LIBRO DE LA REGLA PASTORAL
San Gregorio Magno

DE LA VOCACIÓN PARA EL OFICIO PASTORAL

 CAPÍTULO I

Que no deben los incapaces pretender llegar al magisterio de las almas.

     No debe tenerse la pretensión de enseñar un arte sin antes haberlo aprendido con esmerado estudio. ¿Cuál no será, pues, la temeridad de aquellos ignorantes que aspiran al magisterio pastoral, siendo el gobierno de las almas el arte de las artes?  ¿Quién habrá que ignore que las llagas del alma son aún más ocultas que las mismas llagas de las entrañas? Y sin embargo, cuántos hay que, sin haber aprendido las reglas y preceptos del espíritu, no titubean en darse por médicos del corazón; mientras se avergonzaría de llamarse médico del cuerpo quien no conociera las virtudes de los medicamentos.

    Pero como ya, por la gracia de Dios, han doblado la cerviz todas las eminencias del mundo actual ante la augusta grandeza de la religión, hay muchos que, so pretexto de gobernar las almas, se introducen en la Iglesia para conquistar honores, pretenden pasar por maestros, pugnan por colocarse por encima de los demás, en una palabra, como afirma la eterna Verdad, aman ser saludados en las plazas, los primeros asientos en los banquetes y las sillas principales en las sinagogas (Mt 23,7): estos tales son tanto menos dignos de desempeñar dignamente el ministerio pastoral que han recibido, en cuanto, sólo movidos por su soberbia, han alcanzado este magisterio de humildad.  Pues es natural que, en el cumplimiento del ministerio de la enseñanza, la misma lengua se confunda cuando se enseña una cosa distinta de lo que se ha aprendido. Y el Señor se querella contra ellos, por medio del Profeta, cuando dice: “Ellos reinaron, pero no por mí; fueron príncipes, pero yo no los reconocí”(Os 8, 4).  Gobiernan, pues, por su propia cuenta y no por disposición del Supremo Gobernador de todas las cosas, los que, sin tener virtud alguna en su abono, sin vocación divina, sino sólo llevados por su propia codicia, han escalado más bien que conseguido la cumbre del gobierno espiritual.  A esos tales, el que es Juez de las conciencias, al mismo tiempo que los exalta, los desconoce; pues al paso que tolerándolos los soporta, seguramente los desconoce, reprobándolos en sus divinos juicios.  Por lo cual a algunos que sólo le seguían para presenciar sus milagros, llegó a decir: “Apartaos de mí, artífices de la maldad, no os conozco” (Lc 13, 27).  Y es la voz de la eterna Verdad la que fustiga la ignorancia de los Pastores, cuando dice por medio del Profeta: “Los pastores mismos están faltos de toda inteligencia”  (Is 54, 11); y de nuevo abomina el Señor de ellos, cuando dice: “Los depositarios de la Ley me desconocieron” (Jr 2,8). Todo lo cual viene a demostrar que la suma Verdad se queja de ser desconocida por ellos y declara al mismo tiempo que desconoce la dignidad de los que le desconocen, pues es muy justo que el Señor no conozca a aquellos que ignoran las cosas del Señor, según confesión de san Pablo, que afirma: “El que lo desconoce será desconocido” (1 Co 14, 38).

     Esta misma ignorancia de los Pastores corre pareja a veces con el merecimiento de los fieles que les están sometidos; pues, por más que carezcan aquellos de la luz de la ciencia por su propia culpa, es, sin embargo, disposición de rigurosa justicia que los que los siguen tropiecen a causa de la ignorancia de aquellos.  Pues como declara la suprema Verdad en el Evangelio: “Cuando un ciego guía a otro ciego, ambos caen juntos en el hoyo”            (Mt 15, 14).  Y afirma el Salmista, no movido por su propia inspiración, sino en fuerza de su misión de Profeta: “Oscurézcanse sus ojos para que no vean, y tráelos con las espaldas siempre agobiadas” (Sal 68, 24).  Son los ojos los que, colocados en la parte más noble del rostro, desempeñan el oficio de guiar nuestros pasos; y con respecto a los ojos, todos los que vienen caminando detrás bien pueden llamarse espaldas. Cuando se nublan u oscurecen los ojos, dóblanse las espaldas; que es decir, cuando los que gobiernan pierden la luz de la ciencia, aquellos que como súbditos los siguen se ven agobiados para llevar el fardo de sus pecados.


CAPÍTULO II

Que no han de asumir el gobierno de las almas aquellos que no reproducen perfectamente en su conducta lo que han aprendido con el estudio.
   Muchos hay que escudriñan con ahínco las reglas de la vida espiritual, pero al mismo tiempo conculcan en sus costumbres lo que con su inteligencia han aprendido; enseñan sin más ni más lo que han adquirido con su estudio, no con su conducta; y lo que predican de palabra lo destruyen con su método de vida.  De donde resulta que, caminando el Pastor por caminos escarpados, viene a dar en el abismo con el rebaño que le sigue.  Quéjase por eso el Señor por boca del Profeta contra esa despreciable ciencia de los Pastores, diciendo: “Habiendo sido abrevados en aguas clarísimas, enturbiasteis con vuestros pies las que sobraban; y mis ovejas tenían que apacentarse de lo que vosotros habíais hollado con vuestros pies y beber del agua que con vuestros pies habíais enturbiado”  (Ez 34, 18-19). Beben agua cristalina los pastores que van a buscarla y estudiarla en los raudales de la eterna Verdad; pero, cuando corrompen con su mala vida el fruto de sus santas meditaciones, enturbian esa misma agua con sus pies.  Y esa agua turbia la beben sus ovejas, cuando los fieles no siguen las enseñanzas que oyen, sino sólo imitan los depravados ejemplos que contemplan.  Pues sedientos de verdad por una parte, y pervertidos por el espectáculo de las malas obras, por otra, es como si bebieran lodo en fuentes corrompidas.  Por lo cual escrito está en el Profeta:  “Los malos sacerdotes son lazos de perdición para mi pueblo”  (Os 5, 1). Y de nuevo habla el Señor de los sacerdotes por medio del mismo Oseas: “Se han convertido en piedra de escándalo para la casa de Israel”  (Os 9, 8).  Pues ninguno es tan pernicioso para la Iglesia como aquél que, revestido del nombre y de la orden de santidad, obra como un perverso.  Nadie se atreve a reprender a un pecador semejante, y sus pecados mismos se convierten pronto en materia de ejemplo, cuando para guardar reverencia a la dignidad sacerdotal, hay que tratar con respeto al mismo pecador. Evitarían esos indignos pastores hacerse reos de tan grave delito si ponderaran en su corazón las palabras de la suprema Verdad, que dice “Quien escandalizare a unos de estos pequeñuelos que creen en mí, más le valiera que le colgasen del cuello una rueda de molino y así lo sumergieran en lo profundo del, mar”  (Mt 18, 6).  La rueda de molino significa aquí los afanes y enredos de la vida mundanal; y con lo profundo del mar se alude a la condenación eterna.  Aquellos, pues, que, llevando la librea de la santidad, pierden a los demás con su palabra o con sus ejemplos, más les valiera que los arrastraran a la muerte eterna sus propios pecados bajo el hábito secular, que presentarse a los demás en su carácter sagrado, como dignos de ser imitados en sus desórdenes; pues si sólo cayeran ellos en el infierno, tendrían que sufrir al menos penas más soportables.


CAPÍTULO III

            Del grave peso del gobierno, y de que en él hay que despreciar los sucesos adversos y temer los prósperos.

       Lo que acabamos de exponer tiene por objeto demostrar cuán grave sea el peso del gobierno de las almas, con el fin de que los que no son aptos para desempeñarlo no sean osados a aspirar al régimen espiritual, con peligro de que se convierta en causa de su perdición lo que han asumido llevados sólo por la avidez de dignidades.

   Con razón manda amorosamente el Apóstol Santiago:  “No queráis muchos de vosotros hacer de maestros, hermanos míos”  (St 3, 1).  Y el mismo Mediador entre Dios y los hombres no quiso poseer un reino en la tierra, Él que, sobrepasando en ciencia y en inteligencia a las jerarquías angélicas más elevadas, es rey de los cielos desde antes del principio de todos los siglos. Consta en la Sagrada Escritura que “conociendo Jesús que habían de venir para llevárselo por fuerza y levantarlo por rey, huyóse Él solo otra vez al monte”  (Jn 6,15). ¿Quién hubiera podido con más razón aspirar al gobierno de los hombres que Aquel que podía gobernar a los mismos que había creado?  Pero Él, que se había encarnado, no sólo para redimirnos con su Pasión, sino también para amaestrarnos con los ejemplos de su vida, quiso ofrecérsenos por modelo, desdeñando ser rey, subiendo en cambio voluntariamente al patíbulo de la Cruz, rehuyendo los esplendores del poder que le ofrecían, y abrazando los dolores de una muerte afrentosa, para que sus seguidores aprendieran a despreciar las glorias del mundo y no amedrentarse por humanos terrores, aceptar las contrariedades en defensa de la verdad y renunciar con temor a los halagos de la suerte; pues estos últimos corrompen a menudo el corazón con la soberbia, mientras aquéllas lo purifican por el dolor; aquéllas elevan el alma, mientras que estos, aunque al parecer la eleven, en realidad la abaten; estos obligan al hombre a olvidarse de sí mismo, al paso que aquéllas lo hacen por fuerza volver sobre sí; estos casi siempre destruyen las buenas obras ya hechas, mientras aquéllas ayudan a desarraigar defectos inveterados. No es raro ver cómo el corazón se amolda a la disciplina en la escuela de la adversidad, mientras, si se encumbra a las alturas del gobierno, bien pronto se deja llevar al orgullo entre los del honor.

    Así vemos que Saúl, que al principio rehuyó la gloria reputándose indigno de ella, se engrió apenas hubo empuñado las riendas del gobierno, pues, ambicionando los aplausos del pueblo y desechando la represión pública, se separó de aquel mismo que lo había ungido rey  (Cfr. 1 S 10, 22, 15, 30). Así también David, que se había sometido a la voluntad de su Creador en todos sus actos, apenas se vio libre del peso de la adversidad, reventaron los tumores de la llaga, hízose cruelmente riguroso para matar al marido de Betsabé, mientras había sido muellemente débil en codiciar a la mujer; y él, que al principio había sabido ser clemente hasta con los culpables, luego llegó a ensañarse sin remordimientos en la muerte de los inocentes  (Cfr. 2 S 11, 3, 15). Antes había renunciado a tomar venganza de su perseguidor que había caído en sus manos, y después, aun al más leal de sus soldados mandó matar, con detrimento de su ejército rendido por las fatigas de la guerra.  Y de seguro sus culpas le hubieran borrado del número de los elegidos a no ser porque lo redujeron al arrepentimiento sus propias desgracias.

 
CAPÍTULO IV

Que a menudo los negocios del gobierno disipan la vida interior.

     No es raro ver cómo los cuidados del gobierno distraen el corazón y lo hacen incapaz de tratar por menudo los negocios por estar repartida la atención en una muchedumbre de cosas.  Con razón prescribe el Eclesiástico: “Hijo mío, no quieras abarcar muchos negocios”  (Si 11, 10), pues no es fácil que la atención se aplique de lleno a un asunto cuando está dividida en muchos otros; y cuando son excesivos los cuidados que la distraen por de fuerza, se pierde el ánimo del recogimiento interior, se derrama el alma en preocupaciones extrañas, mientras que, olvidada sólo de sí misma, piensa en todo menos en sí; ocupada más de lo debido en cosas exteriores, en medio de las agitaciones del camino, descuida mirar al término de su viaje; de suerte que, ajena el alma al examen y conocimiento de sí misma, ni se da cuenta de los daños que padece, ni de las faltas que comete.  No creía el rey Ezequías haber pecado mostrando a los extranjeros que venían a visitarlo la casa de los perfumes  (Cfr. 2 R 20, 13; Is 39, 4), y, sin embargo, tuvo que sufrir por ello el enojo del Supremo Juez, que condenó a castigo a los futuros hijos del rey por una acción que éste había creído permitida.

   Ofrécense a veces muchas obras que realizar, obras que los súbditos han de admirar una vez realizadas, y entonces engríese el ánimo del superior al recuerdo de estas empresas, atrayendo de este modo sobre sí la cólera divina, por más que no aparezca por de fuera la mala calidad de tales obras; pero dentro está el árbitro de las acciones, y dentro está la culpa que merece ser juzgada.  Pues cuando nuestras faltas se cometen sólo en el corazón quedan ocultas a los ojos de los hombres, pero no a los ojos del divino Juez en cuya presencia hemos pecado.  No se hizo reo de soberbia el rey de Babilonia sólo cuando llegó a pronunciar sus orgullosas expresiones  (Cfr. Dn 4, 16), pues aun antes de haber proferido palabras de engreimiento tuvo que oír la sentencia de condenación de boca del Profeta; las faltas de su pasado orgullo las había borrado ya, cuando reconoció haber ofendido al Dios todopoderosos, y por tal le proclamó en presencia de todos sus súbditos.  Sino que después, engreído por los triunfos de su poderío, jactándose de haber hecho cosas grandes, empezó por creerse superior a todos los demás y acabó diciendo orgullosamente: ¿No es ésta la gran Babilonia que yo he edificado para capital de mi reino con la fuerza de mi poderío y el esplendor de mi gloria?  (Dn 4, 27)  Estas palabras le acarrearon inmediatamente la venganza manifiesta de Aquél a quien había provocado en oculto con su jactancia.  Pues el Juez inexorable ve antes en secreto lo que castigan después sus iras en público.  Por lo cual cambió el Señor al rey babilónico en animal irracional, le desterró de la compañía de los hombres y, después de haberle privado de razón, lo equiparó a las fieras del desierto, condenando en sus justos y tremendos juicios a ser menos que hombre al que se había creído estar por encima de los demás hombres.

    Al expresarnos de este modo, no entendemos condenar los cargos y dignidades, sino sólo queremos poner en evidencia la debilidad  de los que se sienten tentados de sus halagos, a fin de que los que se tienen por imperfectos no osen ambicionar las alturas del gobierno, y los que aun en terreno llano sienten flaquear sus pies, no se expongan al riesgo de los precipicios.


CAPÍTULO V

 De aquellos que, colocados en las alturas del gobierno, podrían aprovechar a los demás con el ejemplo de sus virtudes, pero que, procurando sólo su descanso personal, viven en retraimiento.

    Los hay que están dotados de relevantes dotes de virtud, cuentan con buenas cualidades para la enseñanza de los demás, son limpios en el ejercicio de la castidad, esforzados en las luchas de la abstinencia, dotados de nutrida doctrina, humildes y longánimes en la paciencia, constantes en la fortaleza, amables en la benignidad, rectos e inflexibles en la justicia.  Si estos tales se niegan a aceptar la dignidad de superiores, cuando se sienten llamados a ella, se privan a sí mismos de estas cualidades que han recibido de Dios, no sólo para su bien, sino también en beneficio de los demás; pues al pretender sólo su propio provecho y no el del prójimo, ellos mismos se despojan de los beneficios que ambicionaban sólo para sí. Por eso la soberana Verdad dijo a sus discípulos: “No puede permanecer oculta una ciudad edificada sobre el monte; ni se enciende la luz para ponerla bajo el celemín, sino sobre el candelabro, a fin de que alumbre a todos los de la casa”  (Mt 5, 14, 15).  Y así preguntó a San Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”  (Jn 21, 18).  Y habiendo contestado que sí lo amaba, le dirigió estas palabras: Si me amas, apacienta mis ovejas.  De lo que se deduce que si el cuidado de apacentar las almas es una muestra de amor a Jesucristo, aquél que, dotado de las cualidades requeridas, se niega a apacentar el rebaño de Dios, claro está que no ama al Supremo Pastor.  En este sentido escribe San Pablo: “Si Cristo murió por todos, luego es consiguiente que todos murieron.  Y si murió por todos, no queda sino que los que viven no vivan ya para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos”  (2 Co 5, 15).  Por eso manda Moisés que, si un hermano muere sin dejar hijos, el hermano sobreviviente tome por esposa a la viuda de su hermano y le dé sucesión en nombre de su hermano difunto; y si acaso se negara a tomarla por esposa, ella le escupa en la cara, uno de los parientes le quitará el calzado de un pie y su casa será llamada en Israel casa del descalzado  (Dt 25, 5).  Pues bien, el Hermano difunto es Aquél que, después del triunfo de su resurrección, dijo al aparecerse: Idy anunciad a mis hermanos.  (Mt 28, 10).  Él murió, como quien dice, sin dejar hijos, pues a su muerte no estaba aún completo el número de sus elegidos.  Su Esposa –que es la Iglesia– debe desposarse con el hermano sobreviviente, y esto se hace, como es justo, tomando a su cargo el gobierno de la Santa Iglesia quien está capacitado para gobernar bien.  Al que se negare a ello puede la Esposa escupirle a la cara, pues aquél que no quiere poner a disposición de los demás las dotes que ha recibido, la Santa Iglesia, echándole en cara sus propios beneficios, es como si le arrojara al rostro su saliva. Y le quitara el calzado de un pie, para que su casa se llame casa del Descalzado.  Pues escrito está:  Calzadoslos pies prontos a predicar el Evangelio de la Paz  (Ef 6, 15).  Cuando nos tomamos interés, tanto por nosotros mismos como por el prójimo, llevamos calzados ambos pies; pero aquellos que procuran sólo su propio provecho, descuidando el del prójimo, han perdido indecorosamente el calzado de los pies.

    Como dejamos dicho, hay algunos que, dotados de sobresalientes cualidades, se consagran con todo entusiasmo a la sola contemplación y al estudio, se niegan a cooperar a la instrucción de los fieles en la predicación, prefieren el retiro y el descanso, entregados a las delicias de la especulación.  Si ha de juzgarse rigurosamente su proceder, deduciremos que son, sin lugar a duda, reos de la perdición de tantas almas como son las que hubieran podido salvar saliendo a predicar en público.  ¿Con qué animo prefiere su propio retiro a la salvación de los prójimos quien podría aprovechar en el ministerio de las almas, cuando el mismo Unigénito del Eterno abandonó el seno del Padre y emprendió su vida pública para provecho y salvación de muchos hombres?.

CAPÍTULO VI

Que aquellos que rehúsan las tareas del gobierno de las almas por humildad, sólo son humildes cuando no se oponen a las disposiciones de Dios.

   Los hay también que se sustraen al gobierno sólo por sentimientos de humildad, al verse preferidos a otros que ellos consideran superiores.  Esta clase de humildad, siempre que se halle adornada de las demás dotes requeridas, sólo es verdadera a los ojos de Dios cuando no se obstina en rechazar el cargo que se le impone para el bien general.  Pues no es verdaderamente humilde aquel que, reconociendo la voluntad divina que le llama a asumir el gobierno, se desentiende de la divina voluntad. Sino que su deber es, sometiéndose a las disposiciones de Dios, libre de culpable obstinación cuando se le impone el cargo de gobernar, aunque rehuyendo de corazón el honor, someterse a la obediencia, siempre que esté adornado de las dotes que redunden en beneficio de los demás.

CAPÍTULO VII

Que a veces algunos pueden, con razón, ambicionar el oficio de predicadores, y otros pueden, también con razón, ser obligados a tomarlo aunque no lo quieran.

    Claramente se desprende de la conducta de los dos Profetas, de los cuales el uno se ofreció para ir a predicar, mientras el otro se resistió a ir con espanto, que en el oficio de predicador puede haber razones a veces para ambicionarlo y puede haberlas otras para imponerlo, aun rechazado.  Isaías se ofreció espontáneamente a Dios, que buscaba a quien enviar, con estas palabras: “Aquí estoy, envíame a mí” (Is 6, 8), mientras que Jeremías recibe la orden de ir a predicar y se resiste a ir con toda humildad, diciendo: “Ah, ah, Señor, ah, bien veis vos que no sé hablar porque soy aún muy joven  (Jr 1, 6). Estas dos respuestas, por muy contrarias que a primera vista parezcan nacen las dos, por diversos conductos, de un mismo amor.  Pues dos son los mandamientos de la caridad, a saber: amar a Dios y amar al prójimo. Isaías, deseando consagrarse con una vida activa al bien del prójimo, ambicionaba el oficio de predicador; mientras que Jeremías, con el ansia de unirse al Dios del amor en la vida contemplativa, se excusa de cumplir la orden de predicar.  Lo que el uno laudablemente apetecía, temíalo el otro también con razón.  No quería éste, predicando, privarse de las ventajas de una recogida contemplación; ni quería aquél, callando, perder las ventajas de una celosa operosidad. 

   Pero es digno de notarse en ambos que, ni Jeremías se negó completamente a obedecer, aunque se resistió a ello, ni Isaías se dispuso a ir a predicar sin antes haberse purificado los labios con las brasas del altar; para enseñarnos que nadie ha de atreverse a asumir el ministerio sagrado sin haberse antes purificado, y que aquel a quien ha elegido la gracia divina, no sea soberbio, resistiendo al llamamiento so color de humildad.

    Pero siendo harto difícil saber con seguridad si uno está ya purificado, es más prudente no aceptar de primeras el cargo de predicador, sin resistir tampoco obstinadamente, como dejamos dicho, una vez conocida la voluntad divina.  Cosas ambas que cumplió perfectamente Moisés, quien, llamado a dirigir las muchedumbres, primero resistió, y obedeció después.  Hubiera sido soberbia aceptar sin reparos el gobierno de la muchedumbre, y soberbia igualmente, negarse a obedecer los divinos designios; mientras que en ambos casos se manifestó humilde y sumiso, tanto cuando, por desconfianza de sí mismo, se resistió a capitanear al pueblo, como cuando, confiado en el auxilio de Dios que lo mandaba, consintió en hacerlo.

    Aprendan, aprendan aquí cuánta es la responsabilidad con que cargan los que, apresuradamente y movidos de su propia ambición, son fáciles en aceptar prelaturas, considerando que hasta los más santos varones aceptaron con temor el gobierno de los pueblos que Dios mismo les imponía.  Un Moisés tiembla ante el mandato divino, y un pobre cualquiera arde en deseos de cargos honrosos: vacilante bajo el peso de sus propios cuidados, pone el hombre para cargar con los ajenos; no puede soportar la que lleva, y desea todavía doblar la carga.


CAPÍTULO VIII

De aquellos que, deseosos del mando, emplean las palabras del Apóstol como instrumento de sus propias ambiciones.

   No es raro oír a los que ambicionan el gobierno de las almas cómo emplean las palabras del Apóstol como argumento a favor de sus propias ambiciones, cuando repiten: “Quien desea obispado buen ministerio desea”  (1 Tm 3,1).  Pues el mismo San Pablo, que aprueba tal deseo, a renglón seguido infunde temor de lo mismo que ha aprobado, añadiendo: “Por consiguiente es preciso que un obispo sea irreprochable”  (I Tim, 3, 2).  Y en las virtudes que va enumerando a continuación como indispensables, da bien a entender lo que significa ser irreprochable.  Anima por una parte a desear, pero aterra por otra con las condiciones que exige; que es como si quisiera decir: Apruebo lo que deseáis, pero antes entended bien lo que queréis, no sea que, no cuidándoos de ponderar quien sois, aparezcan tanto más afrentosos vuestros defectos cuanta más prisa os dais en exponerlos a la vista de todos en la cumbre de las dignidades. Aquél que fue maestro insuperable en el arte de gobernar, anima con su aprobación y retrae con el temor a sus discípulos, con el fin de apartarlos de la soberbia, señalándoles la cima sagrada en que han de aparecer irreprochables, y de alentarlos a la santidad de la vida, aprobando lo que desean.  Pero es de notar que, en el tiempo en que tales palabras escribía el Apóstol, los que eran los primeros en el gobierno de los fieles eran también los primeros en ser conducidos al martirio; de suerte que entonces era cosa laudable aspirar al episcopado, cuando era cosa segura llegar por el episcopado a los mayores suplicios por la fe.  Esta es la razón por la cual llama el Apóstol buen ministerio o trabajo el cargo del episcopado, cuando dice: Quien desea obispado buen ministerio desea.

    En su mismo deseo tienen, pues, testimonio de que no buscan el episcopado de que habla San Pablo los que lo desean no para desempeñar el ministerio del bien sino para procurar su propia gloria; no sólo no aprecian el sagrado ministerio, sino que ni siquiera lo conocen, los que, mirando a la anhelada cumbre, se deleitan en el secreto de sus pensamientos por la obediencia y subordinación que han de prestarles los demás, se complacen en verse alabados, ambicionan en su corazón los honores y se gozan de antemano en la abundancia de bienes que les espera; apetecen los intereses terrenales, so pretexto de buscar la gloria de Aquél ante el cual debieran desaparecer los intereses del mundo.  Cuando el alma sueña en conquistar la cima de la humildad con propósitos de soberbia, trastorna y desfigura en su interior el ministerio que exteriormente desea.


CAPÍTULO IX

Que ordinariamente los que aspiran al gobierno se ilusionan con sus propósitos de buenas obras.

   Cierto es que por lo común aquellos que apetecen el ministerio pastoral abrigan propósitos de bien obrar, y por más que estos propósitos nazcan de sus orgullosas ambiciones, se ilusionan sin embargo con las grandes obras que proyectan: de lo que resulta que las íntimas pretensiones que ocultan son muy diversas y aun opuestas a las apariencias que se manifiestan.  Pues con frecuencia el hombre se engaña a sí mismo, creyendo buscar y amar el bien que en realidad no ama, y, por otra parte, desdeñar la gloria mundana que no desdeña; y al ambicionar las dignidades, aparece medroso para procurarlas, y se manifiesta descarado apenas las ha conseguido.  Al principio de sus ambiciones, teme no llegar; pero, apenas ha llegado, cree ya disponer, como de cosa propia y debida, del cargo a que se ha llegado.  Y cuando ya desde los comienzos se trata de desempeñar mundanamente el ministerio, fácilmente se llegan a olvidar las piadosas intenciones con que se lo deseó. De donde se infiere que, cuando brotan esos pensamientos de soberbia ambición, es preciso volver los ojos a las obras pasadas y recapacitar lo que uno ha hecho siendo súbdito, y así cerciorarse de si, como prelado, llegaría a realizar el bien que se propone, pues mal podrá aprenden el ejercicio de la humildad en las altas dignidades quien, estando en baja posición, nunca dejó de ser soberbio.  No sabrá esquivar las adulaciones, cuando se ofrezca, quien las anhelaba cuando no se le ofrecían; ni conseguirá vencer las tentaciones de avaricia cuando se trate de socorrer a gran número de indigentes, aquel a quien, cuando estaba solo, no le bastaban siquiera sus propios bienes.  Examínese, pues, en su conducta pasada, con el fin de que no le engañen sus ilusiones en el deseo de las dignidades.

    Aquellos mismos que se mantenían serenos en la tranquilidad del retiro, pierden de vista la costumbre de bien obrar cuando se ven envueltos en las tareas del gobierno, pues en un mar tranquilo hasta los menos peritos son capaces de gobernar una nave, mientras que, en medio de una deshecha borrasca, hasta el piloto más diestro desatina. Y, ¿a qué otra cosa nos exponen las dignidades sino a las borrascas del alma?  En ellas siempre está expuesta la navecilla del corazón a los embates del pensamiento, que la llevan y la traen: sí, la llevan a estrellarse contra sus desaciertos en el hablar y en el obrar, que vienen a ser sus escollos.

   ¿Qué otra norma puede seguirse en tales ocasiones, sino que los virtuosos sólo consientan en aceptar el gobierno cuando se ven obligados a ello, y los imperfectos no consientan jamás ni aunque se les obligue?  No deben los primeros resistirse obstinadamente, no sea que, enterrando sus talentos, deban dar cuenta a su sueño de haberlos escondido; y en realidad entierra sus talentos aquel que oculta sus dotes bajo el ocio de una perezosa inacción.  Por lo contrario, los segundos, antes de aspirar al gobierno de los demás, reparen en que pueden convertirse, como los fariseos, con sus malos ejemplos, en obstáculo para los que desean entrar en el reino de los cielos, pues de ellos dice el Divino Maestro que ni entran ni dejan entrar a los demás  (Mt 23, 13). Consideren además que, al tomar a su cargo la causa del pueblo, el prelado elegido ha de ser para él como un médico que se llega a la cabecera de un enfermo, y si aun están vivas en su cuerpo las pasiones o dolencias, ¿qué atrevimiento no es meterse a curar llagas ajenas quien lleva a la vista sus propias heridas?


CAPÍTULO X

De las cualidades que debe revestir quien es promovido al gobierno de las almas.

    Aquél y sólo aquél ha de ser propuesto a toda costa para ejemplar de vida, que muerto a todas las pasiones de la carne, vive únicamente para el espíritu: que desdeña la fortuna temporal; que no se arredra ante las contradicciones y sólo anhela los bienes interiores; que para la realización de sus propósitos no halle obstáculo en la debilidad de su cuerpo, ni grande en la obstinación de su espíritu; que no está inclinado a ambicionar ajenos bienes, sino que da abundantemente de los propios; que, revestido de entrañas de misericordia, se inclina fácilmente a personar, sin que por eso, condescendiendo más de lo justo, se aparte de la línea de la rectitud; que no comete acciones ilícitas, pero sabe deplorar como propias las que cometen los demás; que por blandura de corazón compadece ajenas debilidades, regocijándose en la prosperidad del prójimo como de su propio bien; que se puede ofrecer a los demás como digno de imitación en todo lo que hace, sin que tenga nada de qué avergonzarse de su conducta pasada delante de ellos: que procure vivir de tal suerte, que con los raudales de su doctrina pueda regar aún los corazones más estériles; que haya aprendido en la práctica y experiencia de la oración que es lo que puede conseguir del Señor y que, por la eficacia de sus ruegos, puedan aplicársele las palabras de Isaías: Aun sin que acabes de clamar, te diré:  Aquí estoy  (Is 58, 9).  Si alguien viniera a pedirnos que intercediéramos por él ante un poderoso señor a quien tiene ofendido, pero a quien no conocemos, luego le contestaríamos: No nos es posible ir a interceder por ti porque no tenemos privanza alguna con él.  Pues si uno no se atreve a presentarse como intercesor ante una persona con quien no tiene trato ni valimiento, ¿cómo ha de presentarse ante Dios, cual intercesor por el pueblo, quien no ha sabido ser confidente de sus gracias por medio de la santidad de su vida? ¿Cómo ha de pedir perdón para los demás quien ignora si acaso ha obtenido perdón para sí?  Y en este particular puede haber aún otro peligro más digno de temer, y es éste: que quien pretende aplacar la ira divina puede hacerse digno de ella por sus propios pecados, pues, es cosa sabida que, cuando se manda como intercesora a una persona que desagrada, se encona aún más por ello el ánimo del ofendido. Teman, pues, aquellos que todavía están encadenados por terrenales ambiciones que, enconándose aún más la cólera del Juez justiciero, al par que ellos se gozan en su elevada posición, se conviertan para sus fieles en autores de su ruina.

CAPÍTULO XI

Quiénes no debe ser promovidos al gobierno  de las almas.

    Examínese cada cual detenidamente a sí mismo, y no se atreva a asumir la dignidad de pastor si aún dominan en él los vicios con todos sus estragos; pues aquél que se ve agobiado con sus propios crímenes, no ha de pretender hacerse intercesor por las culpas ajenas.  Por esto Dios mismo ordenó a Moisés: “Dile a Aarón: Ninguno en las familias de tu prosapia que tuviera algún defecto, ofrecerá los panes a su Dios, ni ejercerá su ministerio”. Y añade inmediatamente: “Si fuere ciego, si cojo, si de nariz chica, o enorme, o torcida, si de pie quebrado o mano manca, si corcovado, si legañoso, si tiene nube en el ojo, o sarna incurable, si algún empeine en el cuerpo, o fuere potroso”  (Lv 21, 17, 18).

    –Es ciego aquél que no conoce las luces de la alta contemplación; que rodeado de las tinieblas de esta vida terrenal, no sabe a dónde dirigir los pasos de sus obras, porque no alcanza a percibir la luz de la vida futura.  Y por eso exclama Ana en su profecía: “El Señor dirigirá los pasos de sus santos; mas los impíos serán por él reducidos a silencio en medio de las tinieblas”  (1 S 2, 9).

   –Es cojo aquel que, si bien sabe a dónde ha de caminar, no es capaz de seguir derecho el camino de la vida a causa de la debilidad de su espíritu, pues mientras el inconstante no se decida resueltamente a abrazar el estado de la virtud a que debe aspirar con sus buenos propósitos, no puede haber firmeza en sus pasos para llegar a él.  Y así exhorta San Pablo: “Levantad vuestras manos lánguidas y caídas, fortificad vuestras rodillas debilitadas y marchad con paso firme por el recto camino, no sea que alguno, por andar claudicando en la fe, se descamine de ella, sino antes bien se corrija”  (Hb 12, 12-13).

    –Tiene chica la nariz aquel que no es capaz de guardar medida en la discreción.  Con la nariz distinguimos los buenos olores y los malos; y así con razón significamos por la nariz la discreción, virtud con la cual abrazamos el bien y desechamos el mal.  La Escritura canta en loor de la esposa: “Tu nariz es graciosa como la torre del Líbano”  (Ct 7, 4), pues la Iglesia de Dios, con alta discreción y sabiduría, conoce el origen de las tentaciones con sus causas particulares y desde la altura en que está colocada, presiente los combates que el mal ha de desencadenar.  Pero hay algunos que, para no ser tenidos por necios, se dejan llevar por una curiosidad extremada en sus indagaciones y se engañan a sí mismos a fuerza de sutilezas. Y por esto añade el Señor: Si tienen la nariz enorme o torcida.  Tener demasiado grande o torcida la nariz es ser extremoso y sutil en la discreción, la cual, al excederse más de lo que permiten las conveniencias, extravía la rectitud de las acciones.

    –Es de pie cojo o mano manca aquel que no es capaz de emprender los caminos del Señor y está completamente privado de hacer buenas obras; y esto, no a manera de los cojos, que al menos caminan aunque con dificultad, sino como quien está absolutamente ajeno a todo bien.

    –Es corcovado el que anda agobiado bajo el peso de los cuidados terrenales, de suerte que, desentendiéndose de los intereses del cielo, pone únicamente su atención en los intereses rastreros que caen bajo sus plantas; y si alguna vez llega a sus oídos algo de la felicidad de la patria celestial, no consigue levantar a ella los ojos del corazón, por hallarse encorvado bajo el peso de sus malas costumbres: pues aquel quien tiene abrumado la práctica de los cuidados mundanales no consigue elevar el vuelo de sus pensamientos.  Y teniendo en vista a estos tales, dice el Salmista:  “Me he visto agobiado y abatido en gran manera” (Sal 38, 8), cuyos defectos condena la eterna Verdad con estas palabras: “La semilla caída entre espinas son aquellos que escucharon la palabra, pero con los cuidados y riquezas y delicias de la vida, al cabo la sofocan y nunca llegan a dar fruto”  (Lc 8, 14).

    –Es legañoso aquel cuyo talento sobresale en el conocimiento de la verdad, pero que al mismo tiempo la deshonra con sus obras carnales.  En sus ojos, las pupilas están sanas, pero sus débiles párpados se hinchan por el humor que destilan, y por esta continua pérdida de humor la misma intensidad de la vista disminuye.  Hay algunos que tienen lastimados sus ojos con las obras de su vida carnal; podrían ellos muy bien descubrir con su talento el recto camino, pero con la práctica continua del mal viven rodeados de tinieblas; la naturaleza les ha dotado de una vista aguda, pero su mala conducta se la ha ofuscado.  A ellos les podría repetir el ángel del Apocalipsis: “Unge tus ojos con colirio para que veas”  (Ap 3, 18). Ungir los ojos con colirio para ver, equivale a aplicar a nuestros entendimientos la medicina de las buenas obras.

    –Padece nube en la vista aquel que no puede percibir bien la luz de la verdad por impedírselo la jactancia de sus propias perfecciones y de su saber.  El que conserva oscuras las niñas de sus ojos, ve; pero el que padece nube en ellos no ve nada; así también aquél que, por virtud de su natural raciocinio, comprende que es un ignorante y pecador, llega a conseguir la gracia de la luz interior; pero aquél que blasona de inocente, sabio y justo se ve privado de todo conocimiento sobrenatural, y se halla tanto más lejos de percibir la claridad de la luz verdadera cuanto más se engríe con su propia jactancia, como de algunos afirmaba el Apóstol: Y mientras se jactaban de sabios pararon en ser unos necios  (Rm 1,22).

    –Padece sarna incurable el que está dominado por las rebeldías de la carne.  La irritación de las entrañas revienta en sarna en la piel, y con razón se la toma como símbolo de la lujuria: pues a la manera que las tentaciones del corazón se traducen en malas acciones, la irritación interior brota en sarna por la piel, manchando el cuerpo mismo por de fuera; así también desde el momento en que no se reprime la lascivia en el pensamiento, se hace dueña de las acciones.  Quería en cierto modo San Pablo curar la comezón de la piel, cuando decía: No os asalten sino tentaciones humanas  (1 Co 10, 13); como si dijera: Cosa humana es padecer tentaciones en el corazón, pero es cosa diabólica verse vencidos en el combate y en las obras.

    –Tiene empeines en el cuerpo aquél que en su espíritu está dominado por la avaricia, defecto que, si no se le combate en sus comienzos, pronto se propaga y arraiga sin medida.  El empeine llega a cubrir el cuerpo sin producir dolor y, propagándose sin ocasionar gran molestia, desfigura y afea la hermosura corporal; del mismo modo la avaricia, al par que entretiene el ánimo en que ella domina, lo exacerba; ofrece a la imaginación grandes bienes que adquirir, pero enciende los odios, y parece no sentir el escozor de sus llagas, porque en la misma culpa, presenta caudales de riquezas al alma entusiasmada.  Piérdese además la belleza corporal en cuanto la avaricia apaga el brillo de las demás virtudes e indispone el organismo entero, en cuanto abate el ánimo con el peso de todos los vicios, según afirma San Pablo, que la raíz de todos los males es la avaricia  (1 Tm 6,10).

   –Potrosos son los que, aunque no se entreguen a torpes acciones, llevan el alma dominada de malos pensamientos sin freno ni medida; los que no llegan, es cierto, a consumar las obras de la carne, pero se deleitan en su interior en imaginaciones lascivas sin escrúpulo alguno.  Consiste este defecto en que, fluyendo los humores de las entrañas a las partes vergonzosas, estas se hinchan produciendo pesadez y fealdad.  De aquí que se designan con el nombre de potrosos a los que, concentrando todos sus pensamientos en la lujuria, llevan sobre su corazón el peso de sus torpezas, y aunque no realicen con obras sus malos propósitos, no saben apartar de ellos sus ideas: son incapaces de elevarse resueltamente a la práctica del bien, porque los dominan en secreto sus malas inclinaciones.

    Todos los que viven sujetos a cualquiera de los vicios mencionados, están excluidos del honor de ofrecer sacrificios al Señor, pues no es apto para combatir delitos ajenos aquél que es esclavo de los suyos propios.

    Hemos procurado demostrar en breves consideraciones quiénes son dignos de ejercer el magisterio pastoral, y quiénes deben ser rechazados como indignos; veamos ahora cómo debe portarse en su ministerio aquél que ha sido elegido como capaz para desempeñarlo.

 
 DE LA VIDA DEL PASTOR EN EL OFICIO PASTORAL

 CAPÍTULO I

Cómo debe conducirse en el gobierno de las almas aquél que ha llegado a él por medios ordenados.

    La conducta del prelado debe ser tanto superior a la conducta del pueblo, cuanto la dignidad del pastor suele ser superior a la de su rebaño.

   Es necesario que pondere atentamente la obligación que le incumbe de observar una conducta intachable aquél en cuyo honor el pueblo toma el nombre de rebaño. Debe ser limpio en sus pensamientos, señalado en su conducta, discreto en su silencio, aprovechado en sus palabras, pronto a compadecerse de cada uno, más elevado que todos en la contemplación, amigo por su humildad de los que obran bien, severo en su celo por la justicia con los vicios de los pecadores, sin que las ocupaciones exteriores amengüen su vigilancia interior, ni los cuidados de la vida interior le lleven a abandonar la dirección de los negocios exteriores.

CAPÍTULO  II

Que el director de almas debe ser limpio en sus pensamientos.

   Debe el director de almas ser limpio en sus pensamientos, de suerte que no se contamine con ninguna impureza el que debe desempeñar un ministerio tal que ha de purificar de sus manchas los corazones ajenos; es menester que procure estar limpia la mano que se dispone a quitar la suciedad, de otro modo manchará todo lo que toca, si al pretender quitar la inmundicia, está inmunda ella misma.  Por esto manda el Señor por boca del Profeta: Purificaos vosotros los que traéis los vasos del Señor (Is 52, 11). Llevan los vasos del Señor los que han recibido la misión de guiar las almas bajo su custodia a la patria eterna. Miren bien cuán limpios deben ser los que han de llevar al templo de la eternidad esos vasos vivos en el regazo de su propia responsabilidad.

    Mandaba el precepto divino  (Cfr. Ex 28) que llevara Aarón en el pecho, suspendido por cadenillas y broches de oro, el Racional del juicio, para enseñarnos que un corazón sacerdotal no debe abrigar pensamientos irresolutos, sino que ha de gobernarse sólo por la razón; que no debe pensar nada vano e indiscreto quien está propuesto como dechado de los demás, sino que por la gravedad de su conducta ha de manifestar cuánta rectitud alberga en su pecho.  Estaba mandado también, y no sin motivo, que en dicho Racional estuvieran grabados los nombres de los doce Patriarcas; pues llevar siempre escritos en el pecho los nombres de los Patriarcas es meditar sin cesar la vida ejemplar de los antiguos pastores.  Sólo entonces camina el sacerdote con paso seguro, cuando no pierde de vista los ejemplos de sus antecesores en el ministerio, medita incesantemente las obras de los Santos y reprime los torcidos pensamientos, para no asentar el pie fuera de los límites de lo permitido.  Llámase también a esto el Racional del juicio, pues el prelado debe discernir con ánimo perspicaz  lo bueno de lo malo, lo que es más conveniente y a quiénes, el cómo y el cuándo; pensar bien sus resoluciones y no buscarse a sí mismo, considerando como su más alto interés el bien de sus prójimos.  Y así está escrito en el lugar ya mencionado: “En el mismo Racional del juicio pondrás estas dos palabras:  Doctrina y Verdad: las cuales Aarón llevará sobre su pecho cuando se presentare delante del Señor, y sobre su pecho llevará siempre el juicio de los hijos de Israel en la presencia del Señor”  (Ex 28, 30). Para un sacerdote, llevar el juicio de los hijos de Israel en la presencia del Señor, significa que ha de resolver los negocios espirituales de los fieles sus súbditos, teniendo sólo de mira a aquél que es juez de los corazones, de modo que nada de humano se mezcle en los asuntos que administra en nombre de Dios, ni sus resentimientos personales le hagan exagerado y áspero en su celo por corregir.  Y al manifestarse severo en presencia de los pecados ajenos, cumpla estrictamente su deber, sin que secretas envidias destruyan la serenidad de su juicio, ni arrebatos de cólera lo perturben.  Y así, sin perder de vista el santo temor de Dios, que debe regirlo todo, sepa infundir en sus súbditos una gran consideración y respeto.  Temor es éste que, al paso que inspira humildad en el ánimo del prelado, lo purifica, e impide que se engría por la presunción, se manche con deleites carnales, se ofusque con la codicia de las cosas terrenales o se extravíe con mundanos pensamientos, cosas todas que suelen tentar el espíritu de los que gobiernan las almas, pero que ellos deben darse prisa en desechar con los esfuerzos de su voluntad, no sea que el mal que halaga con sus sugestiones, los subyugue con la blandura de sus deleites y que, al ser negligentes en rechazarlos, los rinda y mate con el aguijón del consentimiento.

CAPÍTULO  III

Que el director de almas ha de ser señalado en su conducta.

    Sea el que gobierna las almas dechado de los demás en sus obras, señalando a los súbditos con su conducta el camino de la vida, de suerte que el rebaño, imitando las costumbres y escuchando la voz de su pastor, camine más bien llevado por sus ejemplos que por sus palabras. Pues claro está que aquél que por deber de su ministerio está obligado a hablar de sublimes verdades, está obligado también a dar sublimes ejemplos; que cuando la conducta del que predica está de acuerdo con lo que enseña, sus palabras penetran más fácilmente en el corazón de sus oyentes, presentando como llano y hacedero con sus ejemplos lo que impone con sus enseñanzas.  Por eso dice el Profeta: “Súbete sobre un alto monte, tú que anuncias buenas nuevas a Sión”  (Is 40, 9).  Pues bien, el que tiene a su cargo el predicar de cosas celestiales, parece como si, levantándose por encima de los negocios de la tierra, descansara sobre una alta cumbre, siéndole así más fácil arrastrar a sus súbditos hacia el bien, por hallarse, con los ejemplos de su vida, predicando desde las alturas.

    Mandaba la Ley divina  (Cfr. Ex 29) para la consagración del Sumo Sacerdote, que tomara éste por separado la espaldilla derecha del carnero, para significar que las obras del sacerdote no sólo deben ser provechosas sino también señaladas; que no sólo debe obrar bien en comparación con los malos, sino que también debe sobrepujar en pureza de costumbres a los súbditos buenos, así como los supera en el honor del orden.  Además de la espaldilla del carnero, era porción para el sacerdote el pecho, para indicarle que debe tomar del sacrifico, lo mismo que de su propia persona debe inmolar en honor del Creador.  Y no basta que guarde en el pecho sus buenos pensamientos, sino que ha de incitar con el brazo de sus obras hacia las cosas sublimes a los que en él se miran, de modo que ni ambicione la prosperidad de la vida presente, ni lo amedrenten las adversidades; desdeñe con la reflexión de una conciencia timorata los halagaos del mundo, y las dificultades las desprecie con el halago de las dulzuras interiores.

    Por lo cual mandaba también la ley  (Cfr. Ex 29) que el Efod del Sumo Sacerdote se sujetara a los dos hombros, para estar prevenido y armado con el aderezo de las virtudes tanto contra las adversidades como contra la prosperidad, y según la prescripción de San Pablo, proceder “con las armas de la justicia para luchar a la diestra y a la siniestra”  (2 Co 6-7), buscando su solo apoyo en la gracia interior, sin doblegarse hacia ningún lado ante los bajos deleites.  Ni la prosperidad lo engría, ni las contrariedades lo abatan, ni los halagos lo inclinen al placer, ni las amenazas lo induzcan a la desesperación; de suerte que se manifieste adornado en ambos hombres por el esplendor del Efod, no doblegando ante ninguna pasión la rectitud de su conciencia.     

    Y no sin motivo estaba mandado que el Efod se hiciera “de oro, de jacinto, de púrpura y grana dos veces teñida y de fino lino retorcido”  (Ex 28, 8), para significar la variedad de virtudes de que el sacerdote debe estar adornado.  Debe brillar en las vestiduras sacerdotales, ante todo el oro, que simboliza principalmente el brillo de una sabia inteligencia.  Agregase el jacinto, que tiene un brillo de color azul celeste, para significar que, en alas de las verdades que estudia y escudriña con su inteligencia, ha de elevarse al amor de las cosas celestiales y no rebajarse a los goces rastreros, no sea que cayendo incautamente en la red de los encomios, se vea privado de la misma inteligencia de la verdad.  Al oro y al jacinto ha de mezclarse la púrpura (que es atributo de reyes) para dar a entender que el corazón sacerdotal, al mismo tiempo que nutre en esperanza los bienes que en sus sublimes enseñanzas predica, ha de saber dominar en sí mismo los halagos y sugestiones del mal y combatirlos como revestido de regia potestad, de suerte que tenga siempre fijas sus miradas en la nobleza interior de que ha sido investido y mantenga con sus costumbres la honra del reino celestial que representa.  Hablando de esta nobleza espiritual, dice San Pedro: “Vosotros sois el linaje escogido, una especie de sacerdotes reyes” . (1 P 2, 9).  Y viene a corroborar lo soberano de esta potestad con que reprimimos el mal, la sentencia de San Juan, que dice: “A los que le recibieron (al Verbo) dióles poder de llegar a ser hijos de Dios”  (Jn 1, 12).  De esta dignidad y poder trata el Salmista cuando dice: “Mas yo veo, Dios mío, que tú has honrado sobremanera a tus amigos; su imperio ha llegado a ser sumamente poderoso”  (Sal 138, 17). Entonces se remonta a las alturas el espíritu de los santos, a modo de príncipes, cuando los vemos soportar resignados las afrentas exteriores.  Al oro, al jacinto y a la púrpura ha de agregarse la grana dos veces teñida; para significar que, a los ojos del juez de nuestras conciencias, han de aparecer todas las demás virtudes adornadas con la caridad; que todo lo que brille a la faz de los hombres ha de estar inflamado en el fuego del amor, a la faz del secreto árbitro de las almas.  Y esta caridad, que abraza con su amor a Dios y al prójimo, ha de resplandecer como con doble matiz.  Aquellos, pues, que de tal modo se entregan a la contemplación de Dios, que descuidan el alma de sus prójimos, o de tal modo desempeñan la cura de almas que se entibian en el divino amor –culpables de negligencia en uno de estos dos deberes– no saben llevar su Efod adornado con grana dos veces teñida.

    Pero no basta que el alma aspire a la perfección de los preceptos de la caridad, es necesario además que se mortifique la carne con la abstinencia, y por eso, a la grana teñida dos veces, se añade el fino lino retorcido.  El lino, que brota de la tierra con graciosa lozanía, ¿qué otra cosa puede significar sino la castidad que crece lozana con la blancura de la pureza corporal?  El lino retorcido entra a formar parte del Efod y a contribuir a su belleza, porque la castidad sólo llega al perfecto esplendor de su limpieza, cuando la carne se rinde y, en cierto modo, se retuerce bajo el peso de la abstinencia.  Y así como blanquea el lino retorcido en medio de la magnificencia del Efod, así se destaca también la mortificación de la carne en medio de las demás virtudes.

 
CAPÍTULO  IV

 Que el director de almas ha de ser discreto en su silencio  y aprovechado en sus palabras.

   Para que no calle lo que ha de decir ni diga lo que ha de callar, el director de espíritu debe ser prudente en su silencio y aprovechado en sus palabras.  Pues así como quien profiere una expresión imprudente puede ser causa de engaño, también el que guarda un silencio indiscreto puede inducir a error a aquellos a quienes debiera instruir.

    Con frecuencia ciertos superiores mal avisados, por temor de perder el favor de los hombres, no se atreven a hablar libremente de lo que es justo, y, según expresión de la eterna Verdad, no desempeñan el oficio de buenos pastores en la guarda de sus rebaños, sino el de mercenarios, pues, al ver llegar al lobo, huyen a esconderse en un culpable silencio. A estos tales reprende el Señor por boca del Profeta, llamándolos “perros mudos que no saben ladrar”  (Is 56, 10); y de nuevo se queja de ellos, cuando dice “Vosotros no habéis hecho frente, ni os habéis opuesto como muro a favor de la casa de Israel, para sostener la pelea en el día del Señor”  (Ez 13, 5).  Hacer frente es combatir con libertad de palabra contra las potestades del mundo en defensa del rebaño; sostener la pelea en el día del Señor es combatir a los impíos agresores, por amor de la justicia. Y ¿qué otra cosa es para un pastor sino volver afrentosamente las espaldas al enemigo, el callar la verdad por temor?  Al contrario, si presenta su pecho a favor de su rebaño, es como si opusiera un muro a los enemigos en defensa de la casa de Israel.  Por otra parte, dice el Profeta al pueblo prevaricador: Tus profetas te vaticinaron cosas falsas y necias, y no te manifestaban tus maldades para moverte a penitencia  (Lm 2,14).  Es frecuente en la Sagrada Escritura dar a los sacerdotes el nombre de Profetas, pues en realidad, cuando predican lo deleznable de las cosas presentes, profetizan lo venidero.  Repróchales la Escritura Sagrada porque vaticinan cosas falsas, pues si son cobardes para corregir los pecados de los fieles, si no delatan las iniquidades de los pecadores, absteniéndose de dar la voz de alarma, es como si adormecieran a los pecadores con promesas de una falsa seguridad.

    La Palabra que corrige es como la llave que sirve para abrir, pues al echar en cara la culpa que a veces ignora el mismo que la ha cometido, se la descubre; razón por la cual dice San Pablo: “Sea (el obispo) capaz de instruir en la santa doctrina y redargüir a los que la contradijeren”  (Tt 1, 9).  Y por su parte dice Malaquías: “En los labios del sacerdote ha de estar el depósito de la ciencia, y de su boca se ha de aprender la ley, puesto que él es el ángel del Señor de los ejércitos”  (Ml 2, 7).  Y amonéstale el Señor por medio de Isaías diciéndole: “Clama, no ceses, haz resonar tu voz como una trompeta”  (Is 58, 1).  El que abraza el ministerio sacerdotal, desempeña el oficio de pregonero, que precede con sus pregones la llegada del eterno y temible juez que le sigue.  Si pues el sacerdote no sabe predicar ¿cómo, pregonero mudo, podrá cumplir su ministerio de clamar?  Por eso el Espíritu Santo vino a descansar sobre los primeros pastores de la Iglesia en figura de lenguas, y los hizo inmediatamente hablar en público de la gracia de que los había colmado: Por eso también manda Moisés que el sacerdote, al entrar en el tabernáculo, lleve un ruedo de campanillas de oro, para significarles que han de predicar, y no ofender con su silencio al supremo Juez que los contempla.   Estaba mandado: “que se oiga el sonido (de las campanas) cuando entra o sale del santuario a la vista del Señor, y no pierda la vida”  (Ex 28, 35).  Por tanto el sacerdote, tanto al entrar como al salir, pierde la vida, si no se oye su sonido, esto es, atrae sobre sí las iras del soberano Señor, si camina sin producir el ruido de la predicación.  Con razón se dice del sacerdote que ha de llevar las campanillas colgadas de sus vestiduras, pues conforme a lo que atestigua el Profeta: “Revístanse tus sacerdotes de justicia”  (Sal 131, 9).  ¿Qué otro sentido podemos dar a las vestiduras del sacerdote sino el de sus buenas obras?  Han de estar, pues, pendientes de sus vestiduras las campanillas, de modo que las obras del sacerdote, al par que las palabras de su boca, han de predicar y enseñar el camino de la vida.

   Por otra parte, al prepararse el predicador para hablar, repare bien en la prudencia con que ha de expresarse, no sea que en medio de los arrebatos de la palabra, hiera con sus errores el corazón de sus oyentes; o al pretender aparecer como erudito, destruya neciamente la trabazón de la unidad.  De ahí que mande la eterna Verdad: “Tened siempre en vosotros la sal, y guardad la paz entre vosotros”  (Mc 9, 49).  La sal es el símbolo de la sabiduría en las palabras.  Quien desee, pues, hablar sabiamente, cuídese mucho de no destruir con sus palabras la unidad entre los que le escuchan.  Y así dice San Pablo: “En vuestro saber no os levantéis más alto de lo que debéis, sino que os contengáis dentro de los límites de la moderación”  (Rm 12,3).  Por eso mandaba el Señor que en las vestiduras sacerdotales fueran alternadas las campanillas de oro con las granadas de jacinto.  Y ¿qué otra cosa significan las granadas, sino la unidad de la fe?  Pues así como en la granada, bajo una misma corteza exterior, están apiñados dentro muchos granos, así también la unidad de la fe abraza y encierra a los incontables pueblos que forman la santa Iglesia, tan diversos en sí por la variedad de su poder y cultura.

    Y para que el prelado no se lance a predicar sin preparación y prudencia, la Verdad misma hace resonar a los oídos de sus discípulos las ya citadas palabras: “Tened siempre en vosotros la sal de la sabiduría y así guardad la paz entre vosotros”. Que es como si, por medio de las simbólicas vestiduras sacerdotales, les dijera: Alternad las granadas de jacinto con las campanillas de oro, de modo que en toda la doctrina que predicáis, conservéis con prudencia la unidad de la fe.

    No basta que los directores de almas eviten con todo esmero la predicación de doctrinas erróneas o malas, sino que han de procurar además enseñar las mismas cosas buenas con orden y medida: pues la predicación pierde a veces todo su buen efecto porque, para hacerla llegar al corazón de los oyentes, se la pule y desmenuza con una inmoderada palabrería: semejante abuso de locuacidad deshonra al mismo que la emplea, pues demuestra ignorar lo que realidad aprovecha al alma de sus oyentes.  Dijo el Señor a Moisés: “El hombre que padece gonorrea sea inmundo”  (Lv 15, 2).  Para el alma de los oyentes la palabra que escuchan es como la semilla de sus futuros pensamientos, pues en cierto modo la palabra que entra por el oído engendra sus ideas en el entendimiento; y así los mismos sabios del mundo llamaron al gran predicador de las Gentes sembrador de palabras.  Teníase por inmundo al que padecía gonorrea, porque el que está sujeto a la verbosidad, se deshonra a sí mismo, pues si se expresara debidamente, podría engendrar en el alma de sus oyentes fecundas ideas de santidad, mientras que si se pierde en inmoderada palabrería, arroja su semilla, no empleándola para producir fruto, sino para causar su propia afrenta.

    Asimismo San Pablo, al advertir a su discípulo Timoteo la estricta obligación de predicar, le dice: “Te conjuro, delante de Dios y de Jesucristo, que ha de juzgar a vivos y muertos, al tiempo de su venida, y de su reino, predica la palabra de Dios, insiste oportuna e importunamente”  (2 Tm 4, 1).  Antes de mandarle que predique importunamente, le manda que lo haga oportunamente, pues si la misma importunidad de la palabra no es oportuna, ella misma se desacredita ante el concepto de los oyentes.


CAPÍTULO V

Que el prelado ha de allegarse a todos por su bondad compasiva y estar sobre todos por su alta contemplación.

    Ha de hallarse el director de almas al nivel de los fieles por su compasivo corazón, y por encima de todos en su espíritu de contemplación; ha de hacer suyas las penas y dolencias de los demás con la blandura de sus entrañas; mientras por otra parte, en sus ansias de las cosas del cielo, ha de elevarse sobre sí mismo; pero de modo que, ni por elevarse desprecie las penalidades de sus prójimos, ni por aliviar las penas de sus prójimos abandone la altura de sus pensamientos.  Y así vemos que San Pablo es arrebatado hasta el tercer cielo, y allí escudriña los secretos celestiales, y sin embargo, enajenado en la contemplación de las cosas invisibles, aparta de allí sus miradas para fijarlas en las miserias de la carne, disponiendo cómo deben gobernarse las ocultas pasiones, diciendo: “Mas para evitar fornicación viva cada uno con su mujer, y cada una con su marido; que el marido pague a la mujer el débito y lo mismo la mujer al marido” (1 Co 7, 2).  Y poco más adelante continúa: “No queráis defraudaros el derecho legítimo, a no ser por algún tiempo de común acuerdo, para dedicaros a la oración, y después volved a cohabitar, no sea que os tiente Satanás”  (1 Co 7, 5).  Vedle como, desde las alturas de los celestiales arcanos, desciende con sus entrañas de misericordia a resolver lo referente al comercio carnal, y la misma mirada de su corazón que tenía fija en las sublimidades del cielo, la vuelve compasivo a las secretas debilidades de la tierra. Se remonta con su contemplación hasta los cielos, sin abandonar con sus cuidados el terreno de las humanas miserias: pues unido a lo más alto y a lo más bajo con las ligaduras de la caridad, se remonta valeroso a las alturas por el empuje de su propio espíritu, y desciende hacia los demás con su compasión ordenadamente.  Y así pudo decir: ¿”Quién enferma que no enferme yo con él? ¿quién cae en escándalo que yo no me requeme?”  (2 Co 11-29).  Y en otra parte repite: “Con los judíos he vivido como judío”  (1 Co 9,20).  Y esto lo manifestaba, no para ocultar su fe, sino para ensanchar su corazón, poniéndose en el lugar de los infieles para aprender por sí mismo cómo debía compadecerse de los demás, con el fin de hacer por ellos lo que hubiera querido que hicieran por él, si se hallara en semejante coyuntura. Por eso declara: “Si estáticos nos enajenamos, es por respeto a Dios: si nos moderamos o humillamos, es por vosotros”  (2 Co 5, 13).  ¡De tal modo había llegado a sobreponerse a sí mismo por la contemplación, y al propio tiempo, a adaptarse a los demás por la condescendencia!

   Vio también Jacob en su sueño subir y bajar a los ángeles desde la cima de la escala donde se asentaba el Señor hasta el suelo, hasta la piedra que luego ungió; pues los predicadores de la verdad, no sólo deben tender con la contemplación hacia la cima sagrada de la Iglesia que es Dios, sino que también deben descender con la misericordia hasta sus más íntimos miembros.  Por eso Moisés a cada paso entra en el tabernáculo y sale de él; y si dentro es arrebatado en éxtasis, fuera se interesa por los negocios de los que sufren; dentro contempla los arcanos divinos, fuera compadece las miserias humanas. Asimismo, cada vez que se le ofrece alguna dificultad, acude al tabernáculo y consulta al Señor delante del Arca de la Alianza, dando de este modo un gran ejemplo a los prelados, los cuales, cuando duden cómo proceder en las cosas exteriores, han de entrar en sí mismos, como en un tabernáculo, para consultar a Dios sobre sus dudas, como si estuvieran delante del Arca de la Alianza, cuando escudriñan en su interior las Sagradas Escrituras.

   Así el Verbo Divino, al manifestársenos revestido de nuestra naturaleza mortal, se acoge a la oración en la montaña y luego obra milagros en las ciudades, dando así un ejemplo que imitar a los buenos prelados que han de aspirar a las cosas sublimes en la oración y al mismo tiempo han de bajarse compasivos hasta aliviar las necesidades de los débiles. Pues sólo es admirable la caridad en sus sublimes arranques, cuando desciende misericordiosa hasta las miserias de los prójimos; y tanto más atrevida es en sus elevados vuelos, cuanto más compasiva se humilla ante los pequeños.

   Los que gobiernan deben mostrarse tales que los súbditos no tengan reparo en manifestarles hasta sus más recónditos secretos; que cuando están expuestos los pequeños a los embates de la tentación, acudan a su pastor como al regazo de una madre, y que los que se sienten manchados con la infamia de la culpa que los remuerde, la laven con las lágrimas de penitencia y la remedien con las exhortaciones de su pastor.

   A las puertas del antiguo templo estaba el llamado mar de bronce para lavarse las manos los que asistían al santuario; este mar o depósito descansaba sobre doce bueyes con la cara hacia fuera y las partes traseras ocultas debajo.  ¿Qué otra cosa significan los doce bueyes sino el conjunto de los pastores de almas? Al referirse a ellos la ley, según atestigua San Pablo, dice: No pondrás bozal al buey que trilla en la era  (1 Co 9,9; Deut. 25, 4). Nosotros vemos, sí, las acciones públicas de los pastores, pero ignoramos qué es lo que les está reservado ante el Juez inexorable en la oculta retribución de los actos.  Ellos son los que, cuando disponen su compasivo corazón para lavar los pecados que confiesan los fieles, en cierto modo sostienen el depósito del agua a las puertas del templo, con el fin de que todos aquellos que desean entrar en la eternidad, manifiesten a su pastor sus propias tentaciones o caídas y se purifiquen las manos de sus obras y pensamientos en el mar de bronce sostenido por los bueyes.

   Y puede suceder que el director de almas, al mismo tiempo que se va enterando compasivamente de los pecados ajenos, se sienta él asaltado por las mismas tentaciones que ha oído; pues el agua misma del depósito en que la muchedumbre se lava, al fin llega a ensuciarse, y al paso que se limpian en ella la suciedad, va perdiendo su trasparencia cristalina.  Pero no han de atemorizarse por esto los pastores, pues alcanzarán con tanta mayor facilidad, de Dios que todo lo sabe, verse libres de sus tentaciones, cuanto con mayor caridad se cuiden de las tentaciones ajenas.


CAPÍTULO VI

Ha de ser por su humildad el director de almas accesible y llano con los que obran bien, resuelto y celoso de la justicia con los vicios de los malvados.

   Sea además el pastor asequible y bondadoso con los que obran bien; animoso y lleno de celo con los pecadores; de suerte que nunca se manifieste altanero con los buenos, pero haga pronto uso de su autoridad de superior cuando así lo exijan los desmanes de los malos; considerándose igual a los fieles que viven bien, desdeñando los honores, y no tema ejercitar sus derechos de rigor con los perversos. Pues, como recuerdo haber escrito en mis libros Morales  (Greg. Mor 21, 22), la naturaleza ha hecho iguales a todos los hombres: sólo el pecado los ha colocado a los unos en situación inferior a los otros, según el orden de sus méritos.  Y esta misma diversidad que proviene del pecado está dispuesta por voluntad de Dios, de modo que, no pudiendo todos los hombres ser igualmente esforzados y fuertes, unos se sostengan a otros.  De suerte que los que están llamados a gobernar, no deben considerar en sí su autoridad de mando, sino la semejanza de condición con los demás; ni se gloríen de poder mandar a los hombres, sino de servirlos.  Téngase presente que nuestros antiguos patriarcas no fueron reyes de los hombres, sino pastores de ovejas.  Y después de haber dicho el Señor a Noé y a sus hijos: Creced y multiplicaos y poblad la tierra; luego añadió:  que teman y tiemblen ante vosotros todos los animales de la tierra  (Gn 9, 1, 7).  Si manda, pues, que ejerzan su poder con terror sobre los animales de la tierra, es que prohíbe que lo ejerzan sobre los hombres.  Ese hombre que por su naturaleza está por encima de los brutos, no lo está de los demás hombres, y por eso debe infundir temor a los animales, no a los hombres, pues sería contra naturaleza engreírse, queriendo imponer temor a seres iguales.

   Y sin embargo, es necesario que los prelados se hagan respetar por sus súbditos, cuando ven que éstos no respetan a Dios, y procurar que se abstengan del pecado al menos por temores humanos, ya que no lo hacen por miedo a los juicios y castigos divinos. Ni los prelados han de hallar en este indispensable respeto motivos de engreimiento, pues en ello no han de procurar su propia gloria, sino el perfeccionamiento de sus fieles. Desde el momento en que imponen temor y respeto a los que viven mal, en cierto modo no ejercen poder sobre hombres, sino sobre animales, pues es su parte animal lo que se somete y sólo en concepto de tales deben permanecer sometidos.

   Pero suele suceder que el prelado, al verse colocado por encima de los demás, se envanezca con pensamientos de soberbia; y al ver que todo está a su disposición, que se cumple, según sus deseos, todo lo que ordena, que los súbditos enaltecen lo que hacen bien y no se atreven a contradecirle en lo que obra mal, que aprueban a veces aun lo que debieran reprobar, adulado por sus subordinados, se engríe; y mientras por defuera le rodea el aura popular, por dentro desconoce su verdadera situación; olvidándose de quien es, se mece en ajenas alabanzas, y llega a creerse que es tal como le dicen y no como su conciencia debiera dictarle. Trata con desdén a sus súbditos, no reconociéndoles por iguales a sí en el orden de la naturaleza, y porque es superior a ellos por razón de su dignidad, se cree aventajarlos también en los méritos de la vida; y está convencido de que, porque puede más, sabe también más que ellos.  Se forma en sí mismo una especie de cima inaccesible, y siendo por fuerza de la naturaleza de igual condición, no se digna considerar a los demás como iguales; asemejándose así a aquél de quien está escrito en Job: Contempla debajo de sí todo lo más grande y elevado, como quien es el rey de todos los hijos de la soberbia  (Jb 41, 25).  Ved ahí a Satanás que, aspirando a ocupar un lugar único por lo elevado y desdeñando la misma compañía de los ángeles, exclama: Colocaré mi asiento en la cima del monte del testamento situado al Septentrión, y seré semejante al Altísimo  (Is 14, 13).  Y por justa disposición de Dios, cuando por una parte se había elevado sobre la cumbre de su poderío a la vista de los demás, por otra encontró en su propio espíritu el abismo en que se hundió.  Equipárase así al ángel apóstata quien, siendo hombre, pretende ser superior a los demás hombres.– Así también Saúl, después de haber sido humilde, al verse colocado en la cumbre del poder se hinchó de soberbia; levantado por rey cuando era humilde, repudiado por Dios cuando soberbio, como atestigua el Señor mismo: ¿Acaso cuando tú eras pequeño a tus propios ojos no te hice cabeza de las tribus de Israel?  (1 S 15, 17). Antes se había tenido por pequeño a sus propios ojos, pero apenas revestido de poder temporal, ya no se consideraba pequeño.  Creyéndose superior a los demás al compararse con ellos, se tenía por mayor que todos porque disponía de mayor poder... ¡Cosa admirable! Mientras fue pequeño a sus propios ojos, fue grande a los de Dios, pero apenas se tuvo él mismo por grande, Dios lo repudió por pequeño.

   A veces el ánimo se engríe ante las manifestaciones y número de los súbditos, y deslumbrado por el esplendor de su propia dignidad, se desvanece en humos de soberbia.  Sólo hace buen empleo de su poder aquel que sabe a un tiempo mismo mantenerlo y moderarlo: sólo lo usa bien quien sabe por medio de él elevarse por sobre las faltas ajenas, y sabe también, a pesar de él, ponerse a igual nivel que los demás.  Si el corazón humano se ensoberbece muchas veces sin que lo abone ninguna dignidad, ¿cuánto más se engreirá si se ve revestido de poder? Para hacer recto uso de la autoridad es menester saber servirse prudentemente de ella en lo que aprovecha para el bien, renunciar a ella en lo que pueda halagar, considerarse a pesar de ella igual a los demás, y, sin embargo, hacer sentir su peso cuando se trata de ejercitar el celo por la justicia con los pecadores.

   Y esta suma prudencia y discreción la vemos retratada en los ejemplos del primer Pastor; San Pedro, que recibió el gobierno de la santa Iglesia de manos del mismo Dios, rechazó las excesivas muestras de veneración del varón justo Cornelio que humildemente se prosternó a sus pies, y se declaró igual a él, diciendo: Levántate, que yo soy un hombre como tú  (Hch 10,26).  Pero al notar la falta cometida por Ananías y Safira, manifiesta todo el poder que ejercía sobre los demás: con una sola palabra les priva de la vida, cuyos malos pasos había sorprendido por interior inspiración: y sólo hizo comprender que él era el jefe en el seno de la Iglesia, cuando se trató de reprimir el mal; mientras de frente a sus hermanos que obraban el bien no se reputó digno del honor que tan espontáneamente le tributaba el piadoso centurión.  Por un lado, pues, vemos cómo la santidad de la vida consigue establecer la mutua igualdad; por otro, cómo el celo por la corrección del mal, resume sus derechos de potestad.

   Con los que obraban bien, San Pablo se conducía como si no fuera su superior, y les dice: No es porque dominemos en vuestra fe, sino al contrario, procuramos contribuir a vuestro gozo; y añade: puesto que permanecéis firmes en la fe  (2 Co 1, 23).  Como si quisiera decirles: No pretendo imponerme a vosotros en vuestra fe, porque permanecéis firmes en ella; nos consideramos iguales a vosotros, porque sabemos que os mantenéis en nuestras creencias.  Y parece hasta olvidar que es su pastor cuando les dice: Nos hemos hecho niños en medio de vosotros  (1 Ts 2-7).  Y en otra parte repite: Nos hemos hecho siervos vuestros por amor a Jesucristo  (2 Co 4, 5).  Pero cuando llega a saber que existe entre los fieles un delito que no ha sido reprimido, se reviste de toda su autoridad de maestro y de pastor y exclama: ¿Qué queréis, habré de ir a vosotros con la vara del castigo?  (1 Co 4, 21).

   Sólo, pues, se gobierna bien en los cargos elevados, cuando el que manda procura ejercer su autoridad, no sobre sus hermanos, sino sobre sus vicios y defectos.  Y es preciso, además, que los superiores, al corregir a sus subalternos culpables, tengan buen cuidado de que, mientras castigan las culpas con el derecho que su autoridad les confiere para el mantenimiento del orden, se consideren iguales a los mismos hermanos a quienes corrigen, para la guarda de la humildad; y no sólo eso, sino que a veces es también recomendable que nos consideremos interiormente inferiores a aquellos mismos a quienes corregimos.  Pues mientras sus defectos caen bajo los golpes de nuestra corrección, los que nosotros mismos cometemos no encuentran siquiera quien los desapruebe con el reproche de una sola palabra: y somos tanto más responsables a los ojos de Dios, cuanto más impunemente pecamos a los ojos de los hombres; por el contrario, nuestro rigor hace a los subalternos tanto más libres de la justicia divina, cuanto menos dejamos sin correctivo sus culpas en esta vida.

   Ha de guardarse, pues, una grande humildad interior junto con un justo orden exterior, cuidando en esto mismo que no se relajen los principios de un justo gobierno con guardar una exagerada humildad; no sea que rebajándose el superior más de lo conveniente, se haga incapaz de reducir la vida de sus subalternos bajo el yugo de la disciplina.  Guarden, pues, los prelados, en su exterior, la dignidad que han recibido para mayor provecho de los demás; y conserven interiormente la humildad, pues mucho han de temer de su propia estimación.  Por otra parte, es necesario que se den cuenta los subalternos, por ciertos indicios que han de aparecer convenientemente, de que sus prelados son en su interior humildes, de suerte que vean en su autoridad lo que han de temer y contemplen en su humildad lo que han de imitar. Procuren por tanto, cuidadosamente, los que gobiernan, que cuanto mayor aparezca su dignidad a los ojos de los demás, tanto más pequeña aparezca a sus propios ojos, y esto con el fin de que su propia dignidad no llegue a dominar sus pensamientos, ni arrastre el ánimo a vanas complacencias, no sea que la voluntad, por estar subordinada a los halagos del poder, no pueda ya sobreponerse.  Y para que los que gobiernan no se envanezcan con las satisfacciones de su propio poderío, dice muy a propósito el sabio: ¿Te han hecho jefe? No te engrías: pórtate entre tus súbditos, como uno de tantos  (Si 32, 1). Por su parte, también San Pedro dice: No queráis tener señorío sobre el clero, sino siendo dechados de la grey  (1 P 5, 3).  Y por fin, la Eterna Verdad, para invitarnos a aspirar a más elevados ejemplos de virtud, nos enseña: No ignoráis que los príncipes de las naciones avasallan a sus pueblos y que sus magnates los dominan con imperio; no ha de ser así entre vosotros, sino que quien aspirase a ser mayor entre vosotros, debe ser vuestro criado, y el que quiera ser entre vosotros el primero, ha de ser vuestro siervo: al modo que el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir  (Mt 20,26 sg).  Y por eso anuncia ya los suplicios que están reservados para el siervo que se engríe con la autoridad que se le ha confiado, diciendo: Pero si ese siervo malo dijere en su corazón: Mi amo no viene tan pronto, y empezaré a maltratar a sus consiervos y a comer y a beber con los borrachos, vendrá el amo de tal siervo en el día que no espera y a la hora que menos piensa, y le retirará y le dará la pena que a los hipócritas o siervos infieles  (Mt 24, 48, sg).  Con razón califica de hipócrita e infiel a quien, con pretexto de ejercer un deber, convierte su ministerio de gobierno en instrumento de despotismo; y aun crece de punto la gravedad del pecado cometido, si se observa con los malvados más el prurito de igualarse a ellos que el ánimo de corregirlos.  Así Helí, dominado por un falso cariño hacia sus hijos, no se atrevió a castigarlos cuando pecaron, y por eso se hizo, él junto con sus hijos, reo de una terrible sentencia ante el acatamiento del Juez inapelable. Y así le reprocha la voz del Señor: Has tenido más consideraciones con tus hijos que conmigo  (1 S 2, 29). Y por la misma razón reprende el Señor a los pastores por boca del Profeta: No vendasteis a las ovejas quebradas, ni recogisteis a las descarriadas  (Ez 34,4).  No recoger a los extraviados es no emplear los esfuerzos del celo pastoral en reducir y devolver al estado de gracia a los que han caído en la culpa: vendar las fracturas es reprimir los excesos de la culpa por medio de la autoridad, con el fin de que la llaga no se extienda más, hasta llegar a producir la muerte por no haberla atajado con el rigor de la justicia.

 
   Pero también puede suceder que cunda la herida por haber sido mal vendada, de suerte que se sienta más hondo el desgarramiento al aplicar sin tino el vendaje.  Por eso es necesario que, al atar la herida del pecado, reprendiendo a los súbditos, se modere el rigor mismo de la corrección con una gran prudencia: de modo que se ejerzan los derechos de reprender sin renunciar a los sentimientos de caridad.  Debe mostrarse el prelado con sus subalternos, como madre en su bondad, y como padre en el rigor; y al propio tiempo, ha de procurar con gran cuidado que su bondad no resulte condescendencia, ni su rigor inflexibilidad. Pues como dejamos demostrado en nuestros libros Morales  (Greg. Mor 20, 14), tanto la bondad como la justicia pierden eficacia, si la una no va acompañada de la otra; antes los prelados deben estar dotados para con sus dependientes de una bondad previsora y prudente, y de una autoridad blandamente inexorable.  Y esto mismo nos enseña nuestro Divino Maestro en la parábola del caritativo Samaritano, quien lleva al viajero medio muerto a la posada y antes emplea aceite y vino para curar sus heridas: el vino que produce escozor en las llagas, y el aceite que las suaviza.  Por tanto, los que tienen por deber medicinar las heridas del prójimo han de emplear el vino que escuece y el aceite que ablanda y alivia, para que con el vino desaparezca la gangrena y con el aceite se suavice la cura.  Ha de mezclarse la severidad con la blandura, formando con ambas un término medio que ni exaspere a los súbditos con la excesiva aspereza, ni los relaje con la inmoderada bondad.  Todo lo cual viene a simbolizar el Arca de la Alianza, en la cual, según testimonio de San Pablo, se guardaban junto con las tablas de la Ley, la vara de Aarón y el maná; pues en el alma de un buen prelado, junto con el conocimiento de la Sagrada Escritura, debe guardarse la vara de la severidad y también el maná de la dulzura.  Por eso canta David: Tu vara y tu báculo han sido mi consuelo  (Sal 22, 4), pues la vara sirve para castigarnos y el báculo para sostenernos: ya que se usa la vara de la corrección que hiere, no se olvide el báculo del consuelo que sostiene.  Haya, pues, amor sin excesivas blanduras; entereza, sin exasperaciones; celo, sin encarnizamiento; bondad, sin relajamiento en el perdón; de suerte que, mezclándose en el ejercicio de la autoridad la justicia con la clemencia, el que gobierna ablande el corazón de sus súbditos con el temor, y al mismo tiempo, los atraiga a reverenciar el temor con la blandura.


CAPÍTULO VII

 Que el director de almas no ha de mermar el cuidado de la vida interior por causa de las ocupaciones exteriores, ni ha de abandonar sus obligaciones exteriores por las atenciones de la vida interior.

 
   Trate el director de almas de no disminuir el cuidado de la vida interior por causa de las ocupaciones exteriores, y de no abandonar sus obligaciones exteriores por las atenciones de la vida interior, no sea que, entregado de lleno a los negocios temporales, descuide los asuntos espirituales; o que únicamente consagrado a éstos, escatime a sus prójimos los cuidados exteriores que les son debidos.  Hay algunos que, olvidándose de que son prelados precisamente para atender al alma de sus hermanos, se engolfan con todos los bríos de su espíritu en los negocios mundanos; cuando tienen ocupaciones de esta clase, entonces trabajan con agrado, y si éstas les faltan, viven día y noche en continua desazón por tenerlas, y mientras se hallan inoperosos por falta de tales negocios, encuentran mayor fatiga en su mismo descanso.  Si por ventura se ven abrumados de quehaceres, están en sus delicias, y sólo consideran trabajoso y pesado si no trabajan en negocios temporales.  De donde resulta que, mientras se complacen en los afanes que les ocasiona el estrépito del mundo, ignoran por completo los negocios del alma en que debieran instruir a los demás.  Como consecuencia inevitable de este proceder, va languideciendo la vida cristiana en los subalternos, pues si acaso desean ellos aprovechar en el espíritu, tropezarán en su camino con los ejemplos que les da su mismo prelado.  Y cuando la cabeza está enferma, de nada sirve que los demás miembros estén sanos; Así como en balde seguirá a marchas forzadas un ejército en busca del enemigo, si el mismo capitán equivoca el camino.  No tendrán los fieles exhortación alguna que levante su espíritu, ni reprensión que castigue o reprima sus culpas; pues si el director de sus almas ejercita sólo el oficio de juez temporal, el rebaño se verá privado de la vigilancia de su pastor; y no alcanzarán los súbditos a percibir la luz de la verdad, pues engolfados los sentidos del pastor en los negocios terrenales, el polvo que levanta el remolino de las tentaciones cegará sus ojos, que lo son también de la comunidad de los fieles.

 
   Para remediar este desorden, el Redentor del linaje humano, después de decirnos, con el fin de apartarnos de los excesos de la comida: Velad sobre vosotros mismos, no suceda que se ofusquen vuestros corazones con la glotonería y embriaguez  (Lc 21, 34): nos advierte enseguida: Ni con los cuidados de esta vida.  Luego agrega palabras de amenaza: No sea que os sobrevenga de repente aquel día;  y declara lo repentino de aquella llegada, diciendo: Que será como un lazo que sorprenderá a todos los que moran sobre la superficie de la tierra.  Y  a este mismo propósito, dice en otro lugar: Nadie puede servir a dos señores  (Lc 16, 13).

    Razón por la cual San Pablo trata de apartar el ánimo de los prelados de los negocios mundanos, no sólo con súplicas, sino más bien con amenazas, cuando dice: Ninguno que se ha alistado en la milicia de Dios debe embarazarse con negocios del siglo, a fin de agradar a Aquél que lo alistó  (2 Tm 2, 4).  Y en otra ocasión ordena a los prelados de la Iglesia que, como principio, se abstengan de tales asuntos, y les dicta la manera de proceder, diciendo: Si tuviereis pleitos sobre negocios de este mundo, tomad por jueces (antes que a los infieles) a los más ínfimos de la Iglesia  (1 Co 6, 4): y esto con el fin de que traten de los menesteres terrenales aquellos que no están revestidos de carácter sagrado.  Que es como si dijera: Ya que ellos no alcanzan los negocios del alma, al menos pueden emplearse en los asuntos exteriores indispensables.  Por la misma razón, Moisés, que solía tener trato íntimo con Dios, mereció que un extranjero, Jetró, su suegro, lo reprendiera porque gastaba sus fuerzas en tareas ímprobas, dirimiendo las cuestiones materiales de su pueblo  (Ex 18, 17, sg).  Diole además Jetró el consejo de escoger en su lugar a algunas personas que entendieran en las disensiones populares, para que él pudiera, con mayor libertad, dedicarse a meditar en las profundas verdades espirituales con que instruir al pueblo.

    Son los inferiores los que han de ejecutar las cosas menos importantes, y los superiores los que han de idear y concertar las cosas más elevadas, y así los ojos que han de inspeccionar el camino no se ofuscarán con el polvo de la tierra.  Los que gobiernan son como la cabeza de sus subalternos: y para que los pies puedan emprender su marcha con acierto, es necesario que la cabeza, desde la altura en que está colocada, examine bien el camino; pues si la cabeza se inclinara hacia la tierra, llevando encorvado el cuerpo, se verían a cada paso los pies impedidos de seguir su marcha regular.  ¿Con qué derecho disfruta el director de almas de las prerrogativas de pastor entre los fieles, si se entremete en aquellos mismos negocios temporales cuyo ejercicio debiera reprimir en los demás?  Y esto es lo que el Señor, en su justa indignación, amenaza cuando dice por boca del Profeta:  Y será el sacerdote como el pueblo  (Os 4, 9).  El sacerdote es como el pueblo cuando, el que desempeña el ministerio espiritual obra lo mismo que aquellos a quienes debe corregir en sus aficiones carnales.  Viendo lo cual el Profeta Jeremías, con vivo dolor de sus amorosas entrañas, se lamenta como si estuviera presenciando la destrucción del templo, diciendo: ¡Cómo se ha oscurecido el oro, y se ha cambiado su color bellísimo! Dispersas ¡ay! están las piedras del Santuario por los ángulos de todas las plazas  (Lm 4, 1).  El oro, que es el más valioso de todos los metales, ¿qué otra cosa puede significar sino la grandeza de la santidad?  Y su color bellísimo ¿qué otra cosa querrá decir sino el respeto a la religión que todos debemos amar?  Y las piedras del Santuario ¿qué son sino las personas constituidas en órdenes sagradas? Y por las plazas ¿qué podrá estar figurado sino la anchura de la vida presente?  La voz  plaza se deriva de la palabra griega platos, que significa anchura.  Pues bien, como dice la misma eterna Verdad: Ancha y espaciosa es la senda que lleva a la perdición  (Mt 7, 18).  El oro del templo se oscurece, cuando se profana la santidad de la vida con acciones terrenales; su bellísimo color se cambia, cuando se amengua el respeto y antigua estima en que algunos pastores eran tenidos como varones de vida ordenada y piadosa.  Pues es claro que, los que después de haber llevado una conducta santa, se entremeten en asuntos temporales, en cierto modo cambian de color ante los ojos de los hombres y se oscurecen, con menoscabo del respeto que les es debido.  Yacen dispersas por las plazas las piedras preciosas del Santuario, cuando aquellos que, para ornato de la Iglesia, hubieran debido aplicarse a la interna contemplación de los misterios en lo más recóndito del Santuario, se desparraman por fuera en los anchos caminos de los negocios seculares.  Las piedras preciosas del Santuario estaban destinadas a brillar en el recinto del Sancta Sanctorum sobre las vestiduras del sumo Pontífice.  Cuando, pues, los ministros de la religión no exigen de sus súbditos el honor que en la práctica de las buenas obras deben tributar al Redentor, no se emplean las piedras preciosas del Santuario para ornamento del Pontífice: antes yacen dispersas por las plazas cuando las personas revestidas de carácter sagrado, entregadas a la anchura de sus placeres, se dedican a los negocios temporales.  Y es de notar que no dice el Profeta que están las piedras dispersas en las plazas, sino en los ángulos o cabezas de las plazas, para dar a entender que, cuando los pastores obran con miras humanas, si bien sólo pretendan sobresalir para poder caminar más a sus anchas por el sendero del placer y de la vanidad, sin embargo quedan siempre a la vista, colocados en el ángulo o cabeza de la plaza, a causa de la sublime dignidad de su sagrado ministerio.

    Bien puede entenderse también por estas piedras, aquéllas de que estaba construido el Santuario, las cuales yacen dispersas en los ángulos de las plazas, cuando las personas constituidas en sagrada dignidad se dedican por su voluntad a intereses terrenales, mientras que por su misión parecían antes sustentar la gloria de la santidad.  Rara vez ha de mezclarse el pastor en negocios mundanos, y esto sólo por ayudar a sus prójimos; nunca ha de buscarlos de intento, pues si se buscan por afición, agobian el espíritu, y venciéndolo con su peso, lo desempeñan en los abismos desde las alturas de lo sobrenatural.

    Otros hay que caen en el extremo opuesto: se cuidan, sí, de su rebaño, pero de tal modo se entregan a sus propios asuntos espirituales, que se niegan absolutamente a tratar de ningún asunto temporal, y así, descuidando por completo las cosas materiales, no satisfacen debidamente todas las necesidades de sus subalternos.  Su misma predicación llega a veces a ser objeto de desprecio, porque, si bien reprenden las malas obras de los pecadores, no se cuidan de remediar las necesidades de la vida presente, y por tanto, no se les oye con interés.  Las solas palabras y consejos no llegan hasta el corazón de los pobres, si no van acompañadas por la mano de la misericordia; y sólo brota fácilmente la semilla de la palabra, cuando la caridad del predicador derrama su piadoso riego en el alma de los oyentes.  Por eso es indispensable que el director de almas, para hacer penetrar las cosas espirituales, proporcione también, sin detrimento de sus piadosas intenciones, bienes materiales.  Y de tal modo debe ser el celo de los pastores por el bien eterno de sus fieles, que no han de descuidar el provecho de su vida temporal.  Pues, como dejamos dicho, no sin cierta razón se retrae el rebaño de aceptar las verdades que le predican, si ve que el pastor no toma en cuenta el alivio de sus necesidades materiales.  Por ese motivo, San Pedro, el primer pastor de la Iglesia manifiesta por ella toda su solicitud, cuando dice: A los presbíteros que hay entre vosotros, suplico yo, vuestro compresbítero y testigo de la pasión de Cristo, como también participante de su gloria, la cual se ha de manifestar a todos en lo porvenir, que apacentéis la grey de Dios puesta a vuestro cargo  (1 P 5. 1).  Y qué apacentamiento aconseja en esta ocasión, el del alma o el del cuerpo, lo declara diciendo: Gobernándola y velando sobre la grey, no precisados por la necesidad, sino con voluntad afectuosa, que sea según Dios; no por un sórdido interés, sino gratuitamente (Ibid).  Con estas palabras quiere sin duda el Apóstol prevenir amorosamente a los pastores, para que no se hieran a sí mismos con el aguijón de la ambición, no sea cosa que, mientras por intermedio suyo reciben los prójimos el socorro para el cuerpo, resulten ellos mismos ayunos del pan de las divinas recompensas.  Y San Pablo alienta este celo de los pastores, diciendo: Que si hay quien no mira por los suyos, mayormente si son de su familia, este tal ha negado la fe y es peor que un infiel  (1 Tm 5, 8).

    En todo esto, es preciso tener siempre presente la precaución de no perder nunca de vista la recta intención interior al tratar de los negocios exteriores.  Pues como dejamos dicho, suele suceder que, a medida que los prelados se engolfan incautamente en los cuidados temporales, van entibiándose en la caridad interior, hasta que, derramados sus corazones en las cosas de fuera, llegan a olvidarse de que el cargo que han recibido es gobernar las almas.  Es preciso, pues, poner un límite prudente a los cuidados exteriores que se dedican a los fieles.  Con razón manda el señor a Ezequiel: Y los sacerdotes no raerán su cabeza ni dejarán crecer su cabello, sino que lo acortarán cortándolo con tijeras  (Ez 44, 20).  Dase el nombre de sacerdotes a todos aquellos que están puestos al frente de los fieles para ejercer el gobierno sagrado.  Los cabellos que crecen en la parte superior de la cabeza simbolizan los pensamientos de la inteligencia, pues crecen aquellos sin sentirlo sobre el cerebro, como los afanes, a veces importunos, de la vida presente, van brotando sin darse cuenta de las almas distraídas. Y siendo así que los que gobiernan no pueden prescindir de los cuidados materiales de los fieles, y tampoco deben por otra parte engolfarse en ellos ciegamente, con razón se les prohíbe a los sacerdotes que se rasuren la cabeza y que dejen crecer el cabello, para darles a entender que las preocupaciones carnales que proporciona la vida de los súbditos, ni deben suprimirlas completamente, ni deben dejarlas que crezcan demasiado. Por eso está escrito: Acortarán los cabellos cortándolos con tijeras; que es como decir: que los afanes de los asuntos temporales deben, sí, aparecer, pero sin embargo han de cortarse o suspenderse prontamente para que no crezcan en demasía.  De este modo al mismo tiempo se atienden los intereses de la vida temporal con un cuidadoso gobierno exterior, y por la moderación en ellos no se daña la pura intención del alma: que viene a ser como conservar el cabello en la cabeza del sacerdote para proteger su piel, pero tenerlo corto para que no llegue a taparle los ojos.


CAPÍTULO VIII

 Que el director de almas no ha de proponerse en sus obras agradar a los hombres, si bien ha de empeñarse en que lo que hace pueda agradarles.

   Es, además, necesario que el pastor esté muy sobre sí para no dejarse llevar por el deseo de agradar a los hombres; que ni cuando se consagra a la vida interior, ni cuando provee a los negocios exteriores, pretenda que los fieles le amen a él más que a Jesucristo, que es la Verdad; no sea que, mientras lo creen todos apartado del mundo y firme en el bien, su amor propio lo tenga apartado de Dios.  Pues se convierte en rival de nuestro Redentor Jesucristo aquel que, por medio de las buenas obras que hace, aspira a usurpar el amor que la congregación de los fieles sólo a Él le debe. Se hace reo de pensamientos adúlteros el criado que, encargado por el esposo de presentar sus dones a la esposa, se propone conquistar las buenas gracias de ésta.

    Y este mismo amor propio, cuando se apodera del alma de los prelados, unas veces los arrastra a ser excesivamente complacientes, y otras, a ser ásperos e intolerables.  Truécase a veces el amor propio en complacientes blanduras, cuando al notar las faltas de sus súbditos, no se atreven los prelados a reprenderlos por temor de malquistarse con ellos: y llega en ocasiones a alentar con sus halagos los extravíos de los fieles a quienes debiera reprimir.  Y bien dice el Profeta a este propósito: ¡Ay de aquellos que ponen almohadillas bajo todos los codos y hacen cabezales para poner bajo la cabeza de los de toda edad, a fin de hacer presa en las almas! (Ez 13,18).  Poner almohadillas bajo todos los codos es alentar con vanos halagos a las almas que van desviándose del camino del bien y que se abandonan a los deleites de este mundo.  Lo que es para el codo la almohadilla, lo que es para la cabeza del que está acostado el cabezal, eso es para el pecador el rigor de la corrección que se le ahorra, las muestras de ternura que se le dan, para que duerma tranquilo en sus vicios y ninguna contradicción o sacudida brusca lo despierte.

    Y los superiores que están cegados del amor propio, usan precisamente estas muestras de tolerancia con aquellos de quienes temen puedan menoscabar su propia gloria temporal tan ambicionada. Por el contrario, a aquellos de cuya influencia nada tienen que temer, los abruman continuamente bajo el peso de sus ásperas reprensiones; no los amonestan con dulzura, sino que más bien, olvidándose de la mansedumbre de pastores, los atemorizan con la dureza de amos.  A estos tales condena la sentencia divina por boca del Profeta:  Vosotrosdominabais sobre las ovejas con aspereza y con prepotencia  (Ez 34,4).  Como se aman a sí mismos más que a Dios, se muestran arrogantes en presencia de sus súbditos: se fijan no en lo que debieran hacer, sino en lo que pueden hacer: no piensan en la terrible cuenta que han de dar, sino sólo en vivir neciamente deslumbrados por la gloria terrenal: gustan de hacer como cosa corriente, hasta lo que es ilícito, sin que ninguno de sus fieles se atreva a contradecirlos.  Los que, tratando de obrar mal, pretenden al mismo tiempo que los demás guarden silencio acerca de sus obras, ellos mismos proporcionan las pruebas de que quieren ser más amados que la verdad, en cuya defensa no permiten que salga nadie con desdoro de ellos. Pues, no habiendo nadie en el mundo en cuya vida no haya defectos, aquel que quiera que todos amen a la verdad más que a él, no consiente que nadie le trate a él con más respetos y miramientos que a la verdad.  Por eso el Apóstol San Pedro recibió gustoso la reprensión de San Pablo; por eso David aceptó humildemente las acusaciones del Profeta Natán, su súbdito; pues los superiores rectos, que no aspiran a conquistar simpatías particulares, consideran como una muestra de humildad por parte de sus súbditos, la expresión de la verdad libre y franca.  A pesar de esto, es preciso templar con un arte tan lleno de prudencia la autoridad y la vigilancia, que los súbditos puedan manifestar libremente de palabra las justas razones que puedan tener, pero de tal suerte que esta misma libertad no degenere en descaro, no sea que al concedérseles una excesiva libertad de expresarse, lleguen a olvidar en su conducta la humildad de su condición.

    Han de saber, además, los buenos superiores que es conveniente que procuren agradar a los hombres, pero con el fin de atraer al prójimo al amor de la verdad y del bien, por medio del cebo de su propia estimación; no que deseen ser estimados, sino haciendo de esta estimación un medio, un camino por el cual guiar a las almas al amor del Supremo Hacedor.  Es difícil que a un predicador, por más que enseñe cosas buenas, le oigan gustosos, si no le aprecian.  Debe, pues, el pastor hacerse amar para hacerse escuchar, pero no buscando el amor para sí mismo, pues en ese caso aparecería en sus íntimos sentimientos como usurpador de la gloria de Aquél a quien por deber aparenta servir.  Y esto mismo nos enseña San Pablo cuando nos muestra sus ocultas intenciones, diciendo: Al modo que yo también en todo procuro complacer a todos  (1 Co 10, 33).  Y sin embargo, añade en otro lugar: Si todavía siguiese complaciendo a los hombres, no sería yo siervo de Cristo (Ga 1, 10).  Así, pues, San Pablo trata de agradar y no trata de agradar a los hombres; pues en aquello mismo en que procura agradar, no se busca a sí mismo, sino sólo anhela que, por medio de él, el bien y la verdad resulten agradables a los hombres.


CAPÍTULO IX

Que ha de tener muy en cuenta el superior que a veces los vicios adoptan apariencias de virtudes.

    Pero tengan muy en cuenta los superiores que los vicios suelen aparentar virtudes.  Así no es raro que la avaricia se encubra bajo el manto de la economía, y por el contrario, el derroche se oculte bajo apariencias de generosidad; se cree a veces ser benignidad lo que es relajación, y se toma por virtud de celo lo que es desenfrenada iracundia: suele llamarse presteza y diligencia en el obrar, la precipitación atropellada; y la lentitud en los deberes es tenida por prudencia y gravedad. De aquí la necesidad de que el director de almas sepa discernir con tino las virtudes de los defectos, con el fin de que no se gloríe alguien de ser parco en sus gastos, cuando lo domina la avaricia; o se jacte de dadivoso y compasivo, cuando derrocha a manos llenas; o tolerando lo que debía corregir, empuje a los fieles a las penas eternas; o corrigiendo sin piedad a los pecadores, caiga él mismo en más graves pecados; o malogre con su precipitada conducta lo que debió hacerse con madurez y gravedad; o bien, dejando para más tarde el cumplimiento de una buena obra, venga a resultar después una obra mala.


CAPÍTULO X

Que ha de tener el superior discreción para reprender y para perdonar; para el celo y para la mansedumbre.

    Será prudente, a veces, dispensar los defectos de los subalternos, dándoles a entender que se les dispensan; otras veces, tolerar las faltas notorias, y otras, indagar con precaución los pecados ocultos; a veces, reprocharlos con suavidad, y a veces, increparlos con dureza.

    Hemos dicho que algunos defectos han de dispensarse con prudencia, pero dando a entender que se dispensan, y esto, con el fin de que el culpable vuelva sobre sí, y, al notar que lo han sorprendido en su falta y ver que sin embargo le toleran en silencio sus defectos, se arrepienta de sus culpas y castigue en sí mismo lo que la paciencia del superior sabe excusarle bondadosamente.  Y Dios N. S usando de esta misma indulgencia, reprende al pueblo judío, cuando dice por boca del Profeta: Has faltado a tu palabra, ni te has acordado de mí, ni has reflexionado en tu corazón, porque yo callaba y hacía el desentendido  (Is 57, 11). Dispensaba Dios sus culpas y al mismo tiempo se las advertía; guardaba silencio en presencia del pecado y le hacía saber al propio tiempo que había callado.

    A menudo habrá que tolerar hasta los pecados notorios, cuando la ocasión no sea propicia para reprenderlos abiertamente: pues si se saja una llaga fuera de sazón, se enconará aún más, y si la medicina se aplica a destiempo, es claro que perderá la virtud de sanar.  Mientras tanto que busca el superior una oportunidad para aplicar la corrección, habrá de ejercer su paciencia como abrumada por el peso de las culpas de los fieles, como muy bien expresa el Profeta cuando dice: Sobre mis espaldas han descargado sus golpes los pecadores  (Sal 128, 3).  Sobre las espaldas se llevan las cargas, y, al quejarse de que sobre sus espaldas han descargado sus golpes los pecadores es como si dijera el Señor:  Soporto como un peso redoblado a aquellos a quienes no me es dado corregir.

    Otras veces habrán de indagarse con prudencia los pecados ocultos, de manera que, por ciertos indicios exteriores, llegue a conocer el superior lo que está oculto en el alma de sus súbditos, y en el curso de una apropiada corrección, consiga descubrir los grandes pecados por medio de los pequeños defectos.  Y así mandó el Señor a Ezequiel:  Hijo del hombre, horada la pared: y añade enseguida el mismo profeta: Y apenas hube horadado la pared, apareció una puerta.  Díjome entonces el Señor: Entra y observa las pésimas abominaciones que cometen éstos aquí.  Y habiendo entrado, miré, y he aquí figuras de toda especie de reptiles y de animales, y la abominación de la familia de Israel, y todos sus ídolos estaban pintados en la pared  (Ez 8, 8 sg).  La persona de Ezequiel representa aquí a los prelados: y la pared, la dureza del corazón de los súbditos.  Y ¿qué otra cosa viene a significar horadar la pared, sino penetrar la dureza del corazón de los fieles con atinadas indagaciones?  Horadada la pared, apareció una puerta; así también, cuando se consigue quebrantar la dureza de los corazones con acertadas preguntas o con prudentes amonestaciones, es como si se abriera una puerta, a través de la cual se divisarán los más íntimos pensamientos de aquél a quien se desea corregir.  Por lo cual, añade la Escritura: Entra y observa las pésimas abominaciones que cometen estos aquí.  Y en cierto modo entra para contemplar las abominaciones, el superior que penetra en el corazón de los súbditos por ciertos indicios que asoman por defuera, para conocer los malos pensamientos que anidan en él.  Y añade la Escritura: Y habiendo entrado, miré y vi toda clase de reptiles y de animales.  Por los reptiles, se entienden los pensamientos completamente terrenales y rastreros; por los animales, los pensamientos algún tanto más elevados, pero apegados aun a los halagos y galardones de la tierra.  Pues mientras los reptiles viven pegados a la tierra con todo su cuerpo, los demás animales tienen la mayor parte del cuerpo levantado de ella, si bien por sus apetitos de gula miran siempre al suelo.  Están los reptiles dentro de la pared, cuando los pensamientos que se agitan en la mente no alcanzan a elevarse nunca por sobre los apetitos terrenales.  Están los animales dentro de la pared, cuando los pensamientos que se tienen, aunque algunos sean justos y honrados, se hallan supeditados todavía a los intereses y honores temporales, y si bien se levantan algo por encima de la tierra, sin embargo rastrean aun a causa de sus bajas ambiciones, como los animales por el apetito de la gula.  Y añade la Escritura: Y todos los ídolos de Israel estaban pintados en la pared.  Lo cual está de acuerdo con aquel otro pasaje que dice: Y la avaricia que es la servidumbre de los ídolos  (Col 3, 5) Y no sin razón se colocan los ídolos después de los animales; pues si bien hay quienes, por ciertas honradas acciones, se elevan algún tanto de la tierra, sin embargo sus torpes ambiciones los arrastran hacia el suelo.  Y bien dice la Escritura que estaban pintados, pues la apariencia de las cosas exteriores cautiva el corazón, y en cierto modo quedan retratadas en él todas aquellas engañosas imágenes en que deliberadamente sueña. – Es de notar que el Profeta, primero vio la abertura en la pared, y después, la puerta, y por fin quedó de manifiesto la abominación.  Del mismo modo, primero se notan por defuera los indicios del pecado, después aparece la puerta de la iniquidad manifiesta, y por último sale a la luz toda la maldad que se ocultaba por dentro.

    Otros defectos han de corregirse con blandura, pues cuando el culpable cae en falta, no por malicia, sino sólo por debilidad o ignorancia, ha de templarse la corrección del pecado con una gran moderación.  Pues mientras vivamos en esta carne mortal, todos estamos sujetos a las flaquezas de nuestra corrompida naturaleza.  Cada cual puede aprender en sí mismo la misericordia que debe usar con las flaquezas ajenas, y no olvidarse de lo que él es cuando levanta amenazador el grito de reproche contra las debilidades del prójimo.  Con razón nos advierte San Pablo: Hermanos míos, si alguno, como hombre que es, cayere en algún delito, vosotros que sois espirituales, amonestadle con espíritu de mansedumbre, haciendo cada uno reflexión sobre sí mismo y temiendo caer también en la tentación  (Ga 6, 1).  Que es como si claramente dijera: cuando ves algo que te desagrada en los defectos ajenos, considera lo que eres tú, y el temor de caer en las mismas faltas que reprochas, modere tu espíritu de celo en la represión.

    Hay, por el contrario, pecados que han de reprenderse con severidad, pues si el culpable no llega a conocer el alcance de su propia culpa, sepa su gravedad por boca del que lo corrige; o si el que cometió el mal trata de excusarlo, conciba horror hacia él, a lo menos por la severidad de la reprensión.  Deber del pastor es enseñar por medio de la predicación el camino de la gloriosa patria del cielo; descubrir los lazos ocultos tendidos en el camino de esta vida por el antiguo enemigo; y reprender con la mayor severidad y celo aquellos pecados de los fieles, que no deben tolerarse con falsa indulgencia, pues si el superior no es bastante celoso en la corrección de las culpas, pudiera con razón considerársele como cómplice de ellas.  Por lo cual dio el Señor a Ezequiel la siguiente orden: Toma un ladrillo, y póntelo delante, y dibujarás en él la ciudad de Jerusalén.  Y enseguida añade: Y delinearás con orden un asedio contra ella, y levantarás fortificaciones y harás trincheras, y sentarás un campamento contra ella, y colocarás arietes alrededor de sus muros.  Y para defensa del Profeta, le dice el Señor a continuación: Toma luego una sartén o plancha de hierro y la pondrás cual si fuera una muralla entre ti y la ciudad delineada  (Ez 4, 1,2).  Al mandarle el Señor que tome un ladrillo, se lo ponga delante y dibuje en él la ciudad de Jerusalén, ¿qué puede significar el Profeta Ezequiel sino a los directores y maestros de las almas? Pues el tomar ellos un ladrillo es el recibir a su cargo el corazón terrenal de sus oyentes para instruirlo; y se lo ponen delante, para guardarlo con toda la solicitud de que son capaces.  Se les manda que dibujen en él la ciudad de Jerusalén, porque, cuando predican, no hacen otra cosa que describir y trazar en los corazones terrenales de los fieles la visión de la paz celestial (Jerusalén: visión de paz).  Pero como sería inútil conocer el esplendor de la patria eterna, si no descubrieran también cuántos son los lazos que les tiende el astuto enemigo de las almas, añade muy bien la Escritura:  Y delinearás con orden un asedio contra ella, y levantarás fortificaciones.  Los predicadores de la divina palabra ordenan el asedio alrededor del ladrillo en que está dibujada la ciudad de Jerusalén, cuando enseñan a las almas, peregrinas en la tierra que anhelan la patria del cielo, cuán numerosas son las tentaciones con que el pecado las asedia en el transcurso de esta vida.  Y por el hecho de demostrar cómo cada uno de los pecados pone asechanzas a los que van adelantando en la virtud, en cierto modo el predicador ordena el asedio alrededor de la ciudad de Jerusalén.  Y como no basta conocer los asaltos del mal, sino que es necesario saber cómo hemos de armarnos y robustecernos con la práctica de la virtud, añade la Escritura:  Y levantarás fortificaciones.  El predicador de la divina palabra levanta fortificaciones cuando enseña qué virtudes hay que emplear para resistir a determinados vicios.  Y como los asaltos de la tentación suelen arreciar a medida que se cimientan las virtudes, prosigue la Escritura:  Y harás trincheras, y sentarás un campamento contra ella, y colocarás arietes alrededor de sus muros.  Construye trincheras el predicador, cuando descubre el peligro de las tentaciones que redoblan sus asaltos y sienta un campamento contra la ciudad de Jerusalén, cuando anuncia las innumerables asechanzas que el astuto enemigo de las almas tiende en torno de sus buenos propósitos; y coloca arietes alrededor de ella, cuando les advierte de los dardos de tentación que les asesta el mundo y que tratan de derribar el muro de la virtud.

     Pero, por más que el director de almas trate de inculcar en los fieles estas verdades muy por menudo, si no arremete con espíritu de celo contra los pecados de los individuos en particular, está expuesto a la condenación eterna.  Por eso añade a este propósito la Sagrada Escritura: Y tú toma una sartén o plancha de hierro y la pondrás, cual si fuera un muro de hierro, entre ti y la ciudad.  Entiéndese aquí por la sartén, los desvelos y resquemores del alma del pastor, y por el hierro, la severidad de sus reprensiones.  ¿Qué puede haber que tan ardientemente resqueme y abrase el alma del director de almas, como el celo por la causa de Dios? Y así San Pablo, que se abrasaba en los ardores de esta sartén, decía: ¿Quién enferma que no enferme yo? ¿quién padece escándalo que yo no me requeme? (2 Co 11, 29)  Y con el fin de que los que se abrasan  en el celo por Dios, no lleguen a condenarse por su negligencia, se les ofrece una indestructible defensa, con estas palabras:  Y la pondrás como muralla de hierro entre ti y la ciudad.  Y coloca el Profeta una plancha de hierro como muro entre él y la ciudad, para significar que el mismo celo y fortaleza que manifiestan ahora los pastores en la predicación, ha de servirles más tarde como muro de protección entre ellos y sus oyentes, cuando si ahora son remisos en la corrección, quedarían desarmados para el día del juicio y del castigo.

    Pero al mismo tiempo es preciso advertir cuán difícil es que, al inflamarse el ánimo del pastor para reprender, no se exceda alguna vez en palabras que no debiera emplear; pues sucede a menudo que, si el superior corrige las faltas de los súbditos con demasiado ardor, lleva sus expresiones a extremos inconvenientes, y ya se sabe que, cuando la reprensión degenera en invectiva, el corazón de los culpables se abate y desespera.  Por tanto es menester que, si conoce el pastor que, en un momento de exaltación, ha herido el alma de sus súbditos con palabras descompuestas, entre luego dentro de sí mismo y apele a la penitencia y alcance con sus gemidos el perdón de aquel Dios por cuyo honor, en un exceso de celo, ha pecado.  Recurso que en figura recomienda el Señor a Moisés cuando le dice: Si alguien saliera de buena fe con su amigo al bosque a cortar leña y, al tiempo de cortarla, se le fuera el hacha de la mano, y, saltando el hierro del mango, hiriese y matase a su amigo, éste tal se refugiará en una de las sobredichas ciudades y salvará la vida, no sea que, arrebatado de dolor algún pariente de Aquél cuya sangre fue derramada, le persiga y prenda y le quite la vida  (Dt 19, 4, 5).  Vamos al bosque con un amigo cada vez que nos proponemos conocer los pecados de nuestros súbditos: y cortamos leña de buena fe al querer cercenar con buena intención los defectos del prójimo.  Pero se nos va el hacha de la mano siempre que nos propasamos en la corrección más de lo debido; se salta el hierro del mango, si las expresiones duras van más allá de la reprensión, y se hiere y mata al amigo, cuando por medio de las injurias proferidas se destruye en el oyente el espíritu de caridad: pues si una reprensión desmedida hiere el alma del culpable más de lo justo, se produce en él un odio repentino.  Pero si el que está cortando leña mata a su prójimo sin quererlo, es preciso que busque asilo en una de las tres ciudades de refugio, y allí, protegido, salve su vida; así  no será reputado como reo del homicidio cometido, si, recurriendo a los gemidos de la penitencia, busca amparo en la unidad del sacramento bajo la protección de la esperanza y de la caridad.  Y el pariente del muerto, aunque llegue a encontrarlo, no le matará, y así, cuando venga el severo Juez que se hizo hermano nuestro por la unión con la naturaleza humana, no pedirá cuenta del crimen cometido al pastor a quien tienen bajo su protección y amparo la fe, la esperanza y la caridad.  


CAPÍTULO XI

Del tesón con que el Pastor debe dedicarse a la meditación de la Sagrada Escritura

    Todas las susodichas advertencias cumplirá debidamente el director de almas si, inspirado por el santo temor y amor de Dios, medita cada día y con tesón los preceptos de la Sagrada Escritura, a fin de que las palabras y divinos avisos restablezcan en él las fuerzas del celo y de las miras previsoras hacia la vida eterna, que el trato con las cosas humanas va amenguando incesantemente, y ya que el roce mundano le arrastra hacia las costumbres del hombre viejo, lo atraigan continuamente al amor de la patria del alma los sentimientos de compunción.  Con facilidad se derrama el corazón en medio del tráfago de las cosas humanas, y sabiendo por experiencia que el tumulto de las ocupaciones exteriores lo trastorna, debe procurar rehacerse por el incesante estudio de la ciencia sagrada.  Por esta razón San Pablo advertía a su discípulo Timoteo, al colocarlo a la cabeza de la grey, diciéndole: Entretanto que yo voy, aplícate a la lectura de las Escrituras Sagradas  (1 Tm 4, 13).  Y ya David había dicho: Cuán amable me es tu Ley, ¡oh Señor!, todo el día es materia de mi meditación  (Sal 108, 97).

    Prescribió el Señor a Moisés la manera de llevar el Arca de la Alianza, diciendo: Harás cuatro anillos de oro que pondrás a las cuatro esquinas del Arca; harás también unas varas de madera de setim y las cubrirás igualmente de láminas de oro, y las meterás por los anillos que están en los lados del Arca y servirán para llevarla, las cuales estarán siempre metidas en los anillos y jamás se sacarán de ellos  (Ex 25, 12). ¿Qué otra cosa significa el Arca de la Alianza sino la Iglesia de Dios?  Y manda el Señor que se le coloquen cuatro anillos de oro en sus cuatro esquinas, para dar a entender que, hallándose esparcida por las cuatro partes del mundo, no menos aparece ceñida y ligada por los libros de los cuatro Evangelios. Mandó el Señor hacer cuatro varas de madera de setim que se introdujeran en los anillos para llevarla; es decir, que han de elegirse maestros de espíritu esforzados y constantes, como madera incorruptible, los cuales, apegados siempre al estudio de los Sagrados Libros, proclamen la unidad de la Santa Iglesia y, como introducidos en los anillos, lleven el Arca.  El llevar el Arca en las varas equivale a llevar el conocimiento de la Santa Iglesia por medio de la predicación de buenos pastores, hasta las incultas almas de los infieles.  Y mandaba el Señor que las varas estuvieran recubiertas de oro, para significar que al paso que deben resonar a los oídos de los demás con el ruido de la predicación, han de resplandecer ellos mismos con el brillo de una santa vida.  Y no sin motivo se dice a continuación:  Que estarán siempre metidas las varas en los anillos y nunca se sacarán de ellos, porque, en efecto, es necesario que los que están consagrados al ministerio de la predicación no se aparten nunca del estudio de las Sagradas Letras.  Manda el Señor, además, que las varas estén siempre metidas en los anillos, con el fin de que, cuando se ofrezca la ocasión de llevar el Arca, no se produzca ninguna demora en meter las varas; así también sería ignominioso para el pastor que, cuando los fieles le propongan para resolver algún negocio espiritual, tuviera entonces que aprender la cuestión que debe solucionar.  Y por esto las varas estarán siempre sujetas a los anillos, que es como decir que los pastores, meditando continuamente en sus corazones los Libros Santos, han de cargar sin tardanza con el Arca teniendo prontas y a la mano las enseñanzas necesarias.

    Por eso advierte con razón el primer pastor de la Iglesia a los demás pastores, diciendo: Estad siempre prontos a dar satisfacción a cualquiera que os pida razón de la esperanza en que vivís (1 P 3. 15).  Que es como si claramente dijera:  Para que no haya tardanza alguna al transportar el Arca, no han de separarse nunca las varas de setim de los anillos de oro.


DE LA HUMILDAD EN EL DESEMPEÑO
DEL OFICIO PASTORAL

    Pero como sucede que, mientras dispensa muchas veces al pueblo el beneficio de la predicación de una manera conveniente, siente en sus adentros el predicador una oculta complacencia de sus propias cualidades, es necesario que ponga gran cuidado en dominarse con el látigo del temor, de otra suerte, podrá contribuir a la salvación de los demás, pero vivirá engreído y descuidará su propia salvación; ayudará a sus prójimos y se olvidará de sí mismo; levantará a los demás y vendrá él a caer.  ¡Para cuántos han sido ocasión de ruina sus propias virtudes! Vivían neciamente confiados en sus fuerzas, y la muerte vino a sorprenderlos en medio de su descuido.  Cuando la virtud resiste a los asaltos del vicio, el alma experimenta cierto deleite en sus propios triunfos, el corazón vencedor va perdiendo el miedo al enemigo, abandona toda precaución y descansa seguro en su propia confianza; acércase entonces el astuto tentador al alma confiada, le pone ante sus ojos el recuerdo de todas sus victorias, abultándole, con el tumulto de sus pensamientos, su fortaleza inquebrantable.  De donde resulta que, en presencia del Dios justiciero, el recuerdo complaciente de la virtud practicada viene a ser abismo en que el espíritu se derrumba, pues engreído por la memoria de sus buenas obras, mientras más se enaltece a sí mismo, más se rebaja a los ojos del Dios autor de la humildad.  Y así dice el Señor al alma orgullosa: Ya que te crees más hermosa que los demás, desciende y yace entre los incircuncisos  (Ez 32, 19).  Que es como decirle: Tú que te engríes por el esplendor de tus virtudes, verás cómo ese mismo esplendor te acarreará la ruina.  Habla el Señor en otro lugar al alma orgullosa de sus virtudes, bajo la figura de Jerusalén, y le dice: Tu hermosura te adquirió nombradía por causa de los adornos que yo puse en ti, y, envanecida con tu hermosura, te prostituiste de tu propio arbitrio  (Ez 16, 14).  Se envanece el alma de su propia hermosura cuando, complaciéndose en sus virtudes, se gloría de su propia seguridad; pero este mismo envanecimiento la arrastra  al pecado de la fornicación, pues ilusionada el alma por sus errados pensamientos el enemigo tentador la va llevando de seducción en seducción hasta corromperla. Y nótense las palabras arriba citadas: Te prostituiste de tu propio arbitrio, porque, desposeída el alma del temor de Dios, luego busca su gloria personal y acaba por considerar como propias las dotes con que Dios la enriqueció para que predicara su divina palabra; anda solícita únicamente por acrecentar su nombradía, pretende aparecer como un ser extraordinario a las miradas de todos.  Se prostituye de su propio arbitrio, porque, abandonando el tálamo legítimo, se entrega por ambición de gloria en brazos del espíritu corruptor.  Y a este propósito dice David:  Y todo su vigor lo entregó a cautiverio, y toda su gloria la puso en poder de sus enemigos  (Sal 77, 61).  Entregar a cautiverio el vigor y poner la gloria en poder de sus enemigos, viene a ser como apoderarse el antiguo enemigo del alma extraviada por el orgullo de sus obras.

    Esta vanidad, nacida de la práctica de la virtud, si bien no siempre llega a prevalecer sobre ellas, casi siempre viene a tentar aun a las mismas conciencias de las personas perfectas, sólo que, si enalteciéndose, se ven abandonados, abandonados se reducen a temor y desconfianza de sí mismos. Y así prosigue diciendo David:  En medio de mi prosperidad había yo dicho: No experimentaré nunca jamás mudanza alguna  (Sal 29, 7).  Envanecido en la confianza de su propio poder, tuvo que agregar luego las consecuencias que sufrió, diciendo: Apartaste de mí tu rostro, y al instante fui trastornado  (Sal 29, 8).  Palabras estas que equivalen a declarar: me creí invencible en mi fortaleza, pero cuando me vi abandonado, vine a conocer cuánto es mi debilidad.  Por eso dice en otro lugar: He jurado y resuelto observar tus justísimos decretos  (Sal 118, 106).  Pero como no dependía de sus fuerzas permanecer en la observancia que había jurado, vuelve luego a reconocer desconcertado su propia debilidad y encuentra su refugio y sostén en la fuerza de la oración, diciendo: Confortadme, Señor, según vuestras promesas, en la humillante persecución que padezco  (Sal 118, 107).

    Suele la sabiduría de Dios, antes de prestarnos el sostén de su gracia, traernos a la memoria el conocimiento de nuestra propia miseria, para que no nos levantemos con los dones recibidos.   Y así, cada vez que lleva al Profeta Ezequiel a contemplar los arcanos del cielo, le llama antes hijo del hombre,  como si el Señor quisiera avisarle diciendo:  No te envanezcas por lo que estás contemplando, sino acuérdate de quien eres tú: al elevarte a las cosas sublimes, no te olvides de que eres hombre, y si te ves arrebatado por encima de ti, vuelve pronto a contenerte con el freno de la humildad.

    De aquí la necesidad de tornar las miradas del alma a nuestras propias debilidades y humillarnos hasta el suelo cuando llegue a halagarnos el pensamiento de nuestros propios méritos; no miremos lo bueno que hemos hecho, sino lo que hemos dejado de hacer; así, cuanto más pequeño y vil se reconozca nuestro corazón con el recuerdo de sus debilidades, más nos robusteceremos en la virtud a los ojos de Dios, autor de la humildad.

    Suele además Dios, en sus sabios designios, dotar a los directores de almas de especiales perfecciones, por un lado, y permitir, por otro, que adolezcan de pequeños defectos, con el fin de que, al paso que brillan con el esplendor de sus virtudes, sientan la pesadumbre de sus propias imperfecciones, y así no se engrían de sus grandes cualidades al tener que combatir denodadamente contra sus pequeños defectos, y, viendo que no logran triunfar de obstáculos tan insignificantes, no se sientan tentados de enorgullecerse por sus mayores actos de virtud.

CONCLUSIÓN

    Ya ves, excelente amigo mío  (Se dirige San Gregorio a su amigo Juan, obispo de Ravena, a quien dedica la obra.  Véase pág. 1), cómo obligado por tus fraternales reproches, mientras me he esforzado por enseñar las cualidades que deben adornar a un pastor de almas, he debido yo, que soy un mal pintor, trazar un retrato perfecto, y dirigir a otros a las playas de la santidad, cuando aun me encuentro a merced de las olas de mis propios pecados.

    Pero en medio de las tempestades de mi vida, me alienta la confianza de que tú me mantendrás a flote en la tabla de tus oraciones, y que, si el peso de mis faltas me abaja y humilla, tú me prestarás el auxilio de tus méritos para levantarme.

Laus Deo.

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(Samuel Miranda)