SANTA MARÍA DEL MONTE CARMELO DEL
NIÑO JESÚS GONZALEZ 
 1899 d.C.
 9 de noviembre
 
  
 
 
  
   Nació en Antequera, 
diócesis de Málaga (España), el 30 de junio de 1834. 
Sus padres, Salvador González García y Juana Ramos Prieto, buenos
cristianos y de elevada posición social, la llevaron a bautizar al
día siguiente de su nacimiento a la parroquia de Santa María 
la Mayor de la ciudad.
 
    Carmencita, la sexta de los nueve hijos que llegaron a adultos, 
destacó pronto por su simpatía, inteligencia, bondad de corazón, 
sensibilidad y entrega a las necesidades ajenas, piedad, amor a la Eucaristía 
y a la santísima Virgen. Fue una niña y joven encantadora, que
se distinguió por hacer felices a cuantos la rodeaban; supo poner paz
y hacer el bien ante las necesidades ajenas.
 
    Llegó a la juventud con una personalidad tan definida, 
que suscitaba la admiración de todos los que la conocían. Así 
entró por los caminos difíciles que la Providencia le fue marcando. 
Con un profundo deseo de seguir la voluntad de Dios en su vida, la buscó 
en la oración, la reflexión y la dirección espiritual.
 
    Tuvo que afrontar serias dificultades a la hora de las grandes 
opciones de la vida: primero, la oposición de sus padres ante un posible 
matrimonio contrario a las garantías que don Salvador deseaba para 
su hija; más tarde, ante el propósito de ingresar en las Carmelitas 
Descalzas, disgusto, contrariedad y nueva oposición de los suyos. Carmen
se mantuvo firme, poniendo su fe y su confianza en Dios. Don Salvador veía
que Carmen tenía algo especial, que no era como todas; por ello repetía
frecuentemente: "Mi hija es una santa".
 
    Al fin, a impulsos del amor que fuertemente latía en 
su corazón, pero no a ciegas sino convencida de que Dios lo quería 
y la llamaba a una misión, Carmen, a los 22 años, salta todos 
los obstáculos y contrae matrimonio con Joaquín Muñoz 
del Caño, once años mayor que ella, cuya conducta tanto preocupaba, 
y con razón, a don Salvador.
 
    Aquel matrimonio fue la piedra de toque para descubrir el temple 
espiritual, la fortaleza y la capacidad de amor de Carmen. Comulgaba diariamente; 
de la Eucaristía sacaba fuerza, entereza, caridad y sabiduría 
para penetrar, con la profundidad con que lo hacía, el sentido de la
vida espiritual.
 
    Cuidó la vida de matrimonio; siguió visitando 
y socorriendo a los necesitados y enfermos, en sus casas o en el hospital, 
y llevándoles, junto con el don material, consuelo y luz para el alma, 
comprensión para sus sufrimientos y alimento para soportar una vida 
dura llevada en la escasez de lo imprescindible. Socorros que prestaba personalmente 
y asociada a la Conferencia de san Vicente de Paúl, a la que perteneció.
 
    Don Joaquín, el esposo, con sus rarezas, sus celos y 
sus intemperancias, hizo sufrir mucho a Carmen. Ella jamás dejó 
escapar una crítica, una queja o un comentario de reproche en contra 
de su marido, ni siquiera cuando entregó sus propios bienes para salvarlo 
de una penosa situación. Las personas más cercanas a la casa 
compadecían el sufrimiento de Carmen, pero sobre todo admiraban su 
virtud.
 
    Después de veinte años de paciente espera, de 
amor, de oración y de penitencia, vio cumplida su esperanza y compensados 
sus sacrificios con la conversión de su esposo. Más tarde se 
le oiría repetir: "Todos mis sufrimientos los doy por bien empleados 
con tal que se salve un alma".
 
    Cuatro años de "vida nueva" confirmaron la autenticidad 
de la conversión y preparación de don Joaquín para su 
salida de este mundo. Con su muerte, terminó la misión de esposa 
de doña Carmen, pero, hecha para cosas grandes, tenía que iluminar 
otra faceta de la vida. Ya viuda, sedienta de "Absoluto", se entregó 
más plenamente a Dios. Animada por el espíritu franciscano, 
profundizaba cada vez más el sentido de fraternidad universal, de pobreza
y de amor a la humanidad de Cristo. La Tercera Orden franciscana seglar,
a la que pertenecía, admirada por su virtud, piedad y dedicación 
a los necesitados, la eligió maestra de novicias.
 
    No tuvo hijos; pero ello no le impidió tener un corazón 
de madre siempre disponible para los que la necesitaban. Una y otra vez se 
preguntaba: ¿Puedo hacer algo por ellos? Con realismo, empezó 
por donde le era posible. Hizo un ensayo de colegio en su casa y prosiguió 
sus visitas a los pobres y enfermos.
 
    Incansable, tuvo valor para decir otra vez al Señor, 
como en sus años jóvenes: ¿Qué quieres que haga? 
Consultó, reflexionó, oró. Ayudada por su director espiritual, 
el capuchino fray Bernabé de Astorga, el 8 de mayo de 1884 fundó 
el instituto religioso de las Hermanas Franciscanas de los Sagrados Corazones.
 
    Atrás quedaba como estela luminosa la ejemplaridad de 
su vida seglar como joven, esposa y viuda. Con un gran peso de madurez y de
virtud probada, afrontó como fundadora los inicios de una obra en
la Iglesia. La madre Carmen fue siempre un modelo de religiosa.
 
    La Congregación, dentro de la familia franciscana, tiene 
unas notas peculiares y una espiritualidad propia, basada en el misterio del
amor del Corazón de Cristo y en la fidelidad al Corazón de
María. De estas fuentes sacaba la madre Carmen inspiración para
acercarse a quienes la necesitaban, y para impulsar y orientar la fuerza apostólica
de la Congregación hacia la educación de la infancia y la juventud,
el cuidado y la asistencia de los enfermos, ancianos y necesitados, con un
estilo que recuerda el de san Francisco de Asís: "Sin apagar el espíritu".
 
    La madre Carmen vio aumentar la Congregación en número 
de hermanas y de casas, que se extendían por la geografía española 
en Andalucía, Castilla y Cataluña. Como obra de Dios, tenía 
que ser probada y lo fue en la persona de su fundadora. Dificultades, humillaciones 
e incomprensiones, tanto más dolorosas cuanto de procedencia más 
cercana, recayeron sobre la madre Carmen sin arredrarla. Quien la conoció 
a fondo, pudo decir: "Esta mujer tiene más fe que Abraham".
 
    Cada golpe de la tribulación la fue introduciendo en 
el misterio de Cristo muerto y resucitado por la salvación del mundo. 
Por eso, decía a las hermanas: "La vida del Calvario es la más 
segura y provechosa para el alma". Con esta actitud serena de abandono en 
las manos de Dios se ocupaba de los asuntos de la Congregación. Llegó 
a abrir hasta once casas; su interés por todas y cada una de las hermanas 
fue constante.
 
    Si toda su vida estuvo orientada a Dios, en la recta final
aceleró el paso; hablaba mucho del cielo. Así, desprendida
de todo, mirando la imagen de la Virgen del Socorro, murió en el convento
de Nuestra Señora de la Victoria, en Antequera, primera casa de la
Congregación, el 9 de noviembre de 1899.
 
    Superó con una altura espiritual extraordinaria todas 
las situaciones que la vida puede presentar a una mujer: niña y joven 
piadosa, alegre y caritativa; esposa entregada a Dios y fiel a su marido, 
sin escatimar esfuerzos en los largos años de su difícil matrimonio; 
viuda magnánima y de profunda espiritualidad; y religiosa ejemplar 
consagrada al Señor.
 
    Todas las etapas de su vida parecen tener un denominador común: 
profunda raíz en el amor de Dios, y firme voluntad de crear comunión 
en cuantos la rodeaban. Su congregación de Hermanas Franciscanas de 
los Sagrados Corazones traduce la fraternidad franciscana en sencilla y abnegada 
vida de familia, confiada siempre en la providencia del Padre y atenta al 
Espíritu que la mantiene en verdadera unión.