VENERABLE MARÍA
ANGÉLICA PEREZ
1932 d.C.
20 de mayo
El
17 de Agosto de 1897, nacía en San Martín, Provincia de
Buenos Aires, vino al mundo la pequeña María
Angélica Pérez, quinta hija de humildes inmigrantes
gallegos, en el seno de una familia numerosa, de fervientes
prácticas católicas. María Angélica
Pérez: 34 años más tarde moría en
Vallenar(Chile), un viernes 20 de Mayo la Hermana María
Crescencia Pérez.
Llamada, por su piedad, a iniciar el camino a los altares.
El matrimonio formado por Agustín Pérez y Emma
Rodríguez contrajo nupcias en la iglesia Nuestra Señora
del Pilar de Córdoba, en diciembre de 1889. Poco después,
a causa de la violencia desatada en la ciudad por liberales y
conservadores, pasó a Montevideo donde nacieron sus cuatro
primeros hijos, dos de ellos fallecidos a poco de nacer.
Al no prosperar económicamente, la familia regresó a la
Argentina, radicándose en la localidad de San Martín,
provincia de Buenos Aires, en 1896. El 12 de septiembre del año
siguiente nació María Angélica quien
recibió el bautismo en la iglesia de Jesús Amoroso de
aquella localidad donde vivió hasta que, a causa de la mala
salud de su madre, debieron mudarse a Pergamino.
En 1906 María Angélica y su hermana Aída
ingresaron pupilas en el Colegio “Hogar de Jesús”, dirigido por
las hermanas de Nuestra Señora del Huerto. Y sería
allí, donde la joven María habría de experimentar
el llamado del Señor.
Era frecuente verla orar en la capilla escolar y fue de admirar su
pasión por enseñar el catecismo a sus compañeras.
A los 15 años, siendo celadora, decidió abrazar la vida
religiosa, concretando su deseo el 31 de diciembre de 1915.
Ingresó en la Casa Provincial de Villa Devoto, después de
solicitar y obtener el permiso de su padre para dedicar su vida a Dios.
El 1 de agosto de 1916 María Angélica se consagró
en el altar de la Casa Provincial y al contemplar las reliquias de San
Crescencio recientemente llegadas de Roma (mártir del siglo IV),
decidió adoptar su nombre, conmovida y emocionada a la vez.
El 7 de septiembre de 1918 la joven novicia rebosaba de felicidad. Ese
día, pronunció sus votos de rodillas, jurando servir a
Nuestro Señor por el resto de su vida. Pero esa felicidad se vio
empañada por un duro golpe al enterarse que su padre
había fallecido, causando la noticia gran dolor a su alma.
En 1924 la flamante religiosa se desempeñaba en el colegio de la
calle Rincón 819 de Buenos Aires, enseñando a alumnas del
ciclo primario y formando niñas para la Primera Comunión.
Poco después pasó a cuidar enfermos, tarea que
ejerció con abnegado espíritu cristiano hasta 1925 al ser
destinada al Asilo Marítimo de Mar del Plata para la
atención de niños tuberculosos, teniendo a su cargo entre
60 y 80 pacientes. Fue allí donde contrajo la enfermedad que
habría de costarle la vida, motivando que sus superioras
decidieran su traslado a Chile para mejorar su salud.
Rumbo
a Chile
Tras un agotador viaje en tren junto a la Madre Principal, María
Crescencia llegó a Vallenar, al norte del país araucano,
donde organizó un coro de jóvenes y se entregó con
amor al cuidado de los enfermos. Se le confirieron tareas de
enfermería, farmacia y cocina, que complementó atendiendo
la ropería, la enseñanza del catecismo y el cuidado de
las violetas (flores que amaba), labores que desarrolló con
pasión sin dejar de sufrir por su enfermedad.
María Crescencia lo dio todo sin pedir nada razón por la
cual, en 1932 su estado se agravó notablemente. Por esa causa se
la destinó al Colegio de Quillota pero su delicado estado
impidió el viaje.
El 20 de mayo de ese año las hermanas del Huerto se hallaban
reunidas en el comedor cuando un repentino aroma a violetas
inundó el lugar. El hecho llenó de sorpresa a las
religiosas, sentimiento que aumentó cuando la superiora,
poniéndose de pie, exclamó: “¡La hermana Crescencia
ha muerto!”. Lo curioso del caso es que en ese mes no florecen las
violetas.
Gran pesar causó su fallecimiento en Vallenar donde la
población desfiló apesadumbrada ante su féretro.
Enterrada en el cementerio local, se la comenzó a llamar
“santita” y su tumba estuvo siempre cubierta de flores, casi todas
violetas.
Hechos
prodigiosos
Se
hallaba un día la niña María Crescencia jugando
con sus hermanos a la Liebre y el Cazador, cuando el mayor de ellos, de
once años de edad, tomó el rifle de su padre al que
suponía descargado y disparó tres veces. “Acabas de ser
cazada”, le dijo y tras dejar el arma en su lugar, se retiraron. Poco
después llegó el padre manifestando que se iba de
cacería y que se llevaba el rifle, al que había cargado y
preparado oportunamente. Y grande fue su sorpresa cuando vio tres balas
atascadas en el percutor.
El 27 de julio de 1992 un joven arquitecto de 34 años llamado
Daniel, se enteró que padecía leucemia y que necesitaba
un urgente tratamiento de quimioterapia. Su caso fue analizado en el
Hospital de Clínicas, en la Academia Nacional de Ciencias y en
varios institutos privados con el mismo diagnóstico. Por esa
razón, el joven profesional decidió desconectar su
televisor y dedicarse a la lectura de la Biblia y la vida de los santos.
Se hallaba internado cuando se dio aviso del hecho a las hermanas del
Huerto y esa misma tarde una de ellas, Josefina, se apareció con
una reliquia de María Crescencia, informando que sus
compañeras rezaban por él. Poco después, las
hemorragias se detuvieron y para asombro del cuerpo médico, los
síntomas desaparecieron. “No tengo explicación para esto.
Levántate que te vas a tu casa” le manifestó uno de los
facultativos que lo habían atendido.
Hugo Guerrero Mella padecía un cuadro crítico que
motivó la extirpación de su estómago, partes del
hígado y el páncreas. El tratamiento de quimioterapia al
que fue sometido lo superó razón por la cual, los
médicos le dieron ocho días de vida. Tras una nueva e
infructuosa intervención se lo mandó de regreso a su casa
donde el cuadro se agravó. Junto a un amigo, su esposa
solicitó a las hermanas del Huerto una cruzada de oraciones
pidiendo a María Crescencia que intercediese por su salud. Hugo
recibió los sacramentos y con la paz en el alma, se
resignó. Sin embargo, al cabo de unos días,
comenzó a mejorar y recobrar fuerzas, tanto, que al poco tiempo
se alimentaba con normalidad mientras aumentaba de peso. Un mes
después se hallaba totalmente curado para asombro de los
médicos que llevaban su tratamiento.
El caso que llevó a abrir el proceso de canonización fue
el de una joven mujer enferma de hepatitis aguda agravada por una
diabetes infanto-juvenil que obligaron a un transplante de
hígado. De no realizarse la intervención, le
quedarían solo tres días de vida.
Estando internada, una religiosa que visitaba el hospital le
acercó una estampita con la imagen de María Crescencia,
estampa que la enferma tomó entre sus manos, implorando su
curación. Corría el 2 de abril cuando los médicos
del Hospital Italiano comprobaron que la paciente estaba completamente
restablecida y que no era necesario ningún trasplante. La mujer
evolucionaba bien y comía mejor. El 12 de abril recibió
el alta y poco después regresó a su hogar, no sin antes
escuchar de boca del médico que era la primera vez que la
ciencia y un milagro se habían combinado.
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(Samuel Miranda)