, de forma que se resuelvan, con la ayuda de Dios, las objeciones contra la religión y luego dejemos firmemente asentada la ciudad de Dios, la verdadera religiosidad y el culto divino, en el cual únicamente se halla la verídica promesa de la felicidad eterna.

   Quede así terminado este libro, y emprendamos un nuevo camino, según el plan trazado.

Página Principal
(Samuel Miranda)