BEATA MARÍA LUISA ISABEL LAMOIGNON
1825 d.C.
4 de marzo
María Luisa Isabel
de Lamoignon (1763-1825) nació en París, en el seno de una
familia de alto linaje, y creció en un ambiente cristiano atento a
la justicia y a la caridad. A los quince años, se casó con
el conde Molé de Champlatreux, hombre virtuoso. Tuvieron cinco hijos,
de los cuales sólo dos sobrevivieron. Animada por su marido, visita
a los pobres y a los enfermos de su parroquia, pero, por su rango social
de condesa, es considerada de la parte de los explotadores. Por ello en la
tormenta revolucionaria sufrió la confiscación de sus bienes,
privaciones y detenciones. Su esposo fue guillotinado el día de Pascua
de 1794. María Luisa Isabel tenía 31 años.
A pesar de ello, continúa su camino espiritual, guiada
por el párroco de Pancemont. Una tarde de 1792 reconoció la
llamada particular del Señor a seguirlo, llevando su cruz. Ella respondió
generosamente con lo que llamó su «pacto con la cruz».
Renunció a todo, incluso al deseo de vida religiosa contemplativa
para responder a una necesidad urgente de la Iglesia de Vannes: el obispo
le pidió que le ayudara con una obra educativa y caritativa. El 25
de mayo de 1803 hizo la profesión religiosa, tomando el nombre de
sor San Luis.
Enseguida fue nombrada superiora general de la nueva congregación,
que puso bajo la protección de san Luis, modelo de fe, artífice
de justicia y de paz. Organizó la vida religiosa de la comunidad y
acogió a niñas pobres, cuyo número fue creciendo cada
vez más. Velaba por la calidad de su instrucción y las preparaba
para vivir y ganar dinero aprendiendo un oficio. Además de la lectura
y de la escritura, las jóvenes aprendían a tejer la tela y
a realizar bellísimos encajes. Después de Vannes, otros párrocos
le pidieron fundar una «casa de caridad» en sus respectivas parroquias.
La madre San Luis en 1818 añadió a esto la obra de los retiros
espirituales.
Impulsada por el amor de Cristo redentor, sacaba su fuerza de
la lectura diaria de la Palabra de Dios y de la Eucaristía. Quería
que todas las personas fueran acogidas y sirvieran a Jesucristo: “Si la atención
que prestáis a las niñas pobres la ofrecierais con espíritu
de fe viva... veríais en ellas a Jesucristo. Diríais: estoy
con Jesucristo, hablo con Jesucristo, vivo con Jesucristo. Me glorío
en vivir con Jesucristo pobre y humillado”. Y como toda forma de espiritualidad
está inevitablemente marcada por la época que la vio nacer
y por la personalidad de quien la suscita en un determinado contexto familiar
y social, la formación familiar de María Luisa Isabel la puso
muy pronto en contacto con los Padres de la Iglesia, desarrollando en ella
el gusto ardiente por la Palabra de Dios, que ella transmitió a sus
religiosas: “La Sagrada Escritura es la base fundamental de toda forma de
piedad... Es necesario, por tanto, que cuantos quieren avanzar en el estado
de perfección no dejen pasar ni siquiera un solo día sin leerla
y meditarla... Esta Palabra es el alimento del hombre, del mismo modo que
la santa Eucaristía es el alimento del alma; es preciso acogerla,
tratarla con la misma dignidad, con el mismo respeto; ¿habéis
pensado alguna vez en ello?, ¿os habéis comportado alguna vez
en consecuencia y habéis intentado poneros, para recibirla, en la
misma disposición que deseáis tener para participar en la santa
Mesa?”.
Murió en Vannes el 4 de marzo de 1825, lámpara
brillante de la caridad y la bondad, capaz de mostrar todo el camino a seguir,
contrastando las obras de la carne (la idolatría, la enemistad, la
discordia y los celos) con las obras del Espíritu, cuyos frutos benéficos
son amor, alegría, paz, magnanimidad, benevolencia, bondad, fidelidad,
mansedumbre, dominio de sí.