Pacem in Terris
SOBRE LA PAZ ENTRE TODOS LOS PUEBLOS
Carta Encíclica del Papa JUAN XXIII promulgada el 11 de Abril de 1963
La paz en la tierra, profunda aspiración de los hombres en todo tiempo,
no se puede establecer ni asegurar si no se guarda íntegramente el
orden establecido por Dios.
2. El progreso de las ciencias y los inventos de la técnica nos manifiestan,
ya el maravilloso orden que reina en los seres vivos y en las fuerzas de
la naturaleza, ya la excelencia del hombre que descubre este orden y crea
los medios aptos para adueñarse de aquellas fuerzas y reducirlas a
su servicio.
3. Pero los progresos científicos y los inventos técnicos nos
muestran, ante todo, la grandeza infinita de Dios, Creador del universo y
del hombre. Ha creado el universo, derramando en él los tesoros de
su sabiduría y de su bondad, que el Salmista celebra así: Señor,
Señor nuestro, ¡cuán admirable es tu nombre sobre toda
la tierra![1]. ¡Cuán grandes son tus obras! Todo lo has hecho
con sabiduría[2]. También ha creado Dios al hombre inteligente
y libre a imagen y semejanza suya[3], constituyéndole como señor
de todas las cosas, según exclama el mismo Salmista: Has hecho al
hombre un poco inferior a los ángeles, le has coronado de gloria y
honor, y lo has colocado sobre las obras de tus manos. Todo lo has puesto
bajo sus pies[4].
EL ORDEN EN LOS SERES HUMANOS
4. ¡Cómo contrasta, en cambio, con este maravilloso orden del
universo aquel desorden que reina no sólo entre los individuos, sino
también entre los pueblos! Parece como si sus relaciones no pudieran
regirse sino por la fuerza.
5. Sin embargo, el Creador ha impreso el orden aun en lo más íntimo
de la naturaleza del hombre: orden, que la conciencia descubre y manda perentoriamente
seguir. Los hombres muestran escrita en sus corazones la obra de la ley,
siendo testigo su propia conciencia[5]. Mas ¿cómo podría
ser de otro modo? Todas las obras de Dios son un reflejo de su sabiduría
infinita; reflejo, tanto más luminoso cuanto más altas se hallan
en la escala de las perfecciones[6].
6. Un error, en el que se incurre con bastante frecuencia, está en
el hecho de que muchos piensan que las relaciones entre los hombres y sus
respectivas comunidades políticas pueden regularse con las mismas
leyes propias de las fuerzas y seres irracionales que constituyen el universo;
pero las leyes que regulan las relaciones humanas son de otro género
y han de buscarse allí donde Dios las ha dejado escritas, esto es,
en la naturaleza del hombre.
7. Son, en efecto, estas leyes las que indican claramente cómo los
individuos han de regular sus mutuas relaciones en la convivencia humana;
las relaciones de los ciudadanos con la autoridad pública, dentro
de cada comunidad política; las relaciones entre esas mismas comunidades
políticas; finalmente, las relaciones entre ciudadanos y comunidades
políticas de una parte y aquella comunidad mundial de otra, cuya urgente
constitución es hoy tan reclamada por las exigencias del bien universal.
I. EL ORDEN ENTRE LOS SERES HUMANOS
TODO SER HUMANO ES PERSONA
8. Ante todo, es preciso hablar del orden que debe reinar entre los hombres.
9. En toda convivencia humana bien organizada y fecunda se debe colocar como
fundamento el principio de que todo ser humano es persona, es decir, una
naturaleza dotada de inteligencia y de voluntad libre; y, por lo tanto, de
esa misma naturaleza directamente nacen al mismo tiempo derechos y deberes
que, por ser universales e inviolables, son también absolutamente
inalienables[7].
10. Y si consideramos la dignidad de la persona humana a la luz de las verdades
reveladas por Dios, obligado es que la estimemos todavía mucho más,
puesto que el hombre ha sido redimido por la Sangre de Jesucristo, la gracia
sobrenatural le ha hecho hijo y amigo de Dios y le ha constituido heredero
de la gloria eterna.
LOS DERECHOS
A LA EXISTENCIA
11. Concretando ya los derechos humanos, todo ser humano tiene el derecho
a la existencia, a la integridad física, a los medios indispensables
y suficientes para un nivel de vida digno, especialmente en cuanto se refiere
a la alimentación, al vestido, a la habitación, al descanso,
a la asistencia sanitaria, a los necesarios servicios sociales. De ahí
el derecho a la seguridad en caso de enfermedad, de invalidez, de viudez,
de vejez, de paro y en cualquier otra eventualidad de pérdida de los
medios de subsistencia por circunstancias ajenas a su voluntad[8].
A LOS VALORES MORALES Y CULTURALES
12. Todo ser humano tiene derecho natural al debido respeto de su persona,
a la buena reputación, a la libertad para buscar la verdad y, dentro
de los límites del orden moral y del bien común, a manifestar
y defender sus ideas, a cultivar cualquier arte y, finalmente, a tener una
objetiva información de los sucesos públicos.
13. De la naturaleza humana nace también el derecho a participar en
los bienes de la cultura y, por lo tanto, el derecho a una instrucción
fundamental y a una formación técnico-profesional conforme
al grado de desarrollo de la propia comunidad política. Y para esto
a todos se debe facilitar el acceso a los grados más altos de la instrucción
según sus méritos personales, de tal manera que los hombres,
en cuanto sea posible, puedan ocupar puestos de responsabilidad en la vida
social, todo ello según sus aptitudes y capacidades adquiridas[9].
DE HONRAR A DIOS
14. Entre los derechos del hombre se ha de reconocer también el de
honrar a Dios según el dictamen de su propia conciencia y profesar
privada y públicamente la religión. Claramente enseña
Lactancio: Recibimos la existencia para ofrecer a Dios que nos la concede
el justo homenaje que se le debe, para buscar a El solo, para seguirle. Esta
obligación de piedad filial nos une y liga con El, de donde el nombre
de religión se deriva[10].
Y sobre esto afirmaba Nuestro Predecesor León XIII, de i. m.: La verdadera
libertad, la libertad digna de los hijos de Dios, y que con mayor decoro
ampara a la libertad humana, está por encima de toda injusticia y
violencia, y siempre fue deseada y singularmente amada por la Iglesia. Semejante
libertad es la que reclamaron para sí los Apóstoles, la confirmaron
con sus escritos los apologistas, la consagraron con su sangre los mártires
en un número crecidísimo[11].
A LA ELECCIÓN DE ESTADO
15. Los seres humanos tienen, además, derecho a la libertad de elegir
el propio estado y, por consiguiente, a crear una familia con paridad de
derechos y de deberes entre hombre y mujer, o también a seguir la
vocación al sacerdocio o a la vida religiosa[12].
16. La familia, fundada sobre el matrimonio contraído libremente,
uno e indisoluble, es y ha de ser considerada como el núcleo primario
y natural de la sociedad. De donde se sigue que se la debe atender con mucha
diligencia no sólo en la parte económica y social, sino también
en la cultural y moral, que consolidan su unidad y facilitan el cumplimiento
de su misión peculiar.
17. A los padres corresponde, en primer lugar, el derecho de mantener y educar
a sus propios hijos[13].
DERECHOS EN EL ORDEN ECONÓMICO
18. Pasando ahora el campo de los problemas económicos, claro es que
la misma naturaleza ha conferido al hombre el derecho no sólo a que
se le ofrezca trabajo, sino también a que él lo elija libremente[14].
19. A estos derechos va inseparablemente unido el derecho, en el trabajo,
a condiciones tales que no sufran daño la integridad física
ni las buenas costumbres, y que no comprometan el normal desarrollo de los
jóvenes; y, por lo que toca a la mujer, el derecho a condiciones de
trabajo conciliables con sus exigencias y con los deberes de esposa y de
madre[15].
20. De la dignidad de la persona humana brota también el derecho a
desarrollar las actividades económicas según las normales condiciones
de la responsabilidad personal[16].
Y de un modo especial se ha de poner de relieve el derecho del obrero a una
retribución del trabajo determinada según los criterios de
la justicia y, por lo tanto, que, atendidas las posibilidades de la riqueza,
sea suficiente para que el trabajador y su familia se mantengan en un nivel
de vida que responda a la dignidad humana.
Ya lo decía Nuestro Predecesor Pío XII, de f. m.: Al deber
personal del trabajo impuesto por la naturaleza corresponde y sigue el derecho
natural de cada individuo para convertir el trabajo en el medio de proveer
a su propia vida y a la de sus hijos. ¡Tan altamente está ordenado
a la conservación del hombre el imperio sobre la naturaleza![17].
21. De la naturaleza humana brota también el derecho a la propiedad
privada sobre los bienes, aun sobre los bienes de producción: y según
ya hemos enseñado en otra ocasión, este derecho constituye
un medio apropiado para la afirmación de la persona humana y el ejercicio
de la responsabilidad en todos los campos; un elemento de consistencia y
de serenidad para la vida familiar y de pacífico y ordenado progreso
en la convivencia[18].
22. Por lo demás, siempre se debe recordar que al derecho de propiedad
privada le va inherente una función social[19].
DE ASOCIACIÓN
23. De la intrínseca sociabilidad de los seres humanos surge el derecho
de reunión y de asociación, como también el derecho
de dar a las asociaciones la estructura más conveniente para obtener
sus objetivos y el derecho a moverse dentro de ellas por la propia iniciativa
y responsabilidad para que las asociaciones alcancen la finalidad deseada[20].
24. Ya en la encíclica Mater et Magistra insistíamos en la
necesidad insustituible de la creación de un buen número de
asociaciones y entidades intermedias para la consecución de objetivos
que los particulares por sí solos no pueden alcanzar eficazmente.
Esas entidades y asociaciones deben considerarse como absolutamente necesarias
para asegurar a la persona humana una suficiente esfera de libertad y de
responsabilidad[21].
DE EMIGRACIÓN E INMIGRACIÓN
25. Todo hombre tiene derecho a la libertad de movimiento y de residencia
dentro de la comunidad política en la que es ciudadano; mas también
tiene derecho a emigrar hacia otras comunidades políticas y establecerse
en ellas cuando así lo aconsejen justas causas[22]. El hecho de pertenecer
a una determinada Comunidad política de ninguna manera impide el ser
miembro de la familia humana y pertenecer en calidad de ciudadano a la comunidad
mundial.
POLÍTICOS
26. A la misma dignidad de la persona humana va unido el derecho a tomar
parte activa en la vida pública y el de contribuir personalmente al
bien común.
El hombre como tal -decía Nuestro Predecesor, de f. m., Pío
XII- lejos de ser el objeto y un elemento pasivo de la vida social es, por
lo contrario, y debe ser y permanecer, su sujeto, su fundamento y su fin[23].
27. Otro derecho fundamental de la persona humana es la defensa jurídica
de sus propios derechos: protección eficaz, igual para todos y conforme
a las normas objetivas de la justicia. Por ello insistía el mismo
Pío XII, Nuestro Predecesor: Del orden jurídico querido por
Dios nace el inalienable derecho del hombre a la seguridad jurídica,
y por ello a una esfera concreta de derechos protegida contra todo ataque
arbitrario[24].
LOS DEBERES
CORRELACIÓN ENTRE DERECHOS Y DEBERES
28. Los derechos naturales hasta aquí recordados se hallan inseparablemente
unidos en la persona que los posee con otros tantos deberes; y, unos y otros,
tienen en la ley natural, que los confiere o los impone, su raíz,
su persistencia y su fuerza indestructible.
29. Al derecho de todo hombre a la existencia, por ejemplo, corresponde el
deber de conservar la vida; al derecho a un nivel de vida digno, el deber
de vivir decorosamente; y, al derecho a la libertad de buscar la verdad,
el deber de investigarla siempre más amplia y profundamente.
RECIPROCIDAD DE DERECHOS Y DE DEBERES
30. Esto supuesto, también en la humana convivencia, a un determinado
derecho natural de cada uno corresponde la obligación, en los demás
de reconocérselo y respetárselo. Porque todo derecho fundamental
recibe su fuerza moral de la ley natural que lo confiere a la par que impone
a los demás el correlativo deber. Así, pues, los que al reivindicar
sus derechos se olvidan de sus deberes o no les dan la conveniente importancia,
se asemejan a los que deshacen con una mano lo que construyen con la otra.
MUTUA COLABORACIÓN
31. Al ser los hombres por naturaleza sociables, deben vivir los unos con
los otros y procurar los unos el bien de los demás. Por eso una convivencia
humana bien organizada exige que se reconozcan y se respeten los derechos
y deberes mutuos. De aquí se sigue que cada uno debe aportar generosamente
su colaboración para crear un orden colectivo ciudadano, en el que
así los derechos como los deberes se ejerciten cada vez con la mayor
diligencia y utilidad.
32. No basta, por ejemplo, reconocer al hombre el derecho a las cosas necesarias
para la vida si no se le procura, en la medida de lo posible, que todas esas
cosas las tenga con suficiencia.
33. Añádase que la sociedad humana no sólo ha de ser
ordenada, sino que también ha de aportar copiosos frutos a sus miembros.
Ello exige que los hombres reconozcan y cumplan mutuamente sus derechos y
obligaciones, pero también que todos colaboren, a una, en las muchas
empresas que el progreso actual hace posibles, deseables o necesarias.
EN ACTITUD DE RESPONSABILIDAD
34. La dignidad de la persona humana exige, además, que el hombre,
en su actuación, proceda consciente y libremente. Por ello, en la
convivencia con sus conciudadanos ha de respetar los derechos, cumplir las
obligaciones, actuar en las mil formas posibles de colaboración en
virtud de decisiones personales, es decir, tomadas por convicción,
por propia iniciativa, en actitud de responsabilidad y no en fuerza de imposiciones
o presiones procedentes las más de las veces de fuera. Una convivencia
fundada tan sólo sobre la fuerza no es humana. En ella, efectivamente,
las personas se ven privadas de la libertad en vez de sentirse estimuladas,
en la forma conveniente, a desenvolverse y perfeccionarse a sí mismas.
CONVIVENCIA
35. La convivencia entre los hombres será consiguientemente ordenada,
fructífera y propia de la dignidad de la persona humana si se funda
sobre la verdad, según la recomendación del apóstol
San Pablo: Deponiendo la mentira, hablad la verdad cada uno con su prójimo,
porque somos miembros unos de otros[25]. Ello ocurrirá cuando cada
uno reconozca debidamente los recíprocos derechos y las correspondientes
obligaciones. Esta convivencia así descrita llegará a ser real
cuando los ciudadanos respeten efectivamente aquellos derechos y cumplan
las respectivas obligaciones; cuando estén vivificados por tal amor,
que sientan como propias las necesidades ajenas y hagan a los demás
participantes de los propios bienes; finalmente, cuando todos los esfuerzos
se aúnen para hacer siempre más viva entre todos la comunicación
de valores espirituales en el mundo. Ni basta esto tan sólo, pues
la convivencia entre los hombres debe estar integrada por la libertad, es
decir, en el modo que conviene a la dignidad de seres racionales que, por
ser tales, deben asumir la responsabilidad de las propias acciones.
36. La convivencia humana, Venerables Hermanos y amados hijos, es y debe
ser considerada, sobre todo, como una realidad espiritual; como comunicación
de conocimientos en la luz de la verdad, como ejercicio de derechos y cumplimiento
de obligaciones, como impulso y llamada hacia el bien moral, como noble disfrute
en común de la belleza en todas sus legítimas expresiones,
como permanente disposición a comunicar los unos con los otros lo
mejor de sí mismos, como anhelo de una mutua y cada vez más
rica asimilación de valores espirituales de los demás. Valores
en los que encuentren su perenne vivificación y su orientación
fundamental las manifestaciones culturales, el mundo de la economía,
las instituciones sociales, los movimientos y las teorías políticas,
los ordenamientos jurídicos y todos los demás elementos exteriores
en que se articula y se expresa la convivencia en su incesante desarrollo.
ORDEN MORAL
37. El orden que rige en la convivencia entre los seres humanos es de naturaleza
moral. Efectivamente, se trata de un orden que se apoya sobre la verdad,
debe realizarse según la justicia, exige ser vivificado y completado
por el amor mutuo y, finalmente, encuentra en la libertad un equilibrio cada
día más razonable y más humano.
38. Ahora bien, este orden moral -universal, absoluto e inmutable en sus
principios- encuentra su exclusivo fundamento en el verdadero Dios, personal
y trascendente.
El es la Verdad primera y el sumo Bien; y, por lo tanto, la fuente más
profunda de la que puede extraer su genuina vitalidad una sociedad ordenada,
fecunda y que corresponda a la dignidad de las personas humanas que la componen[26].
Con toda claridad se expresa Santo Tomás a este respecto: La voluntad
humana tiene como regla y como medida de su grado de bondadla razón
del hombre; ésta recibe su autoridad de la ley eterna, que no es sino
la razón divina… De donde resulta muy claro que la bondad de la voluntad
humana depende aún más de la ley eterna que de la razón
humana[27].
SEÑALES DE LOS TIEMPOS
39. Tres son las notas que caracterizan a nuestro tiempo.
40. Ante todo, advertimos que las clases trabajadoras gradualmente han avanzado
así en el campo económico como en el social. En las primeras
fases de su movimiento promocional los obreros concentraban su acción
en reivindicar derechos de contenido principalmente económico-social;
después la extendieron a derechos de naturaleza política, y,
finalmente, al derecho de participar en los bienes propios de una más
elevada cultura. Ahora, y en todas las comunidades nacionales, está
viva en los obreros la exigencia de no ser tratados nunca por los demás
arbitrariamente como objetos privados de razón y libertad, sino como
sujetos o personas en todos los sectores de la sociedad humana, esto es,
en los sectores económico-sociales, en el de la vida pública
y en el de la cultura.
41. En segundo lugar, viene un hecho de todos conocido: el ingreso de la
mujer en la vida pública, más aceleradamente acaso en los pueblos
que profesan la fe cristiana, más lentamente, pero siempre en gran
escala, en países de tradiciones y culturas distintas. En la mujer
se hace cada vez más clara y operante la conciencia de su propia dignidad.
Sabe ella que no puede consentir el ser considerada y tratada como cosa inanimada
o como un instrumento; exige ser considerada como persona, en paridad de
derechos y obligaciones con el hombre, así en el ámbito de
la vida doméstica como en el de la vida pública, como corresponde
a las personas humanas.
42. Finalmente, la familia humana, en la actualidad, presenta una configuración
social y política profundamente transformada. Porque todos los pueblos
o ya han conseguido su libertad, o están en vías de conseguirla;
así que en un próximo plazo ya no habrá pueblos que
dominen a los demás ni pueblos que obedezcan a potencias extranjeras.
43. Los hombres de todos los países o son ciudadanos de un Estado
autónomo e independiente, o están para serlo. A nadie le gusta
sentirse súbdito de poderes políticos ajenos a la propia comunidad.
Puesto que en nuestro tiempo resulta vieja ya aquella mentalidad secular,
por la que unas determinadas clases de hombres se veían en un lugar
inferior, mientras otras reclamaban el primer puesto en virtud de una privilegiada
situación económica y social, o del sexo, o de la posición
política.
44. Al contrario, doquier ha penetrado y ha llegado a imponerse la persuasión
de que todos los hombres, por razón de la dignidad de su naturaleza,
son iguales entre sí. Y así las discriminaciones raciales,
por lo menos en el terreno doctrinal, ya no encuentran justificación
alguna; lo cual es de una importancia extraordinaria para la instauración
de una convivencia humana conforme a los principios anteriormente expuestos.
Cuando en un hombre surge la conciencia de los derechos propios es imprescindible
que surja también la conciencia de las propias obligaciones: y así
quien tiene algún derecho tiene asimismo, como expresión de
su dignidad, la obligación de reclamarlo; y los demás hombres
tienen el deber de reconocerlo y respetarlo.
45. Y cuando las relaciones de la convivencia se ponen en términos
de derechos y obligaciones, los hombres penetran en el mundo de los valores
espirituales, y comprenden qué es la libertad, la justicia, el amor,
la libertad y adquieren conciencia de ser
II. RELACIONES ENTRE LOS HOMBRES Y LOS PODERES PÚBLICOS DENTRO DE
LAS COMUNIDADES POLÍTICAS
NECESIDAD Y ORIGEN DIVINO DE LA AUTORIDAD
46. La convivencia entre los hombres no puede ser ordenada y fecunda si no
la preside una legítima autoridad que salvaguarde la ley y contribuya
a la realización del bien común en grado suficiente.
Su autoridad, según enseña San Pablo, sólo de Dios la
tienen: No hay autoridad que no venga de Dios[28]. Enseñanza del Apóstol,
explicada así por San Juan Crisóstomo: ¿Qué dices?
¿Acaso todos y cada uno de los gobernantes son constituidos por Dios
en su función? Yo no afirmo eso, responderá Pablo; yo no hablo
de los individuos revestidos del poder, sino propiamente de su mandato. Que
haya poderes públicos, que unos hombres manden y otros obedezcan y
que esto no sucede al acaso, eso es lo que yo digo ser institución
de la divina sabiduría[29]. Que es tanto como decir: Puesto que Dios
ha creado a los hombres sociables por naturaleza, y como ninguna sociedad
puede subsistir ni permanecer si no hay quien a todos presida y mueva a cada
uno con un mismo impulso eficaz y encaminado al bien común, síguese
de ahí que a toda humana sociedad le es necesaria una autoridad que
la dirija; autoridad que, como la misma sociedad, surge y emana de la naturaleza
y, por lo tanto, viene de Dios mismo[30].
47. Mas la autoridad misma no está libre de toda ley; más aún,
como quiera que su facultad de mandar nace de la recta razón, se sigue
que la fuerza obligatoria procede del orden moral, el cual, a su vez, se
funda en Dios, primer principio y último fin suyo.
Acerca de lo cual así amonesta Nuestro Predecesor, de f. m., Pío
XII: El mismo orden absoluto de los seres vivientes y el fin mismo del hombre
-como persona autónoma, o sea, como sujeto de deberes y de derechos
inviolables, del hombre que es origen y fin de la sociedad- abraza también
al Estado como sociedad necesaria, revestida de autoridad, sin la cual no
podría ni existir ni vivir… Y puesto que aquel orden absoluto, a la
luz de la sana razón, y concretamente de la fe cristiana, no puede
tener otro origen que un Dios personal, Creador nuestro, síguese que
la dignidad del hombre es la dignidad de la imagen de Dios, la dignidad de
la autoridad política es la dignidad de su participación en
la autoridad de Dios[31].
48. La autoridad que se funda tan sólo o principalmente en la amenaza
o en el temor de las penas o en la promesa de premios, no mueve eficazmente
al hombre a la realización del bien común; y, aun cuando lo
hiciere, no sería ello conforme a la dignidad de los hombres, que
son seres libres y racionales. La autoridad es, sobre todo, una fuerza moral;
por eso los gobernantes deben apelar, en primer lugar, a la conciencia, o
sea, al deber que cada uno tiene de aportar voluntariamente su contribución
al bien de todos. Pero como, por dignidad natural, todos los hombres son
iguales, ninguno de ellos puede obligar interiormente a los demás.
Solamente lo puede Dios, el único que ve y juzga las actitudes que
se adoptan en lo secreto del propio espíritu.
49. La autoridad humana, por consiguiente, puede obligar en conciencia tan
sólo cuando está en relación con la autoridad de Dios,
siendo participación de ella[32].
50. De esta manera queda también a salvo la dignidad personal de los
ciudadanos, ya que obedecer a los Poderes públicos no es sumisión
de hombre a hombre, sino que, en su verdadero significado, es un acto de
homenaje a Dios creador y providente, quien ha dispuesto que las mutuas relaciones
de la convivencia sean reguladas por un orden que El mismo ha establecido;
y al rendir homenaje a Dios no nos humillamos, sino que nos elevamos y ennoblecemos,
porque servir a Dios es reinar[33].
51. La autoridad, como está dicho, es postulada por el orden moral
y se deriva de Dios.
Por lo tanto, si las leyes o preceptos de los gobernantes estuvieren en contradicción
con aquel orden y, por ello, en contradicción con la voluntad de Dios,
no tendrían fuerza para obligar en conciencia, puesto que es necesario
obedecer a Dios más bien que a los hombres[34]; más aún,
en tal caso, la autoridad dejaría de ser tal y degeneraría
en abuso. Así lo enseña Santo Tomás: La ley humana,
en tanto tiene razón de ley, en cuanto es conforme a la recta razón,
y según esto es manifiesto que se deriva de la ley eterna. Por lo
contrario, cuando una ley está en contradicción con la razón,
se la llama ley injusta, y así no tiene razón de ley, sino
que más bien se convierte en una especie de acto de violencia[35].
52. Del hecho de que la autoridad se deriva de Dios no se sigue que los hombres
no tengan la libertad de elegir las personas investidas con la misión
de ejercitarla, así como la de determinar las formas de gobierno y
señalar las normas y límites en los que la autoridad se ha
de ejercitar. Por ello, la doctrina que acabamos de exponer es plenamente
conciliable con cualquier clase de régimen genuinamente democrático[36].
LA REALIZACIÓN DEL BIEN COMÚN
53. Todos los hombres y todas las entidades intermedias tiene obligación
de aportar su contribución específica a la prosecución
del bien común. Esto lleva consigo el que procuren sus propios intereses
en armonía con las exigencias de aquel y contribuyan al mismo objeto
con las prestaciones -en bienes y servicios- que las legítimas autoridades
establecen, según criterios de justicia, en la debida forma y en el
ámbito de la propia competencia, es decir, con actos formalmente perfectos
y cuyo contenido sea moralmente bueno o, por lo menos, ordenable al bien.
54. La prosecución del bien común constituye la razón
misma de ser de los Poderes públicos, los cuales están obligados
a procurarlo, reconociendo y respetando sus elementos esenciales y según
los postulados de las respectivas situaciones históricas[37].
ASPECTOS FUNDAMENTALES
55. Son ciertamente consideradas como elementos del bien común las
características étnicas que contradistinguen a los varios grupos
humanos[38]. Ahora bien, esos valores y características no agotan
el contenido del bien común, que en sus aspectos esenciales y más
profundos no puede ser concebido en términos doctrinales y, menos
todavía, ser determinado en su contenido histórico, sino teniendo
en cuenta al hombre, siendo como es aquél un objeto esencialmente
correlativo a la naturaleza humana[39].
56. En segundo lugar, el bien común es un bien en el que deben participar
todos los miembros de una comunidad política, pero en grados diversos
según sus propias funciones, méritos y condiciones. Por ello
los gobernantes han de poner todo su empeño en servir al interés
de todos sin favoritismo alguno en pro de cualquier individuo o de cualquier
clase social.
Nuestro Predecesor, de i. m., León XIII lo decía en estos términos:
Por lo tanto, de ningún modo puede admitirse que la autoridad civil
sirva a los intereses de uno o de pocos, cuando ha sido establecida para
el bienestar de todos[40].
Las razones de justicia o de equidad pueden determinar en los gobernantes
una singular atención hacia los miembros más débiles
del cuerpo social, puesto que éstos se encuentran en condiciones de
inferioridad para hacer valer sus propios derechos y para conseguir sus legítimos
intereses[41].
57. Creemos que éste es el lugar para avisar a Nuestros hijos que
el bien común se refiere a todo el hombre, esto es, tanto en las exigencias
del cuerpo como en las del espíritu. De ahí se sigue que los
gobernantes deben procurar lograrlo por los medios y en la proporción
conveniente a aquél: de tal suerte que, respetando la jerarquía
de valores, promuevan a un mismo tiempo y en la proporción debida
la prosperidad material y los bienes del espíritu[42].
58. Todos estos principios se ajustan armónicamente a lo que Nos hemos
expuesto en Nuestra encíclica Mater et Magistra: "El bien común…
ha de respetar el conjunto de las condiciones sociales que permitan y faciliten,
en los seres humanos, el integral desarrollo de su persona"[43].
59. Compuesto, en efecto, el hombre de un cuerpo y de un alma inmortal, en
el curso de su terrenal existencia no puede satisfacer las exigencias todas
de su naturaleza ni alcanzar la perfecta felicidad. Y así, los procedimientos,
puestos en práctica para lograr el bien común, han de ser tales
que no sólo no pongan obstáculos, sino que ayuden al hombre
en la consecución de su fin ultraterreno y eterno[44].
DEBER DE LOS PODERES PÚBLICOS
60. En nuestro tiempo se considera realizado el bien común, cuando
han quedado a salvo los derechos y los deberes de la persona humana; por
ello, los gobernantes consideran como su deber principal, por una parte,
el que aquellos derechos sean reconocidos, respetados, armonizados, defendidos
y promovidos; y que, por otra, cada uno pueda más fácilmente
cumplir sus deberes. Porque tutelar el intangible campo de los derechos de
la persona humana y facilitarle el cumplimiento de sus deberes ha de ser
el oficio esencial de todo poder público[45].
61. Por lo tanto, cuando los poderes públicos no reconocen o violan
los derechos del hombre, no sólo faltan a su propio deber, sino que
sus disposiciones quedan sin fuerza alguna para obligar[46].
ARMÓNICA CONCILIACIÓN Y EFICAZ TUTELA
62. Los gobernantes tienen, además, el deber fundamental de armonizar
y regular las relaciones jurídicas de los ciudadanos entre sí;
de suerte que quien defiende su derecho, no haga difícil en los demás
el ejercicio de los mismos derechos, y a la vez cumpla sus respectivos deberes;
finalmente, que, para mantener eficazmente la integridad de los derechos,
apenas haya violación de alguno, se proceda a su inmediata y total
reparación[47].
PROMOCIÓN DE LOS DERECHOS DE LA PERSONA
63. También corresponde a los Poderes públicos contribuir a
la creación de un estado tal de cosas que facilite a cada uno la defensa
de sus derechos y el cumplimiento de sus deberes. Porque muestra la experiencia
que, si la autoridad no procede oportunamente en materia económica,
social o cultural, se acentúan las desigualdades entre los ciudadanos,
sobre todo en nuestro tiempo; de donde resulta que los derechos fundamentales
de la persona quedan sin eficacia, y lo mismo sucede con los deberes correspondientes.
64. Por todo ello es indispensable que los Poderes públicos pongan
esmerado empeño en favorecer el progreso social a la par del económico,
en los ciudadanos; y así cuidarán bien de que, correspondiendo
a la productividad nacional, se desarrollen los servicios esenciales, como
la red de carreteras, los medios de transporte y de comunicaciones, los créditos,
la distribución del agua potable, la vivienda, la asistencia sanitaria,
la instrucción, las condiciones idóneas para la práctica
de la religión y, finalmente, la ayuda para las expansiones recreativas.
También cuidarán los gobernantes de auxiliar, mediante los
seguros sociales, a los ciudadanos en casos de calamidades públicas,
o por exigirlo así el crecimiento de las familias, de suerte tal que
nunca les falte lo necesario para una vida digna. Cuidarán también
de que a los obreros capaces de trabajar no les falte el trabajo conveniente
a su capacidad y fuerzas, y que cada uno de ellos reciba el salario que le
corresponda en justicia y equidad; que en las empresas puedan los obreros
sentirse responsables; que oportunamente se puedan constituir entidades intermedias
que faciliten con el mayor fruto la convivencia social; y que, finalmente,
por los medios y en los grados oportunos, todos puedan participar en los
bienes de la cultura.
EQUILIBRIO EN LA INTERVENCIÓN DE LOS PODERES PÚBLICOS
65. El bien común exige también que los Poderes públicos,
en todo lo que corresponde a los derechos personales, cuiden tanto su conciliación
y defensa, como su promoción, evitando que predominen los intereses
de los particulares o de las sociedades con carácter de privilegio,
en los bienes de la sociedad; y que, al salvaguardar los derechos de todos,
no se cree una situación política que impida en modo alguno,
o dificulte, el pleno ejercicio del mismo derecho. Porque "siempre debe afirmarse
el principio de que la presencia del Estado en el campo económico,
por extensa y profunda que sea, no se encamina a empequeñecer cada
vez más la libertad en la iniciativa personal de los individuos, sino
más bien a garantizar a esa esfera la mayor libertad posible, tutelando
eficazmente, para todos y cada uno, los derechos esenciales de la persona"[48].
66. En el mismo equilibrio han de inspirarse los Poderes públicos
en sus variados esfuerzos para facilitar a los ciudadanos así la defensa
de sus derechos como el cumplimiento de sus deberes en todos los sectores
de la vida social.
PODERES PÚBLICOS
67. Imposible es definir, de una vez para siempre, cuál es la mejor
estructura para la organización de los Poderes públicos o cuáles
son las fórmulas más aptas para el mejor ejercicio de sus propias
funciones legislativa, administrativa y judicial.
68. No puede, en efecto, determinarse la forma de gobierno y las modalidades
de su funcionamiento, sin tener muy en cuenta la situación particular
y las circunstancias históricas de cada pueblo que tanto influyen
en ello, porque varían según los tiempos y los lugares. Estimamos
Nos muy conforme a las exigencias de la naturaleza humana una organización
de las comunidades políticas fundada en una conveniente división
de los poderes, en correspondencia con los tres principales de la autoridad
pública. En efecto; en tal régimen quedan definidas en términos
de derecho no sólo las atribuciones de los poderes públicos,
sino también las relaciones entre los simples ciudadanos y los representantes
de la autoridad, lo que constituye para aquéllos una garantía
en el ejercicio de sus derechos y en el cumplimiento de sus deberes.
69. Mas para que semejante sistema jurídico y político logre
sus correspondientes ventajas, preciso es que en su actuación y en
sus métodos los Poderes públicos tengan plena conciencia de
la naturaleza y complejidad de los problemas que han de resolver según
su deber y conforme a las exigencias de la organización a que en cada
momento haya llegado la sociedad. Es indispensable que cada uno pueda ejercer
su propia función en la forma correspondiente. Y así, que el
poder legislativo se ejerza dentro de los límites prescritos por el
orden moral y por las normas constitucionales, interpretando objetivamente
las exigencias del bien común en la incesante evolución de
las diversas situaciones; que el poder ejecutivo haga reinar, siempre y doquier,
el derecho mediante un perfecto conocimiento de las leyes y con un concienzudo
análisis de las circunstancias; que el poder judicial administre la
justicia con una imparcialidad penetrada de sentir humano, pero inflexible
ante las partes. Finalmente, el buen orden exige que tanto los ciudadanos
como las entidades intermedias, en el ejercicio de sus derechos y en el cumplimiento
de sus deberes, gocen de una tutela jurídica así en sus recíprocas
relaciones como en las que mantienen frente a los funcionarios públicos[49].
ORDEN JURÍDICO Y CONCIENCIA MORAL
70. Una ordenación jurídica en armonía con el orden
moral y que responda a la madurez política de la Comunidad, constituye
sin duda alguna un elemento fundamental para la realización del bien
común.
71. Mas, como en nuestros tiempos la vida social es tan variada, compleja
y dinámica, los ordenamientos jurídicos, aunque sean fruto
de una consumada experiencia y de una previsora ponderación, aparecen
siempre insuficientes ante las diversas situaciones.
72. Además, las relaciones de los particulares entre sí, las
de los individuos y entidades intermedias con los poderes públicos
y, finalmente, las que existen entre los diversos óranos del poder
dentro del mismo Estado, presentan a veces problemas complicados y delicados
de tal grado que no se les conoce adecuada solución dentro de los
cuadros jurídicos bien definidos. En dicho caso los gobernantes, para
ser fieles al orden jurídico existente, considerado en sus elementos
y fundamental inspiración, y abiertos a las exigencias de la vida
social para saber adaptar el cuadro jurídico a la evolución
de las situaciones y resolver en la mejor forma posible los incesantes problemas
nuevos, han de tener muy clara idea sobre la naturaleza y amplitud de sus
funciones; necesitan un equilibrio y rectitud moral, una intuición
práctica para interpretar y resolver con rapidez y objetividad los
casos concretos, y una voluntad decidida y vigorosa para actuar con tanta
oportunidad como eficacia[50].
LOS CIUDADANOS EN LA VIDA PÚBLICA
73. Por exigencia de la dignidad personal corresponde a los ciudadanos tomar
parte activa en la vida pública, bien que las formas de participación
necesariamente están condicionadas por el grado de madurez de la Comunidad
política de la que son miembros y en la que actúan.
74. Esta intervención en la vida pública abre a los seres humanos
nuevas y vastas perspectivas en el ejercicio del bien. Obligados los gobernantes
a multiplicar su contacto y coloquios con los ciudadanos, aquéllos
comprenderán mejor las exigencias objetivas del bien común;
además de que la periódica renovación de los gobernantes
mismos impide el envejecimiento de la autoridad, que en cambio adquiere nueva
vitalidad en armonía con el incesante progreso de la sociedad[51].
SEÑALES DE LOS TIEMPOS
75. En la organización jurídica de las Comunidades políticas
en la época moderna, se pone de manifiesto, antes que nada, la tendencia
a redactar en fórmulas concisas y claras una Carta de los "derechos
fundamentales del hombre", Carta que no es raro ver incluida en las Constituciones,
formando una parte integrante de éstas.
76. En segundo lugar, se tiende a fijar en términos jurídicos,
por medio de la compilación de un documento llamado Constitución,
los procedimientos para designar los Poderes públicos, sus recíprocas
relaciones, la esfera de sus competencias, los modos y método según
los cuales tienen que proceder en el desempeño de su gestión.
77. Finalmente se establecen, en fórmula de derechos y de deberes,
las relaciones entre los ciudadanos y los Poderes públicos; y se atribuye
a los dichos Poderes públicos la primordial función de reconocer,
respetar, concordar en armonía, tutelar y promover los derechos y
los deberes de todos los ciudadanos.
78. Ciertamente que no puede admitirse como verdadera la teoría según
la cual sólo la voluntad humana de los hombres -individuos o grupos
sociales- sería la fuente primaria y única de donde surgirían
los derechos y deberes de los ciudadanos, y de donde recibirían su
fuerza obligatoria las Constituciones y la autoridad misma de los Poderes
públicos[52].
79. Sin embargo, las tendencias a que hemos aludido son también una
indudable señal de que los hombres han adquirido, en la época
moderna una conciencia más viva de su propia dignidad; conciencia
que, mientras les impulsa a tomar parte activa en la vida pública,
exige también que los derechos de la persona -derechos inalienables
e inviolables- sean ratificados en los ordenamientos jurídicos positivos,
y exige, además, que los Poderes públicos sean designados según
procedimientos establecidos por normas constitucionales, y que ejerzan su
autoridad específica dentro de los límites de dichas normas.
III. RELACIONES ENTRE LAS COMUNIDADES POLÍTICAS
DERECHOS Y DEBERES
80. Volvemos a confirmar, también Nos, lo que constantemente enseñaron
Nuestros Predecesores: que también las Comunidades políticas
tienen, entre sí, derechos y deberes recíprocos y que, por
lo tanto, deben armonizar sus relaciones según la verdad y la justicia,
en solidaridad generosa y en libertad. Porque la misma ley moral que regula
las relaciones entre los hombres es la que debe también regular las
relaciones entre los Estados.
81. No es difícil de entender este principio, si se piensa que los
gobernantes de las Naciones, por el hecho de sr tales y por actuar en nombre
y por el interés de la comunidad, no pueden en modo alguno faltar
a las exigencias de su dignidad personal; por consiguiente no pueden violar
la ley natural, a la que están sometidos, y con la que se identifica
la ley moral.
82. Sería, además, una contradicción que los hombres,
por el hecho de haber sido promovidos a dirigir la cosa pública, pudieran
verse obligados a renunciar a su propia dignidad de hombres. Por lo contrario,
precisamente obtuvieron ellos el grdo de tan elevada posición porque,
dadas sus excelentes dotes y cualidades de su ánimo, se les considera
como los miembros más destacados del cuerpo social.
83. Además de que el orden moral exige en toda sociedad, la presncia
de una autoridad; mas tal autoridad fundada en dicho orden no puede ser utilizada
contra él sin negarse a sí misma. Es Dios mismo quien nos amonesta
así: Escuchad, pues, oh reyes de la tierra, y aprended vosotros, los
soberanos de las lejanas tierras; prestad oído los que tenéis
el gobierno de los pueblos y os gloriáis de tener el poder de las
naciones. El Señor es el que os ha dado el poder, y el Altísimo
la soberanía; El examinará vuestra conducta y escudriñará
vuestros designios[53].
84. Finalmente, se debe recordar también en la regulación de
las relaciones entre las Comunidades políticas, que la autoridad debe
ejercerse para el bien común: es lo que constituye su primera razón
de ser.
85. Ahora bien; uno de los principios fundamentales del bien común
es que se reconozca el orden moral, y que en todo sea respetado.
El orden entre las Comunidades políticas debe alzarse sobre la roca
indestructible e inmutable de la ley moral, manifestada por el mismo Creador
y esculpida por El con caracteres indelebles en el corazón de los
hombres… Ella es la que con el brillo de sus principios debe dirigir, cual
resplandeciente faro, la ruta de la actividad de los hombres y de los Estados,
los cuales habrán de seguir sus indicaciones amonestadoras, saludables
y provechosas, si no quieren condenar a la tempestad y al naufragio todo
trabajo y esfuerzo empleados en establecer un orden nuevo[54].
EN LA VERDAD
86. Las mutuas relaciones entre las Comunidades políticas han de estar
reguladas por la verdad. Y la verdad exige que en aquéllas se elimine
por completo toda huella de racismo, y que, por lo tanto, se reconozca como
principio sagrado e inmutable que las Comunidades políticas, por dignidad
de naturaleza, son todas iguales entre sí; de donde se sigue, en cada
una, un mismo derecho a la existencia, al propio desarrollo, a los medios
necesarios para lograrlo, a la propia responsabilidad en su actuación;
así como el legítimo derecho para exigir el goce de una buena
opinión y para que se le tributen los debidos honores.
87. La experiencia enseña las frecuentes y notables diferencias que
existen entre los hombres en sabiduría, virtud, capacidad intelectual
y en la posesión de los bienes materiales. Pero de ahí nunca
puede seguirse en justicia el que la propia autoridad sirva para sojuzgar
de cualquier modo a los otros. Tal superioridad determina más bien
una mayor obligación, en cada uno, de ayudar a los demás para
que, con el esfuerzo común, alcancen su propia perfección.
88. De igual modo pueden determinadas Comunidades políticas superar
a otras en cultura, en civilización y en desarrollo económico.
Pero no por tal excelencia pueden dominar a las otras injustamente, cuando
más bien las obliga a prestar una mayor contribución en el
trabajo de su elevación recíproca.
89. Y en realidad no existen seres humanos superiores por naturaleza, porque
todos los seres humanos son iguales en dignidad natural. Luego tampoco existen
diferencias naturales entre las Comunidades políticas: todas son iguales
en dignidad natural, puesto que son cuerpos cuyos miembros son los mismos
seres humanos. Además, la experiencia nos enseña que nada afecta
tanto a los pueblos como lo que se refiere a las cuestiones de su dignidad
y honor, asistiéndoles en ello toda la razón.
90. Exige, además, la verdad que en las múltiples iniciativas
que los medios de información han hecho posibles -iniciativas, por
las cuales se difunde el mutuo conocimiento entre los pueblos- se guarde
siempre una serena objetividad. Ello no obsta a que cada pueblo ponga de
relieve preferentemente sus propias excelencias. Pero se han de proscribir
absolutamente los métodos de información que, violando la verdad
o la justicia, dañan a la fama de cualquier pueblo[55].
EN LA JUSTICIA
91. Las mutuas relaciones entre las Comunidades políticas tienen también
que estar reguladas por la justicia; ello exige tanto el reconocimiento de
los mutuos derechos como el cumplimiento de los mutuos deberes.
92. Puesto que las Comunidades políticas tienen derecho a la existencia,
al progreso, a la adquisición de los recursos naturales para su desarrollo
-y en este trabajo les corresponde ser los primeros artífices-, a
la defensa de la buena fama y de los derechos que les son debidos, se sigue
que cada una de dichas Comunidades políticas tiene, por igual razón,
la obligación de respetar en las otras todos esos derechos y de evitar
todo acto que pudiera dañarlas. Pues así como en las relaciones
privadas entre los hombres, nadie puede defender sus propios intereses con
injusto daño de los demás, así en las relaciones entre
las comunidades políticas ninguna puede desarrollarse oprimiendo o
atropellando a las demás. Conviene justamente a este propósito
aquella sentencia de San Agustín: Si se prescinde de la justicia,
¿qué son los reinos sino grandes latrocinios?[56].
93. Mas puede suceder, y de hecho a veces sucede, que las Comunidades políticas
se hallen en pugna por razón de las ventajas y provechos que pretenden
lograr. Pero las diferencias así nacidas no se han de dirimir por
la fuerza de las armas, ni por el fraude o el engaño, sino, como es
propio de hombres, por la comprensión recíproca, por el examen
cuidadoso y verdadero de los hechos, y mediante equitativas soluciones en
las diferencias.
TRATO DE LAS MINORÍAS
94. A estas situaciones pertenece especialmente la tendencia que desde el
siglo XIX se ha acentuado y extendido doquier, de que las Comunidades políticas
coincidan con las Comunidades nacionales. Mas como por diversas causas eso
no siempre puede obtenerse, resulta de ello la presencia de algunas minorías
étnicas en lo interior de un mismo Estado, con los graves problemas
consiguientes.
95. En esta materia ha de proclamarse con toda claridad el principio de que
toda política que tienda a contrariar la vitalidad y la expansión
de las minorías constituye una grave falta contra la justicia, mucho
más grave aún cuando tales intentos pretendan la destrucción
misma de la estirpe.
96. Por lo contrario, lo más conforme a la justicia es que los Poderes
públicos cooperen con la mayor eficacia para mejorar las condiciones
de vida de las minorías étnicas, principalmente en lo que se
refiere a su lengua, cultura, tradiciones, recursos y empresas económicas[57].
97. Ha de advertirse, no obstante, que los miembros de tales minorías
-ya por reaccionar contra su actual situación, ya por recordar sucesos
pasados- no raras veces se sienten inclinados a realzar más de lo
justo sus propias peculiaridades, hasta ponerlas por encima de los valores
humanos universales, como si el bien de la familia humana entera debiera
subordinarse a los intereses de su propio pueblo. Lo racional sería
que los tales ciudadanos supieran reconocer también ciertas ventajas
que les vienen de esa su especial situación, pues contribuye no poco
a su propio perfeccionamiento el contacto permanente con una cultura diversa
de la suya, cuyos valores propios podrán así ir poco a poco
asimilándose. Ello se obtendrá tan sólo cuando quienes
pertenecen a las minorías procuren participar amistosamente en los
usos y tradiciones del pueblo en medio del cual viven, y no cuando, por lo
contrario, fomenten los mutuos roces, de los cuales se derivan grandes pérdidas
y el consiguiente retraso en la civilización de los pueblos.
SOLIDARIDAD EFICIENTE
98. Las relaciones mutuas entre las naciones, luego de conformarse con la
verdad y con la justicia, se deben estrechar mediante la acción solidaria
de todos, según múltiples formas de asociación; ello
se realiza en nuestro tiempo, con grandes ventajas, en la colaboración
económica, política, cultural, sanitaria y deportiva. Y en
esto se ha de tener muy presente que la misión natural del poder político
no es limitar a las fronteras de su país el horizonte de los ciudadanos,
sino el salvaguardar ante todo el bien común nacional que, a su vez,
no puede separarse del bien común propio de toda la familia humana.
99. De donde se sigue que las Comunidades políticas, en la defensa
de sus intereses, no sólo han de evitar el dañarse las unas
a las otras, sino que más bien todas deben unir sus proyectos y sus
recursos para conseguir objetivos que de otra suerte, en acción aislada,
serían inaccesibles; mas ha de cuidarse muy bien de que los arreglos
ventajosos para ciertas naciones no causen a otras más desventajas
que utilidades.
100. El bien común universal exige también que en cada nación
se fomente toda clase de intercambios entre los ciudadanos y las entidades
intermedias. Mas como en muchas partes del orbe existen grupos humanos de
razas más o menos diferentes, ha de cuidarse que no se impida la mutua
comunicación entre las personas que pertenecen a unos u otros de tales
grupos: ello estaría en contradicción abierta con las condiciones
de nuestra época actual que han borrado, o poco menos, las distancias
internacionales. Tampoco debe olvidarse que los hombres de cualquier raza,
además de sus peculiaridades étnicas, poseen también
otros elementos comunes con los demás hombres, mediante los cuales
pueden mutuamente perfeccionarse y progresar, principalmente en los valores
espirituales. Tienen, por lo mismo, el derecho y el deber de vivir socialmente
vinculados con los demás.
POBLACIÓN, TIERRAS Y CAPITALES
101. Bien conocida es por todos la desproporción que reina entre las
extensas tierras cultivables y la escasez de habitantes, o entre la riqueza
del suelo y los inadecuados medios de cultivo; se hace necesaria, por ello,
la colaboración internacional a fin de procurar una más intensa
comunicación de capitales, de recursos y aun de las personas mismas[58].
102. En tales casos, creemos muy oportuno que, en lo posible, los capitales
se desplacen a donde esté el trabajador, y no al contrario. Pues así
se ofrece a muchas personas la posibilidad de mejorar su condición
familiar, sin que tengan que abandonar su patria con tristeza, constreñidos
a acomodarse de nuevo a un ambiente ajeno y a condiciones de vida peculiares
de otras gentes.
REFUGIADOS POLÍTICOS
103. Puesto que amamos en Dios a todos los hombres con paterna caridad, con
profunda aflicción consideramos el fenómeno de los prófugos
políticos, cuya multitud -innumerable en nuestro tiempo- lleva consigo
muchos y muy acerbos dolores.
104. Este hecho muestra claramente cómo los gobernantes de algunas
naciones restringen demasiado los límites de una justa libertad, dentro
de los cuales puedan los ciudadanos vivir una vida digna de hombres. Más
aún: en dichas naciones a veces hasta se pone en duda y hasta se niega
por completo el derecho mismo a la libertad. Cuando esto sucede, queda totalmente
trastornado el recto orden de la sociedad civil, ya que la autoridad pública
esencialmente está destinada a promover el bien común y tiene
como deber principal el de reconocer los justos límites de la libertad
y salvaguardar por completo sus derechos.
105. Por lo mismo parece muy oportuno recordar a los hombres todos que los
prófugos políticos poseen la dignidad propia de personas y
que se les deben reconocer los consiguientes derechos, derechos que no han
perdido por el solo hecho de haber sido privados de su nacionalidad.
106. Pues bien: entre los derechos de la persona humana se cuenta también
el que cada uno pueda emigrar a la nación donde espera que podrá
atender mejor a sí y a los suyos. Por ello, corresponde a las autoridades
públicas el deber de admitir a los extranjeros que vengan, y, en cuanto
lo permita el verdadero bien de esa comunidad, favorecer los intentos de
quienes desean incorporarse a ella como nuevos miembros suyos.
107. Por ello, Nos aprovechamos esta ocasión para aprobar y alabar
solemnemente todas las iniciativas, conformes a la solidaridad humana o a
la caridad cristiana, enderezadas a aliviar los sufrimientos de quienes se
ven obligados a expatriarse.
108. Nos proponemos a la atención y a la gratitud de todos los hombres
sensatos aquellos Organismos internacionales que con especial dedicación
se consagran a problema tan trascendental.
DESARME
109. En sentido opuesto, vemos no sin gran dolor, cómo en naciones
de economía más desarrollada se han preparado o se están
preparando aún enormes armamentos, y cómo se dedica a ellos
una suma inmensa de energías espirituales y de recursos materiales;
y así, en estas naciones los ciudadanos tienen que soportar cargas
muy pesadas, mientras otros pueblos se quedan sin la ayuda necesaria para
su desarrollo económico y social.
110. Se acostumbra a justificar tales armamentos diciendo que en la presente
coyuntura la paz no puede asegurarse sino por un equilibrio de las fuerzas
armadas. En consecuencia, el aumento del poderío militar en cualquier
país determina en otros países el empeño en aumentar
progresivamente los armamentos. Y si alguna nación está preparada
con armas atómicas, se da ocasión a las otras naciones para
procurarse también esta clase de armas, con igual potencia de destrucción.
111. De donde se sigue que los pueblos viven siempre bajo el miedo de una
espantosa tempestad que, en cualquier instante puede desencadenarse. Y no
sin razón, puesto que las armas ya están preparadas. Y si apenas
puede creerse que en el mundo haya hombres capaces de asumir la responsabilidad
de las muertes y ruinas innumerables que la guerra llevaría consigo,
no puede, en cambio, negarse que un hecho cualquiera, imprevisible e incierto,
puede de repente provocar el incendio bélico. Y además, aunque
el poderío atroz de los actuales medios militares logre por ahora
disuadir a los hombres de lanzarse a la guerra, siempre es de temer que los
experimentos atómicos hechos con una finalidad militar, puedan traer,
si no se interrumpen, consecuencias fatales para cualquier clase de vida
sobre nuestro planeta.
112. Así, pues, la justicia, la recta razón y el sentido de
la dignidad humana exigen con urgencia que la carrera de armamentos cese;
que paralelamente las naciones reduzcan los armamentos que poseen; que las
armas atómicas queden prohibidas; y que, por fin, todos convengan
en un desarme gradual, mediante mutuas y eficaces garantías.
En modo alguno se ha de permitir, proclamaba Pío XII, Nuestro Predecesor,
de f. m., que la tragedia de una guerra mundial, con sus ruinas económicas
y sociales y con sus aberraciones y perturbaciones morales, caiga por tercera
vez sobre la humanidad[59].
113. Mas, siendo general la persuasión de que el frenar la carrera
de armamentos, el reducirlos y, más aún, el llegar a suprimirlos
-que es lo fundamental- es imposible si tal desarme no es tan completo y
efectivo que llegue aun a los mismos espíritus: es decir, a no ser
que todos se esfuercen, en sincera concordia, por eliminar de los corazones
hasta el mismo temor y la angustiosa psicosis misma de la guerra. Esto requiere
a su vez que esa norma suprema, seguida hoy para mantener la paz, se cambie
por otra totalmente diversa que proclame que la verdadera paz no puede existir
firmemente entre los pueblos sino tan sólo fundada en la confianza
mutua, y no en el equilibrio de las armas. Nos esperamos que esto pueda realizarse,
porque se trata de cosa exigida, no sólo por las normas de la recta
razón, sino por ser en extremo deseable y muy fecunda en los deseados
bienes.
114. Se trata, ante todo, de cosa dictada por la razón: porque para
todos es evidente -o a lo menos debería serlo- que las relaciones
entre los pueblos, como entre los individuos, no pueden regularse por la
fuerza de las armas, sino según la recta razón, o sea, conforme
a la verdad, a la justicia y a una solidaridad cordialmente practicada.
115. Decimos, además, que se trata de una cosa deseable en sumo grado:
porque ¿quién no anhela con toda su alma que se eviten los
peligros de la guerra y que la paz se conserve incólume y cada día
más garantizada?
116. Y, por último, es fecundísima en bienes, puesto que sus
beneficios alcanzan a todos: a cada uno de los hombres, a las familias, a
los pueblos, y, finalmente, a la humanidad entera. Aún resuena y vibra
en nuestros oídos la advertencia de Nuestro Predecesor Pío
XII:
NADA SE HA PERDIDO CON LA PAZ. TODO PUEDE PERDERSE CON LA GUERRA[60].
117. Siendo así todo esto, Nos, como Vicario de Jesucristo, Salvador
del mundo y autor de la paz, expresando las aspiraciones más ardientes
de toda la gran familia humana y siguiendo los impulsos de Nuestro paterno
amor a todos los hombres, estimamos como deber Nuestro rogar y suplicar a
todos ellos, y ante todo a los gobernantes de las naciones, que no rehuyan
esfuerzo ni trabajo alguno hasta lograr imprimir a los acontecimientos una
orientación que sea conforme a la razón y a la dignidad humanas.
118. Que en las asambleas más autorizadas y más respetables
se estudie a fondo el problema de un equilibrio internacional verdaderamente
humano para las mutuas relaciones de los pueblos; un equilibrio, decimos,
fundado en la confianza recíproca, en la sinceridad de los pactos
y en la fidelidad para cumplir lo acordado. Y se examine este problema profundamente
en toda su amplitud hasta descubrir el punto a partir del cual pueda lograrse
una serie de tratados amistosos, firmes y beneficiosos.
119. Por Nuestra parte, no cesaremos de rogar a Dios para que con su celestial
auxilio bendiga, haciéndolos prósperos y fecundos, todos estos
trabajos.
EN LA LIBERTAD
120. La reorganización internacional ha de respetar plenamente la
libertad. Esta excluye el que ninguna nación tenga derecho alguno
para oprimir injustamente a las otras, o para interponerse indebidamente
en sus asuntos internos. Por lo contrario, todas deben ayudar a las demás,
para que éstas adquieran una conciencia cada vez mayor de sus deberes,
para que actúen con nueva y fructuosa iniciativa y en todos los campos
sean artífices de su propio progreso.
ELEVACIÓN DE LAS COMUNIDADES POLÍTICAS
121. Supuesta la comunidad de origen, de cristiana Redención y de
fin sobrenatural que une mutuamente a todos los hombres y los llama a formar
una sola familia cristiana, hemos exhortado en Nuestra encíclica Mater
et Magistra a las Comunidades políticas económicamente más
desarrolladas a que cooperen bajo múltiples formas ayudando a las
que todavía se hallan en proceso de desarrollo económico[61].
122. Y ahora es ocasión, no sin gran consuelo Nuestro, de reconocer
que aquella invitación encontró la más favorable acogida.
Esperamos que en lo futuro aún ha de encontrar todavía mayor
aceptación; de tal modo que los pueblos, aun los más necesitados,
encuentren pronto un progreso económico tal que sus ciudadanos puedan
llevar una vida más conforme con la dignidad humana.
123. Pero ha de insistirse una y otra vez en que la ayuda otorgada a tales
pueblos debe dárseles de forma que se respete íntegramente
su libertad, y les haga, además, convencerse de que ellos han de ser
los primeros responsables y los principales artífices en ese mismo
progreso económico y social.
124. Sobre esto sabiamente enseñó Nuestro Predecesor, de f.
m., Pío XII: En el campo de un nuevo orden fundado sobre los principios
morales, no hay puesto para la lesión de la libertad, de la integridad
y de la seguridad de otras naciones, cualquiera que sea su extensión
territorial o su capacidad defensiva. Si es inevitable que los grandes Estados
por sus mayores posibilidades y su poderío, tracen el camino para
la constitución de grupos económicos entre ellos y las naciones
menores y más débiles, es, sin embargo, indiscutible -como
para todos, en el conjunto del interés general-, el derecho de éstas
al respeto de su libertad en el campo político, a la eficaz guarda
de la neutralidad en las luchas entre los Estados, que les corresponde según
el derecho natural y de gentes, y a la tutela de su propio desarrollo económico,
pues tan sólo así podrán conseguir adecuadamente el
bien común, el bienestar material y espiritual del propio pueblo[62].
125. Luego las Comunidades políticas más florecientes, en su
multiforme acción de asistir a los países menos favorecidos,
vienen obligadas a reconocer y respetar los valores morales y las peculiaridades
étnicas de cada pueblo, absteniéndose de toda intención
de predominio. Haciéndolo así, "ofrecerán una preciosa
contribución a que se forme una Comunidad mundial, en la que todos
los miembros sean sujetos conscientes de sus propios deberes y de sus propios
derechos, y trabajen, en plan de igualdad, por la consecución del
bien común universal"[63].
SEÑALES DE LOS TIEMPOS
126. En nuestro tiempo ha ido penetrando cada vez más en el espíritu
humano la persuasión de que los eventuales conflictos entre los pueblos
han de resolverse no por las armas, sino mediante convenios.
127. Esta persuasión, fuerza es reconocerlo, en la mayor parte de
los casos nace de la terrible potencia destructora que los actuales armamentos
poseen y del temor a las calamidades y horrendas ruinas que seguirían
por el empleo de tales armas. Por eso, en nuestra Edad, que se enorgullece
de poseer la fuerza atómica, resulta un absurdo pensar que la guerra
sea un medio apto para restaurar el derecho violado.
128. Sin embargo, desgraciadamente, aún vemos cómo sobre los
pueblos reina como suprema ley la ley del temor, lo que les conduce a consagrar
enormes sumas a los gastos militares. Y aseguran -y no hay razón para
no creerles- que obran así no con planes ofensivos, sino para disuadir
a los demás de toda agresión.
129. Mas cabe esperar que los pueblos, al entablar relaciones y negociaciones,
irán conociendo cada vez mejor los vínculos sociales de la
naturaleza humana y entenderán con mejor sabiduría que entre
los principales deberes de la comunidad humana ha de colocarse el de que
las relaciones, individuales e internacionales, obedezcan al amor, mas no
al temor; porque el amor ya de por sí lleva a los hombres hacia una
sincera y múltipe unión de intereses y de espíritus,
que es para ellos fuente de innumerables bienes.
IV. RELACIONES ENTRE LOS INDIVIDUOS, LAS FAMILIAS, LAS ASOCIACIONES Y COMUNIDADES
POLÍTICAS, POR UNA PARTE, Y LA COMUNIDAD MUNDIAL POR OTRA
INTERDEPENDENCIA
130. Los recientes progresos de las ciencias y de la técnica, que
tanto han influido en las costumbres humanas, incitan a los hombres de todas
las naciones a unir cada vez más sus mutuas actividades y a asociarse
ellos mismos entre sí. Porque hoy en día ha crecido enormemente
el intercambio de las cosas, de las ideas y de los hombres. Por lo cual se
han multiplicado sobremanera las mutuas relaciones entre individuos, familias
y asociaciones pertenecientes a naciones diversas y cada vez se hacen más
frecuentes los encuentros entre los gobernantes de los diversos Estados.
Al mismo tiempo la economía de unas naciones se entrelaza cada vez
más con la economía de las demás; los planes económicos
de los diversos países gradualmente se van asociando de tal modo que,
de todos ellos unidos, resulta una especie de economía mundial; finalmente,
el progreso social, el orden, la seguridad y la tranquilidad de todas las
naciones guardan entre sí estrecha relación.
131. Esto supuesto, se echa de ver que cada Estado, independientemente de
los demás, ni puede atender como conviene a su propio provecho ni
puede adquirir plenamente la perfección debida porque la creciente
prosperidad de un Estado es, en parte, efecto y, en parte, causa de la creciente
prosperidad de todos los demás.
INSUFICIENCIA DE LA ORGANIZACIÓN ACTUAL DE LA AUTORIDAD PÚBLICA
EN RELACIÓN CON EL BIEN COMÚN UNIVERSAL
132. Jamás llegará a deshacerse la unidad de la sociedad humana,
puesto que ésta consta de hombres que participan por igual de la dignidad
natural. De ahí la necesidad, que brota de la misma naturaleza humana,
de que se atienda debidamente al bien universal, o sea, al que atañe
a toda la familia humana.
133. En tiempos pasados, los gobernantes parece que pudieron atender suficientemente
al bien común universal, procurándolo ya por embajadas de su
propia nación, ya por encuentros y diálogos entre los personajes
más destacados de la misma, ya por pactos y tratados, es decir, empleando
los métodos y medios que señalaban el derecho natural, el derecho
de gentes y el derecho internacional.
134. En nuestros días, las mutuas relaciones de las naciones han sufrido
notables cambios. Por una parte, el bien común internacional propone
cuestiones de suma gravedad, arduas y que reclaman inmediata solución,
sobre todo en lo referente a la seguridad y paz del mundo entero; por otra
parte, los gobernantes de las diversas naciones, como gozan de igual derecho,
por más que multipliquen las reuniones y los esfuerzos para encontrar
medios jurídicos más aptos, no lo logran en grado suficiente,
no porque les falte sincera voluntad y empeño, sino porque su autoridad
carece del poder necesario.
135. De modo que en las circunstancias actuales de la sociedad humana, tanto
la constitución y forma de los Estados, como la fuerza que tiene la
autoridad pública en todas las naciones del mundo, se han de considerar
insuficientes para el fomento del bien común de todos los pueblos.
PELACIÓN ENTRE EL CONTENIDO HISTÓRICO DEL BIEN COMÚN
Y LA ESTRUCTURA Y FUNCIONAMIENTO DE LOS PODERES PÚBLICOS
136. Mas, al examinar con diligencia por una parte la razón íntima
del bien común y por otra la naturaleza y la función de la
autoridad pública, no habrá quien no vea que existe entre ambas
una conexión imprescindible. Porque el orden moral, así como
exige a la autoridad pública que promueva el bien común en
la sociedad civil, así también requiere que dicha autoridad
pueda realmente procurarlo. De donde nace que las instituciones civiles -en
las cuales la autoridad pública se mueve, actúa y logra su
fin- deben estar dotadas de tal forma y de eficacia tal que puedan llevar
al bien común por las vías y medios más conformes a
la diversa importancia de los asuntos.
137. Y como actualmente el bien común de todas las naciones propone
cuestiones que interesan a todos los pueblos y como semejantes cuestiones
solamente puede afrontarlas una autoridad pública, cuyo poder, forma
e instrumento sean suficientemente amplios y cuya acción se extienda
a todo el orbe de la tierra, resulta que, por exigencia del mismo orden moral,
es menester constituir una autoridad pública sobre un plano mundial.
PODERES PÚBLICOS CONSTITUIDOS DE COMÚN ACUERDO
138. Estos Poderes públicos, cuya autoridad se ha de ejercer en el
mundo entero y que deben estar dotados de medios adecuados que lleven al
bien común universal, se han de crear ciertamente con el consentimiento
de todas las Naciones, no se han de imponer por la fuerza. Lo cual se prueba
porque, debiendo esta autoridad desempeñar su oficio eficazmente,
conviene que sea igual con todos, exenta de toda parcialidad y orientada
al bien común de todas las gentes. Si las Naciones más poderosas
impusiesen por la fuerza esta autoridad universal, con razón se habría
de temer que sirviese al provecho de unos pocos o que se inclinase hacia
alguna determinada Nación; y entonces la fuerza y eficacia de su acción
correrían peligro. Las Naciones, por mucho que discrepen entre sí
en el aumento de bienes materiales y en su poder militar, defienden tenazmente
la igualdad jurídica y la propia dignidad moral. Por esto, no sin
razón, los Estados se someten de mal grado a una potestad que o se
les impone por la fuerza, o a cuya constitución no han contribuido
o a la que no se han adherido espontáneamente.
EL BIEN COMÚN UNIVERSAL Y LOS DERECHOS DE LA PERSONA
139. Como no se puede juzgar del bien común de cada Nación
sin tener en cuenta la persona humana, lo mismo se debe decir de las conveniencias
generales de todas las naciones; por lo cual la autoridad pública
y universal debe vigilar principalmente para que los derechos de la persona
humana sean reconocidos y tenidos en el debido honor, se conserven indemnes
y realmente se desarrollen. Esto lo podrá llevar a cabo por sí
misma, si el asunto lo consiente, o estableciendo en todo el mundo condiciones
con cuya ayuda los gobernantes de cada Nación puedan desempeñar
su cargo con mayor comodidad.
PRINCIPIO DE SUBSIDIARIDAD
140. Además, así como en cada Nación es menester que
las relaciones que median entre la autoridad pública y los ciudadanos,
las familias y las asociaciones intermedias, se regulen según el principio
de subsidiaridad, es razonable que por el mismo principio se compongan las
relaciones entre la autoridad pública mundial y las autoridades públicas
de cada nación. A esta autoridad mundial corresponde examinar y dirimir
aquellos problemas que plantea el bien común y universal en el orden
económico, social, político o cultural, los cuales, siendo,
por su gravedad suma, de una extensión muy grande y de una urgencia
inmediata, se consideran superiores a la posibilidad que los gobernantes
de cada comunidad política tienen para resolverlos eficazmente.
141. No pertenece a la autoridad mundial ni limitar ni avocar a sí
lo que toca al Poder público de cada Nación. Por lo contrario,
es menester procurar que en todo el mundo se cree un clima en el cual no
sólo el Poder público, sino los individuos y las sociedades
intermedias puedan con mayor seguridad conseguir sus fines, cumplir sus deberes
y reclamar sus derechos[64].
SEÑALES DE ESTOS TIEMPOS
142. Como es sabido por todos, el 26 de junio de 1945 se fundó la
Organización de las Naciones Unidas -conocida con la abreviatura O.N.U.-,
a la que después se agregaron otros Organismos inferiores, compuestos
de miembros nombrados por la autoridad pública de las diversas Naciones;
a ellos se les confiaron asuntos de gran importancia que interesaban a todas
las naciones de la tierra y que se referían a la vida económica,
social, cultural, educativa y sanitaria. Las Naciones Unidas se propusieron
como fin esencial mantener y consolidar la paz de las naciones, fomentando
entre ellas relaciones amistosas basadas en los principios de igualdad, mutuo
respeto y múltiple cooperación en todos los sectores de la
actividad humana.
143. La importancia de las Naciones Unidas se manifiesta claramente en la
Declaración Universal de los Derechos del Hombre, que la Asamblea
General ratificó el 10 de diciembre de 1948. En el preámbulo
de esta Declaración se proclama como ideal que todos los pueblos y
Naciones han de procurar el efectivo reconocimiento y respeto de estos derechos
y de las respectivas libertades.
144. No se Nos oculta que algunos capítulos de esta Declaración
parecieron a algunos menos dignos de aprobación, y no sin razón.
Sin embargo, creemos que esta Declaración se ha de considerar como
un primer paso e introducción hacia la organización jurídico-política
de la Comunidad mundial, ya que en ella solemnemente se reconoce la dignidad
de la persona humana de todos los hombres y se afirman los derechos que todos
tienen a buscar libremente la verdad, a observar las normas morales, a ejercer
los deberes de la justicia, a exigir una vida digna del hombre, y otros derechos
que están vinculados a éstos.
145. Deseamos, pues, vivamente que la Organización de las Naciones
Unidas pueda ir acomodando cada vez mejor su estructura y sus organismos
a la amplitud y nobleza de sus objetivos. Ojalá venga cuanto antes
el tiempo en que esta Organización pueda garantizar eficazmente los
derechos del hombre; derechos que, por brotar inmediatamente de la dignidad
de la persona humana son universales, inviolables e inalienables. Tanto más
cuanto que hoy los hombres, por participar cada vez más activamente
en los asuntos públicos de sus respectivas naciones, siguen con creciente
interés la vida de las otras y se hacen cada vez más conscientes
de que pertenecen, como miembros vivos, a una comunidad mundial.
V. RECOMENDACIONES PASTORALES
PARTICIPACIÓN EN LA VIDA PÚBLICA
146. Al llegar aquí exhortamos de nuevo a Nuestros hijos a que participen
activamente en la administración pública y cooperen al fomento
de la prosperidad de todo el género humano y de su propia Nación.
Iluminados por la luz del cristianismo y guiados por la caridad, es menester
que con no menor esfuerzo procuren que las instituciones de carácter
económico, social, cultural o político, lejos de crear a los
hombres impedimentos, les presten ayuda para hacerse mejores, tanto en el
orden natural como en el sobrenatural.
COMPETENCIA CIENTÍFICA, CAPACIDAD TÉCNICA, EXPERIENCIA PROFESIONAL
147. Para inspirar la vida civil en rectas normas y cristianos principios
no basta que estos hijos Nuestros gocen de la luz celestial de la fe y que
se muevan a impulsos del deseo de promover el bien; se requiere, además,
que entren en las instituciones de la vida civil y que puedan desenvolver
dentro de ellas una acción eficaz.
148. Pero como la actual civilización se distingue sobre todo por
las ciencias y por los inventos técnicos, ciertamente nadie puede
entrar y actuar eficazmente en las instituciones públicas, si no posee
el saber científico, la idoneidad para la técnica y la pericia
profesional.
LA ACCIÓN COMO SÍNTESIS DE ELEMENTOS CIENTÍFICO-TÉCNICO-PROFESIONALES
Y DE VALORES ESPIRITUALES
149. Téngase presente que todas estas cualidades de ninguna manera
bastan para que las relaciones de la vida cotidiana se impronten con una
práctica más humana, la cual ciertamente es menester que se
apoye en la verdad, se rija por la justicia, se consolide con la mutua caridad
y esté afianzada habitualmente por la libertad.
150. Para que los hombres realmente lleguen a la práctica de estos
consejos han de trabajar con gran diligencia, primero en cumplir, en la producción
de las cosas terrenas, las leyes propias de cada cosa y observar las normas
que convienen a cada caso; luego, en ajustar bien su propia actuación
con los preceptos morales, procediendo como quien ejercita su derecho o cumple
su deber. Más aún: la razón pide que los hombres, al
obedecer a los providenciales designios de Dios relativos a nuestra salvación
y sin descuidar la propia conciencia, actúen en la vida armonizando
plenamente su ciencia, su técnica y su profesión con los bienes
superiores del espíritu.
UNIDAD EN LOS CREYENTES: FE Y CONDUCTA
151. Es también cosa manifiesta que en las Naciones de antigua tradición
cristiana, las instituciones civiles florecen actualmente con el progreso
científico y técnico y abundan en medios aptos para la realización
de cualquier empresa; pero con gran frecuencia son muy débiles, en
ellas, el estímulo e inspiración cristianos.152. Con razón
surge la pregunta de cómo se ha podido producir dicho fenómeno,
cuando en la institución de aquellas leyes contribuyeron no poco,
y siguen contribuyendo, personas que profesan el cristianismo y que, por
lo menos en parte, ajustan realmente su vida con las normas evangélicas.
La causa de esto creemos hallarla en la falta de coherencia entre la fe y
la actuación en lo temporal. Luego es necesario que en ellos se restablezca
la unidad interior; mas que en su actividad temporal estén a la par
presentes la luz de la fe que ilumina todo y la caridad que lo vivifica.
DESARROLLO INTEGRAL
153. Que en los cristianos la fe religiosa esté en desacuerdo con
la conducta, creemos que nace también de que ellos no se han ejercitado
suficientemente en la práctica de las costumbres cristianas y en la
instrucción de la doctrina cristiana. Porque sucede, con demasiada
frecuencia y en muchos sectores, que los cristianos no cultivan por igual
el conocimiento de la religión y del saber profano; y, mientras en
el conocimiento científico llegan a los más altos grados, en
la formación religiosa no pasan ordinariamente del grado más
elemental. Apremia, pues, la necesidad de que la formación en los
adolescentes sea plena, sea continua y se de en tal forma que la cultura
religiosa y la formación espiritual vayan a la par con el conocimiento
científico y con los incesantes progresos técnicos. Además,
conviene que los jóvenes asimilen bien los métodos con que
más tarde ejercerán su propia profesión[65].
solicitud constante
154. Debemos, sin embargo, señalar aquí lo difícil que
es entender adecuadamente la relación entre las situaciones concretas
y las exigencias objetivas de la justicia; es decir, determinar con exactitud
los grados y formas con que se han de aplicar los principios doctrinales
a la realidad concreta de la convivencia humana.
155. La exactitud para llegar a determinar tales grados y formas resulta
tanto más difícil cuanto que nuestra época está
caracterizada por una acentuada tendencia a la velocidad. Por lo cual, en
el trabajo cotidiano de ajustar cada vez más los hechos sociales con
las exigencias de la justicia, es necesario que Nuestros hijos vean una labor
que jamás puede darse por definitivamente terminada como para descansar
sobre ella.
156. Más aún: conviene que todos consideren que lo que se ha
alcanzado no basta para lo que exigen las necesidades; y queda, por lo tanto,
mucho todavía por realizar o mejorar, tanto en las empresas productoras,
en las asociaciones sindicales, en las agrupaciones profesionales, en los
sistemas de seguro, como en las instituciones culturales, en las disposiciones
de orden jurídico, en las formas políticas, en las organizaciones
sanitarias, recreativas, deportivas y otras semejantes, de las cuales tiene
necesidad esta edad nuestra, era del átomo y de las conquistas espaciales,
era en que la familia humana ha entrado en un nuevo camino con perspectivas
de una amplitud casi sin límites.
RELACIONES ENTRE CATÓLICOS Y NO CATÓLICOS
157. Los principios doctrinales que hemos expuesto, o se fundan en la naturaleza
misma de las cosas, o muchas veces proceden de la esfera de los derechos
naturales. Ofrecen, por lo tanto, amplio campo de encuentro y entendimiento
de los católicos, ya sea con cristianos separados de esta Sede Apostólica,
ya con quienes no han sido iluminados por la fe cristiana, pero poseen la
luz de la razón y la rectitud natural:
En dichos contactos, los que profesan la religión católica
han de tener cuidado de ser siempre coherentes consigo mismos, de no admitir
jamás posiciones intermedias que comprometan la integridad de la religión
o de la moral. Muéstrense, sin embargo, hombres capaces de valorar
con equidad y bondad las opiniones ajenas sin reducirlo todo al propio interés,
antes dispuestos a cooperar con lealtad en orden a lograr las cosas que son
buenas de por sí o reducibles al bien[66].
158. Pero es justo que siempre se distinga entre el que yerra y el error,
aunque se trate de hombres que no conocen la verdad o la conocen sólo
a medias, ya en el orden religioso, ya en el orden de la moral práctica;
puesto que el que yerra no por ello está despojado de su condición
de hombre, ni ha perdido su dignidad de persona y merece siempre la consideración
que se deriva de este hecho. Además, en la naturaleza humana jamás
se destruye la capacidad de vencer al error y de abrirse paso al conocimiento
de la verdad. Ni le faltan jamás los auxilios sobrenaturales de la
divina Providencia. Por lo cual, quien hoy carece de la luz de la fe o profesa
doctrinas erróneas, puede mañana, con la iluminación
de Dios, abrazar la verdad.
Porque, si los católicos, a propósito de las cosas temporales
traban relación con los que o no creen en Cristo o creen en El, mas
en forma errada, pueden servirles de ocasión o de exhortación
para que vengan a la verdad.
159. Se ha de distinguir también cuidadosamente entre las teorías
filosóficas sobre la naturaleza, el origen, el fin del mundo y del
hombre, y las iniciativas de orden económico, social, cultural o político,
por más que tales iniciativas hayan sido originadas e inspiradas en
tales teorías filosóficas; porque las doctrinas, una vez elaboradas
y definidas, ya no cambian, mientras que tales iniciativas, al encontrarse
en situaciones históricas continuamente variables, están forzosamente
sujetas a los mismos cambios. Además, ¿quién puede negar
que, en la medida en que estas iniciativas sean conformes a los dictados
de la recta razón e intérpretes de las justas aspiraciones
del hombre, puedan tener elementos buenos y merecedores de aprobación?
160. Teniendo presente esto puede a veces suceder que algunos contactos de
orden práctico que hasta aquí se consideraban como inútiles
en absoluto, hoy por lo contrario sean provechosos o puedan llegar a serlo.
Determinar si tal momento ha llegado o no, como también establecer
las formas y el grado en que hayan de realizarse contactos en orden a conseguir
metas positivas, ya sea en el campo económico o social, ya también
en el campo cultural o político, son puntos que sólo puede
enseñar la virtud de la prudencia, como reguladora que es de todas
las virtudes que rigen la vida moral tanto individual como social. Por esto,
cuando están en juego los intereses de los católicos, tal decisión
corresponde de un modo particular a los que en estos asuntos concretos desempeñan
cargos de responsabilidad en la comunidad; siempre que se mantengan, sin
embargo, los principios del derecho natural a la par que la doctrina social
de la Iglesia y las directrices de la autoridad eclesiástica. Porque
nadie debe olvidar que a la Iglesia le corresponde el derecho y el deber
no ya sólo de tutelar los principios de la fe y de la moral, sino
también de interponer su autoridad junto a sus hijos, aun en la esfera
del orden temporal, cuando se trata de aplicar tales principios a la vida
práctica[67].
ETAPAS NECESARIAS
161. No faltan hombres de gran corazón que, al encontrarse frente
a situaciones en que las exigencias de la justicia o no se cumplen o se cumplen
en forma deficiente, movidos por el deseo de cambiarlo todo, se dejan llevar
por un impulso tan arrebatado que parecen recurrir a algo semejante a una
revolución.
162. A todos estos desearíamos Nos recordarles que por ley de la naturaleza
todo, en la vida, crece gradualmente y que también las instituciones
humanas no pueden mejorarse sino actuando en ellas desde su interior y en
forma progresiva.
Prudente advertencia la de Nuestro Predecesor, de f. m., Pío XII,
cuando decía: No es en la revolución, sino en una armónica
evolución donde se halla la salvación y la justicia. La violencia
nunca hizo otra cosa que derribar, en vez de levantar; encender las pasiones,
en vez de calmarlas; acumular odios y ruinas, en vez de hermanar a los contendientes;
y ha precipitado a los hombres y a los partidos en la penosa necesidad de
reconstruir lentamente, después de dolorosas pruebas, sobre las ruinas
de la discordia[68].
INMENSA TAREA
163. A todos los hombres de alma generosa incumbe, pues, la inmensa tarea
de restablecer las relaciones de convivencia basándolas en la verdad,
en la justicia, en el amor, en la libertad: las relaciones de convivencia
de los individuos entre sí, o de los ciudadanos con sus respectivos
Estados; o de los varios Estados, unos con otros; o de los individuos, familias,
entidades intermedias y Estados respecto a la Comunidad mundial. Tarea ciertamente
nobilísima, porque de ella se derivaría la verdadera paz conforme
al orden establecido por Dios.
164. Estos hombres, demasiado pocos por cierto para tan ingente tarea, merecedores
del aplauso universal, es justo que reciban de Nos el elogio público,
al mismo tiempo que una apremiante exhortación a perseverar en tan
saludable empresa. Pero Nos alienta por igual la esperanza de que otros muchos,
sobre todo entre los cristianos, movidos por la conciencia del deber y la
exigencia de la caridad, vendrán a sumarse a ellos. Porque todos cuantos
creen en Cristo deben ser en esta nuestra sociedad humana omo una antorcha
de luz, un fuego de amor, un fermento que vivifique toda la masa; y tanto
mejor lo serán cuanto más unidos estén con Dios.
165. De hecho, no se da paz en la sociedad humana si cada cual no tiene paz
en sí mismo, es decir, si cada cual no establece en sí mismo
el orden prescrito por Dios. ¿Quiere tu alma ser capaz de vencer las
pasiones? -pregunta San Agustín-. Que se someta al que está
arriba y vencerá al que está abajo. Así se hará
la paz en ti: una paz verdadera, genuina, muy ordenada. ¿Cuál
es el orden de esta paz? Dios manda sobre el alma, el alma manda sobre el
cuerpo; nada hay más ordenado[69].
EL PRÍNCIPE DE LA PAZ
166. Estas enseñanzas Nuestras acerca de los problemas que de momento
tan agudamente angustian a la familia humana y que tan estrechamente unidos
están al progreso de la sociedad, Nos las dicta un profundo anhelo,
que comparten con Nos todos los hombres de buena voluntad, el anhelo de la
consolidación de la paz en este mundo nuestro.
167. Como Vicario -aunque indigno- de Aquel a quien el anuncio profético
proclamó Príncipe de la Paz[70], creemos que es obligación
Nuestra consagrar todo Nuestro pensamiento, todo Nuestro cuidado y esfuerzo
a obtener este bien en provecho de todos. Pero la paz será una palabra
vacía si no se funda sobre aquel orden que Nos, movidos por confiada
esperanza, hemos esbozado en sus líneas generales en esta Nuestra
Encíclica: la paz ha de fundarse sobre la verdad, construida con las
normas de la justicia, vivificada e integrada por la caridad y realizada,
en fin, con la libertad.
168. Empresa tan gloriosa y excelsa que las fuerzas humanas, por más
que estén animadas de la buena voluntad más laudable, no pueden
por sí solas llevarla a efecto. Para que la sociedad humana refleje
lo más posible la semejanza del Reino de Dios, es de todo punto necesario
el auxilio del Cielo.
169. Es, pues, exigencia de las cosas mismas el que en estos días
santos nos volvamos con oración suplicante hacia Aquel que, con sus
dolorosos tormentos y con su muerte no sólo destruyó el pecado
-fuente y principio de todas las divisiones, de todas las miserias y de todos
los desequilibrios-, sino que, al derramar su sangre, reconcilió al
género humano con su Padre Celestial y trajo los dones de su paz:
Porque El es nuestra Paz, el que de los dos [pueblos] ha hecho uno solo…
El, que vino a anunciaros la paz a vosotros que estabais lejos, y la paz
a los que estaban cerca[71].
170. Y en la sagrada Liturgia de estos días resuena este mismo anuncio:
Nuestro Señor Jesús, presentándose en medio de sus discípulos,
dijo: Pax vobis, alleluia. Y los discípulos, habiendo visto al Señor,
se alegraron[72].
Y así, Cristo nos ha traído la paz, nos ha dejado la paz: La
paz os dejo, mi paz os doy. No os la doy como la da el mundo[73]. Pidamos,
pues, con instantes súplicas al Divino Redentor, esta paz que El mismo
nos trajo.
171. Que El borre de los hombres todo lo que pueda poner en peligro esta
paz y transforme a todos en testigos de la verdad, de la justicia y del amor
fraterno. Que El ilumine con su luz la mente de los que gobiernan las Naciones,
para que junto al bienestar y prosperidad convenientes procuren también
a sus conciudadanos el don magnífico de la paz. Que Cristo, finalmente,
encienda las voluntades de todos para echar por tierra las barreras que dividen
a los unos de los otros, para estrechar los vínculos de la mutua caridad,
para fomentar la mutua comprensión, en fin, para perdonar los agravios.
Así, bajo su acción y amparo, todos los pueblos se aúnen
como hermanos y florezca entre ellos y reine siempre la anhelada paz.
172. Con este supremo deseo y augurio, Venerables Hermanos, de que esta paz
irradie en las comunidades cristianas que os han sido confiadas, para beneficio,
sobre todo, de los más humildes y más necesitados de auxilio
y defensa, a vosotros, a los sacerdotes de ambos cleros, a los religiosos
y a las vírgenes consagradas a Dios, a todos los fieles cristianos,
pero de un modo especial a los que pongan su esfuerzo en secundar estas exhortaciones
Nuestras, con todo afecto en el Señor impartimos la Bendición
Apostólica, mientras para todos los hombres de buena voluntad, a los
cuales va también dirigida esta Nuestra Encíclica, imploramos
de Dios salud y prosperidad.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día de Jueves Santo, 11 de abril
del año 1963, quinto de Nuestro Pontificado.
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[1] Ps. 8, 1.
[2] Ps. 103, 24.
[3] Cf. Gen. 1, 26.
[4] Ps. 8, 5-6.
[5] Rom. 2, 15.
[6] Cf. Ps. 18, 8-11.
[7] Cf. Pii XII Nunt radioph. datus pridie Nativ. D. N. I. C. a. 1942 A.
A. S. 35 (1943) 9-24; et Ioannis XXIII Sermo hab. d. 4 m. ian. a. 1963 A.
A. S. 55 (1963) 89-91.
[8] Cf. Pii XI Litt. Enc. Divini Redemptoris, A. A. S. 29 (1937) 78; et Pii
XII Nunt. radioph. d. in festo Pentec. d. 1 m. iun. a. 1941 A. A. S. 33 (1941)
195-205.
[9] Cf. Pii XII Nunt. radioph. d. prid. Nativ. D. N. I. C. a. 1942 A. A.
S. 35 (1943) 9-24.
[10] Divinae Institutiones 4, 28, 2 PL 6, 535.
[11] Litt. Enc. Libertas: AL 8 (1888) 237-8.
[12] Cf. Pii XII Nunt. radioph. Nativ. 1942, l. c., 9-24.
[13] cf. Pii XI Enc. Casti Connubii, A. A. S. 22, (1930) 539-592; et Pii
XII Nunt. radioph. Nativ. 1942, l. c., 9-24.
[14] Cf. Pii XII Nunt. radioph. Pentec. 1941, l. c., 201.
[15] Leonis XIII Litt. Enc. Rerum novarum AL 11 (1891) 128-9.
[16] Cf. Ioannis XXIII Litt. Enc. Mater et Magistra, A. A. S. 53 (1961) 422.
[17] Cf. Nunt. radioph. cit. Pentec. 1941, l. c. 201.
[18] Enc. MM. l. c., 428.
[19] Cf. ibid. 430.
[20] Cf. Leonis XIII e. RN, l. c., 134-142 Pii XI Litt. Encycl. Quadragesimo
anno A. A. S. 23 (1931) 199-200; Pii XII Ep. Encycl. Sertum laetitiae A.
A. S. 31 (1939) 635-644.
[21] Cf. A. A. S. 53, 430.
[22] Cf. Nuntius radioph. d. prid. Nativ. D. N. I. C. a. 1952. A. A. S. 45
(1953) 33-46.
[23] Cf. Nuntius radioph. d. prid. Nativ. D. N. I. C. a. 1944, A. A. S. 37
(1945) 12.
[24] Cf. Nuntius radioph. Nativ. 1942, l. c., 21.
[25] Eph. 4, 25.
[26] Cf. Pii XII Nuntius radioph. Nativ. 1942, l. c., 14.
[27] Sum. theol. 1.2, 19, 4; cf. a. 9.
[28] Rom. 13, 1-6.
[29] In ep. ad Rom. 13, 1-2 hom. 23 PG 60, 615.
[30] Leonis XIII Litt. Encycl. Immortale Dei, AL 5, 120.
[31] Cf. Nuntius radioph. Nativ. 1944, l. c., 15.
[32] Cf. Leonis XIII Epist. Enc. Diuturnum illud: AL 2 (1880-1881) 274.
[33] Cf. ibid. 278 et eiusdem ID, l. c., 130.
[34] Act. 5, 29.
[35] Sum. theol. 1. 2, 93, a. 3 ad 2; cf. Pii XII Nuntius radioph. Nativ.
1944, l. c., 5-23.
[36] Cf. Leonis XIII e. DI l. c. 271-2; et Pii XII Nuntius radioph. Nativ.
1944, l. c. 5-23.
[37] Cf. Pii XII Nuntius radioph. Nativ. 1942, l. c., 13; et Leonis XIII
e. ID, l. c., 120.
[38] Cf. Pii XII Litt. encycl. Summi Pontificatus, A. A. S. 31 (1939) 412-53.
[39] Cf. Pii XI Litt. encycl. Mit brennender Sorge, A. A. S. 29 (1937) 159
et Litt. encycl. Divini Redemptoris, A. A. S. 29 (1937) 65-106.
[40] Enc. ID, l. c., 121.
[41] Leonis XIII e. RN, l. c., 133-134.
[42] Cf. Pii XII e. SP l. c., 433.
[43] A. A. S. 53, 417.
[44] Cf. Pii XI QA, l. c., 215.
[45] Cf. Pii XII Nuntius radioph. Pentec. 1941, l. c., 200.
[46] Cf. Pii XI, e. MbS. l. c., 159, e. DR. l. c., p. 79; et Pii XII Nuntius
radioph. Nativ. 1942, l. c., 9-24.
[47] Cf. Pii XI e. DR., l. c. 81; et Pii XII Nuntius radioph. Nativ. 1942,
l. c., 9-24.
[48] Ioannis XXIII, e. MM., l. c. 415.
[49] Cf. Pii XII Nuntius radioph. Nativ. 1942, l. c., 21.
[50] Cf. Pii XII Nuntius radioph. d. prid. Nativ. D. N. I. C. a. 1944 A.
A. S. 37 (1945) 15-16.
[51] Cf. Pii XII Nuntius radioph. Nativ. 1942, l. c., 12.
[52] Cf. Leonis XIII Ep. apost. Annum ingressi, AL 22 (1902-1903) 52-80.
[53] Sap. 6, 2-4.
[54] Cf. Pii XII Nuntius radioph. d. prid. Nativ. D. N. I. C. a. 1941, A.
A. S. 34 (1942) 16.
[55] Cf. Pii XII Nuntius radioph. d. prid. Nativ. D. N. I. C. a. 1940, A.
A. S. 33 (1941) 5-14.
[56] De civ. Dei 4, 4 PL 41, 115; cf. Pii XII Nuntius radioph. d. prid. Nativ.
D. N. I. C. a. 1939 A. A. S. 32 (1940) 5-13.
[57] Cf. Pii XII Nuntius radioph. Nativ. 1941, l. c., 10-21.
[58] Cf. Ioannis XXIII e. MM, l. c., 439.
[59] Cf. Nuntius radioph. Nativ. 1941, l. c., 17; et Benedict XV Adhortatio
ad moderatores populorum belligerantium, d. d. 1 mens. aug. a. 1917 A. A.
S. 9 (1917) 418.
[60] Cf. Nuntius radioph. d. d. 24 m. aug. a. 1939 A. A. S. 31 (1939) 334.
[61] A. A. S. 53 (1961) 440-1.
[62] Nuntius radioph. Nativ. 1941, l. c., 16-17.
[63] Ioannis XXIII e. MM, l. c., 443.
[64] Cf. Pii XII Allocutio ad iuvenes ab Act. Cath. ex Italiae dioecesibus
Romae coadunatos, habita d. 12 mens. sept. a. 1948 A. A. S. 40 (1948) 412.
[65] Cf. Ioannis XXIII e. MM, l. c., 454.
[66] Ibid. 456.
[67] Ibid. 456; cf. Leonis XIII e. ID, l. c., 128; Pii XI Enc. Ubi arcano;
A. A. S. 14, 698 et Pii XII Allocutio ad Delegatas Unionis Internat. Sodalitatum
mulierum cathol. ob communem Conventum Romae coadunatas, habita d. 11 mens.
sept. a. 1947 A. A. S. 39 (1947) 486.
[68] Cf. Allocutio ad opifices ex Italiae dioecesibus Romae coadunatos, habita
in festo Pentec. d. 13 mens. iun. a. 1943, A. A. S. 35, 175.
[69] Miscellanea Augustiniana… S. Augustini Sermones post Maurinos reperti,
Romae 1930, 633.
[70] Cf. Is. 9, 6.
[71] Eph. 2, 14-17.
[72] Respons. ad Matut., in fer. VI infra oct. Paschae.
[73] Io. 14, 27.