PELAGIO I

556-561 d.C.

 

 

   Nació en Roma. Durante el viaje de Vigilio a oriente, se había quedado en Roma sostituyéndose a él con buenos resultados. Fue elegido a un año de su muerte.

   El 16 de abril del 556, esto es, diez meses después de la muerte de Vigilio, sólo dos obispos -los de Ferentino y Perugia- y un sacerdote de Ostia se atrevieron a consagrar a Pelagio, pese a que nadie en Roma -ni el pueblo ni el clero- querían un obispo impuesto por Bizancio.

  Y no carecía Pelagio de cualidades: era hijo de la nobleza romana, poseía una inteligencia brillante y, como diácono, había empezado muy pronto su carrera de diplomático y de teólogo. Ya en el 536 acompañó a Agapito en su viaje a Constantinopla, y allí estuvo también como apocrisiario o legado de Vigilio. Volvió a Roma mientras el papa quedaba retenido en la corte imperial y se desvivió sin medida por aliviar a la población de la Urbe cuando sufrió el asedio del rey ostrogodo Totila.

  En el año 551 se trasladó de nuevo a Constantinopla en un intento de ayudar a Vigllio a que salvaguardara un resto de independencia. Aquella vana tentativa le costó que le recluyeran durante algún tiempo en un convento estrechamente vigilado. Cuando el papa salió para Roma, Pelagio se reconcilió con el emperador, hasta el punto de que éste te envió a la Urbe con un mensaje para el general Narsés, y tal mensaje consistía en la orden de que Pelagio fuera consagrado papa de la Cristiandad.

  Todos los esfuerzos del nuevo papa para mostrarse como un seguidor leal de la doctrina de Calcedonia no fueron suficientes para conseguir que se reconciliaran con él las diócesis del norte de Italia, de las Galias y de África, y durante aquel cisma, llamado «cisma de Aquilea y de Milán», sólo el apoyo imperial hizo posible que se mantuviera en la silla de Pedro.

  Respecto a la población de la Urbe, diezmada por las guerras y el hambre, logró atraérsela a fuerza de abnegación y generosidad. Primum vivere.... Roma aceptó su pan y transigió desde entonces con más facilidad en que todo papa elegido tuviera que solicitar en lo sucesivo la autorización del emperador para dejarse consagrar.

  Desde el punto de vista de Justiniano, el papa no era más que el patriarca de Occidente dentro de la Iglesia imperial y tenía que someterse, como los demás obispos, a su despotismo centralizador.

  La misma preocupación por la unidad del imperio, que hacía bien poco tiempo había inducido a sus predecesores paganos a intentar la eliminación del cristianismo naciente, impulsaba ahora a un emperador cristiano a liquidar hasta los últimos vestigios del paganismo: se cerraron las últimas escuelas filosóficas de Atenas y se exigió la conversión de los que seguían adorando a los dioses antiguos, a veces bajo pena capital.

  La subordinación obligada del papa al emperador tuvo, sin embargo, algunos aspectos positivos: por ejemplo, gracias al apoyo de Justiniano pudo Pelagio sanear las finanzas de la Iglesia romana y restablecer la disciplina, particularmente atajando los avances inquietantes de la simonía. Pero es claro que no le resultaba posible ejercer una influencia análoga sobre la Iglesia universal.

  Como les ocurriría a sus tres sucesores, Pelagio no consiguió extender su autoridad más allá de los límites de su diócesis. No obstante, ni Pelagio ni los que le siguieron en la silla de Pedro renunciaron nunca -al menos, en teoría, en sus planteamientos más radicales- a ninguno de los derechos o prerrogativas que el papado había ido consolidando, poco a poco, en el curso de los tres últimos siglos.

  Pelagio murió en Roma el 4 de marzo del 561.

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(Samuel Miranda)