Mediator Dei
Sobre la Sagrada Liturgia
20 de noviembre de 1947
A los Venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos y demás
Ordinarios en paz y comunión con la Sede Apostólica
Venerables Hermanos Salud y Bendición Apostólica.
INTRODUCCIÓN
I. Los fundamentos de nuestra liturgia
A). NOTA LITÚRGICA DE LA REDENCIÓN
1. «El mediador entre Dios y los, hombres» (I Tim., 2, 5), el
gran Pontífice que penetró en las cielos, Jesús, el Hijo
de Dios, al asumir la obra de Misericordia, mediante la cual enriquece al
género humano con beneficios sobrenaturales, deseó sin duda
restablecer entre las hombres y su Creador aquélla relación
de orden -que el pecado había perturbado y conducir de nuevo la mísera
descendencia de Adán, manchada por el pecado original, al Padre celestial,
primer principio y último fin.
2. Y por esto durante su morada en la tierra, no sólo anunció
el comienzo de la Redención y declaró inaugurado el Reino de
Dios, sino que se dedicó de lleno a procurar la salvación de
las almas con el continuo ejercicio de la oración y su propio sacrificio,
hasta que en la cruz se ofreció Víctima Inmaculada a Dios para
limpiar nuestra conciencia de las obras muertas, para servir al Dios vivo.
3. Así todos los hombres, felizmente rescatados del camino que los
arrastraba a la ruina y a la perdición, fueron nuevamente encaminados
a Dios a fin de que con su colaboración personal al logro de la propia
santificación, fruto de la Sangre del Cordero inmaculado, diesen a
Dios la gloria que le es debida.
B). CONTINUACIÓN EN LA IGLESIA
4. El divino Redentor quiso también que la vida sacerdotal iniciada
por El en su cuerpo mortal con sus plegarias y su sacrificio, no cesase en
el transcurso de los siglos en su Cuerpo místico, que es la Iglesia;
y por esto instituyó un sacerdocio visible, para ofrecer en todas partes
la oblación pura, a fin de que todos los hombres, del Oriente al Occidente,
libres del pecado, sirviesen espontánea y voluntariamente a Dios,
por deber de conciencia.
5. La Iglesia, pues, fiel al mandato recibido de su Fundador, continúa
el oficio sacerdotal de Jesucristo, sobre todo por medio de la Sagrada Liturgia.
Esto lo hace en primer lugar en el Altar, donde es perpetuamente representado
y renovado el Sacrificio de la Cruz, con la sola diferencia del modo de ofrecer;
después con los Sacramentos, que son instrumentos especiales, por los
cuales los hombres participan en la vida sobrenatural; y, por último,
con el cotidiano tributo de alabanzas ofrecidas a Dios Optimo Máximo.
6. «¡Qué gozoso espectáculo! -decía Nuestro
predecesor Pío XI, de feliz memoria- ofrece al cielo y a la tierra
la Iglesia orante, cuando continuamente, durante todos los días y todas
las noches, se cantan en la tierra los Salmos escritos por inspiración
divina: no quedando hora alguna del día, que no esté consagrada
con una Liturgia propia; ni edad de la vida humana, que no tenga su puesto
en la acción de gracias, en las alabanzas, en las preces, en las aspiraciones
de esta plegaria común del Cuerpo místico de Cristo, que es
la Iglesia» (1).
II. Ocasión de la Encíclica
A) RENOVACIÓN LITÚRGICA
7. Bien sabéis, Venerables Hermanos, que hacia finales del siglo
pasado y comienzos del actual se despertó un singular entusiasmo por
los estudios litúrgicos, bien por el esfuerzo de algunos particulares,
bien, sobre todo, por la celosa y asidua diligencia de varios monasterios
de la ínclita Orden benedictina; y así, no sólo en muchas
regiones de Europa, sino también al otro lado del mar, se desarrolló
un apostolado útil, digno de toda alabanza. Las saludables consecuencias
de este intenso apostolado fueron visibles tanto en el terreno de las ciencias
sagradas, donde los ritos litúrgicos de la Iglesia occidental y oriental
fueron más amplia y profundamente estudiados y conocidos, como en la
vida espiritual y privada de muchos cristianos.
8. Las augustas ceremonias del Sacrificio del Altar fueron mejor conocidas,
comprendidas y estimadas; la participación en los Sacramentos, mayor
y más frecuente; las plegarias litúrgicas, más suavemente
gustadas; y el culto de la Sagrada Eucaristía considerado -como es
en realidad- fuente y centro de la verdadera piedad cristiana. También
ha llegado a entenderse más y más cómo todos los fieles
constituyen un único y compacto cuerpo, cuya Cabeza es Cristo, así
como el deber del pueblo cristiano de participar debidamente en los ritos
litúrgicos.
B) ACTITUD DE LA SANTA SEDE FRENTE A LOS PROBLEMAS LITÚRGICOS
9. Sin duda conocéis muy bien cómo esta Sede Apostólica
ha cuidado en todo tiempo diligentemente de que el pueblo a ella confiado
se educase en un sentido litúrgico verdadero y práctico; y que
con no menos celo ha procurado que los sagrados ritos resplandezcan también
al exterior con la debida dignidad. Nos mismo, por esta razón, al dirigirnos,
según costumbre, a los predicadores cuaresmales de esta Nuestra ciudad
en el afeo 1943, les habíamos exhortado calurosamente a recomendar
a sus oyentes que participasen -con creciente fervor en el Sacrificio eucarístico;
y así recientemente hemos hecho traducir de nuevo al latín,
del texto original, el libro de los Salmos, que tanta parte ocupa en las
preces litúrgicas de la Iglesia Católica, a fin de que estas
preces fueren más exactamente comprendidas, y su verdad y suavidad
más fácilmente percibidas.
10. No obstante, aunque el apostolado litúrgico Nos proporciona no
poco consuelo por los saludables frutos que de él se derivan, Nuestro
deber Nos obliga a seguir con atención esta renovación, a la
manera en que algunos la conciben y de cuidar diligentemente que las iniciativas
no sean ni excesivas ni defectuosas.
11. Ahora bien, si por una parte comprobamos con dolor que en algunas regiones
el sentido, el conocimiento y el estudio de la Liturgia son escasos o casi
nulos, por otra notamos, con temerosa preocupación, que algunos están
demasiado ávidos de novedad y se alejan del camino de la sana doctrina
y de la prudencia, mezclando a la intención y al deseo de una renovación
litúrgica, algunos principios que, en teoría o en práctica,
comprometen esta santísima causa y a veces también la contaminan
con errores que afectan a la Fe católica y a la doctrina ascética.
12. La pureza de la Fe y de la Moral debe ser la norma característica
de esta sagrada disciplina, que debe conformarse absolutamente a las sapientísimas
enseñanzas de la Iglesia. Es, por tanto, Nuestro deber alabar y aprobar
todo aquello que está bien hecho y contener o reprobar todo lo que
se desvía del camino justo y verdadero.
13. No crean, sin embargo, los pusilánimes que tienen nuestra aprobación
porque reprendamos a los que yerran y pongamos freno a los audaces; ni los
imprudentes se crean alabados cuando corregimos a los negligentes y perezosos.
C) LA ENCÍCLICA
14. Aunque en esta Nuestra Carta Encíclica tratemos sobre todo de
la Liturgia latina, esto no es debido a menor estimación de las venerandas
Liturgias de la Iglesia Oriental, cuyos ritos, transmitidos por nobles y antiguos
documentos, Nos son igualmente queridísimos; sino que depende más
que nada de las condiciones de la Iglesia occidental, que son tales que requieren
la intervención de Nuestra autoridad.
15. Escuchen, pues, todos los cristianos con docilidad la voz del Padre
común, que desea ardientemente que todos, unidos íntimamente
a El, se acerquen al Altar de Dios, profesando la misma Fe, obedeciendo a
la misma Ley, participando en el mismo Sacrificio, con un solo entendimiento
y una sola voluntad.
16. Lo requiere el honor debido a Dios, lo exigen las necesidades de los
tiempos actuales. Ahora que una cruel y larga guerra acaba de dividir a los
pueblos con sus rivalidades y estragos, los hombres de buena de la mejor manera
posible en llevarlos de nuevo a la concordia.
17. Creemos, sin embargo, que ningún proyecto ni ninguna iniciativa
será en este caso más eficaz que un fervoroso espíritu
y celo religioso, de los que es necesario estén animados los cristianos
y se guíen por ellos, de forma que aceptando con ánimo sincero
las mismas verdades y obedeciendo dócilmente a los legítimos
pastores en el ejercicio del culto debido a Dios, constituyan una fraternal
comunidad, ya que «aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo todos
los que participamos de un mismo pan»(I Cor. 10, 7).
PRIMERA PARTE
NATURALEZA, ORIGEN Y PROGRESO DE LA LITURGIA
I. La Liturgia, culto público
A) DEBER DE RELIGIÓN EN LOS HOMBRES
18. El deber fundamental del hombre es, indudablemente, el de orientarse
hacia Dios a sí mismo y a su propia vida. «A El, en efecto, debemos
principalmente unirnos como indefectible principio al que debe orientarse
constantemente nuestra elección como a último fin, que por negligencia
perdemos pecando y que debemos reconquistar por la fe y creyendo en El»
(2).
19. Ahora bien, el hombre se vuelve ordenadamente a Dios cuando reconoce
su suprema majestad y su supremo magisterio, cuando acepta con sumisión
las verdades divinamente reveladas, cuando observa religiosamente sus leyes,
cuando hace converger en El todas sus actividades, cuando -para decirlo brevemente-
presta mediante la virtud de la religión el debido culto al único
y verdadero Dios.
20. Este es un deber que obliga ante todo a cada uno de los hombres en singular,
pero es también un deber colectivo de toda la comunidad humana, unida
entre sí con vínculos sociales, porque también ella depende
de la suprema autoridad de Dios.
B) RECONOCIMIENTO DE ESTE DEBER EN TODOS LOS TIEMPOS
1.° Razón de esta universalidad.
21. Hemos de advertir que los hombres se encuentran ligados por este deber,
por haberlos Dios elevado a un orden sobrenatural.
2.° En el Antiguo Testamento.
22. Así, si consideramos a Dios como autor de la Antigua Ley, le
vemos proclamar también preceptos rituales y determinar exactamente
las normas que el pueblo debe observar al rendirle el legítimo culto.
Estableció, pues, varios sacrificios y designó varias ceremonias,
con arreglo a las cuales debían realizarse, y determinó claramente
lo que se refería al Arca de la Alianza, al Templo y a los días
festivos; designó la tribu sacerdotal y al Sumo Sacerdote, indicó
y describió las ropas a usar por los ministros sagrados y cuantas cosas
más tenían relación con el culto divino.
23. Ahora bien, este culto no era otra cosa que la sombra del que el Sumo
Sacerdote del Nuevo Testamento había de rendir al Padre celestial.
3 ° En el Nuevo Testamento.
a) Jesús.
24. Y en verdad, apenas «el Verbo se hizo carne» (Juan, 1, 14),
se manifiesta al mundo en su oficio sacerdotal, haciendo un acto de sumisión
al Padre eterno, acto de sumisión que había de durar toda su
vida («entrando en este mundo, dice…Heme aquí que vengo… para
hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad…») (Hebr. 10,5-7) y que había
de ser consumado en el sacrificio cruento de la cruz: «En virtud de
esta voluntad somos nosotros santificados por la oblación del Cuerpo
de Jesucristo, hecha una sola vez» (Heb. 10, 10).
25. Toda su actividad entre los hombres no tiene otro fin. De niño,
es presentado en el Templo al Señor; de adolescente, vuelve a él;
más tarde, acude allí a menudo para instruir al pueblo y para
orar. Antes de iniciar el ministerio público, ayuna durante cuarenta
días, y con su consejo y su ejemplo exhorta a todos que oren, lo mismo
de día que de noche. Como maestro de verdad «ilumina a todas
los hombres» (Juan, 1, 9) para que los mortales reconozcan debidamente
al Dios inmortal y no «se oculten para perdición, Sino que perseveren
fieles para ganar el alma» (Hebr. 10. 39). Cómo pastor, pues,
gobierna, a su grey, la conduce a los pastos de la vida y le da una Ley que
observar para que ninguno se separe de El y del camino recto que El ha señalado;
sino que todos vivan santamente bajo su influjo y su acción. En la
última Cena, con rito y aparato solemnes, celebra la nueva Pascua y
establece su continuación, mediante la institución divina de
la Eucaristía; al día siguiente, levantado entre el cielo y
la tierra, ofrece el Sacrificio de su vida; y de su pecho traspasado hace
en cierto modo brotar los Sacramentos que repartan a las almas los tesoros
de la Redención. Al hacer esto, tiene como único fin la gloria
del Padre y la santificación cada vez mayor, del hombre.
b) Continuación en la Iglesia
1. Cristo e Iglesia
26. Entrando después en la sede de la santidad celestial, quiere
que él culto por El instituido y practicado durante su vida terrenal
continúe ininterrumpidamente, ya que El no ha dejado huérfano
al género humanó, sino qué; igual que lo asiste con
su continuo y valioso patrocinio, haciéndose nuestro abogado en el
cielo cerca del Padre, así lo ayuda, mediante su Iglesia, en la cual
está indefectiblemente presente en el curso de los siglos. Iglesia
que EL ha constituido columna de la verdad y dispensadora de la gracia y
que, con el sacrificio de la Cruz, fundó, consagró y confirmó
para toda la eternidad.
27. La Iglesia, pues, tiene en común con el Verbo encarnado, el fin;
la tarea y la función de enseñar a todos la verdad, regir y
gobernar a los hombres, ofrecer á Dios sacrificios aceptables y gratos,
y así restablecer entré el Creador y las criaturas aquélla
unión y armonía que el Apóstol de los gentiles indica
claramente con estas palabras: «Por tanto, ya no sois extranjeros u
huéspedes, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados
sobre el fundamento de los Apóstoles y de los Profetas, siendo piedra
angular el mismo Cristo Jesús, en quien vosotros también sois
edificados para morada de Dios en el Espíritu» (Efes. 2, 19-22)).
Por esto la sociedad fundada por el divino Redentor no tiene otro fin, sea
con su doctrina y su gobierno, sea con el sacrificio y los sacramentos por
El instituidos, sea, por fin, con el ministerio que El le confió, con
sus plegarias y su sangre, que el de crecer y dilatarse cada vez más;
lo que sucede cuando Cristo es edificado y dilatado en las almas de los mortales
y cuando inversamente las almas de los mortales son edificadas y dilatadas
en Cristo, de manera que en este destierro terrenal prospere el templo en
que la divina majestad recibe el culto grato y legítimo.
28. En toda acción litúrgica, por tanto, juntamente con la
Iglesia, está presente su Divino Fundador. Cristo está presente
en el Augusto Sacramento del Altar, bien en la persona de su ministro, bien,
principalmente, bajo las especies eucarísticas; está presente
en los Sacramentos con la virtud que en ellos transfunde para que sean instrumentos
eficaces de santidad; está presente, por fin, en las alabanzas y en
las súplicas dirigidas a Dios, cama está escrito: «Donde
están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en
medio de ellos» (Mat. 18, 20).
29. La Sagrada Liturgia es, por tanto, el culto público que nuestro
Redentor rinde al Padre como Cabeza de la Iglesia, y es el culto que la sociedad
de los fieles rinde a su Cabeza, y, por medio de ella, al Padre eterno; es,
para decirlo en pocas palabras, el culto integral del Cuerpo místico
de Jesucristo; esto es, de la Cabeza y de sus miembros.
2. Práctica de esta doctrina
30. La acción litúrgica se inicia con la misma fundación
de la Iglesia. Los primeros cristianos, en efecto, «perseveran en oír
la enseñanza de los Apóstoles, y en la unión en la fracción
del pan y en la oración» (Act. 2, 42). En todas partes donde
los pastores pueden reunir un grupo de fieles, erigen un altar, sobre el que
ofrecen el sacrificio, y en torno de éste son establecidos otros ritos
adecuados a la salvación de los hombres y a la glorificación
de Dios. Entre estos ritos, están en primer lugar los Sacramentos,
es decir, las siete fuentes principales de salvación; después
las celebraciones de las alabanzas divinas, con las que los fieles, también
reunidos, obedecen a 1a exhortación del Apóstol: «Enseñándoos
y exhortándoos unos a otros con toda sabiduría, con salmos,
himnos y cánticos espirituales, cantando y dando gracias a Dios en
vuestros corazones» (Colos. 3, 16); después la lectura de la
-Ley, de los profetas; del Evangelio y dde las Epístolas apostólicas,
y por fin, la homilía, con la cual el presidente de la asamblea recuerda
y comenta útilmente los preceptos del Divino Maestro y los acontecimientos
principales de su vida. y amonesta a todos los presentes con oportunas exhortaciones
y ejemplos.
31. El culto se organiza y se desarrolla según las circunstancias
y las necesidades de los cristianos, se enriquece con nuevos ritos, ceremonias
y fórmulas, siempre con la misma intención, esto es, «a
fin de que nos sintamos estimulados por estos signos…, nos sea conocido el
progresó realizado y nos sintamos solicitados a aumentarlo con mayor
vigor, ya que el efecto es tanto más digno cuánto más
ardiente es él afectó que lo precede» (3).
32. Así el alma se eleva más y mejor hacia Dios; así
el -Sacerdocio de Jesucristo se mantiene activo en la sucesión de los
tiempos, no siendo otra cosa la Liturgia qué el ejercicio de este Sacerdocio.
Lo mismo que su Cabeza divina; también la Iglesia asiste continuamente
a sus hijos, los ayuda, los exhorta a la santidad, para qué adornados
con está dignidad sobrenatural, puedan un día retornar al Padre,
que está en los cielos. Devuelve la vida- celestial a los nacidos
a la vida terrenal, los llena del Espíritu Santo para la lucha contra
el enemigo implacable; congrega a los cristianos alrededor de los altares
y con insistentes invitaciones los exhorta a celebrar y tomar parte en el
Sacrificio Eucarístico, y los alimenta con el pan de los Ángeles
para que estén cada vez más fuertes; purifica y consuela á
aquellos a quienes el pecado hirió y manchó; consagra con legítimo
rito a aquellos que por vocación se sienten llamados al ministerio
sacerdotal; revigoriza con gracias y dones divinos el casto connubio de aquellos
que están destinados a fundar y constituir la familia cristiana; después
de haberlos, confortado y restaurado con el viático eucarístico
y la santa, Unción, en sus últimas horas de vida terrena, acompaña
al sepulcro con suma piedad los despojos de sus hijos, los compone religiosamente
y los protege al amparo de la cruz, para que, puedan resucitar un día
triunfantes sobre la muerte; bendice con particular solemnidad a cuantos dedican
su vida al servicio divino, en el logro de la perfección religiosa,
y extiende su mano auxiliadora a las almas que en las llamas de la purificación
imploran oraciones y sacrificios para conducirlas finalmente a la eterna beatitud.
La Liturgia, culto interno y externo
A) EXTERNO
33. Todo el culto que la Iglesia rinde a Dios debe ser interno y externo.
Es externo, porque así lo reclama la naturaleza del hombre, compuesto
de alma y cuerpo; porque Dios ha dispuesto que «conociéndolo
por medio de las cosas visibles, seamos atraídos al amor de las cosas
invisibles» (4). Además, todo lo que sale del alma es expresado
naturalmente con los sentidos; y el culto divino pertenece no solamente al
individuo, sino también a la colectividad humana, y por lo tanto, es
necesario que sea social, lo que es imposible, incluso en el terreno religioso,
sin vínculos y manifestaciones externas. Por último, es un medio
que pone de relieve la unidad del Cuerpo místico, acrecienta sus santos
entusiasmos, aumenta sus fuerzas e intensifica su acción, «si
bien, en efecto, las ceremonias en sí mismas no contengan ninguna
perfección o santidad, no obstante son actos externos de religión
que, como signos, estimulan el alma a la veneración de las Cosas sagradas,
elevan la mente a la realidad sobrenatural, nutren la piedad, fomentan la
caridad, aumentan la fe, robustecen la devoción, instruyen aun a los
más sencillos, adornan el culto de Dios, conservan la religión
y distinguen a los verdaderos de los falsos cristianos y de los heterodoxos
(5)».
B) INTERNO
1) Es elemento esencial.
34. Pero el elemento esencial del culto debe ser el interno: es necesario,
en efecto, vivir siempre en Cristo, dedicarse por entero a El, a fin de que
en El y por El se dé gloria al Padre.
2) Así lo exigen la Liturgia, Cristo y la Iglesia.
35. La Sagrada Liturgia exige que estos dos elementos estén íntimamente
unidos, lo que no se cansa dé repetir cada vez que prescribe un acto
externo del culto. Así, por ejemplo, a propósito del ayuno nos
exhorta: «A fin de que lo que nuestra observancia profesa exteriormente
se obre de hecho en nuestro interior» (6). De otra forma la religión
se convierte en un ritualismo sin fundamento y sin sentido.
36. Vosotros sabéis, Venerables Hermanos, que el divino Maestro considera
indignos del templo sagrado y expulsa de él a aquellos que creen honrar
a Dios sólo con el sonido de frases bien construidas y con posturas
teatrales, y están convencidos de poder proveer a su eterna salvación
sin desarraigar de su alma sus inveterados vicios.
37. La Iglesia, por tanto, quiere que todos los fieles se postren a los
pies del Redentor para profesarle su amor y su veneración; quiere
que las multitudes, como los niños que salieron con gozosas aclamaciones
al encuentro de Cristo cuando entraba en Jerusalén, saluden y acompañen,
al Rey de reyes y al Sumo Autor de todas las cosas buenas con el canto de
gloria y la acción de gracias; quiere que en sus labios haya plegarias,
bien sean de súplica, bien de alegría y gratitud, con las cuales,
lo mismo que los Apóstoles junto al lago de Tiberíades, puedan
experimentar la ayuda de su misericordia y de su potencia, o como Pedro en
el monte Tabor, se abandonen a Dios en los místicos transportes de
la contemplación.
3) Falsedad y Verdad
38. No tienen por esto una exacta noción de la Sagrada Liturgia aquellos
que la consideran como una parte exclusivamente externa y sensible del culto
divino ó como un ceremonial decorativo; ni yerran menos aquellos que
la consideran como una mera suma de leyes y de preceptos, con los cuales la
Jerarquía eclesiástica ordena al cumplimiento de los ritos.
39. Por tanto, deben todos tener bien sabido que no se puede honrar dignamente
a Dios si el alma no se dirige al logro de la perfección de la vida,
y que el culto rendido a Dios por la Iglesia, en unión con su Cabeza
divina, tiene la máxima eficacia de santificación.
40. Esta eficiencia, si se trata del sacrificio eucarístico y de
los sacramentos, proviene ante todo del valor de la acción en sí
misma («ex opere, operato»); si después se considera también
la actividad propia de la Esposa inmaculada de Jesucristo, con la que ésta
adorna de plegarias y ceremonias sagradas el sacrificio eucarístico
o los sacramentos; o si se :trata de los sacramentales, y otros ritos, instituidos
por la jerarquía eclesiástica, entonces la eficacia se deriva,
ante todo, de la acción de la iglesia («ex opere operantis Ecclesiae»),
en cuanto que ésta es santa, y obra siempre en íntima unión
con su Cabeza.
1. Nueva teoría de la piedad "objetiva"
41. A este propósito, Venerables Hermanos, deseamos que dediquéis
vuestra atención a las nuevas teorías sobre la piedad «objetiva»,
las cuales, al esforzarse en poner de manifiesto el misterio del Cuerpo místico,
la realidad efectiva de la gracia santificante y la acción divina de
los sacramentos y del sacrificio eucarístico, tratan de posponer o
hacer desaparecer la piedad «subjetiva» o personal.
42. En las celebraciones litúrgicas, y en particular en el augusto
sacrificio del altar, se continúa sin duda la obra de nuestra redención
y se aplican sus frutos. Cristo obra nuestra salvación cada día
en los sacramentos y en su sacrificio, y por medio de ellos continuamente
purifica y consagra a Dios el género humano. Por tanto, esos sacramentos
y ese sacrificio tienen una virtud «objetiva», con la cual hacen
partícipes a nuestras almas de la vida divina de Jesucristo. Tienen,
pues, no por nuestra virtud, sino por virtud divina, la eficacia de unir la
piedad de los miembros con la piedad de la Cabeza, y de hacerla en cierto
modo acción de toda la comunidad.
43. De estos profundos argumentos concluyen algunos, que toda la piedad
cristiana debe consistir en el misterio del Cuerpo Místico de Cristo,
sin ninguna consideración del elemento «personal» o «subjetivo»;
y por esto creen que se deben abandonar todas las prácticas religiosas
que no sean estrictamente litúrgicas y se realicen fuera del culto
público.
Todos, sin embargo, podrán darse cuenta de que estas conclusiones
acerca de las dos especies de piedad, aunque los principios arriba expuestos
sean óptimos, son completamente falsas, insidiosas y dañosísimas.
5) Doctrina verdadera.
44. Es cierto que los sacramentos y el sacrificio del altar tienen una virtud
intrínseca en cuanto son acciones del \\’mismo Cristo, que comunica
y difunde la gracia de la Cabeza divina en los miembros del Cuerpo místico;
pero para tener la debida eficacia exigen una buena disposición de
nuestra alma. Por esto advierte San Pablo, a propósito de la Eucaristía:
«Examínese cada uno a sí mismo y después coma de
este pan y beba de este cáliz». Por esto la Iglesia define breve
y claramente todos los ejercicios con que nuestra alma se purifica, especialmente
durante la Cuaresma, como «el entrenamiento de la milicia cristiana»
(7). Son, pues, acciones de los miembros que con la ayuda de la gracia quieren
adherirse a su Cabeza, a fin de que repitiendo las palabras de San Agustín
«se nos manifieste en nuestra Cabeza la fuente misma de la gracia»
(8). Pero hay que advertir que estos miembros están vivos, dotados
de razón; y de voluntad propia, y por esto es necesario que acercando
los, labios a la fuente, tomen y asimilen el alimento vital y eliminen todo
lo que pueda impedir su eficacia. Hay pues, que afirmar, que la obra de la
Redención, independiente en sí de nuestra voluntad requiere
el último esfuerzo de nuestra alma para que podamos conseguir la eterna
salvación.
45. Si la piedad privada e interna de los individuos descuidase el augusto
sacrificio del altar, y se sustrajese al influjo salvador que emana de la
Cabeza a los miembros, esto sería, sin duda, reprochable y estéril;
pero cuándo todos los consejos y actos de piedad que no son estrictamente
litúrgicos fijan la mirada del alma en los actos humanos, únicamente
para dirigirlos a nuestro Padre, que está en los cielos; para estimular,
saludablemente a los hombres á la penitencia y al temor de Dios y para;
una vez arrancados de los atractivos del mundo y, de los vicios, conducirlas
felizmente por el arduo camino a la cima de la santidad, entonces son no solamente
loables, sino necesarios, porque descubren los peligros de la vida espiritual,
nos mueven a la adquisición de la virtud y aumentan el fervor con
que todos debemos, dedicarnos al servicio de Jesucristo.
6) Necesidad de meditación y prácticas espirituales.
46. La genuina y verdadera piedad, aquella que el Doctor Angélico
llamo, «devoción» y que es el acto principal de la virtud
de la religión, por la que los hombres se orientan debidamente, se
dirigen conveniente a Dios y se dedican al culto divino, tiene necesidad de
la meditación de las verdades sobrenaturales y de las prácticas
espirituales, para alimentarse, estimularse y vigorizarse, y para animarnos
a la perfección. Porque la religión Cristiana, debidamente practicada,
requiere ante todo que la voluntad se consagre a Dios e influya sobre las
demás facultades del alma. Pero todo acto de voluntad. supone el ejercicio
de la inteligencia y antes de que se conciba el deseo y el propósito
de darse a Dios por medio del sacrificio, es absolutamente necesario el conocimiento
de los argumentos, y de los motivos que imponen la religión, como por
ejemplo, el fin último del hombre y la grandeza de la divina Majestad,
el deber de sujeción al Creador, los tesoros inagotables del. Amor
con que El nos quiere enriquecer, la necesidad de la gracia para llegar a
la meta señalada y el camino particular que la divina Providencia nos
ha preparado, ya qué todos, como miembros de un cuerpo, hemos sido
unidos con Jesucristo nuestra Cabeza. Y pues que no siempre los motivos del
amor hacen mella en el alma agitada por las pasiones, es muy oportuno que
nos impresione también la saludable consideración de la divina
Justicia, para reducirnos a la humildad cristiana, a la penitencia y a la
enmienda de las costumbres.
47. Todas estas consideraciones no deben ser una vacía y abstracta
reminiscencia, sino que deben tender, efectivamente, a someter nuestros sentidos
y facultades a la razón iluminada por la fe; a purificar nuestra alma,
uniéndola cada día más íntimamente a Cristo, conformándola
cada vez más a El, y sacando de El la inspiración y la fuerza
divina de que tiene necesidad; a convertirse en estímulos cada vez
más eficaces, que exciten a los hombres al bien, a la fidelidad al
propio deber, a la práctica de la religión y al ferviente ejercicio
de la virtud: «Vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios». Sea,
pues, todo orgánico y, por decirlo así, «teocéntrico»,
si verdaderamente queremos que todo se encamine a la gloria de Dios por la
vida y la virtud que nos viene de nuestra Cabeza divina: «Teniendo,
pues, hermanos, en virtud de la Sangre de Cristo, firme confianza de entrar
en el Santuario, que El nos abrió, como camino nuevo y vivo a través
del velo, esto es, de su Sangre; y teniendo un gran Sacerdote sobre la casa
de Dios, acerquémonos con sincero corazón, con la fe perfecta,
purificados los corazones de toda conciencia mala y lavado el cuerpo con el
agua pura. Retengamos firme la confesión de la esperanza… Miremos los
unos por los otros para excitarnos a la caridad y a las buenas obras»
(Hebr. 10, 19-24).
48. De aquí se deriva el armonioso equilibrio de los miembros del
Cuerpo místico de Jesucristo. Con la enseñanza de la fe católica,
con la exhortación a la observancia de los preceptos cristianos, la
Iglesia prepara el camino a su acción propiamente sacerdotal y santificadora;
nos dispone a una más íntima contemplación de la vida
del Divino Redentor, y nos conduce a un conocimiento más profundo de
los misterios de la fe, para que de ellos obtengamos el alimento sobrenatural,
con el que, fortalecidos, podamos adelantar seguros hacia la perfección
de la vida por Cristo. No sólo por obra de sus ministros, sino también
por la de todos los fieles, de tal modo impregnados del espíritu de
Jesucristo, la Iglesia se esfuerza en empapar de este mismo espíritu
la vida y la actividad privada, conyugal, social y, por último, económica
y política de los hombres, para que todos aquellos que se llaman hijos
de Dios puedan más fácilmente conseguir su fin.
49. De esta manera, la acción privada y el esfuerzo ascético
dirigido a la purificación del alma estimulan las energías de
los fieles y les disponen a participar más aptamente en el Sacrificio
augusto del Altar, a recibir los Sacramentos con más fruto, y a celebrar
los ritos sagrados de modo que salgan de ellos más animados y formados
en la oración y la abnegación cristiana; a cooperar activamente
a las inspiraciones y a las llamadas de la gracia y a imitar cada día
más las virtudes del Redentor, no sólo por su propio beneficio,
sino también para el de todo el Cuerpo de la Iglesia, en el cual todo
el bien que se realiza proviene de la virtud de la Cabeza y redunda en beneficio
de los miembros.
C) NO HAY REPUGNANCIA
50. Por esto en la vida espiritual no puede haber ninguna oposición
o repugnancia entre la acción divina, que infunde la gracia en las
almas, para continuar nuestra Redención, y la colaboración activa
del hombre, que no debe hacer infructuoso el don de Dios; entre la eficacia
del rito externo de los Sacramentos, que proviene del valor intrínseco
de los mismos («ex opere operato ») y el mérito del que
los administra o recibe («ex opere operantis»); entre las oraciones
privadas y las plegarias públicas; entre la ética y la contemplación
de las verdades sobrenaturales; entre la vida ascética y la piedad
litúrgica; entre el poder de jurisdicción y de legítimo
magisterio y la potestad eminentemente sacerdotal que se ejercita en el mismo
ministerio sagrado.
51. Por graves motivos la Iglesia prescribe a los ministros de los altares
y a los religiosos que en los tiempos señalados atiendan a piadosa
meditación, al diligente examen y enmienda de la conciencia y a los
demás ejercicios espirituales, puesto que están destinados de
manera particular a cumplir las funciones litúrgicas del sacrificio
y de la alabanza divina.
52. Sin duda, la plegaria litúrgica, siendo como es oración
pública de la Esposa Santa de Jesucristo, tiene mayor dignidad que
las oraciones privadas; pero esta superioridad no quiere decir que entre los
dos géneros de oración haya ningún contraste u oposición.
Pues estando animadas de un mismo espíritu, las dos se funden y armonizan,
según aquello: «porque Cristo lo es todo en todos» (Colos.
3, 11) y tienden al mismo fin: a formar a Cristo en nosotros.
III. La Liturgia es regulada por la Jerarquía
A) La doctrina
53. Para comprender mejor la Sagrada Liturgia es necesario considerar otro
de sus caracteres, no de menor importancia.
La Iglesia es una sociedad y exige por esto una autoridad y jerarquía
propias. Si bien todos los miembros del Cuerpo místico participan de
los mismos bienes y tienden a los mismos fines, no todos gozan del mismo poder
ni están capacitados para realizar las mismas acciones.
B) LOS ARGUMENTOS
1) PRIMER ARGUMENTO: El Sacramento del Orden.
54. En efecto, el Divino Redentor ha establecido su Reino sobre los fundamentos
del Orden sagrado, que es un reflejo de la Jerarquía celestial.
Sólo a los Apóstoles y a aquellos que, después de ellos,
han recibido de sus sucesores la imposición de las manos, les está
conferida la potestad sacerdotal, en virtud de la cual, al mismo tiempo que
representan a Cristo ante el pueblo que les ha sido confiado, representan
también al pueblo ante Dios.
55. Este Sacerdocio no es transmitido ni por herencia ni por descendencia
carnal, ni resulta por emanación de la comunidad cristiana o por diputación
popular. Antes de representar al pueblo cerca de Dios, el Sacerdote representa
al Divino Redentor, y como Jesucristo es la Cabeza de aquel cuerpo del que
los cristianos son miembros, representa también a Dios cerca de su
pueblo. La potestad que le ha sido conferida no tiene, por tanto, nada de
humano en su naturaleza; es sobrenatural y viene de Dios: «Como me envió
mi Padre, así os envío Yo…» (Juan, 20, 21). «El
que a vosotros oye, a Mí me oye…» (Luc. 10, 16). «Id por
todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere
bautizado, se salvará» (Marc. 16, 15-16).
56. Por esto el Sacerdocio externo y visible de Jesucristo se transmite
a la Iglesia no de modo genérico, universal e indeterminado, sino
que es conferido a individuos elegidos con la generación espiritual
del Orden, uno de los siete Sacramentos, que no sólo confiere una
gracia particular, propia de este estado y de este oficio, sino también
un carácter indeleble que configura a los sagrados ministros a Jesucristo
Sacerdote, demostrando que son aptos para realizar aquellos legítimos
actos de religión, con los que los hombres se santifican y Dios es
glorificado según las exigencias de la economía sobrenatural.
57. En efecto, así como el Bautismo distingue a los cristianos y
los separa de aquellos que no han sido lavados en el agua purificadora y
no son miembros de Cristo, así el Sacramento del Orden distingue a
los Sacerdotes de todos los demás cristianos no consagrados, porque
sólo ellos, por vocación sobrenatural, han sido introducidos
al augusto ministerio que los destina a los sagrados altares, y los constituye
en instrumentos divinos, por medio de los cuales se participa en la vida
sobrenatural con el Cuerpo místico de Jesucristo. Además, como
ya hemos dicho, sólo ellos están investidos del carácter
indeleble que los configura al Sacerdocio de Cristo, y sólo sus manos
son consagradas «para que sea bendito todo lo que bendigan, y todo
lo que consagren sea consagrado y santificado en el nombre de nuestro Señor
Jesucristo» (1).
58. A los Sacerdotes, pues, deben recurrir todos los que quieran vivir en
Cristo, para que de ellos reciban el consuelo y el alimento de la vida espiritual,
la medicina saludable que los curará y los revigorizará para
que puedan felizmente resurgir de la perdición y de la ruina de los
vicios; de ellos finalmente recibirán la bendición que consagra
a la familia, y por ellos el último suspiro de la vida mortal será
dirigido al ingreso en la eterna beatitud.
59. Por tanto, puesto que la Sagrada Liturgia es ejercida sobre todo por
los Sacerdotes en nombre de la Iglesia, su organización, su regulación
y su forma no pueden depender más que de la autoridad de la Iglesia.
2) SEGUNDO ARGUMENTO: La Historia.
60. Esto es no sólo una consecuencia de la naturaleza misma del culto
cristiano, sino que está también confirmado por el testimonio
de la Historia.
3) TERCER ARGUMENTO: El Dogma.
a) Estrechas relaciones.
61. Este indiscutible derecho de la Jerarquía Eclesiástica
es demostrado también por el hecho de que la Sagrada Liturgia tiene
estrechas relaciones con aquellos principios doctrinales que la Iglesia propone
como formando parte de verdades certísimas, y por consiguiente debe
conformarse a los dictámenes de la Fe católica, proclamados
por la autoridad del Supremo Magisterio para tutelar la integridad de la Religión
revelada por Dios.
b) Un error y la verdad.
62. A este propósito, Venerables Hermanos, queremos plantear en sus
justos términos algo que creemos no os será desconocido: el
error de aquellos que han pretendido que la Sagrada Liturgia era sólo
un experimento del Dogma, en cuanto que si una de sus verdades producía
los frutos de piedad y de santidad, a través de los ritos de la Sagrada
Liturgia, la Iglesia debería aprobarla, y en caso contrario, reprobarla.
De donde aquel principio: La ley de la Oración, es la ley de la Fe.
63. No es, sin embargo, esto lo que enseña y lo que manda la Iglesia.
El culto que ésta rinde a Dios es, como breve y claramente dice San
Agustín, una continua profesión de Fe católica y un ejercicio
de la esperanza y de la caridad: «A Dios se le debe honrar con la fe,
la esperanza y la caridad» (2). En la Sagrada Liturgia hacemos explícita
profesión de fe, no sólo con la celebración de los divinos
misterios, con la consumación del Sacrificio y la administración
de los Sacramentos, sino también recitando y cantando el Símbolo
de la Fe, que es como el distintivo de los cristianos; con la lectura de los
otros documentos y de las Sagradas Letras escritas bajo la inspiración
del Espíritu Santo. Toda la Liturgia tiene, pues, un contenido de fe
católica, en cuanto atestigua públicamente la fe de la Iglesia.
64. Por este motivo, siempre que se ha tratado de definir un dogma, los
Sumos Pontífices y los Concilios, al documentarse en las llamadas
fuentes teológicas, no pocas veces han extraído también
argumentos de esta Sagrada Disciplina, como hizo, por ejemplo, Nuestro Predecesor
de inmortal memoria Pío IX, cuando definió la Inmaculada Concepción
de la Virgen María. De la misma forma, la Iglesia y los Santos Padres,
cuando se discutía de una verdad controvertida o puesta en duda, no
han dejado de recurrir también a los ritos venerables transmitidos
desde la antigüedad. Así nació la conocida y veneranda
sentencia: «Que la ley de la Oración establezca la ley de la
Fe» ("Lex orandi, lex credendi") (3).
65. La Liturgia, pues, no determina ni constituye en un sentido absoluto
y por virtud propia la fe católica; pero siendo también una
profesión de las verdaderas celestiales, profesión sometida
al supremo Magisterio de la Iglesia, puede proporcionar argumentos y testimonios
de no escaso valor, para aclarar un punto particular de la doctrina cristiana.
De aquí que ti queremos distinguir y determinar de manera absoluta
y general las relaciones que existen entre la fe y la Liturgia, podemos afirmar
con razón: «La Ley de la Fe, debe establecer la ley de la Oración».
Lo mismo debe decirse también cuando se trata de las otras virtudes
teologales: «En la fe, en la esperanza y en la caridad oramos siempre
en continuo deseo» (4).
IV. Progreso y desarrollo de la Liturgia
A) OBJETO
66. La Jerarquía eclesiástica ha empleado siempre este su
derecho en materia litúrgica, instruyendo y ordenando el culto divino
y enriqueciéndole con esplendor y decoro siempre renovados para gloria
de Dios y bien de los hombres. Tampoco ha dudado, por otra parte, salvo la
sustancia del Sacrificio Eucarístico y de los Sacramentos, en cambiar
lo que no creía apropiado y añadir lo que mejor parecía
contribuir al honor de Jesucristo y de la Santísima Trinidad y a la
instrucción y saludable estímulo del pueblo cristiano.
67. La Sagrada Liturgia, en efecto, consta de elementos humanos y de elementos
divinos: estos últimos, habiendo sido instituidos por el Divino Redentor,
evidentemente no pueden ser alterados por los hombres; pero aquellos, en cambio,
pueden sufrir varias modificaciones, aprobadas por la Sagrada Jerarquía,
asistida del Espíritu Santo, según las exigencias de los tiempos,
de las circunstancias y de las almas. De aquí nace la, estupenda variedad
de los ritos orientales y occidentales, de aquí el desarrollo progresivo
de particulares costumbres religiosas y prácticas de piedad, de las
que apenas se tenía un leve conocimiento en tiempos anteriores; a esto
se debe que con cierta frecuencia sean nuevamente empleadas y renovadas piadosas
instituciones, borradas por el tiempo. Todo esto testimonia la vida de la
Inmaculada Esposa de Jesucristo durante tantos siglos; expresa el lenguaje
empleado por ella para manifestar a su Divino Esposo su fe y amor inagotables
y los de los pueblos a ella encomendados; demuestra su sabia pedagogía
para estimular y acrecentar de día en día en los creyentes el
«sentido de Cristo».
B) CAUSAS
68. No pocas, en verdad, son las causas por las que se despliega y desenvuelve
el progreso de la Sagrada Liturgia durante la larga y gloriosa historia de
la Iglesia.
Así, por ejemplo, una más cierta y amplia exposición
de la doctrina católica sobre la Encarnación del Verbo Divino,
sobre el Sacramento y Sacrificio Eucarístico, sobre la Virgen María
Madre de Dios, ha contribuido a la adopción de nuevos ritos, por medio
de los cuales la luz más espléndidamente refulgente del magisterio
eclesiástico se refleja mejor y con más claridad en las acciones
litúrgicas para llegar más fácilmente a la inteligencia
y al corazón del pueblo cristiano.
69. El ulterior desarrollo de la disciplina eclesiástica en la administración
de los Sacramentos, por ejemplo, del Sacramento de la Penitencia; la institución
y después la desaparición del catecumenado, la comunión
eucarística bajo una sola especie en la Iglesia latina, han contribuido
no poco a la modificación de los antiguos ritos y a la adopción
gradual de otros nuevos y más adecuados para las nuevas disposiciones.
70. A esta evolución y a estos cambios contribuyeron notablemente
las iniciativas y las prácticas piadosas no estrictamente litúrgicas,
que, nacidas en épocas posteriores por admirable providencia de Dios,
tanto se difundieron por el pueblo: como por ejemplo, el culto más
extenso y fervoroso del Redentor, del Sacratísimo Corazón de
Jesús, de la Virgen Madre de Dios y de su castísimo Esposo.
71. Entre las circunstancias exteriores tuvieron su parte las públicas
peregrinaciones a los sepulcros de los Mártires, por devoción;
las observancias de ayunos especiales instituidos con el mismo fin; las procesiones
estacionales de penitencia que se celebraban en esta Ciudad Madre, y en las
que no rara vez intervenía el Sumo Pontífice.
72. Es también fácilmente comprensible la forma en que el
progreso de las bellas artes, en especial la arquitectura, la pintura y la
música ha influido sobre la determinación y la varia conformación
de los elementos exteriores de la Sagrada Liturgia. (Ver: Criterios y normas
prácticas para el Arte Sagrado)
73. De este mismo derecho se ha servido la Iglesia para defender la santidad
del culto divino contra los abusos temerarios e imprudentes de individuos
particulares y de iglesias determinadas. Y así, como esos abusos y
costumbres crecían más y más en el siglo XVI, y las tentativas
de los particulares ponían en situación estrecha la integridad
de la fe y de la piedad, saliendo gananciosos dos herejes y propagándose
sus errores y herejías, Nuestro Predecesor, de inmortal memoria, Sixto
V, para defender como legítimos los ritos de la Iglesia y apartar
de ellos cuantas impurezas se introdujesen, instituyó en el año
1588 una Sagrada Congregación para la vigilancia de los ritos; a esta
Congregación pertenece ahora también como oficio propio ordenar
con sumo cuidado todo lo que pertenece a la Sagrada Liturgia.
C) ¿QUIÉN DIRIGE ESTE PROGRESO?
74. Por esto, sólo el Sumo Pontífice tiene derecho de reconocer
y establecer cualquier costumbre del culto, de introducir y aprobar nuevos
ritos y de cambiar aquellos que estime deben ser cambiados; los Obispos, después,
tienen el derecho y el deber de vigilar diligentemente para que las prescripciones
de los Sagrados Cánones relativos al Culto divino sean puntualmente
observadas. No es posible dejar al arbitrio de los particulares, aun cuando
sean miembros del clero, las cosas santas y venerables que se refieren a
la vida religiosa de la comunidad cristiana, al ejercicio del Sacerdocio
de Jesucristo y al culto divino, al honor que se debe a la Santísima
Trinidad, al Verbo Encarnado, a su augusta Madre y a los otros Santos y a
la salvación de los hombres; por el mismo motivo a nadie le está
permitido regular en este terreno acciones externas que tienen un íntimo
nexo con la disciplina eclesiástica, con el orden, con la unidad y
la concordia del Cuerpo Místico, y no pocas veces, con la misma integridad
de la Fe católica.
D) VERDADERA DOCTRINA
1) La Iglesia, organismo vivo.
75. Ciertamente, la Iglesia es un organismo vivo, y por esto crece y se
desarrolla también en aquellas cosas que atañen a la Sagrada
Liturgia, adaptándose y conformándose a las circunstancias
y a las exigencias que se presentan en el transcurso del tiempo, dejando
a salvo, sin embargo, la integridad de su doctrina.
2) Excesos.
76. No obstante lo cual hay que reprochar severamente la temeraria osadía
de aquellos que de propósito introducen nuevas costumbres litúrgicas
o hacen revivir ritos ya caídos en desuso y que no concuerdan con las
leyes y rúbricas vigentes. No sin gran dolor sabemos que esto sucede
en cosas no sólo de poca, sino también de gravísima importancia;
no falta, en efecto, quien usa la lengua vulgar en las celebraciones del
Sacrificio Eucarístico, quien transfiere a otras fechas fiestas fijadas
ya por estimables razones, quien excluye de los libros legítimos de
oraciones públicas las Sagradas Escrituras del Antiguo Testamento,
reputándolas poco apropiadas y oportunas para nuestros tiempos.
3) Doctrina sobre alguno de estos excesos.
a) La lengua latina y la lengua vulgar.
77. El empleo de la lengua latina, vigente en una gran parte de la Iglesia,
es un claro y noble signo de unidad y un eficaz antídoto contra toda
corrupción de la pura doctrina. Por otra parte, en muchos ritos el
empleo de la lengua vulgar puede ser bastante útil para el pueblo,
pero sólo la Sede Apostólica tiene facultades para autorizarlos,
y por esto no es lícito hacer nada en este terreno sin su juicio y
su aprobación, porque, ya lo hemos dicho, la ordenación de la
Sagrada Liturgia es de su exclusiva competencia.
b) Ritos y ceremonias antiguas y nuevas.
78. Del mismo modo se deben juzgar los esfuerzos de algunos para resucitar
ciertos antiguos ritos y ceremonias. La Liturgia de la época antigua
es, sin duda, digna de veneración; pero una costumbre antigua no es,
por el solo motivo de su antigüedad, la mejor, sea en sí misma,
sea en su relación con los tiempos posteriores y las nuevas condiciones
establecidas. También los ritos litúrgicos más recientes
son respetables, porque han nacido bajo el influjo del Espíritu Santo,
que está con la Iglesia hasta la consumación del mundo, y son
medios de los cuales se sirve la Esposa Santa de Jesucristo para estimular
y procurar la santidad de los hombres.
79. Es ciertamente cosa santa y digna de toda alabanza recurrir con la mente
y con el alma a las fuentes de la Sagrada Liturgia, porque su estudio, remontándose
a los orígenes, ayuda no poco a comprender el significado de las fiestas
y a indagar con mayor profundidad y exactitud el sentido de las ceremonias;
pero, ciertamente, no es tan santo y loable el reducir todas las cosas a las
antiguas.
80. Así, para poner un ejemplo, está fuera del recto camino
el que quiere devolver al Altar su antigua forma de mesa; el que quiere excluir
de los ornamentos el color negro; el que quiere eliminar de los templos las
imágenes y estatuas sagradas; el que quiere que las imágenes
del Redentor crucificado se presenten de manera que su Cuerpo no manifieste
los dolores acerbísimos que padeció; finalmente, el que reprueba
e1 canto polifónico, aun cuando esté conforme con las normas
emanadas de la Santa Sede.
81. Lo mismo que ningún católico de corazón puede refutar
las sentencias de la doctrina cristiana, compuestas y decretadas con gran
provecho en épocas recientes por la Iglesia, inspirada y asistida del
Espíritu Santo, para volver a las fórmulas de los antiguos Concilios;
ni puede rechazar las leyes vigentes para volver a las prescripciones de
las antiguas fuentes del Derecho Canónico; así, cuando se trata
de la Sagrada Liturgia, no estaría animado de un celo recto e inteligente
el que quisiese volver a los antiguos ritos y usos, rechazando las nuevas
normas introducidas, por disposición de la Divina Providencia, debido
al cambio de las circunstancias.
82. En efecto, este modo de pensar y de obrar, hace revivir el excesivo
e insano arqueologismo suscitado por el Concilio ilegítimo de Pistola,
y se esfuerza en resucitar los múltiples errores que fueron las premisas
de aquel conciliábulo y le siguieron con gran daño de las almas,
y que la Iglesia, vigilante custodio del «depósito de la Fe»,
que le ha sido confiado por su divino Fundador, condenó con justo derecho.
En efecto, deplorables propósitos e iniciativas Venden a paralizar
la acción santificadora, con la cual la Sagrada Liturgia dirige saludablemente
al Padre a sus hijos de adopción.
E) RECAPITULACIÓN
83. Hágase, por tanto, todo en la necesaria unión con la Jerarquía
eclesiástica. Nadie se arrogue el derecho de ser su propia ley y de
imponerla a los otros por su voluntad. Sólo el Sumo Pontífice,
en su calidad de sucesor de Pedro, a quien el Divino Redentor confió
su rebaño universal y los Obispos, que bajo la dependencia de la Sede
Apostólica «han sido constituidos por el Espíritu Santo…
para apacentar la Iglesia de Dios», tiene el derecho y el deber de gobernar
al pueblo cristiano. Por esto, Venerables Hermanos, todas aquellas veces
que defendéis Vuestra autoridad -en ocasiones también con saludable
severidad-, no sólo cumplís Vuestro deber, sino que defendéis
la voluntad del mismo Fundador de la Iglesia.
PARTE SEGUNDA
EL CULTO EUCARÍSTICO.
I. Naturaleza del Sacrificio Eucarístico
A) MOTIVO DE TRATAR ESTE TEMA
84. El Misterio de la Santísima Eucaristía, instituida por
el Sumo Sacerdote, Jesucristo, y renovada constantemente por sus ministros,
por obra de su voluntad, es como el compendio y el centro de la religión
cristiana. Tratándose de lo más alto de la Sagrada Liturgia,
creemos oportuno, Venerables Hermanos, detenernos un poco y atraer Vuestra
atención a este gravísimo argumento.
B) EL SACRIFICIO EUCARÍSTICO
1º. Institución.
85. Cristo, Nuestro Señor, «Sacerdote eterno según el
orden de Melchisedec» (Sal. 109, 4)) que «habiendo amado a los
suyos que estaban en el mundo» (Juan, 13, 1), «en la última
cena, en la noche en que era traicionado, para dejar a la Iglesia, su Esposa
amada, un sacrificio visible -como lo exige la naturaleza de los hombres-,
que representase el sacrificio cruento que había de llevarse a efecto
en la Cruz, y para que su recuerdo permaneciese hasta el fin de los siglos
y fuese aplicada su virtud salvadora a la remisión de nuestros pecados
cotidianos… ofreció a Dios Padre su Cuerpo y su Sangre, bajo las especies
del pan y del vino, y las dio a los Apóstoles, entonces constituidos
en Sacerdotes del Nuevo Testamento, a fin de que bajo estas mismas especies
lo recibiesen, mientras les mandaba a ellos y a sus sucesores en el Sacerdocio,
el ofrecerlo» (5).
2º. Naturaleza.
a) No es simple conmemoración.
86. El Augusto Sacrificio del Altar no es; pues, una pura y simple conmemoración
de la Pasión y Muerte de Jesucristo, sino que es un Sacrificio propio
y verdadero, en el cual, inmolándose incruentamente el Sumo Sacerdote,
hace lo que hizo una vez en la Cruz, ofreciéndose todo El al Padre,
Víctima gratísima. «Una… y la misma, es la Víctima;
lo mismo que ahora se ofrece por ministerio de los Sacerdotes, se ofreció
entonces en la Cruz; sólo es distinto el modo de hacer el ofrecimiento»
(6).
b) Comparación con el de la Cruz.
1) Idéntico Sacerdote.
87. Idéntico, pues, es el Sacerdote, Jesucristo, cuya Sagrada Persona
está representada por su ministro. Este, en virtud de la consagración
sacerdotal recibida, se asimila al Sumo Sacerdote y tiene el poder de obrar
en virtud y en la persona del mismo Cristo; por esto, con su acción
sacerdotal, en cierto modo; «presta a Cristo su lengua; le ofrece su
mano» (7).
2) Idéntica Víctima.
88. Igualmente idéntica es la Víctima; esto es, el Divino
Redentor; según su humana Naturaleza y en la realidad de su Cuerpo
y de su Sangre.
3) Distinto modo.
89. Diferente, en cambio, es el modo en que Cristo es ofrecido. En efecto,
en la Cruz, El se ofreció a Dios todo entero, y le ofreció sus
sufrimientos y la inmolación de la Víctima fue llevada a cabo
por medio de una muerte cruenta voluntariamente sufrida; sobre el Altar,
en cambio, a causa del estado glorioso de su humana Naturaleza, «la
muerte no tiene ya dominio sobre El» (Rom. 6, 9) y, por tanto, no es
posible la efusión de la sangre; pero la divina Sabiduría han
encontrado el medio admirable de hacer manifiesto el Sacrificio de Nuestro
Redentor con signos exteriores, que son símbolos de muerte. Ya que
por medio de la Transubstanciación del pan en el Cuerpo y del vino
en la Sangre de Cristo, como se tiene realmente presente su Cuerpo, así
se tiene su Sangre; así, pues, las especies eucarísticas, bajo
las cuales está presente, simbolizan la cruenta separación del
Cuerpo y de la Sangre. De este modo, la conmemoración de su muerte,
que realmente sucedió en el Calvario, se repite en cada uno de los
sacrificios del altar, ya que por medio de señales diversas se significa
y se muestra Jesucristo en estado de víctima.
4) Idénticos fines.
a\\’) Primer fin: Glorificación de Dios.
0. Idénticos, finalmente, son los fines, de los que el primero es
la glorificación de Dios. Desde su Nacimiento hasta su Muerte, Jesucristo
estuvo encendido por el celo de la Gloria divina y, desde la Cruz, el ofrecimiento
de su Sangre, llegó al cielo en olor de suavidad. Y para que el himno
no tenga que acabar jamás en el Sacrificio Eucarístico, los
miembros se unen a su Cabeza divina, y con El, con los Ángeles y los
Arcángeles, cantan a Dios perennes alabanzas (8), dando al Padre Omnipotente
todo honor y gloria.
b\\’) Segundo fin: Acción de gracias a DIOS.
91. El segundo fin es la Acción de gracias a Dios. Sólo el
divino Redentor, como Hijo predilecto del Padre Eterno, de quien conocía
el inmenso amor, pudo alzarle un digno himno de acción de gracias.
A esto miró y esto quiso «dando gracias» ( Marc. 14, 23)
en la última Cena, y no cesó de hacerlo en la Cruz ni cesa de
hacerlo en el augusto Sacrificio del Altar, cuyo significado es precisamente
la acción de gracias o eucarística; y esto, porque es «cosa
verdaderamente digna, justa, equitativa y saludable» (9).
c\\’) Tercer fin: Expiación y propiciación.
92. El tercer fin es la Expiación y la Propiciación. Ciertamente
nadie, excepto Cristo, podía dar a Dios Omnipotente satisfacción
adecuada por las culpas del género humano. Por esto, El quiso inmolarse
en la Cruz como «propiciación por nuestros pecados, y no sólo
por los nuestros, sino por los de todo el mundo» (I Ioan 2, 2). En los
altares se ofrece igualmente todos los días por nuestra Redención,
a fin de que, libres de la condenación eterna, seamos acogidos en la
grey de los elegidos. Y esto no sólo para nosotros, los que estamos
en esta vida mortal, sino también «para todos aquellos que descansan
en Cristo, los que nos han precedido por el signo de la fe y duermen ya el
sueño de la paz» (10), «porque lo mismo vivos que muertos,
no nos separamos del único Cristo» (11).
d\\’) Cuarto fin: Impetración.
93. El cuarto fin es la Impetración. Hijo pródigo, el hombre
ha malgastado y disipado todos los bienes recibidos del Padre celestial, y
por esto se ve reducido a la mayor miseria y necesidad; pero desde la Cruz,
Cristo «habiendo ofrecido oraciones y súplicas con poderosos
clamores y lágrimas, fue escuchado por su reverencial temor»
(Hebr. 5, 7), y en los altares sagrados ejercita la misma eficaz mediación,
a fin de que seamos colmados de toda clase de gracias y bendiciones.
c) Aplicación de la virtud salvadora de la Cruz.
1) Afirmación de Trento.
94. Por tanto, se comprende fácilmente la razón por qué
el Sacrosanto Concilio de Trento afirma que con el Sacrificio Eucarístico
nos es aplicada la virtud salvadora de la Cruz, para la remisión de
nuestros pecados cotidianos.
2) Única oblación: La Cruz.
95. El Apóstol de los Gentiles, proclamando la superabundante plenitud
y perfección del Sacrificio de la Cruz, ha declarado que Cristo, con
una sola oblación, perfeccionó perpetuamente a los santificados.
En efecto, los méritos de este Sacrificio, infinitos e inmensos, no
tienen límites, y se extiendan a la universalidad de los hombres en
todo lugar y tiempo porque en El el Sacerdote y la Víctima es el Dios
Hombre; porque su inmolación, lo mismo que su obediencia a la voluntad
del Padre eterno, fue perfectísima y porque quiso morir como Cabeza
del género humano: «Mira cómo ha sido tratado Nuestro
Salvador: Cristo pende de la Cruz; mira a qué precio compró…,
vertió su Sangre. Compró con su Sangre, con la Sangre del Cordero
Inmaculado, con la Sangre del único Hijo de Dios… Quien compra es Cristo;
el precio es la Sangre; la posesión todo el mundo» (12).
3) La aplicación.
96. Este rescate, sin embargo, no tuvo inmediatamente su pleno efecto; es
necesario que Cristo, después de haber rescatado al mundo con el preciosísimo
precio de Sí mismo, entre en la posesión real y efectiva de
las almas. De aquí que para que con el agrado de Dios se lleve a cabo
la redención y salvación de todos los individuos y las generaciones
venideras hasta el fin de los siglos, es absolutamente necesario que todos
establezcan contacto vital con el Sacrificio de la Cruz, y de esta forma,
los méritos que de él se derivan les serán transmitidos
y aplicados. Se puede decir que Cristo ha construido en el Calvario un estanque
de purificación y salvación que llenó con la Sangre vertida
por El; pero si los hombres no se bañan en sus aguas y no lavan en
ellas las manchas de su iniquidad, no pueden ciertamente ser purificados y
salvados.
97. Por lo tanto, para que cada uno de los pecadores se lave con la Sangre
del Cordero, es necesaria la colaboración de los fieles. Aunque Cristo,
hablando en términos generales, haya reconciliado con el Padre, por
medio de su Muerte cruenta, a todo el género humano, quiso, sin embargo,
que todos se acercasen y fuesen conducidos a la Cruz por medio de los Sacramentos
y por medio del Sacrificio de la Eucaristía, para poder conseguir los
frutos de salvación, ganados por El en la Cruz. Con esta participación
actual y personal, de la misma manera que los miembros se configuran cada
día más a la Cabeza divina, así afluye a los miembros,
de forma que cada uno de nosotros puede repetir las palabras de San Pablo:
«Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive
en mí» (Gal 2, 19-20). Como en otras ocasiones hemos dicho de
propósito y concisamente, Jesucristo «al morir en la Cruz, dio
a su Iglesia, sin ninguna cooperación por parte de Ella, el inmenso
tesoro de la Redención; pero, en cambio, cuando se trata de distribuir
este tesoro, no sólo participa con su Inmaculada Esposa de esta obra
de santificación, sino que quiere que esta actividad proceda también,
de cualquier forma, de las acciones de Ella» (13).
98. El augusto Sacramento del Altar es un insigne instrumento para la distribución
a los creyentes de los méritos derivados de la Cruz del Divino Redentor:
«Cada vez que se ofrece este Sacrificio, se renueva la obra de nuestra
Redención» (14). Y esto, antes que disminuir la dignidad del
Sacrificio cruento, hace resaltar, como afirma el Concilio de Trento, su grandeza
y proclama su necesidad. Renovado cada día, nos advierte que no hay
salvación fuera de la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, que
Dios quiere la continuación de este Sacrificio «desde la salida
del sol hasta el ocaso» (Malaq. 1, 11), para que no cese jamás
el himno de glorificación y de acción de gracias que los hombres
deben al Creador desde el momento que tienen necesidad de su continua ayuda
y de la Sangre del Redentor para compensar los pecados que ofenden a su Justicia.
II. Participación de los fieles en el Sacrificio Eucarístico
A) RESUMEN DE LA DOCTRINA
1º La verdad.
99. Es necesario, pues, Venerables Hermanos, que todos los fieles consideren
como el principal deber y mayor dignidad participar en el Sacrificio Eucarístico,
no con una asistencia negligente, pasiva y distraída, sino con tal
empeño y fervor que entren en íntimo contacto con el Sumo Sacerdote,
como dice el Apóstol: «Tened los mismos sentimientos que tuvo
Cristo Jesús» (Filip. 2, 5), ofreciendo con El y por El, santificándose
con El.
100. Es muy cierto que Jesucristo es Sacerdote, pero no para Sí mismo,
sino para nosotros, presentando al Padre Eterno los votos y los sentimientos
religiosos de todo el género humano. Jesús es Víctima,
pero para nosotros, sustituyendo al hombre pecador.
101. Por esto aquello del Apóstol: «Tened los mismos sentimientos
que tuvo Cristo Jesús», exige de todos los cristianos que reproduzcan
en sí mismos, cuanto lo permite la naturaleza humana, el mismo estado
de ánimo que tenía el mismo Redentor cuando hacia el Sacrificio
de Sí mismo: la humilde sumisión del espíritu, la adoración,
el honor y la alabanza, y la acción de gracias a la divina Majestad
de Dios; exige además que reproduzcan en sí mismos las condiciones
de víctima: la abnegación de sí mismos, según
los preceptos del Evangelio, el voluntario y espontáneo ejercicio de
la penitencia, el dolor y la expiación de los propios pecados. Exige,
en una palabra, nuestra muerte mística en la Cruz con Cristo, de tal
forma que podamos decir con San Pablo: «Estoy crucificado con Cristo»
(Gal. 2, 19).
2º El error.
102. Es necesario, Venerables Hermanos, explicar claramente a vuestro rebaño
cómo el hecho de que los fieles tomen parte en el Sacrificio Eucarístico
no significa, sin embargo, que gocen de poderes sacerdotales.
103. Hay en efecto, en nuestros días, algunos que, acercándose
a errores ya condenados el, enseñan que en el Nuevo Testamento, con
el nombre de Sacerdocio, se entiende solamente algo común a todos los
que han sido purificados en la fuente sagrada del Bautismo; y que el precepto
dado por Jesús a los Apóstoles en la última Cena de
que hiciesen lo que El había hecho, se refiere directamente a toda
la Iglesia de fieles; y que el Sacerdocio jerárquico no se introdujo
hasta más tarde. Sostienen por esto que el pueblo goza de una verdadera
potestad sacerdotal, mientras que el Sacerdote actúa únicamente
por oficio delegado de la comunidad. Creen, en consecuencia, que el Sacrificio
Eucarístico es una verdadera y propia «concelebración»,
y que es mejor que los sacerdotes «concelebren» juntamente con
el pueblo presente, que el que ofrezcan privadamente el Sacrificio en ausencia
de éstos.
104. Inútil es explicar hasta qué punto estos capciosos errores
estén en contradicción con las verdades antes demostradas, cuando
hemos hablado del puesto que corresponde al Sacerdote en e1 Cuerpo Místico
de Jesús. Recordemos solamente que el Sacerdote hace las veces del
pueblo, porque representa a la Persona de Nuestro Señor Jesucristo,
en cuanto El es Cabeza de todos los miembros y se ofreció a Sí
mismo por ellos: por esto va al altar, como Ministro de Cristo, siendo inferior
a El, pero superior al pueblo. El pueblo, en cambio, no representando por
ningún motivo a la Persona del Divino Redentor, y no siendo mediador
entre sí mismo y Dios, no puede en ningún modo gozar de poderes
sacerdotales.
B) LOS DOS PUNTOS DE ESTA PARTICIPACIÓN
1° Ofrecen con el Sacerdote.
105. Todo esto consta de fe cierta, pero hay que afirmar, además,
que los fieles ofrecen la Víctima divina, aunque bajo un distinto aspecto.
a) Los argumentos.
106. Lo declararon ya abiertamente algunos de Nuestros Predecesores y Doctores
de la Iglesia. «No sólo -dice Inocencio III, de inmortal memoria-,
ofrecen los Sacerdotes, sino también todos los fieles; porque lo que
en particular se cumple por ministerio del Sacerdote, se cumple universalmente
por voto de los fieles» (1) . Y nos place citar, por lo menos, uno de
los muchos textos de S. Roberto Bellarmino a este propósito: «El
Sacrificio -dice- es ofrecido principalmente en la persona de Cristo. Por
eso la oblación que sigue a la Consagración atestigua que toda
la Iglesia consiente en la oblación hecha de Cristo y ofrece conjuntamente
con El» (2).
107. Con no menor claridad, los ritos y las oraciones del Sacrificio Eucarístico
significan y demuestran que la oblación de la Víctima es hecha
por los Sacerdotes en unión del pueblo. En efecto, no sólo el
sagrado Ministro, después del ofrecimiento del pan y del vino, dice
explícitamente vuelto al pueblo: «Orad, hermanos, para que este
sacrificio mío y vuestro sea aceptado cerca de Dios Omnipotente»
(3), sino que las oraciones con que es ofrecida la Víctima divina,
son dichas en plural, y en ellas se indica repetidas veces que e1 pueblo toma
también parte como oferente en este augusto Sacrificio. Se dice, por
ejemplo: «Por los cuales te ofrecemos y ellos mismos te ofrecen… por
eso Te rogamos, Señor, que aceptes aplacado esta oferta de tus siervos
y de toda tu familia… Nosotros, siervos tuyos, y también tu pueblo
santo, ofrecemos a tu Divina Majestad las cosas que Tú mismo nos has
dado, esta Hostia pura, Hostia santa, Hostia inmaculada» (4).
b) El carácter bautismal.
108. No es de maravillarse el que los fieles sean elevados a semejante dignidad.
En efecto, con el lavado del Bautismo los fieles se convierten, a título
común, en miembros del Cuerpo Místico de Cristo Sacerdote, y
por medio del «carácter» que se imprime en sus almas, son
delegados al culto divino, participando así, de acuerdo con su estado,
en el Sacerdocio de Cristo.
c) Sentido en que ofrecen.
1. Introducción.
109. En la Iglesia católica, la razón humana, iluminada por
la Fe, se ha esforzado siempre por tener el mayor conocimiento posible de
las cosas divinas; por eso es natural que también el pueblo cristiano
pregunte piadosamente en qué sentido se dice en el Canon del Sacrificio
que él mismo lo ofrece también. Para satisfacer este piadoso
deseo, Nos place tratar aquí el tema con concisión y claridad.
2. Razones.
110. Hay, ante todo, razones más bien remotas: A veces, por ejemplo,
sucede que los fieles que asisten a los ritos sagrados unen alternativamente
sus plegarias a las oraciones sacerdotales; otras veces sucede de manera semejante
-en la antigüedad esto ocurría con mayor frecuencia-, que ofrecen
al ministro del Altar pan y vino para que se conviertan en el Cuerpo y Sangre
de Cristo, y, finalmente, otras veces, con limosnas, hacen que el Sacerdote
ofrezca por ellos la Víctima divina.
111. Pero hay también una razón, más profunda, para
que se pueda decir que todos los cristianos, y especialmente aquellos que
asisten al Altar, participan en la oferta.
Para no hacer nacer errores peligrosos en este importantísimo argumento,
es necesario precisar con exactitud el significado del término oferta.
112. La inmolación incruenta, por medio de la cual, una vez pronunciadas
las palabras de la Consagración, Cristo está presente en el
Altar en estado de Víctima, es realizada solamente por el Sacerdote,
en cuanto representa a la Persona de Cristo, y no en cuanto representa a las
personas de los fieles.
113. Pero al poner sobre el Altar la Víctima divina, el Sacerdote
la presenta al Padre como oblación a gloria de la Santísima
Trinidad y para el bien de todas las almas. En esta oblación propiamente
dicha, los fieles participan en la forma que les está consentida y
por un doble motivo: porque ofrecen el sacrificio, no sólo por las
manos del Sacerdote, sino también, en cierto modo, conjuntamente con
él y porque con esta participación también la oferta
hecha por el pueblo cae dentro del culto litúrgico.
114. Que los fieles ofrecen el Sacrificio por medio del Sacerdote es claro,
por el hecho de que el Ministro del Altar obra en persona de Cristo en cuanto
Cabeza, que ofrece en nombre de todos los miembros; por lo que con justo derecho
se dice que toda la Iglesia, por medio de Cristo, realiza la oblación
de la Víctima.
115. Cuando se dice que el pueblo ofrece conjuntamente con el Sacerdote,
no se afirma que los miembros de la Iglesia, a semejanza del propio Sacerdote,
realicen el rito litúrgico, visible -el cual pertenece solamente al
Ministro de Dios, para ello designado-, sino que unen sus votos de alabanza,
de impetración y de expiación, así como su acción
de gracias a la intención del Sacerdote, ante el mismo Sumo Sacerdote,
a fin de que sean presentadas a Dios Padre en la misma oblación de
la Víctima, y con el rito externo del Sacerdote. Es necesario, en efecto,
que el rito externo del Sacrificio manifieste por su naturaleza el culto
interno; ahora bien, el Sacrificio de la Nueva Ley significa aquel obsequio
supremo con el que el principal oferente, que es Cristo, y con El y por El
todos sus miembros místicos, honran debidamente a Dios.
3. Conocimiento y exageraciones de esta doctrina.
116. Con gran alegría de Nuestro ánimo hemos sido informados
de que esta doctrina, principalmente en los últimos tiempos, por él
intenso estudio de la disciplina Litúrgica por parte de muchos, ha
sido puesta en su justo lugar. Pero no podemos por menos de deplorar vivamente
las exageraciones y las desviaciones de la verdad, que no concuerdan con los
genuinos preceptos de la Iglesia.
117. Algunos, en efecto, reprueban por completo las Misas que se celebran
en privado y sin la asistencia del pueblo, como si se desviasen de la forma
primitiva del Sacrificio; no falta tampoco quien afirma que los Sacerdotes
no pueden ofrecer la Víctima divina al mismo tiempo en varios altares,
porque de esta forma disocian la comunidad y ponen en peligro su unidad; asimismo,
tampoco faltan quienes llegan hasta el punto de creer necesaria la confirmación
y ratificación del Sacrificio por parte del pueblo, para que pueda
tener su fuerza y eficacia.
118. Erróneamente se apela en este caso a la índole social
del Sacrificio Eucarístico. En efecto, cada vez que el Sacerdote repite
lo que hizo el Divino Redentor en la última Cena, el Sacrificio es
realmente consumado y tiene siempre y en cualquier lugar, necesariamente y
por su intrínseca naturaleza, una función pública y
social en cuanto el oferente obra en nombre de Cristo y de los cristianos,
de los cuales el Divino Redentor es la Cabeza, y lo ofrece a Dios por la Santa
Iglesia Católica, por los vivos y por los difuntos. Y esto se verifica
ciertamente lo mismo si asisten los fieles -que Nos deseamos y recomendamos
que estén presentes, numerosísimos y fervorosísimos-
como si no asisten, no siendo en forma alguna necesario que el pueblo ratifique
lo que hace el Sagrado Ministro.
119. Si bien de lo que hemos dicho resulta claramente que el Santo Sacrificio
de la Misa es ofrecido válidamente en nombre de Cristo y de la Iglesia,
no está privado de sus frutos sociales, aun cuando se celebre sin asistencia
dé ningún acólito, no obstante, y por la dignidad de
este Ministerio, queremos é insistimos -como por otra parte siempre
lo mandó la Santa Madre Iglesia- en que ningún Sacerdote se
acerque al Altar si no hay quien le asista y le responda, como prescribe
el canon 813.
2° Se ofrecen a sí mismos como víctimas.
120. Para que la oblación, con la que en este Sacrificio ofrecen
la Víctima divina al Padre celestial, tenga su pleno efecto, es necesaria
todavía otra cosa, a saber: Que se inmolen a sí mismos como
víctimas.
121. Esta inmolación no se limita solamente al Sacrificio litúrgico.
Quiere, en efecto, el Príncipe de los Apóstoles, que por el
mismo hecho de que hemos sido edificados como piedras vivas sobre Cristo,
podamos como «Sacerdocio santo ofrecer sacrificios espirituales aceptos
a Dios por Jesucristo» (I Petr. 2, 5), y San Pablo Apóstol, sin
ninguna distinción de tiempo, exhorta a los cristianos con las siguientes
palabras: «Yo os ruego, hermanos, que ofrezcáis vuestros cuerpos
como hostia viva, santa, grata a Dios; éste es vuestro culto racional»
(Rom. 12, 1).
122. Pero sobre todo cuando los fieles participan en la acción litúrgica
con tanta piedad y atención, que se puede verdaderamente decir de ellos:
«cuya fe y devoción Te son bien conocidas» (5), no puede
ser por menos de que la fe de cada uno actúe más ardientemente
por medio de la caridad, se revigorice e inflamé la piedad y se consagren
todos a procurar la gloria divina, deseando con ardor hacerse íntimamente
semejantes a Cristo, que padeció acerbos dolores, ofreciéndose
con el mismo Sumo Sacerdote y por medio de El, como víctima espiritual.
23. Esto enseñan también las exhortaciones que el Obispo dirige
en nombre de la Iglesia a los Sagrados Ministros en el día de su Consagración:
«Daos cuenta de lo que hacéis, imitad lo que tratáis cuando
celebréis el Misterio de la Muerte del Señor, procurad bajo
todos los aspectos mortificar vuestros miembros de los vicios y de las concupiscencias»
(6). Y casi del mismo modo en los libros litúrgicos son exhortados
los cristianos que se acercan al Altar para que participen en los Sagrados
Misterios: «Esté… sobre este Altar el culto de la inocencia,
inmólese en él la soberbia, aniquílese la ira, mortifíquese
la lujuria y todas las pasiones, ofrézcanse en lugar de las tórtolas
el sacrificio de la castidad y en lugar de las palomas el sacrificio de la
inocencia» (7). Al asistir al Altar debemos, pues, transformar nuestra
alma de forma, que se extinga radicalmente todo pecado que hoya en ella,
que todo lo que por Cristo da la vida sobrenatural sea restaurado y reforzado
con todo diligencia, y así nos convirtamos juntamente con la Hostia
inmaculada, en una víctima agradable a Dios Padre.
124. La Iglesia se esfuerza con los preceptos de la Sagrada Liturgia en
llevar a efecto de la manera más apropiada este santísimo precepto.
A esto tienden no sólo las lecturas, las homilías y las otras
exhortaciones de los ministros sagrados y todo el ciclo de los misterios que
nos son recordados durante el año, sino también las vestiduras,
los ritos sagrados y su aparato externo, que tienen la misión de «hacer
pensar en la majestad de tan grande sacrificio, excitar las mentes de los
fieles por medio de los signos visibles de piedad y de religión, a
la contemplación de las altísimas cosas ocultas en este Sacrificio»
(8).
125. Todos los elementos de la Liturgia tienden, pues, a reproducir en nuestras
almas la imagen del Divino Redentor, a través del misterio de la Cruz,
según el dicho del Apóstol de los, Gentiles: «Estoy crucificado
con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal.
2, 19-20). Por cuyo medio nos convertirnos en víctima juntamente con
Cristo, para la mayor gloria del Padre.
26. A esto, pues, deben dirigir y elevar su alma los fieles que ofrecen
la Víctima divina en el sacrificio eucarístico. Si, en efecto,
como escribe San Agustín, «en la mesa del Señor está
puesto nuestro Misterio» (9), esto es, el mismo Cristo. Nuestro Señor,
en cuanto es Cabeza y símbolo de aquella unión, en virtud de
la cual nosotros somos el Cuerpo de Cristo y miembros de su Cuerpo; si San
Roberto Bellarmino enseña, según el pensamiento del Doctor de
Nipona, que en el Sacrificio del Altar está significado el sacrificio
general con que todo el Cuerpo Místico de Cristo, esto es, toda la
ciudad redimida es ofrecida a Dios por medio de Cristo Sumo Sacerdote, nada
se puede encontrar más recto y más justo que el inmolarnos todos
nosotros con Nuestra Cabeza, que por nosotros ha sufrido, al Padre Eterno.
En el Sacramento del Altar, según el misma San Agustín, se
demuestra a la Iglesia que en el Sacrificio que ofrece es ofrecida también
Ella.
3° Recapitulación.
27. Consideren, pues, los fieles a qué dignidad los eleva el Sagrado
Bautismo y no se contenten con participar en el Sacrificio Eucarístico
con la intención general que conviene a los miembros de Cristo e hijos
de la Iglesia, sino que libremente e íntimamente unidos al Sumo Sacerdote
y a su Ministro en la tierra, según el espíritu de la Sagrada
Liturgia, únanse a él de modo particular en el momento de la
Consagración de la Hostia Divina y ofrézcanla conjuntamente
con él cuando son pronunciadas aquellas solemnes palabras: «Por
El, en El y con El a Ti, Dios Padre Omnipotente, sea dado todo honor y gloria
por los siglos de los siglos» (10), a las que el pueblo responde: «Amén«».
Ni se olviden los cristianos de ofrecerse a sí mismos con la Divina
Cabeza Crucificada, así como sus preocupaciones, dolores, angustias,
miserias y necesidades.
C) MEDIOS PARA PROMOVER ESTA PARTICIPACIÓN
1º Varios medios y maneras de participar.
128. Son, pues, dignos de alabanza aquellos que, a fin de hacer más
factible y fructuosa para el pueblo cristiano la participación en el
Sacrificio Eucarístico, se esfuerzan en poner oportunamente entre las
manos del pueblo el «Misal Romano», de forma que los fieles, unidos
con el Sacerdote, rueguen con él, con sus mismas palabras y con los
mismos sentimientos de la Iglesia, y aquellos que tienden a hacer de la Liturgia,
aun externamente, una acción sagrada en la que comuniquen de hecho
todos los asistentes. Esto puede realizarse de varias formas, a saber: cuando
todo el pueblo, según las normas rituales, o bien responde disciplinadamente
a las palabras del Sacerdote, o sigue los cantos correspondientes a las distintas
partes del Sacrificio, o hace las dos cosas, o, finalmente, cuando en las
Misas solemnes responde alternativamente a las oraciones del Ministro de
Jesucristo y se asocia al canto litúrgico.
2° Sus condiciones e intención.
129. Estas maneras de participar en el Sacrificio son dignas de alabanza
y aconsejables cuando obedecen escrupulosamente a los preceptos de la Iglesia.
Están ordenadas sobre todo a alimentar y fomentar la piedad de los
cristianos y a su íntima unión con Cristo y con su Ministro
visible, y a estimular aquellos sentimientos y aquellas disposiciones de ánimo
con las que es preciso que nuestra alma se configure al Sumo Sacerdote del
Nuevo Testamento.
3° Excesos.
130. Pero si bien demuestran de modo exterior que el Sacrificio, por su
naturaleza, en cuanto es realizado por el Mediador entré Dios y los
hombres, ha de considerarse obra de todo el Cuerpo Místico de Cristo,
no son necesarias para constituir su carácter público y común.
131. Además la Misa «dialogada» no puede sustituir a
la Misa solemne, la cual, aun cuando sea celebrada con la sola presencia
de los Ministros, goza de una particular dignidad por la majestad de los
ritos y el aparato de las ceremonias, aunque su esplendor y su solemnidad
aumenten en grado máximo, si, como la Iglesia desea, asiste un pueblo
numeroso y devoto.
132. Hay que advertir también. que están fuera de la verdad
y del camino de la recta razón aquellos que, arrastrados por falsas
opiniones, atribuyen a todas estas circunstancias tanto valor que no dudan
en afirmar que, al omitirlas, la acción sagrada no puede alcanzar el
fin prefijado.
133. No pocos fieles, en efecto, son incapaces de usar el «Misal Romano»,
aun cuando esté escrito en lengua vulgar, y no todos están en
condiciones de comprender rectamente, como conviene, los ritos y las ceremonias
litúrgicas. El ingenio, el carácter y la índole de los
hombres son tan variados y diferentes, que no todos pueden ser igualmente
impresionados y guiados por las oraciones, los cantos o las acciones sagradas
realizadas en común. Además, las necesidades y las disposiciones
de las almas no son iguales en todos ni son siempre las mismas en cada, persona.
¿Quién, pues, podrá decir, movido de tal prejuicio, que
todos estos cristianos no pueden participar en el Sacrificio Eucarístico
y gozar sus beneficios? Pueden ciertamente hacerlo de otras maneras, que a
algunos les resultan fáciles, como por ejemplo, meditando piadosamente
los misterios de Jesucristo o realizando ejercicios de piedad y rezando otras
oraciones, que, aunque diferentes en la forma de los sagrados ritos, corresponden
a ellos por su naturaleza.
4° Normas y exhortaciones.
134. Por cuya razón, os exhortamos, Venerables Hermanos, a que en
Vuestra Diócesis o jurisdicción eclesiástica reguléis
y ordenéis la manera más apropiada en que el pueblo pueda participar
en la acción litúrgica, según las normas establecidas
por el «Misal Romano» y según los preceptos de la Sagrada
Congregación de Ritos y del Código de Derecho Canónico;
de forma que todo se lleve a cabo con el necesario decoro y no se consienta
a nadie, aun cuando sea Sacerdote, que emplee los Sagrados Sacrificios para
arbitrarios experimentos.
135. A tal propósito, deseamos también que en las distintas
Diócesis, lo mismo que ya existe una Comisión para el Arte y
la Música Sagrada, se constituya también una Comisión
para promover el Apostolado litúrgico, a fin de que bajo vuestro vigilante
cuidado todo se realice diligentemente, según las prescripciones de
la Sede Apostólica.
136. En las Comunidades religiosas también debe observarse exactamente
todo lo que sus propias Constituciones han establecido en esta materia, y
no deben introducirse novedades que no hayan sido previamente aprobadas por
los Superiores.
137. En realidad, por varias que puedan ser las formas y las circunstancias
externas de la participación del pueblo en el Sacrificio Eucarístico
y en las otras acciones litúrgicas, se debe siempre procurar con todo
cuidado que las almas de los asistentes se unan al Divino Redentor con los
más estrechos vínculos posibles y que su vida se enriquezca
con una santidad cada vez mayor y crezca cada día más la gloria
del Padre celestial.
III. La Comunión Eucarística
A) LA COMUNIÓN. SUS RELACIONES CON EL SACRIFICIO
1° Resumen de la Doctrina.
138. El augusto Sacrificio del Altar se completa con la Comunión
del divino Convite. Pero, como todos saben, para obtener la integridad del
mismo Sacrificio, sólo es necesario que el Sacerdote se nutra del
alimento celestial, pero no que el pueblo (aunque esto sea por demás
sumamente deseable) se acerque a la Santa Comunión.
2° No es necesaria la de los fieles.
139. Nos place, a este propósito, recordar las consideraciones de
Nuestro Predecesor Benedicto XIV sobre las definiciones del Concilio de Trento:
«En primer lugar, debemos decir que a ningún fiel se le puede
ocurrir que las Misas privadas, en las que sólo el Sacerdote toma la
Eucaristía, pierdan por esto su valor de verdadero, perfecto e íntegro
Sacrificio, instituido por Cristo Nuestro Señor, y hayan por ello
de considerarse ilícitas. Tampoco ignoran los fieles (o al menos pueden
ser fácilmente instruidos de ello) que el Sacrosanto Concilio de Trento,
fundándose en la doctrina custodiada en la ininterrumpida Tradición
de la Iglesia, condenó la nueva y falsa doctrina de Lutero, contraria
a ella».(11) «Quien diga que las Misas en las que sólo
el Sacerdote comulga sacramentalmente son ilícitas y deben por ello
derogarse, sean anatema» (12).
140. Se alejan, pues, del camino de la verdad aquellos que se niegan a celebrar
si el pueblo cristiano no se acerca a la Mesa divina; y todavía más
se alejan aquellos que, por sostener la absoluta necesidad de que los fieles
se nutran del alimento eucarístico juntamente con el Sacerdote, afirman
capciosamente que no se trata tan sólo de un Sacrificio, sino de un
Sacrificio y de un convite de fraterna comunión y hacen de la santa
Comunión, realizada en común casi el punto supremo de toda la
celebración.
141. Hay que afirmar una vez más que el Sacrificio Eucarístico
consiste esencialmente en la inmolación cruenta de la Víctima
divina, inmolación que es místicamente manifestada por la separación
de las sagradas Especies y por la oblación de las mismas hecha al Eterno
Padre. La santa Comunión pertenece a la integridad del Sacrificio y
a la participación en él por medio de la Comunión del
augusto Sacramento, y aunque es absolutamente necesaria al Ministro sacrificante,
en lo que toca a los fieles sólo es evidentemente recomendable.
3° Pero es de consejo.
1. La Comunión.
142. Y así como la Iglesia, en cuanto Maestra de verdad, se esfuerza
con todo cuidado en tutelar la integridad de la Fe católica, así,
en cuanto Madre solicita de sus hijos, les exhorta a participar con frecuencia
e interés en este máximo beneficio de nuestra Religión.
143. Desea ante todo que los cristianos (especialmente cuando no pueden
con facilidad recibir de hecho el alimento eucarístico) lo reciban
al menos con el deseo, de forma que, con viva fe, con ánimo reverentemente
humilde y confiado en la voluntad del Redentor divino, con el amor más
ardiente se unan a El.
144. Pero no basta. Puesto que, como hemos dicha más arriba, podemos
participar en el Sacrificio también con la Comunión Sacramental,
por medio del Convite de los Ángeles, la Madre Iglesia, para que más
eficazmente «podamos sentir en nosotros de continuo el fruto de la Redención»
(13), repite a todos sus hijos la invitación de Cristo Nuestro Señor:
«Tomad y comed… Haced esto en mi memoria» (I Cor. 11, 24).
145. A cuyo propósito, el Concilio de Trento, haciéndose eco
del deseo de Jesucristo y de su Esposa inmaculada, nos exhorta ardientemente
«para que en todas las Misas los fieles presentes participen no sólo
espiritualmente, sino también recibiendo sacramentalmente la Eucaristía,
a fin de que reciban más abundantemente el fruto de este Sacrificio»
(14).
146. También Nuestro inmortal predecesor Benedicto XIV, para que
quedase mejor y más claramente manifiesta la participación
de los fieles en el mismo Sacrificio divino por medio de la Comunión
Eucarística, alaba la devoción de aquellos que no sólo
desean nutrirse del alimento celestial, durante la asistencia al Sacrificio,
sino que prefieren alimentarse de las Hostias consagradas en el mismo Sacrificio,
si bien, como él declara, se participa real y verdaderamente en el
Sacrificio, aun cuando se trate de Pan eucarístico debidamente consagrado
con anterioridad. Así escribe, en efecto: «Y aunque participen
en el mismo sacrificio además de aquellos a quienes el Sacerdote celebrante
da parte de la Víctima por él ofrecida en la Santa Misa, otras
personas a las que el Sacerdote da la Eucaristía que se suele conservar,
no por esto la Iglesia ha prohibido en el pasado ni prohíbe ahora
que el Sacerdote satisfaga la devoción y la justa petición
de aquellos que asisten a la Misa y solicitan participar en el mismo Sacrificio
que ellos también ofrecen a la manera que les está asignada;
antes bien, aprueba y desea que esto se haga y reprobaría a aquellos
Sacerdotes por cuya culpa o negligencia se negase a los fieles esta participación»
(15).
147. Quiera, pues, Dios que todos, espontánea y libremente, correspondan
a esta solícita invitación de la Iglesia; quiera Dios que los
fieles, incluso todos los días, participen no sólo espiritualmente
en el Sacrificio divino, sino también con la Comunión del Augusto
Sacramento, recibiendo el Cuerpo de Jesucristo, ofrecido por todos al Eterno
Padre. Estimulad, Venerables Hermanos, en las almas confiadas a Vuestro cuidado
el hambre apasionada e insaciable de Jesucristo; que Vuestra enseñanza
llene los Altares de niños y de jóvenes que ofrezcan al Redentor
divino su inocencia y su entusiasmo; que los cónyuges se acerquen al
Altar a menudo, para que puedan educar la prole que les ha sido confiada en
el sentido y en la caridad de Jesucristo; sean invitados los obreros para
que puedan tomar el alimento eficaz e indefectible que restaura sus fuerzas
y les prepara para sus fatigas la eterna misericordia en el cielo; reuníos,
en fin, los hombres de todas las clases y «apresuraos a entrar»,
porque éste es el Pan de la vida del que todos tienen necesidad. La
Iglesia de Jesucristo sólo tiene este Pan para saciar las aspiraciones
y los deseos de nuestras almas, para unirlas íntimamente a Jesucristo
y, en fin, para que por su virtud se conviertan en «un solo Cuerpo»
(I Cor. 10, 17) y sean como hermanos todos los que se sientan a una misma
Mesa para tomar el remedio de la inmortalidad con la fracción de un
único Pan.
2. Las circunstancias de la Comunión.
148. Es bastante oportuno también (lo que, por otra parte, está
establecido por la Liturgia) que el pueblo acuda a la Santa Comunión
después que el Sacerdote haya tomado del Altar el alimento divino;
y, como más arriba hemos dicho, son de alabar aquellos que, asistiendo
a la Misa, reciben las Hostias consagradas en el mismo Sacrificio, de forma
que se cumpla en verdad que «todos los que participando de este Altar
hayamos recibido el Sacrosanto Cuerpo y Sangre de tu Hijo, seamos colmados
de toda la gracia y bendición celestial» (16).
149. Sin embargo, no faltan a veces las causas, ni son raras las ocasiones
en que el Pan Eucarístico es distribuido antes o después del
mismo Sacrificio y también que se comulgue, aunque la Comunión
se distribuya inmediatamente después de la del Sacerdote, con Hostias
consagradas anteriormente. También en esos casos, como por otra parte
ya hemos advertido, el pueblo participa en verdad en el Sacrificio Eucarístico
y puede, a veces con mayor facilidad, acercarse a la Mesa de la Vida eterna.
150. Sin embargo, si la Iglesia, con maternal condescendencia, se esfuerza
en salir al encuentro de las necesidades espirituales de sus hijos, éstos,
por su parte, no deben desdeñar aquello que aconseja la Sagrada Liturgia,
y siempre que no haya un motivo plausible para lo contrario, deben hacer todo
aquello que más claramente manifiesta en el Altar la unidad viva del
Cuerpo místico.
B) ACCIÓN DE GRACIAS DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
1º. Su conveniencia.
151. La acción sagrada, que está regulada por particulares
normas litúrgicas, no dispensa, después de haber sido realizada,
de la acción de gracias, a aquel que ha gustado del alimento celestial;
antes bien, es muy conveniente que, después de haber recibido el alimento
eucarístico, y terminados los ritos públicos, se recoja íntimamente
unido al Divino Maestro, se entretenga con El en dulcísimo y saludable
coloquio durante el tiempo que las circunstancias le permitan.
2°. El error.
152. Se alejan, por tanto, del recto camino de la verdad, aquellos que,
aferrándose a las palabras más que al espíritu, afirman
y enseñan que acabada la Misa no se debe prolongar la acción
de gracias, no sólo porque el Sacrificio del Altar es ya por su naturaleza
una Acción de Gracias, sino también porque esto es gestión
de la piedad privada y personal y no del bien de la comunidad.
3°. Razones que la exigen.
153. Antes al contrario, la misma naturaleza del Sacramento exige que el
cristiano que lo reciba obtenga de él abundantes frutos de santidad.
Ciertamente, ya se ha disuelto la pública congregación de la
comunidad, pero es necesario que cada uno, unido con Cristo, no interrumpa
en su alma el cántico de alabanzas, «dando siempre gracias por
todo a Dios Padre, en el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo»
(Efes. 5, 20).
154. A lo que también nos exhorta la Sagrada Liturgia del Sacrificio
Eucarístico cuando nos manda rezar con estas palabras: «Señor…
Te rogamos que siempre perseveremos en acción de gracias… y que jamás
cesemos de alabarte»(17). Por tanto, si siempre se debe dar gracias
a Dios y jamás se debe dejar de alabarlo, ¿quién se atrevería
a reprender y desaprobar a la Iglesia, que aconseja a sus Sacerdotes y a
los fieles que se mantengan, al menos por un poco de tiempo, después
de la Comunión, en coloquio con el Divino Redentor, y que han insertado
en los libros litúrgicos las oportunas plegarias, enriquecidas con
indulgencias, con las cuáles los Sagrados Ministros se pueden preparar
convenientemente antes de celebrar y de comulgar y, acabada la Santa Misa,
manifestar a Dios su agradecimiento?
155. La Sagrada Liturgia, lejos de sofocar los sentimientos íntimos
de cada cristiano, los capacita y los estimula para que se asimilen a Jesucristo
y, por medio de El, sean dirigidos al Padre; de aquí que exija que
quien se haya acercado a la Mesa Eucarística, dé gracias a Dios
como es debido. Al divino Redentor le agrada escuchar nuestras plegarias,
hablar con nosotros con el Corazón abierto y ofrecernos refugio en
su Corazón inflamado de Amor.
156. Además, estos actos, propios de cada individuo, son absolutamente
necesarios para gozar más abundantemente de todos los tesoros sobrenaturales
de que tan rica es la Eucaristía y para transmitirlos a los otros,
según nuestras posibilidades, a fin de que Cristo Nuestro Señor
consiga en todas las almas la plenitud de su virtud.
4º. Alabanzas a quienes la hacen.
157. ¿Por qué, pues, Venerables Hermanos, no hemos de alabar
a aquellos que, aun después de haberse disuelto oficialmente la Asamblea
cristiana, se mantienen en íntima familiaridad con el Redentor Divino,
no sólo para entretenerse en dulce coloquio con El, sino también
para darle gracias y alabarle y especialmente para pedirle ayuda, a fin de
quitar de su alma todo lo que pueda disminuir la eficacia del Sacramento y
hacer de su parte todo lo que pueda favorecer la acción presente de
Jesús? Les exhortamos también a hacerlo de forma particular,
bien llevando a la práctica los propósitos concebidos y ejercitando
las virtudes cristianas, bien adaptando a sus propias necesidades cuanto han
recibido con munificencia.
5º. Palabras de "La Imitación de Cristo".
158. Verdaderamente hablaba según los preceptos y el espíritu
de la Liturgia, el autor del áureo librito de «La Imitación
de Cristo», cuando aconsejaba a los que habían comulgado: «Recógete
en secreto y goza a tu Dios, para poseer aquello que el mundo entero no podrá
quitarte» (18).
6º. Unirnos a Cristo.
159. Todos nosotros, pues, íntimamente unidos a Cristo, debemos tratar
de sumergirnos en su Alma Santísima y de unirnos con El para participar
así en los actos de Adoración con los que El ofrece a la Trinidad
Augusta el homenaje más grato y aceptable; en los actos de Alabanza
y de Acción de gracias que El ofrece al Padre Eterno y de que se hace
unánime eco el cántico del cielo y la tierra, como está
dicho: «Bendecid al Señor en todas sus criaturas» (Dan.
3, 57); en los actos, finalmente, con los que, unidos, imploramos la ayuda
celestial en el momento más oportuno para pedir y obtener socorro en
nombre de Cristo, y sobre todo en aquellos con los que nos ofrecemos e inmolamos
como víctimas, diciendo: «Haz de nosotros mismos un homenaje
en tu honor»(19).
7º. Permanecer en Cristo.
160. El Divino Redentor repite incesantemente su apremiante invitación:
«Permaneced en Mí» .(Juan 15, 4) Por medio del Sacramento
de la Eucaristía, Cristo habita en nosotros y nosotros habitamos en
Cristo; y de la misma manera que Cristo, permaneciendo en nosotros, vive y
obra, así es necesario que nosotros, permaneciendo en Cristo, por El
vivamos y obremos.
IV. La adoración de la Eucaristía
A) SUS FUNDAMENTOS
161. El alimento eucarístico contiene, como todos saben, «verdadera,
real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el Alma y la Divinidad
de Nuestro Señor Jesucristo» (20); no es, por tanto, extraño
que la Iglesia, desde sus orígenes, haya adorado el Cuerpo de Cristo
bajo las especies eucarísticas, como se ve en los mismos ritos del
augusto Sacrificio, en los que se prescribe a los Sagrados Ministros que adoren
al Santísimo Sacramento con genuflexiones o con inclinaciones profundas.
162. Los Sagrados Concilios enseñan que desde el comienzo de su vida
ha sido transmitido a la Iglesia, que se debe honrar «con una única
adoración al Verbo Dios Encarnado y a su propia Carne» 124(21),
y San Agustín afirma: «Ninguno coma de esta Carne sin haberla
antes adorado» 125(22), añadiendo que no sólo no pecamos
adorando, sino que pecamos no adorando.
B) SU ORIGEN Y DESARROLLO
1. Origen histórico.
163. De estos principios doctrinales ha nacido y se ha venido poco a poco
desarrollando el culto eucarístico de adoración, distinto del
Santo Sacrificio. La conservación de las sagradas Especies para los
enfermos y para todos aquellos que pudieran encontrarse en peligro de muerte,
introdujo el loable uso de adorar este Pan celestial conservado en las Iglesias.
2. Motivo.
164. Este culto de adoración tiene un válido y sólido
motivo. La Eucaristía, en efecto, es un Sacrificio y es también
un Sacramento, y se distingue de los demás Sacramentos en que no sólo
produce la gracia, sino que contiene de forma permanente al Autor mismo de
la Gracia. Cuando por esto la Iglesia nos ordena adorar a Cristo escondido
bajo los velos eucarísticos y pedirle a El los bienes sobrenaturales
y terrenos de que siempre tenemos necesidad, manifiesta la fe viva con la
cual se cree presente bajo aquellos velos a su Esposo divino, le manifiesta
su reconocimiento y goza su familiaridad intima.
3. Desarrollo.
165. En el decurso de los tiempos, la Iglesia ha introducido en este culto
varias formas, cada día ciertamente más bellas y saludables.
Como, por ejemplo, las devotas visitas diarias a los Sagrarios del Señor;
las bendiciones con el Santísimo Sacramento; las solemnes procesiones
por campos y ciudades, especialmente con ocasión de los Congresos Eucarísticos,
y adoración del Augusto Sacramento, públicamente expuesto.
Adoraciones públicas que a veces duran un tiempo limitado y a veces,
en cambio, son prolongadas durante horas enteras e incluso durante cuarenta
horas; en algunos lugares son continuadas durante todo el año por
turno en las distintas Iglesias; en otros se continúan tanto de día
como de noche, por la vela de las Comunidades Religiosas, y a veces también
los fieles toman parte en ellas.
166. Estos ejercicios de devoción contribuyeron de forma admirable
a la Fe y a la Vida sobrenatural de la Iglesia militante en la tierra, la
cual, al obrar así, se hace eco, en cierto modo, de la Iglesia triunfante,
que eleva eternamente el himno de alabanza a Dios y al Cordero «que
ha sido sacrificado». Por esto la Iglesia no sólo ha aprobado,
sino que ha hecho suyo y ha confirmado con su autoridad estos devotos ejercicios,
propagados por doquier en el transcurso de los siglos. Surgen del espíritu
de la Sagrada Liturgia, y por esto, siempre que sean realizadas con el decoro,
la fe y la devoción exigidos por los Sagrados Ritos y por las prescripciones
de la Iglesia, ciertamente contribuyen en gran modo a vivir la vida litúrgica.
167. Tampoco se puede decir que este culto eucarístico provoca una
errónea confusión entre el Cristo histórico, como algunos
dicen, el que ha vivido en la tierra, y el Cristo presente en el Augusto Sacramento
del Altar, y el Cristo triunfante en el Cielo y dispensador de gracias antes
bien, se debe afirmar que con este culto los fieles testimonian solemnemente
la fe de la Iglesia, con la cual se cree que uno e idéntico es el
Verbo de Dios y el Hijo de María Virgen, que sufrió en la Cruz,
que está presente oculto en la Eucaristía y que reina en el
Cielo.
168. Así dice San Juan Crisóstomo : «Cuando lo veas
ante ti (el Cuerpo de Cristo), di para ti mismo: Por este Cuerpo no soy ya
tierra y cenizas, no soy ya esclavo, sino libre; por esto espero lograr el
cielo y los bienes que en él se encuentran, la vida inmortal, la herencia
de los Ángeles, la compañía de Cristo; este Cuerpo traspasado
por los clavos, azotado por los látigos, no fue presa de la muerte…
Este es aquel Cuerpo que fue ensangrentado, traspasado por la lanza, y del
cual brotaron dos fuentes salvadoras: la una de Sangre, y la otra de agua…
Este Cuerpo nos dio qué tener y qué comer, lo cual es consecuencia
del intenso amor» (23).
169. De modo particular, pues, es muy de alabar la costumbre según
la cual muchos ejercicios de piedad, incorporados a las costumbres del pueblo
cristiano, concluyen con el rito de la Bendición Eucarística.
Nada mejor ni más beneficioso que el gesto con que el Sacerdote, elevando
al Cielo el Pan de los Ángeles, ante la multitud cristiana arrodillada,
y moviéndolo en forma, de Cruz, invoca al Padre celestial para que
se digne volver benignamente los ojos a su Hijo, crucificado por Amor nuestro,
y que a causa de El quiso ser Nuestro Redentor y hermano, y para que por su
medio difunda sus dones celestiales sobre los redimidos por la Sangre inmaculada
del Cordero.
4. Exhortación.
170. Procurad, pues, Venerables Hermanos, con Vuestra suma diligencia habitual,
que los templos edificados por la fe y por la piedad de las generaciones cristianas
en el transcurso de los siglos, como un perenne himno de gloria a Dios y,
como digna morada de Nuestro Redentor oculto bajo las especies eucarísticas,
estén abiertos lo más posible a los fieles, cada vez más
numerosos, a fin de que, reunidos a los pies de su Salvador, escuchen su
dulcísima invitación «Venid a Mí todos los que
andáis agobiados con trabajos y cargas, que Yo os aliviaré»
(Mat. 11, 28). Que los templos sean verdaderamente la Casa de Dios, en la
cual el que entre para pedir favores se alegre al conseguirlo todo y obtenga
el consuelo celestial.
«Buen Pastor, Pan verdadero,
Jesús, ten misericordia de nosotros:
apaciéntanos Tú, guárdanos:
haz que veamos los bienes
en la tierra
de los vivos».
PARTE TERCERA
I. El Oficio Divino
EL OFICIO DIVINO Y EL AÑO LITÚRGICO
A) FUNDAMENTOS
172. El ideal de la vida cristiana consiste, en que cada uno se una íntima
y continuamente a Dios. Por esto, el culto que la Iglesia rinde al Eterno,
y que está recogido principalmente en el Sacrificio Eucarístico
y en el uso de los Sacramentos, está ordenado y dispuesto de modo que
por el Oficio Divino se extienda a todas las horas del día, a las
semanas, a. todo el curso del año, a todos los tiempos y a todas las
condiciones de la vida humana.
173. Habiendo ordenado el Divino Maestro: «Conviene orar perseverantemente
y no desfallecer» (Luc. 18, 1), la Iglesia, obedeciendo fielmente esta
advertencia, no cesa nunca de orar y nos exhorta con el Apóstol de
los Gentiles: «Ofrezcamos, pues, a Dios sin cesar, por medio de El (Jesús),
un sacrificio de alabanza» (Hebr. 13, 15).
B) HISTORIA
174. La Oración pública y colectiva, dirigida a Dios por todos
conjuntamente, en la antigüedad sólo tenía lugar en ciertos
días y a determinadas horas. Sin embargo, no sólo se oraba en
las reuniones públicas, sino también en las casas privadas y
a veces con los vecinos y amigos.
175. No obstante, pronto comenzó a tomar auge en las distintas partes
de la cristiandad la costumbre de destinar a la Oración determinados
momentos: por ejemplo, la última hora del día, cuando el sol
se oculta y se encienden las luces; o la primera, cuando termina la noche,
después del canto del gallo y al salir el sol. Otros momentos del día
son indicados como más propios para la Oración por las Sagradas
Escrituras, siguiendo las costumbres tradicionales hebreas y los usos cotidianos.
Según los Hechos de los Apóstoles, los Discípulos de
Jesucristo se reunían para orar en la hora tercera, cuando «fueron
llenados todos del Espíritu Santo»; el Príncipe de los
Apóstoles también, antes de tomar alimento, «subió
a lo alto de la casa, cerca de la hora de sexta, a hacer oración»;
Pedro y Juan «subían al Templo a la oración de la hora
nona», y Pablo y Silas «a la media noche, puestos en oración,
cantaban alabanzas a Dios».
176. Estas distintas oraciones, especialmente por iniciativa y obra de los
monjes y de los ascetas, se perfeccionan cada día más y poco
a poco son introducidas en el uso de la Sagrada Liturgia por la autoridad
de la Iglesia.
C) NATURALEZA
177. El Oficio Divino es, pues, la oración del Cuerpo Místico
de Cristo, dirigida a Dios en nombre de todos los cristianos y en su beneficio,
siendo hecha por Sacerdotes, por los otros ministros de la Iglesia y por las
religiosos para ello delegados por la Iglesia misma.
178. Cuáles deban ser el carácter y valor de esta Alabanza
divina se deduce de las palabras que la Iglesia aconseja decir antes de comenzar
las oraciones del Oficio, prescribiendo que sean recitadas «digna, atenta
y devotamente».
179. El Verbo de Dios, al tomar la Naturaleza humana, introdujo en el destierro
terreno el himno que se canta en el cielo por toda la eternidad. El une a
Sí a toda la comunidad humana y se la asocia en el canto de este himno
de alabanza. Debemos reconocer con humildad que «no sabiendo siquiera
qué hemos de pedir en nuestras oraciones ni cómo conviene hacerlo,
el mismo espíritu (divino) hace o produce en nuestro interior nuestras
peticiones a Dios con gemidos que son inexplicables» (Rom. 8, 26). Y
también Cristo, por medio de su espíritu, ruega en nosotros
al Padre. «Dios no podría hacer a los hombres un don más
grande… Ruega (Jesús) por nosotros como nuestro Sacerdote; ruega en
nosotros como nuestra Cabeza; nosotros le rogamos a El como a nuestro Dios…
Reconozcamos, pues, tanto nuestras voces en El como su voz en nosotros… Se
le ruega a El como Dios; ruega El como siervo; allí es el Creador,
aquí un Ser creado en cuanto asume la naturaleza de cambiar sin cambiarse,
haciendo de nosotros un solo hombre con El: Cabeza y Cuerpo» (1).
D) DEVOCIÓN DE NUESTRA ALMA
180. A la excelsa dignidad de esta Oración de la Iglesia debe corresponder
la intensa devoción de nuestra alma. Y puesto que la voz del orante
repite los cánticos escritos por inspiración del Espíritu
Santo, que proclaman y exaltan la perfectísima grandeza de Dios, es
también necesario que a esta voz acompañe el movimiento interior
de nuestro espíritu para hacer nuestros aquellos sentimientos con que
nos elevamos al Cielo, adoramos a la Santísima Trinidad y le rendimos
las alabanzas y acciones de gracias debidas. <<Debemos cantar los Salmos
de manera que nuestra mente concuerde con nuestra voz>>. No se trata,
pues, de una simple recitación ni de un canto que, aunque perfectísimo
según las leyes del arte musical y las normas de los Sagrados Ritos,
llegue tan sólo al oído, sino que se trata sobre todo de una
elevación de nuestra mente y de nuestra alma a Dios, a fin de que nos
consagremos nosotros mismos y todas nuestras acciones a El, unidos con Jesucristo.
181. De esto depende, y ciertamente no en pequeña parte, la eficacia
de las oraciones. Las cuales, si no son dirigidas al mismo Verbo hecho Hombre,
acaban con estas palabras: «Por Nuestro Señor Jesucristo»,
que, como Mediador ante Dios y los hombres, muestra al Padre celestial su
intercesión gloriosa, «como que está siempre vivo para
interceder por nosotros» (Hebr. 7, 25).
E) LOS SALMOS
182. Los Salmos, como todos saben, constituyen la parte principal del Oficio
divino. Abrazan toda la extensión del día y le dan un carácter
de santidad. Casiodoro dice bellamente a propósito de los Salmos distribuidos
en el oficio divino de su tiempo: «Ellos… con el júbilo matutino,
nos hacen favorable el día que va a comenzar, nos santifican la primera
hora del día, nos consagran la tercera, nos alegran la sexta en la
fracción del pan, nos señalan en la nona el fin del ayuno, concluyen
el fin de la jornada impidiendo a nuestro espíritu entenebrecerse al
acercarse la noche» (2).
183. Los Salmos repiten las verdades, reveladas por Dios al pueblo escogido,
a veces terribles, a veces penetradas de suavísima dulzura; repiten
y encienden la esperanza en el libertador prometido que en un tiempo era animada
con cánticos en torno al hogar doméstico y en la misma majestad
del Templo; ponen bajo una luz maravillosa la profetizada gloria de Jesucristo
y su supremo y eterno Poder, su venida y su muerte en este destierro terrenal,
su regia dignidad y su potestad sacerdotal, sus benéficas fatigas
y su Sangre derramada por nuestra Redención. Expresan igualmente la
alegría de nuestras almas, la tristeza, la esperanza, el temor, el
intercambio de amor y el abandono en Dios, como la mística ascensión
hacia los divinos Tabernáculos.
«El Salmo… es la bendición del pueblo, la alabanza de Dios,
el elogio del pueblo, el aplauso de todos, el lenguaje general, la voz de
la Iglesia, la profesión de la fe con cantos, la plena devoción
a la autoridad, la alegría de la libertad, el grito de júbilo,
el eco del gozo» (3).
F) PRÁCTICA
184. En los tiempos antiguos, la asistencia de los fieles a estas oraciones
del oficio era mayor, pero fue disminuyendo gradualmente, y como hemos dicho,
su recitación está en la actualidad reservada al Clero y a los
Religiosos. En rigor de derecho, pues, nada está prescrito a los seglares
en esta materia; pero es sumamente de desear que también ellos tomen
parte activa en el canto o en la recitación del oficio de Vísperas
en los días festivos, en sus respectivas Parroquias.
185. Os recomendamos vivamente, Venerables Hermanos, a vosotros y a vuestros
fieles, que no cese esta piadosa costumbre y que se le restituya en lo posible
donde haya desaparecido.
186. Esto traerá ciertamente frutos saludables si las Vísperas
son cantadas, no sólo digna y decorosamente, sino también de
forma que regocijen suavemente en varias formas la piedad de los fieles.
187. Permanezca en su debido cumplimiento la observancia de los días
festivos, que deben ser dedicados y consagrados a Dios de modo particular
y, sobre todo, del Domingo, que los Apóstoles, instruidos por el Espíritu
Santo, instituyeron en lugar del sábado. Si se mandó a los judíos:
«Trabajaréis durante seis días; el séptimo es
el sábado, de santo descanso para el Señor; cualquiera que trabaje
en este día, será condenado a muerte» (Exod. 31, 15),
¿cómo no temerán la muerte espiritual aquellos cristianos
que hacen trabajos serviles y que, en la duración del descanso festivo,
no se dedican a la piedad y a la Religión, sino que se abandonan desorbitadamente
a los atractivos del siglo? El domingo y los días festivos deben,
por tanto, estar consagrados al culto divino, con el cual se adora a Dios
y el alma se nutre del alimento celestial, y si bien la Iglesia prescribe
solamente que los fieles deben abstenerse del trabajo servil y deben asistir
al Sacrificio Eucarístico y no da ningún precepto para el culto
vespertino, también es cierto que existen además de los preceptos
sus insistentes recomendaciones y deseos, además de que esto es todavía
más imperiosamente exigido por la necesidad que todos tienen de que
el Señor se les muestre propicio para impetrarle sus beneficios.
188. Nuestro ánimo se entristece profundamente al ver cómo
en nuestros tiempos pasa el pueblo cristiano las tardes de los días
festivos los locales de espectáculos públicos y de juegos están
llenos, mientras que las Iglesias se ven menos frecuentadas de lo que convendría.
189. Sin embargo, es indudablemente necesario que todos se acerquen a nuestro
templo para ser instruidos en la verdad de la fe católica, para cantar
las alabanzas de Dios y para ser enriquecidos por el Sacerdote con la bendición
eucarística y proveerse de la ayuda celestial contra las adversidades
de la vida presente.
190. Procuren todos aprender las fórmulas que se cantan en las Vísperas
e intenten penetrar su intimo significado, y bajo el influjo de estas oraciones
experimentarán aquello que San Agustín afirmaba de él:
«¡Cuánto lloré entre himnos y cánticos, vivamente
conmovido por el suave canto de tu Iglesia! Aquellas voces resonaban en mis
oídos, destilaban la verdad en mi corazón y me inspiraban sentimientos
de devoción, y las lágrimas corrían y me hacían
bien» (4).
II. El año litúrgico
CICLO DE LOS MISTERIOS
1º. Se desenvuelve principalmente por El
191. Durante todo el curso del año, la celebración del sacrificio
eucarístico y el oficio divino se desenvuelve, sobre todo, en torno
a la persona de Jesucristo, y se organiza de forma tan concorde y congruente
que nos hace conocer a la perfección a nuestro Salvador en sus misterios
de humillación, de redención y de triunfo.
2º. Intentos de la Sagrada Liturgia.
192. Revocando estos misterios de Jesucristo, la Sagrada Liturgia trata
de hacer participar en ellos a todos los creyentes, de forma que la Divina
Cabeza del Cuerpo Místico viva en la plenitud de su santidad en cada
uno de los miembros. Sean las almas de los cristianos como altares en los
que se repitan y se revivan las varias fases del sacrificio que inmola el
Sumo Sacerdote; los dolores y las lágrimas que lavan y expían
los pecados; la oración dirigida a Dios, que se eleva hasta el cielo;
la propia inmolación hecha con ánimo pronto, generoso y solícito
y, por fin; la íntima unión con la cual nos abandonamos a Dios
nosotros y nuestras cosas, y descansamos en El, «siendo el juego de
la religión el imitar a aquél a quien adora» (5).
3º. Desarrollo de este ciclo.
193. Conforme con estos modos y motivos con que la Liturgia propone a nuestra
meditación en tiempos fijos la vida de Jesucristo, la Iglesia nos muestra
ejemplos que debemos imitar y los tesoros de santidad que hacemos nuestros,
porque es necesario creer con el espíritu lo que se canta con la boca,
y traducir en la práctica de las costumbres públicas y privadas
lo que se cree con el espíritu.
a) Especial intención de la Iglesia en cada tiempo.
194. Así, en la época de Adviento, excita en nosotros la conciencia
de los pecados miserablemente cometidos, y nos exhorta para que, frenando
los deseos con la mortificación voluntaria del cuerpo, nos recojamos
en piadosa meditación y nos sintamos impulsados por el deseo de volver
a Dios, que es el único que puede liberarnos con su gracia de la mancha
de los pecados y de los males que son su consecuencia.
195. Con la conmemoración del Nacimiento del Redentor, parece casi
reconducirnos a la gruta de Belén, para que allí aprendamos
que es absolutamente necesario nacer de nuevo y reformarnos radicalmente,
lo que sólo es posible cuando nos unamos intima y vitalmente al Verbo
de Dios, hecho hombre, y seamos partícipes de su divina naturaleza,
a la que seamos elevados.
196. Con la solemnidad de la Epifanía, recordando la vocación
de los gentiles a la fe cristiana, quiere que demos gracias todos los días
al Señor por tan gran beneficio, que deseemos con gran fe al Dios vivo,
que comprendamos con gran devoción y profundidad las cosas sobrenaturales
y que practiquemos el silencio y la meditación para poder fácilmente
entender y conseguir los dones celestiales.
197. En los días de la Septuagésima y de la Cuaresma, la Iglesia,
nuestra Madre, multiplica sus cuidados para que cada uno de nosotros se percate
diligentemente de sus miserias, sea activamente incitado a la enmienda de
las costumbres y deteste de forma particular los pecados, lavándolos
con la oración y la penitencia, ya que la asidua oración y la
penitencia de los pecados cometidos nos obtienen la ayuda divina, sin la
cual son inútiles y estériles todas nuestras obras.
198. En el tiempo sagrado en que la Liturgia nos propone los atroces dolores
de Jesucristo, la Iglesia nos invita al Calvario, para seguir las huellas
sangrientas del Divino Redentor, a fin de que con gusto llevemos la cruz con
El, para que tengamos en nosotros los mismos sentimientos de expiación
y de propiciación y para que juntos muramos todos con El.
199. Con la solemnidad pascual, que conmemora el triunfo de Cristo, nuestra
alma es invadida por una íntima alegría, y debemos oportunamente
pensar que también nosotros debemos resucitar juntamente con el Redentor
de una vida fría e inerte a una vida más santa y fervorosa,
ofreciéndonos todos con generosidad a Dios y olvidándonos de
esta miserable tierra para aspirar solamente al Cielo: «Si habéis
resucitado con Cristo, buscad las cosas que son de arriba…, saboread las cosas
del cielo» (Colos. 3, 1-2).
200. En el tiempo de Pentecostés, finalmente, la Iglesia nos exhorta
con sus preceptos y sus obras, a ofrecernos dócilmente a la acción
del Espíritu Santo, el cual quiere inflamar nuestros corazones de caridad
divina para que progrese cada día en la virtud con mayor empeño
y así nos santifiquemos, de la misma forma que Cristo Nuestro Señor
y su Padre celestial son Santos.
b) Es, pues, un himno que requiere atención e interés.
201. Todo el año litúrgico puede, pues, considerarse como
un magnífico himno de alabanza que la familia cristiana dirige al
Padre Celestial, por medio de Jesús, eterno mediador; pero requiere
también de nosotros un estudio diligente y bien ordenado para conocer
y alabar cada vez más a nuestro Redentor; un esfuerzo intenso y eficaz
y un adiestramiento continuo para imitar sus misterios, para entrar voluntariamente
en el camino de sus dolores y para participar, finalmente, de su gloria y
de su eterna bienaventuranza.
4º. Error.
202. De cuanto ha sido expuesto, aparece claramente, Venerables Hermanos,
lo alejados que están del verdadero y genuino concepto de la liturgia
aquellos escritores modernos que, engañados por una pretendida disciplina
mística superior, se atreven a afirmar que no debemos concentrarnos
sobre el Cristo histórico, sino sobre el Cristo <<neumático
y glorificado>>, y no vacilan en afirmar que en la piedad de los fieles
se ha verificado un cambio, por el cual Cristo ha sido casi destronado con
la ocultación del Cristo glorificado que vive y reina por los siglos
de los siglos y está sentado a la diestra del Padre, mientras que en
su lugar se ha introducido al Cristo de la vida terrenal. Por esto algunos
llegan hasta el punto de querer retirar de las. Iglesias las imágenes
del Divino Redentor que sufre en la Cruz.
203. Pero estas falsas opiniones son del todo contrarias a la sagrada doctrina
tradicional. «Cree en Cristo nacido en carne -dice San Agustín-
y llegarás al Cristo nacido de Dios, y Dios cerca de Dios» (6).
La sagrada Liturgia nos propone también a todo Cristo, en los varios
aspectos de su vida; el Cristo que es Verbo del Padre Eterno, que nace de
la Virgen Madre de Dios, que nos enseña la verdad, que sana a los enfermos,
que consuela a los afligidos, que sufre, que muere y que, en fin, resucita
triunfando sobre la muerte; que reinando en la gloria del cielo, nos envía
al Espíritu Paráclito, y que vive siempre en su Iglesia: «Jesucristo,
el mismo que ayer, es hoy, y lo será por los siglos de los siglos»
(Hebr. 13, 18). Y además, no nos lo presenta sólo como un ejemplo
que imitar, sino también como un maestro a quien escuchar y un pastor
a quien seguir; como mediador de nuestra salvación, principio de nuestra
santidad y Cabeza mística de la que somos miembros, vivos con su misma
vida.
204. Y así como sus acerbos dolores constituyen el misterio principal
de que proviene nuestra salvación, está conforme con las exigencias
de la fe católica el destacar esto todo lo posible, porque esto es
como el centro del culto divino, siendo el sacrificio eucarístico su
cotidiana representación y renovación y estando todos los sacramentos
unidos con estrechísimos vínculos a la Cruz.
5º. Qué es, pues, el ciclo de misterios.
205. Por esto el año litúrgico, al que la piedad de la Iglesia
alimenta y acompaña, no es una fría e inerte representación
de hechos que pertenecen al pasado, o una simple y desnuda revocación
de realidades de otros tiempos. Es más bien Cristo mismo, que vive
en su Iglesia siempre y que prosigue el camino de inmensa misericordia por
El iniciado con piadoso consejo en esta vida mortal, cuando pasó derramando
bienes, a fin de poner a las almas humanas en contacto con sus misterios y
hacerlas vivir por ellos, misterios que están perennemente presentes
y operantes, no en la forma incierta y nebulosa de que hablan algunos escritores
recientes, sino porque, como enseña la doctrina católica y según
la sentencia de los doctores de la Iglesia, son ejemplos ilustres de perfección
cristiana y fuentes de gracia divina por los méritos y la intercesión
del Redentor y porque perduran en nosotros con su efecto, siendo cada uno
de ellos, en la manera adecuada a su índole particular, la causa de
nuestra salvación.
206. A esto se añade el que la piadosa Madre Iglesia, mientras propone
a nuestra contemplación los misterios de Cristo, invoca con sus oraciones
aquellos dones sobrenaturales, por medio de los cuales sus hijos se compenetran
del espíritu de estos misterios por virtud de Cristo. Por influencia
y virtud de El, nosotros podemos, con la colaboración de nuestra voluntad,
asimilar la fuerza vital como ramas del árbol, como miembros de la
cabeza, y nos podemos, progresiva y laboriosamente, transformar «a la
medida de la edad perfecta de Cristo» (Efes. 4, 13).
B) CICLO DE LOS SANTOS
207. En el curso del año litúrgico se celebran no sólo
los misterios de Jesucristo, sino también las fiestas de los Santos,
en los cuales, aunque se trata de un orden inferior y subordinado, la Iglesia
tiene siempre la preocupación de proponer a los fieles ejemplos de
santidad que los estimulen a adornarse de las mismas virtudes del Divino Redentor.
1º. Imitar a los Santos.
208. Es necesario, en efecto, que imitemos las virtudes de los Santos, en
las cuales brilla, de modo vario, la virtud misma de Cristo, como que de El
fueron aquellos imitadores. Así, en algunos, refulgió el celo
del apostolado; en otros, se demostró la fortaleza de nuestros héroes
hasta la efusión de la sangre; en otros, brilló la constante
vigilancia en la adoración del Redentor; en otros, refulgió
el candor virginal del alma y la modesta dulzura de la humildad cristiana;
en todos ardió una fervorosísima caridad hacia Dios y hacia
el prójimo.
209. La Liturgia pone ante nuestros ojos todos estos adornos de santidad,
a fin de que los contemplemos saludablemente y para que «a nosotros,
a quienes alegran sus méritos, enfervoricen sus ejemplos» (7).
Es necesario, pues, conservar «la inocencia en la sencillez, la concordia
en la caridad, la modestia en la humildad, la diligencia en el gobierno, la
vigilancia en el auxiliar al que sufre, la misericordia en el cuidar a los
pobres, 1a constancia en defender la verdad, la justicia en la severidad de
la disciplina, para que no falte en nosotros ninguna de las virtudes que nos
han sido propuestas como ejemplo. Estas son las huellas de los Santos, que
nos dejaron en su retorno a la patria, para que, siguiendo su camino, podamos
también seguirles en la santidad» (8).
210. Y para que también nuestros sentidos sean saludablemente impresionados,
la Iglesia quiere que en nuestros templos sean expuestas las imágenes
de los santos, pero siempre con el mismo fin, a saber: «Que imitemos
las virtudes de aquellos cuyas imágenes veneramos» (9).
2º. Pedirles su ayuda.
211. Pero hay todavía otra razón para el culto de los Santos
por el pueblo cristiano: la de implorar su ayuda y «ser sostenidos por
el patrocinio de aquellos con cuyas alabanzas nos regocijamos» (10).
De esto se deduce fácilmente el por qué de las numerosas fórmulas
de oraciones que la Iglesia nos propone para invocar el patrocinio de los
Santos.
3º. Especial es el culto a la Santísima Virgen.
a) Culto preeminente.
212. Entre los santos tiene un culto preeminente la Virgen María,
Madre de Dios. Su vida, por la misión que le fue confiada por Dios,
está estrechamente unida a los misterios de Jesucristo y seguramente
nadie ha seguido más de cerca y con mayor eficacia que ella el camino
trazado por el Verbo Encarnado, ni nadie goza de mayor gracia y poder cerca
del Corazón Sacratísimo del Hijo de Dios y a través del
Hijo cerca del Padre.
213. Ella es más santa que los querubines y los serafines, y sin
ningún parangón, más gloriosa que todos los demás
santos, siendo «llena de gracia» (Luc. 1, 28) y Madre de Dios,
y habiéndonos dado con su feliz parto al Redentor. A Ella, que es
«Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra» (11),
recurrimos todos nosotros, «gimiendo y llorando en este valle de lágrimas»
y encomendamos con confianza a nosotros mismos y todas nuestras cosas a su
protección. Ella se convirtió en nuestra Madre al hacer el
Divino Redentor el sacrificio de Si mismo y, por esto, con este mismo título,
nosotros somos hijos suyos. Ella nos enseña todas las virtudes, nos
da a su Hijo y, con El, todos los auxilios que nos son necesarios, porque
Dios «ha querido que todo lo tuviéramos por medio de María»
(12).
4º. Recapitulación.
214. Por este camino litúrgico que todos los años se nos abre
de nuevo bajo la acción santificadora de la Iglesia, confortados por
la ayuda y los ejemplos de los Santos y, sobre todo, de la Inmaculada Virgen
María, «acerquémonos, con sincero corazón, con
plena fe, purificados los corazones de las inmundicias de la mala conciencia,
lavados en el cuerpo con el agua limpia del Bautismo» (Hebr. 10, 22),
al «gran Sacerdote» (Hebr. 10, 21) para vivir y sentir con El
y penetrar por medio de El «por el velo» (Hebr. 6, 19) y allí
honrar al Padre celestial por toda la eternidad.
215. Tal es la esencia y la razón de ser de la sagrada liturgia;
se refiere al sacrificio, a los Sacramentos y a la alabanza de Dios; la unión
de nuestras almas con Cristo y su santificación por medio del Divino
Redentor, a fin de que sea honrado Cristo y, por El y en El, la Santísima
Trinidad: «Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo».
PARTE CUARTA
DIRECTIVAS PASTORALES
216. Para alejar de la Iglesia los errores y las exageraciones de la verdad,
de que hemos hablado más arriba, y para que los fieles puedan, guiados
por las normas más seguras, practicar el apostolado litúrgico,
con frutos abundantes, creemos oportuno, Venerables Hermanos, añadir
algo para deducir consecuencias prácticas de la doctrina expuesta.
I. Recomendación de otras formas de piedad
217. Al tratar de la verdadera piedad, hemos afirmado que entre la liturgia
y los otros actos de piedad -siempre que estén rectamente ordenados
y tiendan al justo fin- no puede haber verdadera oposición; antes al
contrario, hay algunos ejercicios piadosos que la Iglesia recomienda grandemente
al clero y a los religiosos.
218. Ahora bien, queremos que el pueblo cristiano no sea tampoco ajeno a
estos ejercicios. Estos son, por hablar tan sólo de los principales,
la meditación de temas espirituales, el examen de conciencia, los retiros
espirituales, instituidos para reflexionar más intensamente sobre
las verdades eternas, las visitas al Santísimo Sacramento y las oraciones
particulares en honor de la bienaventurada Virgen María, entre las
cuales sobresale, como todos saben, el rosario.
219. A estas múltiples formas de piedad no pueden ser extrañas
la inspiración y la acción del Espíritu Santo; en efecto,
ellas, aunque de manera distinta, tienden todas a convertir y dirigir a Dios
nuestras almas, para que las purifique de los pecados, las anime a la consecución
de la virtud y, por último, para que las estimule a la verdadera piedad,
acostumbrándolas a la meditación de las verdades eternas y haciéndolas
más adaptadas a la contemplación de los misterios de la naturaleza
humana y divina de Cristo. Y además, infundiendo intensamente en los
fieles la vida espiritual, los dispone a participar en las sagradas funciones
con mayor fruto y evitan el peligro de que las oraciones litúrgicas
se reduzcan a un vano ritualismo.
220. No os canséis, pues, Venerables Hermanos, en vuestro celo pastoral,
de recomendar y fomentar estos ejercicios de piedad, de los que, sin duda,
se derivarán saludables frutos al pueblo que os ha sido confiado. Sobre
todo, no permitáis -como algunos pretenden, bien con la eexcusa de
una renovación de la liturgia, bien hablando con ligereza de una eficacia
y dignidad exclusiva de los ritos litúrgicos- que las Iglesias estén
cerradas durante las horas no destinadas a las funciones públicas,
como ya sucede en algunas regiones; que se descuiden la adoración y
la visita al Santísimo Sacramento; que se aconseje en contra de la
confesión de los pecados, hecha con la única finalidad de la
devoción, o que se descuide, especialmente entre la juventud, hasta
el punto de languidecer, el culto de la Virgen, Madre de Dios, que, como dicen
los Santos, es señal de predestinación. Estos son frutos envenenados,
sumamente nocivos a la piedad cristiana, que brotan de ramas infectadas de
un árbol sano; por esto es necesario cortarlas, para que la savia
del árbol sólo pueda surtir frutos agradables y óptimos.
221. Puesto que, por otra parte, las opiniones manifestadas por algunos
a propósito de la confesión frecuente son del todo ajenas al
espíritu de Cristo y de su Esposa inmaculada y verdaderamente funestas
para la vida espiritual; recordamos lo que a este propósito hemos escrito
con dolor en nuestra encíclica «Mystici Corporis», e insistimos
de nuevo para que propongáis a vuestros rebaños, y especialmente
a los candidatos al sacerdocio y a1 clero joven, la seria meditación
y el fiel cumplimiento de cuanto allí hemos dicho con graves palabras.
222. Orientad, pues, vuestra actividad de modo particular para que muchísimos
fieles, no sólo del clero, sino también seglares, y especialmente
los pertenecientes a las sociedades religiosas y a las ramas de Acción
Católica, tomen parte en los retiros mensuales y en los ejercicios
espirituales realizados en determinados días para fomentar la piedad.
Como hemos dicho más arriba, estos ejercicios espirituales son utilísimos,
e incluso necesarios para infiltrar en las almas la verdadera piedad y para
formarlas en la santidad de tal modo que puedan obtener de la Sagrada Liturgia
más eficaces y abundantes beneficios.
223. En cuanto a las varias formas en que se suelen practicar estos ejercicios,
sea bien sabido y claro a todos que en la Iglesia terrena, como en la celestial,
hay «muchas habitaciones», y que la ascética no puede ser
monopolio de nadie. Uno solo es el Espíritu, que, sin embargo, «sopla
donde quiere», y con diversos dones y por diversos caminos dirige a
las almas por El iluminadas a la consecución de la santidad. Su libertad
y la acción sobrenatural del Espíritu Santo en ellas ha de
ser una cosa Sacrosanta, que a ninguno debe estarle permitido, bajo ningún
título, perturbar ni conculcar.
Es sabido que los ejercicios espirituales de San Ignacio fueron plenamente
aprobados e insistentemente recomendados por Nuestros predecesores por su
admirable eficacia, y Nos también, por la misma razón, los hemos
aprobado y recomendado, como ahora con mucho gusto los aprobamos y recomendamos.
224. Es absolutamente necesario, sin embargo, que la inspiración
para seguir y practicar determinados ejercicios de piedad venga del Padre
de la luz, del que provienen todas las cosas buenas y todos los dones perfectos
y de esto será índice la eficacia con que contribuirán
a que el culto divino sea cada vez más amado y ampliamente fomentado,
y con que los fieles se sientan animados de un deseo más intenso de
participación en los sacramentos y en el honor y obsequio debidos a
todas las cosas sagradas. Si, por el contrario, obstaculizasen o se revelasen
contrarios a los principios o normas del culto divino, entonces, sin duda,
se deberían considerar como no ordenados por rectos pensamientos ni
guiados por un celo prudente.
225. Hay, además, otros ejercicios de piedad que si bien en rigor
de derecho no pertenecen a la sagrada liturgia, revisten particular dignidad
e importancia, de forma que pueden ser considerados como incluidos de alguna
manera en el ordenamiento litúrgico y gozan de las repetidas aprobaciones
y alabanzas de esta Sede Apostólica y de los Obispos. Entre ellos se
deben citar las oraciones que se suelen rezar durante el mes de mayo en honor
de la Virgen María, Madre de Dios, o durante el mes de junio en honor
del Corazón Sacratísimo de Jesús, los triduos y las
novenas, los vía-crucis y otros semejantes.
226. Estas prácticas piadosas, al excitar al pueblo cristiano a una
asidua frecuencia del sacramento de la Penitencia y a una devota participación
en el sacrificio eucarístico y en la mesa divina, así como a
la meditación de los misterios de nuestra redención y a la imitación
de los grandes ejemplos de los santos, contribuyen con frutos saludables
a nuestra participación en el culto litúrgico.
227. Por todo lo cual haría una cosa perniciosa y errónea
quien osase temerariamente arrogarse la reforma de estos ejercicios de piedad
para reducirlos a los solos esquemas litúrgicos. Es necesario, sin
embargo, que el espíritu de la sagrada liturgia y sus preceptos influyan
benéficamente sobre ellos para evitar que en ellos se introduzca algo
inepto o indigno del decoro de la casa de Dios, o que vaya en detrimento
de las sagradas funciones o sea contrario a la sana piedad.
228. Cuidad, pues, Venerables Hermanos, de que esta pura y genuina piedad
prospere bajo vuestros ojos y florezca cada vez más. Sobre todo, no
os canséis de inculcar a cada uno de los fieles que la vida cristiana
no consiste en la multiplicidad o variedad de las oraciones y los ejercicios
de piedad, sino que consiste, sobre todo, en que éstos y aquellos contribuyan
realmente al progreso espiritual de los fieles y con ello al incremento de
la Iglesia toda. Ya que el eterno Padre «nos escogió por El
mismo (Cristo) antes de la creación del mundo para ser santos y sin
mácula en su presencia». Todas nuestras oraciones, por tanto,
y todas nuestras prácticas devotas deben tender y dirigir todos nuestros
recursos espirituales a la consecución de este supremo y nobilísimo
fin.
II. Espíritu y apostolado litúrgicos
A) NORMAS GENERALES
229. Os exhortamos, pues, con instancia, Venerables Hermano, para que eliminados
los errores y las falsedades, y prohibido todo lo que caiga fuera de la verdad
y del orden, promováis las iniciativas que dan al pueblo un conocimiento
más profundo de la sagrada liturgia, a fin de que pueda participar
más adecuada y fácilmente en los ritos divinos con disposición
verdaderamente cristiana.
230. Es necesario, ante todo, esforzarse en que todos obedezcan con la fe
y reverencia debidas los decretos publicados por el Concilio de Trento, por
los Romanos Pontífices y la Congregación de Ritos y todas las
disposiciones de los libros litúrgicos, en lo que se refiere a la acción
del culto público.
231. En todas las cosas de la liturgia deben resplandecer, sobre todo, esos
tres ornamentos de que nos habla nuestro predecesor Pío X, a saber:
la santidad, que libra de toda influencia profana; la nobleza de las imágenes
y de las formas, a la que sirven todas las artes verdaderas y mejores y, por
último, la universalidad, la cual, conservando las legítimas
costumbres y los legítimos usos regionales, expresa la católica
unidad de la Iglesia.
B) CONSEJOS PRÁCTICOS
1. Decoro.
232. Deseamos y recomendamos cálidamente una vez más, el decoro
de los sacrificios y los altares sagrados. Que cada uno se sienta animado
por la palabra divina: «El celo de tu casa me tiene consumido»
y trabaje según sus fuerzas para que todas las cosas, sea en los edificios
sagrados, sea en las vestiduras y en los objetos litúrgicos, aun cuando
no brillen por su excesiva riqueza y esplendor, sean, sin embargo, apropiados
y limpios, estando todo consagrado a la Divina Majestad. Que si ya, más
arriba, hemos condenado el erróneo modo de obrar de aquellos que con
la excusa de revivir lo antiguo, quieren expulsar de los templos las imágenes
sagradas, creemos que es nuestro deber aquí reprender la piedad mal
entendida de aquellos que en las iglesias y en los mismos altares proponen
a la veneración sin justo motivo múltiples simulacros y efigies;
aquellos que exponen reliquias no reconocidas por la legitima autoridad y
aquellos, en fin, que insisten en detalles particulares y de poca importancia,
mientras descuidan las cosas principales y necesarias y ponen así en
ridículo a la religión y envilecen la seriedad del culto.
2. Nueva forma de culto.
233. Recordamos también el decreto «sobre las nuevas formas
de culto y devoción que no se deben introducir» (1), cuya religiosa
observancia recomendamos a Vuestra vigilancia.
3. Música.
234. En cuanto a la música obsérvense escrupulosamente las
determinadas y claras normas emanadas de esta Sede Apostólica. El canto
gregoriano, que la Iglesia romana considera como cosa suya, porque lo ha
recibido de antigua tradición y lo ha conservado en el transcurso de
los siglos bajo su diligente tutela, y que ella propone a los fieles como
cosa también propia de ellos, y que prescribe de manera absoluta en
algunas partes de la liturgia, no sólo añade decoro y solemnidad
a la celebración de los divinos Misterios, sino que contribuye en forma
máxima a acrecer la fe y la piedad en los asistentes.
235. A este efecto, Nuestro Predecesores de inmortal memoria Pío
X y Pío XI establecieron -y Nos confirmamos con nuestra autoridad
las disposiciones dadas por ellos- que en los Seminarios e Institutos religiosos
sea cultivado con estudio y diligencia el canto gregoriano y que, al menos
en las iglesias más importantes, sean restauradas las antiguas «Scholae
Cantorum», como ya ha sido hecho con feliz resultado en no pocos lugares.
236. Además, «para que los fieles participen más activamente
en el culto divino, ha de ser resucitado el canto gregoriano también
en el uso del pueblo y en la parte que al pueblo corresponde. Y urge verdaderamente
que los fieles asistan a las ceremonias sagradas, no como espectadores mudos
y ajenos, sino profundamente emocionados por la belleza de la liturgia… que
alternen, según las normas prescritas, sus voces con la voz del sacerdote
y del coro; si esto, gracias a Dios, se verifica, no sucederá más
que el pueblo responda apenas con un leve y ligero murmullo a las oraciones
comunes dichas en latín yen lengua vulgar» (2). La multitud que
asiste atentamente al sacrificio del altar, en el cual nuestro Salvador, juntamente
con sus hijos redimidos con su sangre, canta el epitalamio de su inmensa
caridad, ciertamente no podrá callar, porque «cantar es propio
de quien ama» (3) y, como ya decía un antiguo proverbio «Quien
bien canta reza dos veces». De esta manera, la Iglesia militante, clero
y pueblos juntos, unirán su voz a los cantos de la Iglesia triunfante
y a los coros angélicos y todos juntos cantarán un magnífico
y eterno himno de alabanza a la Santísima Trinidad, como está
escrito: «Con los cuales te rogamos que te dignes acoger también
nuestras voces» (4).
237. No obstante, no se puede afirmar que la música y el canto modernos
deban ser excluidos por completo del culto católico. Antes bien, si
no tiene nada de profano o de inconveniente, para la santidad del lugar y
de la acción sagrada, ni derivan de una vana búsqueda de efectos
extraordinarios e insólitos, es necesario, ciertamente, abrirles la
puerta de nuestras Iglesias, pudiendo el uno y la otra contribuir no poco
al esplendor de los ritos sagrados, a la elevación de las mentes y,
en general, a la verdadera devoción.
238. Os exhortamos también, Venerables Hermanos, a que procuréis
fomentar el canto religioso popular y su exacta ejecución, hecha con
la conveniente dignidad, pudiendo esto estimular y acrecentar la fe y la piedad
de la muchedumbre cristiana. Ascienda al cielo el canto unísono y
potente de nuestro pueblo, como el fragor de las olas del mar, expresión
armoniosa y vibrante de un solo corazón y de una sola alma, como conviene
a hermanos e hijos de un mismo padre.
4. Artes.
239. Lo que hemos dicho de la música, dicho queda a propósito
de las otras artes, y especialmente de la arquitectura, de la escultura y
de la pintura. No se deben despreciar y repudiar genéricamente y como
criterio fijo las formas e imágenes recientes más adaptadas
a los nuevos materiales con los que hoy se confeccionan aquéllas, pero
evitando con un prudente equilibrio el excesivo realismo, por una parte, y
el exagerado simbolismo, por otra, y teniendo en cuenta las exigencias de
la comunidad cristiana más bien que el juicio y gusto personal de
los artistas, es absolutamente necesario dar libre campo al arte moderno siempre
que sirva con la debida reverencia y el honor debido a los sagrados sacrificios
y a los ritos sagrados; de forma que también ella pueda unir su voz
al admirable cántico de gloria que los genios han cantado en los siglos
pasados a la fe católica.
240. No podemos por menos, sin embargo, movidos por nuestro deber de conciencia,
que deplorar y reprobar aquellas imágenes, recientemente introducidas
por algunos, que parecen ser depravaciones y deformaciones del verdadero arte
y que a veces repugnan abiertamente al decoro, a la modestia y a la piedad
cristiana y ofenden miserablemente al genuino sentimiento religioso; estas
imágenes deben mantenerse absolutamente alejadas de nuestras iglesias,
como en general «todo aquello que no esté en armonía con
la santidad del lugar» (5).
241. Ateniéndoos a las normas y a los decretos de los Pontífices,
procurad diligentemente, Venerables Hermanos, iluminar y dirigir la mente
y el alma de los artistas, a los cuales se confíe la misión
de restaurar y reconstruir tantas iglesias arruinadas o destruidas por la
violencia de la guerra; ojalá que puedan y quieran, inspirándose
en la religión, encontrar los motivos más dignos y adecuados
a las exigencias del culto; así sucederá que las artes humanas,
casi venidas del cielo, resplandezcan con una luz serena, promuevan grandemente
la civilización humana y contribuyan a la gloria de Dios y a la santificación
de las almas. Porque las artes están verdaderamente conformes con la
religión cuando sirven «como nobilísimas esclavas al
culto divino» (6).
C) EL ESPÍRITU LITÚRGICO
242. Pero hay una cosa todavía más importante, Venerables
Hermanos, que recomendamos de modo especial a vuestra solicitud y a vuestro
celo apostólico. Todo lo que afecta al culto religioso externo tiene
su importancia, pero urge, sobre todo, que los cristianos vivan la vida litúrgica
y con ella alimenten e incrementen su espíritu sobrenatural.
243. Procurad, pues, diligentemente, que el clero joven sea formado en la
inteligencia de las ceremonias sagradas y en la comprensión de su majestad
y belleza y aprenda diligentemente las rúbricas en armonía con
su formación ascética, teológica, jurídica y
pastoral. Y esto no sólo por razones de cultura; no sólo para
que el seminarista pueda un día realizar los ritos de la religión
con el orden, el decoro y la dignidad necesarios, sino, sobre todo, para que
sea educado en íntima unión con Cristo sacerdote y se convierta
en un santo ministro de santidad.
244. Procurad también por todos los medios que con los procedimientos
que vuestra prudencia estime más apropiados, el pueblo y el clero sean
una sola mente y una sola alma y que así, el pueblo cristiano participe
activamente en la liturgia, que entonces será verdaderamente la acción
sagrada, en la cual el sacerdote que atiende a la cura de las almas en la
parroquia que le ha sido confiada, unido con la asamblea del pueblo, rinda
al Señor el culto debido.
245. Para obtener esto será ciertamente útil que se escojan
jóvenes piadosos y bien instruidos entre toda clase de fieles, para
que, con desinterés y buena voluntad, sirvan devota y asiduamente al
altar, misión que debería ser tenida en gran consideración
por los padres, aun los de alta condición social y cultural.
246. Si estos jóvenes son instruidos con el cuidado necesario y bajo
la vigilancia de un sacerdote para que cumplan este cometido con constancia
y reverencia y en las horas establecidas, se hará fácil el que
surjan entre ellos nuevas vocaciones sacerdotales y el clero no se lamentará
de no encontrar -como sucede a veces incluso en regiones catolicísimas-
a nadie que en la celebración del augusto sacrificio les responda y
les sirva.
247. Intentad, sobre todo, obtener con vuestro diligentísimo celo,
que todos los fieles asistan al sacrificio eucarístico y saquen de
él los más abundantes frutos de salvación; exhortadlos
asiduamente a fin de que participen en él con devoción, de todas
aquellas formas legítimas de que más arriba hemos hablado. El
augusto sacrificio del altar es el acto fundamental del culto divino; es
necesario, por tanto, que sea también la fuente y el centro de la
piedad cristiana. No consideraría satisfecho vuestro celo apostólico
hasta que no veáis a vuestros hijos acercarse en gran número
al celeste convite que es «Sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo
de caridad» (7).
248. Para que el pueblo cristiano pueda conseguir estos dones sobrenaturales
cada vez con mayor abundancia, instruidlo con cuidado por medio de oportunas
predicaciones y especialmente con discursos y ciclos de conferencias, con
semanas de estudio y con otras manifestaciones semejantes, sobre los tesoros
de piedad contenidos en la sagrada liturgia. A este fin tendréis, ciertamente,
a vuestra disposición a los miembros de la Acción Católica,
siempre dispuestos a colaborar con la jerarquía para promover el reino
de Jesucristo.
249. No obstante, es absolutamente necesario que en todo esto vigiléis
atentamente para que en el campo del Señor no se introduzca el enemigo
para sembrar la cizaña en medio del grano; en otras palabras: para
que no se infiltren en vuestro rebaño los perniciosos y sutiles errores
de un falso «misticismo» y de un nocivo «quietismo»
-errores, como sabéis, ya condenados por Nos- y para que las almas
no sean seducidas por un peligroso «humanismo» ni se introduzca
una falsa doctrina que altere la noción misma de la fe, ni, por fin,
un excesivo «arqueologismo» en materia litúrgica. Cuidad
con igual diligencia para que no se difundan las falsas opiniones de aquellos
que, sin razón, creen y enseñan que la naturaleza humana de
Cristo glorificada habita realmente con su continua presencia en los «justificados»
o que una sola e idéntica gracia une a Cristo con los miembros de su
Cuerpo Místico.
250. No os dejéis desanimar por las dificultades que surjan, sino
que éstas sirvan para estimular vuestro celo pastoral. «Tocad
la trompeta en Sión, convocad la asamblea, reunid al pueblo, santificad
la Iglesia, congregad a los vecinos, recoged a los niños» (Joel
2, 15-16) y haced por todos los medios que se llenen por doquier las Iglesias
y los altares de cristianos, que, como miembros vivos unidos a su Cabeza divina,
sean restaurados por las gracias de los sacramentos, celebren el augusto
sacrificio con El y por El, y den al Eterno Padre las alabanzas debidas.
Conclusión
251. Todas estas cosas, Venerables Hermanos, teníamos intención
de escribiros, y lo hacemos a fin de que nuestros y vuestros hijos comprendan
mejor y estimen más el preciosísimo tesoro contenido en la sagrada
Liturgia; es decir, el sacrificio eucarístico que represente y renueve
el sacrificio que el cielo y la tierra elevan cada día a Dios.
252. Séanos permitido esperar que estas exhortaciones nuestras estimularán
a los tímidos y a los recalcitrantes no sólo a un estudio más
intenso e iluminado de la Liturgia, sino también a traducir en la práctica
de la vida su espíritu sobrenatural, como dice el Apóstol:
«No apaguéis el espíritu».
253. A aquellos a quienes un celo excesivo les mueve a veces a decir y hacer
cosas que nos duele no poder aprobar, les repetimos la advertencia de San
Pablo: «Examinad, sí, todas las cosas y ateneos a lo bueno»,
les amonestamos con ánimo paternal para que ajusten su modo de pensar
y obrar en lo referente a la doctrina cristiana, conforme a los preceptos
de la Inmaculada Esposa de Jesucristo y Madre de los Santos.
254. A todos, también, recordamos la necesidad de una generosa y
fiel obediencia a los pastores a quienes compete el derecho e incumbe el
deber de regular toda la vida y, ante todo, la espiritual de la Iglesia.
«Obedeced a vuestros prelados y estadles sumisos, ya que ellos velan,
como que han de dar cuenta de vuestras almas, para que lo hagan con alegría
y no penando» (Hebr. 13, 17).
255. Que el Dios que adoramos y que «no es Dios de discordia, sino
de paz», nos conceda benigno a todos el participar en este destierro
terrenal con una sola mente y un solo corazón en la sagrada Liturgia;
que sea como una preparación y auspicio de aquella liturgia celestial,
con la cual, como confiamos, en compañía de la excelsa Madre
de Dios, y dulcísima Madre nuestra, cantaremos: «Al que está
sentado en el trono y al Cordero, bendición y honra, y gloria, y potestad
por los siglos de los siglos»(Apoc. 5, 13).
256. Con esta gozosísima esperanza, a todos y a cada uno de vosotros,
Venerables Hermanos, a los fieles confiados a vuestra vigilancia como auspicio
de los dones celestiales y testimonio de nuestra particular benevolencia,
impartimos con gratísimo afecto la bendición apostólica.
Dado en Castelgandolfo, cerca de Roma, el 20 de noviembre del año
1947, noveno de nuestro pontificado.
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NOTAS Primera Parte
(1) Petitiones de Asumptione corporea B. Virginis Mariae in coelum definienda
ad S. Sedem delatae; 2 vol., Typis Polyglottis Vaticanis, 1942.
(2) Bula Ineffabilis Deus, Acta P¡¡ IX, p. 1, vol. 1, p. 615.
(3) Cfr. Conc. Vat. De fide catholica, cap. 4.
(4) Conc. Vat. Const. De ecclesia Christi, cap. 4.
(5) Carta encíclica Mediator Dei, A. A. S., vol. 39, p. 541.
(6) Sacramentarium Gregorianum.
(7) Menaei totius anni.
(8) «Responsa Nicolai Papae I ad consulta Bulgarorum».
(9) S. loan Damasc., Encomium in Dormitionem Dei Genitricis semperque Virginis
Mariae, hom. II, 14; cfr. etiam ibíd., n. 3.
(10) San Germ. Const., In Sanctae Dei Genitricis Dormitionem, sermón
I. (volver)
(11) Encomium in Dormitionem Sanctissimae Dominae nostrae Deiparae semperque
Virginis Mariae. S. Modesto Hierosol, attributum I, núm. 14.
(12) Cfr. Ioan Damasc., Encomium in Dormitionem Dei Genitricis semperque
Virginis Mariae, hom. II, 2, 11; Encomium in Dormitionem, S. Modesto Hierosol,
attributum. (volver)
(13) Amadeus Lausannensis, De Beatae Virginis obitu, Assumptione in caelum,
exaltatione ad Filii dexteram.
(14) San Antonius Patav., Sermones dominicales et in solemnitatibus. In
Assumptione S. Mariae Virginit sermo.
(15) S. Albertus Magnus, Mariale sive quaestionet super Evang.Missut est,
q. 132.
(16) S. Albertus Magnus, Sermones de sanctis, sermón 15: In Anuntiatione
B. Mariae, cfr. Etiam Mariale, q. 132.
17) Cfr. Summa Theol., 3, q. 27, a. 1 c.; ibíd., q. 83, a. 5 ad 8,
Expositio salutationis angelicae, In symb., Apostolorum expositio, art. 5;
In IV Sent., d. 12, q. 1, art. 3, sol. 3; d: 43, q. 1, art. 3, sol. 1 et 2.
(18) Cfr. S. Bonaventura, De Nativitate B. Mariae Virginis, sermón
5.
(19) S. Bonaventura, De Assumptione B. Mariae Virginis, sermón 1.
(20) S. Bernardinus Senens., In Assumptione B. M. Virginis, sermón
2.
(21) S. Bernardinus Senens., In Assumptione B. M. Virginis, sermón
2.
(22) S. Robertus Bellarminus, Canciones habitae Lovanii, canción
40: De Assumptionae B. Mariae Virginis.
(23) Oeuvres de St. François de Sales, sermon autographe pour la
fete de l\\’Assumption.
(24) S. Alfonso M. de Ligouri, Le glorie di Maria, parte II, disc. 1.
(25) S. Petrus Canisius, De Maria Virgine.
(26) Suárez, F, In tertiam partem D. Thomae, quaest. 27, art. 2,
disp. 3, sec. 5, n. 31.
(27) PII IX Acta 1ª parte, pag. 599
NOTAS Segunda Parte
(1) Pontif. Rom. De la ordenación del sacerdote en la unción
de las manos.
(2) S. Agustín Enchiridion, c. 3 (Migne P. L. 40, 232).
(3) De gratia Dei "Indiculus".
(4) San Agustín Epist. 130 ad Probam, 18.
(5) Conc. Trid. Ses. 22, c. 1 (Denzinger – Umb. nr. 938).
(6) Conc. Trid. Ses. 22, c. 2 (Denz-Umb. 940).
(7) Joann. Chrys. In Ioann. Hom. 86, 4.
(8) Misal Romano.
(9) Misal Rom. Prefacio.
(10) Misal Rom. Canon.
(11) S. Agustín De Trinit. lib. 13, c, 19.
(12) S. Agustín Enarr. in Ps. 147, n. 16.
(13) Encíclica Mystici Corporis, 29-6-1943.. (volver)
(14) Misal Romano, Secreta Dom. IX post. Pentec.. (volver)
NOTAS Tercera Parte
(1) Inocencio III. De S. Altaris Mysterio, III, 6.
(2) Rob. Bellarm. De Missa, I. cap. 27.
(3) Misal Rom. Ordo de la Misa.
(4) Misal Rom. Canon de la Misa.
(5) Misal Rom. Canon de la Misa.
(6) Pontif. Rom. De la Ordenación del Sacerdote.
(7) Pontif. Rom. De la consagración del Altar, prefacio.
(8) Compárese Conc. Trid. Sess. 22, c. 5 (Denzinger Nr. 943).
(9) S. Agustín, Serm. 272.
(10) Misal Rom. Canon.
(11) Encicl. Certiores effecti, 13/11/1742.
(12) Conc. Trid. Ses. 22, can. 8 (Denzinger, Nr. 955).
(13) Misal Rom. Colecta de la Fiesta de Corp. Christi.
(14) Sess. 22, c. 6 (Denzinger N. 944).
(15) Encicl. Certiores effecti, 13/11/1742.
(16) Misal Rom., Canon de la Misa.
(17) Misal Rom. Postcomunión de la Domínica I después
de Pentecostés.
(18) Imitación de Cristo, Lib. 4, cap. 12.
(19) Misal Rom. Secreta de la Misa de la SS. Trinidad.
(20) Concil. Trident. Ses. XIII, can. 1 (Denzinger Nr. 883).
(21) Concil. Constant. II, Anath. de trib. Capit. can. 9; collat. Concil.
Efeso Anath. Cyrill. can. 8; ver también Concil. Trento, ses. 13 can.
6; Pío VI, Constitución Auctorem fidei nr. 61.
(22) Compárese S. Agustín, Enarr. in Ps. 98, 9.
(23) S. Juan Crisóst. In I Cor. 24, 4.
NOTAS Cuarta Parte
(1) San Agustín, Enarr. in Psalmos 85, n. 1.
(2) Casidoro, Explicatio in Psalterium. Prefacio (como se lee en la ed.
Migne P.L. 70, 10. Algunos creen que esa parte no ha de atribuirse a Casidoro).
(3) S. Ambros. Enarrat. in Ps. 1, n. 9.
(4) S. Agustín, Confessiones, lib. 9, c. 6.
(5) S. Agustín, De Civ. lib. 8, cap. 17.
(6) S. Agustín, Enarr. in Psalm. 123, n. 2.
(7) Misal Rom. Colecta III de la Misa por varios Mártires fuera del
tiempo pascual.
(8) Beda Venerable, Hom. 70 in solem. omnium Sanctorum.
(9) Misal Rom. Colecta de San Juan Damasceno.
(10) S. Bern. Sermo II en la fiesta de Todos los Santos.
(11) "Salve Regina".
(12) S. Bern. In Nativ. B.M.V., 7.
(1) Suprema S. Congr. S. Officii: Decretum 26-5-1937.
(2) Pío XI, Const. Divini cultus, 20-12-1928.
(3) S. Agustín, Serm. 336, n. 1.
(4) Misal Rom. Prefacio.
(5) C. I. C. can. 1178.
(6) Pío XI, Const. Divini cultus, 20-12-1928.
(7) Compárese S. Agustín. Troct. 26 in Iian.