PIO XI
1922-1939 d.C.



  Aquiles Ratti, nacido en Desio, cerca de Milán, el 31 de mayo de 1857, pertenecía a una familia burguesa. Su padre era un fabricante de seda. Hizo sus estudios en Milán y recobió las órdenes en 1879. En 1907 fue nombrado prefecto de la Biblioteca Ambrosiana de la capital lombarda, y en 1911 Pío X le nombró viceprefecto de la Biblioteca Vaticana, en la que Monseñor Ratti fue nombrado director en 1914. Hombre de ciencia dedicado al estudio, el futuro Papa publicó en aquel periodo varios estudios sobre la historia de la Iglesia, la paleografía, la historia del arte y la literatura.

   Era también conocido como uno de los alpinistas más atrevidos de su tiempo. En 1889 fue el primero en vencer la cumbre del monte Dofour, situado en la sierra del Monte Rosa, hazaña que cuenta en sus recuerdos de alpinista. En 1919 salió para Varsovia, donde desempeñó con habilidad el cargo de Nuncio apostólico ante el gobierno Pilsudsky. En 1921, el Papa le confería el arzobispado de Milán, donde no residió más que cinco meses, ya que tuvo que hacerse cargo de la sucesión de Pedro. Era, según los cardenales norteamericanos, admirablemente equilibrado, sencillo y natural. Admirador de Dante y de Manzoni, no abandonó nunca los estudios y la lectura. En su primer Encíclica, "Ubi arcano Dei", de 1922, en la que pone la base ideológica de la Acción Católica, afirmó que la raíz del mal está en el hecho de que Dios y Jesucristo han sido alejados de los hombres, y que sólo con restaurar la realeza de Cristo la humanidad podría encontrar la verdadera paz. A eso tenía que dedicarse la Acción Católica, institución orgánica de la Iglesia. En 1925 el Papa instituía la fiesta de Cristo Rey, celebrada el último domingo de Octubre.

   Un viento de locura soplaba sobre el mundo. El comunismo, victorioso en Rusia, había empezado a sublevar las almas de los ingenuos en toda Europa. En Polonia el avance comunista había sido quebrantado por Pilsudsky. En Hungría, el régimen de Bela Kuhn había sembrado el terror durante el año 1919 y había sido aniquilado por las tropas rumanas durante una corta y sangrienta guerra. En la misma Italia, descontenta con los resultados conseguidos después de la guerra, comunistas y socialistas provocaban desórdenes sin cesar y el país vivía en un pánico permanente. En octubre de 1922, después de la marcha sobre Roma, Benito Mussolini, fue encargado por el rey de formar gobierno. En 1926 se entablaron negociaciones secretas entre el gobierno, representado por el consejero Barone y el abogado Pacelli, hermano del Nuncio en Berlín. El proyecto elaborado por las dos personalidades y que pondría fin a la llamada "cuestión romana", preveía lo siguiente: la reconstitución de un estado en el que el Papa pudiese ejercer su soberanía, y que tenía que llamarse Ciudad del Vaticano; la firma de una convención financiera y la de un concordato. El 11 de febrero de 1929, el Cardenal Gasparri, en nombre de la Santa Sede, y Benito Mussolini, en nombre de Italia, firmaban las tres convenciones, en el palacio de Letrán: un tratado político o diplomático por el que se reconocía la existencia de un estado pontificio de cuarenta y cuatro hectáreas, con la Basílica de San Pedro, los palacios del Vaticano, los jardines, los museos y varios edificios situados en la vecindad. El gobierno italiano permitía la construcción de una estación de ferrocarril en el Vaticano, enlazada con la línea de Viterbo, y la creación de una oficina de correos, de teléfonos y telégrafos, y una estación de radio. Fuera de Roma, la residencia veraniega de Castelgandolfo fue incluida en el territorio pontificio, y más tarde varios edificios romanos, como el colegio de Propaganda Fide, varias basílicas y sedes de las grandes congregaciones, se beneficiaron del privilegio de la extraterritorialidad. La convención financiera estaba destinada a compensar a la Santa Sede y el estado italiano en los últimos decenios. En fin, el concordato legalizaba las relaciones entre la Santa Sede y el estado italiano y garantizaba la libertad de culto y la jurisdicción eclesiástica, asegurando la independencia de la Iglesia y el apoyo del gobierno en lo que atañe al cumplimiento de su misión.

   Los roces no tardaron en surgir entre el nuevo estado, sometido a una disciplina totalitaria, y la Santa Sede. En una Encíclica de 1931, "Non abbiano bisogno", Pío XI criticaba la concepción fascista, a la que identificaba con el nazismo, el bolchevismo, el jacobinismo y otras ideologías "estatolátricas". La crisis se agudizó en 1938, cuando durante la visita de Hitler a Roma; el Papa abandonó el Vaticano, rechazando entrevistarse con el dictador alemán, que se había negado a cumplir con la cláusulas del concordato firmado con la Santa Sede en 1933 y había tomado severas medidas contra la Iglesia Católica en Alemania.

   Las Encíclicas de Pío XI fueron de mucha importancia, ya que enfocaron con claridad el problema de la expansión de la Iglesia en el mundo y supieron definir con consciente sabiduría las causas de la crisis que sacudía al mundo y que provocaría la catástrofe de 1939. La "Rerum Ecclesiae", de 1926, se refería a las misiones y a la constitución de Iglesias indígenas. En 1925 la cuestión de la unión con las Iglesias orientales volvió a actualizarse. En pleno año jubilar, el Papa hizo conmemorar el Concilio de Nicea (325) y en 1928 la Encíclica "Mortalium animos" dirigía un emocionante llamamiento a las Iglesias separadas en vista de una posible unión. En 1926 confirmó la condenación, como agnóstico, del movimiento ideológico y político de Charles Maurras, el monárquico francés, y de su periódico "L'Action francaise", condenados ya por Pío X en 1914. Con la Encíclica "Mit brennender Sorge" ("Es con una viva inquietud..."), el Papa puso de relieve el carácter pagano del nazismo y condenó el racismo. El mismo año (1937) condenó el marxismo y el comunismo ateo en la Encíclica "Divini Redemptoris", y atacó duramente la doctrina de los "sin Dios". Con la "Quadragesimo anno", que conmemoraba los cuatro decenios desde la publicación de la "Rerum Novarum", de León XIII, el Papa se dirigía a los obreros, recordando la obra de la Iglesia a favor de los trabajadores y condenando otra vez el comunismo, abogando por una "restauración del orden social en plena conformidad con los preceptos del Evangelio".

   Los enemigos de la Iglesia parecían otra vez cerca de la victoria. En Francia reinaba el Frente Popular; en Alemania imperaba un régimen que recordaba las atrocidades de la primera Edad Media, cuando los paganos mataban a los enviados de Roma; en Rusia la lucha contra el cristianismo había alcanzado, bajo Stalin, la cumbre de los abusos; en España, en fin, el comunismo se había apoderado del país. En 1936 la guerra de liberación perseguía el fin del reino del terror en la Península Ibérica, acabando en 1939 con el mayor peligro que había amenazado al país desde los tiempos de la Reconquista. La Iglesia española fue una de las víctimas más atrozmente torturadas por los enviados de los sin Dios, a los que el Papa había condenado con tan justa ira. Tiempos difícles se acercaban para todo el mundo. En septiembre de 1938, cansado y enfermo, Pío XI se dirigía por radio a la humanidad, en vísperas de las conversaciones de Munich, ofreciendo su vida como precio de la paz. El mundo entero se emocionó, pero los dirigentes de los pueblos, inspirados por principios que ignoraban la persona humana y sus derechos más elementales, animados en cambio por los fantasmas de las abstracciones políticas e ideológicas, no entendieron aquel mensaje. Pocos meses después, el 10 de febrero de 1939, Pío XI fallecía en el Vaticano, esbozando un gesto de bendición.

   Hizo construir el nuevo edificio de la Propaganda Fide, fundó el Instituto Cristiano de Arqueología, los museos de Etnología y de las Misiones en Letrán y, en 1922, la Academia de Ciencias, a la que pertenecen 70 sabios de todo el mundo y de todas las confesiones. Canonizó a Santa Teresa de Liseux, a Bernardette Soubirous, a Juan Bosco, a Roberto Bellarmin, a Tomás Moro y a John Fisher. El novelista austriaco Franz Werfel retrató la noble figura del Pontífice en su libro "Bernardette".


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(Samuel Miranda)