SOBRE EL CUERPO MÍSTICO DE CRISTO
Carta Encíclica del Papa Pío XII promulgada
el 29 de junio de 1943
La Doctrina sobre el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia[1],
recibida primeramente de labios del mismo Redentor, por la que aparece en
su propia luz el gran beneficio (nunca suficientemente alabado) de nuestra
estrechísima unión con tan excelsa Cabeza, es, en verdad, de
tal índole que, por su excelencia y dignidad, invita a su contemplación
a todos y cada uno de los hombres movidos por el Espíritu divino,
e ilustrando sus mentes los mueve en sumo grado a la ejecución de
aquellas obras saludables que están en armonía con sus mandamientos.
Hemos, pues, creído Nuestro deber hablaros de esta materia en la presente
Carta encíclica, desenvolviendo y exponiendo principalmente aquellos
puntos que atañen a la Iglesia militante. A hacerlo así Nos
mueve no solamente la sublimidad de esta doctrina, sino también las
presentes circunstancias en que la humanidad se encuentra.
Nos proponemos, en efecto, hablar de las riquezas encerradas en el seno de
la Iglesia, que Cristo ganó con su propia sangre[2] y cuyos miembros
se glorían de tener una Cabeza ceñida de corona de espinas.
Lo cual ciertamente es claro testimonio de que todo lo más glorioso
y eximio no nace sino de los dolores, y que, por lo tanto, hemos de alegrarnos
cuando participamos de la pasión de Cristo, a fin de que nos gocemos
también con júbilo cuando se descubra su gloria[3].
2. Ante todo, debe advertirse que, así como el Redentor del género
humano fue vejado, calumniado y atormentado por aquellos mismos cuya salvación
había tomado a su cargo, así la sociedad por El fundada se
parece también en esto a su Divino Fundador. Porque, aun cuando no
negamos, antes bien lo confesamos con ánimo agradecido a Dios, que,
incluso en esta nuestra turbulenta época, no pocos, aunque separados
de la grey de Cristo, miran a la Iglesia como a único puerto de salvación;
sin embargo, no ignoramos que la Iglesia de Dios no sólo es despreciada,
y soberbia y hostilmente rechazada, por aquellos que, menospreciando la luz
de la sabiduría cristiana, vuelven misérrimamente a las doctrinas,
costumbres e instituciones de la antigüedad pagana, sino que muchas
veces es ignorada, despreciada y aun mirada con cierto tedio y enojo, hasta
por muchísimos cristianos, atraídos por la falsa apariencia
de los errores, o halagados por los alicientes y corrupte las del siglo.
Hay, pues, motivo, Venerables Hermanos, para que Nos, por la obligación
misma de Nuestra conciencia y asintiendo a los deseos de muchos, celebremos,
poniéndolas ante los ojos de todos, la hermosura, alabanza y gloria
de la Madre Iglesia, a quien después de Dios debemos todo.
Y abrigamos la esperanza de que estas Nuestras enseñanzas y exhortaciones
han de producir frutos muy abundantes para los fieles en los momentos actuales,
pues sabemos cómo tantas calamidades y dolores de esta borrascosa
edad que acerbamente atormentan a una multitud casi innumerable de hombres,
si se reciben como de la mano de Dios con ánimo resignado y tranquilo,
levantan con cierto natural impulso sus almas de lo terreno y deleznable
a lo celestial y eternamente duradero y excitan en ellas una misteriosa sed
de las cosas espirituales y un intenso anhelo que, con el estímulo
del Espíritu divino, las mueve y en cierto modo las impulsa a buscar
con más ansia el Reino de Dios. Porque, a la verdad, cuanto más
los hombres se apartan de las vanidades de este siglo y del desordenado amor
de las cosas presentes, tanto más aptos se hacen ciertamente para
penetrar en la luz de los misterios sobrenaturales. En verdad, hoy se echa
de ver, quizá más claramente que nunca, la futilidad y la vanidad
de lo terrenal, cuando se destruyen reinos y naciones, cuando se hunden en
los vastos espacios del océano inmensos tesoros y riquezas de toda
clase, cuando ciudades, pueblos y las fértiles tierras quedan arrasados
bajo enormes ruinas y manchados con sangre de hermanos.
3. Confiamos, además, que cuanto a continuación hemos de exponer
acerca del Cuerpo místico de Jesucristo no sea desagradable ni inútil
aun a aquellos que están fuera del seno de la Iglesia Católica.
Y ello no sólo porque cada día parece crecer su benevolencia
para con la Iglesia, sino también porque, viendo como ven al presente
levantarse una nación contra otra nación y un reino contra
otro reino y crecer sin medida las discordias, las envidias y las semillas
de enemistad; si vuelven sus ojos a la Iglesia, si contemplan su unidad recibida
del Cielo -en virtud de la cual todos los hombres de cualquier estirpe que
sean se unen con lazo fraternal a Cristo-, sin duda se verán obligados
a admirar una sociedad donde reina caridad semejante, y con la inspiración
y ayuda de la gracia divina se verán atraídos a participar
de la misma unidad y caridad.
Hay también una razón peculiar, y por cierto gratísima,
por la que vino a Nuestra mente la idea de esta doctrina, y en grado sumo
la receta. Durante el pasado año, XXV aniversario de Nuestra Consagración
Episcopal, hemos visto con gran consuelo algo especial, que ha hecho resplandecer
de un modo claro y significativo la imagen del Cuerpo místico de Cristo
en todas las partes de la tierra. Hemos observado, en efecto, cómo,
a pesar de que la larga y homicida guerra deshacía miserablemente
la fraterna comunidad de las naciones, Nuestros hijos en Cristo, todos y
en todas partes, con una sola voluntad y caridad levantaban sus ánimos
hacia el Padre común que, recogiendo en sí las preocupaciones
y ansiedades de todos, guía en tan calamitosos tiempos la nave de
la Iglesia. En lo cual ciertamente echamos de ver un testimonio no sólo
de la admirable unidad del pueblo cristiano, sino también de cómo
mientras Nos abrazamos con paternal corazón a todos los pueblos de
cualquier estirpe, desde todas partes los católicos, aun de naciones
que luchan entre sí, alzan los ojos al Vicario de Jesucristo, como
a Padre amantísimo de todos, que con absoluta imparcialidad para con
los bandos contrarios y con juicio insobornable, remontándose por
encima de las agitadas borrascas de las perturbaciones humanas, recomienda
la verdad, la justicia y la caridad, y las defiende con todas sus fuerzas.
Ni ha sido menor el consuelo que Nos ha producido el saber que espontánea
y gustosamente se había reunido la cantidad necesaria para poder levantar
en Roma un templo dedicado a Nuestro santísimo Antecesor y Patrono
Eugenio I. Así, pues, como con la erección de este templo,
debida a la voluntad y ofertas de todos los fieles, se ha de perpetuar la
memoria de este faustísimo acontecimiento, así deseamos que
se patentice el testimonio de Nuestra gratitud por medio de esta Carta encíclica,
en la cual se trata de aquellas piedras vivas que, edificadas sobre la piedra
viva angular, que es Cristo, se unen para formar el templo santo, mucho más
excelso que todo otro templo hecho a mano, es decir, para morada de Dios
por virtud del Espíritu[4].
4. Nuestra pastoral solicitud, sin embargo, es la que Nos mueve principalmente
a tratar ahora con mayor extensión de esta excelsa doctrina. Muchas
cosas, en verdad, se han publicado sobre este asunto; y no ignoramos que
son muchos los que hoy se dedican con mayor interés a estos estudios,
con los que también se deleita y alimenta la piedad de los cristianos.
Y este efecto parece que se ha de atribuir principalmente a que la restauración
de los estudios litúrgicos, la costumbre introducida de recibir con
mayor frecuencia el manjar Eucarístico, y por fin el culto más
intenso al Sacratísimo Corazón de Jesús, de que hoy
gozamos, han encaminado muchas almas a la contemplación más
profunda de las inescrutables riquezas de Cristo que se guardan en la Iglesia.
Añádase a esto que los documentos publicados en estos últimos
tiempos acerca de la Acción Católica, por lo mismo que han
estrechado más y más los lazos de los cristianos entre sí
y con la jerarquía eclesiástica, y en primer lugar con el Romano
Pontífice, han contribuido sin duda no poco a colocar esta materia
en su propia luz. Mas, aunque con justo motivo podemos alegrarnos de las
cosas arriba señaladas, no por eso hemos de ocultar que no sólo
esparcen graves errores en esta materia los que están fuera de la
Iglesia, sino que entre los mismos fieles de Cristo se introducen furtivamente
ideas o menos precisas o totalmente falsas, que apartan a las almas del verdadero
camino de la verdad.
5. Porque, mientras por una parte perdura el falso racionalismo, que juzga
absolutamente absurdo cuanto trasciende y sobrepuja a las fuerzas del entendimiento
humano, y mientras se le asocia otro error afín, el llamado naturalismo
vulgar, que ni ve ni quiere ver en la Iglesia nada más que vínculos
meramente jurídicos y sociales; por otra parte, se insinúa
fraudulentamente un falso misticismo, que, al esforzarse por suprimir los
límites inmutables que separan a las criaturas de su Creador, adultera
las Sagradas Escrituras.
Ahora bien: estos errores, falso y opuestos entre sí, hacen que algunos,
movidos por cierto vano temor, consideren esta profunda doctrina como algo
peligroso y por esto se retraigan de ella como del fruto del Paraíso,
hermoso, pero prohibido. Pero, a la verdad, no rectamente: pues no pueden
ser dañosos a los hombres los misterios revelados por Dios, ni deben,
como tesoro escondido en el campo, permanecer infructuosos; antes bien, han
sido dados por Dios, para que contribuyan al aprovechamiento espiritual de
quienes piadosamente los contemplan. Porque, como enseña el Concilio
Vaticano, la razón ilustrada por la fe, cuando diligente, pía
y sobriamente busca, alcanza con la ayuda de Dios alguna inteligencia, ciertamente
fructuosísima, de los misterios, ya por la analogía de aquellas
cosas que conoce naturalmente, ya también por el enlace de los misterios
entre sí con el último fin del hombre; por más que la
misma razón, como lo advierte el mismo santo Concilio, nunca llega
a ser capaz de penetrarlos a la manera de aquellas verdades, que constituyen
su propio objeto[5].
Pesadas maduramente delante de Dios todas estas cosas; a fin de que resplandezca
con nueva gloria la soberana hermosura de la Iglesia; para que se de a conocer
con mayor luz la nobleza eximia y sobrenatural de los fieles, que en el Cuerpo
de Cristo se unen con su Cabeza; y, por último, para cerrar por completo
la entrada a los múltiples errores en esta materia, Nos hemos juzgado
ser propio de Nuestro cargo pastoral proponer por medio de esta Carta encíclica
a toda la grey cristiana la doctrina del Cuerpo místico de Jesucristo
y de la unión de los fieles en el mismo Cuerpo con el Divino Redentor;
y al mismo tiempo sacar de esta suavísima doctrina algunas enseñanzas,
con las cuales el conocimiento más profundo de este misterio produzca
siempre más abundantes frutos de perfección y santidad.
I. LA IGLESIA ES EL CUERPO MÍSTICO DE CRISTO
II. UNIÓN DE LOS FIELES CON CRISTO
III. EXHORTACIÓN PASTORAL
LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
I. LA IGLESIA ES EL CUERPO MISTICO DE CRISTO
6. Al meditar esta doctrina, Nos vienen, desde luego, a la mente las palabras
del Apóstol: Donde abundó el delito, allí sobreabundó
la gracia[6]. Consta, en efecto, que el padre del género humano fue
colocado por Dios en tan excelsa condición, que habría de comunicar
a sus descendientes, junto con la vida terrena, la vida sobrenatural de la
gracia. Pero, después de la miserable caída de Adán,
todo el género humano, viciado con la mancha original, perdió
la participación de la naturaleza divina[7] y quedamos todos convertidos
en hijos de ira[8]. Mas el misericordiosísimo Dios de tal modo.. amó
al mundo, que le dio su Hijo Unigénito[9], y el Verbo del Padre Eterno
con aquel mismo único divino amor asumió de la descendencia
de Adán la naturaleza humana, pero inocente y exenta de toda mancha,
para que del nuevo y celestial Adán se derivase la gracia del Espíritu
Santo a todos los hijos del primer padre; los cuales, habiendo sido por el
pecado del primer hombre privados de la adoptiva filiación divina,
hechos ya por el Verbo Encarnado hermanos, según la carne, del Hijo
Unigénito de Dios, recibieran el poder de llegar a ser hijos de Dios[10].
Y por esto Cristo Jesús, pendiente de la cruz, no sólo resarció
a la justicia violada del Eterno Padre, sino que nos mereció, además,
como a consanguíneos suyos, una abundancia inefable de gracias. Y
bien pudiera, en verdad, haberla repartido directamente por sí mismo
al género humano, pero quiso hacerlo por medio de una Iglesia visible
en que se reunieran los hombres, para que todos cooperasen, con El y por
medio de aquélla, a comunicarse mutuamente los divinos frutos de la
Redención. Porque así como el Verbo de Dios, para redimir a
los hombres con sus dolores y tormentos, quiso valerse de nuestra naturaleza,
de modo parecido en el decurso de los siglos se vale de su Iglesia para perpetuar
la obra comenzada[11].
Ahora bien: para definir y describir esta verdadera Iglesia de Cristo -que
es la Iglesia santa, católica, apostólica, Romana[12]- nada
hay más noble, nada más excelente, nada más divino que
aquella frase con que se la llama el Cuerpo místico de Cristo; expresión
que brota y aun germina de todo lo que en las Sagradas Escrituras y en los
escritos de los Santos Padres frecuentemente se enseña.
LA IGLESIA ES UN "CUERPO"
7. Que la Iglesia es un cuerpo lo dice muchas veces el sagrado texto. Cristo
-dice el Apóstol- es la cabeza del cuerpo de la Iglesia[13]. Ahora
bien; si la Iglesia es un cuerpo, necesariamente ha de ser uno e indiviso,
según aquello de San Pablo: Muchos formamos en Cristo un solo cuerpo[14].
Y no solamente debe ser uno e indiviso, sino también algo concreto
y claramente visible, como en su encíclica Satis cognitum afirma Nuestro
predecesor León XIII, de f. m.: Por lo mismo que es cuerpo, la Iglesia
se ve con los ojos[15]. Por lo cual se apartan de la verdad divina aquellos
que se forjan la Iglesia de tal manera, que no pueda ni tocarse ni verse,
siendo solamente un ser neumático, como dicen, en el que muchas comunidades
de cristianos, aunque separadas mutuamente en la fe, se junten, sin embargo,
por un lazo invisible.
Mas el cuerpo necesita también multitud de miembros, que de tal manera
estén trabados entre sí, que mutuamente se auxilien. Y así
como en este nuestro organismo mortal, cuando un miembro sufre, todos los
otros sufren también con él, y los sanos prestan socorro a
los enfermos, así también en la Iglesia los diversos miembros
no viven únicamente para sí mismos, sino que ayudan también
a los demás, y se ayudan unos a otros, ya para mutuo alivio, ya también
para edificación cada vez mayor de todo el cuerpo.
"ORGÁNICO" Y "JERÁRQUICO"
8. Además de eso, así como en la naturaleza no basta cualquier
aglomeración de miembros para constituir el cuerpo, sino que necesariamente
ha de estar dotado de los que llaman órganos, esto es, de miembros
que no ejercen la misma función, pero están dispuestos en un
orden conveniente; así la Iglesia ha de llamarse Cuerpo, principalmente
por razón de estar formada por una recta y bien proporcionada armonía
y trabazón de sus partes, y provista de diversos miembros que convenientemente
se corresponden los unos a los otros. Ni es otra la manera como el Apóstol
describe a la Iglesia cuando dice: Así como… en un solo cuerpo tenemos
muchos miembros, mas no todos los miembros tienen una misma función,
así nosotros, aunque seamos muchos, formamos en Cristo un solo cuerpo,
siendo todos recíprocamente miembros los unos de los otros[16].
Mas en manera alguna se ha de pensar que esta estructura ordenada u orgánica
del Cuerpo de la Iglesia, se limita o reduce solamente a los grados de la
jerarquía; o que, como dice la sentencia contraria, consta solamente
de los carismáticos, los cuales, dotados de dones prodigiosos, nunca
han de faltar en la Iglesia. Se ha de tener, eso sí, por cosa absolutamente
cierta, que los que en este Cuerpo poseen la sagrada potestad, son los miembros
primarios y principales, puesto que por medio de ellos, según el mandato
mismo del Divino Redentor, se perpetúan los oficios de Cristo, doctor,
rey y sacerdote. Sin embargo, con toda razón los Padres de la Iglesia,
cuando encomian los ministerios, los grados, las profesiones, los estados,
los órdenes, los oficios de este Cuerpo, no tienen sólo ante
los ojos a los que han sido iniciados en las sagradas órdenes; sino
también a todos los que, habiendo abrazado los consejos evangélicos,
llevan una vida de trabajo entre los hombres, o escondida en el silencio,
o bien se esfuerzan por unir ambas cosas según su profesión;
y no menos a los que, aun viviendo en el siglo, se dedican con actividad
a las obras de misericordia en favor de las almas, o de los cuerpos, así
como también a aquellos que viven unidos en casto matrimonio. Más
aún, se ha de advertir que, sobre todo en las presentes circunstancias,
los padres y madres de familia y los padrinos y madrinas de bautismo, y,
especialmente, los seglares que prestan su cooperación a la jerarquía
eclesiástica para dilatar el reino del Divino Redentor tienen en la
sociedad cristiana un puesto honorífico, aunque muchas veces humilde,
y que también ellos con el favor y ayuda de Dios pueden subir a la
cumbre de la santidad, que nunca ha de faltar en la Iglesia, según
las promesas de Jesucristo.
DOTADO DE MEDIOS VITALES
9. Y así como el cuerpo humano se ve dotado de sus propios recursos
con los que atiende a la vida, a la salud y al desarrollo de sí y
de sus miembros, del mismo modo el Salvador del género humano, por
su infinita bondad, proveyó maravillosamente a su Cuerpo místico,
enriqueciéndole con los sacramentos, por los que los miembros, como
gradualmente y sin interrupción, fueran sustentados desde la cuna
hasta el último suspiro, y asimismo se atendiera abundantísimamente
a las necesidades sociales de todo el Cuerpo. En efecto, por medio de las
aguas purificadoras del Bautismo, los que nacen a esta vida mortal no solamente
renacen de la muerte del pecado y quedan constituidos en miembros de la Iglesia,
sino que, además, sellados con un carácter espiritual, se tornan
capaces y aptos para recibir todos los otros sacramentos. Por otra parte,
con el crisma de la Confirmación se da a los creyentes nueva fortaleza,
para que valientemente amparen y defiendan a la Madre Iglesia y la fe que
de ella recibieron. A su vez, con el Sacramento de la Penitencia se ofrece
a los miembros de la Iglesia caídos en pecado una medicina saludable,
no solamente para mirar por la salud de sí mismos, sino aun también
para apartar de otros miembros del Cuerpo místico el peligro de contagio,
e incluso para proporcionarles un estímulo y ejemplo de virtud. Y
no es esto sólo: ya que, por la sagrada Eucaristía, los fieles
se nutren y robustecen con un mismo manjar y se unen entre sí y con
la Cabeza de todo el Cuerpo por medio de un inefable y divino vínculo.
Y, por último, por lo que hace a los enfermos en trance de muerte,
viene en su ayuda la piadosa Madre Iglesia, la cual por medio de la Sagrada
Unción de los enfermos, si, por disposición divina, no siempre
les concede la salud de este cuerpo mortal, da a lo menos a las almas enfermas
la medicina celestial, para trasladar al Cielo nuevos ciudadanos -nuevos
protectores para aquélla-, que gocen de la bondad divina por todos
los siglos.
De un modo especial proveyó, además, Cristo a las necesidades
sociales de la Iglesia por medio de dos sacramentos instituidos por El. Pues
por el Matrimonio, en el que los cónyuges son mutuamente ministros
de la gracia, se atiende al ordenado y exterior aumento de la comunidad cristiana,
y, lo que es más, también a la recta y religiosa educación
de la prole, sin la cual correría gravísimo riesgo el Cuerpo
místico. Y con el Orden sagrado se dedican y consagran a Dios los
que han de inmolar la Víctima Eucarística, los que han de nutrir
al pueblo fiel con el Pan de los Angeles y con el manjar de la doctrina,
los que han de dirigirle con los preceptos y consejos divinos, los que, finalmente,
han de confirmarle con los demás dones celestiales.
Respecto a lo cual procede advertir que, así como Dios al principio
del tiempo dotó al hombre de riquísimos medios corporales para
que sujetara a su dominio todas las cosas creadas, y para que multiplicándose
llenara la tierra, así también en el comienzo de la era cristiana
proveyó a su Iglesia de todos los recursos necesarios, para que, superados
casi innumerables peligros, no sólo llenara todo el orbe, sino también
el reino de los cielos.
FORMADO POR DETERMINADOS MIEMBROS
AÚN PECADORES
Ni puede pensarse que el Cuerpo de la Iglesia, por el hecho de honrarse con
el nombre de Cristo, aun en el tiempo de esta peregrinación terrenal,
conste únicamente de miembros eminentes en santidad, o se forme solamente
por la agrupación de los que han sido predestinados a la felicidad
eterna. Porque la infinita misericordia de nuestro Redentor no niega ahora
un lugar en su Cuerpo místico a quienes en otro tiempo no negó
la participación en el convite[20]. Puesto que no todos los pecados,
aunque graves, separan por su misma naturaleza al hombre del Cuerpo de la
Iglesia, como lo hacen el cisma, la herejía o la apostasía.
Ni la vida se aleja completamente de aquellos que, aun cuando hayan perdido
la caridad y la gracia divina pecando, y, por lo tanto, se hayan hecho incapaces
de mérito sobrenatural, retienen, sin embargo, la fe y esperanza cristianas,
e iluminados por una luz celestial son movidos por las internas inspiraciones
e impulsos del Espíritu Santo a concebir en sí un saludable
temor, y excitados por Dios a orar y a arrepentirse de su caída.
Aborrezcan todos, pues, el pecado, con el cual quedan mancillados los miembros
del Redentor; pero, quien miserablemente hubiere pecado, y no se hubiere
hecho indigno por la contumacia de la comunión de los fieles, sea
recibido con sumo amor, y con una activa caridad véase en él
un miembro enfermo de Jesucristo. Pues vale más, como advierte el
Obispo de Hipona, que se sanen permaneciendo en el cuerpo de la Iglesia,
que no que sean cortados de él como miembros incurables[21]. Porque
no es desesperada la curación de lo que aun está unido al cuerpo,
mientras que lo que hubiere sido amputado no puede ser ni curado ni sanado[22].
LA IGLESIA ES EL "CUERPO DE CRISTO"
CRISTO, "FUNDADOR" DEL CUERPO
Al querer exponer brevemente cómo Cristo fundó su cuerpo social,
Nos viene ante todo a la mente esta frase de Nuestro predecesor León
XIII, de feliz memoria: La Iglesia, que, ya concebida, nació del mismo
costado del segundo Adán, como dormido en la Cruz, apareció
a la luz del mundo de una manera espléndida por vez primera el día
faustísimo de Pentecostés[23]. Porque el Divino Redentor comenzó
la edificación del místico templo de la Iglesia cuando con
su predicación expuso sus enseñanzas; la consumó cuando
pendió de la Cruz glorificado; y, finalmente, la manifestó
y promulgó cuando de manera visible envió el Espíritu
Paráclito sobre sus discípulos.
a) al predicar el Evangelio
En efecto, mientras cumplía su misión de predicar, elegía
a los Apóstoles, enviándolos, así como El había
sido enviado por el Padre[24], a saber, como maestros, jefes y santificadores
en la comunidad de los creyentes; les nombraba el Príncipe de ellos
y Vicario suyo [de Cristo] en la tierra[25], y les manifestaba todas las
cosas que había oído al Padre[26]; establecía, además,
el Bautismo[27], con el cual los futuros creyentes se habían de unir
al Cuerpo de la Iglesia; y, finalmente, al llegar el ocaso de su vida, celebrando
la última cena, instituía la Eucaristía, admirable sacrificio
y admirable sacramento.
b) al sufrir sobre la Cruz
12. Los testimonios incesantes de los Santos Padres, al atestiguar que en
el patíbulo de la Cruz consumó su obra, enseñan que
la Iglesia nació -en la Cruz- del costado del Salvador, como una nueva
Eva, madre de todos los vivientes[28]. Dice el gran Ambrosio, tratando del
costado abierto de Cristo: Y ahora se edifica, ahora se forma, ahora… se
figura, y ahora se crea…, ahora se levanta la casa espiritual para constituir
el sacerdocio santo[29]. Quien devotamente quisiere investigar tan venerable
doctrina, podrá sin dificultad encontrar las razones en que se funda.
Y, en primer lugar, con la muerte del Redentor, a la Ley Antigua abolida
sucedió el Nuevo Testamento; entonces en la sangre de Jesucristo,
y para todo el mundo, fue sancionada la Ley de Cristo con sus misterios,
leyes, instituciones y ritos sagrados. Porque, mientras nuestro Divino Salvador
predicaba en un reducido territorio -pues no había sido enviado sino
a las ovejas que habían perecido de la casa de Israel[30]- tenían
valor, contemporáneamente, la Ley y el Evangelio[31]; pero en el patíbulo
de su muerte Jesús abolió la Ley con sus decretos[32], clavó
en la Cruz la escritura del Antiguo Testamento[33], y constituyó el
Nuevo en su sangre, derramada por todo el género humano[34]. Pues,
como dice San León Magno, hablando de la Cruz del Señor, de
tal manera en aquel momento se realizó un paso tan evidente de la
Ley al Evangelio, de la Sinagoga a la Iglesia, de lo muchos sacrificios a
una sola hostia, que, al exhalar su espíritu el Señor, se rasgó
inmediatamente de arriba abajo aquel velo místico que cubría
a las miradas el secreto sagrado del templo[35].
En la Cruz, pues, murió la Ley Vieja, que en breve había de
ser enterrada y resultaría mortífera[36], para dar paso al
Nuevo Testamento, del cual Cristo había elegido como idóneos
ministros a los Apóstoles[37]; y desde la Cruz nuestro Salvador, aunque
constituido, ya desde el seno de la Virgen, Cabeza de toda la familia humana,
ejerce plenísimamente sobre la Iglesia sus funciones de Cabeza, porque
precisamente en virtud de la Cruz -según la sentencia del Angélico
y común Doctor-, mereció el poder y dominio sobre las gentes[38];
por la misma aumentó en nosotros aquel inmenso tesoro de gracias que,
desde su reino glorioso en el cielo, otorga sin interrupción alguna
a sus miembros mortales; por la sangre derramada desde la Cruz hizo que,
apartado el obstáculo de la ira divina, todos los dones celestiales,
y, en particular, las gracias espirituales del Nuevo y Eterno Testamento,
pudiesen brotar de las fuentes del Salvador para la salud de los hombres,
y principalmente de los fieles; finalmente, en el madero de la Cruz adquirió
para sí a su Iglesia, esto es, a todos los miembros de su Cuerpo místico,
pues no se incorporarían a este Cuerpo místico por el agua
del Bautismo si antes no hubieran pasado al plenísimo dominio de Cristo
por la virtud salvadora de la Cruz.
13. Y con su muerte nuestro Salvador fue hecho, en el pleno e íntegro
sentido de la palabra, Cabeza de la Iglesia, de la misma manera, por su sangre
la Iglesia ha sido enriquecida con aquella abundantísima comunicación
del Espíritu, por la cual, desde que el Hijo del Hombre fue elevado
y glorificado en su patíbulo de dolor, es divinamente ilustrada. Porque
entonces, como advierte San Agustín[39], rasgado el velo del templo,
sucedió que el rocío de los carismas del Paráclito -que
hasta entonces solamente había descendido sobre el vellón de
Gedeón, es decir, sobre el pueblo de Israel-, regó abundantemente,
secado y desechado ya el vellón, toda la tierra, es decir, la Iglesia
Católica, que no había de conocer confines algunos de estirpe
o de territorio. Y así como en el primer momento de la Encarnación,
el Hijo del Padre Eterno adornó con la plenitud del Espíritu
Santo la naturaleza humana que había unido a sí substancialmente,
para que fuese apto instrumento de la divinidad en la obra cruenta de la
Redención, así en la hora de su preciosa muerte quiso enriquecer
a su Iglesia con los abundantes dones del Paráclito, para que fuese
un medio apto e indefectible del Verbo Encarnado en la distribución
de los frutos de la Redención. Puesto que la llamada misión
jurídica de la Iglesia y la potestad de enseñar, gobernar y
administrar los sacramentos deben el vigor y fuerza sobrenatural, que para
la edificación del Cuerpo de Cristo poseen, al hecho de que Jesucristo
pendiente de la Cruz abrió a la Iglesia la fuente de sus dones divinos,
con los cuales pudiera enseñar a los hombres una doctrina infalible
y los pudiese gobernar por medio de Pastores ilustrados por virtud divina
y rociarlos con la lluvia de las gracias celestiales.
Si consideramos atentamente todos estos misterios de la Cruz, no nos parecerán
oscuras aquellas palabras del Apóstol, con las que enseña a
los Efesios que Cristo, con su sangre, hizo una sola cosa a judíos
y gentiles, destruyendo en su carne… la pared intermedia que dividía
a ambos pueblos; y también que abolió la Ley Vieja para formar
en sí mismo de dos un solo hombre nuevo -esto es, la Iglesia-, y para
reconciliar a ambos con Dios en un solo Cuerpo por medio de la Cruz[40].
c) al promulgar la Iglesia
14. Y a esta Iglesia, fundada con su sangre, la fortaleció el día
de Pentecostés con una fuerza especial bajada del cielo. Puesto que,
constituido solemnemente en su excelso cargo aquel a quien ya antes había
designado por Vicario suyo, subió al Cielo, y, sentado a la diestra
del Padre, quiso manifestar y promulgar a su Esposa mediante la venida visible
del Espíritu Santo con el sonido de un viento vehemente y con lenguas
de fuego[41]. Porque así como El mismo, al comenzar el ministerio
de su predicación, fue manifestado por su Eterno Padre por medio del
Espíritu Santo que descendió en forma de paloma y se posó
sobre El[42], de la misma manera, cuando los Apóstoles habían
de comenzar el sagrado ministerio de la predicación, Cristo nuestro
Señor envió del cielo a su Espíritu, el cual, al tocarlos
con lenguas de fuego, como con dedo divino indicase a la Iglesia su misión
sublime.
CRISTO, "CABEZA DEL CUERPO"
Nos place, sin embargo, para común utilidad, tratar aquí sucintamente
de esta materia. Y en primer lugar, es evidente que el Hijo de Dios y de
la Bienaventurada Virgen María se debe llamar, por la singularísima
razón de su excelencia, Cabeza de la Iglesia. Porque la Cabeza está
colocada en lo más alto. Y ¿quién está colocado
en más alto lugar que Cristo Dios, el cual, como Verbo del Eterno
Padre, debe ser considerado como primogénito de toda criatura?45.
¿Quién se halla en más elevada cumbre que Cristo hombre,
que, nacido de una Madre inmune de toda mancha, es Hijo verdadero y natural
de Dios, y por su admirable y gloriosa resurrección, con la que se
levantó triunfador de la muerte, es primogénito de entre los
muertos?46. ¿Quién, finalmente, está colocado en cima
más sublime que Aquel que como único… mediador de Dios y de
los hombres[47] junta de una manera tan admirable la tierra con el cielo;
que, elevado en la Cruz como en un solio de misericordia, atrajo todas las
cosas a sí mismo[48]; y que, elegido -de entre infinitos millares-
Hijo del Hombre, es más amado por Dios que todos los demás
hombres, que todos los ángeles y que todas las cosas creadas?[49].
b) por razón de gobierno
16. Pues bien: si Cristo ocupa un lugar tan sublime, con toda razón
es el único que rige y gobierna la Iglesia; y también por este
título se asemeja a la cabeza. Ya que, para usar las palabras de San
Ambrosio, así como la cabeza es la ciudadela regia del cuerpo[50],
y desde ella, por estar adornada de mayores dotes, son dirigidos naturalmente
todos los miembros a los que está sobrepuesta para mirar por ellos[51],
así el Divino Redentor rige el timón de toda la sociedad cristiana
y gobierna sus destinos. Y, puesto que regir la sociedad humana no es otra
cosa que conducirla al fin que le fue señalado con medios aptos y
rectamente[52], es fácil ver cómo nuestro Salvador, imagen
y modelo de buenos Pastores[53], ejercita todas estas cosas de manera admirable.
Porque El, mientras moraba en la tierra, nos instruyó, por medio de
leyes, consejos y avisos, con palabras que jamás pasarán, y
serán para los hombres de todos los tiempos espíritu y vida[54].
Y, además, concedió a los Apóstoles y a sus sucesores
la triple potestad de enseñar, regir y llevar a los hombres hacia
la santidad; potestad que, determinada con especiales preceptos, derechos
y deberes, fue establecida por El como ley fundamental de toda la Iglesia.
arcano y extraordinario
17. Pero también directamente dirige y gobierna por sí mismo
el Divino Salvador la sociedad por El fundada. Porque El reina en las mentes
y en las almas de los hombres y doblega y arrastra hacia su beneplácito
aun las voluntades más rebeldes. El corazón del rey está
en manos del Señor; lo inclinará adonde quisiere[55]. Y con
este gobierno interior, no solamente tiene cuidado de cada uno en particular,
como pastor y obispo de nuestras almas[56]; sino que, además, mira
por toda la Iglesia, ya iluminando y fortaleciendo a sus jerarcas para cumplir
fiel y fructuosamente los respectivos cargos, ya también suscitando
del seno de la Iglesia, especialmente en las más graves circunstancias,
hombres y mujeres eminentes en santidad, que sirvan de ejemplo a los demás
fieles para el provecho de su Cuerpo místico. Añádase
a esto que Cristo desde el Cielo mira siempre con particular afecto a su
Esposa inmaculada, desterrada en este mundo; y cuando la ve en peligro, ya
por sí mismo, ya por sus ángeles[57], ya por Aquella que invocamos
como Auxilio de los Cristianos, y por otros celestiales abogados, la libra
de las oleadas de la tempestad, y, tranquilizado y apaciguado el mar, la
consuela con aquella paz que supera a todo sentido[58].
visible y ordinario
Ni se ha de creer que su gobierno se ejerce solamente de un modo invisible[59]
y extraordinario, siendo así que también de una manera patente
y ordinaria gobierna el Divino Redentor, por su Vicario en la tierra, a su
Cuerpo místico. Porque ya sabéis, Venerables Hermanos, que
Cristo Nuestro Señor, después de haber gobernado por sí
mismo durante su mortal peregrinación a su pequeña grey[60],
cuando estaba para dejar este mundo y volver a su Padre, encomendó
el régimen visible de la sociedad por El fundada al Príncipe
de los Apóstoles. Ya que, sapientísimo como era, de ninguna
manera podía dejar sin una cabeza visible el cuerpo social de la Iglesia
que había fundado. Ni para debilitar esta afirmación puede
alegarse que, a causa del Primado de jurisdicción establecido en la
Iglesia, este Cuerpo místico tiene dos cabezas. Porque Pedro, en fuerza
del primado, no es sino el Vicario de Cristo, por cuanto no existe más
que una Cabeza primaria de este Cuerpo, es decir, Cristo; el cual, sin dejar
de regir secretamente por sí mismo a la Iglesia -que, después
de su gloriosa Ascensión a los cielos, se funda no sólo en
El, sino también en Pedro, como en fundamento visible-, la gobierna,
además, visiblemente por aquel que en la tierra representa su persona.
Que Cristo y su Vicario constituyen una sola Cabeza, lo enseñó
solemnemente Nuestro predecesor Bonifacio VIII, de i. m., por las Letras
Apostólicas Unam sanctam[61]; y nunca desistieron de inculcar lo mismo
sus Sucesores.
Hállanse, pues, en un peligroso error quienes piensan que pueden abrazar
a Cristo, Cabeza de la Iglesia, sin adherirse fielmente a su Vicario en la
tierra. Porque, al quitar esta Cabeza visible, y romper los vínculos
sensibles de la unidad, oscurecen y deforman el Cuerpo místico del
Redentor, de tal manera, que los que andan en busca del puerto de salvación
no pueden verlo ni encontrarlo.
18. Y lo que en este lugar Nos hemos dicho de la Iglesia universal, debe
afirmarse también de las particulares comunidades cristianas tanto
orientales como latinas, de las que se compone la única Iglesia Católica:
por cuanto ellas son gobernadas por Jesucristo con la palabra y la potestad
del Obispo de cada una. Por lo cual los Obispos no solamente han de ser considerados
como los principales miembros de la Iglesia universal, como quienes están
ligados por un vínculo especialísimo con la Cabeza divina de
todo el Cuerpo -y por ello con razón son llamados partes principales
de los miembros del Señor[62]-, sino que, por lo que a su propia diócesis
se refiere, apacientan y rigen como verdaderos Pastores, en nombre de Cristo,
la grey que a cada uno ha sido confiada[63]; pero, haciendo esto, no son
completamente independientes, sino que están puestos bajo la autoridad
del Romano Pontífice, aunque gozan de jurisdicción ordinaria,
que el mismo Sumo Pontífice directamente les ha comunicado. Por lo
cual han de ser venerados por los fieles como sucesores de los Apóstoles
por institución divina[64], y más que a los gobernantes de
este mundo, aun los más elevados, conviene a los Obispos, adornados
como están con el crisma del Espíritu Santo, aquel dicho: No
toquéis a mis ungidos[65].
Por lo cual Nos sentimos grandísima pena cuando llega a Nuestros oídos
que no pocos de Nuestros Hermanos en el Episcopado, sólo porque son
verdaderos modelos del rebaño[66], y por defender fiel y enérgicamente,
según su deber, el sagrado depósito de la fe[67] que les fue
encomendado; sólo por mantener celosamente las leyes santísimas,
esculpidas en los ánimos de los hombres, y por defender, siguiendo
el ejemplo del supremo Pastor, la grey a ellos confiada, de los lobos rapaces,
no sólo tienen que sufrir las persecuciones y vejaciones dirigidas
contra ellos mismos, sino también -lo que para ellos suele ser más
cruel y doloroso- las levantadas contra las ovejas puestas bajo sus cuidados,
contra sus colaboradores en el apostolado, y aun contra las vírgenes
consagradas a Dios. Nos, considerando tales injurias como inferidas a Nos
mismo, repetimos las sublimes palabras de Nuestro Predecesor, de i. m., San
Gregorio Magno: Nuestro honor es el honor de la Iglesia universal; Nuestro
honor es la firme fortaleza de Nuestros hermanos; y entonces Nos sentimos
honrados de veras, cuando a cada uno de ellos no se le niega el honor que
le es debido[68].
c) por la mutua necesidad
19. Mas no por esto se vaya a pensar que la Cabeza, Cristo, al estar colocada
en tan elevado lugar, no necesita de la ayuda del Cuerpo. Porque también
de este místico Cuerpo cabe decir lo que San Pablo afirma del organismo
humano: No puede decir… la cabeza a los pies: no necesito de vosotros[69].
Es cosa evidente que los fieles necesitan del auxilio del Divino Redentor,
puesto que El mismo dijo: Sin mí nada podéis hacer[70]; y,
según el dicho del Apóstol, todo el crecimiento de este Cuerpo
en orden a su desarrollo proviene de la Cabeza, que es Cristo[71]. Pero a
la par debe afirmarse, aunque parezca completamente extraño, que Cristo
también necesita de sus miembros. En primer lugar, porque la persona
de Cristo es representada por el Sumo Pontífice, el cual, para no
sucumbir bajo la carga de su oficio pastoral, tiene que llamar a participar
de sus cuidados a otros muchos, y diariamente tiene que ser apoyado por las
oraciones de toda la Iglesia. Además, nuestro Salvador, como no gobierna
la Iglesia de un modo visible, quiere ser ayudado por los miembros de su
Cuerpo místico en el desarrollo de su misión redentora. Lo
cual no proviene de necesidad o insuficiencia por parte suya, sino más
bien porque El mismo así lo dispuso para mayor honra de su Esposa
inmaculada. Porque, mientras moría en la Cruz, concedió a su
Iglesia el inmenso tesoro de la redención, sin que ella pusiese nada
de su parte; en cambio, cuando se trata de la distribución de este
tesoro, no sólo comunica a su Esposa sin mancilla la obra de la santificación,
sino que quiere que en alguna manera provenga de ella. Misterio verdaderamente
tremendo y que jamás se meditará bastante, el que la salvación
de muchos dependa de las oraciones y voluntarias mortificaciones de los miembros
del Cuerpo místico de Jesucristo, dirigidas a este objeto, y de la
cooperación que Pastores y fieles -singularmente los padres y madres
de familia- han de ofrecer a nuestro Divino Salvador.
A las razones expuestas para probar que Cristo Nuestro Señor es Cabeza
de su Cuerpo social, hemos de añadir ahora otras tres, íntimamente
ligadas entre sí.
d) por la semejanza
20. Comencemos por la mutua conformidad que existe entre la Cabeza y el Cuerpo,
puesto que son de la misma naturaleza. Para lo cual es de notar que nuestra
naturaleza, aunque inferior a la angélica, por la bondad de Dios supera
a la de los ángeles: Porque Cristo, como dice Santo Tomás,
es la cabeza de los ángeles. Porque Cristo es superior a los ángeles,
aun en cuanto a la humanidad… Además, en cuanto hombre, ilumina a
los ángeles e influye en ellos. Pero, si se trata ya de naturalezas,
Cristo no es cabeza de los ángeles, porque no asumió la naturaleza
angélica, sino -según dice el Apóstol- la del linaje
de Abraham[72]. Y no solamente asumió Cristo nuestra naturaleza, sino
que, además, en un cuerpo frágil, pasible y mortal se ha hecho
consanguíneo nuestro. Pues si el Verbo se anonadó a sí
mismo tomando la forma de esclavo[73], lo hizo para hacer participantes de
la naturaleza divina a sus hermanos según la carne[74], tanto en este
destierro terreno por medio de la gracia santificante, cuanto en la patria
celestial por la eterna bienaventuranza. Por esto el Hijo Unigénito
del Eterno Padre quiso hacerse hombre, para que nosotros fuéramos
conformes a la imagen del Hijo de Dios[75] y nos renovásemos según
la imagen de Aquel que nos creó[76]. Por lo cual, todos los que se
glorían de llevar el nombre de cristianos, no sólo han de contemplar
a nuestro Divino Salvador como un excelso y perfectísimo modelo de
todas las virtudes, sino que, además, por el solícito cuidado
de evitar los pecados y por el más esmerado empeño en ejercitar
la virtud, han de reproducir de tal manera en sus costumbres la doctrina
y la vida de Jesucristo, que cuando apareciere el Señor sean hechos
semejantes a El en la gloria, viéndole tal como es[77].
Y así como quiere Jesucristo que todos los miembros sean semejantes
a El, así también quiere que lo sea todo el Cuerpo de la Iglesia.
Lo cual, en realidad, se consigue cuando ella, siguiendo las huellas de su
Fundador, enseña, gobierna e inmola el divino Sacrificio. Ella, además,
cuando abraza los consejos evangélicos, reproduce en sí misma
la pobreza, la obediencia y la virginidad del Redentor. Ella, por las múltiples
y variadas instituciones que son como adornos con que se embellece, muestra
en alguna manera a Cristo, ya contemplando en el monte, ya predicando a los
pueblos, ya sanando a los enfermos y convirtiendo a los pecadores, ya, finalmente,
haciendo bien a todos. No es, pues, de maravillar que la Iglesia, mientras
se halla en esta tierra, padezca persecuciones, molestias y trabajos, a ejemplo
de Cristo.
e) por la plenitud
21. Es también Cristo Cabeza de la Iglesia, porque, al sobresalir
El por la plenitud y perfección de los dones celestiales, su Cuerpo
místico recibe algo de aquella su plenitud. Porque -como notan muchos
Santos Padres- así como la cabeza de nuestro cuerpo mortal está
dotada de todos los sentidos, mientras que las demás partes de nuestro
organismo solamente poseen el sentido del tacto, así de la misma manera
todas las virtudes, todos los dones, todos los carismas que adornan a la
sociedad cristiana resplandecen perfectísimamente en su Cabeza, Cristo.
Plugo [al Padre] que habitara en El toda plenitud[78]. Brillan en El los
dones sobrenaturales que acompañan a la unión hipostática:
puesto que en El habita el Espíritu Santo con tal plenitud de gracia,
que no puede imaginarse otra mayor. A El ha sido dada potestad sobre toda
carne[79]; en El están abundantísimamente todos los tesoros
de la sabiduría y de la ciencia[80]. Y posee de tal modo la ciencia
de la visión beatífica, que tanto en amplitud como en claridad
supera a la que gozan todos los bienaventurados del Cielo. Y, finalmente,
está tan lleno de gracia y santidad, que de su plenitud inexhausta
todos participamos[81].
f) por el influjo
22. Estas palabras del discípulo predilecto de Jesús, Nos mueven
a exponer la última razón por la cual se muestra de una manera
especial que Cristo Nuestro Señor es la Cabeza de su Cuerpo místico.
Porque así como los nervios se difunden desde la cabeza a todos nuestros
miembros, dándoles la facultad de sentir y de moverse, así
nuestro Salvador derrama en su Iglesia su poder y eficacia, para que con
ella los fieles conozcan más claramente y más ávidamente
deseen las cosas divinas. De El se deriva al Cuerpo de la Iglesia toda la
luz con que los creyentes son iluminados por Dios, y toda la gracia con que
se hacen santos, como El es santo.
Cristo ilumina a toda su Iglesia; lo cual se prueba con casi innumerables
textos de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres. A Dios nadie jamás
le vio; el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, es
quien nos lo ha dado a conocer[82]. Viniendo de Dios como maestro[83], para
dar testimonio de la verdad[84], de tal manera ilustró a la primitiva
Iglesia de los Apóstoles, que el Príncipe de ellos exclamó:
¿Señor, a quién iremos? Tú tienes palabras de
vida eterna[85]; de tal manera asistió a los Evangelistas desde el
cielo, que escribieron, como miembros de Cristo, lo que conocieron como dictándoles
la Cabeza[86]. Y aun hoy día es para nosotros, que moramos en este
destierro, autor de nuestra fe, como será un día su consumador
en la patria celestial[87]. El infunde en los fieles la luz de la fe: El
enriquece con los dones sobrenaturales de ciencia, inteligencia y sabiduría
a los Pastores y a los Doctores, y principalmente a su Vicario en la tierra,
para que conserven fielmente el tesoro de la fe, lo defiendan con valentía,
lo expliquen y corroboren piadosa y diligentemente; El, por fin, aunque invisible,
preside e ilumina a los Concilios de la Iglesia[88].
23. Cristo es autor y causa de santidad. Porque no puede obrarse ningún
acto saludable que no proceda de El como de fuente sobrenatural. Sin mí,
nada podéis hacer[89]. Cuando por los pecados cometidos nos movemos
a dolor y penitencia, cuando con temor filial y con esperanza nos convertimos
a Dios, siempre procedemos movidos por El. La gracia y la gloria proceden
de su inexhausta plenitud. Todos los miembros de su Cuerpo místico
y, sobre todo, los más importantes reciben del Salvador dones constantes
de consejo, fortaleza, temor y piedad, a fin de que todo el cuerpo aumente
cada día más en integridad y en santidad de vida. Y cuando
los Sacramentos de la Iglesia se administran con rito externo, El es quien
produce el efecto interior en las almas[90]. Y, asimismo, El es quien, alimentando
a los redimidos con su propia carne y sangre, apacigua los desordenados y
turbulentos movimientos del alma; El es el que aumenta las gracias y prepara
la gloria a las almas y a los cuerpos. Y estos tesoros de su divina bondad
los distribuye a los miembros de su Cuerpo místico, no sólo
por el hecho de que los implora como hostia eucarística en la tierra
y glorificada en el Cielo, mostrando sus llagas y elevando oraciones al Eterno
Padre, sino también porque escoge, determina y distribuye para cada
uno las gracias peculiares, según la medida de la donación
de Cristo[91]. De donde se sigue que, recibiendo fuerza del Divino Redentor,
como de manantial primario, todo el cuerpo trabajo y concertado entre sí
recibe por todos los vasos y conductos de comunicación, según
la medida correspondiente a cada miembro, el aumento propio del cuerpo, para
su perfección, mediante la caridad[92].
CRISTO, "SUSTENTADOR" DEL CUERPO
23. Lo que acabamos de exponer, Venerables Hermanos, explanando breve y concisamente
la manera cómo quiere Cristo Nuestro Señor que de su divina
plenitud afluyan sus abundantes dones a toda la Iglesia, para que ésta
se le asemeje cuanto es posible, sirve no poco para explicar la tercera razón
que demuestra cómo el Cuerpo social de la Iglesia se honra con el
nombre de Cristo: la cual consiste en el hecho de que nuestro Redentor mismo
sustenta con divino poder la sociedad por El fundada.
Como sutil y agudamente advierte Belarmino[93], tal denominación Cuerpo
de Cristo no solamente proviene de que Cristo debe ser considerado Cabeza
de su Cuerpo místico, sino también de que de tal modo sustenta
a su Iglesia, y en cierta manera vive en ella, que ésta subsiste casi
como un segundo Cristo. Y así lo afirma el Doctor de las Gentes escribiendo
a los Corintios, cuando sin más aditamento llama Cristo a la Iglesia[94],
imitando en ello al Divino Maestro que a él mismo, cuando perseguía
a la Iglesia, le habló de esta manera: Saulo, Saulo, ¿por qué
me persigues?[95]. Más aún, si creemos al Niseno, el Apóstol
con frecuencia llama Cristo a la Iglesia[96]; y no ignoráis, Venerables
Hermanos, aquella frase de San Agustín: Cristo predica a Cristo[97].
a) por su misión jurídica
Sin embargo, tan excelso nombre no se ha de entender como si aquel vínculo
inefable, por el que el Hijo de Dios asumió una concreta naturaleza
humana, se hubiera de extender a la Iglesia universal; sino que significa
cómo nuestro Salvador de tal manera comunica a su Iglesia los bienes
que le son propios, que la Iglesia, en todos los órdenes de su vida,
tanto visible como invisible, reproduce en sí lo más perfectamente
posible la imagen de Cristo. Porque por la misión jurídica,
con la que el Divino Redentor envió a los Apóstoles al mundo,
como El mismo había sido enviado por el Padre[98], El es quien por
la Iglesia bautiza, enseña, gobierna, desata, liga, ofrece, sacrifica.
b) por su Espíritu
25. Y por aquel don más elevado, interior y verdaderamente sublime,
de que arriba hablamos, describiendo cómo influye la Cabeza en los
miembros, Cristo Nuestro Señor hace que la Iglesia viva de su misma
vida divina, da vida a todo el Cuerpo con su virtud infinita, y alimenta
y sustenta a cada uno de los miembros, según el lugar que en el Cuerpo
ocupan, como la vid, si a ella están unidos, nutre sus sarmientos
y hace que fructifiquen[99].
Y si consideramos atentamente este principio de vida y de virtud dado por
Cristo, en cuanto constituye la fuente misma de todo don y de toda gracia
creada, entenderemos fácilmente que no es otro sino el Espíritu
Santo, que procede del Padre y del Hijo, y que de una manera peculiar se
llama Espíritu de Cristo o Espíritu del Hijo[100]. Por obra
de este Espíritu de gracia y de verdad el Hijo de Dios adornó
su alma en el seno inmaculado de la Virgen; este Espíritu tiene sus
delicias en habitar en el alma bienaventurada del Redentor como en su amadísimo
templo; este Espíritu nos lo mereció Cristo con su sangre derramada
en la Cruz; este Espíritu, finalmente, alentado sobre sus Apóstoles,
lo concedió a la Iglesia para la remisión de los pecados[101];
y, mientras sólo Cristo recibió este Espíritu sin medida[102],
a los miembros de su Cuerpo místico se les da, de la plenitud de Cristo,
sólo en la medida de la donación del mismo Cristo[103]. Y después
que Cristo fue glorificado en la Cruz, su Espíritu se comunica a la
Iglesia con una efusión abundantísima, a fin de que Ella y
cada uno de sus miembros se asemejen cada día más a nuestro
Divino Salvador. El Espíritu de Cristo es el que nos hizo hijos adoptivos
de Dios[104], para que algún día todos nosotros, contemplando
a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, nos transformemos
en la misma imagen de gloria en gloria[105].
c) porque es el alma del Cuerpo místico
26. A este Espíritu de Cristo, como a principio invisible, ha de atribuirse
también el que todas las partes estén íntimamente unidas,
tanto entre sí, como con su excelsa Cabeza, estando como está
todo en la Cabeza, todo en el Cuerpo, todo en cada uno de los miembros: en
los cuales está presente, asistiéndoles de muchas maneras y
según sus diversos cargos y oficios, según el mayor o menor
grado de perfección espiritual de que gozan. El, con su celestial
hálito de vida, ha de ser considerado como el principio de toda acción
vital y saludable en todas las partes del Cuerpo místico. El, aunque
se halle presente por sí mismo en todos los miembros y en ellos obre
con su divino influjo, se sirve del ministerio de los superiores para actuar
en los inferiores. El, finalmente, mientras engendra cada día nuevos
miembros a la Iglesia con la acción de su gracia, rehusa habitar con
la gracia santificante en los miembros totalmente separados del Cuerpo. Presencia
y operación del Espíritu de Cristo, que significó breve
y concisamente Nuestro sapientísimo Predecesor León XIII, de
i. m., en su encíclica Divinum illud, con estas palabras: Baste saber
que mientras Cristo es la Cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo
es su alma[106].
Pero si consideramos esta virtud y fuerza vital, con la que toda la comunidad
cristiana es sustentada por su Fundador, no ya en sí misma, sino en
los efectos creados que de ella nacen, veremos que consiste en los dones
celestiales que nuestro Redentor concede a la Iglesia juntamente con su Espíritu
y produce a una con este mismo dador de la luz sobrenatural y autor de la
santidad. Así que la Iglesia, lo mismo que todos sus santos miembros,
pueden hacer suya esta sublime frase del Apóstol: Y yo vivo, o más
bien no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí[107].
CRISTO, "SALVADOR" DEL CUERPO
27. Nuestra exposición en torno a la Cabeza mística[108] quedaría
incompleta, si no tratáramos, siquiera brevemente, de aquel texto
del Apóstol: Cristo es la Cabeza de la Iglesia: El es el Salvador
de su Cuerpo[109]. Porque con estas palabras se indica su última razón
por la que el Cuerpo de la Iglesia se honra con el nombre de Cristo, a saber:
que Cristo es el Salvador divino de este Cuerpo. El, con toda justicia, fue
llamado por los samaritanos Salvador del mundo[110]; más aún,
sin ninguna vacilación debe ser llamado Salvador de todos, aunque
con San Pablo hay que añadir: mayormente de los fieles[111]. Es decir,
que con preferencia sobre los demás adquirió con su sangre
aquellos sus miembros que constituyen la Iglesia[112]. Pero, habiendo expuesto
ya estas cosas cuando anteriormente hemos tratado del nacimiento de la Iglesia
en la Cruz, de Cristo dador de la luz y causa de la santidad y de él
mismo como sustentador de su Cuerpo místico, no hay por qué
las explanemos más largamente, sino más bien meditémoslas
con ánimo humilde y atento, dando gracias incesantes a Dios. Y lo
que nuestro Salvador incoó un día, cuando estaba pendiente
de la Cruz, no deja de hacerlo constantemente y sin interrupción en
la patria bienaventurada: Nuestra Cabeza -dice San Agustín- intercede
por nosotros: a unos miembros los recibe, a otros los azota, a unos los limpia,
a otros los consuela, a otros los crea, a otros los llama, a otros los vuelve
a llamar, a otros los corrige, a otros los reintegra[113]. Y a Cristo debemos
prestar ayuda en esta obra salvadora todos nosotros, pues de uno mismo y
por uno mismo recibimos la salvación y la damos[114].
LA IGLESIA, CUERPO "MÍSTICO" DE CRISTO
Porque mientras en un cuerpo natural el principio de unidad traba las partes,
de suerte que éstas se ven privadas de la subsistencia propia, en
el Cuerpo místico, por lo contrario, la fuerza que opera la recíproca
unión, aunque íntima, junta entre sí los miembros de
tal modo que cada uno disfruta plenamente de su propia personalidad. Añádase
a esto que, si consideramos las mutuas relaciones entre el todo y los diversos
miembros, en todo cuerpo físico vivo todos los miembros tienen como
fin supremo solamente el provecho de todo el conjunto, mientras que todo
organismo social de hombres, si se atiende a su fin último, está
ordenado en definitiva al bien de todos y cada uno de los miembros, dada
su cualidad de personas. Así que -volviendo a nuestro asunto- como
el Hijo del Eterno Padre bajó del Cielo para la salvación perdurable
de todos nosotros, del mismo modo fundó y enriqueció con el
Espíritu divino al Cuerpo de la Iglesia para procurar y obtener la
felicidad de las almas inmortales, conforme a aquello del Apóstol:
Todo es vuestro y vosotros sois de Cristo; y Cristo es de Dios[115]. Porque
la Iglesia, fundada para el bien de los fieles, tiene como destino la gloria
de Dios y del que El envió, Jesucristo.
28. Pasemos ya, Venerables Hermanos, a explicar y poner en su luz cómo
ha de ser llamado místico el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.
Este calificativo, empleado ya por muchos escritores de la Edad Antigua,
se ve confirmado por no pocos documentos de Sumos Pontífices. Y no
hay sólo un motivo para usar aquel término, pues por una parte
él hace que el cuerpo social de la Iglesia, cuya Cabeza y rector es
Cristo, se pueda distinguir de su Cuerpo físico, que, nacido de la
Virgen Madre de Dios, está sentado ahora a la diestra del Padre y
se oculta bajo los velos eucarísticos; y por otra parte, hace que se
le pueda distinguir -cosa importante, dados los errores modernos- de todo
cuerpo natural, físico o moral. 15. En segundo lugar, se prueba que
este Cuerpo místico, que es la Iglesia, lleva el nombre de Cristo,
por el hecho de que El ha de ser considerado como su Cabeza. El -dice San
Pablo- es la Cabeza del Cuerpo de la Iglesia[43]. El es la cabeza, partiendo
de la cual todo el Cuerpo, dispuesto con debido orden, crece y se aumenta,
para su propia edificación[44].
Bien conocéis, Venerables Hermanos, con cuán convincentes
argumentos han tratado de este asunto los Maestros de la Teología
Escolástica, y principalmente el Angélico y común Doctor;
y sabéis perfectamente que los argumentos por él aducidos responden
fielmente a las razones alegadas por los Santos Padres, los cuales, por lo
demás, no hicieron otra cosa que referir y con sus comentarios explicar
la doctrina de la Sagrada Escritura.
a) por razón de excelencia 11. Hasta aquí hemos visto, Venerables
Hermanos, que de tal manera está constituida la Iglesia, que puede
compararse a un cuerpo; resta que expongamos ahora clara y cuidadosamente
por qué hay que llamarla no un cuerpo cualquiera, sino el Cuerpo de
Jesucristo. Lo cual se deduce del hecho de que Nuestro Señor es el
Fundador, la Cabeza, el Sustentador y el Salvador de este Cuerpo místico.
10. Pero entre los miembros de la Iglesia sólo se han de contar de
hecho los que recibieron las aguas regeneradoras del Bautismo, y, profesando
la verdadera fe, no se hayan separado, miserablemente, ellos mismos, de la
contextura del Cuerpo, ni hayan sido apartados de él por la legítima
autoridad a causa de gravísimas culpas. Porque todos nosotros -dice
el Apóstol- somos bautizados en un mismo Espíritu para formar
un solo Cuerpo, ya seamos judíos, ya gentiles, ya esclavos, ya libres[17].
Así que, como en la verdadera congregación de los fieles existe
un solo Cuerpo, un solo Espíritu, un solo Señor y un solo Bautismo,
así no puede haber sino una sola fe[18]; y, por lo tanto, quien rehusare
oír a la Iglesia, según el mandato del Señor, ha de
ser tenido por gentil y publicano[19]. Por lo cual, los que están
separados entre sí por la fe o por la autoridad, no pueden vivir en
este único Cuerpo, ni tampoco, por lo tanto, de este su único
Espíritu.
29. Y si comparamos el Cuerpo místico con el moral, entonces observaremos
que la diferencia existente entre ambos no es pequeña, sino de suma
importancia y trascendencia. Porque en el cuerpo que llamamos moral el principio
de unidad no es sino el fin común y la cooperación común
de todos a un mismo fin por medio de la autoridad social; mientras que en
el Cuerpo místico, de que tratamos, a esta cooperación se añade
otro principio interno que, existiendo de hecho y actuando en toda la contextura
y en cada una de sus partes, es de tal excelencia que por sí mismo
sobrepuja inmensamente a todos los vínculos de unidad que sirven para
la trabazón del cuerpo físico o moral. Es éste, como
dijimos arriba, un principio no de orden natural, sino sobrenatural, más
aún, absolutamente infinito e increado en sí mismo, a saber,
el Espíritu divino, quien, como dice el Angélico, siendo uno
y el mismo numéricamente, llena y une a toda la Iglesia[116].
El justo sentido de esta palabra nos recuerda, según eso, cómo
la Iglesia, que ha de ser tenida por una sociedad perfecta en su género,
no se compone sólo de elementos y constitutivos sociales y jurídicos.
Es ella muy superior a todas las demás sociedades humanas[117], a
las cuales supera como la gracia sobrepasa a la naturaleza y como lo inmortal
aventaja a todas las cosas perecederas[118]. Y no es que se haya de menospreciar
ni tener en poco a estas otras comunidades, y, sobre todo, a la sociedad
civil; sin embargo, no está toda la Iglesia en el orden de estas cosas,
como no está todo el hombre en la contextura material de nuestro cuerpo
mortal[119]. Pues, aunque las relaciones jurídicas, en las que también
estriba y se establece la Iglesia, proceden de la constitución divina
dada por Cristo y contribuyen al logro del fin supremo, con todo, lo que
eleva a la sociedad cristiana a un grado que está por encima de todos
los órdenes de la naturaleza es el Espíritu de nuestro Redentor,
que, como manantial de todas las gracias, dones y carismas, llena constante
e íntimamente a la Iglesia y obra en ella. Porque, así como
el organismo de nuestro cuerpo mortal, aun siendo obra maravillosa del Creador,
dista muchísimo de la excelsa dignidad de nuestra alma, así
la estructura de la sociedad cristiana, aunque está pregonando la
sabiduría de su divino Arquitecto, es, sin embargo, una cosa de orden
inferior si se la compara ya con los dones espirituales que la engalanan
y vivifican, ya con su manantial divino.
LA IGLESIA JURÍDICA Y LA IGLESIA DE CARIDAD
30. De cuanto venimos escribiendo y explicando, Venerables Hermanos, se deduce
absolutamente el grave error de los que a su arbitrio se forjan una Iglesia
latente e invisible, así como el de los que la tienen por una institución
humana dotada de una cierta norma de disciplina y de ritos externos, pero
sin la comunicación de una vida sobrenatural[120]. Por lo contrario,
a la manera que Cristo, Cabeza y dechado de la Iglesia, no es comprendido
íntegramente, si en El se considera sólo la naturaleza humana
visible… o sola la divina e invisible naturaleza… sino que es uno solo con
ambas y en ambas naturalezas…; así también acontece en su Cuerpo
místico[121], toda vez que el Verbo de Dios asumió una naturaleza
humana pasible para que el hombre, una vez fundada una sociedad visible y
consagrada con sangre divina, fuera llevado por un gobierno visible a las
cosas invisibles[122].
Por lo cual lamentamos y reprobamos asimismo el funesto error de los que
sueñan con una Iglesia ideal, a manera de sociedad alimentada y formada
por la caridad, a la que -no sin desdén- oponen otra que llaman jurídica.
Pero se engañan al introducir semejante distinción; pues no
entienden que el Divino Redentor por este mismo motivo quiso que la comunidad
por El fundada fuera una sociedad perfecta en su género y dotada de
todos los elementos jurídicos y sociales: para perpetuar en este mundo
la obra divina de la redención[123]. Y para lograr este mismo fin,
procuró que estuviera enriquecida con celestiales dones y gracias
por el Espíritu Paráclito. El Eterno Padre la quiso, ciertamente,
como reino del Hijo de su amor[124]; pero un verdadero reino, en el que todos
sus fieles le rindiesen pleno homenaje de su entendimiento y voluntad[125],
y con ánimo humilde y obediente se asemejasen a Aquel que por nosotros
se hizo obediente hasta la muerte[126]. No puede haber, por consiguiente,
ninguna verdadera oposición o pugna entre la misión invisible
del Espíritu Santo y el oficio jurídico que los Pastores y
Doctores han recibido de Cristo; pues estas dos realidades -como en nosotros
el cuerpo y el alma- se completan y perfeccionan mutuamente y proceden del
mismo Salvador nuestro, quien no sólo dijo al infundir el soplo divino:
Recibid el Espíritu Santo[127], sino también imperó
con expresión clara: Como me envió el Padre, así os
envío yo[128]; y asimismo: El que a vosotros oye, a Mí me oye[129].
Y si en la Iglesia se descubre algo que arguye la debilidad de nuestra condición
humana, ello no debe atribuirse a su constitución jurídica,
sino más bien a la deplorable inclinación de los individuos
al mal; inclinación, que su Divino Fundador permite aun en los más
altos miembros del Cuerpo místico, para que se pruebe la virtud de
las ovejas y de los Pastores y para que en todos aumenten los méritos
de la fe cristiana. Porque Cristo, como dijimos arriba, no quiso excluir
a los pecadores de la sociedad por El formada; si, por lo tanto, algunos
miembros están aquejados de enfermedades espirituales, no por ello
hay razón para disminuir nuestro amor a la Iglesia, sino más
bien para aumentar nuestra compasión hacia sus miembros.
Y, ciertamente, esta piadosa Madre brilla sin mancha alguna en los sacramentos,
con los que engendra y alimenta a sus hijos; en la fe, que en todo tiempo
conserva incontaminada; en las santísimas leyes, con que a todos manda
y en los consejos evangélicos, con que amonesta; y, finalmente, en
los celestiales dones y carismas con los que, inagotable en su fecundidad[130],
da a luz incontables ejércitos de mártires, vírgenes
y confesores. Y no se le puede imputar a ella si algunos de sus miembros
yacen postrados, enfermos o heridos, en cuyo nombre pide ella a Dios todos
los días: Perdónanos nuestras deudas, y a cuyo cuidado espiritual
se aplica sin descanso con ánimo maternal y esforzado.
De modo que, cuando llamamos místico al Cuerpo de Jesucristo, el mismo
significado de la palabra nos amonesta gravemente, amonestación que
en cierta manera resuena en aquellas palabras de San León: Conoce,
oh cristiano, tu dignidad, y, una vez hecho participante de la naturaleza
divina, no quieras volver a la antigua vileza con tu conducta degenerada.
Acuérdate de qué Cabeza y de qué Cuerpo eres miembro[131].
II. UNIÓN DE LOS FIELES CON CRISTO
31. Plácenos ahora, Venerables Hermanos, tratar muy de propósito
de nuestra unión con Cristo en el Cuerpo de la Iglesia, que si -como
con toda razón afirma San Agustín[132]- es cosa grande, misteriosa
y divina, por eso mismo sucede con frecuencia que algunos la entienden y
explican desacertadamente. Y, ante todo, es evidente que se trata de una
misión estrechísima. Y así es como, en la Sagrada Escritura,
se la coteja con el vínculo del santo matrimonio y se la compara con
la unidad vital de los sarmientos y la vida y la del organismo de nuestro
cuerpo[133]; y en los mismos libros inspirados se la presenta tan íntima
que antiquísimos documentos, constantemente transmitidos por los Santos
Padres y fundados en aquello del Apóstol: El mismo [Cristo] es la
cabeza de la Iglesia[134], enseñan que el Redentor divino constituye
con su Cuerpo social una sola persona mística, o, como dice San Agustín,
el Cristo íntegro[135]. Más aún, nuestro mismo Salvador,
en su oración sacerdotal, no dudó en comparar esta unión
con aquella admirable unidad por la que el Hijo está en el Padre y
el Padre en el Hijo[136].
VÍNCULOS JURÍDICOS Y SOCIALES
Nuestra trabazón en Cristo y con Cristo consiste, en primer lugar,
en que, siendo la muchedumbre cristiana por voluntad de su Fundador un Cuerpo
social y perfecto, ha de haber una unión de todos sus miembros por
lo mismo que todos tienden a un mismo fin. Y cuanto más noble es el
fin que persigue esta unión y más divina la fuente de que brota,
tanto más excelente será sin duda su unidad. Ahora bien; el
fin es altísimo: la continua santificación de los miembros
del mismo Cuerpo para gloria de Dios y del Cordero que fue sacrificado[137].
Y la fuente es divinísima, a saber: no sólo el beneplácito
del Eterno Padre y la solícita voluntad de nuestro Salvador, sino
también el interno soplo e impulso del Espíritu Santo en nuestras
mentes y en nuestras almas. Porque si ni siquiera un mínimo acto que
lleve a la salvación puede ser realizado sino en virtud del Espíritu
Santo, ¿cómo podrán tender innumerables muchedumbres
de todas las naciones y pueblos de común acuerdo a la mayor gloria
de Dios trino y uno, sino por virtud de Aquel que procede del Padre y del
Hijo por un solo y eterno hálito de amor?
Por otra parte, debiendo ser este Cuerpo social de Cristo, como dijimos arriba,
visible por voluntad de su Fundador, es menester que semejante unión
de todos los miembros se manifieste también exteriormente, ya en la
profesión de una misma fe, ya en la comunicación de unos mismos
sacramentos, así en la participación de un mismo sacrificio
como, finalmente, en la activa observancia de unas mismas leyes. Y, además,
es absolutamente necesario que esté visible a los ojos de todos la
Cabeza suprema que guíe eficazmente, para obtener el fin que se pretende,
la mutua cooperación de todos: Nos referimos al Vicario de Jesucristo
en la tierra. Porque así como el Divino Redentor envió el Espíritu
Paráclito de verdad para que, haciendo sus veces[138], asumiera el
gobierno invisible de la Iglesia, así también encargó
a Pedro y a sus Sucesores que, haciendo sus veces en la tierra, desempeñaran
también el régimen visible de la sociedad cristiana.
VIRTUDES TEOLOGALES
32. A estos vínculos jurídicos, que ya por sí solos
bastan para superar a todos los otros vínculos de cualquiera sociedad
humana por elevada que sea, es necesario añadir otro motivo de unidad
por razón de aquellas tres virtudes que tan estrechamente nos juntan
uno a otro y con Dios, a saber: la fe, la esperanza y la caridad cristiana.
Pues, como enseña el Apóstol, uno es el Señor, una la
fe[139], es decir, la fe con la que nos adherimos a un solo Dios y al que
él envió, Jesucristo[140]. Y cuán íntimamente
nos une esta fe con Dios, nos lo enseñan las palabras del discípulo
predilecto de Jesús: Quienquiera que confesare que Jesús es
el Hijo de Dios, Dios está en él y él en Dios[141].
Y no es menos lo que esta fe cristiana nos une mutuamente y con la divina
Cabeza. Porque cuantos somos creyentes, teniendo… el mismo espíritu
de fe[142], nos alumbramos con la misma luz de Cristo, nos alimentamos con
el mismo manjar de Cristo y somos gobernados por la misma autoridad y magisterio
de Cristo. Y si en todos florece el mismo espíritu de fe, vivimos
todos también la misma vida en la fe del Hijo de Dios, que nos amó
y se entregó por nosotros[143]; y Cristo, Cabeza nuestra, acogido
por nosotros y morando en nuestros corazones por la fe viva[144], así
como es el autor de nuestra fe, así también será su
consumador[145].
Si por la fe nos adherimos a Dios en esta tierra como a fuente de verdad,
por la virtud de la esperanza cristiana lo deseamos como a manantial de felicidad,
aguardando la bienaventurada esperanza y la venida gloriosa del gran Dios[146].
Y por aquel anhelo común del Reino celestial, que nos hace renunciar
aquí a una ciudadanía permanente para buscar la futura[147]
y aspirar a la gloria celestial, no dudó el Apóstol de las
Gentes en decir: Un Cuerpo y un Espíritu, como habéis sido
llamados a una misma esperanza de vuestra vocación[148]; más
aún, Cristo reside en nosotros como esperanza de gloria[149].
33. Pero si los lazos de la fe y esperanza que nos unen a nuestro Divino
Redentor en su Cuerpo místico son de gran firmeza e importancia, no
son de menor valor y eficacia los vínculo de la caridad. Porque si,
aun en las cosas naturales, el amor, que engendra la verdadera amistad, es
de lo más excelente, ¿qué diremos de aquel amor celestial
que el mismo Dios infunde en nuestras almas? Dios es caridad: y quien permanece
en la caridad, permanece en Dios y Dios en él[150]. En virtud, por
decirlo así, de una ley establecida por Dios, esta caridad hace que
al amarle nosotros le hagamos descender amoroso, conforme a aquello: Si alguno
me ama…, mi Padre le amará, y vendremos a él y pondremos en
él nuestra morada[151]. La caridad, por consiguiente, es la virtud
que -más estrechamente que toda otra virtud- nos une con Cristo, en
cuyo celestial amor abrasados tantos hijos de la Iglesia se alegraron al
sufrir injurias por El y soportarlo y superarlo todo, aun lo más arduo,
hasta el último aliento y hasta derramar su sangre. Por lo cual nuestro
Divino Salvador nos exhorta encarecidamente con estas palabras: Permaneced
en mi amor. Y como quiera que la caridad es una cosa estéril y completamente
vana si no se manifiesta y actúa en las buenas obras, por eso añadió
en seguida: Si observáis mis preceptos, permaneceréis en mi
amor, como yo mismo he observado los preceptos de mi Padre y permanezco en
su amor[152].
Pero es menester que a este amor a Dios y a Cristo corresponda la caridad
para con el prójimo. Porque ¿cómo podremos asegurar
que amamos a nuestro Divino Redentor, si odiamos a los que él redimió
con su preciosa sangre para hacerlos miembros de su Cuerpo místico?
Por eso el Apóstol predilecto de Cristo nos amonesta así: Si
alguno dijere que ama a Dios mientras odia a su hermano, es mentiroso. Porque
quien no ama a su hermano, a quien tiene ante los ojos, ¿cómo
puede amar a Dios, a quien no ve? Y este mandato hemos recibido de Dios:
que quien ame a Dios, ame también a su hermano[153]. Más aún:
se debe afirmar que estaremos tanto más unidos con Dios y con Cristo,
cuanto más seamos miembros uno de otro[154] y más solícitos
recíprocamente[155]; como, por otra parte, tanto más unidos
y estrechados estaremos por la caridad cuanto más encendido sea el
amor que nos junte a Dios y a nuestra divina Cabeza.
34. Ya antes del principio del mundo el Unigénito Hijo de Dios nos
abrazó con su eterno e infinito conocimiento y con su amor perpetuo.
Y, para manifestarnos éste de un modo visible y admirable, unió
a sí nuestra naturaleza con unión hipostática, en virtud
de la cual -advierte San Máximo de Turín con candorosa sencillez-:
en Cristo nos ama nuestra carne[156].
Mas aquel amorosísimo conocimiento, que desde el primer momento de
su Encarnación tuvo de nosotros el Redentor divino, está por
encima de todo el alcance escrutador de la mente humana, porque, en virtud
de aquella visión beatífica de que disfrutó, apenas
recibido en el seno de la madre divina, tiene siempre y continuamente presentes
a todos los miembros del Cuerpo místico y los abraza con su amor salvífico.
¡Oh admirable dignación de la piedad divina para con nosotros!
¡Oh inapreciable orden de la caridad infinita! En el pesebre, en la
Cruz, en la gloria eterna del Padre, Cristo ve ante sus ojos y tiene a sí
unidos a todos los miembros de la Iglesia con mucha más claridad y
mucho más amor que una madre conoce y ama al hijo que lleva en su
regazo, que cualquiera se conoce y ama a sí mismo.
Por lo dicho se ve fácilmente, Venerables Hermanos, por qué
escribe tantas veces San Pablo que Cristo está en nosotros y nosotros
en Cristo. Ello ciertamente se confirma con una razón más profunda.
Porque, como expusimos antes con suficiente amplitud, Cristo está
en nosotros por su Espíritu, el cual nos comunica, y por el que de
tal suerte obra en nosotros, que todas las cosas divinas, llevadas a cabo
por el Espíritu Santo en las almas, se han de decir también
realizadas por Cristo[157]. Si alguien no tiene el Espíritu de Cristo
-dice el Apóstol-, no es de El; pero si Cristo está en vosotros…,
el espíritu vive en virtud de la justificación[158].
Esta misma comunicación del Espíritu de Cristo hace que, al
derivarse a todos los miembros de la Iglesia todos los dones, virtudes y
carismas que con la máxima excelencia, abundancia y eficacia encierra
la Cabeza, y al perfeccionarse en ellos día por día según
el sitio que ocupan en el Cuerpo místico de Jesucristo, la Iglesia
viene a ser como la plenitud y el complemento del Redentor; y Cristo viene
en cierto modo a completarse del todo en la Iglesia[159]. Con las cuales
palabras hemos tocado la misma razón por la cual, según la
ya indicada doctrina de San Agustín, la Cabeza mística, que
es Cristo, y la Iglesia, que en esta tierra hace sus veces, como un segundo
Cristo, constituyen un solo hombre nuevo, en el que se juntan cielo y tierra
para perpetuar la obra salvífica de la Cruz; este hombre nuevo es
Cristo, Cabeza y Cuerpo, el Cristo íntegro.
35. No ignoramos, ciertamente, que para la inteligencia y explicación
de esta recóndita doctrina -que se refiere a nuestra unión
con el Divino Redentor y de modo especial a la inhabitación del Espíritu
Santo en nuestras almas- se interponen muchos velos, en los que la misma
doctrina queda como envuelta por cierta oscuridad, supuesta la debilidad
de nuestra mente. Pero sabemos que de la recta y asidua investigación
de esta cuestión, así como del contraste de las diversas opiniones
y de la coincidencia de pareceres, cuando el amor de la verdad y el rendimiento
debido a la Iglesia guían el estudio, brotan y se desprenden preciosos
rayos con los que se logra un adelanto real también en estas disciplinas
sagradas. No censuramos, por lo tanto, a los que usan diversos métodos
para penetrar e ilustrar en lo posible tan profundo misterio de nuestra admirable
unión con Cristo. Pero todos tengan por norma general e inconcusa,
si no quieren apartarse de la genuina doctrina y del verdadero magisterio
de la Iglesia, la siguiente: han de rechazar, tratándose de esta unión
mística, toda forma que haga a los fieles traspasar de cualquier modo
el orden de las cosas creadas e invadir erróneamente lo divino, sin
que ni un solo atributo, propio del sempiterno Dios, pueda atribuírsele
como propio. Y, además, sostengan firmemente y con toda certeza que
en estas cosas todo es común a la Santísima Trinidad, puesto
que todo se refiere a Dios como a suprema cosa eficiente.
También es necesario que adviertan que aquí se trata de un
misterio oculto, el cual, mientras estemos en este destierro terrenal, de
ningún modo se podrá penetrar con plena claridad ni expresarse
con lengua humana. Se dice que las divinas Personas habitan en cuanto que,
estando presentes de una manera inescrutable en las almas creadas dotadas
de entendimiento, entran en relación con ellas por el conocimiento
y el amor[160], aunque completamente íntimo y singular, absolutamente
sobrenatural. Para aproximarnos un tanto a comprender esto hemos de usar
el método que el Concilio Vaticano[161] recomienda mucho en estas
materias: esto es, que si se procura obtener luz para conocer un tanto los
arcanos de Dios, se consigue comparando los mismos entre sí y con
el fin último al que están enderezados. Oportunamente, según
eso, al hablar Nuestro sapientísimo Antecesor León XIII, de
f. m., de esta nuestra unión con Cristo y del divino Paráclito
que en nosotros habita, tiende sus ojos a aquella visión beatífica
por la que esta misma trabazón mística obtendrá algún
día en los cielos su cumplimiento y perfección, y dice: Esta
admirable unión, que propiamente se llama inhabitación, y que
sólo en la condición o estado [viadores, en la tierra], mas
no en la esencia, se diferencia de aquella con que Dios abraza a los del
cielo, beatificándolos[162]. Con la cual visión será
posible, de una manera absolutamente inefable, contemplar al Padre, al Hijo
y al Espíritu Santo con los ojos de la mente, elevados por luz superior;
asistir de cerca por toda la eternidad a las procesiones de las personas
divinas y ser feliz con un gozo muy semejante al que hace feliz a la santísima
e indivisa Trinidad.
Lo que llevamos expuesto de esta estrechísima unión del Cuerpo
místico de Jesucristo con su Cabeza, Nos parecería incompleto
si no añadiéramos aquí algo cuando menos acerca de la
Santísima Eucaristía, que lleva esta unión como a su
cumbre en esta vida mortal.
36. Cristo nuestro Señor quiso que esta admirable y nunca bastante
alabada unión, por la que nos juntamos entre nosotros y con nuestra
divina Cabeza, se manifestara a los fieles de un modo singular por medio
del Sacrificio Eucarístico. Porque en él los ministros sagrados
hacen las veces no sólo de nuestro Salvador, sino también del
Cuerpo místico y de cada uno de los fieles; y en él también
los mismos fieles reunidos en comunes deseos y oraciones, ofrecen al Eterno
Padre por las manos del sacerdote el Cordero sin mancilla hecho presente
en el altar a la sola voz del mismo sacerdote, como hostia agradabilísima
de alabanza y propiciación por las necesidades de toda la Iglesia.
Y así como el Divino Redentor, al morir en la Cruz, se ofreció,
a sí mismo, al Eterno Padre como Cabeza de todo el género humano,
así también en esta oblación pura[163] no solamente
se ofrece al Padre Celestial como Cabeza de la Iglesia, sino que ofrece en
sí mismo a sus miembros místicos, ya que a todos ellos, aun
a los más débiles y enfermos, los incluye amorosísimamente
en su Corazón.
El sacramento de la Eucaristía, además de ser una imagen viva
y admirabilísima de la unidad de la Iglesia -puesto que el pan que
se consagra se compone de muchos granos que se juntan, para formar una sola
cosa[164]- nos da al mismo autor de la gracia sobrenatural, para que tomemos
de él aquel Espíritu de caridad que nos haga vivir no ya nuestra
vida, sino la de Cristo y amar al mismo Redentor en todos los miembros de
su Cuerpo social.
Si, pues, en las tristísimas circunstancias que hoy nos acongojan
son muy numerosos los que tienen tal devoción a Cristo Nuestro Señor,
oculto bajo los velos eucarísticos, que ni la tribulación,
ni la angustia, ni el hambre, ni la desnudez, ni el peligro, ni la persecución,
ni la espada los pueden separar de su caridad[165], ciertamente en este caso
la sagrada Comunión, que no sin designio de la divina Providencia
ha vuelto a recibirse en estos últimos tiempos con mayor frecuencia,
ya desde la niñez, llegará a ser fuente de la fortaleza que
no rara vez suscita y forja verdaderos héroes cristianos.
III. EXHORTACIÓN PASTORAL
37. Esto es, Venerables Hermanos, lo que piadosa y rectamente entendido y
diligentemente mantenido por los fieles, les podrá librar más
fácilmente de aquellos errores que provienen de haber emprendido algunos
arbitrariamente el estudio de esta difícil cuestión no sin
gran riesgo de la fe católica y perturbación de los ánimos.
Porque no faltan quienes -no advirtiendo bastante que el apóstol Pablo
habló de esta materia sólo metafóricamente, y no distinguiendo
suficientemente, como conviene, los significados propios y peculiares de
cuerpo físico, moral y místico-, fingen una unidad falsa y
equivocada, juntando y reuniendo en una misma persona física al Divino
Redentor con los miembros de la Iglesia y, mientras atribuyen a los hombres
propiedades divinas, hacen a Cristo nuestro Señor sujeto a los errores
y a las debilidades humanas. Esta doctrina falaz, en pugna completa con la
fe católica y con los preceptos de los Santos Padres, es también
abiertamente contraria a la mente y al pensamiento del Apóstol, quien
aun uniendo entre sí con admirable trabazón a Cristo y su Cuerpo
místico, los opone uno a otro como el Esposo a la Esposa[166].
38. Ni menos alejado de la verdad está el peligroso error de los que
pretenden deducir de nuestra unión mística con Cristo una especie
de quietismo disparatado, que atribuye únicamente a la acción
del Espíritu divino toda la vida espiritual del cristiano y su progreso
en la virtud, excluyendo -por lo tanto- y despreciando la cooperación
y ayuda que nosotros debemos prestarle. Nadie, en verdad, podrá negar
que el Santo Espíritu de Jesucristo es el único manantial del
que proviene a la Iglesia y sus miembros toda virtud sobrenatural. Porque,
como dice el Salmista, la gracia y la gloria la dará el Señor[167].
Sin embargo, el que los hombres perseveren constantes en sus santas obras,
el que aprovechen con fervor en gracia y en virtud, el que no sólo
tiendan con esfuerzo a la cima de la perfección cristiana sino que
estimulen también en lo posible a los otros a conseguirla, todo esto
el Espíritu celestial no lo quiere obrar sin que los mismos hombres
pongan su parte con diligencia activa y cotidiana. Porque los beneficios
divinos -dice San Ambrosio- no se otorgan a los que duermen, sino a los que
velan[168]. Que si en nuestro cuerpo mortal los miembros adquiere fuerza
y vigor con el ejercicio constante, con mayor razón sucederá
eso en el Cuerpo social de Jesucristo, en el que cada uno de los miembros
goza de propia libertad, conciencia e iniciativa. Por eso quien dijo: Y yo
vivo, o más bien yo no soy el que vivo: sino que Cristo vive en mí[169],
no dudó en afirmar: la gracia suya [es decir, de Dios] no estuvo baldía
en mí, sino que trabajé más que todos aquéllos;
pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo[170]. Es, pues, del todo evidente
que con estas engañosas doctrinas el misterio de que tratamos, lejos
de ser de provecho espiritual para los fieles, se convierte miserablemente
en su rutina.
39. Esto mismo sucede con las falsas opiniones de los que aseguran que no
hay que hacer tanto caso de la confesión frecuente de los pecados
veniales, cuando tenemos aquella más aventajada confesión general
que la Esposa de Cristo hace cada día, con sus hijos unidos a ella
en el Señor, por medio de los sacerdotes, cuando están para
ascender al altar de Dios. Cierto que, como bien sabéis, Venerables
Hermanos, estos pecados veniales se pueden expiar de muchas y muy loables
maneras; mas para progresar cada día con mayor fervor en el camino
de la virtud, queremos recomendar con mucho encarecimiento el piadoso uso
de la confesión frecuente, introducido por la Iglesia no sin una inspiración
del Espíritu Santo: con él se aumenta el justo conocimiento
propio, crece la humildad cristiana, se hace frente a la tibieza e indolencia
espiritual, se purifica la conciencia, se robustece la voluntad, se lleva
a cabo la saludable dirección de las conciencias y aumenta la gracia
en virtud del Sacramento mismo. Adviertan, pues, los que disminuyen y rebajan
el aprecio de la confesión frecuente entre los seminaristas, que acometen
empresa extraña al Espíritu de Cristo y funestísima
para el Cuerpo místico de nuestro Salvador.
40. Hay, además, algunos que niegan a nuestras oraciones toda eficacia
propiamente impetratoria o que se esfuerzan por insinuar entre las gentes
que las oraciones dirigidas a Dios en privado son de poca monta, mientras
las que valen de hecho son más bien las públicas, hechas en
nombre de la Iglesia, pues brotan del Cuerpo místico de Jesucristo.
Todo eso es, ciertamente, erróneo: porque el Divino Redentor tiene
estrechamente unidas a sí no sólo a su Iglesia, como a Esposa
que es amadísima, sino en ella también a las almas de cada
uno de los fieles, con quienes ansía conversar muy íntimamente,
sobre todo después que se acercaren a la Mesa Eucarística.
Y aunque la oración común y pública, como procedente
de la misma Madre Iglesia, aventaja a todas las otras por razón de
la dignidad de la Esposa de Cristo, sin embargo, todas las plegarias, aun
las dichas muy en privado, lejos de carecer de dignidad y virtud, contribuyen
muchísimo a la utilidad del mismo Cuerpo místico en general,
ya que en él todo lo bueno y justo que obra cada uno de los miembros
redunda, por la Comunión de los Santos, en bien de todos. Y nada impide
a cada uno de los hombres, por el hecho de ser miembros de este Cuerpo, el
que pidan para sí mismos gracias especiales, aun de orden terrenal,
mas guardando la sumisión a la voluntad divina, pues son personas
libres y sujetas a sus propias necesidadees individuales[171]. Y cuán
grande aprecio hayan de tener todos de la meditación de las cosas
celestiales se demuestra no sólo por las enseñanzas de la Iglesia,
sino también por el uso y ejemplo de todos los santos.
Ni faltan, finalmente, quienes dicen que no hemos de dirigir nuestras oraciones
a la persona misma de Jesucristo, sino más bien a Dios o al Eterno
Padre por medio de Cristo, puesto que se ha de tener a nuestro Salvador,
en cuanto Cabeza de su Cuerpo místico, tan sólo en razón
de "mediador entre Dios y los hombres"[172]. Sin embargo, esto no sólo
se opone a la mente de la Iglesia y a la costumbre de los cristianos, sino
que contraría aún a la verdad. Porque, hablando con propiedad
y exactitud, Cristo es a la vez, según su doble naturaleza, Cabeza
de toda la Iglesia[173]. Además, El mismo aseguró solemnemente:
Si algo me pidiereis en mi nombre, lo haré[174]. Y aunque principalmente
en el Sacrificio Eucarístico -en el cual Cristo es a un tiempo sacerdote
y hostia y desempeña de una manera peculiar el oficio de conciliador-
las oraciones se dirigen con frecuencia al Eterno Padre por medio de su Unigénito,
sin embargo, no es raro que aun en este mismo sacrificio se eleven también
preces al mismo Divino Redentor; ya que todos los cristianos deben conocer
y entender claramente que el hombre Cristo Jesús es el mismo Hijo
de Dios, y el mismo Dios. Aún más: mientras la Iglesia militante
adora y ruega al Cordero sin mancha y a la sagrada Hostia, en cierta manera
parece responder a la voz de la Iglesia triunfante que perpetuamente canta:
Al que está sentado en el trono y al Cordero: bendición y honor
y gloria e imperio por los siglos de los siglos[175].
41. Después que, como Maestro de la Iglesia Universal, hemos iluminado
las mentes con la luz de la verdad, explicando cuidadosamente este misterio
que comprende la arcana unión de todos nosotros con Cristo, juzgamos,
Venerables Hermanos, propio de Nuestro oficio pastoral estimular también
los ánimos a amar íntimamente este místico Cuerpo con
aquella encendida caridad que se manifiesta no sólo en el pensamiento
y en las palabras, sino también en las mismas obras.
Porque si los que profesaban la Antigua Ley cantaron de su Ciudad terrenal:
Si me olvidare de ti, Jerusalén, sea entregada al olvido mi diestra:
mi lengua péguese a mis fauces, si no me acordare de ti, si no me
propusiere a Jerusalén como el principio de mi alegría[176],
con cuánta mayor gloria y más efusivo gozo no nos hemos de
regocijar nosotros porque habitamos una Ciudad construida en el monte santo
con vivas y escogidas piedras, siendo Cristo Jesús la primera piedra
angular[177].
Puesto que nada más glorioso, nada más noble, nada, a la verdad,
más honroso se puede pensar que formar parte de la Iglesia santa,
católica, apostólica y Romana, por medio de la cual somos hechos
miembros de un solo y tan venerado Cuerpo, somos dirigidos por una sola y
excelsa Cabeza, somos penetrados de un solo y divino Espíritu; somos,
por último, alimentados en este terrenal destierro con una misma doctrina
y un mismo angélico Pan, hasta que, por fin, gocemos en los cielos
de una misma felicidad eterna.
42. Mas, para que no seamos engañados pro el ángel de las tinieblas
que se transfigura en ángel de luz[178], sea ésta la suprema
ley de nuestro amor: que amemos a la Esposa de Cristo cual Cristo mismo la
quiso, al conquistarla con su sangre. Conviene, pues, que tengamos gran afecto
no sólo a los Sacramentos con los que la Iglesia, piadosa Madre, nos
alimenta; no sólo a las solemnidades con las que nos solaza y alegra,
y a los sagrados cantos y a los ritos litúrgicos que elevan nuestras
mentes a las cosas celestiales, sino también a los sacramentales y
a los diversos ejercicios de piedad, mediante los cuales la misma Iglesia
suavemente atiende a que las almas de los fieles, con gran consuelo, se sientan
suavemente llenas del Espíritu de Cristo. Ni sólo tenemos el
deber de corresponder, como conviene a hijos, a aquella su maternal piedad
para con nosotros, sino también el de reverenciar su autoridad recibida
de Cristo y que cautiva nuestros entendimientos en obsequio del mismo Cristo[179];
y por esta razón se nos ordena sujetarnos a sus leyes y a sus preceptos
morales, a veces un tanto duros para nuestra naturaleza, caída de
su primera inocencia; y que reprimamos con la mortificación voluntaria
nuestro cuerpo rebelde; más aún, se nos aconseja abstenernos
también, de vez en cuando, de las cosas agradables aunque sean lícitas.
No basta amar este Cuerpo místico por el esplendor de su divina Cabeza
y de sus celestiales dotes, sino que debemos amarlo también con amor
eficaz, según se manifiesta en nuestra carne mortal, es decir, constituido
por elementos humanos y débiles, aun cuando éstos a veces no
respondan debidamente al lugar que ocupan en aquel venerable Cuerpo.
43. Mas, para que este amor sólido e íntegro more en nuestras
almas y aumente de día en día, es necesario que nos acostumbremos
a ver en la Iglesia al mismo Cristo. Porque Cristo es quien vive en su Iglesia,
quien por medio de ella enseña, gobierna y confiere la santidad; Cristo
es también quien de varios modos se manifiesta en sus diversos miembros
sociales. Cuando, según eso, los fieles todos se esfuercen realmente
por vivir con este espíritu de fe viva, entonces ciertamente no sólo
honrarán y rendirán el debido acatamiento a los miembros más
elevados de este Cuerpo místico y, sobre todo, a los que, por mandato
de la divina Cabeza, habrán de dar un día cuenta de nuestras
almas[180], sino que también tendrán su preocupación
por quienes nuestro Salvador mostró amor singularísimo: es
decir, por los débiles, por los heridos, por los enfermos, que necesitan
la medicina natural o sobrenatural; por los niños, cuya inocencia
corre hoy tantos peligros y cuyas tiernas almas se modelan como la cera;
por los pobres, finalmente, a quienes debemos socorrer reconociendo en ellos
con suma piedad la misma persona de Jesucristo.
Porque, como justamente advierte el Apóstol: Mucho más necesarios
son aquellos miembros del cuerpo que parecen más débiles; y
a los que juzgamos miembros más viles del cuerpo, a éstos ceñimos
con mayor adorno[181]. Expresión gravísima, que, por razón
de Nuestro altísimo oficio, juzgamos deber repetir ahora, cuando con
íntima aflicción vemos cómo a veces se priva de la vida
a los contrahechos, a los dementes, a los afectados por enfermedades hereditarias,
por considerarlos como una carga molesta para la sociedad; y cómo
algunos alaban esta manera de proceder como una nueva invención del
progreso humano, sumamente provechoso a la utilidad común. Pero ¿qué
hombre sensato no ve que esto se opone gravísimamente no sólo
a la ley natural y divina[182], grabada en la conciencia de todos, sino también
a los más nobles sentimientos humanos? La sangre de estos hombres,
tanto más amados del Redentor cuanto más dignos de compasión,
clama a Dios desde la tierra[183].
IMITEMOS EL AMOR DE CRISTO
44. Mas, para que poco a poco no se vaya enfriando la sincera caridad con
que debemos mirar a nuestro Salvador en la Iglesia y en los miembros de ella,
es muy conveniente contemplar al mismo Jesús como ejemplar supremo
del amor a la Iglesia.
a) con largueza del amor
Y, en primer lugar, imitemos la amplitud de este amor. Una es, a la verdad,
la Esposa de Cristo, la Iglesia; sin embargo, el amor del Divino Esposo es
tan vasto que no excluye a nadie, sino que abraza en su Esposa a todo el
género humano. Y así nuestro Salvador derramó su sangre
para reconciliar con Dios en la Cruz a todos los hombres de distintas naciones
y pueblos, mandando que formasen un solo Cuerpo. Por lo tanto, el verdadero
amor a la Iglesia exige no sólo que en el mismo Cuerpo seamos recíprocamente
miembros solícitos los unos de los otros[184], que se alegran si un
miembro es glorificado y se compadecen si otro sufre[185], sino que aun en
los demás hombres, que todavía no están unidos con nosotros
en el Cuerpo de la Iglesia, reconozcamos hermanos de Cristo según
la carne, llamados juntamente con nosotros a la misma salvación eterna.
Es verdad, por desgracia, que principalmente en nuestros días no faltan
quienes en su soberbia ensalzan la aversión, el odio, la envidia,
como algo con que se eleva y enaltece la dignidad y el valor humano. Pero
nosotros, mientras contemplamos con dolor los funestos frutos de esta doctrina,
sigamos a nuestro pacífico Rey, que nos enseñó a amar
no sólo a los que no provienen de la misma nación ni de la
misma raza[186], sino aun a los mismos enemigos[187]. Nosotros, penetrados
los ánimos por la suavísima frase del Apóstol de las
Gentes, cantemos con él mismo cuál sea la longitud, la anchura,
la altura y la profundidad de la caridad de Cristo[188], que, ciertamente,
ni la diversidad de pueblos y costumbres puede romper, ni el espacio del
inmenso océano disminuir ni las guerras, emprendidas por causa justa
o injusta, destruir.
En esta gravísima hora, Venerables Hermanos, en la que tantos dolores
desgarran los cuerpos y tantas aflicciones las almas, conviene que todos
se estimulen a esta celestial caridad para que, aunadas las fuerzas de todos
los buenos -y mencionamos principalmente a los que en toda clase de asociaciones
se ocupan en socorrer a los demás-, se venga en auxilio de tan ingentes
necesidades de alma y cuerpo con admirable emulación de piedad y misericordia:
así llegarán a resplandecer en todas partes la solícita
generosidad y la inagotable fecundidad del Cuerpo místico de Jesucristo.
b) con asidua laboriosidad
45. Y puesto que a la amplitud de la caridad con que Cristo amó a
su Iglesia corresponde en El una constante eficacia de esa misma caridad,
también nosotros debemos amar el Cuerpo místico de Cristo con
asidua y fervorosa voluntad. Ciertamente no puede señalarse un momento
en el cual nuestro Redentor, desde su Encarnación, cuando puso el
primer fundamento de su Iglesia, hasta el término de su vida mortal,
no haya trabajado hasta el cansancio, a pesar de ser Hijo de Dios, ya con
los fúlgidos ejemplos de su santidad, ya predicando, conversando,
reuniendo y estableciendo para formar o confirmar su Iglesia. Deseamos, pues,
que todos cuantos reconocen a la Iglesia como a Madre, ponderen atentamente
que no sólo los ministros sagrados y los que se han consagrado a Dios
en la vida religiosa, sino también los demás miembros del Cuerpo
místico de Jesucristo, tienen obligación, cada uno según
sus fuerzas, de colaborar intensa y diligentemente en la edificación
e incremento del mismo Cuerpo. Y deseamos que de una manera especial adviertan
esto -aunque por lo demás lo hacen ya loablemente- los que, militando
en las filas de la Acción Católica, cooperan en el ministerio
apostólico con los Obispos y los sacerdotes, como también los
que en asociaciones piadosas prestan como auxiliares su ayuda al mismo fin.
Y no hay quien no vea que el celo iluminado de todos éstos es ciertamente,
en las presentes condiciones, de suma importancia y de máxima trascendencia.
Y no podemos pasar aquí en silencio a los padres y madres de familia,
a quienes nuestro Salvador confió los miembros más delicados
de su Cuerpo místico; insistentemente, pues, les conjuramos, por amor
a Cristo y a la Iglesia, a que miren con diligentísimo cuidado por
la prole que se les ha encomendado, y se esfuercen por preservarla de todo
género de insidias con las cuales hoy tan fácilmente se la
seduce.
c) sin descuidar las oraciones
46. De una manera muy particular mostró nuestro Redentor su ardentísimo
amor para con la Iglesia en las piadosas súplicas que por ella dirigía
al Padre celestial. Puesto que -bástenos recordar sólo esto-
todos conocen, Venerables Hermanos, que El, cuando estaba ya para subir al
patíbulo de la cruz, oró fervorosamente por Pedro[189], por
los demás Apóstoles[190], y, finalmente, por todos cuantos,
mediante la predicación de la palabra divina, habían de creer
en El[191].
Imitando, pues, este ejemplo de Cristo, roguemos cada día al Señor
de la mies para que envíe operarios a su mies[192], y elevemos todos
cada día a los cielos la común plegaria y encomendemos a todos
los miembros del Cuerpo místico de Jesucristo. Y ante todo, a los
Obispos, a quienes se les ha confiado especialmente el cuidado de sus respectivas
diócesis; luego a los sacerdotes y a los religiosos y religiosas,
quienes, llamados a la herencia de Dios, ya en la propia patria, ya en lejanas
regiones de infieles, defienden, acrecientan y propagan el Reino del Divino
Redentor. Esta común plegaria no olvide, pues, a ningún miembro
de este venerable Cuerpo, pero recuerde principalmente a quienes están
agobiados por los dolores y las angustias de esta vida terrenal, o a los
que, ya fallecidos, se purifican en el fuego del purgatorio. Tampoco olvide
a quienes se instruyen en la doctrina cristiana para que cuanto antes puedan
ser purificados con las aguas del Bautismo.
Y ardientemente deseamos que, con encendida caridad, estas comunes plegarias
comprendan también a aquellos que o todavía no han sido iluminados
con la verdad del Evangelio ni han entrado en el seguro aprisco de la Iglesia,
o, por una lamentable escisión de fe y de unidad, están separados
de Nos, que, aunque inmerecidamente, representamos en este mundo la persona
de Jesucristo. Por esta causa repitamos una y otra vez aquella oración
de nuestro Salvador al Padre celestial: Que todos sean una misma cosa: como
tú, Padre, estás en mí y yo en ti, así también
ellos sean una misma cosa en nosotros, para que crea el mundo que tú
me has enviado[193].
ni aún por los que todavía no son miembros suyos
También a aquellos que no pertenecen al organismo visible de la Iglesia
Católica, ya desde el comienzo de Nuestro Pontificado, como bien sabéis,
Venerables Hermanos, Nos los hemos confiado a la celestial tutela y providencia,
afirmando solemnemente, a ejemplo del Buen Pastor, que nada Nos preocupa
más sino que tengan vida y la tengan con mayor abundancia[194]. Esta
Nuestra solemne afirmación deseamos repetirla por medio de esta Carta
Encíclica, en la cual hemos cantado las alabanzas del grande y glorioso
Cuerpo de Cristo[195], implorando oraciones de toda la Iglesia para invitar,
de lo más íntimo del corazón, a todos y a cada uno de
ellos a que, rindiéndose libre y espontáneamente a los internos
impulsos de la gracia divina, se esfuercen por salir de ese estado, en el
que no pueden estar seguros de su propia salvación eterna[196]; pues,
aunque por cierto inconsciente deseo y aspiración están ordenados
al Cuerpo místico del Redentor, carecen, sin embargo, de tantos y
tan grandes dones y socorros celestiales, como sólo en la Iglesia
Católica es posible gozar. Entren, pues, en la unidad católica,
y, unidos todos con Nos en el único organismo del Cuerpo de Jesucristo,
se acerquen con Nos a la única cabeza en comunión de un amor
gloriosísimo[197]. Sin interrumpir jamás las plegarias al Espíritu
de amor y de verdad, Nos les esperamos con los brazos elevados y abiertos,
no como a quienes vienen a casa ajena, sino como a hijos que llegan a su
propia casa paterna.
47. Pero si deseamos que la incesante plegaria común de todo este
Cuerpo místico se eleve hasta Dios, para que todos los descarriados
entren cuanto antes en el único redil de Jesucristo, declaramos con
todo que es absolutamente necesario que esto se haga libre y espontáneamente,
porque nadie cree sino queriendo[198]. Por esta razón, si algunos,
sin fe, son de hecho obligados a entrar en el edificio de la Iglesia, a acercarse
al altar, a recibir los Sacramentos, no hay duda de que los tales no por
ello se convierten en verdaderos fieles de Cristo[199]; porque la fe, sin
la cual es imposible agradar a Dios[200], debe ser un libérrimo homenaje
del entendimiento y de la voluntad[201]. Si alguna vez, pues, aconteciere
que contra la constante doctrina de esta Sede Apostólica[202], alguien
es llevado contra su voluntad a abrazar la fe católica, Nos, conscientes
de Nuestro oficio, no podemos menos de reprobarlo. Pero, puesto que los hombres
gozan de una voluntad libre y pueden también, impulsados por las perturbaciones
del alma y por las depravadas pasiones, abusar de su libertad, por eso es
necesario que sean eficazmente atraídos por el Padre de las luces
a la verdad, mediante el Espíritu de su amado Hijo. Y si muchos, por
desgracia, viven aún alejados de la verdad católica y no se
someten gustosos al impulso de la gracia divina, se debe a que ni ellos[203]
ni los fieles dirigen a Dios oraciones fervorosas por esta intención.
Nos, por consiguiente, a todos exhortamos una y otra vez a que, inflamados
en amor a la Iglesia, siguiendo el ejemplo del Divino Redentor, eleven continuamente
estas plegarias.
48. Y principalmente en las presentes circunstancias parece ser, más
que oportuno, necesario, que se ruegue con fervor por los reyes y príncipes
y por todos aquellos que, gobernando a los pueblos, pueden con su tutela
externa ayudar a la Iglesia; para que, restablecido el recto orden de las
cosas, la paz, que es obra de la justicia[204], emerja para el atormentado
género humano de entre las aterradoras olas de esta tempestad, mediante
el soplo vivificante de la caridad divina y para que nuestra santa Madre
la Iglesia pueda llevar una vida quieta y tranquila, en toda piedad y castidad[205].
Insistentemente se ha de suplicar a Dios que todos cuantos están al
frente de los pueblos amen la sabiduría[206], de tal suerte que jamás
caiga sobre ellos aquella gravísima sentencia del Espíritu
Santo:
El Altísimo examinará vuestras obras y escudriñará
los pensamientos porque, siendo ministros de su reino, no habéis juzgado
rectamente ni observado la ley de la justicia, ni habéis procedido
según la voluntad de Dios. De manera espantosa y repentina se os presentará,
porque se hará un riguroso juicio de aquellos que ejercen potestad
sobre otros. Porque con los pequeños se usará misericordia,
mas los poderosos sufrirán grandes tormentos. Porque Dios no exceptuará
persona alguna ni respetará la grandeza de nadie; ya que El ha hecho
al pequeño y al grande y cuida por igual de todos; si bien a los más
grandes amenaza un tormento mayor. A vosotros, por lo tanto, Reyes, se dirigen
estas mis palabras, para que aprendáis la sabiduría y no perezcáis[207].
d) cumpliendo lo que falta en la pasión de Cristo
49. Cristo nuestro Señor mostró su amor a la Esposa sin mancilla,
no sólo con su intenso trabajo y su constante oración, sino
también con sus dolores y angustias, que sufrió libre y amorosamente,
por amor de ella: Habiendo amado a los suyos…, los amó hasta el fin[208].
Más aún, no conquistó la Iglesia sino con su sangre[209].
Decididos, pues, sigamos estas huellas sangrientas de nuestro Rey, como lo
exige nuestra salvación, que hemos de poner a buen seguro: Porque
si hemos sido injertados con El por medio de la representación de
su muerte, igualmente lo hemos de ser representando su resurrección[210],
y, si morimos con él, también con él viviremos[211].
Esto lo exige, también, la caridad genuina y eficaz de la Iglesia
y de las almas por ella engendradas para Cristo: pues, aunque nuestro Salvador,
por medio de crueles sufrimientos y de una acerba muerte, mereció
para su Iglesia un tesoro infinito de gracias, sin embargo, estas gracias,
por disposición de la Divina Providencia, no se nos conceden todas
de una vez; y la mayor o menor abundancia de las mismas depende también
no poco de nuestras buenas obras, con las que se atrae sobre las almas de
los hombres esta verdadera lluvia divina de celestiales dones, gratuitamente
dados por Dios. Y esta misma lluvia de celestiales gracias será ciertamente
superabundante, si no solamente elevamos a Dios ardientes plegarias, sobre
todo participando con devoción, si es posible diariamente, del Sacrificio
Eucarístico; si no solamente nos esforzamos en aliviar con obras de
caridad los sufrimientos de tantos menesterosos; mas si también preferimos
a las cosas caducas de este siglo los bienes imperecederos y si domamos con
mortificaciones voluntarias este cuerpo mortal, negándole las cosas
ilícitas e imponiéndole las ásperas y arduas; si, en
fin, aceptamos con ánimo resignado, como de la mano de Dios, los trabajos
y dolores de esta vida presente. Porque así, según el Apóstol,
cumpliremos en nuestra carne lo que resta que padecer a Cristo, en pro de
su Cuerpo místico que es la Iglesia[212].
50. Al escribir esto, se presenta desgraciadamente ante Nuestros ojos una
ingente multitud de infelices desventurados que Nos hace llorar amargamente:
Nos referimos a los enfermos, a los pobres, a los mutilados, a las viudas
y huérfanos y a muchos otros que por sus propias calamidades o las
de los suyos no raras veces desfallecen hasta morir. A todos aquellos, pues,
que por cualquier causa yacen en la tristeza y en la congoja, con ánimo
paterno les exhortamos a que, confiados, levanten sus ojos al Cielo y ofrezcan
sus aflicciones a Aquel que un día les ha de recompensar con abundante
galardón. Recuerden todos que su dolor no es inútil, sino que
para ellos mismos y para la Iglesia ha de ser de gran provecho, si animados
con esta intención lo toleran pacientemente. A la más perfecta
realización de este designio contribuye en gran manera la cotidiana
oblación de sí mismos a Dios, que suelen hacer los miembros
de la piadosa asociación llamada Apostolado de la Oración;
asociación que, como gratísima a Dios, deseamos de corazón
recomendar aquí con el mayor encarecimiento.
Y si en todo tiempo hemos de unir nuestros dolores a los sufrimientos del
Divino Redentor, para procurar la salvación de las almas, en nuestros
días especialísimamente, Venerables Hermanos, tomen todos como
un deber el hacerlo así, cuando la espantosa conflagración
bélica incendia casi todo el orbe y es causa de tantas muertes, tantas
miserias, tantas calamidades: igualmente hoy día de un modo particular
sea obligación de todos el apartarse de los vicios, de los halagos
del siglo y de los desenfrenados placeres del cuerpo, y aun de aquella futilidad
y vanidad de las cosas terrenas que en nada ayudan a la formación
cristiana del alma ni a la consecución del Cielo. Más bien
hemos de inculcar en nuestra mente aquellas gravísimas palabras de
Nuestro inmortal Predecesor San León Magno, quien afirma que por el
bautismo hemos sido hechos carne del Crucificado[213]; y aquella hermosísima
súplica de San Ambrosio: Llévame, oh Cristo, en la Cruz, que
es salud para los que yerran; sólo en ella está el descanso
de los fatigados; sólo en ella viven cuantos mueren[214].
Antes de terminar, no podemos menos de exhortar una y otra vez a todos a
que amen a la santa Madre Iglesia con caridad solícita y eficaz. Ofrezcamos
cada día al Eterno Padre nuestras oraciones, nuestros trabajos, nuestra
congojas, por su incolumidad y por su más próspero y vasto
desarrollo, si en realidad deseamos ardientemente la salvación de
todo el género humano redimido con la sangre divina. Y mientras el
cielo se entenebrece con centelleantes nubarrones y grandes peligros se ciernen
sobre toda la Humanidad y sobre la misma Iglesia, confiemos nuestras personas
y todas nuestras cosas al Padre de la Misericordia, suplicándole:
Vuelve tu mirada, Señor, te lo rogamos, sobre esta tu familia, por
la cual nuestro Señor Jesucristo no dudó en entregarse en manos
de los malhechores y padecer el tormento de la Cruz[215].
LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
51. La Virgen Madre de Dios, cuya alma santísima fue, más que
todas las demás creadas por Dios, llena del Espíritu divino
de Jesucristo, haga eficaces, Venerables Hermanos, estos Nuestros deseos,
que también son los vuestros, y nos alcance a todos un sincero amor
a la Iglesia; ella que dio su consentimiento en representación de
toda la naturaleza humana a la realización de un matrimonio espiritual
entre el Hijo de Dios y la naturaleza humana[216]. Ella fue la que dio a
luz, con admirable parto, a Jesucristo Nuestro Señor, adornado ya
en su seno virginal con la dignidad de Cabeza de la Iglesia, pues que era
la fuente de toda vida sobrenatural; ella, la que al recién nacido
presentó como Profeta, Rey y Sacerdote a aquellos que de entre los
judíos y de entre los gentiles habían llegado los primeros
a adorarlo. Y además, su Unigénito, accediendo en Caná
de Galilea a sus maternales ruegos, obró un admirable milagro, por
el que creyeron en El sus discípulos[217]. Ella, la que, libre de
toda mancha personal y original, unida siempre estrechísimamente con
su Hijo, lo ofreció como nueva Eva al Eterno Padre en el Gólgota,
juntamente con el holocausto de sus derechos maternos y de su materno amor,
por todos los hijos de Adán manchados con su deplorable pecado; de
tal suerte que la que era Madre corporal de nuestra Cabeza, fuera, por un
nuevo título de dolor y de gloria, Madre espiritual de todos sus miembros.
Ella, la que por medio de sus eficacísimas súplicas consiguió
que el Espíritu del Divino Redentor, otorgado ya en la Cruz, se comunicara
en prodigiosos dones a la Iglesia recién nacida, el día de
Pentecostés. Ella, en fin, soportando con ánimo esforzado y
confiado sus inmensos dolores, como verdadera Reina de los mártires,
más que todos los fieles, cumplió lo que resta que padecer
a Cristo en sus miembros… en pro de su Cuerpo[de él]…, que es la Iglesia[218],
y prodigó al Cuerpo místico de Cristo nacido del Corazón
abierto de Nuestro Salvador[219] el mismo materno cuidado y la misma intensa
caridad con que calentó y amamantó en la cuna al tierno Niño
Jesús.
Ella, pues, Madre santísima de todos los miembros de Cristo[220],
a cuyo Corazón Inmaculado hemos consagrado confiadamente todos los
hombres, la que ahora brilla en el Cielo por la gloria de su cuerpo y de
su alma, y reina juntamente con su Hijo, obtenga de El con su apremiante
intercesión que de la excelsa Cabeza desciendan sin interrupción
-sobre todos los miembros del Cuerpo místico- copiosos raudales de
gracias; y con su eficacísimo patrocinio, como en tiempos pasados,
proteja también ahora a la Iglesia, y que, por fin, para ésta
y para todo el género humano, alcance tiempos más tranquilos.
Nos, confiados en esta sobrenatural esperanza, como auspicio de celestiales
gracias y como testimonio de Nuestra especial benevolencia, a cada uno de
vosotros, Venerables Hermanos, y a la grey que está a cada uno confiada,
damos de todo corazón la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 29 de junio, en la fiesta de los Santos
Apóstoles Pedro y Pablo, del año 1943, quinto de Nuestro Pontificado.
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[1] Cf. Col. 1, 24.
[2]Act. 20, 28.
[3] Cf. 1 Pet. 4, 13.
[4] Cf. Eph. 2, 21-22; 1 Pet. 2, 5.
[5] Sess. 3 Const. de fide cath. c. 4.
[6]Rom. 5, 20.
[7] Cf. 2 Pet. 1, 4.
[8]Eph. 2, 3.
[9] Io. 3, 16.
[10] Cf. Io. 12.
[11] Cf. Conc. Vat. Const. de Eccl. prol.
[12] Cf. ibid. Const. de fide cath. c. 1.
[13]Col. 1, 18.
[14]Rom. 12, 5.
[15] Cf. A.S.S. 28, 710.
[16]Rom. 12, 4.
[17]Cor. 12, 13.
[18] Cf. Eph. 4, 5.
[19] Cf. Mat. 18, 17.
[20] Cf. Mat. 9, 11; Marc. 2, 16; Luc. 15, 2.
[21] Aug. Ep. 147, 3, 22 PL 33, 686.
[22] Aug. Serm. 137, 1 PL 38, 754.
[23] Enc. Divinum illud: A.S.S. 29, 649.
[24] Io. 17, 18.
[25] Cf. Mat. 16, 18-19.
[26] Io. 15, 15 coll. 17, 8 et 14.
[27] Cf. Io. 3, 5.
[28] Cf. Gen. 3, 20.
[29] S. Ambros. In Luc. 2, 87 PL 15, 1575.
[30] Cf. Mat. 15, 24.
[31] Cf. Th. 1. 2. ae., 103, 3 ad 2.
[32] Cf. Eph. 2, 15.
[33] Cf. Col. 2, 14.
[34] Cf. Mat. 26, 28, 1 Cor. 11, 25.
[35] Leo M. Serm. 68, 3 PL 54, 374.
[36] Cf. Hier. et Aug., Ep. 112, 14 et 116, 16 PL 22, 924 et 943; Th. 1.
2. ae., 103, 3 ad 2; 4 ad 1; Conc. Flor. pro Iacob. Mansi, 31, 1738.
[37] Cf. 2 Cor. 3, 6.
[38] Cf. Th. 3, 42, 1.
[39] Cf. De pec. orig. 25, 29 PL 44, 400.
[40] Cf. Eph. 2, 14-16.
[41] Cf. Act. 2, 1-4.
[42] Cf. Luc. 3, 22; Marc. 1, 10.
[43]Col. 1, 18.
[44] Cf. Eph. 4, 16 coll. Col. 2, 19.
[45] Col. 1, 15.
[46] Col. 1, 18; Apoc. 1, 5.
[47] 1 Tim. 2, 5.
[48] Cf. Io. 12, 32.
[49] Cf. Cyr. Alex. Comm. in Io. 1, 4 PG 73, 69; Th. 1, 20, 4 ad 1.
[50]Hexaem. 6, 55 PL 14, 265.
[51] Cf. Aug. De agone christ. 20, 22 PL 40, 301.
[52] Cf. Th. 1, 22, 1-4.
[53] Cf. Io. 10, 1-18; Pet. 5, 1-5.
[54] Cf. Io. 6, 63.
[55]Prov. 21, 1.
[56] Cf. 1 Pet. 2, 25.
[57] Cf. Act. 8, 26; 1-19; 10, 1-7; 12, 3-10.
[58]Phil. 4, 7.
[59] Cf. Leo XIII Satis cognitum: A.S.S. 28, 725.
[60] Luc. 12, 32.
[61] Cf. Corp. Iur. Can. Extr. comm. 1, 8, 1.
[62] Greg. M. Moral. 14, 35, 43 PL 75, 1062.
[63] Conc. Vat. Const. de Eccl. c. 3.
[64] Cf. C.I.C. can. 329, 1.
[65] 1 Par. 16, 22; Ps. 104, 15.
[66] Cf. 1 Pet. 5, 3.
[67] Cf. 1 Tim. 6, 20.
[68] Cf. ep. ad Eulogium, 30 PL 77, 933.
[69] 1 Cor. 12, 21.
[70] Io. 15, 5.
[71] Cf. Eph. 4, 16; Col. 2, 19.
[72]Comm. in ep. ad Eph. c. 1, lect. 8; Hebr. 2, 16-17.
[73]Phil. 2, 7.
[74] Cf. 2 Pet. 1, 4.
[75] Cf. Rom. 8, 29.
[76] Cf. Col. 3, 10.
[77] Cf. 1 Io. 3, 2.
[78]Col. 1, 19.
[79] Cf. Io. 17, 2.
[80]Col. 2, 3.
[81] Cf. Io. 1, 14-16.
[82] Cf. Io. 1, 18.
[83] Cf. Io. 3, 2.
[84] Cf. 18, 37.
[85] Cf. Io. 6, 68.
[86] Cf. Aug. De cons. evang. 1, 35, 54 PL 34, 1070.
[87] Cf. Heb. 12, 2.
[88] Cf. Cyr. Alex., ep. 55 de Symb. PG 77, 293.
[89] Cf. Io. 15, 5.
[90] Cf. Th. 3, 64, a. 3.
[91]Eph. 4, 7.
[92]Eph. 4, 16; cf. Col. 2, 19.
[93] Cf. De Rom. Pont. 1, 9; De conc. 2, 19.
[94] Cf. 1 Cor. 12, 12.
[95] Cf. Act. 9, 4; 22, 7; 26, 14.
[96] Greg. Nyss. De vita Moysis PG 44, 385.
[97] Cf. Serm. 354, 1 PL 39, 1563.
[98] Cf. Io. 17, 18 et 20, 21.
[99] Cf. Leo XIII Sapientiae christianae: A.S.S. 22, 392; Satis cognitum
ibid. 28, 710.
[100]Rom. 8, 9; 2 Cor. 3, 17; Gal. 4, 6.
[101] Cf. Io. 20, 22.
[102] Cf. Io. 3, 34.
[103] Cf. Eph. 1, 8; 4, 7.
[104] Cf. Rom. 8, 14-17; Gal. 4, 6-7.
[105] Cf. 2 Cor. 3, 18.
[106]A.S.S. 29, 650.
[107]Gal. 2, 20.
[108] Cf. Ambros. De Elia ei ieiun. 10, 36-37 et In Ps. 118, serm. 20, 2
PL 14, 710 et 15, 1483.
[109]Eph. 5, 23.
[110] Io. 4, 42.
[111] Cf. 1 Tim. 4, 10.
[112]Act. 20, 28.
[113]Enarr. in Ps. 85, 5 PL 37, 1085.
[114] Clem. Alex. Strom. 7, 2 PG 9, 415.
[115] 1 Cor. 3, 23; Pius XI Divini Redemptoris: A.A.S. 1937, 80.
[116]De veritate 29, 4, c.
[117] Cf. Leo XIII Sapientiae christianae: A.S.S. 22, 392.
[118] Cf. Leo XIII Satis cognitum: A.S.S. 28, 724.
[119] Cf. ibid. 710.
[120] Cf. ibid. 710.
[121] Cf. ibid. 710.
[122] Th. De veritate 29, 4, ad 3.
[123] Conc. Vat. sess. 4, Const. dogm. de Eccles. prol.
[124]Col. 1, 13.
[125] Conc. Vat. sess. 3, Const. de fide cath. c. 3.
[126]Phil. 2, 8.
[127] Io. 20, 22.
[128] Ibid. 20, 21.
[129] Luc. 10, 16.
[130] Cf. Conc. Vat. sess. 3 Const. de fide cath., c. 3.
[131] Serm. 21, 3 PL 54, 192-193.
[132]Contra Faust. 21, 8 PL 42, 392.
[133] Cf. Eph. 5, 22-23; Io. 15, 1-5; Eph. 4, 16.
[134]Col. 1, 18.
[135] Cf. Enarr. in Ps. 17, 51 et 90, 2, 1 PL 36, 154; 37, 1159.
[136] Io. 17, 21-23.
[137]Apoc. 5, 12-13.
[138] Cf. Io. 14, 16. 26.
[139]Eph. 4, 5.
[140] Cf. Io. 17, 3.
[141] 1 Io. 4, 15.
[142] 2 Cor. 4, 13.
[143] Cf. Gal. 2, 20.
[144] Cf. Eph. 3, 17.
[145] Cf. Hebr. 12, 2.
[146]Tit. 2, 13.
[147] Cf. Hebr. 13, 14.
[148]Eph. 4, 4.
[149] Cf. Col. 1, 27.
[150] 1 Io. 4, 16.
[151] Io. 14, 23.
[152] Io. 15, 9-10.
[153] 1 Io. 4, 20-21.
[154]Rom. 12, 5.
[155] 1 Cor. 12, 25.
[156]Serm. 29, PL 57, 594.
[157] Cf. Th. Comm. in Ep. ad Eph. c. 2, 1. 5.
[158]Rom. 8, 9-10.
[159] Cf. Th. Comm. in Ep. ad Eph. c. 1, 1. 8.
[160] Cf. Th. 1, 43, 3.
[161] Sess. 3 Const. de fide cath. c. 4.
[162] Cf. Divinum illud: A.S.S. 29, 653.
[163] Mal. 1, 11.
[164] Cf. Didache 9, 4.
[165] Cf. Rom. 8, 35.
[166] Cf. Eph. 5, 22-23.
[167]Ps. 83, 12.
[168]Expos. Evang. sec. Luc. 4, 49 PL 15, 1626.
[169]Gal. 2, 20.
[170] 1 Cor. 15, 10.
[171] Cf. Th. 2. 2.ae, 83, 5 et 6.
[172] 1 Tim. 2, 5.
[173] Cf. Th. De veritate, 29, 4, c.
[174] Io. 14, 14.
[175]Apoc. 5, 13.
[176]Ps. 136, 5-6.
[177]Eph. 2, 20; 1 Pet. 2, 4-5.
[178] 2 Cor. 11, 14.
[179] 2 Cor. 10, 5.
[180] Cf. Hebr. 13, 17.
[181] 1 Cor. 12, 22-23.
[182] Cf. Decr. S. Officii 2 dec. 1940 A.A.S. 1940, 553.
[183] Cf. Gen. 4, 10.
[184] Cf. Rom. 12, 5; 1 Cor. 12, 25.
[185] Cf. 1 Cor. 12, 26.
[186] Cf. Luc. 10, 33-37.
[187] Cf. Luc. 6, 27-35; Mat. 5, 44-48.
[188] Cf. Eph. 3, 18.
[189] Cf. Luc. 22, 32.
[190] Cf. Io. 17, 9-19.
[191] Cf. ibid. 17, 20-23.
[192] Cf. Mat. 9, 38; Luc. 10, 2.
[193] Io. 17, 21.
[194] Cf. enc. Summi Pontificatus: A.A.S. 1939, 419.
[195] Iren. Adv. haer. 4, 33, 7 PG 7, 1076.
[196] Cf. Plus IX Iam vos omnes 13 sept. 1868: Acta Conc. Vat.: C.L. 7, 10.
[197] Cf. Gelas. I, Ep. 14 PL 59, 89.
[198] Cf. Aug. In Io. Ev. tr. 26, 2 PL 30, 1607.
[199] Cf. ibid.
[200]Hebr. 11, 6.
[201] Conc. Vat. Const. de fide cath. c. 3.
[202] Cf. Leo XIII Immortale Dei: A.S.S. 18, 174-175; C.I.C. c. 1351.
[203] Cf. Aug. ibid.
[204] Is. 32, 17.
[205] Cf. 1 Tim. 2, 2.
[206] Cf. Sap. 6, 23.
[207] Ibid. 6, 4-10.
[208] Io. 13, 1.
[209] Cf. Act. 20, 28.
[210]Rom. 6, 5.
[211] 2 Tim. 2, 11.
[212] Cf. Col. 1, 24.
[213] Cf. Serm. 63, 6; 66, 3 PL 54, 357 et 366.
[214]In Ps. 118 serm. 22, 30 PL 15, 1521.
[215] Off. Maior. Hebd.
[216] Th. 3, 80, 1.
[217] Io. 2, 11.
[218]Col. 1, 24.
[219] Cf. Off. Ssmi. Cordis in hymn. ad vesp.
[220] Cf. Pius X Ad diem illum: A.S.S. 36, 453.