«MISERICORDIA DEI»
Carta apostólica de S. S. Juan Pablo II
en forma de «motu proprio»
sobre algunos aspectos de la celebración
del sacramento de la Penitencia (7-IV-2002)
. El jueves 2 de mayo del 2002, se hizo pública
en la Sala de prensa de la Santa Sede la Carta apostólica «Misericordia
Dei» del Papa Juan Pablo II, en la que llama la atención sobre
algunas leyes canónicas vigentes con respecto a la celebración
del sacramento de la Penitencia, precisando varios aspectos, particularmente
el recurso -a veces abusivo- a la absolución general o colectiva.
Por la misericordia de Dios, Padre que reconcilia, el Verbo se encarnó
en el vientre purísimo de la Santísima Virgen María para
salvar «a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21) y abrirle «el
camino de la salvación».1 San Juan Bautista confirma esta misión
indicando a Jesús como «el Cordero de Dios, que quita el pecado
del mundo» (Jn 1,29). Toda la obra y predicación del Precursor
es una llamada enérgica y ardiente a la penitencia y a la conversión,
cuyo signo es el bautismo administrado en las aguas del Jordán. Jesús
mismo se somete a aquel rito penitencial (cf. Mt 3,13-17), no porque haya
pecado, sino porque «se deja contar entre los pecadores; es ya "el
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn 1,29); anticipa ya el
"bautismo" de su muerte sangrienta».2 Así pues, la salvación
es ante todo redención del pecado como impedimento para la amistad
con Dios, y liberación del estado de esclavitud en la que se encuentra
al hombre que ha cedido a la tentación del maligno y ha perdido la
libertad de los hijos de Dios (cf. Rm 8,21).
La misión confiada por Cristo a los Apóstoles es el anuncio
del Reino de Dios y la predicación del Evangelio con vistas a la conversión
(cf. Mc 16,15; Mt 28,18-20). La tarde del día mismo de su Resurrección,
cuando es inminente el comienzo de la misión apostólica, Jesús
da a los Apóstoles, por la fuerza del Espíritu Santo, el poder
de reconciliar con Dios y con la Iglesia a los pecadores arrepentidos: «Recibid
el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan
perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos»
(Jn 20,22-23).3
A lo largo de la historia y en la praxis constante de la Iglesia, el «ministerio
de la reconciliación» (2 Cor 5,18), concedida mediante los sacramentos
del Bautismo y de la Penitencia, se ha considerado siempre como una tarea
pastoral muy relevante, realizada por obediencia al mandato de Jesús
como parte esencial del ministerio sacerdotal. La celebración del sacramento
de la Penitencia ha tenido en el curso de los siglos un desarrollo que ha
asumido diversas expresiones, conservando siempre, sin embargo, la misma
estructura fundamental, que comprende necesariamente, además de la
intervención del ministro -solamente un obispo o un presbítero,
que juzga y absuelve, atiende y sana en el nombre de Cristo-, los actos del
penitente: la contrición, la confesión y la satisfacción.
En la Carta apostólica Novo millennio ineunte escribí: «Deseo
pedir, además, una renovada audacia pastoral para que la pedagogía
cotidiana de la comunidad cristiana sepa proponer de manera convincente y
eficaz la práctica del Sacramento de la Reconciliación. Como
se recordará, en 1984 intervine sobre este tema con la Exhortación
postsinodal Reconciliatio et paenitentia, que recogía los frutos de
la reflexión de una Asamblea general del Sínodo de los obispos,
dedicada a esta problemática. Entonces invitaba a esforzarse por todos
los medios para afrontar la crisis del "sentido del pecado" [...]. Cuando
el mencionado Sínodo afrontó el problema, era patente a todos
la crisis de ese sacramento, especialmente en algunas regiones del mundo.
Los motivos que lo originaban no se han desvanecido en este breve lapso de
tiempo. Pero el Año jubilar, que se ha caracterizado particularmente
por el recurso a la penitencia sacramental, nos ha ofrecido un mensaje alentador,
que no se ha de desaprovechar: si muchos, entre ellos tantos jóvenes,
se han acercado con fruto a este sacramento, probablemente es necesario que
los Pastores tengan mayor confianza, creatividad y perseverancia en presentarlo
y valorizarlo».4
Con estas palabras pretendía y pretendo dar ánimos y, al mismo
tiempo, dirigir una insistente invitación a mis hermanos obispos, y
a través de ellos a todos los presbíteros, a reforzar solícitamente
el sacramento de la Reconciliación, incluso como exigencia de auténtica
caridad y verdadera justicia pastoral,5 recordándoles que todo fiel,
con las debidas disposiciones interiores, tiene derecho a recibir personalmente
la gracia sacramental.
A fin de que el discernimiento sobre las disposiciones de los penitentes
en orden a la absolución o no, y a la imposición de la penitencia
oportuna por parte del ministro del Sacramento, hace falta que el fiel, además
de la conciencia de los pecados cometidos, del dolor por ellos y de la voluntad
de no recaer más,6 confiese sus pecados. En este sentido, el concilio
de Trento declaró que es necesario «de derecho divino confesar
todos y cada uno de los pecados mortales».7 La Iglesia ha visto siempre
un nexo esencial entre el juicio confiado a los sacerdotes en este sacramento
y la necesidad de que los penitentes manifiesten sus propios pecados,8 excepto
en caso de imposibilidad. Por lo tanto, la confesión completa de los
pecados graves, siendo por institución divina parte constitutiva del
Sacramento, en modo alguno puede quedar confiada al libre juicio de los Pastores
(dispensa, interpretación, costumbres locales, etc.). La autoridad
eclesiástica competente sólo especifica -en las relativas normas
disciplinares- los criterios para distinguir la imposibilidad real de confesar
los pecados, respecto a otras situaciones en las que la imposibilidad es únicamente
aparente o, en todo caso, superable.
En las circunstancias pastorales actuales, atendiendo a las solicitudes,
llenas de preocupación, de numerosos hermanos en el episcopado, considero
conveniente volver a recordar algunas leyes canónicas vigentes sobre
la celebración de este sacramento, precisando algún aspecto
del mismo, para favorecer -en espíritu de comunión con la responsabilidad
propia de todo el Episcopado9- su mejor administración. Se trata de
hacer efectiva y tutelar una celebración cada vez más fiel,
y por tanto más fructífera, del don que el Señor Jesús
confió a la Iglesia después de la resurrección (cf. Jn
20,19-23). Todo esto resulta especialmente necesario, dado que en algunas
regiones se observa la tendencia al abandono de la confesión personal,
junto con el recurso abusivo a la «absolución general»
o «colectiva», de tal modo que ésta no aparece como medio
extraordinario en situaciones completamente excepcionales. Basándose
en una ampliación arbitraria del requisito de la grave necesidad,10
en la práctica se pierde de vista la fidelidad a la configuración
divina del Sacramento y, concretamente, la necesidad de la confesión
individual, con daños graves para la vida espiritual de los fieles
y la santidad de la Iglesia.
Así pues, tras haber oído el parecer de la Congregación
para la doctrina de la fe, la Congregación para el culto divino y la
disciplina de los sacramentos y el Consejo pontificio para los textos legislativos,
además de las consideraciones de los venerables hermanos cardenales
que presiden los dicasterios de la Curia romana, reiterando la doctrina católica
sobre el sacramento de la Penitencia y la Reconciliación expuesta
sintéticamente en el Catecismo de la Iglesia Católica,11 consciente
de mi responsabilidad pastoral y con plena conciencia de la necesidad y eficacia
siempre actual de este sacramento, dispongo cuanto sigue:
1. Los Ordinarios han de recordar a todos los ministros del sacramento de
la Penitencia que la ley universal de la Iglesia ha reiterado, en aplicación
de la doctrina católica sobre esta materia, que:
a) «La confesión individual e íntegra y la absolución
constituyen el único modo ordinario con el que un fiel consciente de
que está en pecado grave se reconcilia con Dios y con la Iglesia; sólo
la imposibilidad física o moral excusa de esa confesión, en
cuyo caso la reconciliación se puede conseguir también por otros
medios».12
b) Por tanto, «todos los que, por su oficio, tienen encomendada la
cura de almas, están obligados a proveer que se oiga en confesión
a los fieles que les están encomendados y que lo pidan razonablemente;
y que se les dé la oportunidad de acercarse a la confesión individual,
en días y horas determinadas que les resulten asequibles».13
Además, todos los sacerdotes que tienen la facultad de administrar
el sacramento de la Penitencia, muéstrense siempre y totalmente dispuestos
a administrarlo cada vez que los fieles lo soliciten razonablemente.14 La
falta de disponibilidad para acoger a las ovejas descarriadas, e incluso para
ir en su búsqueda y devolverlas al redil, sería un signo doloroso
de falta de sentido pastoral en quien, por la ordenación sacerdotal,
tiene que llevar en sí la imagen del Buen Pastor.
2. Los Ordinarios del lugar, así como los párrocos y los rectores
de iglesias y santuarios, deben verificar periódicamente que se den
de hecho las máximas facilidades posibles para la confesión
de los fieles. En particular, se recomienda la presencia visible de los confesores
en los lugares de culto durante los horarios previstos, la adecuación
de estos horarios a la situación real de los penitentes y la especial
disponibilidad para confesar antes de las misas y también, para atender
a las necesidades de los fieles, durante la celebración de la santa
misa, si hay otros sacerdotes disponibles.15
3. Dado que «el fiel está obligado a confesar, según
su especie y número, todos los pecados graves cometidos después
del bautismo y aún no perdonados directamente por la potestad de las
llaves de la Iglesia ni acusados en la confesión individual, de los
cuales tenga conciencia después de un examen diligente»,16 se
reprueba cualquier uso que restrinja la confesión a una acusación
genérica o limitada a sólo uno o más pecados considerados
más significativos. Por otro lado, teniendo en cuenta la llamada de
todos los fieles a la santidad, se les recomienda confesar también
los pecados veniales.17
4. La absolución a más de un penitente a la vez, sin confesión
individual previa, prevista en el can. 961 del Código de derecho canónico,
ha ser entendida y aplicada rectamente a la luz y en el contexto de las normas
antes enunciadas. En efecto, dicha absolución «tiene un carácter
de excepcionalidad»18 y no puede impartirse «con carácter
general a no ser que:
1º amenace un peligro de muerte, y el sacerdote o los sacerdotes no
tengan tiempo para oír la confesión de cada penitente;
2º haya una grave necesidad, es decir, cuando, teniendo en cuenta el
número de los penitentes, no hay bastantes confesores para oír
debidamente la confesión de cada uno dentro de un tiempo razonable,
de manera que los penitentes, sin culpa por su parte, se verían privados
durante notable tiempo de la gracia sacramental o de la sagrada comunión;
pero no se considera suficiente necesidad cuando no se puede disponer de confesores
sólo a causa de una gran concurrencia de penitentes, como puede suceder
en una gran fiesta o peregrinación».19
Sobre el caso de grave necesidad, se precisa cuanto sigue:
a) Se trata de situaciones que, objetivamente, son excepcionales, como las
que pueden producirse en territorios de misión o en comunidades de
fieles aisladas, donde el sacerdote sólo puede pasar una o pocas veces
al año, o cuando lo permitan las circunstancias bélicas, metereológicas
u otras parecidas.
b) Las dos condiciones establecidas en el canon para que se dé la
grave necesidad son inseparables, por lo que nunca es suficiente la sola imposibilidad
de confesar «como conviene» a cada persona dentro de «un
tiempo razonable» debido a la escasez de sacerdotes; dicha imposibilidad
ha de estar unida al hecho de que, de otro modo, los penitentes se verían
privados por un «notable tiempo», sin culpa suya, de la gracia
sacramental. Así pues, se debe tener presente el conjunto de las circunstancias
de los penitentes y de la diócesis, por lo que se refiere a su organización
pastoral y la posibilidad de acceso de los fieles al sacramento de la Penitencia.
c) La primera condición, la imposibilidad de «oír debidamente
la confesión» «dentro de un tiempo razonable», sólo
hace referencia al tiempo razonable requerido para administrar válida
y dignamente el sacramento, sin que sea relevante a este respecto un coloquio
pastoral más prolongado, que puede ser pospuesto a circunstancias más
favorables. Este tiempo razonable y conveniente para oír las confesiones
dependerá de las posibilidades reales del confesor o confesores y
de los penitentes mismos.
d) Sobre la segunda condición, se ha de valorar, según un
juicio prudencial, cuánto deba ser el tiempo de privación de
la gracia sacramental para que se verifique una verdadera imposibilidad según
el can. 960, cuando no hay peligro inminente de muerte. Este juicio no es
prudencial si altera el sentido de la imposibilidad física o moral,
como ocurriría, por ejemplo, si se considerara que un tiempo inferior
a un mes implicaría permanecer «durante notable tiempo»
con dicha privación.
e) No es admisible crear, o permitir que se creen, situaciones de aparente
grave necesidad, derivadas de la insuficiente administración ordinaria
del Sacramento por no observar las normas antes recordadas20 y, menos aún,
por la opción de los penitentes en favor de la absolución colectiva,
como si se tratara de una posibilidad normal y equivalente a las dos formas
ordinarias descritas en el Ritual.
f) Una gran concurrencia de penitentes no constituye, por sí sola,
suficiente necesidad, ni con ocasión de una fiesta solemne o peregrinación,
ni por turismo u otras razones parecidas, debidas a la creciente movilidad
de las personas.
5. Juzgar si se dan las condiciones requeridas según el can. 961,
§ 1, 2º, no corresponde al confesor, sino al Obispo diocesano, «el
cual, teniendo en cuenta los criterios acordados con los demás miembros
de la Conferencia episcopal, puede determinar los casos en que se verifica
esa necesidad».21 Estos criterios pastorales deben ser expresión
del deseo de buscar la plena fidelidad, en las circunstancias del territorio
respectivo, a los criterios de fondo expuestos en la disciplina universal
de la Iglesia, los cuales, por lo demás, se fundan en las exigencias
que se derivan del sacramento de la Penitencia en su divina institución.
6. Siendo de importancia fundamental, en una materia tan esencial para la
vida de la Iglesia, la total armonía entre los diversos Episcopados
del mundo, las Conferencias episcopales, según lo dispuesto en el can.
455, §2 del Código de derecho canónico, enviarán
cuanto antes a la Congregación para el culto divino y la disciplina
de los sacramentos el texto de las normas que piensan emanar o actualizar,
a la luz del presente Motu proprio, sobre la aplicación del can. 961
del Código de derecho canónico. Esto favorecerá una mayor
comunión entre los obispos de toda la Iglesia, impulsando por doquier
a los fieles a acercarse con provecho a las fuentes de la misericordia divina,
siempre rebosantes en el sacramento de la Reconciliación.
Desde esta perspectiva de comunión será también oportuno
que los obispos diocesanos informen a las respectivas Conferencias episcopales
acerca de si se dan o no, en el ámbito de su jurisdicción, casos
de grave necesidad. Además, las Conferencias Episcopales deberán
informar a la mencionada Congregación sobre de la situación
de hecho existente en su territorio y sobre los eventuales cambios que después
se produzcan.
7. Por lo que se refiere a las disposiciones personales de los penitentes,
se recuerda que:
a) «Para que un fiel reciba validamente la absolución sacramental
dada a varios a la vez, se requiere no sólo que esté debidamente
dispuesto, sino que se proponga a la vez hacer en su debido tiempo confesión
individual de todos los pecados graves que en las presentes circunstancias
no ha podido confesar de ese modo».22
b) En la medida de lo posible, incluso en el caso de inminente peligro de
muerte, es preciso exhortar antes a los fieles «a que cada uno haga
un acto de contrición».23
c) Está claro que no pueden recibir validamente la absolución
los penitentes que viven habitualmente en estado de pecado grave y no tienen
intención de cambiar su situación.
8. Quedando a salvo la obligación de «confesar fielmente sus
pecados graves al menos una vez al año»,24 «aquel a quien
se le perdonan los pecados graves con una absolución general, debe
acercarse a la confesión individual lo antes posible, en cuanto tenga
ocasión, antes de recibir otra absolución general, de no interponerse
una causa justa».25
9. Sobre el lugar y la sede para la celebración del Sacramento, téngase
presente que:
a) «El lugar propio para oír confesiones es una iglesia u oratorio»,26
siendo claro que razones de orden pastoral pueden justificar la celebración
del sacramento en lugares diversos;27
b) las normas sobre la sede para la confesión son dadas por las respectivas
Conferencias episcopales, las cuales han de garantizar que esté situada
en «lugar patente» y esté «provista de rejillas»
de modo que puedan utilizarlas los fieles y los confesores mismos que lo deseen.28
Todo lo que he establecido con la presente Carta apostólica en forma
de motu proprio, ordeno que tenga valor pleno y permanente, y se observe a
partir de este día, sin que obste cualquier otra disposición
en contra. Lo que he establecido con esta Carta tiene valor también,
por su naturaleza, para las venerables Iglesias orientales católicas,
en conformidad con los respectivos cánones de su propio Código.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 7 de abril, domingo de la octava de
Pascua o de la Divina Misericordia, en el año del Señor 2002,
vigésimo cuarto de mi pontificado.