HISTORIA DE LA IGLESIA
EPOCA ANTIGUA (SIGLOS I-V)
TERCERA PARTE:
LA REVOLUCION CONSTANTINIANA
CAPÍTULO XXVI
LA REVOLUCIÓN CONSTANTINIANA
I. Una mirada complexiva
1. Una batalla decisiva
Para afrontar nuestro estudio partimos de una fecha, el 312,
año de la victoria sobre Majencio en la batalla de Puente Milvio21.
Justo antes de la batalla, en los escudos de todos los soldados, hace imprimir
el anagrama de Cristo: la P y la X entrelazadas. El signo es un preludio
del favor con que trataría Constantino a la Iglesia. De hecho es éste
el evento con el que suele hacerse iniciar el imperio romano-cristiano; está
como en la base del profundo cambio.
Era el año 305 cuando Diocleciano abdica, obligando a
hacer lo mismo a su colega Maximiano Hércules. Inmediatamente Galerio
y Constancio Cloro toman sus puestos en Oriente y Occidente, siendo proclamados
como césares Maximino Daia en Oriente y Valerio Severo en Occidente.
Cuando muere Constancio Cloro en Bretaña, el ejército aclama
como nuevo augusto a su hijo Constantino. Era el año 306. La Galia
e Hispania eran sus dominios. Del otro lado estaba Majencio —hijo de Maximiano
Hércules—, quien instiga contra Severo y acaba siendo proclamado en
Roma, en el 306, por los pretorianos. La victoria de Majencio sobre Severo
hace que en unos años queden como dueños de Occidente Constantino
y Majencio —la Galia e Hispania eran de Constantino, mientras que Italia
y África eran de Majencio—. En Occidente habían cesado las
persecuciones con Constancio Cloro. Ahora su hijo continúa esta misma
tolerancia, lo cual también hace Majencio.
En Oriente, Galerio y su colaborador Maximino Daia, continúan
con una persecución fanática. En el Ilírico se apaciguó
algo la persecución cuando Galerio puso como sucesor de Severo a Licinio.
La resistencia y consolidación del cristianismo hacen reconocer a
Galerio su fracaso en la persecución. Políticamente ve que
el Imperio se va convirtiendo en una anarquía; por otra parte, una
cruel enfermedad lo va consumiendo. Se pone de acuerdo con los árbitros
de Occidente, Constantino y Majencio, y publican en el 311 el primer edicto
de tolerancia, pidiendo el propio Galerio a los cristianos que orasen por
él.
2. Dueño de Occidente
Constantino, viendo cómo el sistema de la tetrarquía
se demuestra ineficaz para el gobierno de un Imperio que se precipita a la
ruina —no sólo veía cómo Maximiano y Majencio iban contra
él, sino que en Oriente estaban enfrentados, a la muerte de Galerio,
Maximino Daia y Licinio—, se prepara para ser emperador único. Gran
genio político, va preparando el terreno con una propaganda que asocia
su nombre al del dios sol, legitimando así su pretensión a
ser único emperador: el dios solar ilumina, él solo, a todo
el universo. Con esta propaganda se aproxima a Italia22. Maximiano —cuya
hija, Fausta, estaba casada con Constantino—, al ver que Constantino va contra
él, se suicida. Majencio se encontraba envalentonado en Roma después
de sus recientes victorias en África, dejando pasar tiempo para que
las tropas de Constantino se fueran desgastando. Sin embargo, Constantino
tenía prisa por obligarle a presentar batalla. Por fin se encuentran
los dos y vence Constantino. Es el año 312. Constantino vence con
el crismón en el escudo de sus soldados.
Tres años después se construye el Arco de Constantino,
en el cual figura esta batalla principal. En él figura una inscripción
que dice: «Constantino venció por ayuda divina». La frase
es, desde luego, ambigua y diplomática: ¿a qué divinidad
hace referencia? No dice nada del Dios cristiano. Tiene su lógica,
teniendo en cuenta que de frente tiene toda la tradición pagana romana.
Sin embargo, Constantino reconoce que ha vencido gracias al Dios cristiano.
Al menos, que Constantino hubiera dado en seguida el nombre preciso de Cristo
a la divinidad de Puente Milvio, fue escrito bien pronto por los cristianos.
Lactancio, preceptor del hijo de Constantino, Crispo, refiere
cómo Constantino tuvo por la noche una visión y en ella recibió
la orden de grabar sobre los escudos de los soldados el crismón y
dar inmediatamente la batalla. Eusebio, en un primer momento —poco después
de estos sucesos, en su Historia eclesiástica—, nos dice que Constantino
acudió a Dios en esos momentos de apuro. Sin embargo, en su Vida de
Constantino da más detalles: presenta todas las circunstancias de
una visión diurna, algunas semanas antes de la batalla, en que se
le aparece una cruz luminosa en el cielo.
Sea como fuere, Constantino favorecerá a la Iglesia,
a partir de este momento, de una manera excepcional. En febrero del 313,
ya único emperador de Occidente, se encuentra en Milán con
su colega oriental, Licinio. Allí discuten sobre el futuro del Imperio.
Algunos dicen que allí nació el “edicto de Milán” o
edicto de tolerancia, según el cual los cristianos podrían
profesar libremente su fe. No tenemos este documento, entre otras razones
porque esa tolerancia ya era efectiva en Occidente —no olvidemos la benevolencia
mostrada por Constancio Cloro hacia los cristianos, a los que verdaderamente
estimaba—; pero sí sabemos que Licinio, ya de vuelta a Oriente, derrota
en pocos meses a Maximino Daia y, al poco tiempo, emana un rescripto —nos
queda noticia del enviado al prefecto de Bitinia— donde confirma la tolerancia
religiosa concedida por Galerio; se pone fin a la persecución en Oriente.
Y esto lo hace en su nombre y en nombre de Constantino23. Es un edicto de
tolerancia, es decir, se da libertad de culto a los cristianos; se permite
ser cristiano, no se obliga a serlo. La finalidad, seguramente, es que el
Estado esté seguro, que no tenga problemas.
3. Emperador único
El verdadero Edicto de Milán no parece que exista, aunque
sí en la sustancia. De hecho, el verdadero edicto había sido
el de Galerio. Justo después de la conversación con Licinio,
Constantino desarrolla una política de favorecimiento a la Iglesia,
si bien su colega oriental, con el tiempo, hará todo lo contrario,
quizás para provocar un contraste, poniendo así unas bases
religiosas distintas. Es cierto que, pagano como era, Licinio no podía
soportar el auge creciente que tenía el cristianismo, llegando a celebrar
sínodos en Ancira y en Neocesarea. Pronto se desencadó una
auténtica y cruel persecución en Oriente. Constantino, queriendo
conservar a todo trance la paz religiosa, le dio batalla y lo venció
en Adrianópolis en el 324. Constantino quedó dueño único
de todo el Imperio, cumpliéndose así su sueño de unidad
imperial. Su favor hacia los cristianos reúne niveles de extrema importancia
histórica.
Es necesario prestar una atención rápida a los
acontecimientos constantinianos que más se entrelazaron con la vida
de la Iglesia, transformándola profundamente en su disposición
exterior —jerarquía, clero, lugares de culto, relaciones con el Estado—,
mas también en las posibilidades de crecimiento sobre el plano teológico
—luchas contra las herejías, concilios, escuelas doctrinales— y espiritual
—vida consagrada, monacato, difusión de una moralidad nueva—. Ante
tal cambio del rostro de la civilización está la figura misma
de Constantino, que pasa a ocupar un relieve excepcional en la historiografía,
también en el arreciar de las polémicas demoledoras, que en
un caso como éste —fuertemente ideologizado—, no podían faltar.
Nuestro rápido recorrido de los eventos de la edad constantiniana
se concluirá, por tanto, con un sumario reclamo al debate creado en
torno a esta extraordinaria personalidad.
II. La conversión de Constantino
Es comprensible que nos sea siempre cuestionado por qué
fue determinado el comportamiento de Constantino, el cual modificó
el curso de la historia. A tal pregunta, recurrente, se ha tratado de responder
en modos diversos. Es un problema viejo y, a la vez, siempre nuevo, sobre
el que se vuelve una y otra vez. Se ha escrito mucho sobre si la conversión
de Contantino fue auténtica o, más bien, un cálculo
político. La cuestión viene respondida desde tres posturas,
en las que se alinean los historiadores: unos dicen que no hay conversión,
sino que lo que lleva a Constantino a favorecer a la Iglesia es un mero cálculo
político oportunista —en esta postura se encuadran Grégoire,
Schönebeck—; otros creen que Constantino había acogido el cristianismo,
pero no lo había asimilado en su significado más íntimo
y, por ello, su acción política habría sido dictada
por un comportamiento sincretista, confuso —defensores de esta postura son
Salvatorelli, Piganiol, Gagé—; por último, hay historiadores
que defienden que Constantino habría sentido una atracción
especial por el cristianismo y, así, la suya puede considerarse como
verdadera conversión —Baynes, Alföldi, Palanque, Vogt, Müller,
Jones—.
Como suele a veces suceder, también en este caso la verdad
está contenida un poco en cualquiera de las diferentes opiniones.
Así, por ejemplo, los datos que se sugiere tomar en consideración
para negar la conversión están constituidos fundamentalmente
por aquellos elementos paganos que continuaron —estando él conforme—
marcando la persona de Constantino o realidades —monumentos, templos, monedas—
que lo refieren directamente. No obstante, se debe observar que se trata
de casos esporádicos, a lo más del período diárquico
con Licinio, y, de todos modos, no prevalentes sobre aquéllos de carácter
claramente cristiano. Es, por tanto, lícito pensar que el emperador
había tolerado más bien que provocado. Es más, ninguno
duda que los sucesores de Constantino hayan sido todos cristianos —la misma
apostasía de Juliano es reconocida como un hecho serio, y, por lo
tanto, es un presupuesto la fe primera profesada—: ¿por qué,
entonces, se necesitaría admitir la excepción precisamente
para el ilustre cabeza de dinastía? Aquellos mismos datos sirven,
más bien, para entender que el cambio religioso de Constantino fue
muy distinto a una “conversión a lo san Agustín”. Pero esto
es otro discurso.
Para nosotros, el signo de la fe sincera en Constantino es que
él, al final de su vida, se bautiza. ¿Por qué espera
tanto? En aquella época la práctica penitencial era muy dura,
no como en nuestros días. Por otra parte, él sabía que
el bautismo perdona todos los pecados. Constantino cree en esto, y por eso
demora su bautismo, consciente de que el ejercicio de gobierno conllevaba
actuaciones moralmente arriesgadas; le urgía presentarse limpio ante
Dios. De hecho, hay un dato significativo: cuando Constantino se bautiza,
deja de vestir la púrpura para llevar siempre sobre sí una
vestidura blanca. Por otra parte, en aquella época la conversión
no iba acompañada necesariamente de un bautismo inmediato; de hecho,
se dieron casos en que algunos grandes personajes se hicieron bautizar cuando
fueron elegidos para el episcopado; y eso no nos hace dudar de su conversión
sincera24.
La cuestión, sin embargo, nos parece mal formulada. Se
pregunta si Constantino favorece a la Iglesia por cálculo político
o por una fe real en él. Pero no se ahonda en si realmente hubo conversión
en él. No se puede deducir esto de sus obras, aunque lo cierto es
que favoreció a la Iglesia, se convirtiera de verdad o no se convirtiera
sinceramente.
En cuanto al interés político perseguido por el
emperador con el cambio, no siempre es una acción sustancialmente
concomitante al hecho de conciencia que la conversión comporta. Es
más, no obstante la fe cristiana, posiblemente nunca un hombre, desde
la intuición política de Constantino, habría producido
una transformación del Estado si éste se pudiera sostener sobre
otras bases. La nueva fe pudo sólo serle de ayuda para comprender
la importancia que el cristianismo efectivamente revestía para el
Imperio. Y es este último hecho el que más atención
histórica merece.
Al historiador le compete verificar los hechos. Sin embargo,
debe dar otro paso: explicar esos hechos, por qué se han dado esos
hechos. Si Constantino actuó de una manera determinada, fue por su
fe; la fe le había ayudado a entenderlo así. Pero no sólo
la fe, sino la situación histórica en que se inscribe su tiempo.
Constantino tenía un gran sentido político y se daba cuenta
de la situación que atravesaba el Imperio. Por otra parte, también
era consciente de que no todo el Imperio era cristiano. Aparte de su fe,
¿qué le induce a considerar tan importante al cristianismo
y a favorecerlo? Pensamos que tres motivos:
-El número siempre creciente de cristianos y la presencia de sedes
episcopales en las ciudades principales del Imperio. De todos modos, esto
no era suficiente para dar un trato de favor arriesgado, pues, al menos en
Occidente —donde Constantino reinaba cuando se convertía—, la mayoría
de la ciudadanía no era cristiana; los paganos, además, eran
los más representativos de la sociedad —intelectuales, senadores,
cuadros del ejército...—. Si Tiberio o Claudio hubieran dado en sus
respectivas épocas el paso que Constantino dio en la suya, con toda
seguridad que se habrían encontrado con la sublevación y su
derrocamiento.
-De mayor relevancia le pareció al emperador la eficiencia de las
organizaciones cristianas y la communio que hacía solidarias las mismas
organizaciones en el interior de una societas verdaderamente universal. Dos
elementos que, de poderse desarrollar, a seguro que serían beneficiosos
para un Imperio debilitado por fuerzas centrífugas y por la dificultad
de “coordinación”25.Y es que, así lo constataba, las instituciones
imperiales habían perdido su antigua eficacia.
-Tales prerrogativas de la Iglesia aparecían, además, más
relevantes por el hecho de que su entera organización había
resistido una terrible persecución, la de Diocleciano. La fuerza moral
con la que los cristianos contrarrestaron la persecución, fue un factor
determinante en la simpatía de Constantino hacia el cristianismo.
La fuerza ideal y moral con que los cristianos habían afrontado la
sanguinaria persecución del inicio de siglo fue, pues, el factor menos
despreciable entre aquéllos que debieron convencer a Constantino.
Añadamos el reconocimiento que Galerio tuvo hacia los cristianos después
de haberlos perseguido. La sangre de los mártires había realmente
influido sobre el desarrollo de la Iglesia; la había hecho esplendorosa.
Constantino no hace sino coronar a una Iglesia digna de ser coronada.
Todo esto se puede entender desde una lectura atenta de los
autores cristianos, de la patrística. La lectura pagana era muy distinta:
tanto Eunapio como Zósimo —Historia nueva— entendían la conversión
de Constantino al cristianismo como una necesidad de recibir perdón
por el asesinato del hijo Crispo y de la mujer Fausta; no habría encontrado
perdón en los sacerdotes paganos ni en el filósofo neoplatónico
Sopatro, mas sí en los cristianos... De todos modos, a desacreditar
tal calumnia saldría Sozómenos con argumentos fundados.
III. Legislación de Constantino a favor de los cristianos
El favor y la protección acordados por Constantino hacia
la Iglesia están ampliamente documentados. Se tengan en cuenta especialmente
los libros 8 y 9 de la Historia Eclesiástica de Sozómenos —dedicados
a la legislación constantiniana—, donde se hace referencia a una serie
de edictos, algunos de los cuales se encuentran en el Codex Theodosianus.
Otros testimonios completan el cuadro de la legislación
Debemos poner una premisa importante: es verdad que la legislación
constantiniana se funda sobre una nueva concepción religiosa, pero
también hay que decir que es hija de la mentalidad romana que había
inspirado la legislación del Imperio pagano, donde el Estado tiene
el sumo deber de asegurar la paz del orbe, la pax deorum —paz conseguida
gracias a hacer la voluntad de los dioses y adquiriendo así su benevolencia—.
Por eso, el Estado debía ocuparse de la religión, era quien
entablaba las relaciones de sus súbditos con la divinidad; ejercía
una función de mediación —el emperador era el pontifex maximus—.
Sin embargo, el emperador romano se encuentra ahora con una novedad absoluta:
se topa con una realidad, la Iglesia, que se arroga el pleno poder de regular
las relaciones entre la divinidad y los hombres. Nunca los emperadores se
habían encontrado de frente con el problema de la relación
con una entidad que se considerase “mediadora” con pleno título entre
los hombres y la divinidad. La Iglesia era la única autorizada para
mediar entre Dios y los hombres. En esto el cristianismo revolucionaba la
concepción del mundo antiguo: la Iglesia era un lugar de salvación,
un lugar radicalmente distinto del que podía asegurar la función
del Estado. Constantino, pontifex maximus del Imperio, delegado por excelencia
de la religión del Estado, se encuentra delante con una entidad que
le contradice. ¿Cómo resuelve esta cuestión? Intentando
la colaboración con la Iglesia: reconoce a la Iglesia la competencia
sobre las “cosas internas” —materia de fe, moral, disciplina eclesiástica,
medios de salvación—; y se atribuye a sí mismo el derecho-deber
de intervenir sobre las “cosas externas” —entendiendo por esto cuanto derivaba
de las primeras sobre el plano de la aplicación práctica (haciendo
respetar esas decisiones de la Iglesia sobre cuestiones internas, y que la
propia Iglesia no tenía fuerza para imponer; así, por ejemplo,
si hacía falta un concilio, era Constantino quien lo convocaba)—.
Evidentemente, el límite de estos dos ámbitos
era bastante lábil —y, con la mentalidad de hoy, diríamos también
que inconsistente—. De hecho, la solución ahora descrita creó,
en un primer tiempo —precisamente el de Constantino y, de cualquier modo,
también de sus hijos— una condición de subalternidad en la
Iglesia. También, como veremos, fue el pulular de cismas y herejías
a provocar ilegítimas iniciativas del emperador: él, de hecho,
se preocupó de defender la unidad de la Iglesia, desde la cual estaba
profundamente convencido de que dependía estrictamente la unidad del
Estado. En un segundo tiempo, sin embargo, a partir de Valentiniano I, la
iniciativa pasó decididamente a las manos de la Iglesia —es decir,
de sus obispos y de los concilios—, y el principio, típicamente romano,
de las competencias religiosas del Estado fue entendido como el deber que
este último tenía de sostener, con los medios propios —el brazo
secular—, cuanto la Iglesia autónomamente habría establecido.
Aclarado todo esto, daremos un repaso a lo que fue concretamente
la legislación de Constantino, para considerar después —aparte—
el comportamiento práctico asumido por este emperador en momentos
relevantes de la Iglesia, como aquéllos relativos a los fenómenos
cismáticos y heréticos.
Al hablar de Constantino hay que tener en cuenta que su actividad
legislativa es, sobre todo, práctica. Desde su actuación nos
podemos remontar al principio que le inspira. La legislación constantiniana,
que nace de ese esfuerzo por conciliar la tradición romana de pontifex
maximus con la exclusividad de la Iglesia en las relaciones de salvación,
toma en consideración los siguientes cuatro puntos: las exigencias
generales del cristiano; las exigencias materiales; las exigencias espirituales;
la exigencia de privilegiar a la Iglesia dentro del Imperio.
1. Exigencias generales
La Iglesia precisa que el cristiano honre al verdadero Dios.
Justo después de la victoria sobre Licinio fue proclamado un edicto
con el que se recomendaba y tutelaba la fe en la “sola verdadera Divinidad”.
Esto llevaba a considerar que las otras divinidades no eran verdaderas. Esto
es una declaración muy relevante. Por el momento, Constantino dio
libertad de culto, lo cual ya era un paso muy importante. Sin embargo, el
símbolo de la Cruz, entretanto, venía representado en monedas
y medallas.
2. Exigencias materiales
Se trataba de subsanar situaciones trágicas. Muchos cristianos
habían sido condenados a la cárcel, al exilio, a las minas,
así como a trabajos públicos onerosos en las ciudades. Fueron
absueltos de todo esto, podían recuperar sus cargos anteriores en
el ejército aquéllos que provenían de la milicia, y
a aquéllos que se hubiera perjudicado con la confiscación,
se les devolverían todos los bienes.
Había que facilitar la práctica de la religión
cristiana. Se les liberaba de sacrificar a los dioses a aquéllos cristianos
que, por sus cargos, estuvieran obligados a ello. A Constantino se debe la
declaración del domingo —dies Dominicus— como día festivo,
en el que nadie trabajsaría, no habría tribunales ni mercado.
Se impone, pues, un ritmo semanal que no era el tradicional romano26. Ello
precisamente para incrementar el culto.
Para hacer frente al aumento progresivo de los fieles, comenzó
un programa de construcción de iglesias para la celebración
del culto. Se elevaron muchas basílicas de nueva planta, constatándose
un verdadero incremento basilical en esta época. Se produce una cesión
importante de terrenos, por parte del Estado, a la Iglesia27. Además,
hubo una conversión de templos paganos en templos cristianos. A cada
iglesia se le asignó una renta —el montante de los impuestos de radicación
(sobre el terreno)—, tanto para el mantenimiento del templo como para el
sustento del clero. Los bienes de la Iglesia podrían ser incrementados
a través de las donaciones de los mismos cristianos adinerados.
3. Exigencias espirituales
Se impulsó una moralización de las costumbres.
La moral debía traducirse en la vida. Se dictan leyes para abolir
los espectáculos inmorales —especialmente los concernientes a los
gladiadores—; se miró, además “a corregir las uniones impúdicas
y disolutas”, apuntando sobre todo a penalizar la prostitución —especialmente
la sagrada28—, el rapto —de las muchachas para el matrimonio—, la fornicación
—la que los tutores practicaban con sus tuteladas—, el adulterio —se contemplaba
el adulterio de una mujer con su esclavo, con pena incluso de muerte— y el
concubinato.
Hay un apoyo explícito a aquéllos que quieren
seguir la vida consagrada. Antes de Constantino la forma heroica de vivir
la vida cristiana era el martirio. Ahora se suscita la vida consagrada. Sin
embargo, desde Augusto había una dificultad casi insalvable para poder
seguirla, puesto que —por razones moralizantes— se penaba a aquéllos
que no se casaban o no tenían hijos. Constantino abole la legislación
antigua, de tal manera que quien siguiera la vida consagrada tendría
los mismos derechos que los demás ciudadanos del Imperio. Había
jóvenes que no alcanzaban la edad legal —tenían aún
15, 16 ó 17 años— y, sin embargo, querían consagrarse:
no sólo se les permitía la consagración, sino que, además,
el Estado les adelantaba las prerrogativas civiles que se adquirían
con la mayoría de edad.
4. Privilegios
El ámbito de la legislación filocristiana de Constantino
se refleja de una manera muy particular en la condición social que
quiso asegurar al clero y a la jerarquía en particular. Todo clérigo
estaba dispensado del pago de impuestos y de los munera —no tendría
obligación de realizar trabajos públicos—.
Otro tipo de privilegios iban destinados a dar una situación
relevante a la Iglesia, además de beneficiosa en su labor social.
Fueron las leyes referentes al episcopado. Se instituye la Episcopalis audientia,
la cual hacía referencia a los juicios civiles —no penales—. En todo
juicio una parte vence y la otra pierde. Si las partes están de acuerdo,
se podía apelar al obispo, el cual decidiría. El obispo adquiere
una gran importancia civil. La gente, de hecho, tenía más confianza
en los obispos que en muchos jueces civiles29.
Otra ley es la que hace referencia a la manumisión de
los esclavos, a su liberación: la manumissio in ecclesia. El esclavo
liberado ante la presencia del obispo adquiriría todos los derechos
de ciudadanía romana —cosa que antes no ocurría en las liberaciones—.
Esto reflejaba la humanidad de la Iglesia30, que también se tuvo presente
en la supresión, por parte de Constantino, del suplicio de la cruz31.
Constantino, siempre que estima que la situación lo exige,
interviene. Le interesa la paz en el interior del Imperio. El instrumento
de cohesión en el Imperio es la Iglesia. La unidad en la Iglesia era
algo fundamental. En el período occidental se topa con al donatismo;
en Oriente se encontrará con el arrianismo. Para resolver estos problemas,
será él quien convoque los concilios correspondientes32.
1. El donatismo
En el 313 Constantino escribe al procónsul de África
para comunicarle la exención de munera curiales para los clérigos
de la Iglesia católica. Aquí define lo que él entiende
por Iglesia católica: aludía a la organización religiosa
por él oficialmente reconocida, que era una entidad universal, la
cual abrazaba las comunidades cristianas del mundo romano ligadas entre sí
por una íntima comunión —es el sentido entendido siglos antes
por Ignacio de Antioquía y Policarpo—. Si algún obispo no estaba
en comunión, ¿podía aplicársele esta ley de exención
tributaria? El problema de la comunión se remonta en África
a los tiempos de la persecución de Diocleciano33. Había habido
traditores34 —traidores— que habían entregado a las autoridades romanas
las Escrituras y demás libros cristianos. Cuando terminó la
persecución, los que salieron de las cárceles se rebelaron
contra los obispos traidores. Es el África montanista —no reconoce
validez a la administración de los sacramentos por parte de un ministro
indigno—, heredera de Tertuliano, así como del rigor con que Cipriano
trató a los lapsi. En este África rigorista, sin embargo la
Iglesia era floreciente. El conflicto estalla en Cartago en el 312, cuando
un obispo —Félix, considerado traidor, aunque después de demostró
que no era cierto— consagra como obispo de Cartago a Ceciliano, hasta entonces
archidiácono. El primado de Numidia interviene y declara nula la ordenación,
pues no la había hecho él y, además, había intervenido
en ella un traidor. Entonces consagra a Maiorino. El problema que se crea
al procónsul es que hay dos obispos y los dos se excluyen mutuamente
de la comunión35. ¿A quién se aplica la exención
tributaria?
Constantino consulta a Ossio, el cual le dice que Ceciliano
es el verdadero obispo. A la muerte de Maiorino es consagrado como obispo
Donato, el cual es tremendamente batallador. Constantino decide organizar
un sínodo en Roma, en el cual estuviera presente el papa. Se celebra
el 1 de octubre del 313 bajo la presidencia del papa Milcíades36.
Se da la razón a Ceciliano. Sin embargo, Donato protesta, alegando
la falta de representatividad en el sínodo, y pidiendo que fuera de
toda la Iglesia; además, los italianos —decía— no entendían
el problema. Constantino ordena al procónsul de África —Eliano—
que investigue si Félix había sido traidor; el resultado de
la investigación es la inocencia total de Félix. Se organiza
otro sínodo, éste en Arlés (agosto del 314), en la Galia.
Dispone que el cursus publicus —los carros donde se llevaba el correo— esté
a disposición de todos los obispos, para que pudieran asistir cuantos
más mejor37. Y, efectivamente, resulta un sínodo muy concurrido38.
Se confirma la decisión del sínodo anterior y dicta penas duras
contra los falsos denunciantes. Donato, perdedor, apela a Constantino, el
cual, en un primer momento, cita en Milán a representantes de ambos
partidos (año 316) y dictamina lo mismo que decidiera el papa Milcíades
y el sínodo de Arlés. En un segundo momento, cansado del problema,
decide pasar a la acción, y una acción de fuerza: se les quitan
las iglesias a los donatistas y se les confiscan los bienes.
A partir de este momento asistimos a una literatura y a un movimiento,
el donatista, que sostiene tenazmente la independencia de la Iglesia con
respecto al emperador. Un movimiento que reúne una serie de características
interesantes: gran rigor moral; defensa de la independencia con respecto
al emperador; connotaciones místico-sociales —gran misticismo y atención
a los pobres—; y un acentuado provincianismo africano —el cual llegará
a la violencia—. Las medidas de fuerza se demostraron inútiles. Constantino
apelará a la paciencia, para que fuera el tiempo quien apaciguara
los ánimos39. Pero esto también se demostró ineficaz,
pues los donatistas se lanzaron a una serie de acciones agresivas, expulsando
a varios obispos católicos de sus sedes y poniendo en su lugar a obispos
donatistas. Prácticamente hasta la entrada de los vándalos
en África no se resolverá el problema, cuando sean reprimidos
juntamente el catolicismo y la herejía.
2. La lucha contra el arrianismo
Eliminado Licinio en el 324, Constantino llega a emperador único,
mandando también sobre Oriente. Allí se encuentra con una realidad
distinta a la occidental: una realidad cultural, más viva, concretada
en dos escuelas, las cuales tienen como objetivo hacer exégesis de
la Biblia. Estas escuelas son la de Alejandría —en Egipto— y la de
Antioquía —Siria—. Las dos afrontan, con mentalidad helénica,
los problemas de la exégesis de la tradición bíblico-apostólica.
La primera utilizaba el método alegórico y la segunda el literal.
Entre los problemas que afrontan está el de la divinidad
de Jesucristo. ¿Es o no es igual al Padre? ¿Es Dios o, más
bien, un superhombre? En aquel momento la teología está en
ciernes, no tan desarrollada como en nuestros días. La escuela de
Antioquía era muy sensible a salvar el monoteísmo —en esto
precisamente había triunfado el cristianismo contra los cultos paganos,
en centrarse en una única divinidad— y la naturaleza verdaderamente
humana de Cristo —contra las sectas gnósticas—. La escuela alejandrina
estaba preocupada por salvar la divinidad de Jesucristo, porque si ésta
desaparecía, ¿quién nos habría salvado? Y por
ello ponía el acento sobre las tres Personas divinas. De hecho, la
gran originalidad del cristianismo no está en el monoteísmo,
sino en que Jesús, Redentor, es Dios verdadero y verdadero hombre.
De la concepción antioquena resultaba que el Hijo no era precisamente
de la misma naturaleza divina que el Padre. La escuela alejandrina, por contra,
se mostraba intransigente en defender la plena divinidad de Cristo.
Arrio, que era alejandrino, sin embargo se formó en Antioquía.
Se entusiasma tanto con la doctrina de esta escuela, que piensa ardorosamente
que esté en ella la verdad. Cuando regresa a Alejandría predica
la doctrina antioquena en la misma escuela alejandrina. Todo esto lleva a
serios problemas, los cuales inducen a convocar un sínodo, promovido
por Atanasio, en el 318, en el cual se condena a Arrio. Esto hace que prenda
la llama, pues condenar a Arrio significaba condenar a toda la escuela de
Antioquía. La mecha se extiende por todo el Oriente cristiano.
Cuando Constantino llega a Oriente se encuentra con este problema,
con este enfrentamiento. El emperador decide convocar un concilio en Nicea,
al cual asisten 318 obispos. En el discurso inaugural Constantino muestra
cuál es su intención, y lo hace con palabras muy claras: «Las
escisiones internas de la Iglesia de Dios nos parecen más graves y
más peligrosas que las guerras». El emperador, aconsejado por
Ossio, hace entender a los Padres sinodales su inclinación por la
tesis alejandrina. De hecho triunfa el concepto de \u?moousia —el Hijo es
de la misma naturaleza, de la misma sustancia, “consustancial” al Padre:
homoousía—, y no una vía media de compromiso, semiarriana,
que era el concepto de \u?moiousia —el Hijo era de sustancia semejante al
Padre: homoiousía—. La diferencia, de una iota, sin embargo en importantísima.
De hecho es impresionante la agudeza, sin duda por inspiración divina,
de este concepto trinitario: una sola naturaleza divina —se mantiene el monoteísmo—
y tres personas distintas. Se piensa que el término \u?moousion lo
acuñó Ossio, aunque no se sabe con certeza. Lo cierto es que
tanto Atanasio como Hilario de Poitiers contribuyen fuertemente en la elaboración
del credo niceno. Fue solemnemente proclamado que el Hijo es «Dios
de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, generado, no creado,
consustancial al Padre». Es el credo que la Iglesia profesará
—sustancialmente tal cual— hasta nuestros días.
Del Concilio emanan, además, algunos cánones disciplinares:
se crean tres sedes patriarcales —Roma, Alejandría y Antioquía;
gozarían de una cierta jurisdicción sobre el resto de las sedes
episcopales en esas tres grandes áreas del Imperio—; se prohibe a
los clérigos habitar con mujeres —en sus casas no podrían vivir
más mujeres que su madre o la hermana—; se concreta el día
de la Pascua —sería el primer domingo después del plenilunio
posterior al equinocio de primavera, siguiendo la costumbre occidental y
de la iglesia alejandrina—.
Se condena a Arrio, lo cual supone su deposición y su
exilio, además del de todos los arrianos. Entre ellos se encuentra
Eusebio de Nicomedia. Algunos —entre ellos Eusebio, que se haría gran
amigo de Constantino— se dirigieron al emperador, convenciéndole de
que en el fondo no había separación ni error, que se cree lo
mismo y se acepta lo acordado en Nicea —no era muy difícil convencer
a un hombre poco acostumbrado a la especulación teológica—.
Constantino hace volver a Eusebio a su sede, lo cual provoca el enojo de
Atanasio, ya obispo de Alejandría —desde el 328, año en que
muere Alejandro—. Ante sus quejas, el emperador reaccionó contra él,
teniendo que salir de Alejandría al exilio, precisamente el defensor
de la ortodoxia. Marchó a Occidente, a la ciudad de Tréveris,
donde fue recibido por el papa y por otros obispos, sobre todo de la Galia,
con entuasiasmo y veneración. Este entuasismo rubricaba el enfrentamiento
entre las iglesias occidentales y orientales.
V. La tradición sobre Constantino
Constantino es un personaje discutido, del que hay una tradición
historiográfica a favor y otra en contra. Favorables a Constantino
hemos visto a Eusebio de Cesarea —Historia Eclesiástica40 y Vida de
Constantino— y a Lactancio —De mortibus persecutorum—. En contra de Constantino
y su labor están Ammiamo Marcellino, Eutropio, Zósimo y, sobre
todo, Juliano.
A partir del siglo V se elabora lo que podríamos denominar
como una mito-hagiografía, la cual se prolongará en la Edad
Media y que considera a Constantino como un santo. Destacan dos obras: Acta
santae Silvestri (siglo V), en la que se subraya la íntima amistad
entre Constantino y el papa Silvestre41 —esta obra será la base para
la leyenda posterior—; y La leyenda áurea, del dominico Iacopo da
Varazze (siglo XIII, entre los años 1244 y 1264), texto divertido,
donde aparece el tema de la “donación” de Constantino —la Constitutum
Constantini, justificación del poder temporal del papa, según
lo cual Constantino habría cedido al papa parte del Lacio y de Roma—42.
La leyenda hace también referencia al bautismo de Constantino, cuestión
muy delicada, pues la Iglesia oriental posteodosiana encontraba muy embarazoso
admitir que se lo hubiera administrado un arriano, como Eusebio de Nicomedia:
un emperador cristiano bautizado por un arriano. De hecho, la Iglesia oriental
canonizó a Constantino —y celebra su fiesta el 21 de marzo, junto
con su madre, santa Elena—. Sobre el bautismo de Constantino se dieron más
versiones, alguna recogida en La leyenda áurea. La primera tradición
dice que Constantino, después de haber sido curado de la lepra, fue
bautizado por san Silvestre; la segunda tradición dice que ya había
sido bautizado por el papa Eusebio —anterior a Milcíades y a Silvestre—,
precisamente cuando Constantino tuvo la visión del signo de la cruz
y las palabras in hoc signo vinces —la cual, curiosamente, se le habría
aparecido en el cielo la noche precedente a un enfrentamiento con los bárbaros,
a lo largo de la ribera del Danubio—; otra versión es la san Jerónimo
y san Ambrosio, según los cuales, Constantino prorroga su bautismo
hasta poco antes de su muerte para ser bautizado en el río Jordán.
Esta visión mística llegará a ser muy atacada,
sobre todo en el período de los humanistas —Flavio Biondo, Lorenzo
Valla— y de Lutero, quien atacó duramente todo lo concerniente al
poder temporal del papa. Los historiadores protestantes tenían dificultad
en admitir que el bautismo le hubiera sido administrado a Constantino por
parte de un obispo arriano; superaron esta dificultad de una manera elegante:
Constantino habría sido, efectivamente, bautizado por Eusebio de Nicomedia,
aunque antes de que se hiciera arriano —era la aportación de Carpigniano.
Pensemos que el protestantismo ataca el arrianismo, por cuanto este último
no reconoce la divinidad de Jesucristo—. En cuanto a las otras cuestiones,
que tocaban a los intereses de los católicos, los historiadores protestantes
instrumentalizaron de lleno lo que en la auténtica tradición
historiográfica pudiera desembocar en la polémica. Así,
por ejemplo, Lutero saldrá a la palestra poniendo de relieve el hecho
de que el concilio de Nicea no había sido convocado por el obispo
de Roma, sino por el emperador; asimismo ridiculizó la pretensión
de la donatio, juzgada por él como «grosera vergüenza,
indigna en un campesino borracho». Tales tesis vinieron repetidas en
los Centuriadores de Magdeburgo.
Los católicos reaccionaron. El mismo León X encargó
a Raphaello pintar los frescos de la sala de Constantino, en la que debían
constar la aparición de la cruz, la batalla de Puente Milvio, el bautismo,
y la “donación” a san Silvestre.
La tradición romana recibía también ataques
por parte del pensamiento jurisdiccionalista. Melchior Goldast escribía
en torno a 1615: Imperator est Pontifex Maximus, hoc est, ut Magnus ille
Constantinus Imp. De se dicere solitus erat, twn ektoz episkopoz, rerum exteriorum
in ecclesia Episcopus ac Inspector, y entendía por res exteriores
también la convocatoria de los concilios y el nombramiento de los
ministros del culto.
Mas ya el católico Sigonio, en una obra de 1578, examinó
con equilibrio —especialmente a la luz de la Vida de Constantino de Eusebio—
todas las cuestiones discutidas. En particular la referente a la convocatoria
de los concilios: el de Nicea habría sido, efectivamente, convocado
por Constantino, mas re cum Sylvestro Romano Pontifici communicata... ex
illius auctoritate indixit. En torno a 1606, el jesuita Antonio Possevino
acusaba de imprecisión la misma Vida de Constantino, la cual habría
callado numerosos hechos, como el arrianismo de Constantino y los asesinatos
de Crispo y Fausta. Así también Baronio advertía las
mistificaciones de Eusebio, que tendrían su origen en su profesión
arriana y en su tendencia aduladora; en cuanto a la donatio, él no
sabía pronunciarse.
En una edad más reciente los prejuicios de los historiadores
de Constantino son manifestados de una manera más velada. El efecto,
sin embargo, ha sido siempre el de perpetuar la contraposición entre
los denigradores y los exaltadores de esta significativa figura de la historia
de la Iglesia. Así, a las críticas demoledoras del historiador
alemán del siglo XIX Jacob Burckhardt y del belga del siglo XX Henri
Grégoire, reaccionaba, entre otros, Norman Baynes en su estudio, hoy
fundamental, Constantine the Great and the Christian Church. Actualmente
va prevaleciendo una visión más científica sobre el
valor de las fuentes —de Eusebio en particular—, no faltando desgraciadamente
los estudiosos privados de equilibrio en el juicio.