NICAN MOPOHUA
El relato de las Apariciones de la Virgen de Guadalupe
Primera aparición
Diez años después de tomada la ciudad de México
se suspendió la guerra y hubo paz entre los pueblos, así como
empezó a brotar la fe, el conocimiento del verdadero Dios, por quien
se vive.
A la sazón, en el año de mil quinientos treinta
y uno, a pocos días del mes de diciembre, sucedió que había
un pobre indio, de nombre Juan Diego según se dice, natural de Cuautitlán.
Tocante a las cosas espirituales aún todo pertenecía a Tlatilolco.
Era sábado, muy de madrugada, y venía en pos del culto divino
y de sus mandados. Al llegar junto al cerrillo "llamado Tepeyácac
amanecía y oyó cantar arriba del cerrillo: semejaba canto de
varios pájaros preciosos; callaban a ratos las voces de los cantores;
y parecía que el monte les respondía. Su canto, muy suave y
deleitoso, sobrepujaba al del COYOL TOTOTL y del TZINIZCAN y de otros pájaros
lindos que cantan.
Se paró Juan Diego a ver y dijo para sí: "¿Por
ventura soy digno de lo que oigo? ¿quizás sueño? ¿me
levanto de dormir? ¿dónde estoy? ¿acaso en el paraíso
terrenal, que dejaron dicho los viejos, nuestros mayores? ¿acaso ya
en el cielo?".
Estaba viendo hacia el oriente, arriba del cerrillo de donde
procedía el precioso canto celestial y así que cesó
repentinamente y se hizo el silencio, oyó que le llamaban de arriba
del cerrillo y le decían. "Juanito, Juan Dieguito".
Luego se atrevió a ir adonde le llamaban; no se sobresaltó
un punto; al contrario muy contento fue subiendo al cerrillo, a ver de dónde
le llamaban. Cuando llegó a la cumbre, vio a una señora, que
estaba allí de pie y que le dijo que se acercara. Llegado a su presencia,
se maravilló mucho de su sobrehumana grandeza: su vestidura era radiante
como el sol; el risco en que se posaba su planta flechado por los resplandores,
semejaba una ajorca de piedras preciosas, y relumbraba la tierra como el
arco iris. Los mezquites, nopales y otras diferentes hierbecillas que allí
se suelen dar, parecían de esmeralda; su follaje, finas turquesas;
y sus ramas y espinas brillaban como el oro.
Se inclinó delante de ella y se oyó su palabra
muy blanda y cortés, cual de quien atrae y estima mucho. Ella le dijo:
"Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde
vas?"
-La Virgen María empleó la palabra náhuatl "noxocoyouh"
con que solían nombrar al hijo menor de la familia y que por eso era
el más amado y cuidado. Todavía en algunas partes de México
le dicen con todo cariño "xocoyote" o "xocoyotito" al más pequeño.
El respondió: "Señora y Niña mía,
tengo que llegar a tu casa de México Tlatilolco", -Es notable cómo
Juan Diego reconoce inmediatamente en la Doncella a la Virgen María
y no le causa ninguna turbación ni extrañeza. Eso nos habla
de un indígena, que conservando las tradiciones de sus abuelos, está
empapado del Evangelio,a seguir las cosas divinas, que nos dan y enseñan
nuestros sacerdotes, delegados de nuestro Señor.
-Hermosa expresión de fe llamar a los Sacerdotes "imágenes
de nuestro Señor"
Ella luego le habló y le descubrió su santa voluntad,
le dijo:
"Sabe y ten entendido, tú el más pequeño
de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del
verdadero Dios por quien se vive; del Creador cabe quien está todo;
Señor del cielo y de la tierra. Deseo vivamente que se me erija aquí
un templo para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión,
auxilio y defensa
-Cuando la Virgen promete dar a Dios a las gentes "con todo
su amor personal, en su mirada compasiva, en su salvación" empleó
la palabra náhuatl "notetlazotlaliz" de una riqueza enorme ya que
el prefijo "te" significa persona y se refiere a su Hijo. Podría traducirse
de la siguiente manera: "Lo daré a las gentes como todo mi amor- persona,
mi salvación-persona, mi mirada compasiva, mi auxilio- persona". María
Santísima no está dando algo de sí, sino a Alguien que
siendo suyo, es una persona individual y diferente, su Hijo Divino, el Ometéotl.
Pues yo soy vuestra piadosa madre; a ti, a todos vosotros juntos
los moradores de esta tierra -Estas palabras pueden considerarse "el nacimiento
de México" pues lo hicieron nacer en su realidad mestiza. El mestizaje
fué al principio traumático ya que ambos padres rechazaban
los niños que ya no eran ni españoles ni indígenas y
sin embargo eran los primeros mexicanos- y a los demás amadores míos
que me invoquen y en mí confíen; oír allí sus
lamentos, y remediar todas sus miserias, penas y dolores.
Y para realizar lo que mí clemencia pretende, ve al palacio
del obispo de México y le dirás cómo yo te envío
a manifestarle lo que mucho deseo, que aquí en el llano me edifique
un templo: le contarás puntualmente cuanto has visto y admirado y
lo que has oído.
-La orden de la Virgen María: "todo le contarás" al Obispo
Zumárraga, representa una gran dificultad pues para el Obispo o para
cualquier otro español el hecho de que un indígena recién
converso relatara una teofanía, armada toda ella con elementos de
su anterior paganismo, y que pedía un templo a la Madre de Dios precisamente
donde había estado el de Tlatoatzin, "madre de todos los dioses",
tenía que suscitar su recelo y ser tachada de antemano como una "invención
satánica para paliar la idolatría" como la calificó
Sahagún.
Ten por seguro que lo agradeceré bien y lo pagaré,
porque te haré feliz y merecerás mucho que yo recompense el
trabajo y fatiga con que vas a procurar lo que te encomiendo. Mira que ya
has oído mi mandato. hijo mío el más pequeño;
anda y pon todo tu esfuerzo".
Al punto se inclinó delante de ella y le dijo: "Señora
mía, ya voy a cumplir tu mandado; por ahora me despido de ti, yo tu
humilde siervo". Luego bajo para ir a hacer su mandado; y salió a
la calzada que viene en línea recta a Mexico.
Habiendo entrado en la ciudad, sin dilación se fue en
derechura al palacio del obispo, que era el prelado que muy poco antes había
venido y se llamaba don fray Juan de Zumárraga, religioso de San Francisco.
Apenas llegó, trató de verle; rogó a sus criados que
fueran a anunciarle y pasado un buen rato vinieron a llamarle, que había
mandado el señor Obispo que entrara.
Luego que entró, se inclinó y arrodilló
delante de él; en seguida le dio el recado de la Señora del
Cielo; y también le dijo cuanto admiró, vio y oyó. Después
de oír toda su plática y su recado, pareció no darle
crédito y le respondió: "Otra vez vendrás, hijo mío
y te oiré más despacio, lo veré muy desde el principio
y pensaré en la voluntad y deseo con que has venido". El salió
y se vino triste; porque de ninguna manera se realizó su mensaje.
Segunda aparición
En el mismo día se volvió; se vino derecho a la
cumbre del cerrillo y acertó con la Señora del Cielo, que le
estaba aguardando, allí mismo donde la vio la vez primera. Al verla
se postró delante de ella y le dijo: "Señora, la más
pequeña de mis hijas. Niña mía, fui a donde me enviaste
a cumplir tu mandato; aunque con dificultad entré a donde es el asiento
del prelado; le vi y expuse tu mensaje, así como me advertiste; me
recibió benignamente y me oyó con atención; pero en
cuanto me respondió, pareció que no la tuvo por cierto, me
dijo: "Otra vez vendrás, hijo mío y te oiré más
despacio, veré muy desde el principio el deseo y voluntad con que
has venido..."
Comprendí perfectamente en la manera como me respondió,
que piensa que es quizás invención mía que Tú
quieres que aquí te hagan un templo y que acaso no es de orden tuya;
por lo cual, te ruego encarecidamente, Señora y Niña mía,
que a alguno de los principales, conocido, respetado y estimado le encargues
que lleve tu mensaje para que le crean porque yo soy un hombrecillo, soy
un cordel, soy una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy gente menuda."
-Estas palabras, aparentemente autodenigratorias, no son el resultado de
un complejo de inferioridad de parte de Juan Diego, sino un reflejo de la
etiqueta indígena, ya que se usaban al recibir una tarea honrosa como
la de Tlatoani. Es como oimos actualmente "realmente no soy digno" al recibir
una presea- y Tú. Niña mía, la más pequeña
de mis hijas, Señora, me envías a un lugar por no ando y donde
no paro. Perdóname que te cause gran pesadumbre y caiga en tu enojo,
Señora y Dueña mía".
Le respondió la Santísima Virgen. "Oye, hijo mío el
más pequeño, ten entendido que son muchos mis servidores y
mensajeros, a quienes puedo encargar que lleven mi mensaje y hagan mi voluntad;
pero es de todo punto preciso que tú mismo solicites y ayudes y que
con tu mediación se cumpla mi voluntad. Mucho te ruego, hijo mío
el más pequeño, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana
a ver al obispo. Dale parte en mi nombre y hazle saber por entero mi voluntad,
que tiene que poner por obra el templo que le pido. Y otra vez dile que yo
en persona, la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, te envía".
Respondió Juan Diego: "Señora y Niña mía,
no te cause yo aflicción; de muy buena gana iré a cumplir tu
mandado; de ninguna manera dejaré de hacerlo ni tengo por penoso el
camino. Iré a hacer tu voluntad; pero acaso no seré oído
con agrado; o si fuere oído, quizás no se me creerá.
Mañana en la tarde, cuando se ponga el sol, vendré a dar razón
de tu mensaje con lo que responda el prelado. Ya de ti me despido, Hija mía
la más pequeña, mi Niña y Señora. Descansa entre
tanto". Luego se fué él a descansar a su casa.
Al día siguiente, domingo muy de madrugada, salió
de su casa y se vino derecho a Tlatilolco, a instruirse de las cosas divinas
y estar presente en la cuenta para ver enseguida al prelado. Casi a las diez,
se presentó después de que oyó misa y se hizo la cuenta
y se dispersó el gentío. Al punto se fue Juan Diego al palacio
del señor obispo. Apenas llegó, hizo todo empeño por
verlo, otra vez con mucha dificultad le vio: se arrodilló a sus pies;
se entristeció y lloró al exponerle el mandato de la Señora
del Cielo; que ojalá que creyera su mensaje, y la voluntad de la Inmaculada,
de erigirle su templo donde manifestó que lo quería.
El señor Obispo, para cerciorarse, le preguntó
muchas cosas, dónde la vio y cómo era; y él refirió
todo perfectamente al señor obispo. Mas aunque explicó con
precisión la figura de ella y cuanto había visto y admirado,
que en todo se descubría ser ella la siempre Virgen Santísima
Madre del Salvador Nuestro Señor Jesucristo; sin embargo, no le dió
crédito y dijo que no solamente por su plática y solicitud
se había de hacer lo que pedía; que, además, era muy
necesaria alguna señal; para que se le pudiera creer que le enviaba
la misma Señora del Cielo.
Así que lo oyó, dijo Juan Diego al obispo; "Señor,
mira cuál ha de ser la señal que pides; que luego iré
a pedírsela a la Señora del Cielo que me envía acá".
Viendo el obispo que ratificaba todo, sin dudar, ni retractar
nada, le despidió. Mando inmediatamente a unas gentes de su casa en
quienes se podía confiar, que le vinieran siguiendo y vigilando mucho
a dónde iba y a quien veía y hablaba. Así se hizo.
-Al aceptar Juan Diego con toda naturalidad traer una señal de la
virgen, Zumárraga se impresionó sin dejar de dudar. Por eso
mandó que lo siguieran, pero la Virgen María no quería
testigos inoportunos y Juan diego se les perdió de vista.
Juan Diego se vino derecho y caminó por la calzada; los
que venían tras él, donde pasa la barranca, cerca del puente
Tepeyácac, lo perdieron; y aunque más buscaron por todas partes,
en ninguna le vieron. Así es que regresaron, no solamente porque se
fastidiaron, sino también porque les estorbó su intento y les
dio enojo. Eso fueron a informar al señor obispo, inclinándole
a que no le creyera, le dijeron que no mas le engañaba; que no más
forjaba lo que venía a decir, o que únicamente soñaba
1o que decía y pedía; y en suma discurrieron que si otra vez
volvía, le habían de coger y castigar con dureza, para que
nunca más mintiera y engañara.
Tercera aparición
Entre tanto, Juan Diego estaba con la Santísima Virgen,
diciéndole la respuesta que traía del señor obispo;
la que oída por la Señora, le dijo: "Bien está, hijo
mío, volverás aquí mañana para que lleves al
obispo la señal que te ha pedido; con eso te creerá y acerca
de esto ya no dudará ni de ti sospechará y sábete, hijito
mío, que yo te pagaré tu cuidado y el trabajo y cansancio que
por mí has impendido; vete ahora; que mañana aquí te
aguardo".
Al día siguiente, lunes, cuando tenía que llevar
Juan Diego alguna señal para ser creído, ya no volvió.
Porque cuando llegó a su casa, a un tío que tenía, llamado
Juan Bernardino, le había dado la enfermedad, y estaba muy grave.
Primero, fue a llamar a un médico y le auxilió; pero ya no
era tiempo, ya estaba muy grave. Por la noche, le rogó su tío
que de madrugada saliera, y viniera a Tlatilolco a llamar aun sacerdote,
que fuera a confesarle y disponerle, porque estaba muy cierto de que era
tiempo de morir y que ya no se levantaría ni sanaría. -Notable
el grado de evangelización logrado por los misioneros en los indígenas
en tan poco tiempo. Ejemplo para los tiempos actuales en que los últimos
Sacramentos son olvidados frecuentemente.
El martes, muy de madrugada, se vino Juan Diego de su casa a
Tlatilolco a llamar al sacerdote; y cuando venía llegando al camino
que sale junto a la ladera del cerrillo del Tepeyácac, hacia el poniente,
por donde tenía costumbre de pasar, dijo: "Si me voy derecho, no sea
que me vaya a ver la Señora, y en todo caso me detenga, para que lleve
la señal al prelado, según me previno: que primero nuestra
aflicción nos deje y primero llame yo de prisa al sacerdote; el pobre
de mi tío lo está ciertamente aguardando". Luego, dio vuelta
al cerro, subió por entre él y pasó al otro lado, hacia
el oriente, para llegar pronto a México y que no le detuviera la Señora
del Cielo.
-¡Ejemplo maravilloso nos da Juan Diego de la primacía
de la caridad! Prefiere auxiliar a Juan Bernardino que encontrarse con la
Reina del Cielo.
Cuarta aparición
Pensó que por donde dio vuelta, no podía verle
la que está mirando bien a todas partes. La vio bajar de la cumbre
del cerrillo y que estuvo mirando hacia donde antes él la veía.
Salió a su encuentro a un lado del cerro y le dijo: "¿Qué
hay, hijo mío el más pequeño? ¿a donde vas?"
¿Se apenó él un poco o tuvo vergüenza,
o se asustó? Juan Diego se inclinó delante de ella; y le saludó,
diciendo. "Niña mía, la más pequeña de mis hijas.
Señora, ojalá estés contenta. ¿Cómo has
amanecido? ¿estás bien de salud, Señora y Niña
mía? Voy a causarte aflicción: sabe, Niña mía,
que está muy malo un pobre siervo tuyo, mi tío; le ha dado
la peste, y está para morir. Ahora voy presuroso a tu casa de México
a llamar uno de los sacerdotes amados de Nuestro Señor, que vaya a
confesarle y disponerle; porque desde que nacimos, venidos a aguardar el
trabajo de nuestra muerte.
Pero si voy a hacerlo, volveré luego otra vez aquí, para ir
a llevar tu mensaje. Señora y Niña mía, perdóname;
tenme por ahora paciencia; no te engaño, Hija mía la más
pequeña; mañana vendré a toda prisa".
-Bastarían estas palabras para demostrar que el relato jamás
pudo ser una ficción española para convertir a los indígenas.
Nunca un español hubiera orado así. Se conservan muchas oraciones
en náhuatl redactadas por los misioneros pero ninguna, ni de lejos
se aproxima a la frescura e inocencia tan infantiles y amorosas, típicas
de la cortesía náhuatl, que aún en nuestro tiempo los
mexicanos usamos para hablar a la Virgen de Guadalupe.
Después de oír la plática de Juan Diego,
respondió la piadosísima Virgen. "Oye y ten entendido, hijo
mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige,
no se turbe tu corazón, no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad
y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No
estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás
por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No
te apene ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío,
que no morirá ahora de ella: está seguro de que ya sanó".
(Y entonces sanó su tío según después se supo).
Cuando Juan Diego oyó estas palabras de la Señora del Cielo,
se consoló mucho; quedó contento. Le rogó que cuanto
antes le despachara a ver al señor obispo, a llevarle alguna señal
y prueba; a fin de que le creyera. La Señora del Cielo le ordenó
luego que subiera a la cumbre del cerrillo, donde antes la veía. Le
dijo. "Sube, hijo mío el más pequeño, a la cumbre del
cerrillo, allí donde me viste y te di órdenes, hallarás
que hay diferentes flores; córtalas, júntalas, recógelas;
en seguida baja y tráelas a mi presencia".
Al punto subió Juan Diego al cerrillo y cuando llegó
a la cumbre se asombró mucho de que hubieran brotado tantas variadas,
exquisitas rosas de Castilla, antes del tiempo en que se dan, porque a la
sazón se encrudecía el hielo; estaban muy fragantes y llenas
de rocío, de la noche, que semejaba perlas preciosas. Luego empezó
a cortarlas; las juntó y las echó en su regazo. Bajó
inmediatamente y trajo a la Señora del Cielo las diferentes rosas
que fue a cortar; la que, así como las vió, las cogió
en su mano y otra vez se las echó en el regazo - diciéndole:
"Hijo mío el más pequeño, esta diversidad de rosas es
la prueba y señal que llevarás al obispo. Le dirás en
mi nombre que vea en ella mi voluntad y que él tiene que cumplirla.
Tú eres mi embajador, muy digno de confianza. Rigurosamente te ordeno
que sólo delante del obispo despliegues tu manta y descubras lo que
llevas. Contarás bien todo: dirás que te mandé subir
a la cumbre del cerrillo que fueras a cortar flores; y todo lo que viste
y admiraste; para que puedas inducir al prelado a que dé su ayuda,
con objeto de que se haga y erija el templo que he pedido".
Después que la Señora del Cielo le dio su consejo,
se puso en camino por la calzada que viene derecho a México: ya contento
y seguro de salir bien, trayendo con mucho cuidado lo que portaba en su regazo,
no fuera que algo se le soltara de las manos, y gozándose en la fragancia
de las variadas hermosas flores.
Al llegar al palacio del obispo, salieron a su encuentro el
mayordomo y otros criados del prelado. Les rogó le dijeran que deseaba
verle, pero ninguno de ellos quiso, haciendo como que no le oían,
sea porque era muy temprano, sea porque ya le conocían, que sólo
los molestaba, porque les era importuno; y, además, ya les habían
informado sus compañeros, que le perdieron de vista, cuando habían
ido en su seguimiento. Largo rato estuvo esperando. Ya que vieron que hacía
mucho que estaba allí, de pie, cabizbajo, sin hacer nada, por si acaso
era llamado; y que al parecer traía algo que portaba en su regazo,
se acercaron a él para ver lo que traía y satisfacerse.
Viendo Juan Diego que no les podía ocultar lo que traía
y que por eso le habían de molestar, empujar o aporrear, descubrió
un poco que eran flores, y al ver que todas eran diferentes rosas de Castilla,
y que no era entonces el tiempo en que se daban, se asombraron muchísimo
de ello, lo mismo de que estuvieran muy frescas, tan abiertas, tan fragantes
y tan preciosas. Quisieron coger y sacarle algunas; pero no tuvieron suerte
las tres veces que se atrevieron a tomarlas; no tuvieron suerte, porqué
cuando iban a cogerlas, ya no veían verdaderas flores, sino que les
parecían pintadas o labradas o cosidas en la manta.
Fueron luego a decir al obispo lo que habían visto y que pretendía
verle el indito que tantas veces a había venido; el cual hacía
mucho que por eso aguardaba, queriendo verle. Cayó, al oírlo
el señor obispo, en la cuenta de que aquello era la prueba, para que
se certificara y cumpliera lo que solicitaba el indito. En seguida mandó
que entrara a verle.
Luego que entró, se humilló delante de él,
así como antes lo hiciera, y contó de nuevo todo lo que había
visto y admirado, y también su mensaje, Dijo: "Señor, hice
lo que me ordenaste, que fuera a decir a mi Ama, la Señora del Cielo,
Santa María, preciosa Madre de Dios, que pedías una señal
para poder creerme que le has de hacer el templo donde ella te pide que lo
erijas; y además le dije que yo te había dado mi palabra de
traerte alguna señal y prueba, que me encargaste, de su voluntad.
Condescendió a tu recado y acogió benignamente lo que pides,
alguna señal y prueba para que se cumpla su voluntad. Hoy muy temprano
me mandó que otra vez viniera a verte; le pedí la señal
para que me creyeras, según me había dicho que me la daría;
y al punto lo cumplió; me despachó a la cumbre del cerrillo,
donde antes yo la viera, a que fuese a cortar varias rosas de Castilla. Después
me fui a cortarlas, las traje abajo; las cogió con su mano y de nuevo
las echó en mi regazo, para que te las trajera ya ti en persona te
las diera. Aunque yo sabía bien que la cumbre del cerrillo no es lugar
en que se den flores, porque sólo hay muchos riscos, abrojos, - espinas,
nopales y mezquites, no por eso dudé; cuando fui llegando a la cumbre
del cerrillo miré que estaba en el paraíso, donde había
juntas todas las varias y exquisitas rosas de Castilla, brillantes de rocío
que luego fui a cortar. Ella me dijo porqué te las había de
entregar; y así lo hago, para que en ellas veas la señal que
pides y cumplas su voluntad; y también para que aparezca la verdad
de mi palabra y de mi mensaje. Hélas aquí: recíbelas".
Desenvolvió luego su blanca manta, pues tenía
en su regazo las flores; y así que se esparcieron por el suelo todas
las diferentes rosas de Castilla, se dibujó en ella y apareció
de repente la preciosa imagen de la siempre Virgen Santa María, Madre
de Dios, de la manera que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyácac,
que se nombra Guadalupe.
Luego que la vio el señor obispo, él y todos
los que allí estaban se arrodillaron; mucho la admiraron; se levantaron;
se entristecieron y acongojaron, mostrando que la contemplaron con el corazón
y el pensamiento.
El señor Obispo, con lágrimas de tristeza oró
y pidió perdón de no haber puesto en obra su voluntad y su
mandato. Cuando se puso en pie, desató del cuello de Juan Diego, del
que estaba atada, la manta en que se dibujó y apareció la Señora
del Cielo. Luego la llevó y fue a ponerla en su oratorio. Un día
más permaneció Juan Diego en la casa del obispo que aún
le detuvo. Al día siguiente, le dijo: "Id, a mostrar dónde
es voluntad de la Señora del Cielo que le erija su templo". Inmediatamente
se convidó a todos para hacerlo.
No bien Juan Diego señaló dónde había
mandado la Señora del Cielo que se levantara su templo, pidió
licencia de irse. Quería ahora ir a su casa a ver a su tío
Juan Bernardino, el cual estaba muy grave, cuando le dejó y vino a
Tlatilolco a llamar un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, y
le dijo la Señora del Cielo que ya había sanado. Pero no le
dejaron ir solo, sino que le acompañaron a su casa.
Al llegar, vieron a su tío que estaba muy contento y
que nada le dolía. Se asombró mucho de que llegara acompañado
y muy honrado su sobrino, a quien preguntó la causa de que así
lo hicieran y que le honraran mucho. Le respondió su sobrino que,
cuando partió a llamar al sacerdote que le confesara y dispusiera,
se le apareció en el Tepeyácac la Señora del Cielo;
la que, diciéndole que no se afligiera, que ya su tío estaba
bueno, con que mucho se consoló, le despachó a México,
a ver al señor obispo para que le edificara una casa en el Tepeyácac.
Manifestó su tío ser cierto que entonces le sanó
y que la vio del mismo modo en que se aparecía a su sobrino; sabiendo
por ella que le había enviado a México a ver al obispo. También
entonces le dijo la Señora que, cuando él fuera a ver al obispo,
le revelara lo que vio y de qué manera milagrosa le había sanado;
y que bien la nombraría, así como bien había de nombrarse
su bendita imagen, la siempre Virgen Santa María de Guadalupe.
Trajeron luego a Juan Bernardino a presencia del señor
obispo; a que viniera a informarle y atestiguara delante de él. A
entrambos, a él y a su sobrino, los hospedó el obispo en su
casa algunos días, hasta que se erigió el templo de la Reina
del Tepeyácac, donde la vio Juan Diego.
El señor Obispo trasladó a la Iglesia Mayor la
santa imagen de la amada Señora del Cielo; la sacó del oratorio
de su palacio, donde estaba, para que toda la gente viera y admirara su bendita
imagen. La ciudad entera se conmovió: venía a ver y admirar
su devota imagen, y a hacerle oración. Mucho le maravillaba que se
hubiese aparecido por milagro divino; porque ninguna persona de este mundo
pintó su preciosa "imagen".