BEATO PÌO IX
1846-1878 d.C.



    Acontecimientos de inmensa importancia política y espiritual marcan el más largo pontificado de la historia, el de Juan María Mastai-Ferretti: el fin temporal de los Papas y la creación del reino de Italia, la creación del Imperio alemán, la condenación del laicismo moderno a través del Syllabus y el Concilio ecuménico Vaticano I, proclamando la infalibilidad del Papa.

   La humanidad dio importantes pasos en el camino del progreso. Fueron inaugurados el canal de Suez y los túneles a través de los Alpes, la medicina y la química revolucionaron la vida cotidiana del hombre, Pasteur hizo su descubrimiento, que revelaba a los hombres el universo de los mircróbios; el positivismo impuso a todos la creencia absoluta en la ciencia experimental y en el porvenir paradisíaco de la humanidad. La era de la ciencia abría sus puertas. Los filósofos proclamaron el fin de las religiones. Nietzsche afirmaba, como hoy Sartre, que "Dios ha muerto". Augusto Comte, Carlos Marx, Darwin, Haeckel y Renan confirmaban las conclusiones de los ilustrados: la Biblia no había tenido razón. El liberalismo, la masonería, el socialismo, el laicismo y el radicalismo en general se apoderaban de los gobiernos, transformándose en nuevos dogmas religiosos. Sin embargo, a pesar de las aparentes derrotas, el catolicismo y el cristianismo en general prepararon, durante aquellos dramáticos años, su resistencia en todo el mundo, y sobre todo en Italia, donde una fuerte "oposición católica" consiguió conservar las relaciones entre la religión y el pueblo, para reconquistar poco a poco todas las posiciones que parecían perdidas.

   Animado desde el principio por las mejores intenciones, inclinado hacia cierto liberalismo, debido posiblemente al influjo que pudo ejercer sobre el futuro Pontífice la amistad con el conde Pasolini, partidario del partido neoguelfo, Pío IX decretó una amnistía para los condenados políticos, lo que levantó una ola de entusiasmo en toda Italia, y sobre todo en Roma, donde la población se manifestó a favor del Papa. Una serie de innovaciones de carácter administrativo, la construcción de los ferrocarriles, reducción de las tarifas aduaneras, moderación de la censura de prensa, etc., siguieron aumentando el crédito del nuevo Papa, considerado, incluso, como partidario de las ideas de Mazzini y Gioberti. Dichas reformas fueron recibidas con júbilo en toda la península, lo que provocó el descontento de Metternich, temeroso de perder la poca simpatía que los austríacos tenían en Italia y de ver envueltos los territorios ocupados en una nueva revolución. Francia, en cambio, apoyó al Papa en su afán reformista.

   Pero la reforma dentro de los estados pontificios era tímida, simple esbozo que no logró apaciguar a los laicos. La revolución de París de 1848, seguida por movimientos similares en casi todas las regiones europeas oprimidas por los regímenes absolutistas, creó un nuevo clima político, propicio a las reivindicaciones de los pueblos. La monarquía francesa se derrumbó, Metternich fue obligado a dimitir, el emperador Fernando I tuvo que abdicar en favor de Francisco José I, bajo la amenaza de los revolucionarios austríacos y húngaros; el rey de Prusia anunció la formación de un gobierno constitucional y el rey de Cerdeña promulgó una Constitución de tipo liberal, el Statuto, mientras las tropas piamontesas invadían la Lombardía, territorio ocupado por los austríacos. Un año después, Carlos Alberto, vencido en Novara, abdicó, y Víctor Manuel II, el futuro unificador de la Península, subió al trono de los Saboya. El conde de Cavour hacía su entrada en la escena política de Europa. También en 1848, Pío IX promulgó un estatuto fundamental para el gobierno temporal de los Estados de la Santa Iglesia, que preveía la creación de un Parlamento, dos cámaras y un Senado, formado por el Colegio cardenalicio; pero tampoco esta reforma, inspirada en el liberalismo, contentó a los súbditos, entusiasmados por la idea de la unidad y por la participación de las tropas pontificias en la guerra contra Austria. El Papa se negó a ello, tratando de suavizar las cosas al nombrar a Mamiani ministro del Interior.  

   Poco después Mamiani tuvo que presentar su dimisión y Pellegrino Rossi le sustituyó, mientras las tropas austriacas ocupaban Ferrara. El 15 de noviembre de 1848, mientras se dirigía al Parlamento, Rossi fue asesinado y la revolución estallaba en Roma. El nuevo gobierno, expresión del "Círculo popular", hizo prisionero a Pío IX. Bajo la protección del embajador de Baviera, Pío IX, vestido de sacerdote, salió en secreto del Vaticano y se refugió en territorio napolitano, en la ciudad de Gaeta, donde permaneció 17 meses. En la noche del 8 al 9 de febrero de 1849, la Asamblea romana proclamaba el fin del pasado y el nacimiento de la República romana. Mazzini triunfaba. En Francia, el príncipe Luis Napoleón era proclamado presidente de la República.

  Desde Gaeta, el secretario de Estado, Antonelli, pedía la intervención extranjera para reponer al Papa en sus derechos. La rivalidad entre Francia, Austria y el Piamonte acerca del problema italiano demoró por algunos meses una desición europea en este sentido, hasta que el príncipe Napoleón envió un cuerpo expedicionario, que desembarcó en Civitavecchia y ocupó Roma, después de una encarnizada resistencia de los republicanos, dirigidos por Mazzini, jefe de un triunvirato decmocrático. La victoria de la derecha católica en Francia hizo intervenir decididamente a Napoleón en favor del Papa y el 15 de julio la bandera pontificia ondeaba otra vez en el castillo de Sant'Angelo. El Papa no volvió a Roma hasta el 12 de abril de 1850, y fue recibido en triunfo por la población, que esperaba conservar sus derechos y conseguir nuevas reformas de tipo liberal. Peo Antonelli, personalidad fuerte y dominadora, se opuso a ello y transformó el gobierno en una tiranía.

   En el Norte, Cavour había empezado su política, dirigida, en el exterior hacia la derrota de Austria, en el interior hacia un único fin: la unidad italiana. Nombrado ministro del Comercio y de la Industria en 1850, el conde Camilo Benso de Cavour, consiguió la presidencia del Consejo en 1852, introdujo en el Piamonte una serie de reformas de tipo liberal y entró pronto en conflicto con la Santa Sede por haber quitado a los eclesiásticos el derecho a la enseñanza y por haber confiscado los bienes de la Iglesia. En 1855 el Papa excomulgó a los autores de las leyes consideradas como anticatólicas. Cavour quedó excomulgado hasta su muerte.

   Aprovechando la nueva situación creada en Europa por la intervención de Francia e Inglaterra en Rusia, Cavour envió un cuerpo expedicionario de quince mil hombres a Crimea y se presentó en el Congreso de París (1856) al lado de los vencedores. Apoyado por Napoléon III, defensor de la política de las nacionalidades y de los pueblos latinos, Cavour consiguió en París un éxito de primera magnitud: el de plantear el problema de la evacuación de Italia por parte de las tropas extranjeras.

   Una "Sociedad Nacional" fue fundada por Cavour en Turín, cuyo presidente fue La Farina, revolucionario siciliano exiliado en el Piamonte. Fue esta "Sociedad" la que dirigió la propaganda pro unitaria en toda la península y dio un golpe mortal a la política de Mazzini, basada en la revolución y en la violencia. La táctica de la "Sociedad" era la de apoyarse en el Piamonte y de hacer de Turín el centro de la resistencia anticlerical y antiaustríaca. También Garibaldi, que había participado en la resistencia de Roma, se puso al servicio de Cavour. Era evidente que, de regreso de París, la meta inmediata de Cavour era la de formar una coalición contra Austria y echarla de Italia con las armas. La nueva campaña fue decidida en la entrevista que Cavour tuvo en Plombiéres con Napoleón III (1858). Un año más tarde la guerra estallaba y los austríacos fueron derrotados por los franco-piamonteses en las batallas de Solferino y Magenta. Los unitarios, fuertemente apoyados por la "Sociedad" y por Cavour, provocaron una serie de rebeliones en los territorios pontificios y Bolonia proclamó su intención de unirse con el Piamonte.

   Sin embargo, el armisticio de Villafranca no contentó a los piamonteses. Cavour tuvo que dimitir, a pesar de haber conseguido la Lombardía. En 1860 Garibaldi desembarcaba en Sicilia y ocupaba Palermo, frente a una expedición financiada por el Piamonte. Poco después desembarcaba en el continente y ponía fin al reino de las Dos Sicilias. Desde el norte, y con el fin aparente de evitar desórdenes en los estados pontificios, los piamonteses avanzaron hacia Roma. Perusa y Ancona cayeron, después de una dura resistencia de las tropas pontificias. Las Marcas y Umbría votaron a favor de la anexión al Piamonte y el 17 de marzo de 1861 el Parlamento de Turín proclamaba a Víctor Manuel II como rey de Italia. Tropas francesas ocupaban Roma, defendiendo al Pontífice; pero ninguna potencia europea intervino para impedir el avance de los piamonteses en la península. Descontento con Cavour por haberse detenido ante Roma y por haber respetado lo que quedaba de los estados pontificios, Garibaldi emprendió una expedición por su cuenta con el fin de apoderarse de la Ciudad Eterna, pero fue vencido por los piamonteses en la batalla de Aspromonte (1862). El gonierno italiano se trasladó a Florencia, que se transformó de este modo en capital del nuevo reino.

   La situación parecía haberse estabilizado, cuando Prusia entró en guerra con Francia. Fue el fin del segundo Imperio. El anticatólico Bismarck, dictador de la paz en París (1871), permitió la intervención del gobierno de Florencia en la "cuestión romana". Las tropas de Víctor Manuel penetraron en los estados pontificios y el 20 de septiembre de 1870 Roma capitulaba. "Desde este momento (declaró Pío IX a los diplomáticos acreditados en Roma) el Papa es prisionero de Víctor Manuel". Después del plebiscito del 2 de octubre, el rey de Italia promulgaba el siguiente decreto: "Artículo 1°: Roma y las provincias romanas forman parte integrante del reino de Italia. 2°: El Soberano Pontífice conserva la dignidad, la inviolabilidad y todas las prerrogativas de un soberano". Cartas de protesta llegaron al Papa desde todo el mundo, pero ningún estado intervino, ninguna protesta oficial se hizo sentir, salvo la del Ecuador, cuyo presidente, García Moreno, hizo sentir su voz "en nombre de la justicia ultrajada".

  El 13 de mayo de 1871, el Parlamento italiano votaba una ley de garantías que dejaba al Papa el usufructo de los palacios del Vaticano, de Letrán y de Castelgandolfo, y la extraterritorialidad de dichos inmuebles. La persona del Pontífice era declarada sagrada e inviolable y el estado italiano se obligaba a entregarle una renta anual exenta de impuestos. También se le reconocían al Papa el derecho de enviar nuncios ante los Gobiernos extranjeros y de establecer en su territorio servicios postales y telegráficos. La ley era unilateral y Pío IX la rechazó, el 15 de mayo de 1871, declarándola inaceptable. Un período inseguro y movido se abría en las relaciones entre el Vaticano e Italia, período que no terminaría hasta 1929, al firmarse los tratados de Letrán. Libres de las respondabilidades del poder temporal, la Iglesia entrará en una nueva fase de vida.

   Su poder no hará más que aumentar, durante el siglo XIX, a pesar del conflicto que la separaba del Estado y de la permanente oposición desencadenada en toda Italia por los partidos liberales y socialista. La catolicidad, basada sólo en el prestigio moral de la doctrina y de la fe y en la fuerza espiritual de los Pontífices, volverá pronto a organizarse. La "oposición católica", cuya valerosa historia cuenta Giovanni Spadolini en su libro, constituirá pronto una de las fuerzas más importantes de la península y, a principios del siglo XX, hará sentir su voz en el Parlamento, para manifestarse, en plena resurrección espiritual y política, después de 1945.

   ¿Cómo pudo resistir la Iglesia una embestida tan tremenda? La pérdida del poder temporal le quitaba cualquier posibilidad de intervenir en los asuntos europeos y de defender sus derechos en Italia. Los ataques de los filósofos, de los científicos, de los políticos, la aislaban en medio de sus dogmas y de su ritual, cuya inactualidad aparecía como evidente ante los ojos de las élites radicales. Fue el Pontíficado de Pío IX el período más difícil en la historia de la Iglesia, más difícil y peligroso incluso que el de Pío VII, ya que la revolución francesa y Napoleón no habían producido en el almas una crisis tan total como la producida por el progreso científico a mediados del siglo XIX. Ortega y Gasset decía que el hombre de ciencia es un bárbaro moderno, es decir, una persona dirigida hacia una sola actividad, concentrada sobre una sola idea, exenta de vida espiritual. La Iglesia supo vencer a los bárbaros en los albores de la Edad Media y transformarlos en seres humanos. El mismo proceso se está desarrollando en Occidente desde hace siglo y medio. Pío IX fue el Papa que emprendió esta nueva campaña de cristianización, en un mundo invadido por los caballeros del ateísmo. Jaime Balmes tenía razón cuando decía: "Pío IX es, ante todo, un hombre de oración. He aquí por qué estoy sin temor acerca del éxito final. ¿Qué es lo que puede la Revolución contra un hombre unido a Dios?". Balmes hablaba de este modo en 1848, poco antes de su muerte, en un momento en que Mazzini proclamaba la República en Roma y el Papa huía hacia Gaeta.

   En medio de la tormenta, Pío IX proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción de María en 1854, después de haber consultado con todo el mundo cristiano. La doctrina de la Inmaculada Concepción había sido formulada por primera vez, en el siglo IX, por Pascasio Radbert; había sido aceptada en 1140 por los canónigos de Lyon, luego por Duns Escoto y los franciscanos, y oficialmente proclamada por el Concilio de Basilea. Con la Bula Ineffabilis un nuevo dogma estaba proclamado, en un momento, precisamente, en que el mundo parecía separarse de Dios.

   Diez años después, Pío IX hacía la Encíclica "Quanta cura" (8 de diciembre de 1854), acompañada por un catálogo en el que aprecían señalados los errores del siglo. Esta Encíclica coincidía con graves acontecimientos. En 1863 los rusos habían aplastado otra vez a los polacos rebeldes, destruyendo centenares de conventos y de Iglesias católicas, deportando a los sacerdotes a Siberia y sustituyéndolos con popes rusos, que obligaban a los padres a bautizar a sus hijos según el ritual de la Iglesia oriental. También en 1863 había aparecido la Vida de Jesús por Ernesto Renan. Era necesaria una centralización de los católicos, una limpieza general de los errores que habían invadido las almas. En 1866, en el mismo Vaticano, el embajador ruso insultaba al Papa por haber osado defender a los polacos y la Iglesia rompía las relaciones diplomáticas con Rusia. Fue en aquel momento cuando aparecieron la Encíclica "Quanta cura" y el "Syllabus", en cuya redacción participó Luis Veuillot. Junto con la Bula "Unam Sanctam", de Bonifacio VIII, y la "Unigenitus", de Clemente XI, la Encíclica de Pío IX fue uno de los documentos papales que más revuelo provocaron en las conciencias de los católicos y la opinión pública general. El Papa condenaba el liberalismo, el racionalismo, el naturalismo, el comunismo y el socialismo. Protestaba contra la supresión de las órdenes religiosas, contra la educación impuesta por el Estado, y proclamaba la libertad del hombre. El "Syllabus" condenaba ochenta errores: políticos, filosóficos y religiosos. El "Syllabus" no era un documento destinado a la publicación. Sin embargo, debido a circunstancias todavía no aclaradas, fue publicado y considerado enseguida como una declaración de guerra que el Papa lanzaba a la sociedad moderna.

   Napoleón III, el zar Alejandro II y Víctor Manuel II prohibieron la publicación del "Syllabus". Monseñor Dupanloup, obispo de Orléans y famoso orador y polemista, excribió un folleto en el que explicaba el verdadero sentido de la Encíclica y de su anexo. Muchos católicos liberales se sometieron y también los obispos, con la excepción del decano de la Facultad de Teología de París, Monseñor Maret. El pensamiento social que se desprendía de la Encíclica fue puesto de relieve por Emilio Keller en un libro que inspiró más tarde a Alberto de Mun, fundador del Apostolado social. La doctrina social de la Iglesia, formulada por León XIII, tiene sus orígenes en "Quanta cura".

   En la época en que Roma, como concepto imperial y político, estaba otra vez en boga, Mazzini hablaba de la tercera Roma, pagana y republicana; garibaldi quería hacer de Roma la capital mundial de la masonería, mientras los patriotas italianos pensaban en Roma como en la capital política del nuevo reino. Fue en aquellos momentos cuando Pío IX convocó un Concilio ecuménico en Roma con la Bula "Aeterni Patris", de 1868. Pocos meses después el Papa enviaba una carta, "Arcano divinae", a los obispos cismáticos de oriente, invitándolos al Concilio con el fin de realizar la unión de las Iglesias. Sometidas al poder temporal, instrumentos del zarismo en Rusia, las varias Iglesias orientales no contestaron. También la carta dirigida a los protestantes, con el mismo fin, quedó sin contestar. Siete comisiones fueron formadas en Roma, con el fin de estudiar los temas del Concilio. El 8 de diciembre de 1869, el Papa inauguró el XIX Concilio ecuménico. Una "Constitutio de Fide catholica", o "Dei Filius", fue promulgada en 1870 por el Concilio, conteniendo una exposición clara y precisa de los principios de la fe, de las relaciones entre la fe y la razón, de la revelación, etc. Después de largos debates, la "Constitución Pastor Aeternus" proclamaba el principio de la infalibilidad del Soberano Pontífice, reconociendo al Papa "un pleno y supremo poder de jurisdicción sobre toda la Iglesia, no sólo en las cosas que atañen a la fe y a las costumbres, sino también en las que pertenecen a la disciplina y al gobierno de la Iglesia Universal". Estallada la guerra entre Francia y Prusia, el Concilio suspendió sus reuniones y fue aplazado para días más tranquilos.

   Un importante cambio fue realizado por la Iglesia en aquellos años. Defraudada por los soberanos, perseguida por los reyes, los príncipes y caudillos de la nueva era, la Iglesia se volvió otra vez hacia el pueblo, de tal manera que Spadolini pudo hablar de un "papado socialista", cuyos principios eran formulados por León XIII. En todos los países los gobiernos atacaban a la Iglesia prohibiendo las actividades de la órdenes religiosas, suprimiendo órdenes y conventos, prohibiendo incluso la publicación de las Encíclicas pontificias. La masonería, el socialismo y el comunismo, el liberalismo de tipo radical, concentraban sus ataques alrededor de la Iglesia. Fue en Alemania donde la lucha cobró aspectos más dramáticos, debido a la furia anticatólica y antilatina de Bismarck, que hizo suya la doctrina del materialista Virchow, autor del KulturKampf o Lucha por la civilización, y llevó el combate al terreno parlamentario. Por un momento la victoria de un racismo religioso, protestante y germánico, representado por la Alemania del canciller de Berlín, pareció segura, ya que Bismarck había eliminado al campeón de la latinidad, Napoléon III. Tocó a León XIII ganar esta batalla, que agitó durante más de un decenio las almas del flamante Imperio.

   El 7 de febrero de 1878 el Papa Cruz de Cruce, como lo designaba la profecía de Malaquías, falleció, después de haber bendecido a los cardenales y a todo el mundo católico. Acababa con él el más largo pontificado de la historia y una de las épocas más trágicas y más heroicas del catolicismo.

   Bajo el pontificado de Pío IX, en 1860, fue fundado el periódico "Osservatore romano", tribuna oficial de la Santa Sede.

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(Samuel Miranda)