Nacida en Murcia el 12 de abril de 1891, vivió su juventud en fervorosa y cristiana ejemplaridad. Fue designio de Dios que contrajera matrimonio con el santo varón y prestigioso médico D. Ángel Romero. Ambos esposos, sin hijos, vivieron años en acendrada práctica de virtudes cristianas y juntos se entregaron al ejercicio de intensa y evangélica caridad, que a él le fue forjando para el martirio, y a ella la fue preparando para entrañable madre de una nueva familia religiosa en la Iglesia.
Con amplio corazón aceptó el holocausto de su esposos y con heróica caridad supo buscar a los asesinos para ofrecerles, al estilo de Cristo, su perdón y su ayuda.
Reciente aún su dolor, fue en Salamanca, en feliz y providencial encuentro con otra alma singular, donde asumió la idea, que Dios mismo inspiraba, de fundar su congregación para la evangelización y formación cristiana de pueblos y aldeas abandonados.
Caminando en tartana, al estilo teresiano, recorre pueblos, donde visita enfermos, catequiza a los niños, alivia necesidades sin cuento de pobres aldeanos, reparte amor, vida cristiana y sus bienes. Todo como semilla de lo que será su congregación, que, con la aprobación diocesana, nacería el año 1939.
Vive, desde entonces, entregada con solicitud inquebrantable a la formación religiosa de sus hijas y a la expansión de su obra apostólica, que con admirable y providencial fecundidad se desarrolla y crece en múltiples casas religiosas por los pueblos de España y aún de Hispanoamérica.
Alma fina y de temple ejemplar en la práctica de toda virtud y en el celo ardoroso por las almas sencillas, vive años en profunda oración y anhelo constante de identificarse con Cristo Crucificado. Este hondo sentido de hermandad con Cristo Crucificado le dio valor para superar tantas pruebas de cuerpo y de espíritu, pendiente sólo de la voluntad de Dios y confiada plenamente en la Santísima Virgen, hacia la que sentía la más viva y tierna devoción.
Su postrer amor fue extinguirse en la Iglesia y ante el Señor, mediante la larga y penosa enfermedad que la tuvo varios años inmovilizada y que aceptó con la ilusión de vivir, unida a Cristo, su propia crucifixión. Era el espíritu que como legado quería dejar a sus hijas.
Y entretanto supo convertir sus largos sufrimientos en bondad íntima, que trascendía de manera singular a cuantos tuvieron acceso a su presencia. Se hacía imposible a cuantos visitaban Villa Pilar, casa madre donde ella residía, salir de allí sin haber pasado a la presencia de la Madre. Tanto sus hijas como gentes de toda condición y eclesiásticos de distinta jerarquía, salieron de su presencia interiormente y profundamente confortados. Y no era sólo por sus palabras llenas de bondad y de paz. Parecía que, como de Jesús, de la Madre María salía una virtud que curaba a todos.
Pocos meses antes de morir tuvo la alegría de ver aprobada definitivamente su congregación con el Decretum laudis de la Santa Sede (7 de enero de 1975).
Con ese gozo reciente, pero no sin nuevos sufrimientos y nuevas pruebas que recaían sobre su congregación, por las que muchas veces estuvo dispuesta a ofrendar su vida, entregó santamente su alma a Dios el 17 de julio de 1975.
Sus funerales fueron un auténtico testimonio popular de devoción en un ambiente ciertamente de dolor, pero también de triunfo: y su sepulcro en el cementerio de la casa madre se ve constantemente visitado por innumerables personas que confían en su virtud e intercesión.