EL MAGNIFICAT
Lucas 1,46-55

   María dijo: Mi alma glorifica al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo, cuya misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen. Manifestó el poder de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó a los poderosos de su trono y ensalzó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos, y a los ricos los despidió sin nada. Acogió a Israel su siervo, recordando su misericordia, según había prometido a nuestros padres, a Abrahám y a su descendencia para siempre.

REFLEXION
María de Nazareth

   El cántico Magnificat que Nuestra Señora pronuncia en casa de Zacarías es de una singular belleza poética. Evoca algunos pasajes del Antiguo Testamento que la Vírgen había meditado (recuerda especialmente 1 Samuel 2,1-10).

   En este cántico pueden distinguirse tres estrofas: en la primera (versículos del 46 al50) María glorifica a Dios por haberla hecho Madre del Salvador, hace ver el motivo por el cual la llamarán bienaventurada todas las generaciones y muestra cómo en el Misterio de la Encarnación se manifiestan el poder, la santidad y la misericordia de Dios. En la segunda (versículos del 51 al 53) la Vírgen nos enseña cómo en todo tiempo el Señor ha tenido predilección por los humildes, resistiendo a los soberbios y jactanciosos. En la tercera (versículos del 54 al 55) proclama que Dios, según su promesa, ha tenido siempre especial cuidado del pueblo escogido al que le va a dar el mayor título de gloria: la Encarnación de Jesucristo, judío según la carne  ( Romanos 1,3).

   Los primeros frutos del Espíritu Santo son la paz y la alegría. Y la Santísima Vírgen había reunido en sí toda la gracia del Espíritu Santo. Los sentimientos del alma de María se desbordan en el Magnificat. El alma humilde ante los favores de Dios se siente movida al gozo y al agradecimiento. En la Santísima Vírgen el beneficio divino sobrepasa toda gracia concedida a criatura alguna. La Vírgen humilde de Nazareth va a ser la Madre de Dios; jamás la omnipotencia del Creador se ha manifestado de un modo tan pleno. Y el Corazón de Nuestra Señora manifiesta incontenible su gratitud y su alegría.

   Ante esta manifestación de humildad de Nuestra Señora, exclama San Beda: "Convenía pues, que así como había entrado la muerte en el mundo por la soberbia de nuestros primeros padres, se manifestase la entrada de la Vida por la humildad de María".

   Dios premia la humildad de la Vírgen con el reconocimiento por parte de todos los hombres de su grandeza: "Me llamarán Bienaventurada todas las generaciones". Esto se cumple cada vez que alguien pronuncia las palabras del Ave María. Este clamor de alabanza a Nuestra Madre es ininterrumpido en toda la tierra.

   "Como si dijera (comenta San Beda) : no sólo ha obrado conmigo grandezas el Todopoderoso, sino con todos aquellos que temen a Dios y obran la justicia".

   "Soberbios de corazón": Son los que quieren aparecer superiores a los demás, a quienes desprecian. Y también alude a la condición de aquellos que en su arrogancia proyectan planes de ordenación de la sociedad y del mundo a espaldas y en contra de la Ley de Dios. Aunque pueda parecer que de momento tienen éxito, al final se cumplen estas palabras del cántico de la Vírgen, pues Dios los dispersará como ya hizo con los que intentaron edificar la torre de Babel, que pretendían llegase hasta el Cielo (Génesis 11,4).

   Esta providencia divina se ha manifestado multitud de veces a lo largo de la Historia. Así, Dios alimentó con el maná al pueblo de Israel en su peregrinación por el desierto durante cuarenta años (Éxodo 16,4-35); igualmente a Elías por medio de un ángel ( 1 Reyes 19,5-8); a Daniel en el foso de los leones (Daniel 14,31-40); a la viuda de Sarepta con el aceite que milagrosamente no se agotaba (1 Reyes 17,8 ss). Así también colmó las ansias de santidad de la Vírgen con la Encarnación del Verbo.

   Dios había alimentado con su Ley y la predicación de sus profetas al pueblo elegido, pero el resto de la humanidad sentía la necesidad de la Palabra de Dios. Ahora, con la Encarnación del Verbo, Dios satisface la indigencia de la humanidad entera. Serán los humildes quienes acogerán este ofrecimiento de Dios; los autosuficientes, al no desear los bienes divinos, quedarán privados de ellos (San Basilio).

   Dios condujo al pueblo israelita como a un niño, como a su hijo a quien amaba tiernamente: "Yavhé, tu Dios, te ha llevado por todo el camino que habéis recorrido, como lleva un hombre a su hijo..." (Deuteronomio 1,31). Esto hizo Dios muchas veces, valiéndose de Moisés, de Josué, de Samuel, de David, etc., y ahora conduce a su pueblo de manera definitiva enviando al Mesías. El origen último de este proceder divino es la gran misericordia de Dios que se compadeció de la miseria de Israel y de todo el género humano.

    La misericordia de Dios fue prometida de antiguo a los Patriarcas. Así, a Adán (Génesis 3,15), a Abrahám (Génesis 22,18), a David (2 Samuel 7,12), etc. La Encarnación de Cristo había sido preparada y decretada por Dios desde la eternidad para la salvación de la humanidad entera. Tal es el amor que Dios tiene a los hombres; el mismo Hijo de Dios Encarnado lo declarará: "Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna" (Juan 3,16) .

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(Samuel Miranda)