El cántico
Magnificat que Nuestra Señora pronuncia en casa de Zacarías
es de una singular belleza poética. Evoca algunos pasajes del Antiguo
Testamento que la Vírgen había meditado (recuerda especialmente
1 Samuel 2,1-10).
En este cántico pueden distinguirse tres estrofas: en la primera
(versículos del 46 al50)
María glorifica a Dios por haberla hecho Madre del Salvador, hace
ver el motivo por el cual la llamarán bienaventurada todas las
generaciones y muestra cómo en el Misterio de la Encarnación
se manifiestan el poder, la santidad y la misericordia de Dios. En la segunda
(versículos del 51 al 53) la Vírgen nos enseña cómo
en todo tiempo el Señor ha tenido predilección por los humildes,
resistiendo a los soberbios y jactanciosos. En la tercera (versículos
del 54 al 55) proclama que Dios, según su promesa, ha tenido siempre
especial cuidado del pueblo escogido al que le va a dar el mayor título
de gloria: la Encarnación de Jesucristo, judío según
la carne ( Romanos 1,3).
Los primeros frutos del Espíritu Santo son la paz y la alegría.
Y la Santísima Vírgen había reunido en sí toda
la gracia del Espíritu Santo. Los sentimientos del alma de María
se desbordan en el Magnificat. El alma humilde ante los favores de Dios
se siente movida al gozo y al agradecimiento. En la Santísima Vírgen
el beneficio divino sobrepasa toda gracia concedida a criatura alguna. La
Vírgen humilde de Nazareth va a ser la Madre de Dios; jamás
la omnipotencia del Creador se ha manifestado de un modo tan pleno. Y el
Corazón de Nuestra Señora manifiesta incontenible su gratitud
y su alegría.